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El Catoblepas, número 95, enero 2010
  El Catoblepasnúmero 95 • enero 2010 • página 10
Artículos

El golpe de Estado estatutario
de José Luis Rodríguez Zapatero

José Antonio López Calle

Ensayo de análisis, denuncia y alerta ante el golpe de Estado
ejecutado a través del nuevo Estatuto catalán de 2006
contra la Nación española y la Constitución vigente

Apoteosis socialdemócrata catalanista de Zapatero, secundado por José Montilla, presidente de la Generalidad, y Carmen Chacón, Ministra de Defensa (de España)
Apoteosis socialdemócrata catalanista de Zapatero, secundado
por José Montilla, presidente de la Generalidad, y
Carmen Chacón, Ministra de Defensa (de España)

«Estarán [los socialistas] en la legalidad mientras la legalidad les permita adquirir lo que necesitan; fuera de la legalidad… cuando ella no les permita realizar sus aspiraciones.» (Pablo Iglesias, 7 de Julio de 1910.)

«Debemos, viendo la inclinación de este régimen por su señoría [se refiere a Maura, a la sazón Presidente del Gobierno], comprometernos para derribar ese régimen.» (Pablo Iglesias, 7 de Julio de 1910.)

«Estamos en esta Constitución y en ella seguiremos hasta cumplir la misión que nos hemos propuesto, y que ye he dicho que es…, la de derribar al Régimen.» (Pablo Iglesias, 12 de Julio de 1910.)

«No conozco en la historia la transformación de un régimen por medios legales.» (Largo Caballero, Diciembre de 1935.)

«Montesquieu ha muerto». Hay versiones según las cuales el autor de la frase añadió: «Montesquieu sigue muerto y bien muerto y nadie tiene intención de resucitarlo.» (Alfonso Guerra, 1985.)

«Apoyaré la reforma del Estatuto que apruebe el Parlamento de Cataluña.» (José Luis Rodríguez Zapatero, 13 de Noviembre de 2003 en la campaña a las elecciones al Parlamento de Cataluña.)

«El de nación [en referencia a la definición constitucional de España como Nación] es un concepto discutible y discutido.» (José Luis Rodríguez Zapatero, 17 de Noviembre de 2004 en el Senado.)

«Para mí la patria es la libertad, la convivencia, la justicia, la solidaridad y la igualdad.» (José Luis Rodríguez Zapatero, 6 de Octubre de 2005 en el marco de la polémica sobre la inclusión del término nación en el Estatuto de Cataluña.)

«Cataluña tiene identidad nacional.» (José Luis Rodríguez Zapatero, 2 de Noviembre de 2005, en su Discurso como Presidente del Gobierno en el Debate de totalidad sobre la propuesta de reforma del Estatuto de Cataluña.)

Spain camino de disolverse en Europa de la mano del socialdemócrata Zapatero al servicio del Party of European Socialists
Spain camino de disolverse en Europa de la mano
del socialdemócrata Zapatero al servicio
del Party of European Socialists

Objetivo y plan de este ensayo

Nos proponemos, como ciudadanos españoles preocupados por la gravísima crisis nacional en que Rodríguez Zapatero ha sumido a España –cuyo fin tal como la conocemos desde hace cinco siglos puede estar cerca de su cumplimiento– y ante la cual estamos obligados, al menos, a pronunciarnos públicamente, a hacer un análisis de lo que ha ocurrido y está ocurriendo en torno al proceso de tramitación, discusión, aprobación, puesta en marcha y desarrollo del Estatuto catalán de 2006, desde sus inicios en 2003, sobre todo a partir de las elecciones autonómicas catalanas del Otoño de ese año, hasta el momento presente, como un proceso de golpe de Estado disfrazado de mera reforma estatutaria; un proceso golpista que está ya en su última fase, pero que aún no ha concluido. Esto es lo que falta por hacer y que hasta ahora no se ha hecho, al menos que sepamos. Si con ello contribuimos a la formación de un juicio más fundado sobre este asunto y a alertar a cuantos españoles se inquietan por el porvenir de España como Nación, nos daremos por satisfechos; y si no lo conseguimos, al menos habremos cumplido con nuestro deber como españoles.

Es cierto que ha habido autores, analistas políticos, muy pocos realmente, a los que mencionamos más adelante, que han descrito lo que está sucediendo en torno a la mal llamada reforma del Estatuto de Cataluña como un golpe de Estado, pero se han conformado con afirmarlo, lo que no es poco en vista de la indiferencia generalizada; se trata, no obstante, de declaraciones aisladas o de pasada que no se fundamentan en un estudio a fondo del asunto.

Nuestro plan es el siguiente. En la primera parte, nos esforzamos en ofrecer un panorama acerca de la situación política generada por el Estatuto catalán, lo que nos obligará a examinar los orígenes, preparativos y fases del proceso de golpe de Estado estatutario, en su primer capítulo, y a retratar la actitud de las principales instituciones no políticas o de la llamada sociedad civil, en el capítulo 2, y políticas, en el 3, concernidas ante lo que consideramos como el reto más inquietante que se le presenta a España en el presente y que ésta tiene que afrontar. Esta primera parte constituye un extenso exordio sobre el estado de la cuestión, que precede y sirve de preparación para acometer el análisis del proceso estatutario catalán como proceso de golpe de Estado en la segunda y tercera parte del ensayo, que conforman su núcleo.

En la segunda parte exploramos las diversas interpretaciones del proceso estatutario catalán y empezamos distinguiendo entre las definiciones no golpistas y golpistas del proceso de discusión, aprobación y puesta en marcha del Estatuto catalán. A las definiciones no golpistas dedicamos los apartados o capítulos 1 y 2; a su vez, entre las definiciones no golpistas, distinguimos dos posiciones generales: la que declara la plena constitucionalidad y legalidad de todo el proceso estatutario, posición defendida por el Gobierno de Rodríguez Zapatero y los socialistas, así como por sus socios los nacionalistas catalanes, que examinamos en el primer capítulo y que refutamos sistemáticamente en la tercera parte, aunque adelantamos pistas de esta refutación en los capítulos 2, 3 y 4 de esta segunda parte; y la que denuncia la ilegalidad, en mayor o en menor gado, del proceso estatutario catalán, pero sin llegar a calificarlo de golpe de Estado, posición que a su vez se ramifica en diversas tendencias que clasificamos, examinamos y valoramos críticamente en el segundo capítulo.

A su vez, la definición golpista del proceso estatutario catalán comprende dos secciones. En la primera o capítulo 3 del ensayo, después de rechazar las definiciones no golpistas del proceso estatutario catalán, no sin recoger las aportaciones valiosas de quienes impugnan la legalidad constitucional de éste, ensayamos la definición del proceso estatutario catalán como un golpe de Estado, precisamos el tipo de golpe de Estado de que se trata y lo cotejamos con otros, tanto en el contexto de la historia contemporánea de España como en un contexto internacional, para determinar y evaluar su magnitud política. En la segunda, desarrollada en el capítulo 4, examinamos su triple alcance en el orden político, cultural y económico.

La tercera parte es la parte crucial y culminante de este estudio, ya que allí exponemos un análisis sistemático de las pruebas del golpe de Estado estatutario, que clasificamos en pruebas materiales de éste, donde reunimos un conjunto de cuatro pruebas concatenadas, y pruebas formales o formal-procedimentales, que se despliegan como un conjunto de dos pruebas. El estudio finaliza con unas conclusiones en que extraeremos las consecuencias de todo orden, tanto políticas como penales, que se derivan de nuestro análisis del proceso estatutario catalán como un proceso de golpe de Estado.

Lo que el lector tiene ante sí es sólo la primera entrega del ensayo, que abarca la primera y segunda parte del mismo. La tercera parte y las conclusiones finales quedan para una segunda y última entrega.

I
España ante el desafío del golpe de Estado estatutario

Sin duda el acontecimiento político más grave en la España del presente, y uno de los más graves –dejando aparte, claro está, las guerras que han ensangrentado España– de los últimos doscientos años es la aprobación del Estatuto de Cataluña en las Cortes entre marzo y mayo de 2006, su refrendo en referéndum en Junio, su promulgación como Ley orgánica el 19 de Julio de ese mismo año y su inmediata puesta en práctica y desarrollo, lo que representa un golpe de Estado contra la Constitución y la Nación españolas alentado y orquestado por el Presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, y del que son cómplices el Gobierno que preside, el Partido socialista y sus aliados los nacionalistas separatistas, y todos los diputados y senadores de cualesquiera partidos que han respaldado con su voto el Estatuto en el Parlamento catalán y en las Cortes Generales.

No es la primera vez que socialistas y nacionalistas secesionistas están unidos en un golpe de Estado; lo estuvieron en el organizado en el pacto de San Sebastián de Agosto de 1930; volvieron a estarlo en el golpe de Estado de Octubre de 1934; pero mientras entonces los secesionistas catalanes antiespañoles actuaban desde el poder y los socialistas desde la oposición, ahora unos y otros actúan, conformando una alianza, desde el poder, los unos desde los principales órganos del Estado, el Gobierno y las Cortes Generales, y los otros, desde la Generalidad, aliados con todas las ventajas que ofrece el disponer del control de los más importantes resortes del poder y de gran parte de los medios de comunicación nacionales, sobre todo televisivos, y regionales en Cataluña, para que triunfe un golpe contra la Constitución y la Nación española, que debilita a España y fortalece las aspiraciones independentistas de las oligarquías catalanas antiespañolas. En vista de esto, España no necesita tener enemigos exteriores; su principal enemigo está en su interior y es Rodríguez Zapatero, quien al promover proyectos que son la antesala de la secesión, como el nuevo Estatuto catalán («Apoyaré cualquier proyecto de nuevo Estatuto de Autonomía que apruebe el Parlamento de Cataluña»), amenaza la existencia misma de España como Nación para reducirla a una especie de confederación de naciones de súbditos desiguales en derechos, deberes y cargas. Después de esto, resultado de los pactos sin límites con las facciones nacionalistas antiespañolas, ya no cabe definir al PSOE dirigido por Rodríguez Zapatero como un partido político sino como una asociación facciosa, extremista y reaccionaria, subversora de la legalidad, del régimen constitucional y de la Nación española, a la que se despoja de su soberanía a partir del mismo acto de aprobación del fraudulento, ilegal y anticonstitucional Estatuto catalán.

El nuevo Estatuto de Cataluña, como proceso de golpe de Estado, no es obra sin antecedentes. Es el resultado de un sinfín de cesiones a los nacionalistas secesionistas, que comenzaron con la Constitución del 78, se reforzaron en la primera generación de Estatutos de Autonomía, muchos de los cuales ya contenían elementos claramente inconstitucionales, continuaron con los sucesivos gobiernos de la UCD, del PSOE, del PP y han culminado con el PSOE de Rodríguez Zapatero traspasando los límites constitucionales en asuntos capitales. Advertido esto, digamos, para no remontarnos demasiado lejos, que el origen inmediato del proceso de golpe de Estado que supone el Estatuto catalán, que a su vez ha desencadenado un cortejo de reformas estatutarias miméticas de éste, como sobre todo la valenciana y la andaluza, tiene lugar en Cataluña en 2003, bajo la égida de Pascual Maragall, entonces líder máximo del PSC, un partido cuya delegación en el 35º Congreso para la elección del nuevo Secretario General del PSOE fue decisiva para aupar a Rodríguez Zapatero a este cargo; desde éste en los años sucesivos no dejaría de respaldar los planes de Maragall, con el que formaría una especie de tándem.

1. El golpe de Estado estatutario en tres actos

El prólogo

Siendo líder de la oposición al Gobierno de Jordi Pujol, a primeros de Marzo de 2003 Maragall hace públicas sus propuestas, un tanto imprecisas, en un artículo en El País en las que propugna un cambio del modelo de Estado, la superación del Estado de las Autonomías y la federalización asimétrica de España; de hecho, desde hacía tiempo, incluso antes de ser elegido como dirigente máximo del PSC, venía hablando, no sin cierta vaguedad, de federalismo asimétrico, aunque lo que él denomina así, en realidad no marca su horizonte político final, sino que es sólo un paso previo para la secesión de Cataluña, tal es su auténtico objetivo último, como manifestó en 1999 –el mismo año en que fue proclamado candidato de su formación a las elecciones autonómicas en las que no pudo desbancar a Pujol– en el prólogo al libro del principal ideólogo del socialismo secesionista catalán e íntimo amigo suyo, Xavier Rubert de Ventós, Cataluña: de la identidad a la independencia, que constituye una apología del independentismo orientado a la fundación de un Estado soberano catalán. Llama la atención que el prologuista, al igual que el autor del libro, aclare que no es nacionalista y que su objetivo es la secesión de Cataluña para constituirse como Estado, sin necesidad de que ésta se defina como nación.

Se trata, sin duda, de un hecho sorprendente porque, una vez convertido en el líder del PSC candidato a presidir la Generalidad, no tendrá otro norte que el de lograr que se reconozca a Cataluña como nación, de suerte que en una entrevista al diario Abc del 6 de Noviembre de 2005 confesaría que podría admitir cambios en el texto estatuario a su paso por las Cortes Generales, pero que entre los «temas sustanciales» está el de la nación y que considera irrenunciable la definición de Cataluña como tal: «No pasaremos por no ser nación»; y es también llamativo porque al final de su mandato como Presidente de la Generalidad, en la celebración de la Díada de 2006, anunció solemnemente que con el logro para Cataluña de un estatuto de nación ésta «ya ha conseguido lo que quería», con lo cual se podía decir que él había cumplido con la misión histórica que se había trazado de conducir a Cataluña a la tierra de promisión del reconocimiento de su identidad nacional: «Este es un mes de Septiembre alegre, porque por primera vez celebramos una victoria; no sólo nos hemos rehecho de la derrota de 1714, sino que ahora tenemos la victoria del nuevo Estatuto. Cataluña vuelve a tomar aquello que entonces perdió: un estatuto de nación. Cataluña es hoy una nación dentro de la nación de naciones que es España, y eso nos ha costado mucho de conseguir».

En ese mismo mes de Marzo de 2003, en el marco de las manifestaciones con motivo de la guerra de Irak, Maragall reclama –coincidiendo y compitiendo en ello con Artur Mas, el nuevo líder de CiU, sucesor de Pujol– la consideración de Cataluña como nación, de forma que la confusión e imprecisión de su idea sobre el modelo de Estado se van despejando invitándonos a pensar que su visión de ésta es más el de una España confederal que federal. A finales de Marzo, estando ya en posesión de la idea de Cataluña como nación inserta en una España confederal, en una tribuna pública en Madrid, el Club Siglo XXI, profetiza, en un tono beligerante de amenaza golpista, que España estallará en un plazo de cuatro años en el caso de que Aznar prosiga su política autonómica, esto es, en el caso de que Aznar y su partido frenen los planes anticonstitucionales de Maragall, que se ve a sí mismo como llamado a cumplir la misión histórica de que se reconozca a Cataluña como nación y superar así a Pujol en la pugna por lograr para ésta las mayores cuotas de autogobierno rayanas con la secesión o que sólo se podrán rebasar ya con ésta.

A finales de Agosto de ese año, en la reunión de los socialistas en Santillana del Mar, presididos por su Secretario General, Maragall recibe el espaldarazo de Rodríguez Zapatero a sus planes políticos, que, aunque en ese momento se pensaron como estrategia de oposición al Gobierno de los populares, se convertirían más adelante en la base del programa de Gobierno del PSC en Cataluña y del PSOE en toda España, espaldarazo que se plasma en un texto programático, la llamada Declaración de Santillana, cuyas ideas directrices se resumen en la creación de una alianza con los nacionalistas para gobernar, el asedio al Gobierno del PP, el beneplácito a las reformas de los Estatutos de Autonomía y la ruptura del modelo autonómico emanado de la Constitución del 78.

En las elecciones autonómicas catalanas del 16 de Noviembre de 2003 todas las facciones nacionalistas secesionistas concurren a ellas con un programa, en que el tema estrella es una supuesta propuesta de reforma del Estatuto, pero que, en realidad, no es un reforma estatutaria, sino un nuevo Estatuto que encubre no, como se suele decir, una reforma de la Constitución, sino su destrucción. Las facciones nacionalistas mayoritarias, el PSC de Margall y CiU de Artus Mas, compiten de nuevo entre sí, ya no en el terreno de las declaraciones sino en la arena de la contienda política, por ver quién consigue ir más lejos en alcanzar mayores cotas de soberanía para Cataluña. El programa electoral de CiU define a Cataluña como «una nación con identidad propia» y pide el voto a los electores para impulsar la aprobación de un «nuevo Estatuto Nacional de Catalunya», en el que se reconozca a Cataluña como pueblo, una política internacional propia y una soberanía compartida con España; el PSC no se queda a la zaga y ofrece a los votantes un programa electoral cuyo principal objetivo es impulsar la aprobación de «un nuevo Estatuto» («Cataluña necesita un nuevo Estatuto») fundamentado en los principios de que « Cataluña es una nación» y España es «la España plural», lo que equivale a decir una «realidad plurinacional», cuya articulación política más adecuada sería a través de su organización federal, formada por «la diversidad entre naciones y la unión voluntaria entre pueblos» y en el seno de esta federación se reclama para Cataluña también una política internacional independiente. Ya sea por ignorancia o para no espantar a los electores o para no parecer ante los poderes centrales del Estado que van demasiado lejos o por una mezcla de todo ello, definen su modelo de Estado como un modelo federal cuando en realidad es confederal.

El 13 de Noviembre interviene Rodríguez Zapatero en un mitin electoral del PSC y se compromete a respaldar el nuevo Estatuto que venga del Parlamento catalán, lo que equivale a avalar el programa anticonstitucional y antinacional del PSC de Maragall, pues no podía ignorar qué tipo de Estatuto pretendían aprobar no sólo los socialistas de Maragall sino también las demás fuerza políticas catalanas. Ganase quien ganase, estaba anunciado que se iba a intentar pergeñar una reforma de Estatuto que en el fondo sería una derogación de la Constitución.

Y a la postre ganó la partida Maragall a Mas, aunque no en cuanto votos y escaños, pero la decisión de ERC de apoyar al primero, permitió a Maragall formar un Gobierno tripartito integrado por el PSC, ERC e ICV, un Gobierno autocalificado de «catalanista [en romance paladino, nacionalista antiespañol] y de izquierdas». La víspera de proclamarse Presidente de la Generalidad, el 14 de Diciembre, en nombre de su facciosa formación firma con los líderes de las demás facciones que van a componer el Gobierno tripartito, Carod Rovira por ERC y Joan Saura por ICV, el Pacto del Tinell, en el que sellan el compromiso de pugnar por establecer «un nuevo marco legal donde se reconozca y se desarrolle el carácter plurinacional, pluricultural y plurilingüístico del Estado».

Hasta aquí los preparativos o el prólogo del golpe de Estado estatutario, unos preparativos que alcanzan su madurez en las elecciones de Noviembre de 2003, una auténtica farsa en la que las cuatro facciones nacionalistas separatistas, no importa sus diferencias, se dirigen a un electorado al que manipulan y engañan ofreciéndoles una reforma del Estatuto catalán cuando lo que en realidad les ofrecen es una derogación del propio Estatuto y la destrucción de la Constitución y la Nación españolas; y en el subsiguiente Pacto del Tinell, en el que se diseñan las líneas maestras del anticonstitucional y antinacional pseudo-Estatuto que se proyecta cocinar en el Parlamento catalán.

Primer acto del golpe de Estado estatutario

Con la proclamación el 5 de Diciembre como Presidente del Parlamento catalán de Ernest Bernach, diputado independentista de ERC, quien en su discurso de investidura insta a la Cámara catalana de una manera golpista «a iniciar un camino sin retorno hacia una nación plena» y que concluye con una encendida proclama secesionista «Visca Catalunya lliure» y la posterior investidura el 15 de Diciembre de Maragall como Presidente de la Generalidad, quien en su discurso se mueve en la misma línea golpista de exaltación nacional de Cataluña, comienza el primer acto de la farsa del golpe de Estado estatutario. En efecto, su discurso de investidura se centró, como no podía ser menos, en la defensa de un nuevo Estatuto para Cataluña y en el establecimiento de un nuevo marco de relaciones entre «Cataluña y España», como si la primera fuese una entidad política del mismo nivel que España. En un tono beligerante, similar al mostrado a finales de Marzo en Madrid, lanza nuevamente una amenaza golpista contra el Gobierno del PP, presidido por Aznar, si éste no respalda las reclamaciones estatutarias de la Generalidad. Si entonces nos anunciaba el estallido de España, ahora amenaza con servirnos un drama («El drama está servido»). Entonces era sólo el líder de la oposición socialista en Catalana cuyo futuro era muy incierto a causa de su fracaso electoral en las elecciones autonómicas de 1999 ante Jordi Pujol; ahora, satisfecho y envalentonado por haber logrado al fin ser Presidente de la Generalidad, lo que le permite cumplir la misión histórica a la que se siente llamado de que se reconozca a Cataluña como nación –él mismo confesó sentirse como un Ulises dispuesto a hacer camino para conducir a Cataluña hasta su Ítaca particular, que no es otra que su proclamación como nación– eleva el tono y alcance de sus bravatas golpistas advirtiendo al Gobierno del PP que si frena el nuevo Estatuto para que no prospere convocará un referéndum: «En caso de dilación indebida durante la tramitación, en caso de no tomarse en consideración o en caso de impugnación que bloquee el proceso, la ciudadanía será llamada a pronunciarse mediante un proceso de consulta general». Y añade que ello se hará «siempre dentro de la legalidad», como si convocar un referéndum por parte de un gobierno autonómico no fuese ilegal.

El clima de golpe de Estado iniciado con las palabras de Bernach diez días antes, mantenido y avivado ahora por Maragall, lo vino a rematar el portavoz parlamentario de ERC, Josep Huguet, quien, luego de aplaudir con los demás miembros de su partido el explosivo discurso del flamante nuevo Presidente de la Generalidad, advirtió amenazadoramente a los populares que si no tienen la sensatez de atender a sus reclamaciones «el conflicto político puede ser dramático». Casi un año después, el 25 de Septiembre de 2005, Huguet, para entonces consejero de Comercio del Gobierno trifaccioso presidido ya por Maragall, volvería a la carga y amenazó con que «si falla el Estatuto habrá una crisis social y ‘guerra civil’, entre comillas, en Cataluña que ERC girará en contra de España como si fuera Els Segadors», la revuelta del siglo XVII contra las tropas españolas.

Él y su partido, ERC, saben mucho de «conflictos políticos dramáticos», de «crisis social» y de guerra civil sin comillas: en los años treinta del pasado siglo, los líderes de su partido, Macià y luego Companys, dieron sendos golpes de Estado, el de Companys, saldado con unos cuantos muertos y heridos; y unos meses antes de la insurrección armada del 6 de Octubre encabezada por Companys, la Generalidad, dominada por la Esquerra, había protagonizado una insurrección contra el orden constitucional republicano, al negase a acatar un sentencia del Tribunal Constitucional de aquel entonces, el Tribunal de Garantías Constitucionales, que había anulado, por inconstitucional, una norma del Parlamento catalán, la Ley catalana de contratos agrarios. Companys se declaró en rebeldía, rechazó la decisión del Alto Tribunal y la Cámara regional volvió a aprobar una ley idéntica a la que había sido revocada anteriormente; por cierto, este último comportamiento insurreccional de desobediencia de la legalidad constitucional es el modelo de acción que están siguiendo en el momento actual los gobernantes catalanes, empezando por el Presidente del Gobierno de la Generalidad, José Montilla, y el de la Cámara regional, Bernach, y los más destacados dirigentes nacionalistas separatistas con su campaña de amenazas y coacciones ante la previsión de que el Tribunal Constitucional dictamine la inconstitucionalidad del nuevo Estatuto catalán y con su exigencia a Rodríguez Zapatero de que cumpla el Estatuto al margen de lo que el Constitucional decida.

Por cierto, entre los asistentes a la ceremonia de proclamación de Maragall como Presidente en la Cámara autonómica y escuchantes de su discurso golpista estaba Rodríguez Zapatero, entonces líder de la oposición al PP, quien después del acto no desautorizó, ni aun puso reparo alguno a las palabras de Maragall y de su cómplice separatista, Huguet.

En su discurso de fin de año, emitido por la televisión catalana el 30 de Diciembre de 2003, Maragall abandona el golpismo en las maneras, pero no en el fondo, en los contenidos ni en los procedimientos legales, pues persiste en su obsesión de transformar a Cataluña en una nación por vía estatutaria, lo que constituye un golpe de Estado. Imbuido de su misión histórica, proclama solemne y repetidamente que con su elevación a la máxima magistratura en Cataluña comienza una nueva etapa y que uno de los grandes objetivos de este nuevo periodo que abre su gobierno se cifra en «un nuevo horizonte nacional», lo que implica en definitiva un compromiso para tratar de construir «una patria completa, una nación completa, con un patriotismo renovado». Después de esto, el primer acto del esperpéntico golpe de Estado se desarrollará en el Parlamento catalán durante 19 meses, desde Enero de 2004 hasta el 30 de Septiembre de 2005, fecha en que, tras diversos avatares, el mal llamado proyecto de reforma del Estatuto catalán, en realidad una pseudo-Constitución, un proyecto de destrucción de la Constitución y Nación españolas, es aprobado por todos los diputados parlamentarios, excepto los del PP. A lo largo de todo este periodo el dúo Maragall-Rodríguez Zapatero vela para que la propuesta de nuevo Estatuto no naufrague, lo que, en algún momento, requiere que el dúo se transforme en trío, como en Septiembre de 2005, en que Rodríguez Zapatero acuerda con Artur Mas la superación de los escollos para que el Estatuto llegase a buen puerto. Y así llega a buen puerto. Ya en la segunda fase del golpe de Estado, que tendrá como escenario principal las Cortes, habrá situaciones en que de nuevo Rodríguez Zapatero se verá obligado, como veremos, a pactar el Estatuto con el líder de CiU para salir del atolladero.

Al margen de los debates parlamentarios sobre la propuesta de reforma estatuaria, fuera del Parlamento catalán ocurren dos sucesos importantes para los planes estatutarios anticonstitucionales y antinacionales del dúo Maragall-Rodríguez Zapatero: el primero se refiere a la victoria socialista en las elecciones generales del 14 de Marzo de 2004, lo que facilita la ejecución de esos planes, que no se podrían haber llevado a cabo con un gobierno de los populares, ya que, como se temía el propio Maragall, un gobierno de éstos hubiera bloqueado cualquier proyecto estatuario catalán que desbordase la Constitución; el segundo –que tiene que ver con esta victoria socialista que permite al PSOE de Rodríguez Zapatero adueñarse de las riendas del poder político en los órganos centrales del Estado y así poder sortear cualquier dificultad que se interponga para sacar adelante el Estatuto catalán, primero en el Parlamento catalán, para lo que ya la intervención de Zapatero fue, como acabamos de ver, decisiva, y luego en las Cortes Generales– se refiere a un discurso de Maragall de extraordinaria importancia, por lo que revela de su estrategia política golpista, dirigido el 29 de Marzo de 2004 al Consejo Nacional del PSC, el cual constituye una manifiesta instigación a Rodríguez Zapatero a cometer un golpe de Estado contra la Constitución y la Nación españolas.

En efecto, el Presidente de la Generalidad catalana, desde el Consejo Nacional del PSC, lanza un llamamiento al Secretario General del PSOE, a la sazón Presidente electo, al que le falta poco para convertirse en el nuevo Presidente del Gobierno de forma efectiva –sería investido como tal el 16 de Abril de 2004–, instándole «a que no se limitara a administrar la continuidad constitucional», sino que, por el contrario, llevara a cabo «una nueva relectura de los textos fundamentales», decidiendo «qué sigue vigente, qué estorba y qué hay que añadir a lo aprobado hace 25 años». Y puesto que «lo aprobado hace 25 años» no es otra cosa que la Constitución vigente, lo que, en realidad, le está pidiendo Maragall a Rodríguez Zapatero es que haga una relectura o reescritura rupturista de la Carta Magna para operar o propiciar una «gran transformación política», que, según su criterio, España debe emprender bajo la guía del PSOE, pues ha llegado el momento de acometer «la construcción política y jurídica de lo que desde el principio de la democracia estaba en la mente del PSC y de la mayoría de los españoles».

El momento no puede ser más propicio para sus planes: el PSC de Maragall gobierna en Cataluña y el PSOE en el conjunto de España, aunque uno y otro gracias al apoyo de los nacionalistas antiespañoles, pero esto para ellos es irrelevante, pues sus planes respectivos contienen un tramo de convergencia. Eufórico ante esta situación política determinada por la inesperada victoria socialista en las elecciones del 14 de Marzo, que facilita el cumplimiento de los objetivos políticos antedichos que Maragall ve ahora al alcance de la mano, y seguro y ensoberbecido de su poder, se atreve a postularse para «cogobernar» España con Rodríguez Zapatero y a dictarle al Ejecutivo socialista que está a punto de formarse las «prioridades» de la agenda de gobierno: «Cataluña está en condiciones, y el PSC en particular, de determinar en buena medida cuáles son los contenidos, los acentos, las personas y las prioridades de la gobernación en España».

Naturalmente, estas «prioridades de la gobernación en España» no son otras que las cuestiones que estuvieron en el centro de la campaña electoral autonómica de Cataluña, la reforma del Estatuto catalán, que ya había empezado a discutirse en la Cámara catalana apenas dos meses antes de que el político catalán pronunciase este discurso y los pertinentes cambios constitucionales, reforma y cambios que, de acuerdo con la línea marcada ahora por Maragall, han de llevarse a cabo, bajo la égida del dúo Rodríguez Zapatero-Maragall, por medio de una relectura de la Constitución que permita romper con ella y con la idea nacional de España allí definida. No es necesario recordar que el Presidente del Gobierno seguiría el guión trazado desde Cataluña por Maragall, sin que para ello hiciera falta que éste se lo dictase o tuviese que convencerle, pues Rodríguez Zapatero es tan alérgico a la idea nacional de España y tan partidario de una organización confederal de ésta como Maragall.

No obstante, la alegría por la inopinada victoria del PSOE en esas elecciones, sobrevenida a raíz de una hábil explotación mediática y propagandística de la masacre terrorista del 11-M, se veía enturbiada por un grave problema: es cierto que ya no estaban los populares en el Gobierno de la Nación y no disponían, por tanto, del poder necesario para bloquear un Estatuto contrario a la Constitución y que los socialistas y sus aliados nacionalistas secesionistas gozaban de mayoría tanto en el Parlamento autonómico como en las Cortes Generales para que a su vez éstas aprobasen sin pestañear o pestañeando poco lo que aprobara el primero, de acuerdo con la promesa de Rodríguez Zapatero de que apoyaría el proyecto estatuario que viniera de Cataluña, pero les faltaba la mayoría cualificada imprescindible para reformar la Constitución, de forma que el Estatuto autonómico no colisione con ésta, sin contar con la dificultad añadida de la convocatoria de un referéndum nacional que exige la reforma constitucional. De hecho, el propio Maragall, una vez aprobado el anticonstitucional y antinacional Estatuto, admitiría paladinamente que éste era «inviable» sin «una reforma previa» de la Constitución. A nuestro juicio, ni siquiera esto es posible, pues la Constitución, como es lógico, autoriza su reforma, pero no su destrucción, pero precisamente la reforma constitucional de que hablan Maragall, los socialistas y sus secuaces los nacionalistas secesionistas, no es una reforma, sino una revolución, bien es cierto que reaccionaria, que consiste en despojar a España de su carácter nacional para imprimírselo a Cataluña, de forma que el pueblo español constituido en Nación de ciudadanos libres e iguales en derechos y deberes deja de ser el titular de la soberanía para fragmentarse en pueblos organizados en distintas naciones con su propio repertorio de derechos y deberes, generándose así un estado de desigualdad entre los españoles.

Pero, volviendo al problema que se les planteaba a los socialistas y sus corifeos nacionalistas separatistas, el caso era que las mayorías parlamentarias de que disponían no les permitían emprender una reforma constitucional, que además quedaría abortada en las Cortes simplemente con los votos en contra de los populares. Ahora bien, para los herederos de Pablo Iglesias, entrenados en el desprecio a la legalidad y en el enterramiento de Montesquieu, el problema no era para tanto: fieles a la recomendación del fundador del PSOE a los suyos de colocarse fuera de la legalidad para realizar sus aspiraciones, decidieron que la mejor estrategia consistía en hacer una reforma constitucional, en realidad una liquidación de la Constitución, pero sin que se note, esto es, haciéndola pasar ilegal y fraudulentamente como un proyecto de reforma estatutaria, cuya aprobación en las Cortes con el rango de ley orgánica sólo demanda una mayoría absoluta, que los socialistas en alianza con los nacionalistas secesionistas reunían. Sabían perfectamente que el proyecto estatutario, amén de que encubría un cambio de la Constitución, es anticonstitucional y que también lo es su tramitación como reforma estatutaria, pero, para ocultar esta realidad, completaron su estrategia, utilizando para ello todos los medios de propaganda a su alcance, que son ingentes, con el fingimiento de que el Estatuto catalán ni es una reforma constitucional subterránea ni su destrucción, sino un texto plenamente acorde con la Constitución, en definitiva, como dijo Rodríguez Zapatero, un texto «limpio como la patena». Y este mensaje parece haber calado en gran parte del pueblo español, sobre todo en los millones de votantes fieles del PSOE.

Diseñada, perfilada y puesta a punto esta estrategia a raíz de la victoria electoral socialista de Marzo de 2004, los debates en la Cámara autonómica catalana discurrieron en el marco envolvente de esta estrategia basada en la promoción de un Estatuto que en realidad encubre un cambio revolucionario de la Constitución. Sabedores de que nada ni nadie se interpondría en su camino, desde principios de 2004 hasta el último día de Septiembre de 2005, el Parlamento autonómico se comportó, usurpando las funciones de las Cortes Generales, impostoramente como una Cámara constituyente, representante de una supuesta soberanía del pueblo catalán, en la que, rebasando con creces todos los límites de la legalidad constitucional, en rebelión abierta contra la Constitución y la soberanía de la Nación española, osaron definir, en el proyecto de reforma de Estatuto finalmente aprobado, a Cataluña como nación, a España como un Estado plurinacional, una tabla de derechos y deberes específicos y exclusivos de los catalanes y la constitución de la Generalidad como una especie de cuasi-Estado soberano que despoja al Estado central de la inmensa mayoría de sus competencias en Cataluña. Si esto no es una rebelión contra la legalidad constitucional y la Nación española, ¿qué más hace falta para que lo sea?

Zapatero sella públicamente en la Moncloa, con Arturo Mas Gavarró y José Antonio Duran Lleida, dirigentes de CiU, su acuerdo sobre la reforma del Estatuto de Cataluña el 23 de enero de 2006
Zapatero sella públicamente en la Moncloa, con Arturo Mas Gavarró y José Antonio Duran Lleida, dirigentes de CiU, su acuerdo sobre la reforma del Estatuto de Cataluña el 23 de enero de 2006

Segundo acto del golpe de Estado estatutario

Con la llegada a las Cortes, en la primera quincena de Octubre de 2005, del proyecto de reforma del Estatuto catalán, en el fondo una Constitución paralela para Cataluña, comienza el segundo acto de la farsa del golpe de Estado estatuario, que concluirá el 19 de Julio con la promulgación de la Ley orgánica de la reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña en el BOE. La primera escena importante de este segundo acto tiene lugar el 18 de Octubre de 2005, fecha en que, violando la legalidad constitucional, la Mesa del Congreso acuerda, con los votos de los representantes del PSOE, CiU e IU-ICV, tramitar el proyecto de nuevo Estatuto catalán como reforma estatutaria en contra de la petición del PP de considerarlo como una reforma constitucional, tramitación fraudulenta que el PP recurriría el 2 de Noviembre de ese año ante el Tribunal Constitucional, el cual, el 15 de Marzo de 2006, despreciando la legalidad constitucional tanto como la Mesa del Congreso, rechazó, por siete votos a cinco, el recurso del PP contra la tramitación del Estatuto catalán como reforma estatutaria.

En esta misma fecha del 2 de Noviembre tiene lugar la segunda escena relevante en el curso del Estatuto en el Congreso, a saber, el debate de totalidad de la propuesta de reforma del Estatuto catalán, en el que lo más sobresaliente, en relación al curso ulterior de los acontecimientos, fue el entusiasta respaldo de Rodríguez Zapatero al proyecto de reforma estatutaria catalana dinamitadora de la Constitución y la Nación española y su solemne proclamación de Cataluña como nación: «Cataluña posee identidad nacional», declaración que marca un hito en el devenir estatutario como proceso de golpe de Estado. La Comisión Constitucional, presidida por Alfonso Guerra, no se pone en marcha hasta el 2 de Febrero de 2006, cuyo trabajo se plasmaría en la emisión de un dictamen en el que se canonizarían los delirios estatutarios de Rodríguez Zapatero y sus secuaces los nacionalistas antiespañoles.

El Presidente de la Comisión Constitucional, a pesar de que antes de la llegada del Estatuto catalán a las Cortes se había distinguido por sus críticas a las tropelías que éste auspicia, como la locura de definir a Cataluña como nación («La única nación, según la Constitución, es España» había sentenciado en el Verano de 2005 contra el Estatuto catalán), y que, aun después de aprobado en el Congreso, comparó el proceso de disolución de la Unión Soviética, tras la caída del régimen comunista, con el proceso de desmembración al que puede estar abocada España con el proceso de reformas estatutarias impulsado por Rodríguez Zapatero y encabezado por el Estatuto catalán como el proyecto estrella del Presidente del Gobierno, no tuvo dificultad, en un alarde de coherencia y de patriotismo, en votar sí al dictamen emitido por la Comisión por él presidida ni en hacer lo mismo en el pleno de las Cortes del 30 de Marzo en que se sometió a votación el proyecto de reforma del Estatuto catalán. Un comportamiento totalmente a la altura de quien se reclamó a sí mismo como promotor de la organización del PSOE como una facción de enterradores de Monstesquieu.

Casi dos semanas antes de la puesta en funcionamiento de la Comisión Constitucional y del inicio de sus sesiones, tiene lugar otro suceso importante en la suerte del Estatuto catalán: la noche del 21 de Enero de 2006 Rodríguez Zapatero organiza una reunión secreta, que tiene toda la apariencia de una conspiración contra la Constitución y la soberanía de la Nación española, con Artur Mas, el presidente de CiU, en el Palacio de la Moncloa, durante la cual mantienen conversación telefónica con Josep Antoni Durán i LLeida, portavoz de CiU en el Congreso de los Diputados, para negociar, al margen de las Cortes, las cuestiones clave del Estatuto. Al filo de la medianoche, se llega a un pacto, en el que, entre otras cosas, el Presidente del Gobierno se compromete a aceptar, en perfecto acuerdo con su proclamación de la identidad nacional de Cataluña en el referido debate parlamentario del 2 de Noviembre de 2005 sobre la toma en consideración del proyecto estatutario catalán, la inclusión en éste de la consideración de Cataluña como nación, pero sin usar este término en el articulado, sino sólo en el preámbulo como expresión del sentimiento de la mayoría de los catalanes y no como definición de Cataluña.

Mientras tanto, el PP, desde el 28 de Enero de 2006, inicia una campaña de recogida de firmas (se llegarán a recoger tres millones), para respaldar una proposición no de ley que solicite al Gobierno un referéndum en toda España sobre el Estatuto catalán, una iniciativa bienintencionada, destinada a frenar la reforma estatutaria catalana, pero realmente desesperada y sin visos de prosperar, objeto de toda suerte de burlas y cuchufletas por parte de los socialistas. Si el Tribunal Constitucional hubiese avalado la propuesta del PP de tramitar esta reforma estatutaria como reforma constitucional, la iniciativa hubiera estado fuera de lugar, ya que, en tal caso, el procedimiento constitucional exige un referéndum nacional para la aprobación de ésta; la iniciativa tenía sentido, y seguramente en ello es en lo que pensaron los populares, sólo en el supuesto de que el Tribunal Constitucional se pronunciara en contra del recurso de amparo del PP y en previsión de esta eventualidad plantearon su iniciativa; pero los socialistas y sus aliados separatistas no iban a autorizar la celebración de un referéndum nacional, como evidentemente así sucedió, puesto que eso hubiera significado admitir que en verdad estaban impulsando una reforma encubierta de la Constitución y, por tanto, que todo el proceso de debate y aprobación de la reforma estatutaria era ilegal y, en consecuencia, un golpe de Estado.

Terminado el trabajo de la Comisión Constitucional, el 30 de Marzo de 2006, que ha pasado a ser una fecha siniestra e infame en la historia política de España, asistimos a la escena decisiva del segundo acto, que desencadenó su final. Después de un tenso debate, en el que el valeroso Rodríguez Zapatero no compareció en la tribuna de oradores, sino que delegó la defensa del Estatuto golpista en manos de sus escuderos, la Vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega y el portavoz parlamentario socialista, Alfredo Pérez Rubalcaba, el Congreso de los Diputados, en sesión plenaria, aprobó el proyecto de reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña por una mayoría del 54%; ese mismo día se tramitó en el Senado, de donde saldría, con un respaldo del 52% de los votos, el texto definitivo del Estatuto catalán el 10 de Mayo, lo que lo convierte en el texto estatutario con menor consenso de la etapa constitucional abierta en 1978. El pacto de Rodríguez Zapatero con los nacionalistas secesionistas catalanes para la destrucción de la soberanía española se había consumado; había, por fin, cumplido con su promesa de apoyar el Estatuto que saliese del Parlamento catalán. La promesa correctiva de dejarlo «limpio como una patena», hecha a principios de Enero de 2006, o la de «encauzarlo para que sea absolutamente respetuoso con la Constitución», pasaron a ser sólo uno más de sus interminables embustes para neutralizar y tranquilizar a sus votantes. A la hora de la verdad, el Presidente del Gobierno es más leal a los representantes del nacionalismo separatista catalán que a la Constitución y a España.

Antes de proseguir, vale la pena parar mientes en el hecho asombroso y a la vez escandaloso de que un Estatuto o su reforma se pueda aprobar en las Cortes (y en los parlamentos autonómicos) con tan sólo una mayoría absoluta y no con una mayoría cualificada más amplia. Esto permite que cualquier partido de ámbito nacional que cuente con mayoría absoluta o si no la tiene, que la forme con el apoyo de los grupúsculos nacionalistas secesionistas, como el PSOE en el presente, pueda impulsar una reforma estatutaria, como la que estamos comentando. Que se acepte como válido que un respaldo mayoritario baste para poner en marcha una Estatuto de Autonomía o su reforma quizá pueda funcionar en otros países, pero no en España donde la ley electoral en vigor facilita que las facciones secesionistas tengan representación en el Parlamento nacional, que toman como escenario para chantajear a los partidos de ámbito general, y donde los dos grandes partidos con capacidad para gobernar España carecen del patriotismo necesario para anular tales chantajes uniéndose para defenderla frente a la acometidas de los nacionalistas separatistas de todo género.

El propio Rodríguez Zapatero llamó la atención, en el debate en el Congreso sobre el llamado Plan Ibarreche, el proyecto de nuevo Estatuto Político para las Vascongadas, el 1 de Febrero de 2005, sobre el hecho de que antiguas Constituciones habían fracasado porque «se hicieron Constituciones de partido, se hicieron normas políticas con el 51%, y las normas políticas con el 51% para ordenar la convivencia acaban en el fracaso». Y acertadamente señaló que ese porcentaje bastaba para gobernar, pero no para impulsar «normas institucionales básicas», que, a su juicio, debían buscar un porcentaje «del 70, el 80, el 100%». Pues bien, si este criterio es válido para el Plan Ibarreche, también debería serlo para el Estatuto catalán, que, si bien en el Parlamento catalán logró un apoyo del 90% de los votos, en el Congreso se quedó lejos del porcentaje más bajo que Rodríguez Zapatero consideraba el mínimo exigible, el 70%, máxime teniendo en cuenta que es en las Cortes Generales donde reside la representación de la soberanía nacional.

Pero el compromiso del Presidente del Gobierno con la casta nacionalista antiespañola, materializado en la aprobación de un Estatuto anticonstitucional, antinacional y golpista, no ha podido ejecutarse sin que ello tenga terribles consecuencias inmediatas, con independencia de las dramáticas consecuencias ulteriores para el porvenir de España. La primera de ellas, y la más importante, es que el aval dado por las Cortes Generales al engendro estatutario catalán las convierte ipso facto en unas Cortes golpistas, insurrectas contra la legalidad constitucional y contra la Nación española, cuya representación traicionan y a la vez se hacen el haraquiri, autodisolviéndose como Cortes Generales, representantes de la soberanía nacional, salvo ya como ficción jurídica. Todo desde el principio es una cadena de ilegalidades, de inconstitucionalidades que se van sumando, desde que comenzó el proceso estatutario en el Parlamento catalán, hasta su consumación en las Cortes: en la Cámara catalana se tramita como reforma estatutaria lo que en realidad es un nuevo Estatuto que deroga el anterior, como se reconoce en la Disposición derogatoria del Estatuto nuevo, y que, por ello, contraviene la Constitución, que sólo autoriza reformar o modificar un Estatuto, no destruirlo (arts. 147.3 y 152.2), y además, por si eso fuera poco, un Estatuto nuevo derogatorio del anterior que además destruye la Constitución.

Estas ilegalidades, lejos de neutralizarse en las Cortes, contagian a éstas al aceptarlas con la tramitación en el Congreso y luego en el Senado de una reforma estatutaria que, verdaderamente, no lo es, sino la derogación o destrucción del Estatuto de 1979 y a la vez la aniquilación de la Constitución del 78, a la que añaden la ilegalidad aún mucho más grave de aprobar lo que no tienen competencia para ello: las Cortes de 2006 no tenían mandato de los ciudadanos para votar una modificación encubierta de la Constitución, que sólo se puede reformar conforme al procedimiento en ella regulado, y menos aún para derribarla, que es lo que han hecho, para lo que nunca hay ni puede haber mandato ciudadano, ya que la Constitución permite su reforma, pero no su destrucción. Por tanto, al actuar así, dando su beneplácito al anticonstitucional y antinacional Estatuto, que niega la Nación española como titular de la soberanía y fuente de la que emanan todos los poderes del Estado, los diputados y senadores que así han obrado han degradado la Cortes transformándolas impostoramente en un órgano que se arroga facultades que no le corresponden y por ello las han convertido en el escenario de un golpe de Estado, de una rebelión en toda la regla contra la Constitución y la Nación, preñada de potenciales efectos dramáticos para el porvenir de España. La segunda consecuencia inmediata concierne al Gobierno, que, en tanto promotor de todo el proceso estatuario como rebelión anticonstitucional y antinacional, pasa a ser un Gobierno golpista; y la tercera es que el PSOE deja de ser, como ya señalamos al comienzo, un partido político, para convertirse en una formación facciosa, en la medida en que se ha alzado contra la legalidad constitucional. Hay otras consecuencias muy graves, que aplazamos para el final del ensayo.

La última escena importante del segundo acto de la farsa del golpe de Estado estatutario nos la depara el esperpento del referéndum para la ratificación del texto definitivo del proyecto de reforma del Estatuto de Cataluña aprobado por las Cortes, celebrado el 18 de Junio de 2006, pues su sanción y promulgación como ley orgánica con que se cierra el esperpéntico acto es ya puro trámite. Para empezar, digamos que a la cascada de inconstitucionalidades que envuelven y forman parte del entramado del proceso estatuario hay que agregar una más: la del propio referéndum, convocado por el Presidente del Gobierno de la Generalidad, Pascual Maragall, mediante un decreto del 18 de Mayo de 2006 con el objetivo de someter a ratificación de los electores catalanes el proyecto de reforma del Estatuto, referéndum que es contrario a la Constitución por el simple hecho de que se ha convocado en realidad no para aprobar la reforma del Estatuto vigente entonces, el de 1979, sino un nuevo Estatuto, como se desprende indefectiblemente del hecho de que, como dijimos antes, incluye una disposición derogatoria del Estatuto de 1979, pero la Constitución (art. 152.2), como también advertimos, sólo permite modificar el existente.

Incurre además en otras ilegalidades que fueron denunciadas en su momento por Carlos Ruiz Miguel, catedrático de Derecho Constitucional, en su artículo «Un referéndum ilegal para un estatuto inconstitucional» (publicado en Libertad Digital, 13 de Junio de 2006), donde con una argumentación impecable e incontestable, prueba que la consulta es ilegal porque vulnera, amén de la Constitución, la Ley Orgánica 2/1988, que regula las distintas modalidades de referéndum, y lo previsto en el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 1979. Vulnera la primera ley, porque el referéndum lo ha convocado el Presidente de la Generalidad, pero en ésta se dispone que es al Rey a quien corresponde convocarlo con el refrendo del Presidente del Gobierno; vulnera la segunda, porque ésta exige que lo sometido a consulta sea una reforma, pero el nuevo texto no es una reforma, pues, lo volvemos a repetir, contiene la derogación del texto entonces vigente de 1979. El tan cacareado Estado de Derecho funcionó tan bien, como en todo el proceso estatutario precedente, que naturalmente ninguna autoridad competente intervino para anular la clamorosamente ilegal consulta. Para el Gobierno catalán, presidido por Maragall, con la convocatoria ilegal del referéndum se trataba de desafiar, una vez más, al Estado, para que quede claro que Cataluña es una nación soberana y el Presidente de una nación soberana no tiene por qué pedirle permiso a nadie para convocar un referéndum.

Por lo demás, la campaña para el referéndum consistió ante todo en una contienda por parte de las facciones nacionalistas secesionistas contra los partidos que pedían el voto negativo contra el nuevo Estatuto, esto es, contra el PP y Ciudadanos por Cataluña, un partido antinacionalista que había surgido entretanto después de las elecciones autonómicas de 2003. Hubo intentos de sabotear actos organizados por estos partidos, y algunos de sus dirigentes y miembros fueron objeto de violencias por parte de energúmenos de las facciones nacionalistas, sobre todo de sus juventudes. La inquina de las facciones nacionalistas se dirigió especialmente contra el PP, al que el PSC estigmatizó como un partido anticatalán al igual que el Gobierno de Rodríguez Zapatero había acusado antes de «catalanofobia» a Mariano Rajoy por su oposición al anticonstitucional Estatuto. La hostilidad del PSC contra el PP, con la complicidad de las demás facciones nacionalistas antiespañolas, llegó hasta el punto de utilizar el anticatalanismo atribuido al PP como lema de su propia campaña por el voto positivo al Estatuto: «El PP usará tu ‘no’ contra Cataluña». En este ambiente así caldeado y envenenado por los socialistas catalanes, que incitaba al hostigamiento al PP, con riesgos de enfrentamientos civiles, no es de extrañar que Mariano Rajoy y otros dirigentes populares fuesen blanco principal de las agresiones por parte de violentos nacionalistas independentistas, agresiones que algunos dirigentes del PSC se encargaban de justificar al alegar que no son sino la reacción que el propio PP provocaba con su estrategia política. El lema contra el PP fue el principal argumento del PSC para votar sí al anticonstitucional Estatuto.

En resumidas cuentas, las cuatro facciones secesionistas catalanas hegemónicas en la política catalana, con la complicidad de la red mediática regional totalmente entregada al despótico régimen nacionalista imperante y a la causa del anticonstitucional Estatuto, hicieron todo lo posible para expulsar del debate político a los partidarios del rechazo del nuevo Estatuto, denigrados ante la opinión pública como enemigos de Cataluña. No hubo debate sobre el Estatuto, su contenido no se explicó a los catalanes ni, por supuesto, al conjunto de los españoles, ni entonces ni antes, mientras se estaba cocinando en las Cámaras autonómica y nacional, aunque la palabra «Estatuto» sonaba por todas partes.

Los resultados de la consulta estuvieron a la altura de la astracanada del referéndum, cuyo carácter esperpéntico vinieron a rubricar. No llegó a votar más que el 49’4 % del censo electoral y sólo una minoría del 35’7 % refrendó el Estatuto, lo que significa que una clara gran mayoría de los catalanes, el 64’3%, no respaldó el nuevo Estatuto, resultado del pacto de Rodríguez Zapatero con la casta nacionalista antiespañola catalana, esto es, dos de cada tres catalanes no dieron su respaldo en las urnas a la nueva ley estatutaria. Con independencia del carácter abiertamente anticonstitucional de ésta y de la ilegalidad de todo el proceso estatutario, no deja de ser escandaloso que una ley tan importante para la vida política, como la que representa un Estatuto de Autonomía, se pueda aprobar con una minoría tan exigua, que no se exija por lo menos, si no más, el apoyo del 50 % del censo electoral, para que el refrendo popular de un Estatuto sea válido, y no es menos escandaloso que el legislador no haya previsto estas eventualidades, con lo cual se ha convertido en cómplice de toda la sarta de desaguisados que han rodeado el desarrollo del proceso estatutario. De nuevo, cabe traer aquí a colación la declaración de Rodríguez Zapatero, arriba citada, sobre la exigencia de que una norma institucional básica, tal como una Constitución o un Estatuto de Autonomía, esté respaldada por más del 51% de los votos, fijando él mismo un mínimo del 70%, para que no sea la imposición de unos sobre otros y sea garantía de una convivencia estable. Pues bien, de forma incoherente, el que apenas un tercio del electorado catalán haya avalado el Estatuto, lo que representa un porcentaje muy alejado no ya del fijado por él como mínimo exigible, sino incluso del 51% que él mismo rechaza por considerarlo insuficiente, no le impidió hablar cínicamente de la «normalidad» de la participación en el referéndum catalán y destacar que el Estatuto «integrará mejor el proyecto de España», como si el desinterés o rechazo de casi dos tercios de los votantes fuera irrelevante y como si la norma estatutaria así refrendada no contuviera elementos gravemente anticonstitucionales potencialmente nocivos para la estabilidad institucional de España como Estado nacional y para la convivencia política.

Tercer acto del golpe de Estado estatutario

El tercer acto del proceso de golpe de Estado estatutario comienza el 31 de Julio con la presentación por el PP de un recurso de inconstitucionalidad contra el Estatuto catalán ante el Tribunal Constitucional, secundado por otros recursos presentados por el Defensor del Pueblo y varias Comunidades Autónomas, y dura hasta el presente; este tercer acto no ha concluido, pues, y no conoceremos su desenlace definitivo hasta que salga la sentencia del Constitucional. En este tercer acto, el Alto Tribunal pasa, por tanto, a desempeñar un papel crucial en la evolución y conclusión de proceso de golpe de Estado. Pero, como más adelante abordaremos con más detalle el papel del Constitucional durante este largo periodo de casi tres años y medio en que los magistrados se han revelado incapaces de dictar sentencia sobre un Estatuto absolutamente anticonstitucional, ahora sólo le dedicaremos unas pinceladas.

La primera es que hasta ahora el Alto Tribunal no se ha distinguido por su defensa de España y de las instituciones del Estado central, sino por sus cesiones a los nacionalistas y su tendencia a reforzar el papel de las Comunidades Autónomas en detrimento del Estado central. Sobre lo primero, caber recordar su respaldo a la política lingüística excluyente del español en las Comunidades con lenguas regionales, como en la sentencia del Tribunal Constitucional de 1994 sobre la Ley de Normalización Lingüística de Cataluña de 1983; su connivencia con el terrorismo nacionalista antiespañol, como en la resolución de 1999, por cierto que contó con el voto favorable de la hoy Presidenta del Tribunal Constitucional, María Emilia Casas, en la que revocaba la sentencia del Tribunal Supremo en que se pedía el encarcelamiento de la cúpula proetarra de Herri Batasuna; o el fallo reciente, de Mayo de 2008, en que revocó, una vez más, una sentencia del Supremo, esta vez la que prohibía la presentación de una franquicia de la Eta, Iniciativa Internacionalista, a las elecciones europeas; o su comprensión de los planes antinacionales y anticonstitucionales del nacionalismo secesionista vasco, como bien se reflejó en su resolución de Abril de 2004, avalada también con el voto de la Presidenta, en que se rechazaba el recurso del Gobierno del PP contra la tramitación en el Parlamento vasco del Plan Ibarreche, una resolución gracias a la cual se permite discutir en un Parlamento autonómico un proyecto de ley derogatorio de la Constitución y atentatorio contra la unidad de la titularidad del poder constituyente, que corresponde a la totalidad de los españoles y no a los vascos; o de los planes igualmente antinacionales y anticonstitucionales del nacionalismo secesionista catalán, como se manifiesta a través de la sentencia de Marzo de 2006, asimismo avalada por la Presidenta, en que se rechazó la admisión a trámite del recurso de PP contra la tramitación en las Cortes del nuevo Estatuto catalán como reforma estatutaria, lo que permitió que en la Cámara nacional se debatiese, como se había hecho antes en el Parlamento autonómico catalán, la existencia misma de España como nación y finalmente se aprobase una proyecto de ley que afirma la nación catalana en la misma medida que niega la Nación española.

Sobre lo segundo, cabe traer a colación su sentencia de 1997 sobre la Ley del Suelo, una sentencia que atribuye el control sobre éste a las Comunidades Autónomas y los municipios, lo que significa que el suelo queda fuera del control del Estado, esto es, se el niega el territorio al propio Estado; el resultado es que el Gobierno central no puede emprender o diseñar una política nacional sobre el suelo y encima, como consecuencia del reconocido poder municipal sobre la disponibilidad de éste, los sufridos ciudadanos tienen que padecer el terrible encarecimiento de la vivienda.

La segunda pincelada se refiere a la composición del Tribunal Constitucional, que en su mayoría no está formado por jueces, sino por profesores y funcionarios, y aun un abogado, de distintas afinidades políticas; que la mitad de sus miembros son afines al PSOE y han de juzgar precisamente la constitucionalidad de una ley, la ley estatutaria catalana, promovida por el PSOE, el partido de sus simpatías, y en la que esta formación ha puesto toda su alma; que el PSOE mueve los hilos del Tribunal a través de su Presidenta, la profesora María Emilia Casas, conocida prosocialista y a la vez marcadamente nacionalista separatista, y de la Ponente, la también profesora Elisa Pérez Vera, igualmente de estricta obediencia al PSOE; que es muy improbable que la Ponente, designada para esta función por la Presidenta del Tribunal por indicación de Chaves, a quien ya sirvió como Presidenta del Consejo Consultivo de Andalucía, y de Rodríguez Zapatero, redacte una sentencia que no sea oída por el Presidente del Gobierno antes de ser aprobada y publicada.

Teniendo todo esto en cuenta no debe sorprender un fallo de constitucionalidad del Estatuto catalán o, si ello no fuera posible en los puntos más espinosos, como la definición de Cataluña como nación, una sentencia interpretativa, con la suficiente ambigüedad calculada, que permita a las partes interesadas en el Estatuto poder interpretarlo a su manera para poder desarrollarlo legislativamente y aplicarlo sin cortapisas. Tanto en un caso como en otro el Tribunal Constitucional estaría respaldando el proceso de golpe de Estado estatutario en que hasta el momento están comprometidos el Parlamento catalán, las Cortes Generales y el Gobierno de Rodríguez Zapatero, y el Alto Tribunal pasaría a engrosar la lista de órganos del Estado cómplices de este proceso golpista contra la Nación y la Constitución españolas. Sólo una sentencia de inconstitucionalidad, especialmente en los puntos más conflictivos del texto estatutario, podría salvar al Constitucional de su descrédito y mejorar su reputación.

Ahora bien, queremos advertir que ni una sentencia de esta guisa tiene el poder de parar el golpe de Estado estatutario y hacerlo fracasar y que, a pesar de una sentencia contraria al Estatuto catalán, el largo proceso de golpe de Estado podría triunfar, si como apuntan los hechos que hemos comentado y los que estamos presenciando, especialmente en los últimos meses, la Generalidad catalana persiste en su actitud declarada de insurrección contra la legalidad vigente, una insurrección espoleada por los principales dirigentes de las cuatro facciones nacionalistas secesionistas catalanas que compiten entre sí a ver quién desafía más la autoridad del Estado central, del Tribunal Constitucional y de la legalidad nacional, y si el Gobierno central, presidido por Rodríguez Zapatero, consiente, como hasta ahora está haciendo, este estado de insurrección en Cataluña e incluso parece estar dispuesto a que, como sea y para complacencia de los insurrectos, se cumpla el anticonstitucional Estatuto.

Dejando aparte ya al Tribunal Constitucional, cuyo protagonismo es inequívoco en esta tercera fase del proceso de golpe de Estado estatutario y del que más adelante haremos un análisis más detallado sobre las actuaciones y omisiones suyas que apuntan hacia un triunfo del mentado golpe, hagamos un rápido repaso a los principales acontecimientos que hacen presagiar que el tercer acto puede concluir exitosamente para los golpistas.

El escenario principal de estos hechos se sitúa en Cataluña, donde se están desarrollando dos líneas de acciones políticas distintas pero convergentes hacia el común objetivo de que el nuevo Estatuto salga del Constitucional sin sufrir ningún recorte de relevancia; la norma de actuación de todos los implicados en estas dos líneas de acción convergente, la Generalidad misma, las facciones nacionalistas y una retahíla de asociaciones y colectivos secesionistas financiados por la Generalidad, no es otra que la que dicta que hay que crear un Estado propio; tal fue el lema escogido el pasado año por las juventudes de ERC para la celebración de la Díada: «Estamos construyendo un Estado propio», y, en efecto, tal parece ser el lema tácito, aunque no declarado, de todas las fuerzas nacionalistas catalanas desde la entrada en vigor del Estatuto, y aun desde antes, pero éste les ha permitido continuar esta tarea a una escala más amplia.

La primera línea de actuación política empezó con la promulgación misma del Estatuto el 19 de Julio de 2006 y ha consistido en, sin importar para ello la palmaria anticonstitucionalidad de éste, desarrollarlo legislativamente a través de la aprobación de múltiples leyes, en crear los órganos e instituciones y comisiones bilaterales previstas en el Estatuto y en fin en aplicarlo lo más posible, de forma que el Estatuto sea una realidad política a la que el Constitucional no pueda oponerse y ante esta política de hechos consumados se vea obligado a resolver favorablemente para los intereses estatutarios de la Generalidad y de las facciones nacionalistas antiespañolas. Amén de la puesta en marcha de los organismos, instituciones y comisiones bilaterales Generalidad-Estado, en el terreno legislativo se han aprobado alrededor de cuarenta leyes, la mayoría de las cuales contienen artículos inconstitucionales o son manifiestamente anticonstitucionales, como la Ley del Consejo de Garantías Estatutarias, que usurpa funciones del propio Tribunal Constitucional que únicamente a él compete resolver; o sobre todo la Ley de Educación, aprobada el pasado 1 de Julio, manifiestamente anticonstitucional, no sólo porque, entre otras tropelías, expulse al español del sistema educativo en Cataluña como lengua vehicular, al que se trata peor que una lengua extranjera, sino por el hecho en sí gravísimo de que una Comunidad Autónoma ose aprobar una ley de educación, función que corresponde exclusivamente al Estado, con lo que, de acuerdo con lo que decíamos más arriba, la Generalidad se erige a sí misma en un Estado que desafía la autoridad del Estado central, sin que al Gobierno de Rodríguez Zapatero le inquiete esto lo más mínimo.

En la actualidad se está debatiendo en el Parlamento catalán el proyecto de Ley de consultas populares, un desarrollo del artículo 122 del Estatuto, que entraña otro reto a la autoridad del Estado de gravísimas consecuencias. Esta ley pretende ser una forma soterrada de ley de referéndums. Lo que sabemos es que CiU, según información del diario El Mundo del 9 de Septiembre de 2009, se propone presentar un paquete de enmiendas al mentado proyecto de Ley de consultas populares para que las autoridades catalanas puedan convocar consultas ciudadanas no vinculantes que no requieran pedir permiso al Estado, lo que, en caso de que prosperen las enmiendas de CiU, abriría la puerta a la convocatoria de consultas de autodeterminación o sobre la independencia en Cataluña, como ha admitido Dolors Batalla, diputada de CiU. Para hacer estas «consultas populares» sorteando la exigencia del visto bueno del Estado, se emplearía, no el censo electoral oficial, sino un Registro de Consultas Ciudadanas gestionado por el Instituto de Estadística de Cataluña, en el que figurarían las personas con derecho a participar en estas consultas, que serían todos los que tengan «vecindad civil catalana» o lleven residiendo, al menos, cinco años en Cataluña.

La segunda línea de actuación política está representada por la cascada de declaraciones de políticos de la Generalidad y de las facciones secesionistas, por la batería de amenazas, preparativos, manifestaciones nacionalistas y consultas independentistas, ante y contra una posible sentencia del Tribunal Constitucional de inconstitucionalidad del Estatuto catalán, lo que ha generado en Cataluña un clima de subversión contra la legalidad. El detonante de esta reacción en cadena fue la información publicada por el diario El Mundo el 17 y 19 de Julio de 2009 sobre los entresijos de las deliberaciones del Tribunal Constitucional, en el que se nos ponía al corriente del fracaso en llevar a buen puerto el tercer proyecto de sentencia, una sentencia claramente favorable al Estatuto; no había terminado el efecto de esta detonación, cuando éste vino a ser amplificado por la publicación por el diario El País del 23 de Agosto de ese mismo año de un reportaje, también sobre las deliberaciones del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña, en que su compungido o afligido autor informaba sobre el hecho de que el Constitucional había encallado en dos aspectos clave del Estatuto catalán, a saber, la definición de Cataluña como nación y la obligatoriedad de conocer el catalán, sobre los cuales había una mayoría contraria a darles su aval.

La reacción fue creciendo hasta alcanzar su cota más alta en torno a la celebración de la Díada el 11 de Septiembre del año pasado y sus estertores continuaron más allá de esta fecha hasta las primeras semanas de Octubre. Los principales dirigentes de las facciones nacionalistas independentistas pugnaron entre sí a ver quién iba más lejos en el movimiento de insurrección contra la legalidad y el régimen constitucionales para presionar al Tribunal Constitucional; un comportamiento de esta laya no sólo no extraña ya, sino que es esperable y previsible por parte de unos personajes acostumbrados a que el cumplimiento de la ley en Cataluña sea una excepción, una ley que ni el Presidente, ni el Gobierno ni el Parlamento autonómico, ni las facciones políticas nacionalistas se consideran obligados a respetar y cumplir, salvo si las leyes les son favorables, en cuyo caso son buenas, pero si les son adversas, las desprecian y las incumplen, un estilo de comportamiento en el que los nacionalistas separatistas no se distinguen de los herederos de Pablo Iglesias y Largo Caballero.

El ex Presidente de la Generalidad, Pascual Maragall, fue uno de los primeros en hablar y lo hizo para apoyar una manifestación preventiva en defensa del Estatuto catalán sin recorte alguno por parte del Constitucional; posteriormente, en una actitud abiertamente insurrecta contra el Estado, el pasado 7 de Octubre incitó a los catalanes, en un manifiesto promovido por él mismo, a emprender una rebelión fiscal con su petición a éstos de que no paguen impuestos si el Tribunal Constitucional no avala el Estatuto «en el improrrogable plazo de 30 días»; si en este plazo el Tribunal Constitucional no ha dictado una sentencia que refrende la constitucionalidad del Estatuto, insta a un «cierre de cajas» para no pagar impuestos, a imitación del alcalde de Barcelona, Bartolomeu Robert, quien en 1899 propugnó una iniciativa similar, en la que se instaba a los comerciantes e industriales a dar de baja sus negocios para dejar de pagar impuestos, como protesta por la subida fiscal ordenada por el gobierno de Francisco Silvela para cubrir el déficit del Estado por causa de la pérdida de las provincias españolas de Ultramar en 1898.

Su hermano, Ernest Maragall, consejero de Educación, no le anda a la zaga propugnando que si la sentencia es desfavorable al Estatuto, sencillamente se la ignore; el Presidente del Parlamento catalán, Ernest Benach, amenaza con una crisis de Estado si el Constitucional no aprueba el Estatuto. El presidente de la Generalidad, José Montilla, tampoco quiere quedarse atrás y declara que el Estatuto es un pacto político y los pactos políticos no los pueden tumbar los tribunales; más adelante, declaró que, en el caso de un sentencia de inconstitucionalidad, llegaría hasta «las últimas consecuencias»; no pierde ocasión de pedir, como en la reciente conmemoración del día de la Constitución, un fallo a favor del Estatuto, pues, de lo contrario, amenaza con una rebelión, como hizo el pasado 19 de Diciembre, con ocasión de la celebración de un acto solemne para conmemorar el 650 aniversario de la creación de la Generalidad, durante el cual hizo una declaración institucional en que, amén de aprovechar una vez más, en un mensaje manifiestamente dirigido a los magistrados del Constitucional, para repetir por enésima vez que Cataluña es una nación, una nación real y no un «deseo constitucional», ni un delirio o un capricho, lanza la amenaza, a través de una cita del cantautor Joan Manel Serrat, de que «Cataluña es una patria dispuesta a rebelarse cuando se la niega».

Josep Lluís Carod Rovira invitó a los catalanes a manifestarse durante la Díada del 11 de Septiembre de 2009 contra el Tribunal Constitucional («Si salimos después, ¿de qué serviría?») para presionarle antes de que se pronuncie, basándose en el argumento de que el Estatuto es intocable, pues el pueblo catalán lo ha refrendado y su voz está por encima de la voz del Constitucional; y Artur Mas, en una entrevista en El Mundo del 6 de Septiembre de ese mismo año, luego de amenazar con un «problema serio» si la sentencia del Constitucional rebaja el contenido del Estatuto porque hay «un choque de legitimidades», urge al pueblo catalán, en caso de sentencia negativa, a reaccionar echándose a la calle. Todos parecen estar de acuerdo en que, en caso de un fallo adverso del Constitucional, habrá que organizar una reacción social, política e institucional en la calle liderada por el presidente de la Generalidad para poner de manifiesto que no aceptan un recorte del Estatuto.

Conviene recordar en este punto que este movimiento insurreccional contra la legalidad protagonizado por destacados dirigentes nacionalistas separatistas y por miembros del Gobierno y del Parlamento de la Generalidad, esta campaña de presiones, coacciones, amenazas y chantajes contra el Tribunal Constitucional, como incitar a manifestaciones, a revoluciones callejeras, a rebeliones fiscales o de otro tipo o a incumplir la sentencia del Constitucional en caso de que en ella se declare la inconstitucionalidad del Estatuto, infringe, quizás no únicamente, pero al menos especialmente el artículo 508 del Código Penal, que reza así:

«1. La autoridad o funcionario público que se arrogase atribuciones judiciales o impidiese ejecutar una resolución dictada por la autoridad judicial competente será castigado con las penas de prisión de seis meses a un año, multa de tres u ocho meses y suspensión de empleo o cargo público por tiempo de uno a tres años. 2. La autoridad o funcionario administrativo o militar que atentare contra la independencia de los Jueces o Magistrados, garantizada por la Constitución, dirigiéndoles instrucción, orden o intimidación relativas a causas o actuaciones que estén conociendo será castigado con la pena de prisión de uno a dos años, multa de cuatro a diez meses e inhabilitación especial para empleo o cargo público por tiempo de dos a seis años».

Huelga decir que ni el Gobierno ni el Fiscal General del Estado ha movido un dedo para sofocar la insurrección nacionalista catalana contra el orden constitucional, lo que les convierte en cómplices objetivos de ésta.

Mientras los politicastros nacionalistas antiespañoles y muchos otros de su misma ralea se declaraban en rebeldía contra el orden constitucional, sin que ello les cueste nada, toda una serie de asociaciones y grupos al servicio del independentismo, subvencionados por el Gobierno de Montilla y respaldados por miembros de las cuatro facciones nacionalistas antiespañolas, tales como Omnium Cultural, Sobirania i Progrés y Deumil.Cat, promotora de la marcha en Bruselas para reclamar un Estado propio para Cataluña, se movilizaron preventivamente en actos y manifestaciones en defensa del anticonstitucional y golpista Estatuto y en contra de una posible sentencia adversa del Tribunal Constitucional, al que le negaban, en perfecta sintonía con sus patrocinadores, competencia y legitimidad para pronunciarse sobre una ley de cuyo valor sólo a la soberana Cataluña le corresponde hablar y Cataluña, como dijo Carod Rovira, ya ha hablado, y no hay más que decir.

No terminó ahí el clima de insurrección, que alcanzó su cima con el anuncio de la celebración de consultas independentistas en múltiples localidades de Cataluña; la primera en celebrarse fue en el municipio barcelonés de Arenys de Munt el pasado 13 de Septiembre, con el alcalde a la cabeza y el apoyo expreso del pleno municipal y consentida y tolerada por la Fiscalía y por el Gobierno de Rodríguez Zapatero que no le urgió a que actuase, y visto que les sale gratis, muchos otros municipios están interesados en organizar consultas secesionistas; ese mismo día, visto el éxito de la consulta de Arenys de Munt, el alcalde independentista de Sant Pere de Torelló informaba de que unos 60 ayuntamientos querrían hacer lo mismo. En las semanas siguientes, ante la inacción cómplice tanto del Gobierno de la Nación y el Gobierno de la Generalidad como de la Fiscalía, más municipios, sobre todo en los de mayor implantación del nacionalismo, se fueron sumando a la campaña de consultas independentistas, que culminó con la celebración el pasado 13 de Diciembre de tales consultas ilegales en unos 167 de los 964 municipios de Cataluña, por las que Montilla dijo sentir un «gran respeto».

Pero sobre las dos líneas de actuación convergentes puestas en marcha por todas las fuerzas y organizaciones nacionalistas catalanas insurrectas contra el orden constitucional que acabamos de deshilvanar, se superpone una línea más alta que las envuelve y las refuerza para que el Estatuto que quiebra al Estado español como Estado nacional, unitario y autonómico, para transformarlo en un Estado plurinacional, confederal y ya no autonómico, pueda salir airoso, sin recorte alguno de relevancia. Esa línea emana del Gobierno mismo de Rodríguez Zapatero, comprometido hasta las cachas con los planes anticonstitucionales y antinacionales de las formaciones facciosas nacionalistas de Cataluña. De ahí su inoperancia y connivencia con el estado insurreccional de Cataluña, al que el Gobierno de Zapatero, lejos de ponerle freno, lo consiente, le da cobertura, lo espolea y, por tanto, se convierte en culpable último del estado de insurrección contra la legalidad y el régimen constitucionales, heridos de muerte.

A su vez, la línea de actuación del Gobierno se ramifica en dos hilos. Un primer hilo comprende el conjunto de declaraciones de miembros del Gobierno en las que se insiste machaconamente en la tesis subversiva del orden constitucional de que las Cortes Generales son la instancia suprema de garantía de la constitucionalidad de las leyes, de forma que el Alto Tribunal, de acuerdo con la Ley Fundamental el guardián y garante último de la constitucionalidad de las leyes del Estado no debe oponerse a las normas aprobadas por aquéllas, lo que equivale a decir, en el tema que no toca, que el Constitucional debe dejar intacto el Estatuto catalán tal cual salió de las Cámaras legislativas; la idea subyacente a esta tesis, una idea muy propalada entre juristas y medios afines al Gobierno para legitimar los desmanes de éste y su menosprecio del Constitucional, es que una ley aprobada democráticamente es ya una presunción de constitucionalidad, como si una Cámara no pudiera obrar en contra de la Constitución, de lo que tenemos numerosos ejemplos en la historia constitucional tanto de España como de otros países, sin contar que además da por supuesto que el proceso de tramitación, discusión y aprobación del Estatuto ha seguido los procedimientos legal-democráticos establecidos para ello, lo que, como ya hemos señalado y volveremos más adelante sobre ello, dista de ser el caso.

Por el momento, simplemente recordemos que todo el proceso estatutario ha sido ilegal y por tanto no democrático, pues el Parlamento autonómico catalán y el Parlamento nacional han tramitado una reforma estatutaria, cuando, en realidad, se trataba de un nuevo Estatuto, lo que constituye una flagrante vulneración de la Constitución, que, lo repetimos, sólo permite modificar un Estatuto, no destruirlo y además el nuevo Estatuto tampoco es un Estatuto sino la destrucción de la Constitución y, sin embargo, se ha tramitado como reforma estatutaria haciendo fraude de ley. Por tanto, el argumento se vuelve contra los que lo esgrimen: si fuera cierto que el criterio de aprobación democrática fuera una presunción de constitucionalidad, en el caso que nos ocupa sería de inconstitucionalidad. De manera que a las tachas de ser un Estatuto anticonstitucional y antinacional, hay que agregar la de ser antidemocrático, en tanto resultado de un proceso legalmente antidemocrático; y no sólo es antidemocrático porque se han vulnerado los procedimientos legal-democráticos, sino por su propio contenido, pues consagra las desigualdades entre los españoles al regular una tabla de derechos y deberes específicos y exclusivos de los catalanes y la imposición del deber de conocer el catalán, lo que tiene el doble efecto de pisotear los derechos de los catalanes cuya lengua materna es el español y los de los demás españoles, a los que se priva, entre otros, del derecho a ejercer un sinfín de actividades profesionales en Cataluña, a no ser que aprendan catalán.

El primero en salir a la palestra argumentando de esta guisa fue el ministro de Justicia, Francisco Caamaño, perteneciente a la rama del socialismo confederal y plurinacional, colindante del nacionalismo separatista gallego, y que antes de ser ministro fue reclutado por Rodríguez Zapatero para encargarse de redactar el texto estatutario catalán aprobado por el Congreso mientras ejercía de Secretario de Estado de Relaciones con las Cortes. Pues bien, el ministro Caamaño, el pasado 17 de Agosto, sutilmente intentó presionar al Constitucional entregándose a una ardiente defensa de la constitucionalidad del Estatuto catalán de cuya redacción él mismo es responsable. Más tarde, se superó a sí mismo con la insólita afirmación de que el Estatuto es constitucional, porque, entre otras cosas, «fue aprobado por la mayoría de los representantes legítimos del pueblo español», como si en España no se aprobasen todas las leyes «por la mayoría de los representantes legítimos del pueblo español». De acuerdo con este argumento, no habría ninguna ley inconstitucional, ya que todas son el resultado de la aprobación de una mayoría parlamentaria. Y este ministro es catedrático de Derecho Constitucional.

Por las mismas fechas, el ministro de Política Territorial, Manuel Chaves, expresaba su deseo de que la anhelada sentencia del Constitucional certifique la constitucionalidad del Estatuto y al cabo de unas semanas agregaría que en otros países el Tribunal Constitucional no se pronuncia sobre leyes como el Estatuto de Autonomía de Cataluña, sugiriendo así veladamente al Alto Tribunal que no lo toque y lo avale tal como está redactado. Las presiones sobre el Constitucional alcanzaron su nivel más alto con las declaraciones del ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, quien, el pasado 2 de Septiembre, cuestionaba la legitimidad del Constitucional al asegurar que España (entiéndase, el Alto Tribunal) no puede negar la decisión del Parlamento catalán en relación con la próxima sentencia que sobre el Estatuto catalán aquél emitirá. En suma, lo que tiene que hacer el Constitucional, nos viene a decir, es dictar una sentencia que convenga al Gobierno y al PSOE.

Con ser esto grave, no es lo peor. Hay una segunda forma de actuación del Gobierno más útil para que el tercer acto del proceso de golpe de Estado estatutario tenga un desenlace exitoso que va más allá de las declaraciones y que consiste en la política de hechos consumados para que el nuevo Estatuto catalán anticonstitucional, antinacional y antidemocrático, aun con sentencia adversa del Constitucional, se desarrolle y aplique sin recortes. No sólo permite que la Generalidad catalana prosiga sin cortapisas el despliegue legislativo y político del nuevo Estatuto, aunque no haya una sentencia de constitucionalidad, sino que el propio Gobierno de Rodríguez Zapatero, por su lado, facilita todo esto, coopera para la constitución de las comisiones bilaterales previstas en el Estatuto y ya, hasta mediados de Septiembre, había dictado 12 decretos para desarrollarlo y, según explicó el 13 de Septiembre la Vicepresidenta primera del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, tras reunirse con el Presidente catalán, José Montilla, en Barcelona, el Gobierno continuará con su despliegue, sin que le detenga el que el texto estatutario esté recurrido ante el Constitucional, pues, según ella, éste es constitucional.

Que mientras tanto el Alto Tribunal dicta un fallo adverso, no importa. El Gobierno ya está tomando posiciones para afrontar tal eventualidad, de forma que no le coja desprevenido o desguarnecido. Para los sucesores actuales de Pablo Iglesias y enterradores de Montesquieu la solución hay que buscarla en la máxima del padre fundador de que hay que colocarse fuera de la legalidad cuando ésta no permite conseguir sus fines, pero actualizada en una versión más sutil: hay que situarse fuera de la legalidad, pero deformándola, torciéndola, usándola fraudulentamente, de suerte que cuando ésta se vulnera o se incumple, parezca que se está dentro de la legalidad. En conformidad con esta estrategia, el Gobierno, según fuentes de la Presidencia del Gobierno confirmaron el pasado 11 de Septiembre a Catalunya Ràdio, que no sólo está dispuesto a garantizar la máxima colaboración con el Gobierno catalán para desarrollar a fondo el nuevo Estatuto catalán, sino que está listo para hacerlo con independencia de lo que diga la sentencia del Tribunal Constitucional. Las fuentes de la Moncloa terminaron asegurando que acatarán totalmente la sentencia del Constitucional, pero señalaron que hay vías para garantizar que el Estatuto salga adelante. Dicho en romance paladino, Rodríguez Zapatero se propone burlar la sentencia del Constitucional, en el supuesto de que ésta le sea adversa, arbitrando otras vías jurídicas alternativas que le permitan incumplir la sentencia, pareciendo, no obstante, que un desarrollo estatuario contrario a ésta es legal. Para decirlo en palabras del gusto de Rodríguez Zapatero, la cuestión es que el golpe de Estado estatutario triunfe como sea. Y en ello está.

2. El pueblo español, los medios de comunicación, asociaciones e instituciones no políticas ante el desafío de golpe de Estado

El pueblo español

La gravedad del proceso de golpe de Estado estatutario es tanto mayor cuanto que se ha perpetrado y se está perpetrando ante un pueblo español, que, salvo contadas excepciones, no tiene la percepción de que esté ocurriendo nada fuera de lo normal. ¿Qué mayor éxito cabe esperar por parte de un golpe que quebranta la legalidad constitucional y liquida la Nación española por parte de quienes lo alientan? Lo han perpetrado y el pueblo español no sólo no pide cuentas, sino que, aborregado y adormecido, no se entera del todo de lo que está pasando o no quiere enterarse o le da igual. Y en cualquier caso no se moviliza en defensa de la Nación y la Constitución españolas, si bien, según las encuestas sobre el Estatuto catalán, los españoles muy mayoritariamente se pronuncian en defensa de la Constitución y de la Nación, pero no parecen ser muy conscientes de hasta qué punto el Estatuto las desafía. Las encuestas, que siempre hay que tomar con mucha cautela, dirán lo que digan, pero lo cierto es que a un sector importante de los españoles, cuyas tragaderas no parecen tener límites, tampoco parece importarle demasiado, por las causas que sean, el riesgo, cuando menos, de debilitamiento de España, si no de resquebrajamiento de su unidad, que las reformas estatutarias, encabezadas por el nuevo Estatuto catalán, podrían acarrear, con fatales consecuencias para la estabilidad y convivencia nacionales.

Los votantes del PSOE no pueden alegar ignorancia como eximente o atenuante de su responsabilidad de haber aupado a Rodríguez Zapatero a la presidencia del Gobierno; sabían en las elecciones generales de Marzo de 2004 que Rodríguez Zapatero estaba dispuesto a estimular y respaldar las iniciativas de reformas estatutarias para complacer a los socialistas catalanes, un proyecto que incluyó en el programa electoral con que concurrió a las elecciones antedichas; que no le importaría hacer gravísimas concesiones estatutarias a los nacionalistas separatistas, incluidos entre ellos los propios socialistas del PSC, como hacían suponer la alianza de éstos para gobernar en Cataluña con los nacionalistas independentistas de ERC, las proclamas electorales extremistas de todas las facciones nacionalistas catalanas en la campaña electoral del Otoño de 2003, los discursos de investidura de Maragall como Presidente de la Generalidad y de Ernest Bernach como Presidente de la Cámara catalana y la promesa de Rodríguez Zapatero de apoyar el Estatuto que saliese de ésta, sin ponerle condiciones. Todo esto se sabía a la hora de votar en los comicios de 2004 y también se sabía que el entonces candidato socialista no tendría inconveniente en pactar con los nacionalistas antiespañoles para lograr en el Parlamento la mayoría parlamentaria que le permitiese primero alzarse con la Presidencia del Gobierno y luego gobernar apoyándose en ellos, con el precio que ello supone para el debilitamiento del Estado y de la Nación. Una vez en el poder, el nuevo Gobierno socialista gastó gran parte de sus energías, durante los dos primeros años de su mandato, además de en lanzarse a hacer negociaciones con la horda terrorista antiespañola Eta en vez de perseguirla, en aprobar, como fuese, el nuevo Estatuto catalán y en ponerlo en marcha; todas las previsiones sobre la manera como el Presidente del Gobierno moderaría las exigencias estatuitas de las facciones nacionalistas catalanas se estrellaron contra la cruda realidad: la siniestra alianza de Rodríguez Zapatero con éstas trajo consigo un Estatuto violentamente anticonstitucional y antinacional.

Pues bien, a pesar de todo esto, en las elecciones de Marzo de 2008, los votantes socialistas, lejos de castigar a Rodríguez Zapatero por su traición a España y por haberse erigido en máximo culpable del golpe de Estado estatutario con toda su secuela de efectos nocivos para el porvenir de España como Nación, volvieron a reafirmarse en su voto, sin importarles un comino ni su complicidad objetiva con el terrorismo nacionalista de la horda etarra ni el haber avalado un Estatuto que separa a Cataluña de España, en un proceso, que, acelerado por éste, podría conducir a su secesión. Los votantes de los socialistas, en un tiempo de grave crisis nacional provocada por quien precisamente estaba obligado a evitarla, han preferido anteponer y sobreponer los intereses de la secta socialista a los de la Nación y al actuar así, además de convertirse en cómplices de las tropelías de Rodríguez Zapatero, se han mostrado dispuestos a respaldar al PSOE de Rodríguez Zapatero hasta donde éste y el partido lo demande, aun cuando ello signifique la ruina de la Nación.

Con esto no pretendemos decir que los votantes del otro partido mayoritario en el conjunto de España, el PP, no puedan incurrir en semejantes comportamientos sectarios, fatales tanto para el porvenir de España como Nación como para la democracia española. Pero que ello pueda ser así no viene ahora al caso. Pues a quien se ponía a prueba en las elecciones de 2004 en relación con el problema nacional no era al PP sino al PSOE, pues era éste el que concurría a las elecciones con un programa en que se daba apoyo irresponsablemente a una nueva oleada de innecesarias reformas estatutarias y quien se había comprometido a respaldar un nuevo Estatuto catalán que tenía todas las apariencias de encerrar muchos peligros, pues eran bien conocidas las exigencias estatutarias anticonstitucionales de los firmantes del pacto del Tinell.

El PP, por el contrario, rechazaba emprender estas iniciativas de reformas estatutarias, pues estaba convencido de que el nivel de autogobierno alcanzado con los Estatutos de la primera generación era suficiente para la gestión adecuada de las regiones autónomas y de ahí que no se le ocurriese introducir en su programa electoral proyecto alguno de estimular reforma estatutaria alguna. Por tanto, en 2004, en relación con la protección del interés nacional, votar al PP no suponía riesgo alguno, mientras que votar al PSOE, sí lo era, lo que se ha confirmado con creces. Y a pesar de esto, el votante socialista, lejos de rectificar, vuelve a revalidar al causante de un estado de emergencia nacional sin precedentes. Lo que sí es cierto es que una vez iniciada la deriva irresponsable de reformas estatutarias con el firme respaldo de Rodríguez Zapatero, el PP, que ha recusado el nuevo Estatuto catalán, no ha sido coherente y a la postre se ha visto arrastrado por esta deriva y se ha convertido en cómplice de la misma, al avalar Estatutos con elementos inconstitucionales, como el valenciano y aún más el andaluz. Ante esta situación, en las elecciones de 2008, se veía obligado, si votaba al PP, a asumir cierto grado de comportamiento sectario, aunque no comparable con el que asumía el votante del PSOE. Una victoria del PP en 2008 habría supuesto un freno a la oleada de reformas y una posibilidad de que el Tribunal Constitucional, tan dependiente del Gobierno de turno, anulase los aspectos más peligrosamente anticonstitucionales del Estatuto catalán; una victoria del PSOE significaba la reafirmación de la política de Rodríguez Zapatero de aval a las reformas estatutarias, que de paso hacen más digerible la norma estatutaria catalana, y una posibilidad muy razonable de que el Tribunal Constitucional sentencie a favor de ésta o que, al menos, salga de allí con recortes de escasa entidad.

En cualquier caso, la responsabilidad del votante de los socialistas de haberse desencadenado la grave crisis nacional que estamos viviendo es mucho mayor que la del votante de lo populares, pues si el PSOE de Rodríguez Zapatero no hubiese promovido la nueva generación de reformas estatutarias y particularmente el nuevo Estatuto catalán, el PP no se habría visto envuelto en la vorágine de cambios estatutarios, aunque el votante de los populares es responsable de haber avalado a quien no ha sabido resistir el embate de la funesta carrera de reformas estatutarias iniciada y alentada por Rodríguez Zapatero. Ahora bien, aunque en grados diferentes, los votantes de ambos partidos y, por tanto, la inmensa mayoría de los españoles son culpables del estado crítico de la Nación española en relación con el proceso de cambios estatuarios en general; pero en relación con el proceso estatutario catalán y a sus consecuencias políticas, los votantes socialistas tienen una responsabilidad mucho mayor, mientras que los votantes populares no tienen ninguna. Es cierto que Rajoy, ante el actual acoso del Gobierno catalán, de las cuatro facciones nacionalistas catalanas, de la prensa y demás medios de comunicación catalanes, de Rodríguez Zapatero y su Gobierno al Tribunal Constitucional, está adoptando una actitud silente y no hace frente con un discurso rotundo a estas tropelías golpistas, con lo cual se está convirtiendo, desde que inició su giro de aproximación, entendimiento y aun sumisión a los nacionalistas separatistas tras perder las elecciones de 2008, en el principal cómplice del golpe de Estado estatuario de Rodríguez Zapatero y de la degradación del estado crítico de la Nación española; pero ello no convierte en cómplices a los votantes del PP, pues estos cambios de Rajoy se han producido, como acabamos de decir, después de las mentadas elecciones, traicionando, pues, a su electorado, que no le ha votado para que emprenda tan inesperado viraje político, como si diese por sentado que hay que acomodarse a la España confederal y plurinacional que trae consigo el Estatuto catalán.

Entre las contadas excepciones a la modorra generalizada, cabe mencionar a Francisco Caja, presidente de Convivencia Cívica en Cataluña, a Pablo Molina, a Pío Moa y a César Alonso de los Ríos. Todos ellos han expresado públicamente, en diferentes tribunas y medios de comunicación, su valoración de la aprobación del Estatuto catalán ya en vigor y su historia subsiguiente como un golpe de Estado o un proceso de golpe de Estado; a ellos se ha sumado en las últimas semanas Federico Jiménez Losantos, quien mientras estuvo en la COPE se distinguió por sacudir la modorra ovejuna de muchos españoles mediante la denuncia constante e implacable, desde la perspectiva de la idea nacional de España, del proceso estatutario catalán como anticonstitucional, sin que se le escapase censurar con pareja contundencia el carácter nocivo de los demás procesos estatutarios puestos en marcha a la sombra de éste, especialmente el valenciano y el andaluz, y que también desafían la Constitución y la unidad nacional, pero nunca le oímos hablar de golpe de Estado; no obstante, en su nueva emisora, Es Radio, ya se lo hemos oído varias veces en su programa matutino, la última vez, el 7 de diciembre de 2009, en que se refirió al nuevo Estatuto catalán como «un golpe permanente de Estado».

Hay quienes, periodistas, profesores y analistas diversos, han hablado de «insurrección», como José Antonio Zarzalejos en «Insurrección anticonstitucional (de diseño) en Cataluña» (cf. El Confidencial.com, 9/9/2009) y Roberto L. Blanco Valdés en «En Cataluña, a galope tendido hacia la II República» (cf. La Voz de Galicia, 24/10/2009), o de «golpe de Estado», como José García Domínguez en «El golpe de Estado permanente» (cf. Libertad digital, 6/92009) y Agapito Maestre en «La institucionalización del golpe de Estado» (cf. Libertad Digital, 24/11/2009), o de «pronunciamiento», como Jorge de Esteban en «El pronunciamiento catalán» (cf. El Mundo, 26/11/2009), pero sólo de forma limitada, en referencia a las reacciones de los gobernantes de la Generalidad y de dirigentes de las facciones nacionalistas catalanas posteriores a la entrada en vigor de la nueva norma institucional básica de Cataluña, es decir, en referencia a lo que aquí denominamos tercera fase del golpe de Estado estatutario y ni siquiera abarcando el conjunto de esta tercera fase, pues los mentados analistas no incluyen los avatares del Estatuto catalán en el Tribunal Constitucional, esto es, la retahíla de irregularidades, ilegalidades e inconstitucionalidades que se están cometiendo en su composición y funcionamiento para propinar una sentencia favorable a la constitucionalidad del mentado Estatuto, ni las declaraciones, presiones, maniobras del Gobierno, su impasibilidad cómplice ante los insurrectos catalanes y su manifiesta intención de desplegar el Estatuto, con independencia de la sentencia del Constitucional, en la trama golpista o, si las incluyen, lo hacen a su vez de forma restrictiva, como es el caso de Agapito Maestre, quien, aparte de reducir el golpe de Estado a la creación por el Presidente de la Generalidad, Montilla, del Consejo de Garantías Estatutarias, en sustitución del antiguo Consejo Consultivo (como si la creación de este órgano no fuese una emanación del Estatuto en el cual está el origen del golpe de Estado) acusa al Presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero, de «colaboracionista» por sus llamadas a la calma ante el desafío golpista de Montilla. Ninguno de ellos identifica el proceso estatutario ab initio en el Parlamento catalán y a su paso por las Cortes Generales como un proceso de golpe de Estado, que vienen a reducir a una cosa de las elites políticas catalanas y de las instituciones de este origen implicadas.

Desde aquí expresamos nuestro reconocimiento a todos los ciudadanos españoles, conocidos o desconocidos, que se han atrevido a expresar públicamente su denuncia del golpe de Estado, hasta ahora impune, que estamos padeciendo y que sigue en marcha, a la espera de que el Tribunal Constitucional le dé o no le dé su respaldo definitivo. Pero deseamos dejar claro que, con independencia de la sentencia del Constitucional, tanto si lo rechaza como inconstitucional como si lo bendice como constitucional, ha habido y hay un largo proceso de golpe de Estado, que empezó en el Parlamento de Cataluña y culminó en las Cortes generales; otra cosa es que este proceso de golpe de Estado termine exitosamente o sea abortado y acabe en el cubo de la basura, que es donde debería acabar.

Los medios de comunicación

Es grave que en ningún editorial de ningún medio de comunicación de relevancia se haya denunciado el ensayo golpista del PSOE, liderado por Rodríguez Zapatero como máximo responsable de la operación, y sus socios, los nacionalistas antiespañoles de toda especie, catalanes y no catalanes. En los medios críticos con el Gobierno de Rodríguez Zapatero, se han limitado a pronunciar los veredictos habituales, que oscilan entre la suave calificación de inconstitucional o de reforma constitucional soterrada y más raramente la más severa de anticonstitucional o de ruptura de la Constitución, del fin del Estado español o de que acaba con España. En algunos medios de información por parte de comunicadores importantes se ha hablado de un «cambio de régimen político» o de «liquidación o fin del régimen constitucional», pero no se presentan como un cambio o liquidación promovidos de forma golpista, sino como un cambio o liquidación lamentables, pero inevitables, que desgraciadamente hay que aguantar o capear como si se tratase de una tormenta.

Por supuesto, en los medios de comunicación de todo tipo controlados por el Gobierno o afines al mismo, se ha bendecido el nuevo Estatuto catalán como plenamente constitucional, que profundiza el autogobierno de Cataluña, sin por ello perjudicar la unidad de España. Incluso alguno de ellos, como el diario El País, dispuesto a canonizar los delirios estatutarios de Rodríguez Zapatero y sus secuaces los nacionalistas separatistas y antiespañoles, en su editorial sobre la aprobación del Estatuto en el Congreso de los Diputados lo enjuicia como «un Estatuto sensato», lo que está en perfecta sintonía con la línea ideológica marcada por el consejero delegado del grupo Prisa, Juan Luis Cebrián, cuya aversión a la idea nacional de España es harto ostensible y notoria.

Se trata de un odio entreverado de resentimiento que, en su libro de conversaciones con el ex Presidente Felipe González, El futuro no es lo que fue (2001), le ha incitado a proclamar, entre otros desatinos y necedades, que «España es un Estado-nación que nace de un ejercicio despótico del poder», a oponerse a la idea de soberanía nacional y, por tanto, a admitir la fragmentación territorial de España con la consiguiente modificación de fronteras interiores («Por qué es tan impensable un cambio de fronteras, si ya se está produciendo no lejos de aquí») y a reclamar una reforma (en realidad, destrucción) de la Constitución –da por finiquitada la Constitución del 78–, a fin de dar satisfacción a los nacionalistas secesionistas, con quienes, según él, deben los socialistas suscribir pactos para gobernar y demoler la Constitución. Y esto es lo que finalmente han hecho y conseguido los socialistas, siguiendo la consigna de Cebrián, en alianza con los nacionalistas secesionistas, por la vía ilegal y golpista de la reforma estatutaria y de ahí la satisfacción del diario El País, criatura y hechura de Cebrián al servicio de los planes y proyectos anticonstitucionales y antinacionales del PSOE encabezado por Rodríguez Zapatero. Puede decirse, sin riesgo a errar, que lo mejor de la trayectoria pública de Cebrián –ideólogo, aunque no el único, del socialismo plurinacional y confederal de Rodríguez Zapatero– es su pasado franquista; al menos entonces no odiaba a España.

Quienes, como no podía ser menos, han ido más lejos han sido los medios de comunicación radicados en Cataluña. Gustosamente serviles al Gobierno de la Generalidad, durante los años en que se ha gestado, aprobado por todas las instancias y finalmente puesto en práctica el nuevo Estatuto catalán, todos estos medios, tanto privados, aunque bien subvencionados por aquél, como públicos, lo han respaldado, sin fisuras, sin importarles su inconstitucionalidad o anticonstitucionalidad. Por si cupiera alguna duda de su comunión con el Gobierno tripartito y con el nacionalismo secesionista, ahí está la última manifestación de esta comunión: el editorial conjunto, que a iniciativa de la La Vanguardia y El Periódico publicaron el pasado 26 de Noviembre de 2009 doce periódicos catalanes, a los que inmediatamente se sumaron las tres principales emisoras de radio, para presionar y atacar al Tribunal Constitucional, ante una posible fallo adverso de éste en cuestiones clave como la definición de Cataluña como nación, la imposición del deber de conocer la lengua catalana, la articulación de un poder judicial en Cataluña segregado del poder judicial español y las relaciones bilaterales entre el Estado y la Generalidad, cuestiones sobre las que ellos, entregados fielmente a la causa de la construcción nacional de Cataluña, no admiten un fallo adverso del Constitucional. Por ello, luego de deslegitimarlo acusándolo de convertirse en una cuarta cámara, enfrentada al Parlamento de Cataluña, las Cortes Generales y la voluntad ciudadana expresada en referéndum regional, amenazan en un tono golpista, en caso de sentencia negativa del Constitucional, con invocar «la solidaridad catalana» para volver a articular (de nuevo las insurrecciones del pasado se convierten en modelo de imitación en el presente) contra ella «la legítima respuesta de una sociedad responsable».

Ante este editorial, previamente conocido, antes de ser publicado, por el Gobierno de la Nación, según ha revelado el periódico El Mundo, y es difícil pensar que igualmente no contase con el beneplácito anticipado del Gobierno catalán, se han retratado las principales fuerzas sociales y políticas catalanas: los sindicatos, las patronales, el club de Fútbol Barcelona, y las facciones nacionalistas antiespañolas, cuyos máximos dirigentes, Montilla y Mas, se han felicitado por un editorial con el que se sienten plenamente identificados y satisfechos. También se han retratado el Presidente del Gobierno, que ha declarado «respetar» el editorial, lo que equivale a decir que respeta su ataque al Constitucional, su exigencia de una sentencia favorable, incluso en los aspectos absolutamente anticonstitucionales, y su amenaza golpista en caso de un fallo adverso; varios de los ministros, que han salido en apoyo del editorial; el PSOE, cuyo portavoz en el Congreso, José Antonio Alonso, al igual que su jefe de filas, ha manifestado el respeto de su partido por el unánime editorial: «Los socialistas respetamos lo que dicen los medios de comunicación catalanes»; y el líder de la oposición, Mariano Rajoy, que, lejos de denunciar estos ataques al Constitucional y al régimen constitucional y la siniestra alianza del faccioso Rodríguez Zapatero con sus facciosos socios los nacionalistas secesionistas catalanes, y pasar al ataque, ha optado por callar.

En fin, el editorial unánime es un perfecto retrato de los principales culpables del golpe de Estado estatutario, de Rodríguez Zapatero y de sus mentados corifeos también unánimemente unidos en su común objetivo de derribar la Constitución y desguazar la Nación, al que cómplicemente se han adherido las no menos facciosas fuerzas mediáticas, sindicales y patronales catalanas, un retrato en el que el silente Rajoy, que, mientras esto sucede ante sus narices, prefiere mirar para otro lado ante el embate golpista de socialistas y nacionalistas separatistas, y acepta que un miembro de su partido pase a formar parte del inconstitucional Consejo de Garantías Estatutarias, un órgano creado en aplicación de un Estatuto que su propio partido tiene recurrido por inconstitucional, aparece como cómplice objetivo del golpe de Estado estatutario.

Corporaciones, Universidades, asociaciones y colectivos profesionales

Tampoco ha habido corporaciones, colegios profesionales, asociaciones o instituciones públicas o privadas que se hayan atrevido a pronunciarse en contra del Estatuto catalán, menos aún a hablar de golpe de Estado. Las Universidades, Facultades y Departamentos parecen estar sumidos en un letargo mortal. De ninguna Universidad, Facultad, Departamento universitario o colectivo de profesores en general de cualesquiera especialidades o en particular de las más concernidas por su materia, como Derecho, y sobre todo Derecho Político o Constitucional, Ciencias políticas o Filosofía, ha salido comunicado alguno denunciando el estado golpista que atravesamos o siquiera la grave crisis nacional desencadenada por el Gobierno presidido por Rodríguez Zapatero. Silencio sepulcral o en todo caso apología de los planes estatutarios gubernamentales antinacionales y anticonstitucionales. Una buena muestra de esto último nos la ofrecen el servilismo ante el Gobierno y la complicidad con sus disparatados planes estatutarios perceptibles en el Manifiesto de profesores españoles de derecho constitucional (31/10/2005), firmado por 56 de ellos, en el que, además de mostrar su conformidad con el inicio de un proceso de reforma estatutaria en Cataluña y en otras Comunidades Autónomas, un proceso alentado por el Gobierno de Rodríguez Zapatero desde el principio, estiman que es un error calificar el proyecto de nuevo Estatuto catalán como de reforma de la Constitución, sino de reforma de un Estatuto, a lo que tiene derecho legítimo el Parlamento catalán, y que, por tanto, confían en su tramitación como proyecto de reforma estatutaria, pasando por alto, entre otras cosas, que en el propio proyecto estatutario se dice que se deroga el Estatuto vigente con la entrada en vigor del nuevo y que el Parlamento catalán no tiene derecho legítimo a aprobar un nuevo Estatuto, sino sólo a reformar el anterior, y que, en consecuencia, las Cortes se convierten en culpables de un acto inconstitucional, si en vez de rechazarlo, lo tramitan, como así lo han hecho, como un proyecto de reforma estatutaria.

Ese mismo servilismo y complicidad con el Gobierno son perceptibles en el manifiesto firmado por un grupo de 45 catedráticos de Derecho Constitucional, publicado por el diario El País el 10 de Febrero de 2007, en el que protestan por la aceptación por el Tribunal Constitucional de la recusación a primeros de ese mes del magistrado Pablo Pérez Tremps, una recusación que ponía en peligro una decisión favorable a la constitucionalidad del Estatuto al dejar apartado de las deliberaciones a un juez al que se consideraba afín a las posiciones del Gobierno y que había trabajado para la Generalidad catalana. Precisamente este trabajo pagado por ésta por un informe sobre el entonces proyecto estatutario es lo que le valió la merecida recusación. Pues bien, la miseria intelectual y vileza moral de los 45 catedráticos, entre los que figuran Roberto Blanco, Francesc de Carreras, Manuel Medina y Javier Pérez Royo, es tal que no les importa nada lo que realmente importa, que el magistrado vulneró el artículo 219 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (a la que remite para el asunto de la recusación el artículo 80 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional), en el que se dispone como causa de recusación «haber… emitido dictamen sobre el pleito o causa como letrado, o intervenido en él como fiscal, perito o testigo»

Lo que les preocupa realmente, según el principal y no por ello menos disparatado de sus argumentos, es que la recusación de profesores jueces, como Pérez Tremps, supone una grave restricción de la libertad de producción científica y de investigación, lo cual, aparte de no tener nada que ver con la conformidad con la ley del motivo de la recusación, da a entender algo tan pasmoso como que los miembros del Constitucional que son profesores han de subordinar el estricto cumplimiento de la función judicial que justifica su presencia en éste a su actividad científica e investigadora, como si la función judicial de los profesores jueces fuese un subproducto de ésta y sin que para ello importe que esa actividad consista en hacer dictámenes pagados por instituciones, como en este caso la Generalidad catalana, sobre leyes que luego ellos han de juzgar si son constitucionales o no.

Ha habido, no obstante, alguna excepción a la actitud de cómoda aceptación de los delirantes proyectos estatutarios gubernamentales, como la que representa el manifiesto Por la libertad y la convivencia (15/12/2009) contra el nuevo Estatuto catalán, firmado por unos 300 intelectuales, entre los que figuran como principales firmantes abogados, economistas, catedráticos de Derecho Constitucional y profesores de Derecho Administrativo, &c.; y sobre todo el anónimo grupo autodenominado Gracián, un colectivo que reúne, según su propia presentación, a 60 intelectuales y profesores de reconocido prestigio y que publicó en el diario Abc del 6 de Junio de 2006 un comunicado en que, a lo más que se llegaba, es a denunciar el fraude constitucional que representaría la aprobación en el Parlamento nacional de la propuesta de reforma de Estatuto formulada por el Parlamento catalán.

Y, pasando de los colectivos a las individualidades, digamos que son muchos los juristas, sobre todo profesores de Derecho Constitucional, y analistas políticos, que se han adherido, en menor o mayor grado, a la posición gubernamental sobre el Estatuto. Un representante característico de la adhesión moderada o ligera a ésta es Gregorio Peces Barba, quien, después de haberse mantenido silente el que fuera uno de los «padres de la Constitución», durante los años en que se debatió el Estatuto y se aprobó en el Parlamento catalán y en las Cortes Generales, desde hace unos meses se ha manifestado públicamente al respecto varias veces. En su artículo «¿Estatuto ‘versus’ Constitución?» (El País, 24/10/2009), luego de enumerar varios motivos de inconstitucionalidad (como la regulación de las materias que afectan a competencias fiscales, a la imposibilidad de la acción del Pueblo en Cataluña, la obligación de aprender y conocer la lengua catalana y la bilateralidad Estado-comunidad autónoma), entre los que sorprendentemente no menciona la carta de derechos y deberes para los catalanes ni la ruptura de la unidad del poder judicial (aunque en declaraciones recientes la ha incluido) ni la asunción de competencias exclusivas del Estado por la Generalidad y el blindaje de las mismas, se muestra partidario de reconocer la constitucionalidad de la definición preambular de Cataluña como nación, pero entendiendo por tal la nación cultural.

Es consciente de la gravedad de este reconocimiento, que podría alentar la deriva secesionista de los nacionalistas catalanes «porque parece evidente que la consolidación de Cataluña como nación cultural sería el punto de partida para reivindicaciones independentistas partiendo del viejo, obsoleto y desacreditado principio de las nacionalidades de que toda nación tiene derecho a ser Estado independiente»; pero, lejos de hacerle desistir esta reflexión y sin querer reparar en que a los nacionalistas catalanes le importa una higa que otros consideren «viejo, obsoleto y desacreditado» el principio de las nacionalidades, pues para ellos es la quintaesencia de su credo nacionalista antiespañol, persiste en su idea, que ha vuelto a repetir el pasado 7 de Diciembre en una entrevista concedida a Punto Radio, en la que se refirió a España como la «única nación soberana», que «podía estar formada por naciones culturales», de las que Cataluña sería una de ellas.

Se permite, en el citado artículo, una crítica moderada a Rodríguez Zapatero, a quien luego de alabar «su gran moderación» por supuestamente haber cortado tajantemente las propuestas de modificación de la Constitución para adaptarla al Estatuto, le censura su «permisividad exagerada» y una «dejación de responsabilidad poco justificada» en la cuestión estatutaria, pero no hay que preocuparse, la cosa tiene una fácil solución con la receta pastelera que ofrece al final al desaguisado generado por el Presidente del Gobierno: unas declaraciones de inconstitucionalidad por acá y unas acotaciones interpretativas por allá y todo queda muy constitucional, con las cosas en su sitio y así se da fin al delirio de los nacionalistas catalanes que pretenden colocar el nuevo Estatuto por encima de la Constitución, lo que les lleva a exigir la reforma de ésta para adaptarla al primero, o bien ignorarla y seguir adelante como sea o bien con apaño y manipulación negociar los puntos en que el Estatuto contradice a la Constitución para seguir adelante con él. La propia solución de Peces Barba encaja bastante en este modelo del apaño y la manipulación.

Si Peces Barba es un caso ilustrativo de la aceptación a medias del Estatuto, el representante típico de su aceptación plena sin recorte alguno y de la adhesión extrema a la posición del Gobierno y de sus socios los nacionalistas secesionistas catalanes es el catedrático de Derecho Constitucional Javier Pérez Royo, quien hace muy buenas migas con éstos últimos. No en vano ha sido o es asesor del Gobierno catalán, en 2007 fue galardonado con el premio Blanquerna, concedido anualmente por la Generalidad catalana, en 2008 fue vocal del jurado que otorga este premio y en 2009 prologuista complaciente de un libro de discursos, Espíritu federal, de Pascual Maragall, de cuya mala catadura moral y política ha dado pruebas manifiestas como Presidente de la Generalidad con sus amenazas golpistas y su activa participación en el golpe de Estado estatutario y como ex Presidente con su llamada a la rebelión fiscal, conductas que no deberían sorprendernos, habida cuenta de que hasta él mismo se ha encargado de retratarse así en su discurso de investidura como Presidente de la Generalidad, recogido, por cierto, en el libro, al confesar que se reconocía en el «espíritu y la obra» de los presidentes nacionalistas separatistas y golpistas, Macià y Companys, y que asumía y compartía, entre otras, la tradición política de Esquerra Republicana de Cataluña, que es la tradición del odio, la traición a España y del golpismo para su disgregación. Tal es el personaje siniestro a cuyo servicio y sus disparatadas ideas se coloca gustosamente Javier Pérez Royo.

Jurista oficioso del diario El País, aunque también escribe en otros medios, en sus múltiples artículos acerca del tema estatutario, que empezó a publicar desde el comienzo del debate sobre éste, Pérez Royo se revela como un acérrimo defensor de la constitucionalidad del Estatuto catalán, incluso en sus extremos más obviamente no sólo inconstitucionales, sino anticonstitucionales. Sus trabajos son un buen ejemplo de cómo alguien, que por lo demás cuenta con una buena formación técnica, pero carente de sindéresis y de sentido común, puede extraviarse y poner toda su inteligencia jurídica y política al servicio de causas indefendibles y letales para España.

Ya en el que seguramente es su primer artículo sobre el tema, «¿Por qué no?» (El País, 2/11/2005), al igual que Peces Barba, avala la constitucionalidad de la definición de Cataluña como nación del entonces proyecto de Estatuto, pero va más lejos que él, pues mientras el que fuera «padre de la Constitución» sólo admite el término nación en el preámbulo, por carecer, a su parecer, de valor jurídico, el jurista andaluz acepta sin pestañear la definición nacional de Cataluña en el primer artículo del proyecto, luego desaparecido en el texto finalmente aprobado por las Cortes; esto es posible, porque, según Pérez Royo, en realidad nación dicho de Cataluña no encierra significado jurídico-político, que sólo lo tiene en referencia a la Nación española, sino que debe entenderse, coincidiendo en ello con Peces Barba, como nación cultural y es lo mismo que nacionalidad, por lo que para él lo mismo da decir que España es una Nación integrada por nacionalidades y regiones que decir que es una Nación integrada por naciones, en el sentido de naciones culturales, y regiones. Como Peces Barba, omite en su análisis inexplicablemente que el articulado está redactado desde el supuesto de que Cataluña es una nación en sentido político, como bien se ve ante todo en el artículo 2.4 en que se declara que los poderes de la Generalidad emanan del pueblo catalán, al que se convierte así en titular de un poder constituyente originario y soberano, en el reconocimiento de los símbolos nacionales de Cataluña, en la asunción de competencias propias de un Estado y sobre todo en el establecimiento del principio de la bilateralidad como base de la relaciones entre el Estado y la Generalidad como si ésta fuese una entidad soberana a la que el primero deba tratar en pie de igualdad.

Además, este error en su análisis de la idea de nación en el proyecto de nuevo Estatuto catalán vicia de raíz su tratamiento del mismo por comparación con el proyecto estatutario vasco, induciéndole a hacer un juicio comparativo sesgado entre ambos. Como ignora por completo el artículo 2.4 del Estatuto catalán en que se proclama que los poderes de la Generalidad emanan del pueblo catalán y se atiene sólo al artículo 1, en el que, luego de decir en 1.1 que Cataluña es una nación, se manifiesta en 1.2 la voluntad de Cataluña de constituirse en Comunidad Autónoma del Estado español de acuerdo con la Constitución («Cataluña ejerce su autogobierno mediante instituciones propias, constituida como comunidad autónoma de acuerdo con la Constitución y el presente Estatuto»), nada le estorba sacar la conclusión de que mientras la propuesta de reforma del Estatuto de Guernica aprobada por el Parlamento vasco en Diciembre de 2004, conocida como Plan Ibarreche, contiene la afirmación del pueblo vasco como titular de un poder constituyente originario diferenciado del poder constituyente del pueblo español, lo que es innegablemente cierto, la propuesta de reforma estatutaria catalana aprobada por el Parlamento de este origen en Septiembre de 2005 no contiene, en cambio, nos dice, una afirmación semejante del pueblo catalán como titular de un poder constituyente originario, lo que es ostensiblemente falso a la vista del citado artículo 2.4 que Pérez Royo ha decidido ignorar, sin explicarnos por qué.

No deja de ser llamativo el que Rodríguez Zapatero, en su discurso de toma en consideración del nuevo Estatuto catalán en el Congreso, pronunciado el mismo día en que por la mañana Pérez Royo publicaba en El País el artículo que estamos comentando, adoptase la misma estrategia de ignorar el indomesticable artículo estatutario 2.4 y fundamentar su tesis de la conformidad constitucional del Estatuto catalán en el mismo artículo 1.2 que el jurista andaluz trae a colación y con el que más fácilmente se puede engañar al público desinformado. Remitimos al lector a nuestro análisis del discurso del Presidente del Gobierno en el primer capítulo de la segunda parte para que compruebe por sí mismo la coincidencia estratégica entre los dos. En cualquier caso, ya sea una mera coincidencia o sea Pérez Royo el inspirador de esa parte del discurso de Rodríguez Zapatero, tal ardid permite neutralizar la idea de nación, advirtiendo, como hace falsariamente Pérez Royo, que atendiendo al artículo 1.1, el término nación, aplicado a Cataluña, no encierra peligro alguno de encaje constitucional, pues sólo es portador de autonomía, no de soberanía o estatalidad, de la que sólo es portadora la Nación española.

Dispuesto a apoyar, como acabamos de ver, al Gobierno de Rodríguez Zapatero en lo que haga falta, fue uno de los firmantes del manifiesto de los 45 catedráticos, según indicamos más atrás, contra la aceptación por el Tribunal Constitucional de la recusación de Pérez Tremps, que le inhabilita para participar en la decisión sobre la constitucionalidad del Estatuto catalán. Pero como su servilismo alimentado por su sectarismo político carece de límites, esto no le pareció suficiente, de manera que, por su cuenta, escribió un artículo titulado «Golpe de Estado» (El País, 10/2/2007), en el que, después de entonar una loa a la escrupulosa legalidad del procedimiento de reforma del Estatuto catalán en todas sus fases –desde los debates en el Parlamento catalán hasta su final aprobación en referéndum (lo que como ya sabrá el lector que hasta aquí nos haya seguido es absolutamente falso, que todo el proceso estatutario ha estado envuelto en la ilegalidad y la inconstitucionalidad)–, a la calidad democrática de la reforma estatutaria, que, según él, es la norma de mayor calidad democrática de la historia de nuestra democracia, desde la entrada en vigor de la Constitución (lo que también es obviamente falso), y de mentir descaradamente al afirmar, para ponderar la intensa calidad democrática de tal norma, que fue aprobaba en referéndum por casi el 75% de los votos de los ciudadanos, cuando lo cierto es que sólo la votó el 35’7%, lo que significa que no la votó el 64’3%, juzga la recusación al magistrado Pérez Tremps como un golpe de Estado.

Pero no se piense que culpa de tal golpe de Estado al Tribunal Constitucional por haber aceptado recusarlo; no, la culpa es del PP por haber interpuesto un recurso de recusación contra un magistrado inmoral e infractor de la legalidad, que había cobrado por un informe sobre el proyecto de Estatuto encargado por al Generalidad y que, de no mediar la recusación, no habría dudado ni un instante en participar en las deliberaciones para ser a la vez juez y parte en el asunto estatutario catalán. Lo que Pérez Royo, como los demás catedráticos firmantes del manifiesto, considera intolerable es que se recuse a un profesor juez, como Pérez Tremps, del que todo el mundo sabía de antemano que respaldaría sin reparos la constitucionalidad del Estatuto. No en vano esta recusación indignó mucho al consorcio de socialistas y nacionalistas secesionistas, que a partir de entonces buscaron la manera de contrarrestar esta recusación con alguna de los supuestos defensores de la inconstitucionalidad estatuaria y así equilibrar las fuerzas en el Constitucional.

Después de esto, en varios de sus últimos trabajos sobre la cuestión estatutaria, tal como «La última palabra», «Pacto de inserción», «Un poco de memoria» (todos ellos publicados en El País, 5/92009, 19/9/2009 y 28/11/2009 respectivamente) y «El pacto constituyente y el Estatut» (El Periódico, 29/11/2009), se dedica a enseñar la estrambótica doctrina de que las Cortes Generales, y nada más que las Cortes Generales, son el guardián último de la constitucionalidad del Estatuto y que, por consiguiente, el Tribunal Constitucional no puede ser el juez último de la constitucionalidad de un Estatuto de Autonomía aprobado siguiendo la vía del artículo 151 de la Constitución española. En una palabra, el Alto Tribunal es constitucionalmente incompetente para juzgar la conformidad con la Constitución del Estatuto catalán, una doctrina que brinda una cobertura ideológica a los nacionalistas catalanes, que insistentemente cuestionan la legitimidad del Tribunal Constitucional, y al Gobierno de Rodríguez Zapatero, varios de cuyos ministros han enseñado la misma doctrina, aunque no con la claridad y rotundidad que Pérez Royo, sin que obviamente hayan sido desautorizados por el Presidente.

Naturalmente, también ha habido juristas, de nuevo especialmente profesores de Derecho Constitucional y analistas políticos que, a título personal, han denunciado el carácter inconstitucional o anticonstitucional del nuevo Estatuto catalán, así como sus nocivos efectos para el porvenir de España, y que, por tanto, han adoptado una actitud crítica ante la posición gubernamental y de los nacionalistas secesionistas catalanes ante el nuevo Estatuto. Como en el caso precedente de los que se identifican parcial o totalmente con la posición del Gobierno y sus secuaces los nacionalistas catalanes, vamos a distinguir dos actitudes: la de quienes adoptan una actitud moderadamente crítica y la de quienes adoptan una actitud abiertamente crítica. Un exponente típico de la primera es Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional y jurista oficioso del periódico El Mundo, de cuyo Consejo Editorial es Presidente. En sus numerosos artículos periodísticos sobre el asunto estatutario, desde el primer momento hizo un diagnóstico certero; ya en su inicial escrito «Un Estatuto que deroga la Constitución en Cataluña» (El Mundo, 2/11/2005) dictaminaba que el entonces proyecto estatutario catalán no era una reforma del vigente, ni tampoco un nuevo Estatuto al uso, ni siquiera una reforma encubierta de la Constitución, como por entonces señalaban algunos dirigentes del PP, sino algo peor: una derogación, como se indicaba en el título del artículo, de la Constitución en Cataluña, esto es, un intento de dejar sin vigencia global la Norma Fundamental de 1978 en esta comunidad autónoma, que por ello ya no formaría parte del Estado autonómico, para instaurar una especie de Constitución paralela.

Desde entonces ha venido repitiendo el mismo mensaje, como puede verse en «Autonomías sin Estado» (publicado en Octubre de 2009 en El Mundo 1989-2009, libro conmemorativo del vigésimo aniversario de este rotativo), donde al diagnóstico anterior sobre la derogación de hecho de la Norma Fundamental y la erección de una Constitución encubierta para Cataluña, añadía una advertencia sobre el riesgo de desmembración de España, la cual, por culpa del Estatuto catalán y sus remedos, como el valenciano y el andaluz especialmente, podría pasar, según apunta en parte el título del artículo, «de un Estado de las autonomías a unas autonomías sin Estado».

Lo que sorprende es que, tras este certero diagnóstico, su calificación del nuevo Estatuto catalán, en relación con su disconformidad con la Constitución no vaya más allá de colocarle la suave etiqueta de inconstitucional, etiqueta que está muy bien quizás para el Tribunal Constitucional, que debe limitarse a dictaminar meramente la conformidad constitucional o no del Estatuto, y no el grado de disconformidad constitucional o si el Estatuto reforma o destruye la Constitución. Pero para quien hace un análisis no sólo jurídico sino político sobre el Estatuto, en que se acaba de ponderar que entraña la redacción de una especie de Constitución paralela para Cataluña como base para la creación de un Estado catalán, hablar meramente de un Estatuto inconstitucional es restarle gravedad a la propia definición que él mismo hace de lo que en sí es el Estatuto, así como a las funestas consecuencias que trae consigo, ya no sólo para la unidad nacional, sino para la mera unidad de España, hecho percibido con claridad por el autor al hablar de «Autonomías sin Estado».

Supongamos, no obstante, que el autor habla de inconstitucionalidad estatutaria en un sentido meramente genérico. Aun así, no se entienden, después de su severo diagnóstico, tan tímidas críticas al Gobierno de Rodríguez Zapatero y sus corifeos los nacionalistas catalanes, a quienes culpa de los atropellos estatutarios. En el primero de los artículos citados, acusa al Presidente del Gobierno y al PSOE (incluido el PSC) sólo de poner en peligro la convivencia nacional por su afán de mantenerse en el poder con los votos de los separatistas. No parece que Jorge de Esteban considere esto demasiado grave, pues en un artículo reciente «Los salteadores del Estado de Derecho» (El Mundo, 7/9/2009) se contenta con tachar a los perpetradores de la tropelías estatutarias, nacionalistas catalanes y a algunos ministros, como el de Justicia, Caamaño, y de Interior, Rubalcaba, según reza el título, de salteadores del Estado de Derecho, lo que equivale obviamente a rebajar la importancia de sus fechorías. Los salteadores de caminos no ponen en peligro la Constitución y la unidad política de un país; sólo plantean un problema de delincuencia a la policía o a la Guardia Civil.

La tibieza crítica del autor alcanza mayores proporciones cuando se pone a excusar al Gobierno y a los nacionalistas catalanes como si fuesen unos ignorantes que no saben lo que hacen. En el primero de los artículos citados, adopta una actitud condescendiente con los diputados catalanes, con excepción de los del PP, que aprobaron la propuesta de ley orgánica para la reforma del Estatuto de Cataluña, de los que dice que «es muy posible que no supieran con exactitud lo que estaban haciendo». Pero esta actitud timorata parece sustituirse por una actitud más enérgica en el escrito citado más atrás, «El pronunciamiento catalán». En efecto, en éste considera que la actual rebelión de los separatistas catalanes contra la legalidad, promovida por el propio Presidente de la Generalidad catalana, con el apoyo del Gobierno tripartito, y por el presidente de CiU, Artus Mas, quien ha hablado de la posibilidad de un frente común de las fuerzas catalanas ante una sentencia adversa del Tribunal Constitucional, es mucho más grave que las asonadas militares del siglo XIX y que insta de nuevo, como ya había hecho en «Los salteadores del Estado de Derecho», al Ministerio Fiscal a que actúe contra los miembros del Gobierno catalán por alentar esta rebelión, que ha recibido un nuevo impulso con la nueva ofensiva nacionalista de amenazas y coacciones al Tribunal Constitucional vertidas en el editorial conjunto de los doce periódicos catalanes a que ya nos hemos referido más arriba, respaldadas por toda la casta separatista catalana, pues la acción de los miembros del Gobierno catalán constituye, como señala con razón, un presunto delito, tipificado en el Código Penal como atentado contra la independencia de los jueces o magistrados mediante intimidación.

Sin embargo, todo esto queda muy rebajado, cuando al final del artículo vuelve a tratar con una condescendencia pusilánime a los nacionalistas catalanes, al Presidente del Gobierno y a los ministros, lo que le lleva a recetarles como remedio la lectura de la Constitución con ocasión de los festejos del pasado día 6 de Diciembre, para que se acaben enterando todos ellos de lo que dice la Constitución, y para ello le sugiere al Presidente del Congreso, José Bono, que para el acto de lectura de artículos de la Constitución en el Congreso, llame a todos los miembros del Gobierno tripartido, empezando por Montilla, a los nueve jueces del remedo de Tribunal Constitucional constituido recientemente en Barcelona, a los dirigentes de CiU y a los miembros del Gobierno central, incluido su Presidente.

Es difícil encontrar mayor simpleza que semejante sugerencia, como si todo el desafío estatutario y en general la amenaza del nacionalismo secesionista fuese un asunto de ignorancia de la Constitución que se pudiese resolver simplemente leyendo. Jorge de Esteban pertenece a ese sector de analistas políticos bienpensantes que no se quiere enterar o al que le cuesta entender que a los nacionalistas antiespañoles les da igual lo que diga la Constitución, que sólo les interesa para desbordarla o burlarla y utilizarla como instrumento para conseguir la secesión de sus respectivas regiones; saben muy bien lo que dice la Constitución, pero hay muchos, como Jorge de Esteban, a los que les cuesta entender que los facciosos nacionalistas catalanes actúan como si fuesen los representantes de una Cataluña soberana, cuya Constitución es su Estatuto, que piensan inmediatamente desbordar en su camino incesante hacia la secesión de España y que, por consiguiente, no es que no conozcan la Constitución, es que sencillamente no la aceptan ni por lo mismo admiten la legitimidad del Tribunal Constitucional, que, desde su perspectiva, no es competente para dictar la conformidad constitucional del Estatuto, pues éste es la expresión de la voluntad soberana de los catalanes. No es, pues, una cuestión de ignorancia de la Constitución ni de un mero problema jurídico que se resuelve leyendo, como receta el jurista, sino de un muy grave problema político planteado por quienes simplemente llevan años ya actuando desde el supuesto de la soberanía de Cataluña y eso no se resuelve ni leyendo ni dialogando sino tomando las medidas políticas pertinentes para neutralizar la amenaza del nacionalismo secesionista.

En cuanto al Presidente del Gobierno y sus ministros, también saben muy bien lo que dice la Constitución, pero les da igual lo que diga y están dispuestos a vulnerarla cuanto sea menester para conseguir su objetivo de convertir a España en un Estado plurinacional o confederal o cuasi confederal, que es el sueño de Rodríguez Zapatero. El Presidente del Gobierno, lo mismo que Rubalcaba o Caamaño, conocen muy bien la Constitución, pero para burlarla mejor. Una prueba manifiesta de ello y de la falta de escrúpulos a la hora de pisotear la Constitución nos la ofrece el mismísimo Presidente, quien en el Congreso proclamó la identidad nacional de Cataluña y su conformidad con el artículo 2 de la Constitución que declara la unidad indisoluble de la Nación española. ¿Arregla esto con lecturas Jorge de Esteban?

En Cataluña, donde no ha regido nunca la Constitución plenamente ni rige, llevan muchos años los nacionalistas catalanes pisoteando el precepto constitucional que establece la oficialidad del español o castellano como lengua del Estado –prácticamente desde la entrada en vigor del Estatuto de 1979–, así como el derecho y el deber de conocerlo de todos los españoles, lo que entraña, entre otras cosas, que se debe utilizar como lengua vehicular en la enseñanza. No cabe esgrimir le excusa de que se trata de un precepto ambiguo o de difícil interpretación; lejos de ello, se trata de un precepto claramente formulado, cuyo significado se comprende perfectamente y en cualquier país del mundo se entiende que un idioma declarado como oficial del Estado es un idioma de uso obligatorio como lengua vehicular en la enseñanza. Sin embargo, para los nacionalistas catalanes no significa nada la declaración constitucional del español como lengua oficial en toda España, que conculcan sistemáticamente con la complicidad del Gobierno central. ¿También lo resuelve el jurista de El Mundo con la lectura de la Constitución?

Finalmente, el mejor representante entre los juristas de la actitud abierta y rotundamente crítica ante el nuevo Estatuto catalán y contra quienes lo promueven es Carlos Ruiz Miguel, también catedrático de Derecho Constitucional. Nadie como él ha analizado de forma tan brillante como sólidamente argumentada la cadena de ilegalidades, inconstitucionalidades y anticonstitucionalidades, cometidas en el decurso del proceso estatutario, desde su inicio en el Parlamento catalán hasta su aprobación en referéndum, cuya ilegalidad e inconstitucionalidad también ha denunciado con un argumentación incontestable, como ya señalamos más atrás en la exposición sobre el segundo acto del golpe de Estado estatutario.

El mismo día en que iba a tener lugar en el Congreso el debate de totalidad sobre la propuesta de reforma del Estatuto catalán, en el cual Rodríguez Zapatero reconocería la identidad nacional de Cataluña, Carlos Ruiz Miguel se definía ante esta propuesta de reforma en el Abc, al mismo tiempo que hacían lo mismo Javier Pérez Royo en El País y Jorge de Esteban en El Mundo, en los artículos antes citados. En su artículo publicado esa mañana, «No es una reforma estatutaria», Ruiz Miguel fijaba su posición ante el proceso estatutario en su fase inicial en el Parlamento catalán denunciando la inconstitucionalidad del procedimiento de tramitación y debate en éste como reforma estatutaria de lo que realmente, tanto en la forma como en el contenido, era un nuevo Estatuto que derogaba el anterior de 1979. Advertía además que, de acuerdo con la Constitución, los parlamentos autonómicos, y el Parlamento catalán en este caso, no están facultados para hacer un nuevo Estatuto, sino sólo para reformarlo y que, por consiguiente, las Cortes Generales no deben dar curso como reforma estatutaria a una iniciativa que vulnera la Constitución en cuanto deroga el Estatuto actualmente vigente, de lo que se sigue que, en caso de hacerlo, incurrirían en una acción flagrantemente inconstitucional, como así terminó sucediendo, de la que por cierto también es culpable el Tribunal Constitucional, que ni siquiera admitió a trámite el recurso del PP contra la tramitación del Estatuto catalán como reforma estatutaria. Ideas similares expuso unas semanas después en «La batalla de las palabras», que lleva el subtítulo de «¿’Nuevo estatuto’ o ‘reforma estatutaria’?» (Libertad Digital, 22/11/2005).

En «La destrucción de la Constitución», también publicado en esta misma revista el 15 de Noviembre de 2005 –que luego ha pasado a formar parte de un excelente artículo académico más amplio, publicado en 2006 o 2007, concretamente del capítulo VI de La indefensión jurisdiccional del poder constituyente y la destrucción de la Constitución, disponible en www.Bibliojuridica.org/Libros/libro.htm?l=3D2557– denunciaba resueltamente el carácter letal del proyecto de nuevo Estatuto catalán, similar al del «Plan Ibarreche», por cuanto es a la vez la destrucción de la Constitución y una propuesta para destruir España como Nación. Ruiz Miguel entiende esta «destrucción» de la Norma Fundamental en el sentido de Carl Schmitt, quien distinguía entre «reforma» de una Constitución, una modificación que, aun cuando no es conforme con ella, no afecta, sin embargo, a sus fundamentos, y «destrucción» de la misma, en cuyo caso la modificación es tan drástica que se destruyen sus fundamentos. De acuerdo con esto, el entonces proyecto de nuevo Estatuto catalán no sería meramente una reforma ilegítima de la Constitución, sino su destrucción, ya que dinamita sus «dos pilares básicos e interconectados: la afirmación de la ‘Nación española’ y la atribución de su soberanía (la ‘soberanía nacional’) al ‘pueblo español’, del que emanan ‘los poderes del Estado’», lo que equivale a hacer una voladura de la Nación española, transformada en un Estado plurinacional, y a reconocer que existen poderes que ya no emanan del pueblo español, sino del pueblo catalán, según reza el artículo 2.4 del proyecto estatutario («Los poderes de la Generalidad emanan del pueblo de Cataluña»), que se ha mantenido tal cual en la redacción finalmente aprobada.

Por tanto, el proyecto de nuevo Estatuto de Cataluña es una norma no simplemente inconstitucional, sino manifiestamente anticonstitucional, en el sentido de la invocada distinción de Manuel Jiménez de Parga, ex Presidente del Tribunal Constitucional, inspirada en la de Schmitt y paralela a ella, entre normas inconstitucionales, en las que se reforma ilegítimamente la Constitución, pero preservando sus pilares fundamentales, y normas anticonstitucionales, que, como el proyecto de nuevo Estatuto catalán, destruyen sus pilares fundamentales.

En conformidad con este análisis, Ruiz Miguel no duda en acusar al Presidente del Gobierno de ser «el primer promotor de la destrucción de la Carta Magna» y cabe suponer, aunque no lo dice expresamente, que también lo acusa de ser el primer promotor de la destrucción de España como Nación, habida cuenta de que se trata de una consecuencia inexorable de su tesis de que, establecido que el nuevo Estatuto catalán afirma la soberanía de la nación catalana, la destrucción de la Constitución es simultáneamente la destrucción de la Nación Española. Tal sería el balance de lo que él denomina «el segundo asalto a la soberanía nacional», representado por el proyecto de nuevo Estatuto catalán, después del fracasado primer asalto a aquélla, que encarnaba el denominado «Plan Ibarreche». Lo llamativo es que el mismo Presidente del Gobierno que hizo fracasar el letal Plan Ibarreche en las Cortes, allí mismo puso todo su empeño para que triunfase el igualmente letal nuevo Estatuto catalán y así, a través de éste, se perpetrase la destrucción de la Constitución y de la Nación española. Y después de esto, más de la mitad del cuerpo electoral español decidió mantenerlo como Presidente del Gobierno, para que pueda consumar la destrucción.

La única pega que le ponemos al análisis certero de Ruiz Miguel es que no extrae del mismo todas las gravísimas consecuencias políticas y jurídicas, y aun de tipo penal, que fácilmente se coligen de aquél. De momento, sólo diremos que quien acusa a Rodríguez Zapatero de ser el primer promotor de la destrucción de la Carga Magna y con ella de la voladura de la propia España como Nación, no lo acuse de perpetrar un golpe de Estado ejecutado desde la propia cabeza del Estado. Entre los juristas es el que más cerca se ha quedado de dar este paso, pero no lo ha dado. Lo cierto es que no tenemos noticia de ningún otro jurista, profesor de Derecho Constitucional o politólogo alguno, que haya denunciado públicamente el proceso estatutario catalán como un proceso de golpe de Estado. Recientemente, el pasado 12 de Noviembre de 2009 el citado ex Presidente del Tribunal Constitucional, Jiménez de Parga, que se mantuvo callado en los momentos más importantes del proceso estatutario catalán y de las demás modificaciones estatutarias, se ha manifestado en la misma línea de Ruiz Miguel, al declarar que el Estatuto es anticonstitucional, porque «va contra los fundamentos de la Carta Magna», de forma que si se mantiene en vigor tal cual está redactado (y ya sólo lo puede recortar el Tribunal Constitucional) «la Nación española… dejaría de ser el fundamento del sistema constitucional» y «el artículo 2 de la Carta Magna se convertiría en letra muerta»; pero después de este diagnóstico, sus críticas no van más allá de señalar con el dedo acusador a los nacionalistas particularistas catalanes, a quienes «no les importa romper vínculos con el resto de España» ni vivir peor económica, cultural, judicial y financieramente, con tal de vivir de modo diferente y aparte de España.

El empresariado

Este cuadro sobre las posiciones de las instituciones de la llamada sociedad civil ante el proceso estatutario catalán estaría incompleto sin una referencia a los habitualmente considerados como los principales agentes económicos y sociales, es decir, las organizaciones empresariales y sindicales. En cuanto a las primeras, naturalmente ninguna se ha atrevido a tildar de golpe de Estado el proceso estatuario catalán; están demasiado sumergidos en la defensa de intereses de sus empresas y negocios como para llegar tan lejos; temen que sus críticas al poder político atraigan la malquerencia de la Administración y ello perjudique los intereses de sus empresas. En general, los empresarios, ante este asunto de trascendencia nacional, actúan antes en función de sus empresas y patrimonios que como ciudadanos españoles preocupados por el porvenir de su país, aunque en privado se inquieten por ello como cualquiera. Hasta tal punto es así que en sus propias manifestaciones sobre el Estatuto catalán se advierte una mayor inquietud por sus consecuencias económicas negativas que por su calado político y por sus nocivas repercusiones sobre el porvenir de España como Nación. Dentro de estos límites, las actitudes de las instituciones empresariales no han sido homogéneas; sus declaraciones han variado según se trate del empresariado catalán o de organizaciones empresariales nacionales o de otras partes de España.

El empresariado catalán se ha mostrado muy dócil ante el poder político y en general, lejos de rechazar el Estatuto, lo han respaldado. El sector empresarial catalán se retrató así en la carta abierta que un conjunto de empresarios, representantes del grupo de mayor poder económico en Cataluña y en el conjunto de España, publicó en La Vanguardia del 10 de Octubre de 2005, una carta escrita a petición del entonces Presidente de la Generalidad, Maragall, y cuya preparación encargó a José Manuel Lara Bosch, el presidente del Grupo Planeta y entonces también Presidente del Círculo de Economía de Barcelona, y a Joan Rosell, presidente de la patronal catalana, Fomento del Trabajo, y que firman, además de los mentados, J. Canals, director general del IESE, una de las más prestigiosas escuelas de negocios del mundo, Isidro Fainé, director general de la Caixa, la tercera institución financiera más importante de España, después del Banco de Santander y del BBVA, y un grupo numeroso de miembros del Instituto de Empresa Familiar, un grupo de presión que agrupa a las grandes fortunas españolas y dueños de grandes negocios, la mayoría de ellos catalanes. La carta es una auténtica declaración de apoyo a la aprobación del nuevo Estatuto, que entonces acababa de aterrizar en el Congreso de los Diputados. En ella pedían un nuevo Estatuto para Cataluña, sin importarles ni siquiera que éste rompa el mercado único español –lo que no deja de provocar asombro habida cuenta de que las empresas catalanas son las que más exportan al resto de España–, menos aún el que quiebre o no el marco constitucional o que haga añicos la unidad nacional de España.

Por si no bastara con esta declaración, en la que se aglutinan los representantes de la principales instituciones empresariales de Cataluña, a su vez éstas, por su lado, han realizado declaraciones, a través de sus presidentes, o han emitido comunicados o declaraciones institucionales de apoyo al Estatuto catalán, con menores o mayores reservas, pero sin cuestionar nunca la constitucionalidad del proceso estatutario. Así, la principal patronal catalana, Fomento del Trabajo, hacía saber, unos días antes de publicarse la carta citada en La Vanguardia, que «considera una paso adelante la aprobación del proyecto de Estatuto», aunque, eso sí, de cara a la galería abogaba por la integración de las propuestas del proyecto estatutario en el «bloque de constitucionalidad». En el comunicado oficial, se hace hincapié en un argumento repetido hasta la saciedad por las instituciones empresariales representativas de la elite de la economía catalana, por las cuatro facciones del nacionalismo antiespañol hegemónico en Cataluña y, como no podía ser menos, por el promotor último de todo este movimiento de demolición de la Constitución y la Nación española en que se funda, Rodríguez Zapatero, a saber; que es el resultado de «una amplia mayoría», de un consenso muy amplio y de un fuerte respaldo político, pero Fomento del Trabajo se lamenta de que, aun siendo así, no se ha logrado involucrar al Partido Popular.

Es hora ya de responder, a quienes esgrimen este argumento del consenso, que por sí mismo nada prueba a favor de una causa, mientras no conozcamos el contenido de ésta. Y que cuando la causa que suscita el consenso, como en el caso del proceso estatutario catalán, es que se trata de un Estatuto anticonstitucional tanto en su contenido como su forma y en el procedimiento de su tramitación, lo mismo en el Parlamento autonómico que en las Cortes Generales, antinacional y por tanto, antidemocrático y golpista, el consenso mayoritario del 90% de los diputados catalanes, lejos de ser una virtud, es un vicio enorme y pernicioso, porque eso significa que la inmensa mayoría de la Cámara regional ha abdicado de respetar y cumplir con el orden constitucional, del cual emana su autoridad, para colocarse fuera de la legalidad y transformándose así en un grupo faccioso en rebelión contra la Constitución y la Nación española, lo que además, por si cupiera alguna duda, no hacen más que corroborar con la campaña de insurrección que han emprendido, especialmente en los últimos meses, desde Julio del pasado año hasta el presente, ante la inminencia de una sentencia del Tribunal Constitucional adversa al nuevo Estatuto.

Comparado con Fomento del Trabajo, el Círculo de Economía de Barcelona, que representa a la elite económica y social de Cataluña, es algo más crítico en el aspecto económico, pero no le inquietan nada las repercusiones políticas. En su declaración institucional de Diciembre de 2005, Por un Estatut realista, funcional y adaptado a la Constitución, se queja del excesivo intervencionismo político y económico del texto, amén de otros fallos menores, como su escasa calidad jurídica o de ser desmesuradamente prolijo, pero sale en defensa de la nueva financiación estatutaria a la que insólitamente considera solidaria con el resto de España. Como a Fomento de Trabajo, no le quita el sueño la posible ruptura de la unidad de mercado y tampoco entra en los temas políticos más conflictivos (como la definición de Cataluña como nación, la carta de derechos y deberes para los catalanes, el deber de conocer el catalán, el vaciamiento del Estado en Cataluña o la bilateralidad entre ésta y España como si la primera fuera una entidad soberana), salvo para indicar que el debate no se debe reducir a estos puntos más conflictivos, como si ello fuese irrelevante.

Sale en defensa también del Estatuto frente a quienes ven en él un riesgo de enfrentamiento entre regiones, advirtiendo que esto no sería culpa del Estatuto, pues es el resultado de un debate jurídico y político en el que «se han respetado todos los procedimientos democráticos», sino de quienes alientan tales críticas, y a los partidos que las hacen los acusa de recurrir a «tácticas populistas de enfrentamiento territorial». Pero, dado que el Estatuto es antidemocrático tanto en los contenidos, por dividir a los españoles entre quienes por ser catalanes tienen unos derechos y deberes específicos y exclusivos, y los demás españoles que poseen otros, como en la forma, por presentar fraudulentamente como reforma estatutaria lo que es un nuevo estatuto y además por suponer la destrucción de la Constitución y de España como nación, la crítica del Circulo se vuelve contra el Estatuto, que es el que siembra las semillas de la discordia entre los españoles, contra él mismo, por su complicidad con una norma estatuaria de esta índole.

No obstante, el Círculo de Economía termina deseando que el nuevo Estatuto sea adaptado al marco constitucional por el Parlamento español, lo que, después de lo visto, resulta escasamente convincente, puesto que se toma ese marco como algo tan elástico que se puede deformar como se quiera para que quepa en él el anticonstitucional, antinacional y antidemocrático nuevo Estatuto; y lo es menos cuando desde el principio de la declaración se advierte una voluntad inequívoca de excusar «los errores que se han cometido desde Catalunya» –¿simplemente errores aprobar un Estatuto obviamente anticonstitucional, destructor de la Nación española, antidemocrático, contrario a la igualdad entre los españoles, sancionador de privilegios de todo orden para Cataluña, a la que se confiere un estatus de entidad confederada dentro de una España debilitada y al borde de la desintegración, y en suma un Estatuto golpista?– y de condenar, en cambio, como algo imperdonable «la agresividad de algunas respuestas y de determinadas campañas». ¿Denunciar la inconstitucionalidad del nuevo Estatuto y promover una campaña para pedir un referéndum nacional para que todos los españoles se pronuncien sobre el tema, que es a lo más que ha llegado el PP, el blanco encubierto de estas acusaciones de los autores de la declaración, es una respuesta agresiva y también la campaña por el referéndum? Sin duda, para los miembros del Círculo de Economía, lo que el PP debería haber hecho es doblegarse a las exigencias de un Estatuto promovido por la casta nacionalista antiespañola de Cataluña, a la que pertenece gran parte de los propios miembros del Círculo y a la que éste rinde pleitesía, recomendación que le harán otras organizaciones empresariales catalanas, como el Círculo Ecuestre, del que vamos a hablar a continuación. No sin añadir antes, como nota final, que si hubiera alguna duda acerca del verdadero pensamiento del Círculo de Economía sobre la cuestión estatutaria, ahora presidido por Salvador Alemany, aquélla ha quedado despejada en la declaración de la institución barcelonesa del pasado 19 de Diciembre Responsabilidad política y espíritu constitucional, en la que, invocando cínicamente el «espíritu constitucional», los socios del Círculo, lejos de abogar por el retiro del Estatuto o por declararlo inconstitucional, abogan por el retiro de los recursos interpuestos contra él y se suman al editorial intimidatorio de los doce diarios catalanes ante una inminente sentencia adversa, un editorial que ellos interpretan desde una perspectiva «plural e integradora».

Sólo resta una referencia al Círculo Ecuestre, una entidad presidida por Manuel Carreras y que integra a 1700 personalidades de la elite empresarial y social de Cataluña, entre ellas al director general de La Caixa, Isidro Fainé, al ex presidente del Círculo de Economía, Carlos Güell de Sentmenat o al ex presidente del Comité Olímpico Internacional, Juan Antonio Samaranch. Para su presidente, el Estatuto no tiene de reprochable más que su intervencionismo, por lo cual para él y otros miembros de la institución es incompresible que el PP se dedique a denunciar su inconstitucionalidad; y de ahí que, en una comida-coloquio organizada por esta entidad el 14 de Febrero de 2006 en la que estaba invitado Rajoy, le tendieran una trampa aprovechando la oportunidad para acusarle de fomentar un estado de constante crispación y afearle el haber emprendido una campaña de recogida de firmas para pedir un referéndum en toda España sobre el nuevo Estatuto. El mensaje enviado a Rajoy estaba claro: el PP debe plegarse y no contribuir a la crispación política.

Pasamos ahora a comentar el papel desempeñado por las organizaciones empresariales de ámbito nacional. Empezamos por la Confederación Española de Organizaciones Empresariales, ya que, amén de su implantación nacional, es sin duda la institución empresarial más importante de España, de la que forman parte un millón de empresas, tanto privadas como públicas, que representan todos los sectores productivos de la Nación, y que también integra en su seno como miembro a la Confederación de la Pequeña y la Mediana Empresa (CEPYME), organización asimismo nacional que, como su nombre indica, representa los intereses específicos de las pequeñas y medianas empresas. Dicho esto, lo primero que hay que señalar es que la CEOE es la institución empresarial en cuyas declaraciones sobre el nuevo Estatuto catalán y en general de las demás reformas estatutarias más ha prevalecido una firme defensa de los intereses nacionales sobre la de los intereses empresariales inmediatos o el miedo a la hostilidad del poder político, ya sea el del Gobierno y la Administración socialistas o el del Gobierno y la Administración del tripartito en Cataluña. A las pocas semanas de la llegada al Congreso de la propuesta de nuevo Estatuto catalán, el 19 de Octubre de 2005 se reunió la Junta Directiva de la CEOE, entonces presidida por el ya fallecido José María Cuevas, reunión a la que, por cierto, no asistió el presidente de la patronal catalana Fomento del Trabajo, Joan Rosell, uno de los empresarios que, como hemos visto, había suscrito, apenas unos días antes, la carta de apoyo al nuevo Estatuto publicada en La Vanguardia, y para quien su no asistencia no fue un obstáculo para expresar previamente su apoyo al documento que allí se aprobara. Joan Rosell es uno de esos empresarios pertenecientes a esa escuela, de la que es un maestro José Manuel Lara Bosch, que en Cataluña apoyan al nacionalismo secesionista antiespañol y en el resto de España fingen defender el orden constitucional y la unidad nacional de España.

A diferencia de los comunicados o declaraciones de las organizaciones empresariales catalanas, que evitan hacer un pronunciamiento expreso de defensa de la unidad nacional como un bien común irrenunciable e intocable, el comunicado de la CEOE empieza por ahí, por la defensa de la unidad nacional como un patrimonio común y moral de todos los españoles, que debe ser un criterio imprescindible e incuestionable de cualquier reforma constitucional o estatutaria. Luego de advertir que cualquier reforma constitucional debe someterse al criterio de lograr un consenso similar al de la propia Constitución, que alcanzó el apoyo del 94% de los diputados, y previendo que el Estatuto catalán encubre una modificación encubierta de la Constitución, declara firme y solemnemente que cualquier reforma constitucional o estatutaria se debe basar en la «indisoluble unidad de la Nación española»; expresa, de acuerdo con esto, su voluntad de apoyar «siempre todo lo que suponga la unidad de España» y lanza la advertencia, contra los nacionalitas que desean apropiarse de una parte del territorio español, de que todos los recursos del país constituyen un patrimonio común de todos los españoles. Y desde esta perspectiva nacional de España y de la defensa de todo lo que suponga la «puesta en común de todos los recursos de nuestro país», arremete contra la casta nacionalista separatista catalana, sin citarla, a la que acusa con dureza de sembrar la división entre los españoles por «fabricar balanzas fiscales, comerciales, históricas…que, a su manifiesta inexactitud, unen un confesado o tácito propósito de desunión política, ruptura de mercado e insolidaridad social».

Después de esta firme defensa del régimen constitucional, cuya clave de bóveda, como bien reitera el comunicado de la CEOE, es la unidad y soberanía nacionales, de la necesidad de que las reformas estatutarias deben fortalecer estos principios constitucionales y de la prudencia en la distribución de competencias autonómicas, entra ya en el terreno económico para reclamar que cualquier reforma estatutaria debe respetar la unidad del mercado interior en todos los órdenes, económico, comercial o de servicios, financiero y laboral. Y para garantizar la seguridad jurídica y la igualdad ante la ley, se reclama en el documento que el Tribunal Supremo permanezca como el órgano superior en todos los órdenes jurisdiccionales y que por tanto se preserve la unidad del poder judicial en toda España.

Más adelante, en una declaración del 5 de Noviembre de la Junta Directiva de la CEOE, los representantes de los empresarios mostraron su preocupación por el hecho de que los proyectos de reformas estatutarias, en caso de no encauzarse debidamente, podían desembocar en «tensiones territoriales» y en «episodios de discriminación» que puedan sufrir empresas y trabajadores. Unos días después, el presidente de la patronal, José María Cuevas, en una entrevista a Expansión, insistía en que con el proyecto de nuevo Estatuto catalán había un riesgo de ruptura de la unidad de mercado, un riesgo que se vería potenciado por el efecto de imitación que tendría sobre las demás autonomías, esto es, «porque el resto de comunidades autónomas querrán copiarlo». Asimismo Cuevas llama la atención sobre el excesivo intervencionismo en la economía y en las empresas catalanas y no catalanas que consagra el Estatuto de Cataluña.

Quizá la única pega es que una institución tan poderosa e influyente como la CEOE es que no haya puesto más carne en el asador en la defensa del régimen constitucional, ni siquiera, en el terreno al que el empresariado es más sensible, el de la quiebra de la unidad del mercado español, más allá de estas contundentes declaraciones. José María Cuevas, a quien durante su mandato al frente de la CEOE, le tocó lidiar el toro del debate del nuevo Estatuto catalán tanto en el Parlamento autonómico como en el nacional, no se mostró tan activo como cabía esperar por el tenor de los comunicados y manifestaciones precedentes. Su sustituto, Gerardo Díaz Ferrán, que accedió al cargo en Junio de 2007, no ha demostrado ser más activo que su predecesor y nada más ser elegido le faltó tiempo para darse a conocer antes como un acérrimo paladín de la iniciativa privada como motor de la sociedad, lo que le llevó a abogar sin remilgos por la privatización de las empresas públicas («La mejor empresa pública es la que no existe») que en erigirse en baluarte del orden constitucional y de la lucha por la unidad de mercado en todos los órdenes.

El nuevo y flamante presidente de la patronal española parece dispuesto a acomodarse a la situación creada por el Estatuto catalán y a congraciarse con el poder autonómico catalán y el poder central socialista, lo cual pasa por aceptar sin reparos que Cataluña reciba la financiación prometida en el Estatuto y por respaldar sin rechistar la norma estatutaria catalana, y no se hable más, como vino a ratificar, por si cupiera alguna duda, a primeros de Junio del año pasado durante su estancia en Gerona: «Apoyamos toda ley que esté aprobada por Cataluña y España y el Estatuto lo está». Y terminó su intervención insistiendo en que la ley estatutaria, como toda ley, «si está aprobada» hay que cumplirla.

En una línea parecida a la de la CEOE, aunque con un tono no tan enérgico, se manifestó el Círculo de Empresarios, organismo presidido por Claudio Boada, en su Declaración institucional del Círculo de Empresarios sobre los procesos de reforma de los Estatutos autonómicos del 27 de Octubre de 2005, por lo que resumimos brevemente su contenido. Insisten, como la CEOE, en las dos amenazas que en el terreno económico trae consigo el entonces proyecto de reforma del Estatuto catalán: la ruptura de la unidad de mercado y el excesivo intervencionismo, no sin avisar especialmente de los nocivos efectos de la ruptura o el simple debilitamiento de la unidad de mercado en las oportunidades de crecimiento de las empresas y de la economía españolas, así como para nuestros actuales niveles de bienestar; en la necesidad de concitar el máximo consenso posible para cualquier cambio del actual marco constitucional, lo que tácitamente invita a pensar que los representantes del Círculo, como los de la CEOE, se temían que el Gobierno estuviera dispuesto a apadrinar una cambio constitucional por la vía estatutaria; reiteran la declaración de apoyo al marco constitucional vigente, declaración que ya había formulado el Círculo de Empresarios en Septiembre de 2004 ante las presiones del nacionalismo separatista sobre el armazón constitucional español, que entonces ya arreciaban; hacen una encendida loa de los efectos benefactores de la Constitución vigentes obre la estabilidad, prosperidad y bienestar de los españoles; abogan por la unidad de España, «un activo que favorece a todos los españoles» y por la constitucionalidad no sólo de los contenidos, aunque no entran a discutir la constitucionalidad o no de determinadas cuestiones de los nuevos proyectos de Estatuto, asunto que dejan en manos del poder legislativo y del judicial, sino también de los procesos que se sigan para modificar el marco legal e institucional del Estado.

Un punto novedoso y de interés en el que pone énfasis la declaración institucional del Círculo de Empresarios se refiere a la advertencia de que «la legalidad estricta es condición necesaria, pero no suficiente, para que las normas produzcan efectos beneficiosos para la sociedad». Esta admonición es sensata, porque durante todo el proceso de reformas estatutarias, abierto con el Plan Ibarreche y el Estatuto catalán, dándose por inevitable este proceso, la inmensa mayoría de los analistas y comentaristas políticos se conformaban con que al menos ese proceso se ajustase a la legalidad vigente, sin darse cuenta, como hace notar el Círculo de Empresarios, que un proceso así, aun cuando fuera conforme con la Constitución, no tiene por qué ser beneficioso para un país, sino que sus consecuencias, al forzar, aunque «legalmente», la norma fundamental, pueden ser perjudiciales para el conjunto de los españoles, si se debilita al Estado, vaciándole de competencias, si se rompe el consenso político nacional o si se fragmenta o debilita la unidad de mercado.

Si estos efectos extraordinariamente negativos se pueden producir, incluso aun respetando la legalidad, no es necesario decir lo que puede ocurrir cuando, como ha ocurrido en el proceso estatutario en general, y especialmente en el catalán, ello se hace con total desprecio de la legalidad vigente: los efectos precedentes se darán multiplicados y otros adicionales. Con este argumento lo que, en el fondo, viene a señalarnos el Círculo de Empresarios es que en España no había ninguna necesidad de proceder a una segunda generación de reformas estatutarias, pues, como bien se apunta en la declaración de esta institución empresarial, con los Estatutos de la primera generación el Estado español se había dotado de «los más adecuados niveles de descentralización para acercar la administración a los ciudadanos», incluso, añadimos por nuestra cuenta, se había ido demasiado lejos cediendo a las autonomías competencias a las que el Estado nunca debía haber renunciado; a la postre, la segunda oleada de reformas estatutarias sólo se ha realizado para satisfacer la voracidad de las oligarquías regionales o bien abiertamente desleales y traidoras a España en unos casos o bien carentes de patriotismo en otros, con lo que al final la presión disgregadora ejercida sobre la Nación española viene a dar un resultado parejo por causa de la competencia entre todos los corrosivos poderes autonómicos por despojar al Estado de atribuciones.

Aprobado ya el Estatuto catalán, el presidente del Comité de Política Económica del Círculo de Empresarios, el 8 de Octubre de 2006, advirtió de otros dos graves defectos del mentado Estatuto, para entonces ya en vigor y en los inicios de su puesta en práctica, a saber: que acababa con la convergencia entre las regiones y que engendraría desigualdades entre ellas, ya que las comunidades más ricas recibirían más que las pobres. Este doble efecto negativo sería el resultado de la extensión a todas las comunidades del criterio de inversión en infraestructuras recogido en el Estatuto catalán, que estipula que Cataluña deberá recibir por este concepto el mismo porcentaje de su peso en el PIB español (el 18’8%). Si el ejemplo catalán cundiera y las comunidades compitieran entre sí para lograr inversiones según el criterio que a cada una más le convenga (a unas, como a Cataluña, la participación en el PIB nacional, a otras la población, la dispersión o la insularidad), al Estado no le quedaría nada para la vertebración del territorio nacional y la solidaridad entre las regiones.

Para terminar con este cuadro sobre las actitudes del empresariado ante el Estatuto catalán, hagamos una mención a una personalidad que es una auténtica excepción en el mundo empresarial español. Se trata de Alberto Recarte, empresario y ex consejero de Endesa, habitual tertuliano de diversos medios de comunicación, donde habla de asuntos económicos y, cosa rara en un empresario, no rehúsa abordar los asuntos políticos más importantes y polémicos. Merece ser destacado porque es de los pocos empresarios que antepone a su condición de empresario la de ser un ciudadano español, que asume no sólo como un derecho sino como un deber el tomar posición, en los diverso medios de comunicación en que participa, ante cualquier cuestión que concierna al interés nacional, especialmente en tiempos de anormalidad constitucional y política como los que estamos viviendo, sin temor a peder clientes o a decir algo que pueda molestar a los gobernantes, una forma de conducirse que ha sido estigmatizada por los empresarios silentes o serviles –definidos certeramente por Recarte como «muertos civiles», que motu proprio se autoexcluyen del debate político–, tachándolo de «agitador político».

Y en relación con nuestro tema, merece ser destacado porque es el único empresario que ha estado muy cerca de definir y denunciar el proceso estatutario catalán como un proceso de golpe de Estado; no ha llegado a decirlo, pero de sus valoraciones, expuestas públicamente tanto en tertulias radiofónicas como en la prensa escrita, no se desprende otra cosa. Así, en uno de sus escritos más vibrantes, «Los empresarios, ¿muertos civiles?» (Libertad Digital, 25 de Octubre de 2005), una crítica demoledora, como se puede adivinar con sólo leer su título, del silencio cómplice de sectores importantes del empresariado ante el nuevo Estatuto catalán y del aún más cómplice servilismo expreso de otros sectores, como los firmantes de la carta abierta de La Vanguardia, proclama abiertamente y sin tapujos que «vivimos en una situación revolucionaria» en España, de la que echa la culpa a Rodríguez Zapatero, a su Gobierno, al comité ejecutivo del PSOE, al PSOE de Cataluña y a los nacionalistas de CiU y de ERC, por haber decidido aprobar un Estatuto «inconstitucional», y al que antes ha calificado más fuertemente como «anticonstitucional», y por haberlo llevado al Congreso de los Diputados para ser discutido por un «procedimiento anticonstitucional».

En este escrito, sacado a la luz pública cuando el Estatuto hacía apenas unas semanas que había llegado al Congreso, su autor se atreve a adivinar certeramente, hasta el momento, que «allí se modificarán, para la galería, sólo algunos de sus aspectos más llamativamente rupturistas pues confían después en que un Tribuanal Constitucional politizado y controlado por la izquierda y los nacionalistas avalará lo que resulte; digan lo que digan el espíritu y la letra de la Constitución». Lo que nos sorprende es que no lo califique de golpe de Estado, pues, si como él admite, estamos ante un Estatuto manifiestamente inconstitucional o anticonstitucional cuyo procedimiento de tramitación es asimismo anticonstitucional y, por tanto, estamos inmersos en un estado de completa vulneración de la legalidad constitucional, que él mismo valora como una revolución política evidentemente ilegal, no hace falta nada más para hablar de golpe de Estado, y, como veremos, no un golpe de Estado cualquiera, sino uno excepcionalmente grave, como no se ha producido ningún otro en la historia contemporánea de España.

Los sindicatos

Comparados con los dirigentes empresariales de la CEOE o del Círculo de Empresarios, los dirigentes sindicales parecen gentes carentes de cualquier viso de patriotismo. No parece importarles la Constitución ni la unidad nacional, ni si el proceso estatutario en general ni el catalán en particular es constitucional o no y si rompe o no con ésta. A los máximos dirigentes sindicales de ámbito nacional el asunto no les ha merecido dedicarle una declaración institucional o un comunicado oficial a la prensa; se han limitado a hacer manifestaciones sobre la marcha a preguntas de los periodistas en una rueda de prensa cuyo tema era el diálogo social y de paso surgió la cuestión del Estatuto catalán, entonces de candente actualidad. No obstante, su actitud ante el Estatuto catalán se asemeja más, aunque con mucha menos conciencia nacional, a la de los empresarios de las organizaciones empresariales nacionales; correspondientemente la posición de los sindicalistas regionales de Cataluña viene a ser muy parecida a la de los empresarios catalanes, incluso peor que la de algunos organismos empresariales de esta procedencia, que, al menos, hacen referencia, si bien con las consabidas ambigüedades y equidistancias, a la exigencia de constitucionalidad del entonces proyecto estatuario catalán; su servilismo ante el poder político de la Generalidad iguala al de los empresarios firmantes de la carta abierta en La Vanguardia en apoyo del nuevo Estatuto.

Empecemos por los principales dirigentes sindicales en Cataluña. Mientras se estaba pergeñando el bodrio estatutario en la Cámara regional, el 27 de Abril de 2004 los secretarios generales de CCOO y la UGT de Cataluña, Joan Coscubiela y Josep Maria Álvarez respectivamente, se reunieron con el consejero de Relaciones Institucionales de la Generalidad, Joan Saura, para pedirle «el pleno desarrollo del marco catalán de relaciones laborales» y que la Generalidad sea la «administración única» en cuanto a la competencia sobre las relaciones laborales. Así que a los dos representantes sindicales les importa un comino la unidad del mercado laboral español, lo que sólo puede ir en perjuicio de los trabajadores. Por si no estuviera clara su complicidad manifiesta con el poder secesionista de la Generalidad, respaldan sin reservas la propuesta estatutaria –y en todo caso, sus reservas, como las citadas, van en el sentido de un mayor carácter nacionalista disgregador del nuevo Estatuto–, y dando por supuesto su pleno apoyo a éste, sin cuestionar ni por asomo su constitucionalidad, le expresaron al Consejero su deseo de que el Estatuto «llegue a Madrid con el menor rechazo posible o el máximo apoyo».

Más adelante, cuando ya al proyecto estatutario le faltaban poco más de dos semanas para salir aprobado de la Cámara autonómica, los principales sindicatos catalanes, CCOO, UGT y USOC, con motivo de la celebración de la Díada del 11 de Septiembre de 2005, sacaron sendos manifiestos, impregnados del mismo espíritu de nacionalismo secesionista antiespañol exhibido por las cuatro facciones nacionalistas anitespañolas que dominan la política en Cataluña, en los que, para servir mejor los intereses de la casta facciosa, el tema estrella no era otro que la reclamación de un nuevo Estatuto, del que esperan que sea útil para el progreso social, económico y, claro está, para complacer a los amos, no podía faltar la petición de que sea útil para el progreso «nacional» de la Comunidad catalana. Entregados totalmente a la causa de la construcción nacional de Cataluña, impulsada por las cuatro fuerzas secesionistas que promueven el nuevo Estatuto, los sindicatos catalanes, tan facciosos como estas fuerzas, quieren contribuir a la causa del nacionalismo separatista en el terreno laboral y social. No les importa nada, desde luego, ni la Constitución vigente ni la Nación española, pero tampoco les importa nada ni la unidad del mercado laboral nacional ni la igualdad de derechos de todos los españoles ni la solidaridad con los trabajadores del resto de España, con los que parecen estas listos para romper amarras.

Defienden a capa y espada una mejora de la financiación de Cataluña, sin que les quite o perturbe el sueño lo más mínimo el que la financiación que se estaba articulando en el texto estatutario sea claramente insolidaria con las demás Comunidades Autónomas; lo que importa es que permitirá financiar las demandas sociales y laborales de los sindicatos catalanes, aunque ello vaya en detrimento de los demás trabajadores españoles. La consigna del manifiesto de la UGT, «Queremos el Estatuto», o la de CCOO, «Queremos la reforma del Estatuto», a la postre no quiere decir otra cosa sino que los sindicalistas catalanes, como dice el manifiesto de CCOO, demandan «más derechos sociales» para los trabajadores de Cataluña, y allá se las apañen los demás españoles si no disfrutan de los mismos derechos sociales. Esto se ve bien claro en la valoración positiva que en el manifiesto de este último sindicato se hace de la incorporación al texto estatutario de un título sobre derechos y principios rectores, «socialmente avanzado, que amplía los derechos de ciudadanía», sin que les preocupe que algunos de los derechos ahí recogidos, como el de percibir una renta básica, son privativos de los catalanes.

En cuanto a los sindicatos de ámbito general, los secretarios generales de CCOO y de UGT, José María Fidalgo y Cándido Méndez, se manifestaron sobre el Estatuto catalán el 10 de Octubre de 2005 –cuando sólo hacía diez días que había sido aprobado en el Parlamento autonómico catalán y estaba a punto de iniciar su recorrido en el Congreso– desde la óptica del interés general de los trabajadores, no del interés nacional, por lo cual no cabe esperar que mienten para nada ni la defensa de la unidad nacional, expresión que evitan a toda costa como si les produjese alergia y que sustituyen por la palabra «cohesión», ni del régimen constitucional; pero, al menos, a diferencia de las sucursales catalanas de estos sindicatos, se desvelan por la unidad o «cohesión» económica, fiscal, social, laboral y de la caja de la Seguridad Social.

De entrada dan por bueno que se emprenda una campaña de reformas estatutarias para dar un nuevo impulso al Estado de las Autonomías; y como si diesen por hecho que éstas van a traer una reforma constitucional, lo que desde el punto de vista de la legalidad constitucional parece darles igual, establecen unos criterios que se deben preservar en cualquier reforma de la Constitución y de los Estatutos de Autonomía, que son la «cohesión» económica, social y laboral de España y la caja única de la Seguridad Social, como si fuese posible preservar lo uno y lo otro al margen de la organización nacional de España y condescendiendo a admitir el estatus nacional de Cataluña. Si se reconoce que ésta es una nación, ¿por qué, alegará un nacionalista independentista catalán, hay que mantener las susodichas cohesión social, laboral y económica de España y la caja única de la Seguridad Social? Además, Fidalgo considera «inasumible» el modelo de financiación incorporado en el entonces proyecto de nuevo Estatuto catalán, mientras que Cándido Méndez insiste particularmente en la necesidad de preservar la unidad fiscal, la de la caja de la Seguridad Social y de respetar la existencia de un marco estatal unitario de relaciones laborales.

La Iglesia católica

Con la Iglesia católica sucede lo mismo que con el empresariado o los sindicatos: que en su seno no hay una posición unívoca o unitaria ante el reto planteado por el proceso estatutario catalán. También aquí debemos distinguir entre la posición de la Iglesia en Cataluña, manifestada en los comunicados de los obispos catalanes y de la Conferencia Episcopal Tarraconense, y la de la Iglesia española en su conjunto, expresada en los comunicados, notas y documentos difundidos por la Conferencia Episcopal Española, el organismo que la representa oficialmente. Lo primero y más llamativo del asunto, antes de entrar en el contenido concreto de sus respectivas posiciones, es que mientras los obispos catalanes han emitido comunicados donde se han definido ante el Estatuto catalán, la CEE no ha aprobado y hecho público documento alguno para definirse sobre este asunto, de forma que su posición hay que inferirla indirectamente a partir de documentos sobre temas más generales (como la unidad de España y los nacionalismos) pero elaborados y difundidos en el contexto del proceso estatuario catalán, y más directamente, pero elusivamente, en las declaraciones de los miembros más prominentes e influyentes de la CEE.

Esta inhibición de la CEE sorprende, en primer lugar, porque esta institución frecuentemente repite que la Iglesia, atendiendo a su finalidad moral, amén de religiosa, tiene no sólo el derecho sino el deber de hacer consideraciones morales sobre los asuntos más importantes de la vida pública. Y ¿qué asunto más importante en la vida pública puede haber en la sociedad española actual que la amenaza que supone para la unidad nacional y la Constitución el nuevo Estatuto catalán? En segundo lugar, sorprende por el doble hecho de que la Iglesia ha sido un agente fundamental en la configuración de España como una unidad política, religiosa y cultural, y de que a la vez se ha beneficiado de esta unidad que le la servido de plataforma para su actividad religiosa, moral y cultural tanto en el territorio peninsular e insular como en todo el territorio de lo que fue el Imperio español. Cabría, pues, esperar un mayor compromiso por parte de las elites dirigentes de la Iglesia española en la defensa de la Nación y la Constitución españolas no sólo en términos generales, sino en el específico caso del Estatuto catalán en tanto supone un desafío de hondo calado para la preservación de España como Nación soberana de ciudadanos libres e iguales en todas sus regiones. Advertido esto, empecemos por examinar la actitud de los prelados catalanes ante la cuestión estatutaria.

Éstos, como acabamos de decir, lejos de inhibirse, se han pronunciado sobre ella, pero no para salir en defensa de la unidad nacional y de la Constitución, ni para llamar la atención sobre la inconstitucionalidad de la norma estatutaria, ni menos aún para denunciar el proceso estatutario como un proceso golpista o que es un producto de la ideología del nacionalismo secesionista o siquiera, dicho más suavemente, del nacionalismo excluyente, sino para darle su espaldarazo, salvo al articulado que entra en conflicto con la ética cristiana y sus valores educativos. Esto, para quienes conozcan someramente la historia reciente de la Iglesia en Cataluña, no es ninguna sorpresa, ya que, desde hace muchos años, su cúpula dirigente, y sin duda un sector importante del clero catalán, se comprometió de forma militante con el nacionalismo secesionista (lo denominamos así, para evitar confusiones, porque, contra lo que algunos quieren creer, los nacionalismos de ámbito regional tanto en Cataluña como en el resto de España son secesionistas en cuanto a su objetivo final). Por si ello no estuviera claro, en un documento del 27 de Diciembre de 1985, titulado Las raíces cristianas de Cataluña (en catalán: Les arrels cristianes de Catalunya) los propios obispos de Cataluña hicieron pública su profesión de fe nacionalista catalanista, cuyo primer artículo de fe pasa por la proclamación de Cataluña como nación, como «realidad nacional», que posee una historia anterior a la formación del Estado español, además de una cultura y lengua propias, y el segundo, por la definición de España, a la que su odio les impide nombrar, como un «Estado plurinacional». He aquí el pasaje clave del documento:

«Como obispos de la Iglesia de Cataluña, encarnada en este pueblo, damos fe de la realidad nacional de Cataluña, labrada a lo largo de mil años de historia, y también reclamamos para ella la aplicación del magisterio de la Iglesia: los derechos y valores culturales de las minorías étnicas dentro de un Estado, de los pueblos y nacionalidades, deben ser respetados e, incluso, promovidos por los Estados, los cuales de ninguna manera pueden, según derecho y justicia, perseguirlos, destruirlos o asimilarlos a una cultura mayoritaria. (…) Los pueblos que, como el de Cataluña, tienen conciencia de su historia anterior a la formación del Estado y mantienen, junto a esta conciencia, una cultura y lengua propias que no son las mayoritarias del Estado, guardan viva la convicción de que no provienen de la división administrativa de un Estado-Nación, sino que son un componente con personalidad propia de un Estado plurinacional».

Obsérvese cómo la apología del nacionalismo catalán se lleva a cabo a través de la más completa falsificación de la historia de Cataluña (y de paso de la de España), así como de la realidad política, cultural y lingüística de la Cataluña actual, muy diferente de la ficticia Cataluña de su falsificadora fantasía nacionalista, lo que no deja de llamar la atención cuando los responsables de perpetrar esta fechoría pertenecen al alto clero de una institución que tiene a gala la entrega al servicio a la verdad, pues la verdad, de acuerdo con el Evangelio de san Juan, os hará libres; con prelados así, que prefieren formar esclavos del nacionalismo catalán alimentados en el odio a España, a su historia y a la cultura y lengua españolas, en vez de ciudadanos cristianos que aman a España y a Cataluña como una de sus partes integrantes, la Iglesia católica no necesita más enemigos.

En cuanto a la historia, Cataluña no tiene una historia «propia», en el sentido de independiente de entidades políticas más amplias; los propios obispos reconocen que la historia supuestamente «propia» de Cataluña es, en todo caso, anterior a la configuración definitiva de España como unidad política en el reinado de los Reyes Católicos, pues a partir de entonces la historia de Cataluña es sólo una parte integrante de la historia común de España hasta el presente; pero antes de esto, tampoco existe tal historia «propia» de Cataluña, puesto que desde su origen o bien formó parte como «marca hispánica» del Imperio carolingio durante los primeros siglos de su existencia o bien como parte del reino de Aragón, salvo durante dos siglos –desde Borrell II (954-992), el primer conde de Barcelona que ya es independiente, hasta Ramón Berenguer IV (1131-1162), pero la unificación del territorio, que hasta el siglo XIII no se llamó Cataluña, no quedó realizada hasta la primera mitad del siglo XII, en tiempo del conde Ramón Berenguer III el Grande (1096-1131) y del mentado Ramón Berrengue IV, quien acabó de reconquistar las tierras de Cataluña, apoderándose, entre otros lugares, de Tortosa (1148) y Lérida (1149), pero justo nada más terminar de unificarse unió su destino a Aragón a través del matrimonio de Ramón Berenguer IV con Petronila, heredera de Aragón –en que fue un condado independiente, que prefirió, y esto es lo que importa, integrarse en Aragón en vez de mantenerse como entidad independiente.

Otro tanto puede decirse de la cultura y lengua que los obispos califican de «propias» de Cataluña; ésta no posee una cultura propia exclusiva, independiente de la cultura común española, la cual es asumida como propia por la inmensa mayoría de los catalanes, salvo por los fanáticos nacionalistas que la desprecian por delirio ideológico y no por la realidad cultural de Cataluña, cuya cultura tanto en español como en catalán es una muestra de la común cultura española; de hecho, la lengua española, que es también lengua propia de Cataluña y en mayor medida que la propia lengua catalana, ya que es lengua materna tanto de los catalanes procedentes de la emigración del resto de España, como de los catalanes nativos (los hijos de una familia catalanohablante, incluidos los hijos de padres nacionalistas, aprenden también en su casa el español, no en la escuela, como se aprende una lengua extranjera, como el francés o el inglés) es la lengua mayoritaria de la cultura hecha por catalanes, en la prensa (los dos periódicos de mayor tirada en Cataluña se escriben en español), en los medios de comunicación televisivos y radiofónicos y en literatura, sin perjuicio de la importancia de las manifestaciones culturales producidas en catalán, que no por ello dejan de ser expresión de ideas y valores compartidos con el resto de los españoles, con algunas excepciones en que se busca la ruptura con la cultura española. Y si no posee una cultura homogéneamente diferenciada de la del resto de España, sino que en todo caso su mayor grado de homogeneidad, como acabamos de ver, precisamente coincide con lo que tiene en común con el conjunto de la cultura española de la que forma parte, no puede decirse que sea siquiera una nación en un sentido cultural.

Precisamente, el propio proyecto de construcción nacional de Cataluña impuesto y promovido por los gobernantes catalanes, un proyecto que se propusieron elevar al rango de ley con su incorporación al preámbulo de la propuesta de de nuevo Estatuto, aunque en el texto definitivo quedó descabalgado, es una prueba factual que autorrefuta la pretensión nacionalista de que Cataluña es una nación, pues una nación que necesita construirse no es una nación real, sino un proyecto de nación en las mentes delirantes de los fanáticos nacionalistas. Las naciones efectivas, como España o Francia, tanto en un sentido histórico o cultural como político, no necesitan construirse, sino sólo, supuesta su construcción como resultado de un multisecular proceso histórico, continuar desarrollándose, preservarse y perdurar.

Para quienes, como los obispos catalanes, el magisterio de la Iglesia es de primera importancia –ya hemos visto cómo en el pasaje arriba citado los prelados invocan la aplicación del magisterio eclesial a la cuestión nacional en relación con Cataluña–, hay que recordarles que Juan Pablo II, quizás el Papa que más hablado en diversos foros internacionales del tema nacional, así en el Discurso en la sede de la UNESCO (2/6/1980), en el Discurso al Cuerpo Diplomático (14/1/1984) y en el Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas (5/10/11995), define la nación en términos esencialmente culturales («La nación es la gran comunidad de los hombres que están unidos por diversos vínculos, pero sobre todo, precisamente, por la cultura», dice en el primero de los discursos), nación que luego podrá ser política, dotada de soberanía política, o no serlo, esto es, ser meramente una nación cultural, cuyos derechos, no a la autodeterminación, salvo las naciones colonizadas u oprimidas, sino a la existencia, a la propia lengua y cultura, y a modelar su vida según las propias tradiciones, de los que habla en su discurso en la ONU, se fundan, nos dice en su Discurso al Cuerpo Diplomático, en la «cultura homogénea de los pueblos». Pues bien, ni de acuerdo con el magisterio de la Iglesia sobre la idea de nación como nación cultural sin soberanía política se puede decir que Cataluña sea una nación, ya que, lejos de poseer una cultura homogénea, ésta es heterogénea, cuenta con dos lenguas propias, de las cuales encima, para disgusto de los prelados separatistas, la mayoritaria es la lengua común a todos los españoles, y la mayor parte de las creaciones y actividades culturales en Cataluña, a pesar de todas las prohibiciones, limitaciones y hostigamiento de que son objeto, se hacen en español, sin perjuicio de que no todas las que se hacen en catalán se realicen en clave antiespañola.

No es de extrañar que con estos antecedentes doctrinales, los prelados catalanes diesen un paso más y convirtiesen esta profesión de fe nacionalista catalanista en un programa de actuación, no naturalmente en el ámbito político, que queda fuera de su jurisdicción (aunque ciertamente les complace proporcionar alimento ideológico al nacionalismo político), sino en el ámbito de su jurisdicción eclesiástica y religiosa, desarrollando aquí una forma de nacionalismo católico separatista, paralelo a la lucha permanente de los políticos nacionalistas por la segregación paulatina, pero incesante, de Cataluña de España, un programa de nacionalcatolicismo independentista a la catalana cuya meta es la separación de la Iglesia catalana de la Iglesia española, que naturalmente cuenta con el apoyo de las facciones nacionalistas secesionistas. Paralelamente al reconocimiento en el documento citado de los «derechos colectivos» de Cataluña como nación, los obispos de las diócesis de Cataluña reunidos en el Concilio Tarraconense de 1995 reclamaron la creación de la Conferencia Episcopal de Cataluña como órgano directivo de la Iglesia catalana independiente de la Conferencia Episcopal Española, puesto que «las características peculiares de nuestras diócesis catalanas, su común historia y la identidad cultural como país, piden que estas iglesias se integren en una unidad pastoral interdiocesana». Los prelados catalanes manifestaban así que, en el terreno eclesiástico, no querían ser españoles, bien es cierto que su petición hasta ahora ha quedado en nada, ya que el Vaticano no ha aprobado la segregación de las diócesis catalanes de la CEE, sino simplemente su constitución como «región eclesiástica» dependiente de la CEE.

Con unos antecedentes de esta guisa en lo político (reclamación de la consideración de Cataluña como nación y de España como un estado plurinacional) y en lo eclesiástico (reclamación de una organización de la Iglesia en Cataluña como una entidad segregada de la común Iglesia española) no puede causar ya asombro el que la elite eclesiástica catalana haya recibido con manifiesta satisfacción, por no decir alborozo, el nuevo Estatuto catalán por lo que, en el terreno político, cultural y lingüístico, supone de ruptura con España y de avance significativo en el proceso de lenta, pero hasta ahora no parada, independencia de Cataluña. La Conferencia Episcopal

Tarraconense, que agrupa a diez diócesis catalanas, en un escueto comunicado de prensa, Nota sobre el proyecto de Estatuto de Cataluña, emitido el 29 de Septiembre de 2005, cuando faltaba un día para su aprobación, congruentemente no ponía reparo alguno a los aspectos políticos más conflictivos, en realidad anticonstitucionales, sino que lo juzgaban, a pesar de todo, como un proyecto globalmente positivo, al que prestan su apoyo por lo que contribuye a impulsar «la lengua y cultura propias de Cataluña», lo que significa un respaldo tácito al programa de construcción nacional de Cataluña a través de la cultura en catalán y a la imposición del deber de conocer el catalán, y al enderezamiento de la economía del país, lo que entraña también un apoyo tácito a la insolidaria financiación de Cataluña regulada en el Estatuto. Las únicas sombras que, según los obispos catalanes, ensombrecen el entonces proyecto estatutario, son las que perciben en los artículos que contrarían la visión cristiana del matrimonio, de la familia y de la educación, ámbito éste último en el que ven peligrar «la libertad de los padres a poder escoger una escuela para sus hijos acorde con sus propias convicciones». Sin embargo, todo esto no les impide considerar el Estatuto como positivo en su conjunto, ni siquiera lo obstaculizan otras sombras que otros obispos perciben, como el de Sant Feliu de LLobregat, Agustí Cortés, que ve en el Estatuto una legalización encubierta del aborto libre. No se lo impiden, porque a la postre incluso a los obispos catalanes, como les sucede a los políticos de este origen, les importa más el nacionalismo catalanista que sus propias convicciones religiosas, éticas y morales, de forma que en el conflicto entre el uno y las otras normalmente acaban sacrificando éstas últimas en el altar del nacionalismo catalanista.

En otro breve comunicado, Nota sobre el Estatuto de Cataluña, hecho público el 27 de Abril de 2006 por los obispos catalanes convocados a la reunión, habida muy apropiadamente en Montserrat, de la Conferencia Episcopal Tarraconense, y posterior a su aprobación en el Congreso de los Diputados, se mueven en una línea similar. Vuelven a valorarlo positivamente por todo lo que aporta al progreso del autogobierno en Cataluña y expresan hipócritamente su deseo de que, si se aprueba definitivamente, se aplique con generosidad, con atención a las necesidades reales de Cataluña y con solidaridad fraterna y respeto mutuo entre los ciudadanos de Cataluña y los del resto de España. Ni una referencia a la Nación y a la Constitución españolas. Eso sí, de nuevo reiteran su preocupación por los artículos estatutarios que atentan contra el humanismo cristiano, en asuntos sensibles como el matrimonio, la familia, la dignidad de la persona humana, la libertad de enseñanza y el respeto por los débiles, especialmente los no nacidos y los enfermos terminales, asuntos en los que los demás obispos españoles obviamente coinciden con ellos.

Como decíamos, la Conferencia Episcopal Española, a diferencia de los prelados catalanes, no se ha pronunciado como tal acerca de un asunto tan grave para la convivencia nacional, como es el reto que supone para la unidad nacional y la Constitución la aprobación del nuevo Estatuto catalán. Si se quiere, se puede decir que se ha pronunciado sobre éste de una forma indirecta, pero no de frente, y encima lo ha hecho tarde, cuando ya el Estatuto estaba en vigor, mediante una instrucción pastoral, Observaciones morales ante la situación actual de España, publicada el 23 de Noviembre de 2006, en que los obispos, al hablar de la unidad de España, tienen como referencia o telón de fondo el embate del Estatuto catalán y, al salir en defensa de la unidad de España como un bien común, parece como si estuviesen advirtiendo que la entrada en vigor del nuevo Estatuto catalán unos meses antes pudiese suponer una amenaza del nacionalismo secesionista catalán para ese bien común que es la unidad de España. El mensaje llegaba tarde; si se hubiese hecho público cuando el Estatuto catalán estaba en fase de proyecto en las Cortes habría sido más oportuno, si no más eficaz, este llamamiento sobre la unidad de España como bien importante que se debe preservar. Esa tardanza, al tiempo que revela las dificultades de los obispos en llegar a un acuerdo sobre el tema, lo convirtió en algo meramente testimonial.

No obstante, algunos prelados, por su cuenta, se habían definido antes sobre el asunto, pero siempre soslayando hacer menciones expresas a los contenidos más conflictivos del nuevo Estatuto en el terreno político. Cuando éste inició su curso en el Congreso en el Otoño de 2005, también comenzaron ya a arreciar las declaraciones de algunos altos prelados de la CEE sobre la unidad de España como bien moral o parte fundamental del bien común, asunto que terminaría convirtiéndose, como acabamos de indicar, en el tema estrella de la mentada instrucción pastoral. El primero en manifestarse públicamente en un foro importante fue el cardenal-arzobispo de Madrid, Rouco Varela, entonces ex Presidente de la CEE, en una conferencia pronunciada en el Club Siglo XXI, el 27 de Octubre de 2005, apenas unas semanas después de la recepción en el Congreso del proyecto estatutario catalán, titulada España y su futuro. La Iglesia Católica, cuyo hilo argumental sobre la realidad histórica de España como unidad política y cultural y como un bien que el católico está obligado a preservar anticipa la argumentación de la pastoral de la CEE. Luego de resaltar la gran contribución del catolicismo a la configuración histórica de España, hasta el punto de que lo católico la ha marcado de forma inconfundible hasta hoy, proclama que el primer servicio que la Iglesia católica debe prestar a la sociedad española es el de «un compromiso permanente con el principio de solidaridad entendido y aplicado al problema de la unidad de España con toda la hondura de las exigencias de la caridad cristiana» y concluye su conferencia anunciando que la Iglesia, que quiere estar presente en el futuro de la realidad histórica de la España contemporánea con la misma dedicación con que lo estuvo en su pasado histórico, no dejará de orar por España para que, amén de que conserve viva la herencia de la fe y de la cultura enraizada en la tradición cristiana, «mantenga viva la unidad solidaria de todas sus gentes, de todos los españoles» y, siguiendo el modelo de Juan Pablo II que proponía una gran oración por la guarda efectiva de la identidad cristiana y la unidad de Italia, Rouco Varela propone similarmente una gran oración por España, por la guarda de su identidad cristiana y por su unidad.

Ni una referencia directa al desafío estatutario catalán y a la estela de reformas estatutarias desatadas por éste. Sí hay una referencia velada a ello, cuando el cardenal-arzobispo advierte sobre las «sombras» de la política española actual y la primera de esas «sombras» en su enumeración es el debilitamiento de la «solidaridad en la configuración de la unidad de España y de los españoles». Meses después, a primeros de Junio de 2006, en un acto de presentación de su libro España y la Iglesia Católica, se refirió directamente a las reformas estatutarias, incluso al Estatuto catalán entonces en trance de someterse a referéndum y al ser preguntado sobre ello, responde, en una línea semejante a lo antedicho, que ve en su Título primero, amén de una amenaza para derechos fundamentales, una amenaza similar para «el principio de solidaridad», se sobreentiende que de Cataluña con el resto de España y por tanto del debilitamiento de la unidad entre los españoles. De forma más manifiesta, a mediados de ese mismo mes, en una entrevista con ocasión de otro acto de presentación del mentado libro, Rouco Varela, frente al riesgo de la oleada de reformas estatutarias para la unidad de España, hace una encendida defensa de ésta como un gran bien moral que un ciudadano español y un católico en particular tiene el deber de preservar, incluso de ampliar y potenciar:

«Creo que la realidad y la unidad de España son un valor previo al ordenamiento jurídico positivo. España se ha vertebrado como una comunidad humana cultural y jurídicamente desde tiempo inmemorial. ¿Cómo va a decir un cristiano que le es igual que eso se rompa? ¿Cómo no va a afirmar, por exigencias del amor cristiano, que tiene el deber de favorecer y consolidar esa unidad? Incluso ampliarla, si es el caso, a otros ámbitos de mayores realizaciones del bien común. Constituiría una gran contradicción sostener un discurso ético en relación con el bien de la unidad de Europa y negar el bien previo de la unidad de España. La caridad cristiana…respecto a España, implica valorar su unidad y la cooperación de todos en torno al bien común como un gran bien que no se debe perder. ¿Cómo se puede configurar después desde el punto de vista jurídico positivo? Eso es una cuestión éticamente abierta».

Por las mismas fechas, el 6 de Julio de 2006, el entonces Vicepresidente de la Conferencia Episcopal Española y arzobispo primado de Toledo, Antonio Cañizares, en una entrevista en La Mañana de la Cadena COPE, insistía, en la misma onda que Rouco Varela, en la idea de la unidad de España como un bien moral («Es un bien moral que estemos unidos, que tengamos una tradición común, que vivamos en una solidaridad de muchos siglos, es un bien moral que vivamos en una historia común compartida») y expresaba su preocupación por el hecho de que en «la situación que estamos viviendo», una referencia velada a las reformas estatutarias en marcha encabezadas por el nuevo Estatuto catalán al que le faltaban pocos días para ser sometido a referéndum, esa unidad se estaba debilitando. A finales de ese mismo mes, el 27 de Julio, de nuevo en una entrevista en la COPE, denunciaba de una forma más directa, en clara referencia a las reformas estatutarias, que España « se disgrega», «se fragmenta, « se reconstruye», que sobre todo con los nuevos Estatutos catalán y andaluz «se ha producido una aceleración vertiginosa del proceso de desmembración territorial», un proceso de desmembración que, según su interpretación, «parece ir paralelo a un debilitamiento de la convergencia de las leyes con las exigencias de la moralidad católica», tesis que se ha de entender a la luz de la idea del arzobispo sobre la interacción histórica entre España y la Iglesia, en cuyo curso la Iglesia ha sido a la vez, según él, agente de su unidad y beneficiaria de ella, lo que finalmente le lleva a declarar que la unidad de España ha sido históricamente un bien moral y que hoy en día seguía siendo un bien que se debe preservar.

Apenas unas semanas antes, los obispos andaluces lograron hacer lo que el episcopado español en su conjunto había sido incapaz, y continuaría siendo incapaz de llevar a cabo. Mientras éste rehuía definirse públicamente sobre el Estatuto catalán y demás reformas en marcha, como era su deber moral, el episcopado andaluz sacaba a la luz pública un comunicado en el que expresaba su preocupación por las consecuencias que la reforma del Estatuto de Andalucía, que recientemente había aprobado el Parlamento andaluz, pudiera tener para las personas y familias andaluzas, y que, a renglón seguido, someten a crítica. Denuncian sucesivamente su carácter intervencionista, que entraña una legalización encubierta del aborto y la eutanasia, que desprotege a la familia y erosiona al matrimonio, al equiparar con él otros tipos de uniones, y que en el campo de la educación la definición de la enseñanza como laica y el protagonismo concedido a la Administración y a la escuela de titularidad pública podrían poner en peligro libertades y derechos fundamentales para las personas. Pero, en relación con nuestro asunto, lo más importante de la nota obispal es el punto 8, en que los prelados andaluces tienen la valentía de criticar la definición de Andalucía como realidad nacional en el preámbulo estatutario, una crítica, que, como es habitual en el episcopado español, se realiza desde la perspectiva moral de la consideración de la unidad de España como un bien moral de valor incalculable, y de lanzar una advertencia sobre los gravísimas daños que el debilitamiento o quiebra de la unidad de España pudiera suponer para el bien común:

«La redacción del Preámbulo del Estatuto suscita en nosotros honda preocupación. La definición de Andalucía como realidad nacional relativiza un bien moral indudable como es la unidad históricamente lograda de España como nación durante siglos. Esta unidad, reconocida por la Constitución de 1978, ha entrelazado en forma tal los bienes materiales y espirituales de todos los españoles y su recíproca dependencia, que su debilitamiento o quiebra pudiera conducir a un daño de consecuencias imprevisibles irresponsablemente infligido al bien común, al cual debe supeditarse cualquier ordenamiento jurídico».

Sólo un reparo tenemos que hacer a la nota de los obispos de las diez diócesis andaluzas y es que parecen dar más importancia a los riesgos que pueda entrañar para las libertades y derechos de las personas la definición de la enseñanza pública que el debilitamiento o quiebra de la unidad de España que la definición de Andalucía como realidad nacional pueda producir. En la nota, para destacar especialmente lo primero, el párrafo que se le dedica, el 6, va escrito íntegramente en rojo; no se da el mismo tratamiento a lo segundo en el párrafo 8, que va en letra negra normal.

El episcopado español, por su lado, ante la inquietante situación de emergencia nacional suscitada por las reformas estatutarias y particularmente por la aprobación del Estatuto catalán y su ratificación en referéndum y a la vista del actual proceso de debilitamiento de la unidad de España en todos los órdenes, no sólo político y jurídico, sino también moral y afectivo, se siente llamado a dar una respuesta y para ello se reúne en Asamblea plenaria extraordinaria, la segunda de su historia, los días 21 y 22 de Junio de 2006, para examinar, desde una perspectiva moral, la situación actual de España, religiosa, cultural, social y política, pero el tema principal es la esperada declaración de la CEE sobre la defensa de la unidad de España como un bien moral o parte fundamental del bien común.

La mayoría de los obispos está a favor de un pronunciamiento claro y contundente de la CEE sobre la unidad de España como bien moral, una mayoría liderada por Rouco Varela y Antonio Cañizares, Vicepresidente de la CEE; pero hay una minoría reaccionaria de obispos, vascos y catalanes, insensibles, por decirlo suavemente, a la unidad de España, como el presidente a la sazón de la CEE, monseñor Blázquez, obispo de Bilbao (como presidente de la CEE nunca defendió públicamente el bien moral de la unidad de España) o sencillamente proclives al nacionalismo secesionista, como el arzobispo y cardenal de Barcelona, Martínez Sistach, el obispo de San Sebastián, monseñor Uriarte, coautor, junto con Blázquez y el obispo de Vitoria, de la infame pastoral conjunta del episcopado vasco Preparemos la paz, del 1 de Junio del 2002, favorable al nacionalismo secesionista vasco y comprensiva del terrorismo etarra, en la que se muestran preocupados por la ilegalización de la facción proetarra Batasuna, parte del entramado cómplice del terrorismo etarra, lo que no obsta para que lo condenen retóricamente, no sin advertirnos sobre las «consecuencias sombrías que prevemos como sólidamente probables» que tal medida pueda provocar, como el deterioro de la convivencia y una agudización de la división y enfrentamiento sociales; y no se privan de pedir a sus feligreses que distingan el nacionalismo del terrorismo, como si los terroristas etarras no fuesen fervientemente nacionalistas secesionistas antiespañoles y como si los nacionalistas secesionistas antiespañoles, como el PNV y otras facciones de esta siniestra ideología, no comprendiesen y apoyasen a los primeros; y de instruirles en que ser nacionalista o no serlo es un asunto de convicciones personales, como si no fuese profundamente inmoral intentar romper tu Patria y no tuviese todo español el deber de defender a España, lo que a cualquier ciudadano bien nacido y decente no hace falta que se lo recuerden, pero por si hace falta hasta la propia Constitución, en un artículo del que se habla poco, lo recoge y lo convierte en un deber no sólo moral, sino también político: «Los españoles tienen el derecho y el deber de defender a España» (art. 30.1).

Sin embargo, la Asamblea concluyó sin que el episcopado llegase a alumbrar un documento pastoral sobre el asunto que les convocaba y sobre el que estuvieron debatiendo durantes dos días. El debate y el documento pastoral se aplazaron hasta el Otoño. El mero hecho de que los obispos reflexionasen en la reunión de Junio sobre la unidad de España y de que pensasen aprobar una instrucción pastoral sobre ello más adelante suscitó, no obstante, de inmediato la reacción de veintisiete personalidades representativas del nacionalismo secesionista catalán, sin duda alarmadas e iluminadas por los obispos catalanes afines a éste y alérgicos a la unidad de España, no digamos a su unidad como Nación. Entre esas personalidades estaban Artus Mas, Durán i LLeida, Manuela de Madre y el obispo emérito de Gerona, Juame Camprodon. En una carta abierta critican a la Conferencia Episcopal Española por intentar sancionar la unidad de España como un bien moral en un documento episcopal; afirman allí que «la supuesta unidad [de España] no es un bien pastoral sino una propuesta política» y que la reivindicación de la unidad de España significaría expulsar a una parte de los católicos que no comulgan con una «visión unitaria y centralista», en virtud de lo cual terminan pidiéndoles que no aprueben la nota o documento, lo que sería un atentado contra «la mayoría del Pueblo de Dios que peregrina en Cataluña» y contra el magisterio de los Papas, especialmente el del Juan Pablo II. Los traidores a España suplican al episcopado español que traicione a su país.

Sólo unos traidores a España pueden alarmarse ante la definición de la unidad de España como bien moral y disparatar de este modo. La unidad de España es ciertamente una propuesta política, pero antes que eso es una realidad política, no una ficción como la nación catalana, una realidad, que en su delirio osan menoscabar o negar al hablar de la «supuesta unidad [de España]» y el que sea un realidad y propuesta política no es incompatible con ser un bien pastoral, pues si es un bien moral, y un bien moral de gran importancia, es a la vez un bien pastoral y por tanto la Iglesia no cumpliría con su deber si renunciara a defender como bien pastoral lo que es un bien moral, como lo es el bien político de la unidad de España, a cuya formación ella misma ha contribuido a lo largo de su historia. Confunden además el reconocimiento del bien moral de la unidad de España con el centralismo, aunque ciertamente toda unidad política, incluso la del Estado más descentralizado del mundo implica un cierto grado de centralismo, pues de otro modo no habría Estado que por definición implica centralización; pero la mención al centralismo es en realidad un queja contra la unidad de España que es lo que les molesta. No les molesta, en cambio, el centralismo de la Comunidad Autónoma catalana en que las instituciones fundamentales de la Generalidad y de la Administración autonómica están concentradas en Barcelona, y menos aún les molestaría el centralismo de Barcelona en una Cataluña independiente. Pero ya se sabe que a los separatistas de turno no les importa que su región sea una Comunidad Autónoma centralista o que lo fuera si hipotéticamente se transformase en un Estado independiente, pero a España no se le perdona la vida, no debe ser nada, ni unitaria ni centralista ni descentralizada, sino desmembrarse en naciones soberanas, empezando, claro está, por la catalana.

Por otro lado, es ridículo sostener que la defensa de la unidad de España como bien moral expulsa a una parte de los católicos, se entiende que nacionalistas antiespañoles, de la Iglesia o que es un atentado contra ellos; esto es tan absurdo como decir que la Iglesia expulsa de su seno a los católicos abortistas cuando proclama que la práctica del aborto es un mal muy grave; la Iglesia anuncia una verdad moral cuando declara como bien moral la unidad de España y si eso molesta o hiere a los oídos de los católicos nacionalistas y quisieran que no se les anunciase ese mensaje es que ni son buenos españoles ni buenos católicos y son ellos, por tanto, los que se alejan de la Iglesia y desde luego de España, al menos moral y afectivamente aunque vivan en ella. Además, es totalmente falsa su afirmación de que la valoración de la unidad de España como un bien moral es contraria al magisterio de los Papas y especialmente el de Juan Pablo II; la doctrina social de la Iglesia sólo admite el derecho de autodeterminación política para la independencia en los casos de una colonización o un invasión injusta y más atrás vimos cómo Juan Pablo II oraba por la unidad de Italia.

Por último, la carta, amén de una muestra de la vileza moral de quienes exhiben de esta manera su traición a España, refleja el manifiesto cinismo de sus firmantes, los cuales al tiempo que alaban el reconocimiento de la realidad nacional de Cataluña en el documento episcopal «Raíces cristianas de Cataluña», de 1985, que ya citamos más arriba, rechazan la posibilidad de que el episcopado español declare en un documento pastoral la unidad histórica de España como un bien moral que se debe proteger y preservar. ¿Rechazarían igualmente un documento en el que se declarase la unidad histórica de Cataluña como un bien moral calificándola de propuesto política y no pastoral? ¿O más bien pondrían el grito en el cielo ante cualquier documento, proceda de donde proceda, que ose cuestionar que la unidad de Cataluña es un bien moral?

Ya bien entrado el Otoño, el 23 de noviembre de 2009, por fin la CEE aprobó la esperada y anunciada instrucción pastoral, ya mentada, Orientaciones morales ante la situación actual de España, con 63 votos a favor, 6 en contra, 3 abstenciones y uno nulo. ¿Qué ciudadanos españoles y católicos más ejemplares los que votaron en contra o se abstuvieron o fueron tan torpes que su voto resultó nulo? Consta de tres capítulos y es en el punto 6 del tercero, «El nacionalismo y sus exigencias morales», donde el episcopado sanciona la doctrina de la unidad de España como bien moral y de acuerdo con ella hace un juicio moral sobre los nacionalismos, pero sin nombrar nunca el Estatuto catalán ni ningún otro. En lo que tiene de juicio moral de los nacionalismos esta pastoral viene, en realidad, a continuar y completar la doctrina expuesta en la instrucción pastoral Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias del 3 de noviembre de 2002, en la que se condenaba como inmoral el »nacionalismo totalitario», al que se considera como «matriz del terrorismo de ETA», y por el cual entienden los obispos la pretensión de que a toda nación le corresponde el derecho a constituirse en Estado sometiendo a las personas a su proyecto impuesto por la fuerza; y también el nacionalismo secesionista, aunque no sea violento, que unilateralmente pretende negar la soberanía de España en una parte de su territorio.

Pero, a renglón seguido, se salva de la condena moral a cierto nacionalismo que supuestamente no tiene como objetivo la secesión y para ello se pone en marcha una definición de nacionalismo vacua y falsa, diseñada ad hoc, justo para complacer a ciertos nacionalismos de ámbito regional y no tener que condenarlos. Así en el punto 31 de la mentada instrucción pastoral se dice que «por nacionalismo se entiende una determinada opción política que hace de la defensa y del desarrollo de la identidad de una nación el eje de sus actividades». De esta manera, los obispos pretenden ignorar que los nacionalismos de ámbito regional activos en España, lo mismo el catalán que el vasco o el gallego, justamente a lo que aspiran es a la secesión de sus regiones, de aquellas donde estas ideologías gozan de cierto arraigo, basándose en el supuesto de que aquéllas son unas naciones y las naciones tienen derecho a la autodeterminación política para la independencia.

Lo que ellos definen como nacionalismo secesionista es lo que cuadra con la realidad de los nacionalismos de ámbito regional en España y no esa vacua definición cuyo referente real es inexistente. Y además, a la hora de la verdad, no tienen en cuenta lo propios criterios de legitimidad moral del nacionalismo como opción política que ellos mismos proponen. Según los obispos, la «opción nacionalista», para ser moralmente legítima, «debe evitar un doble peligro: el primero, considerarse a sí misma como la única forma coherente de proponer el amor a la nación; el segundo, defender los propios valores nacionales excluyendo y menospreciando los de otras realidades nacionales o estatales» (V, párrafo 31). Dejemos aparte el que la Conferencia Episcopal Española condesciende a admitir la existencia en España de naciones culturales, tal como la catalana, la vasca y quizás la gallega. Lo cierto es que ninguno de los nacionalismos de ámbito regional activos en España, ya sea el catalán, el vasco o el gallego, cumplen ninguno de los dos criterios de legitimad moral propuestos por ella. Es un hecho bien constatado que en cualquiera de las regiones donde han gobernado o gobiernan los nacionalistas o su siniestra ideología tiene influencia social y políticamente relevante, se exaltan sus imaginarias naciones excluyendo y menospreciando constantemente la Nación española y hasta la idea misma de España, y se fomenta una política, los mismo desde el gobierno que desde la oposición, de ruptura con todos los lazos de todo orden, político, histórico, lingüístico, cultural, simbólico (el desprecio de los símbolos nacionales de España es constante, hasta el punto de que muchos ciudadanos de tales regiones no se atreven a exhibir públicamente la bandera nacional), jurídico, &c., que unen a sus comunidades con los demás españoles.

¿Qué es lo que de nuevo tiene la nueva instrucción pastoral? La idea fundamental que está en la base de su argumentación y que la dirige: la idea de la unidad de España como bien moral muy valioso; pues las conclusiones respecto a los nacionalismos regionales son las mismas. En el documento anterior ésta era una premisa tácita de la argumentación contra ciertos tipos de nacionalismo. Ahora, la argumentación se construye abiertamente y sin tapujos desde la perspectiva de España, de la unidad de España como una bien moral. Dicho esto, cabe resumir escuetamente el argumento fundamental así: el punto de partida es la constatación de la realidad histórica de la nación española como unidad política y cultural, un punto de partida que se considera necesario para orientar a los católicos en «la valoración moral de los nacionalismos en la situación concreta de España»; ahora bien, la realidad histórica de la multisecular unidad política y cultural de España es un bien muy importante, un elemento fundamental del bien común (ya en la instrucción pastoral de 2002 se hablaba de la unidad de España como «bien común de una sociedad pluricentenaria», aunque en una nota a pie de página, la 37); por tanto, los nacionalismos independentistas no están justificados y son moralmente condenables en el caso de España, pues atentan contra el bien común de su unidad y la convivencia multisecular de los españoles, una convivencia política y cultural multisecular que ha producido un entramado tal de «múltiples relaciones familiares, profesionales, intelectuales, económicas, religiosas y políticas de todo género», que no hay razones que justifiquen la ruptura de estos vínculos.

Sin embargo, no se piense que esta condena moral va dirigida contra todos los nacionalismos actuantes en varias regiones españolas. Como en la instrucción precedente, el episcopado español distingue entre un nacionalismo malo, el separatista, que condenan como inmoral sin reservas, y uno bueno, que consideran moralmente legítimo. El nacionalismo malo tiene como objetivo acabar con la unidad de España; pero el bueno tan sólo aspira, según los obispos, a modificar la articulación política de la unidad de España. Nos gustaría que los obispos nos dijesen cuál de los nacionalismos actuantes en las regiones españolas en las que más conflictos están generando, ya sea en Cataluña o en las Vascongadas o en Galicia, pertenece a ese extraño género del nacionalismo no independentista. Los obispos están, no obstante, dispuestos a legitimar ese imaginario nacionalismo no secesionista: «La Iglesia reconoce, en principio, la legitimidad de las posiciones nacionalistas que, sin recurso a la violencia, por métodos democráticos, pretenden modificar la unidad política de España».

Algunos han interpretado esta frase como una justificación del nacionalismo independentista y no del no independentista y por tanto una contradicción con la recusación moral del independentismo. Quienes sabían que en la instrucción de 2002 el episcopado había recusado el nacionalismo secesionista, incluso aunque por vía pacífica se pretenda lograr el objetivo de la ruptura con España, podían pensar que se estaba dando legitimidad sólo al nacionalismo no secesionista. Para aclarar este punto, Fernando Sebastián, arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela, y Juan Antonio Martínez Camino, Secretario General de la Conferencia Episcopal Española, en un artículo publicado con el visto bueno de ésta (pues en el encabezamiento consta el nombre de esta institución) con el título de «La unidad de España, elemento básico del bien común» el 4 de Diciembre de 2006 en el Abc, nos dicen que «modificar» no quiere decir «romper», que modificar la unidad política de España es algo muy distinto de romperla y, por tanto, lo que la Iglesia aprueba como moralmente legítimo es el nacionalismo no independentista, que no tendría más pretensiones que la de modificar la articulación política de la unidad de España. Y la unidad de España, se dice tanto en la instrucción pastoral como en el artículo de los dos mentados prelados, admite articularse política y jurídicamente según diversas fórmulas posibles que pueden ser igualmente legítimas, si son respetuosas del bien común, y sobre las que la Iglesia no tiene nada que decir, salvo esta directriz general.

La Iglesia condena, pues, sin paliativos la ruptura unilateral de España; pero al decir esto, alguien podría pensar que quizás la Iglesia admite la legitimidad moral de la ruptura multilateral, por acuerdo de todos los implicados. La instrucción pastoral no aborda directamente la cuestión de la legitimidad moral de la eventual propuesta de que la unidad política de España se rompa mediante el consentimiento mayoritario de toda la sociedad afectada, es decir, de todos los ciudadanos españoles. Pero, si bien no se aborda, de la instrucción pastoral, como bien apuntan los prelados antes citados, se desprende una respuesta negativa invocando los mismos fundamentos por los cuales se recusa como moralmente inaceptable la ruptura unilateral de la unidad política de España, que el nacionalismo separatista se propone como meta. Dado que la unidad política de España es un elemento fundamental del bien común de la sociedad española, arguyen los dos prelados, no hay razones que avalen moralmente la ruptura de la misma, aunque sea el resultado de un consentimiento mayoritario de todos los españoles libre y voluntariamente expresado en su voto. Aunque ello se hiciese legalmente, terminan advirtiendo, estaríamos ante un caso de «posible legitimidad legal no sustentada en una base suficiente de legitimidad moral». Por nuestra parte, sólo tenemos que añadir a esto que no sólo sería inmoral la destrucción de España, incluso aunque fuese no ya por acuerdo mayoritario sino unánime de todos los españoles, sino que semejante destrucción sería ilegal, pues, para llegar a ello habría que anular primero la legalidad constitucional vigente, pero es ilegal destruir ésta, la cual sólo es lícito reformar, pero no destruir.

Dos objeciones tenemos que formular a este documento del episcopado. La primera se refiere al tratamiento del supuesto nacionalismo no secesionista; la segunda, a la voluntad tácita de no aplicar su análisis del nacionalismo desde la perspectiva eclesiástica de la unidad política de España al asunto del Estatuto catalán y demás reformas estatutarias, en lo que está claro que no se quieren mojar, quizá para no desairar a sus muñidores. Vamos a hacer, siquiera someramente, lo que los obispos no han hecho, basándonos en sus propias premisas, para mostrar que podrían haber sido más incisivos, sin renunciar a sus principios, si hubiesen puesto más de su parte.

En cuanto al nacionalismo no secesionista, lo primero que debemos decir es que, como señalamos más arriba, carece de referente real, es una entelequia; y no porque de hecho no exista, sino porque no puede existir, pues sencillamente la expresión «nacionalismo no independentista» es un oxímoron, como hablar de madera de hierro. Quien defiende a su región dentro de la unidad nacional de España y antepone el interés nacional al de su región, no es nacionalista, sino regionalista, y en todo caso, aun si fuera posible como posibilidad lógica la idea de un nacionalismo no secesionista, el hecho es que en España no hay formaciones políticas interesadas en defender semejante ideario nacionalista; en Cataluña, las Vascongadas y Galicia, por mencionar las regiones en que más ha arraigado el nacionalismo, lo que hay son facciones nacionalistas secesionistas, no partidos regionalistas. Pero incluso aun aceptando la existencia en España de nacionalismos no separatistas, serían condenables moralmente fundándonos en el principio esgrimido por la Iglesia del bien moral de la unidad de España. En efecto, de acuerdo con la definición por la CEE del nacionalismo no separatista su objetivo es simplemente modificar la articulación de la unidad de España; ahora bien, si la unidad de España es un bien moral, un elemento fundamental del bien común, sólo tiene sentido modificarla, para fortalecerla, esto es, como dice con acierto Rouco Varela, para ampliarla y potenciarla, pues modificarla para debilitarla o disminuirla, sería reducir y menoscabar ese bien.

Y es evidente que las facciones nacionalistas de ámbito regional no se proponen modificar la articulación política para fortalecer la unidad de España, sino para debilitarla (en el supuesto de los nacionalismos no secesionistas); ¿alguien se atreve a afirmar seriamente que hay formaciones nacionalistas no independentistas cuya meta es robustecer la unidad de España? Por tanto, tales nacionalismos no secesionistas son moralmente condenables en la medida que pretenden debilitar la unidad de España y por tanto menoscaban este bien tan importante para los españoles. Ciertamente, un nacionalismo así no sería tan moralmente condenable como el independentista, pero a la postre también es inmoral: tenemos el deber de incrementar y mejorar la unidad política de España y el de evitar su debilitamiento, con el riesgo añadido de que modificar la unidad de España para debilitarla podría suponer una quiebra de la misma.

Y con este razonamiento salimos también al paso de la tesis eclesiástica de que las diversas formas de articulación política de la unidad de España son igualmente legítimas. Nos asombra que una institución, como la Iglesia católica, beligerante en la lucha contra el relativismo, incurra en esta suerte de relativismo político, incompatible con el principio del bien moral de la unidad de España. En efecto, de acuerdo con este principio, será mejor aquella forma de articulación política que preserve y potencie más la unidad política de un Estado que aquella que tienda a debilitarla y a ponerla en riesgo de quiebra. Por tanto, será un bien moral mayor el de un país organizado como una nación en el marco de un Estado unitario que el de una nación ordenada como Estado federal y será aún menor el de un país organizado como una unión confederal de naciones. Aplicado esto al caso de España, donde el punto de partida actual, resultado de un multisecular proceso histórico de interacciones múltiples y crecientes entre los españoles, es el de una unidad muy fuerte que se plasma en su organización como una nación constituida como un Estado unitario descentralizado, cualquier otra forma de articulación política, ya sea la federal y aún más la confederal, sería un retroceso, que equivaldría a debilitarla gravemente e incluso a desencadenar un proceso de desmembración, pues ¿qué sentido tiene desunir para luego unir federal o confederalmente lo que está más profundamente unido como Estado nacional unitario descentralizado?

Todo lo anterior nos deja el camino despejado para abordar la segunda objeción al análisis de la Iglesia católica española de la situación política actual de España, un análisis que tiene como trasfondo el Estatuto de Cataluña y otras reformas estatutarias, como la valenciana o la andaluza, incluso está provocado por este grave asunto, y que, sin embargo, los obispos, aun cuando algunos individualmente, como Rouco Varela o Cañizares, se han manifestado sobre ello, colectivamente han soslayado aplicarlo al proceso estatutario, a pesar de la amenaza que supone para la unidad nacional y la legalidad constitucional. Vamos a hacer lo que la Iglesia no ha querido hacer y que debería haber hecho, que es sacar todas las consecuencias de su análisis al caso del Estatuto catalán. El diagnóstico que se sigue sobre éste de acuerdo con el criterio eclesiástico del bien moral de la unidad política de España es que el nuevo Estatuto catalán es profundamente inmoral, ya que debilita enormemente la unidad de España, en la medida que define a Cataluña como nación, la eleva casi a la categoría de un Estado soberano que mantiene relaciones bilaterales con el Estado central, quiebra la unidad cultural, económica y fiscal de España, poniendo en riesgo el principio de la igualdad entre los españoles y de la solidaridad interregional, &c.

En suma, nuestro principal reproche a la Iglesia, a la que hay que exigirle mucho por la decisiva misión histórica que ha desempeñado en relación con la formación de España como unidad política, cultural, moral y religiosa y, a la vez, como beneficiaria de ello, es que ha evitado extraer todo el potencial crítico que estaba en sus manos poner en marcha en sus consideraciones sobre la situación actual de España en relación con la amenaza que entrañan para su unidad los nacionalismos de ámbito regional, que contra lo que sostienen los prelados españoles, son todos secesionistas, y sobre todo en relación con el Estatuto de Cataluña como principal producto del nacionalismo secesionista de este origen, sin desdeñar por ello la amenaza de otros textos estatutarios. En primer lugar, los obispos, inventándose artificiosamente la vacua idea de un nacionalismo no independentista, han evitado condenar todo nacionalismo de ámbito regional como inmoral en tanto son todos secesionistas; y aunque no lo fueran, siguen siendo inmorales en cuanto no tienen otra mira que la de contribuir al debilitamiento de España, cuya unidad nacional les molesta, no la pueden tolerar y quisieran deshacerla reduciéndola a la muy inconsistente unidad de una unión confederal de naciones, como bien se ve en la Declaración de Barcelona, firmada el 16 de Julio de 1998 por el Bloque Nacionalista Galego, el Partido Nacionalista Vasco y Convergencia i Unió, en la que proclaman su aspiración de articular el Estado español como un Estado plurinacional.

En segundo lugar, los obispos no han tenido la valentía de condenar el Estatuto catalán como gravemente inmoral en tanto debilita profundamente la unidad de España, que queda degradada a la de una unión confederal de la nación catalana con el resto de España, como trampolín hacia la secesión. Tal es el mensaje que deberían haber enviado a todos los católicos españoles y que no han tenido el coraje de defender, aunque muchos de ellos privadamente piensen en estos términos. No obstante, también es justo reconocer que de todas las instituciones españolas, tanto las de la llamada sociedad civil o no políticas como incluso las políticas, ha sido, con diferencia, la Iglesia católica la que mayor preocupación ha demostrado por los potenciales efectos nocivos que los procesos estatutarios, encabezados por el catalán, podrían tener sobre la unidad de España y la convivencia entre los españoles.

También hay que reconocer que durante los años en que estuvo en el centro de la actualidad política el debate sobre el nuevo Estatuto catalán y otras reformas estatutarias lesivas para el porvenir de la Nación española, la COPE, la cadena radiofónica dependiente de la Conferencia Episcopal Española, se ha distinguido más que ningún otro medio de información, ya sea de prensa, radio o televisión, en la denuncia permanente de la manifiesta inconstitucionalidad o anticonstitucionalidad del Estatuto catalán y de la liquidación del régimen constitucional fundado en la Nación española como titular de la soberanía que entraña, así como de las tropelías de los Estatutos valenciano y andaluz, especialmente en los programas de Federico Jiménez Losantos, Cristina López Schlichting y César Vidal, bien es cierto que en ninguno de ellos se llegó a denunciar el carácter de golpe de Estado del proceso estatutario catalán y a sacar de ello las oportunas consecuencias políticas y jurídicas.

Incluso, durante el mandato de monseñor Blázquez como Presidente de la CEE, el trienio 2005-2008, periodo en el que tuvieron lugar los hitos fundamentales del proceso estatutario catalán, así como del andaluz y el valenciano, se mantuvo esa dura y contundente línea informativa en la cadena. Pero asimismo se debe recordar que esa línea informativa concluyó a finales de Julio del año pasado y que a partir de Septiembre la cadena del episcopado dio un viraje en su orientación, que los obispos, con la despedida de Jiménez Losantos y de César Vidal, al tiempo que han cesado en su actitud combativa, diríase que han decidido plegarse y adaptarse a la nueva realidad política traída por el Estatuto catalán de una España confederal y plurinacional, en la que se advierte la connivencia, si no sumisión, ante los nacionalismos antiespañoles, especialmente el catalán, que hasta el momento han salido reforzados.

3. Las instituciones políticas ante el desafío del golpe de Estado estatutario

Damos por supuesto que ante una situación de emergencia nacional como en el presente estamos viviendo en España, en que la propia Constitución y la Nación en que se funda están en peligro, todas las instituciones del Estado están obligadas moral y políticamente a salir en su defensa. Todas ellas tienen ese deber, en primera instancia, por razón del interés nacional; pero casi todas ellas lo tienen además, en segunda instancia, por su propia supervivencia como instituciones de España como Estado nacional, ya que el nuevo Estatuto catalán afecta a la composición de muchas de ellas, en las que se impone una cuota de miembros nombrados por la Generalidad catalana.

Naturalmente, la responsabilidad de pronunciarse ante la situación de emergencia nacional, no es la misma para todas ellas. Distinguimos entre aquellas instituciones cuya acción posee un alcance limitado, pues no tienen el poder de parar la arremetida del Gobierno de Rodríguez Zapatero y sus secuaces los nacionalistas independentistas contra la Nación, como titular de la soberanía, y la Constitución, y aquellos que sí tienen ese poder, que se reducen a tres: el Partido Popular, la Corona y el Tribunal Constitucional, y en ellos centraremos nuestro análisis. Ahora bien, a las instituciones que no tienen más poder que el de pronunciarse públicamente para alertar a la opinión pública de las consecuencias de la aprobación y puesta en marcha del nuevo Estatuto catalán, se les exige al menos una declaración pública, les cueste lo que les cueste. Sin embargo, son muy pocas las instituciones, representantes de las mismas o autoridades, los que se han definido ante las repercusiones que la norma estatutaria catalana acarrearía a aquéllas, que pasamos a nombrar no según el orden de manifestación pública de sus opiniones, todas ellas dadas a conocer al público general en los primeros meses del inicio del proceso estatutario catalán en el Congreso, en los meses de Octubre y Noviembre de 2005, sino según pertenezcan al Estado central –el Gobernador del Banco de España, el Defensor del Pueblo y el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ)– o sean de ámbito autonómico –el Presidente del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco (TSJPV), el Presidente de la Junta de Andalucía, el Grupo parlamentario del PSOE andaluz y el Gobierno de Castilla-La Mancha, secundado por los dos partidos mayoritarios en la región–, cuyos comentarios al articulado estatutario catalán repasamos escuetamente, antes de pasar a ocuparnos de las tres grandes instituciones políticas que podrían haber parado el proceso golpista y han hecho poco o nada por impedirlo.

En cuanto al Gobernador del Banco de España, cargo entonces desempeñado por Jaime Caruana, a primeros de Octubre de 2005 lanzaba una advertencia sobre los previsibles efectos negativos del Estatuto, en caso de salir adelante, sobre el conjunto de la economía española. En particular, advertía que éste puede «debilitar la eficiencia y capacidad» de crecimiento de la economía y por tanto empeorar «el bienestar» de los españoles; asimismo denunció que el mentado Estatuto atenta contra la unidad del sistema financiero, ideas en las que insistirían también más adelante la principal patronal española, la CEOE y por supuesto un sinfín de economistas.

Por las mismas fechas, el Defensor del Pueblo, Enrique Múgica, por su lado, en un comunicado, denunciaba que en el artículo 54 del entonces proyecto estatuario catalán se atribuyen competencias al Síndico de Greuges, especie de defensor del pueblo catalán, que recortan las del Defensor del Pueblo, a quien la Constitución otorga un poder de supervisión de todas las Administraciones públicas, incluida la autonómica, y también se recortan los derechos de los ciudadanos, catalanes o no, a interponer quejas sobre la Administración de la Generalidad catalana ante el Defensor del Pueblo, que ahora pasarían a ser supervisadas por el Síndico de Greuges. El Defensor del Pueblo no se conformó meramente, no obstante, con proferir estas denuncias, sino que, haciendo uso de la atribución que le asigna la Constitución, hizo algo más efectivo, que es interponer un recurso de inconstitucionalidad contra el Estatuto catalán, presentado el 19 de Septiembre de 2006, en el que se impugna la constitucionalidad de la regulación estatutaria en todas las materias clave, como la definición de Cataluña como nación, los derechos históricos, el listado de derechos y deberes, lengua, Síndico de Greuges, justicia, blindaje de competencias y relaciones bilaterales de la Generalidad con el Estado. Es muy incisivo en el desafío a la Nación española que el Estatuto representa; precisamente el primero de los motivos de inconstitucionalidad que analiza el recurso se refiere a la consideración estatutaria de Cataluña como nación, que califica como una «inconstitucionalidad manifiesta», y lanza una llamada de alerta sobre el riesgo de que se erija en modelo para seguir por otras Comunidades Autónomas y se convierta así en el preludio de «la desmembración del Estado autonómico diseñado en la Constitución». El recurso provocó toda suerte de reacciones airadas por parte de gobernantes y dirigentes de todas las facciones nacionalistas catalanas y también por parte del entonces coordinador general de la no menos facciosa Izquierda Unida, que compite con los nacionalistas separatistas en su pugna por la desmembración de España.

El órgano del Estado que más en serio se tomó el asunto del Estatuto catalán, junto al Defensor del Pueblo, fue el CGPJ, que no se limitó a hacer declaraciones, sino que elaboró un informe, Estudio sobre la propuesta de reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña, dado a conocer en Noviembre del mismo año y finalmente aprobado por el pleno del CGPJ el 25 de Enero de 2006, en que se alertaba sobre diecisiete motivos de inconstitucionalidad en el articulado estatutario sobre la Justicia. Sin entrar en detalles, digamos que en ese informe, redactado por el vocal magistrado José Luis Requero, se denunciaban tres elementos fundamentales de inconstitucionalidad: el asentamiento de las bases para la creación de un poder judicial estrictamente catalán, segregado del nacional, la propuesta de crear su propio órgano de gobierno, el Consejo de Justicia de Cataluña, que relega al Consejo General del Poder Judicial a la condición de órgano residual en Cataluña, y la de crear un nuevo órgano judicial, la Sala de garantías estatutarias del Tribunal Superior de Justicia.

El Presidente del TSJPV, Fernando Ruiz Piñero, fue de las pocas autoridades de ámbito regional que se manifestaron públicamente sobre aspectos del Estatuto concernientes a la esfera de sus competencias. Advirtió en una entrevista a ETB sobre el riesgo de politización que acarrearía la creación de Consejos autonómicos del poder judicial, como el que estipula el Estatuto para Cataluña, lo cual es cierto ya que la composición del Consejo de Justicia de Cataluña la determina el Parlamento catalán, con lo cual este organismo viene a ser una especie de satélite colocado en la órbita de los poderes ejecutivo y legislativo de las Generalidad; sin embargo, sorprende que no llame la atención sobre la gravedad de la ruptura de la unidad del poder judicial nacional, al crear un poder judicial exclusivamente catalán, en que el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña se convierte en la última instancia judicial de todas las causas iniciadas en Cataluña.

Ninguno de los Gobiernos autonómicos se manifestó sobre el proyecto estatutario catalán, salvo el de Castilla-La Mancha, con el respaldo de los dos partidos mayoritarios en la región. El Presidente de Castilla-La Mancha, José María Barreda, el entonces Presidente del PP en la región, José Manuel Molina, y Patrocinio Gómez, en representación del PSOE de Castilla-La Mancha, firmaron una declaración institucional, Manifiesto Castilla-La Mancha, publicado el 7 de Octubre de 2005, en el que, luego de hacer una enérgica defensa de la Constitución y de sus pilares fundamentales, tal como la soberanía del pueblo español como base de la misma y de la Nación española como patria común e indivisible de todos los españoles, se advierte, en un mensaje dirigido contra los diputados catalanes responsables de la aprobación del proyecto estatutario, que sólo las Cortes Generales, y sólo ellas, como representantes del pueblo español, tienen la potestad de proponer al pueblo español la modificación de la Constitución, y que, por tanto, «ningún Parlamento, Asamblea o Cortes de ninguna Comunidad Autónoma puede decidir por su cuenta cómo se organiza el Estado español, ni modificar el concepto de Nación española». En el manifiesto se llama la atención asimismo sobre la necesidad de preservar la unidad de mercado, del régimen de la Seguridad Social, de un espacio único de solidaridad entre todos los españoles y de que los Estatutos autonómicos, de acuerdo con la Constitución, no podrán acarrear privilegios económicos o sociales.

Pero por parte del Gobierno castellano-manchego y del Partido Socialista en esta región todo quedó en meras palabras; ni uno ni otro pidieron a sus diputados en las Cortes Generales que votasen en contra de un Estatuto que vulnera los principios constitucionales tan clara y contundentemente defendidos en el manifiesto. Por las mismas fechas, el entonces Presidente de la Junta de Andalucía, Manuel Chaves, se manifestó en defensa de la unidad nacional de España y contra la definición estatutaria de España como una realidad plurinacional, al señalar que «en la Constitución no está recogido que España sea plurinacional y sí plural y diversa, en donde se recogen los hechos diferenciales dentro de la unidad de España». Pero el mismo que decía esto no tardó en cambiar de opinión: después de aprobar el proyecto estatutario catalán en el Congreso, donde se le había sometido sólo a modificaciones cosméticas, empezó a decir que era ya plenamente constitucional e incluso a imitarlo en Andalucía en el momento de definir a ésta en el nuevo Estatuto andaluz como «realidad nacional.

En cambio, ningún parlamento autonómico aprobó declaración institucional alguna alertando sobre el reto a la Constitución y a la soberanía nacional planteado por el nuevo Estatuto catalán. Tan sólo el grupo parlamentario socialista en el Parlamento andaluz promovió, el 5 de Octubre de 2005, una iniciativa no legislativa en éste para que la Cámara andaluza manifieste la necesidad de que el Congreso haga cambios en el «Estatut» para garantizar el respeto a la Constitución. El contenido de la Proposición no de Ley del PSOE es muy parecido al del manifiesto castellano-manchego, aunque su tono no es tan tajante e incisivo como éste, pero igualmente quedó en meras palabras. Ni hubo declaración institucional del Parlamento andaluz sobre el asunto ni los diputados socialistas andaluces dejaron de votar en el Congreso el engendro estatutario catalán. Es más, cuando luego se pusieron a elaborar su propia propuesta de reforma estatutaria no se les ocurrió hacer nada mejor que seguir el modelo estatutario catalán, y no sólo en la definición de Andalucía como realidad nacional.

No está de más recordar que los Gobiernos y Parlamentos autonómicos están legitimados para interponer un recurso de inconstitucionalidad. Pues bien, ninguno de ellos interpuso recurso por ningún asunto fundamental, que les afecta, regulado en el nuevo Estatuto catalán, donde se define unilateralmente cómo se relaciona Cataluña, además de con el Estado, con las demás Comunidades, se quiebra la solidaridad interregional y se coloca a la Generalidad en una situación de privilegio tanto dentro del Estado global como en sus relaciones con las otras Comunidades. Tan sólo se han interpuesto recursos por asuntos no de fondo, sino meramente vecinales o menores, aunque en absoluto despreciables. Así el Gobierno aragonés el 21 de Junio de 2006 ordenó presentar un recurso de inconstitucionalidad contra la pretensión estatutaria de que una parte del Archivo de la Corona de Aragón, el cual es común a todas las comunidades que en su momento formaron parte del reino aragonés, sea gestionado sólo por la Generalidad catalana, en concreto en la Disposición adicional decimotercera se estatuye que los «fondos propios» de Cataluña situados en el mentado Archivo y en el Archivo Real de Barcelona se integren en el sistema de archivos de Cataluña; unos días después, el 26 de Junio, el Gobierno valenciano aprobó la presentación de un recurso contra el artículo 117, en el que la Generalidad catalana se reserva la facultad de gestionar el caudal de agua sobrante del Ebro, siendo así que ésta es una competencia exclusiva que corresponde al Estado por tratarse de un río que discurre por varias Comunidades Autónomas; finalmente, el 22 de Septiembre de 2006 el Gobierno balear acordó interponer un recurso de inconstitucionalidad contra el Estatuto de Cataluña por la misma razón que el de Aragón.

Ahora bien, como decíamos, las principales instituciones políticas nacionales de las que depende la posibilidad de impedir la destrucción de la Constitución y la quiebra de la unidad nacional y a las que corresponde, pues, la mayor responsabilidad a la hora de desactivar el desafío representado por este proceso de golpe de Estado estatutario, son las tres ya mentadas, el Partido Popular, la Corona y el Tribunal Constitucional y, por tanto, en ellas centramos ahora nuestro análisis.

El papel del Partido Popular

De esta situación desoladora, beneficiosa para los planes del Gobierno, pero nociva para España, no se salva la oposición al PSOE, y al decir oposición nos referimos al PP, bien es cierto que no se los puede colocar al mismo nivel, ya que este partido votó en contra del Estatuto catalán tanto en el Parlamento autonómico catalán como en el Parlamento nacional, en las discusiones parlamentarias hizo una viva defensa de la Nación española y de su Constitución, interpuso un recurso ante el Tribunal Constitucional, no admitido a trámite por éste, para impedir la tramitación parlamentaria del Estatuto como proyecto de reforma estatutaria y obligar a tramitarlo coma proyecto de reforma constitucional o a retirarlo y finalmente también interpuso recurso de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional contra el Estatuto ya aprobado por las Cortes Generales.

Pero el PP nunca ha descrito y denunciado públicamente lo que ha sucedido y está sucediendo con el proceso de aprobación y aplicación del Estatuto catalán como un golpe de Estado. Ni el líder del partido, Mariano Rajoy, quien lo más lejos que ha llegado a decir es que «estamos en el principio del fin del Estado tal como los españoles lo diseñaron en 1978», ni ninguno de sus dirigentes ha declarado nada semejante en un foro público. Y por tanto no han hecho oposición de acuerdo con esta idea intentando hacerla llegar y explicarla en todos los rincones de España. Se han limitado a hablar de que el Estatuto desborda los límites de la Constitución del 78, de que no es, en realidad, una reforma estatutaria, sino una reforma constitucional encubierta, de que es inconstitucional o incluso anticonstitucional, y han advertido sobro los riesgos y peligros de la aprobación del Estatuto para la unidad de España, pero no han pasado de ahí.

Quizás el que más lejos ha llegado en sus declaraciones ha sido el ex Presidente José María Aznar –en un artículo de 15 de Octubre de 2005, publicado en Italia en Il messaggero, «Quando troppa autonomia spacca le nazioni»–, quien ha estado muy cerca de calificarlo de golpe de Estado, pues allí, entre otras cosas, afirma del entonces proyecto de reforma del Estatuto catalán que es un «golpe a la misma base de la Constitución española –es decir, la soberanía–», que supone «una derogación de facto de la Constitución», que entraña la implantación de «un nuevo régimen», que su proceso de tramitación como reforma estatutaria, en vez de como reforma constitucional, es «un fraude muy grave» y finalmente que el proyecto estatutario catalán significa «la división irreversible de España»; después de todo esto, ciertamente sorprende que no lo defina lisa y llanamente como un golpe de Estado y saque de ello las consecuencias que de ello se derivan.

No está de más, sin embargo, recordar que Aznar, que tanto se lamenta del estado en que Rodríguez Zapatero está dejando a España, también hizo lo suyo en su momento, como los Presidentes del Gobierno que el precedieron desde 1978, especialmente durante su primer periodo de gobierno, para llegar hasta la fatídica situación presente de emergencia nacional que el actual inquilino de la Moncloa se ha encargado de consumar. Felipe González había empezado en 1993 la política de cesiones de porciones del IRPF a los nacionalistas separatistas catalanes de CiU, entonces liderado por Jordi Pujol, concediéndoles un 15% de este impuesto para lograr su apoyo parlamentario y así disponer de un Gobierno socialista estable; Aznar, a su vez, elevó esa cesión en 1996 hasta el 30%, que ahora Rodríguez Zapatero en el nuevo Estatuto catalán eleva hasta el 50%, para obtener igualmente el respaldo político de Pujol. Felipe González se plegó a la política de imposición y lenta, pero progresiva, secesión lingüística de Pujol; Aznar hizo lo mismo en 1998, cuando, después de someterse en los tristemente célebres Pactos del Majestic al chantaje de Pujol, amén de ofrecerle en bandeja la cabeza de Vidal Cuadras, el líder del PP en Cataluña, que se distinguía por plantar cara al nacionalismo secesionista haciéndole una oposición firme y contundente fundada en la idea nacional de España, accedió y se rebajó a presionar él mismo al Defensor del Pueblo, Álvarez de Miranda, para que no recurriera ante el Constitucional la Ley de Política Lingüística de la Generalidad de 1998. Y no se recurrió. Cuando se pisotean los principios y se hacen semejantes cesiones en detrimento del interés nacional, siempre hay otro que está dispuesto a llegar más lejos en ese proceso de claudicación ante el nacionalismo secesionista y ese otro es ahora Rodríguez Zapatero.

Pero volvamos al PP del presente. Digamos que, atenazados por sus miedos y complejos, los dirigentes del PP ni siquiera han emprendido una campaña sistemática, de acuerdo con estas ideas, por toda España, sacando a sus militantes, simpatizantes y cualesquiera ciudadanos a la calle para que los españoles se informen, se conciencien, reaccionen y se movilicen ante la dramática situación de emergencia nacional creada por el irresponsable y traidor Gobierno de Rodríguez Zapatero a la Constitución y a la Nación española, y más irresponsable y traidor que nadie y culpable de la grave crisis nacional, el propio Rodríguez Zapatero, al auspiciar y promover un estatuto que liquida la Ley fundamental y la Nación española en la que se fundamenta. Lejos de entregarse a tan necesaria tarea, los dirigentes regionales del PP, con la aquiescencia de la dirigencia nacional, se dedican a competir con los socialistas en la carrera de las mal llamadas reformas estatutarias, cuyo pistoletazo de salida dio el propio Rodríguez Zapatero al presentar como uno de los ejes de su programa político durante su primer mandato como Presidente del Gobierno el abanderar una nueva fase de reformas estatutarias para impulsar y profundizar supuestamente, de acuerdo con la propaganda socialista, el desarrollo del Estado autonómico; y aunque los socialistas catalanes, encabezados por Pascual Maragall y con el respaldo del Gobierno de Rodríguez Zapatero, son de los primeros en iniciar la carrera de esta segunda fase de reformas estatutarias –en realidad, los primeros absolutamente fueron los nacionalistas vascos que pusieron en marcha ya en 2003 el Plan Ibarreche, aunque terminaría siendo rechazado en las Cortes a primeros de Febrero de 2005–, al impulsar los debates sobre el proyecto de reforma del Estatuto catalán en el primer trimestre de 2004, los populares, que no entran en la carrera hasta el 26 de Mayo de 2005, fecha de inicio del recorrido parlamentario de la reforma estatutaria valenciana, se adelantan en la galopante y reñida competición y consiguen ser los primeros en lograr aprobar y ratificar un Estatuto en esta nueva hornada de reformas estatutarias, al promulgarse el Estatuto valenciano el 10 de Abril de 2006, tres meses antes que el Estatuto catalán, lo cual ha servido de coartada para la aprobación y promulgación de éste último.

Pues, aun cuando se trata de una reforma moderada comparada con la catalana y no es tan gravemente anticonstitucional como ésta, contiene varios elementos claramente inconstitucionales, que rozan lo anticonstitucional, como la llamada «cláusula Camps», que autoriza a la Generalidad valenciana a apropiarse de cualesquier ampliación de competencias que el Estado reconozca a otras Comunidades Autónomas (Disposición adicional segunda. 1), la definición del valenciano, con más énfasis que en el Estatuto de 1982, pero no del español o castellano, como lengua propia de la Comunidad Valenciana –la cual, por cierto, en sintonía con este giro excluyente del español o castellano deja de llamarse así, para llamarse ahora oficialmente sólo en valenciano Comunitat de Valencia–, la regulación de un conjunto de derechos y deberes de los valencianos, usurpando una competencia constitucional, y el reconocimiento de relaciones internacionales.

Y cuando los populares no son los primeros o están entre ellos, llegan a acuerdos con los socialistas para sacar adelante nuevos proyectos de reforma estatuaria, como el Estatuto de Andalucía, promulgado el 19 de Marzo de 2007, un plagio en gran medida del catalán y manifiestamente anticonstitucional, y no sólo porque en el preámbulo se hable de Andalucía como «realidad nacional», por más que luego se intente rebajar esto, a renglón seguido, con la definición de aquélla como «una nacionalidad en el marco de la unidad indisoluble de la nación española», sino porque además se regula un repertorio de derechos y deberes de los andaluces, se vacía de competencias al Estado central en la Comunidad andaluza, se le admiten relaciones bilaterales con éste, materializadas en la creación de órganos bilaterales, y asimismo relaciones internacionales.

Con esta política de aval de reformas estatutarias inconstitucionales, el PP se ha convertido en cómplice del PSOE en el quebrantamiento de la legalidad constitucional y en la liquidación de la Nación española, cada vez más en camino de fragmentarse en una colección de nacioncillas. Por otro lado, la creciente confederalizacón de la propia estructura del PP, en la que cada vez adquieren más peso los dirigentes regionales frente a los órganos centrales del partido; el giro impreso por Rajoy al PP, a raíz de su derrota en las elecciones generales de 2008, en su política hacia los nacionalismos antiespañoles (especialmente en Cataluña y las Vascongadas, pero también en otros lugares, como las Baleares o Galicia), materializada en una aproximación progresiva del PP, por no decir cortejo, a algunas facciones nacionalistas secesionistas, y sobre todo la negativa del líder del partido a incorporar un programa de reforma constitucional orientada al fortalecimiento de la unidad de la Nación española y frenar la deriva confederal y a la postre balcanizante de la segunda oleada de reformas autonómicas estatutarias, de la que los populares son cómplices, son hechos que nos invitan a pensar que el PP comandado por Rajoy está dispuesto a adaptarse a la nueva realidad política de una España confederal.

Lo que está sucediendo en España con el golpe de Estado estatutario auspiciado por Rodríguez Zapatero, que el PP no está dispuesto a combatir, sino más bien a legitimar con su espaldarazo a las reformas estatutarias anticonstitucionales y antinacionales en las que se ha comprometido, no deja de tener cierto parecido con el golpe de Estado del 14 de Abril de 1931. Entonces fueron unas elecciones municipales el pretexto para un cambio ilegal de régimen político; ahora el pretexto son los Estatutos autonómicos, de los que el catalán, flanqueado por el andaluz y el valenciano, es la palanca principal activadora del proceso golpista de alteración del régimen constitucional, pero mucho más grave que el del 31, pues ahora lo que se destruye es la Nación española misma como sujeto constituyente, como titular de la soberanía y como nación de ciudadanos libres e iguales para dividirse en un conglomerado de naciones de súbditos ni libres ni iguales en derechos y deberes, transitoriamente unidos, a la espera de la disolución final, si nada ni nadie lo impide. Y puesto que al PP actual no se le ve ni con ganas ni con fuerzas de impedirlo, sino más bien, como decíamos, dispuesto a acomodarse y encontrar su lugar en la España confederal que el Estatuto catalán, secundado muy de cerca por el andaluz y el valenciano, trae consigo del brazo, el actual golpe de Estado estatutario puede triunfar, como en el año 31, por consentimiento, al menos tácito, y convergencia, por la vía de los hechos, de las derechas con las izquierdas, aunque sean éstas últimas, en complicidad con las fuerzas nacionalistas secesionistas, las que han desencadenado el proceso de golpe de Estado estatutario.

La Corona

¿Y la Corona? ¿Se salva acaso la Corona? En absoluto. ¿Qué ha hecho el Rey para frenar el Estatuto catalán, clamorosamente anticonstitucional de cabo a rabo y dinamitador de la Nación española como titular de la soberanía y del poder constituyente? Repasemos el comportamiento del Rey en relación con el proceso de discusión, aprobación, entrada en vigor del nuevo Estatuto y con su desarrollo y aplicación en los años inmediatamente posteriores a su promulgación hasta el presente, y, en general, con la defensa del interés nacional. Recordemos que el Rey, de acuerdo con nuestra Constitución, es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia y que le atribuye un poder de arbitraje y moderación del funcionamiento regular de las instituciones. Pues bien, en los años de debate y final aprobación del Estatuto, primero en el Parlamento catalán y, luego, en las Cortes Generales, el Rey no ha ejercido, ni públicamente ni entre bambalinas, su poder de arbitraje y moderador para frenar una norma estatutaria que derriba la Constitución y acaba con la Nación española, y al no ejercerlo, omitiendo el cumplimiento de su función constitucional, lo que está impulsando objetivamente es el funcionamiento irregular y conflictivo entre el Estado central y la Generalidad catalana, y consintiendo la deriva secesionista del nacionalismo catalán espoleada por el Gobierno de Rodríguez Zapatero, de la que, por tanto, se convierte en cómplice objetivo.

Una buena muestra de esto fue la actitud del Rey en la embajada de Portugal, durante la cena ofrecida por el Presidente Sampaio hacia mediados de Octubre de 2005, ante el enfrentamiento, al parecer «agrio y tenso», de José Bono, ministro de Defensa, y Rodríguez Ibarra, Presidente de la Comunidad extremeña, con Maragall, Presidente de la Generalidad catalana, que contó con la defensa del ex Presidente de la Generalidad, Jordi Pujol, por la definición estatutaria de Cataluña como nación. De acuerdo con las filtraciones a la prensa sobre lo allí realmente sucedido, el Rey estaba presente en la discusión, pero, lejos de aprovechar tan buena oportunidad para poner las cosas en su sitio con claridad y firmeza en lo que respecta a la definición de España como Nación política única e indivisible y de Cataluña como una parte integrante de la Nación española, a título de región o de nacionalidad –en el sentido constitucional de esta desafortunada denominación–, que ni ha sido ni es, pues, una nación, y a los nacionalistas secesionistas catalanes, tan altamente representados en este incidente, en el suyo, se habría inclinado con sutileza hacia la postura de Bono e Ibarra, pero apuntó que todo es negociable. Esta última frase permite entender a la perfección la actitud del Rey ante el desafío del anticonstitucional y antinacional proceso estatutario catalán y la enorme crisis nacional que ha desencadenado, que no ha sido otra que la de consentirlo y no hacer nada para impedir que prospere, convirtiéndose así en cómplice de la destrucción de España como Nación. Si todo es negociable, como dijo en la discusión sobre la denominación de Cataluña como nación, entonces ¿por qué no admitir que sea una nación? La frase podría haber sido dicha igualmente por Rodríguez Zapatero, cuya política queda muy apropiadamente caracterizada con ella, por lo que no es de extrañar, en vista de esto y lo que veremos más adelante, la sintonía del Rey con él. Cuando el Presidente del Gobierno afirma en las mismísimas Cortes sin rubor alguno que Cataluña posee identidad nacional y que, no obstante, ello es totalmente compatible con el artículo 2 de la Constitución, ¿no es ello un prodigio de negociación, que sin duda merecería ser alabado por el Rey?

Pero esto no es todo. Una vez aprobado el Estatuto catalán por las Cortes Generales, todo lo que el símbolo de la unidad de la Nación ha hecho por ésta ha consistido en sancionar, estampando su firma, la Ley orgánica de la mal llamada Reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña, del 19 de Julio de 2006, en la que, repetimos, quien encarna la unidad y permanencia de la Nación manda, al final de la misma, a todos los españoles, particulares y autoridades, que guarden y hagan guardar una ley que consagra la destrucción de la Constitución, del régimen constitucional y de la Nación española, como sujeto de la soberanía y del poder constituyente, en que se fundamentan. ¡Qué servicio a la Patria! ¿No es esto una traición a España? ¿No es esto convertirse en cómplice objetivo del golpe de Estado de Rodríguez Zapatero, los socialistas y sus corifeos separatistas de toda laya, contra la Constitución y la Nación? Y no hay excusas que valgan para firmar algo así; siempre queda como solución, una vez que no se ha hecho nada, que no se ha usado el poder de arbitraje y moderador para impedir llegar a esa situación, tener la valentía de estar dispuesto a abdicar antes que avalar una ley que supone el derogar la Constitución y liquidar la unidad nacional de España. Pero ya nos dijo el Rey que él no es Balduino de Bélgica, y efectivamente no lo es y dista mucho de serlo.

Y, después de la promulgación del Estatuto, ¿qué ha hecho el símbolo de la unidad y permanencia de la Nación española en su defensa? Diríase que el monarca ha decidido adaptarse a la nueva situación política traída por el Estatuto catalán y el Gobierno de Rodríguez Zapatero y que no tiene inconveniente alguno en ser Rey como sea, aunque tenga que serlo de una España fragmentada en nacioncillas, de momento confederalmente unidas, y después, ya veremos. Veámoslo. En Marzo de 2008, un año que fatídicamente parece ser el annus horribilis de la Monarquía española por su despego y aun desprecio a la Nación, el Rey consiente en participar en los actos conmemorativos por las víctimas de la masacre terrorista del 11-M de 2004 en los que no se interpreta, como así lo exige el protocolo, el himno nacional para recibir al Jefe del Estado; el 11 de Mayo del mismo año, con ocasión de la entrega del Premio Cervantes en la Universidad de Alcalá de Henares, el monarca, en las primeras y únicas declaraciones sobre un presidente del Gobierno en activo, alaba a Zapatero definiéndolo como «un hombre muy honesto, muy recto, que no divaga», que «sabe muy bien hacia qué dirección va y por qué y para qué hace las cosas» y que, en definitiva, «es un ser humano íntegro», lo que debe entenderse como un aval a los delirantes planes políticos de Rodríguez Zapatero, abiertamente antinacionales y desestabilizadores del normal funcionamiento de las instituciones en el marco constitucional. Así ejerce el Rey su función de árbitro.

Hasta el momento en que el Rey valora tan elogiosamente la política del Presidente del Gobierno, los grandes proyectos políticos de éste habían consistido, primero, en respaldar con sus actos el Pacto del Tinell, firmado por el Partido de los Socialistas de Cataluña (PSC-PSOE) con las demás facciones nacionalistas secesionistas, con la excepción de Convergencia y Unión (CiU), en Barcelona el 14 de Diciembre de 2003, en el que los firmantes se comprometen, entre otras perlas, «a impedir la presencia del PP en el gobierno del Estado» y a impulsar, como escribimos más atrás, «el establecimiento de un nuevo marco legal donde se reconozca y se desarrolle el carácter plurinacional, pluricultural y plurilingüístico del Estado» y, dado que los firmantes pensaban hacer estas transformaciones revolucionarias, pero reaccionarias, a través de un nuevo Estatuto, como así ha ocurrido, pues éste no es más que una plasmación de lo acordado en el mentado Pacto, y no a través de la vía dictada por la Constitución, se puede decir que el Pacto del Tinell era el diseño de un golpe de Estado contra la Constitución y la Nación española para disolver España en un conglomerado de naciones separadas política, cultural y lingüísticamente, a la espera de la secesión definitiva.

Segundo, en abrir un proceso de negociación (en realidad, de rendición) con la horda terrorista, nacionalista, xenófoba y antiespañola, ETA, cuyo objetivo es desmembrar España, en vez de perseguirla y aplicarle el Código Penal, legitimando con ello el terrorismo de los enemigos declarados de España y de los españoles, humillando a la Nación, lo que le convierte a él, a su Gobierno y a quienes los respaldan en cómplices objetivos del terrorismo nacionalista de la asesina horda vasca.

Y tercero, en espolear a los nacionalistas separatistas catalanes, que dominaban el Parlamento autonómico, a enviar a Madrid un proyecto de Estatuto en que, de acuerdo con lo firmado en el Pacto del Tinell, se plasmase una nueva definición de España como entidad plurinacional, pluricultural y plurilingüística y de Cataluña como nación, dotada de una cultura y lengua exclusivas y excluyentes, unos planes que Rodríguez Zapatero amparó siendo ya líder de la oposición cuando en un mitin electoral en Cataluña manifestó que apoyaría el proyecto de nuevo Estatuto de autonomía que aprobara el Parlamento de Cataluña, como si éste fuese ya representante de la soberanía de una nación políticamente constituida, distinta e independiente de la española, y así lo hizo, ya que el Estatuto catalán salió de la Cortes Generales, gracias al respaldo del Gobierno y del grupo parlamentario socialista, en lo esencial tal cual había entrado, con apenas algunos cambios meramente accesorios.

Y Su Majestad nos dice, a pesar de esto, que Rodríguez Zapatero, un Presidente del Gobierno que, amén de mentir gravemente en asuntos fundamentales a los españoles, desprecia y quebranta abiertamente la legalidad vigente emprendiendo una política proterrorista de claudicación ante una horda terrorista enemiga de España y que pisotea la Constitución y ofende a la Nación no sólo poniendo todo su empeño en la aprobación de un Estatuto completamente anticonstitucional, con la gravedad añadida de hacerlo además por la vía ilegal de una reforma estatutaria, sino que además tolera y ampara el sistemático incumplimiento de la Norma Fundamental en las regiones gobernadas por nacionalistas antiespañoles, como sobre todo en Cataluña y en las Vascongadas durante el gobierno del PNV (pero también en Galicia y en las Islas Baleares), donde se vive un clima de subversión consentida de la legalidad constitucional y de otras leyes, es un hombre honesto, íntegro, recto, que sabe muy bien hacia qué dirección va, lo que no ofrece ninguna duda, y ya acabamos de ver adónde nos llevan los delirantes proyectos políticos del Presidente del Gobierno, a la derogación de la Constitución, la liquidación del régimen constitucional y a la disolución de la unidad nacional, pero lo que tampoco ofrece duda es que las palabras del Rey respaldan todo esto y que Su Majestad parece estar satisfecho con su trastocado papel de ser Rey de la España confederal, plurinacional, pluricultural y plurilingüística de Rodríguez Zapatero, con diferentes categorías de ciudadanos, según la región de precedencia o donde se viva, al modo del Antiguo Régimen, que es lo que nos trae el Estatuto catalán de 2006, auspiciado y bendecido por el calamitoso Presidente del Gobierno.

Después de esto, del aval dado por el Rey a los planes antinacionales del Presidente del Gobierno, no sorprende ya que en varios actos celebrados en regiones, como Cataluña o las Baleares, el monarca dé muestras de su adaptación a la nueva situación política de la España fragmentada en feudos confederados en manos de oligarquías regionales. Así el primer ensayo de acomodación tiene lugar en Cataluña, transcurrida apenas una quincena desde la gloriosa exaltación de Rodríguez Zapatero por el Rey como conductor de la España nacional a la plurinacional. Quien encarna la unidad nacional permanente de España no tiene otra forma de defenderla que asistir y presidir una cena de gala, organizada el 29 de Mayo de 2008 en el Palacio de Congresos de Barcelona por el Círculo de Economía, presidido por José Manuel Lara Bosch, empresario que, como ya señalamos, se ha distinguido por su apoyo al Estatuto, y en la que estaba invitada la elite nacionalista política (los ex Presidentes de la Generalidad, Pujol y Maragall, el nuevo Presidente, Montilla, el alcalde de Barcelona, Hereu) y económica catalana, no menos nacionalista separatista que la homóloga casta política gobernante, satisfecha por lo conseguido con su Estatuto, además de comparsas como Felipe González y Javier Solana o Mariano Rajoy y Rodrigo Rato, y a la que complace aceptando ser recibido sin tocar el himno nacional y sin que la gala esté presidida por la bandera de la Nación, y agasajándoles con unas palabras en las que cuando se mienta a España no se emplea el término «nación» o «nacional», y en la única ocasión en que se hace referencia a la unidad de España, se soslaya precisar el carácter de esta unidad como unidad nacional. En una palabra, es tal la voluntad del monarca de contentar a su auditorio nacionalista antiespañol, que donde más falta hace hablar de España como realidad nacional y de la unidad nacional se prescinde de ello, de forma que en su discurso la idea de España es tan vacua e indeterminada que igualmente lo podría haber pronunciado como Rey de una España fragmentada en naciones confederalmente unidas por el momento, que es en lo que de facto ésta se está transformando por la vía estatutaria y de los hechos consumados.

Después de esto, es más difícil que nos pueda sorprender lo sucedido en las Islas Baleares, donde en el mes de Septiembre de ese mismo año quien personifica la unidad y permanencia de la Nación preside la apertura del curso académico 2008-2009 en un colegio en el que no sólo está prohibido enseñar en la lengua común española, sino además hablarla. El Jefe del Estado también se acomoda a la España plurilingüística de los nacionalistas antiespañoles, que, según parece, es la España del Rey.

En el mes de Octubre de ese mismo año, también la reina doña Sofía da señales de una rauda adaptación a la España antinacional de Rodríguez Zapatero. En un libro de entrevistas concedidas a la periodista Pilar Urbano, La Reina muy de cerca, la esposa del Rey se muestra presta a aceptar una España federal, sin tener muy clara la diferencia entre federal y confederal y sin darse cuenta de que una España federal, lejos de servir «para unir, para que todos estuviésemos más a gusto sintiéndose españoles», como ingenuamente cree la Reina, es un concepto absurdo en referencia a España, ya que las partes que la componen no se pueden federar, en la medida en que federar es unir entidades previamente separadas, de forma que para constituirse España como una federación habría que desunir primero sus partes en Estados soberanos, que luego podrían decidir federarse o no, por lo que defender una España federal equivale a hacerse cómplice del secesionismo, de lo que ya tenemos una experiencia histórica con el ensayo de federación intentado durante la Primera República, que se saldó con el más estrepitoso fracaso al desembocar en un atomizador cantonalismo. Ya lo advirtió lúcidamente Unamuno en un artículo de 1931, en el que afirmaba que lo que en España se llama federar en realidad es desfederar, esto es, desunir lo que está unido, y no unir lo que está separado (cfr. «Promesa de España, III, en República española y España republicana, Ediciones Almar, 1979, pág. 81).

Para terminar con esto, no podemos dejar de mencionar un acto público del Rey que es todo un símbolo de la descomposición de España y a la vez del anómalo funcionamiento de los órganos de Estado, en este caso de la Corona, del Gobierno y de la Justicia a la vez, incapaces todos de defender a la Nación española y sus símbolos cuando son objeto de befa y mofa por parte de los independentistas antiespañoles. Nos referimos a lo sucedido el 13 de Mayo de este año con ocasión de la final de la Copa del Rey de fútbol, celebrada en el estadio Mestalla de Valencia y en el que se enfrentaban el Athletic de Bilbao y el Barcelona.

Cuando se empezó a interpretar el himno, se produjo una pitada contra éste y contra el Rey, organizada por los responsables de dos organizaciones independentistas, una catalana, Catalunya Accio, y otra vascongada, Plataforma Proselecciones vascas, que actuaban coordinadamente. Días antes del partido, se sabía que esto iba a suceder, pues las mentadas organizaciones separatistas lo habían anunciado; ni el Gobierno, ni el Rey, velando por el regular funcionamiento de las instituciones, ni la Fiscalía hicieron nada para impedirlo. Y una vez sucedido, tampoco hicieron nada. Hasta ahora y desde hace ya muchos años, despreciar y ultrajar a España y a sus símbolos y, por tanto, afrentar también a los españoles sale gratis a toda suerte de energúmenos antiespañoles.

Si no es por una asociación privada, surgida de la iniciativa de algunas fuerzas vivas preocupadas por el porvenir de España como nación, DENAES (Fundación para la Defensa de la Nación Española), que presentó una querella ante la Audiencia Nacional contra los responsables de las dos organizaciones independentistas por la presunta comisión de los delitos de ultraje a la Nación española, injurias contra el Rey (a quien injurian no tanto por su condición de Rey como de símbolo de la unidad nacional de los españoles; lo habrían injuriado igual si se tratase de un Presidente de la República española, pues sería igualmente un símbolo de la unidad nacional, que es lo que les molesta a los secesionistas) y de incitación al odio contra una parte de la población por razón de su origen nacional, nadie se habría molestado, ni siquiera la Fiscalía, que no veía nada delictivo en lo sucedido en Valencia, en proceder contra los organizadores de la pitada, cuyos objetivos declarados son destruir España («Con dos o tres actos como éste a España le queda un telediario») y afrentar a los españoles, como bien se advierte en su manifiesto en el que instaban a las aficiones de «los dos países» a «silbar y/o dar la espalda cuando sonase el himno de los españoles a la entrada del monarca».

El estado de la Justicia es tan calamitoso que el juez Pedraz no admitió a trámite la querella presentada por DENAES y la Sala de lo Penal desestimó el recurso de apelación interpuesto por ésta. La pregunta que debemos hacernos es qué ha hecho el Rey para que la Fiscalía y la Administración de la Justicia funcionen regularmente, de acuerdo con su función constitucional de velar por el funcionamiento regular de las instituciones. Es difícil pensar que si el Rey, usando de forma invisible su poder de arbitraje y moderación, hubiese hecho lo posible para que el Fiscal General del Estado urgiese a promover la investigación de lo sucedido en Valencia como constitutivo de delito, a lo mejor no les habrían salido gratis a los independentistas antiespañoles sus fechorías. No deja de ser sorprendente que el Fiscal General del Estado se desvele tanto por un asunto tan baladí, comparado con el que estamos comentando, como la portada caricaturesca de la revista El Jueves, publicada en 2007, en la que se podía ver a los Príncipes de Asturias en una imagen obscena, hasta el punto de instar a presentar una querella contra los autores de aquélla por un delito de injurias, lo que nos parece inobjetable si estima que han incurrido en tal delito, y no se preocupe lo más mínimo por el manifiesto ultraje a España, a sus símbolos y a los españoles habido en Valencia en un acto de enorme repercusión mediática.

El Tribunal Constitucional

Pero esta radiografía sobre la actitud y actuación de las más relevantes instituciones especialmente concernidas ante el desafío provocado por el Estatuto estaría incompleta sin la mención del Tribunal Constitucional. ¿Qué decir de él, de su comportamiento hasta ahora? Pues primeramente que tampoco se salva de la complicidad con el proceso de golpe de Estado estatutario iniciado en el faccioso Parlamento catalán y continuado en el no menos faccioso Parlamento nacional, un proceso auspiciado por los socialistas de Rodríguez Zapatero y que ni los populares ni la Corona han denunciado o parado ni el Tribunal Constitucional ha frenado, aunque a éste le queda una oportunidad de redimir toda su actuación pasada, que hasta ahora ha sido la de consentir y estimular un proceso de subversión de la legalidad constitucional por la vía estatutaria, que puede conducir al desmantelamiento del régimen constitucional. En su actuación cabe discernir dos fases: antes de la presentación del recurso de inconstitucionalidad contra el Estatuto catalán por el PP el 31 de Julio de 2006 y después de la presentación de éste.

Antes de la presentación del mentado recurso, el Alto Tribunal pudo frenar el ensayo de subversión del orden constitucional a cuenta del Estatuto catalán a raíz de la presentación, también por el PP, el 2 de Noviembre de 2005, de un recurso contra la tramitación el 18 de Octubre de 2006, por la Mesa del Congreso de los Diputados, del entonces proyecto de nuevo Estatuto de Cataluña como reforma estatutaria, ya que, en realidad, según lo populares, se trataba de un proyecto de reforma constitucional. El 15 de Marzo de 2006 el Tribunal Constitucional, por una mayoría de siete votos contra cinco, rechazó admitir a trámite el recurso del PP contra la tramitación del proyecto de Estatuto catalán como proyecto de reforma estatutaria. Este es el primer gran escándalo protagonizado por el Alto Tribunal en relación con el Estatuto catalán: el Tribunal, al negarse a admitir a trámite el recurso, rehúsa cumplir su función de pronunciarse sobre la constitucionalidad del procedimiento parlamentario empleado para la tramitación del proyecto estatutario catalán, pero al hacer eso, incumple su mandato de ser el custodio de la Constitución, de respetar y hacerla respetar interpretándola fielmente, ya que entre los contenidos de ésta está la regulación de los procedimientos de reforma constitucional y por tanto de su tramitación parlamentaria. Ahora bien, dado que la propuesta de reforma de Estatuto catalán tanto material como formalmente es una propuesta de modificación encubierta de la Constitución (en realidad, de una derogación de la misma), al inhibirse de pronunciarse sobre su constitucionalidad, ha avalado su tramitación por la Mesa del Congreso de los Diputados mediante un procedimiento ilegal e inconstitucional, convirtiéndose así en cómplice de un fraude constitucional de muy funestas consecuencias, que ya estamos padeciendo.

Con el beneplácito del Tribunal Constitucional, se tramitó como reforma estatutaria lo que realmente no lo era y se acabó aprobando en las Cortes Generales un Estatuto casi tan abiertamente anticonstitucional como lo era en su recepción parlamentaria como mero proyecto de ley, algo que podría haber evitado, pero no quiso. Luego de su promulgación el 19 de Julio de 2006, el 31 del mismo mes el PP interpuso un recurso de inconstitucionalidad, con el que comienza la segunda parte de la relación del Alto Tribunal con el Estatuto catalán, durante la cual se ha mostrado, hasta la fecha, tan dispuesto a traicionar el espíritu y la letra de la Constitución como lo hizo en la fase precedente, todo ello para no desairar al Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, a quien le repele la Constitución vigente tanto como la Nación española en que se funda, «un concepto discutido y discutible», pero no le repele reconocer naciones inexistentes, como la catalana («Cataluña tiene identidad nacional»). El hecho más llamativo de su actuación o, más bien, omisión, es que no haya habido una rápida y urgente sentencia sobre el asunto, teniendo en cuenta los problemas y daños tan difíciles de reparar que una sentencia dilatoria puede generar y que de hecho está generando.

Ahora bien, es tan obvio que el Estatuto finalmente aprobado, promulgado y ya aplicado y desarrollado a través de unas cuarenta leyes sacadas adelante por la Generalidad catalana, es clamorosamente anticonstitucional, tan obvio como que tres más dos es igual a cinco, para cualquier ciudadano con sentido común provisto de unos mínimos conocimientos jurídicos y políticos, que el retraso en resolver el recurso de inconstitucionalidad del PP sólo admite una explicación: hay una voluntad inequívoca por parte de un sector importante del Tribunal, encabezado por la presidenta, Mª Emilia Casas, de sacar adelante una resolución favorable a la constitucionalidad del Estatuto, un sector del cual forma parte, como decimos, la propia presidenta, cuya inclinación por el PSOE y el nacionalismo antiespañol (es bien conocida su proximidad al PNV e incluso, según ha desvelado el diario La Gaceta hace unas semanas, a Eta, en virtud de su relación de amistad con el etarra Carmelo Landa, un motivo sobrado para que se exija su dimisión inmediata), y que no ha tenido la honradez ni el decoro de abstenerse en el recurso contra el Estatuto catalán, habida cuenta de que su marido, Jesús Leguina Villa, había elaborado por encargo de la Generalidad un dictamen que sirvió de base para redactar el Estatuto de Cataluña, sobre el que ahora su esposa tiene que pronunciarse ejerciendo de juez y parte interesada.

Ya es un escándalo que no se aparte por voluntad propia de las deliberaciones sobre este asunto y que los magistrados no hayan aceptado la recusación presentada contra ella, incurriendo con ello en una flagrante ilegalidad; pero es aún más escandaloso que una señora con un perfil pro nacionalista antiespañol llegue a ser siquiera magistrado del Constitucional; y no es la única, también lo es Eugeni Gay Montalvo, muy próximo al nacionalismo catalán y designado miembro del Constitucional por el Congreso gracias al apoyo del PSOE y CiU, el cual, para no contrariar a las oligarquías secesionistas de Cataluña, se niega en redondo a aceptar correcciones al texto en las cuestiones clave, bien es cierto que no hace falta ser nacionalista separatista para servir a esta causa, como bien se ve en el caso del magistrado Pablo Pérez Tremps, recusado, no obstante, en el asunto del Estatuto, al fin y al cabo un producto ideológico del nacionalismo separatista catalán, por haber emitido un dictamen sobre algunos extremos de éste encargado y pagado por la Generalidad, o de Pascual Sala, quien, junto con Gay, forman un auténtico frente que pugna sin descanso por la constitucionalidad del anticonstitucional texto estatutario.

Y es todavía más escandaloso que quien ha tenido un trato tan estrecho o amistoso con un miembro de la Eta siga en su puesto sin habérsele exigido no sólo la dimisión inmediata de su cargo de Presidenta sino también su cese fulminante como magistrado del Constitucional, habida cuenta además de que en la votación del Tribunal Constitucional en Julio de 1999 sobre la sentencia del Tribunal Supremo de condena por colaboración con la Eta a los miembros de la dirección de Herri Batasuna, de los que uno de ellos era Karmelo Landa, ella, lejos de abstenerse por causa de sus lazos de amistad con éste, votó a favor de la revocación de la sentencia y por tanto de la excarcelación del amigo batasuno y sus cómplices en el crimen.

Si los magistrados actuasen como intérpretes y guardianes escrupulosos de la Constitución española que han jurado defender, no habría habido problema alguno en haber elaborado una urgente y rápida sentencia de inconstitucionalidad en un plazo breve, dada la obviedad de ésta y como así se le demandaba en el recurso interpuesto por el PP. Pero pergeñar una sentencia de constitucionalidad de un Estatuto, que, en realidad, es una Constitución encubierta que deroga la Carta Magna del 78, una pseudo-Constitución cuya columna vertebral es la definición de Cataluña como nación y cuyo articulado está inspirado en esta idea, realmente es una tarea muy difícil que requiere años de maniobras, ilegalidades, inmoralidades y de mil triquiñuelas para cocinar una monstruosa sentencia de constitucionalidad o ambigua, que convertiría al Tribunal definitivamente, sin posibilidad de vuelta atrás, en cómplice objetivo de la destrucción de la Constitución y de la descomposición de la idea nacional de España. Y en ello están, en perpetrar una inconstitucional resolución de constitucionalidad. Todo lo sucedido, según lo que ha trascendido a los medios de comunicación, en los tres años largos transcurridos sin que se haya producido el pronunciamiento del Tribunal apunta en esta dirección. Véamoslo.

Para ello, conviene distinguir a su vez en este lapso de tiempo dos periodos claramente diferenciados. Durante el primero, que va desde Agosto de 2006, inmediatamente después de la interposición del recurso por el PP, hasta Abril o Mayo de 2008, el Tribunal dejó pasar el tiempo sin ocuparse de estudiar a fondo el recurso y de preparar la sentencia y de hecho no se llegó a elaborar proyecto alguno de sentencia. ¿Por qué razón? Muy sencillo, durante este periodo de casi dos años no era viable sacar adelante un fallo de constitucionalidad, pues, una vez recusado el magistrado Pablo Pérez Tremps el 5 de Febrero de 2007 y, por tanto, incapacitado para participar en las deliberaciones y votaciones sobre el Estatuto catalán, la relación de fuerzas entre los partidarios y contrarios a la constitucionalidad del la norma estatutaria favorecía a éstos últimos por seis a cinco.

Mientras tanto, y para que las cosas no empeoren para los partidarios de la constitucionalidad del Estatuto, ya que el mandato de tres años de la Presidenta del Constitucional expiraba en Junio de 2007, el Gobierno la saca de apuros, cambia la legalidad sobre la marcha y según conviene, y promueve ad hoc una inconstitucional reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, sólo para que pueda continuar en el cargo una Presidenta dispuesta a complacer al Gobierno en relación sobre todo con el Estatuto catalán (pero también con otras leyes importantes recurridas) y tan independiente de aquél que hasta se deja abroncar por la vicepresidenta, María Teresa Fernández de la Vega, como sucedió el 12 de Octubre de 2007 en el desfile de las fuerzas armadas. En efecto, esta reforma diseñada ad hoc por el Gobierno para ampliar el mandato de María Emilia Casas, cuyo voto de calidad podría decidir un empate entre los partidarios de la constitucionalidad y los contrarios a ella, incluye la denominada «enmienda Casas», que permite prorrogar el mandato de la Presidenta contra lo que dispone la Constitución, que limita la duración del mandato presidencial a tres años. Recurrida esta reforma ante el Constitucional el 27 de Julio de 2007 por el PP, los magistrados, siempre preparados para velar por la legalidad constitucional, se cubrieron de gloria bendiciendo la constitucionalidad de esta ley en sentencia del 9 de Abril de 2008.

Ahora bien, a este resultado no se habría llegado sin una artera maniobra de la Presidenta muy digna de su calaña moral. Ella había pedido, no está claro si a todos los magistrados o sólo a Jorge Rodríguez Zapata y a Roberto García Calvo, su opinión por escrito sobre la reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional; éstos dos últimos le entregaron un escrito en que tildaban tal reforma de inconstitucional, el cual convenientemente filtrado a la prensa –es difícil pensar que no fuese ella misma la autora de la filtración o que al menos no se hiciese sin su complicidad– sirvió para que el Gobierno socialista presentase una recusación contra ambos magistrados por estar «contaminados», por haber previamente revelado su punto de vista, para intervenir en las deliberaciones sobre la citada reforma. Admitida a trámite, la recusación fue aprobada por el Constitucional y los dos magistrados quedaron recusados, con lo cual quedaba el camino despejado para la aprobación de la reforma de la Ley Orgánica que regula su funcionamiento. Apartados a su vez de las votaciones la Presidenta y el Vicepresidente, Guillermo Jiménez, por afectarles directamente esta ley, que prorrogaba el mandato de ambos, un Tribunal compuesto de ocho miembros decidió por una mayoría de cinco votos contra tres avalar la inconstitucional reforma, a cuyo desenlace se había llegado gracias a la trampa tendida por la Presidenta a lo dos cándidos magistrados. Así es como con esta mezcla de juego sucio y de la inconstitucionalidad más descarada la prorrogada Presidenta Casas podía seguir, sin tropiezo, pugnando por lograr un fallo de constitucionalidad del Estatuto catalán hasta que termine su mandato como magistrado.

Con la Presidenta Casas confirmada en su puesto, comienza el segundo periodo mencionado que llega hasta el presente. Al poco de contar con la seguridad de continuar en el cargo, da la orden hacia Mayo de 2008 de ponerse a estudiar a fondo la constitucionalidad del Estatuto, encarga a varios letrados que se ocupen de ello a fin de elaborar un proyecto de sentencia y designa, como ya indicamos más atrás, por indicación de Chaves y Rodríguez Zapatero, a Elisa Pérez Vera, bien conocida por su sometimiento a la disciplina ideológica socialista y su entera sumisión a los gobernantes del PSOE y naturalmente una obediente defensora de la plena constitucionalidad del Estatuto, como Ponente, cuya función consiste en elaborar los borradores de sentencia. ¿Es acaso una casualidad que la Presidenta decida acelerar los trabajos a raíz de la muerte del magistrado Roberto García Calvo, acaecida en Mayo de 2008, un enérgico defensor de la inconstitucionalidad del Estatuto? El hecho es que, fallecido este magistrado, la relación de fuerzas entre los partidarios y contrarios a la constitucionalidad del Estatuto quedaron de nuevo equilibradas, cinco contra cinco, pero con la ventaja de los primeros de tener ente ellos a la Presidenta y a la Ponente, obedientes ambas a la política estatutaria del Gobierno y de sus aliados los nacionalistas secesionistas.

Desde entonces hasta ahora se han presentado y discutido cuatro proyectos de sentencia, el último en Noviembre de este año, pero naturalmente, como no podía ser de otro modo, todos ellos favorables a la constitucionalidad del Estatuto, aunque a la hora de la verdad ninguno ha conseguido el voto de la mayoría. Y aquí tenemos una nueva ilegalidad en la cuestión de procedimiento, pero que es importante para las cuestiones de fondo: todos los borradores de sentencia han sido elaborados por la misma Ponente, Pérez Vera, contraviniendo la Ley Orgánica del Poder Judicial (de acuerdo con el artículo 80 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional para estos menesteres rige la citada Ley), según la cual cuando la ponencia de un magistrado ha sido rechazada por la mayoría, debe declinar su tarea en otro miembro del Tribunal que concite el acuerdo de la mayoría. Si no lo hace, el Presidente debe relevarlo y nombrar otro Ponente. Pues bien, Pérez Vera no sólo no ha sido relevada después de su primera ponencia rechazada, sino que la ha mantenido en su puesto, por la garantía que le ofrece como acérrima defensora de la constitucionalidad del Estatuto y su disposición a complacer al Gobierno socialista, para que siga componiendo borradores de sentencia, cuatro hasta la fecha, todos ellos igualmente rechazados, y, violando contumazmente la legalidad, sigue manteniéndola en su puesto. En cambio, el Ponente en la resolución sobre el recurso interpuesto por el Defensor del Pueblo, Jorge Rodríguez Zapata sí tiene redactado un proyecto de sentencia en el que aparecen muchas tachas de inconstitucionalidad y que concita el voto de la mayoría, pero la Presidenta no lo acepta como Ponente en el recurso interpuesto por el Partido Popular.

Lo cierto es que hay una mayoría en el Tribunal, de seis contra cuatro, que considera que el Estatuto es inconstitucional en varios puntos fundamentales, pero la Presidenta frena cualquier posibilidad de que esta mayoría se plasme en un fallo contrario al Estatuto en aspectos relevantes. Todo esto sugiere, volvemos a recordar, que hay una voluntad inequívoca de declararlo constitucional; es más, que la Presidenta está haciendo todo lo posible para impedir una sentencia de inconstitucionalidad en los puntos clave en los que los separatistas catalanes, con la aquiescencia del Gobierno de Rodríguez Zapatero, no aceptan recortes y que se retrasará la resolución mientras no haya una mayoría favorable a la constitucionalidad, en lo cual cuenta también con el respaldo del Gobierno, y, si no se llega a esto, quizá se acuerde una sentencia interpretativa, dicho en romance paladino, una que sea ambigua, de sí, pero no, que permita supuestamente a cada parte interpretarla como le dé la gana. La propia Presidenta nos invita a pensar así, ya que en una entrevista al diario La Razón el 28 de Junio de 2009, comentó que la sentencia del Constitucional «debería satisfacer a todos». Y debería satisfacer a todos, argumenta, «porque será la aplicación de la propia Constitución».

Pero es imposible satisfacer a todos, y eso tanto si la sentencia es resultado de una aplicación basada en una «lectura flexible» de la Constitución, lo que sería un uso fraudulento de ésta, como si la sentencia es resultado de la fidedigna aplicación de la propia Constitución. En el primer caso tendríamos una sentencia interpretativa, que permitiría a los impulsores del Estatuto, los socialistas y sus aliados los nacionalistas secesionistas, seguir defendiendo su constitucionalidad sin cortapisas y quedarían defraudados los que la han impugnado; y en el segundo caso, una fidedigna aplicación de la Constitución sólo podría conducir a declarar la inconstitucionalidad del Estatuto, lo que desairaría a los socialistas y a la casta nacionalista catalana y contentaría a los defensores de la inconstitucionalidad de la ley estatutaria, a los populares, que han impugnado el Preámbulo, 114 artículos de sus 223 y 12 disposiciones adicionales y finales, y demás instituciones que también lo han impugnado, como el Defensor del Pueblo y varias Comunidades Autónomas. Una resolución interpretativa (que, en realidad, parte de la constitucionalidad de la norma estatutaria en las cuestiones fundamentales y lo que hace es maquillarla o disfrazarla para que sea digerible para los que sostienen su inconstitucionalidad), en la práctica sería tan catastrófica para el futuro de España como una de constitucionalidad, pues la casta nacionalista catalanista se vería legitimada para continuar y persistir con sus planes secesionistas de construcción nacional de Cataluña.

Para terminar con este asunto, recordemos lo que decíamos más arriba: es tan obvia no ya la inconstitucionalidad, sino la anticonstitucionalidad del Estatuto en sus pilares fundamentales, pues su articulado no hace más que plasmar y desarrollar la definición de Cataluña como nación, que sería un escándalo monumental tanto una sentencia de constitucionalidad como una interpretativa. Y diremos aún más: es tan notoriamente anticonstitucional el Estatuto catalán, en realidad una pseudo-Constitución que deroga la Constitución española de 1978, que lo esperable, por ser lo único conforme a Derecho, sería no sólo que el Tribunal Constitucional dictase sentencia de inconstitucionalidad, sino que además debería dictarla así por unanimidad de todos sus miembros. Es un escándalo que casi la mitad de los magistrados, calificados por los medios de comunicación de «progresistas», estén, pues, empeñados en sacar adelante una resolución de constitucionalidad o interpretativa; «progresistas» o «conservadores», todos tienen el deber de defender la Constitución y la Nación española contra un Estatuto que liquida lo uno y lo otro, al presentarse éste mismo como una norma de rango constitucional que crea una nueva nación, la nación catalana.

Y si no dictan una sentencia de inconstitucionalidad, que entre otras cosas dictamine que Cataluña no es ni puede ser una nación, pues es España la única Nación soberana, el Tribunal Constitucional se convertirá en cómplice objetivo del golpe de Estado del Gobierno de Rodríguez Zapatero, de los socialistas y sus secuaces los nacionalistas antiespañoles contra la Constitución y la Nación, un golpe de Estado originado en Cataluña, cuando el entonces Presidente de la Generalidad, Pascual Maragall, el 29 de Marzo de 2004, en un discurso ante el Consejo Nacional del PSC (obsérvese cómo la propia organización interna de este partido se basa en la idea nacional de Cataluña), incitaba, como ya vimos más atrás, a Rodríguez Zapatero, a punto de ser proclamado Presidente del Gobierno, en un tono golpista a que «no se limitara a administrar la continuidad constitucional» y a que, por el contrario, emprendiese «una nueva lectura de los textos fundamentales» en pro de una «gran transformación política», y Rodríguez Zapatero (para quien, como ya sabemos, la nación española es un concepto discutido y su patria, al parecer, no es España, sino la libertad, la convivencia, la justicia, la solidaridad y la igualdad, como si la libertad, la convivencia, &c., brotasen y subsistiesen por sí mismas y no estuviesen amparadas por la constitución de España como Nación de ciudadanos libres e iguales que buscan convivir solidariamente en una sociedad en la que reine la justicia) le hizo caso asumiendo los planes de cambio del régimen constitucional propuestos por Maragall y recogidos en un Estatuto bendecido por Rodríguez Zapatero, por el Parlamento catalán y las Cortes Generales, al que sólo le falta el aval del Constitucional para que el golpe contra el régimen constitucional se vea coronado con el éxito.

Final sobre el papel de las instituciones ante el desafío del golpe de Estado estatutario

Como se ha podido ver, ninguna de las instituciones del Estado ha hecho nada, ni por separado ni en conjunción, para frenar el golpe de Estado contra la Constitución y la Nación española, ni parece que lo vayan a hacer. La anunciada rebelión de un sector de los diputados socialistas en el Congreso para impedir la aprobación del Estatuto no se produjo; el PP se ha limitado a impugnar la constitucionalidad de éste ante el Tribunal Constitucional, al tiempo que incoherentemente ha prestado su apoyo a Estatutos casi tan inconstitucionales como el catalán, sobre todo el andaluz, en gran medida deudor de éste, pero también el valenciano, y se niega a incluir en las pasadas elecciones generales de 2008 en su programa electoral las propuesta de reforma de la Ley electoral y de la Constitución para fortalecer la unidad nacional de España y así detener el proceso de disgregación confederal de España generado con la segunda oleada de reformas estatutarias promovida por Rodríguez Zapatero.

La Corona ha callado ante el proceso de acoso y derribo de la Constitución y de la Nación, no ha ejercido su poder de arbitraje y de moderación para frenar este proceso de descomposición de España en una confederación de naciones y ha participado en actos en los que se sanciona el nuevo estado de cosas, lo que la convierte también en cómplice objetiva de la liquidación del régimen constitucional y de las consecuencias de ello derivadas.

Y el Tribunal Constitucional, después de haber avalado el fraude de tramitación parlamentaria de la reforma del Estatuto de Cataluña como reforma estatutaria, cuando no es ni siquiera una reforma encubierta de la Constitución, sino su destrucción, y después de casi tres años y medio en que sólo se han discutido borradores de sentencia de constitucionalidad del Estatuto, como si de antemano no se admitiese su inconstitucionalidad, y en que, si es menester, se estudia la posibilidad de aprobar una sentencia interpretativa, parece estar dispuesto a bendecir el Estatuto catalán.

El estado de las instituciones políticas españolas es tan calamitoso que hasta la comparación con un pequeño país, como Honduras, las deja en completo ridículo. En la nación centroamericana han vivido recientemente un golpe de Estado intentado por el destituido presidente Manuel Zalaya, insignificante comparado con la magnitud del que estamos viviendo en España, y que las instituciones hondureñas han conseguido desactivar. El golpista Zelaya, a quien el más golpista aún Rodríguez Zapatero, gustoso de tener tratos con otros golpistas como Fidel Castro o Chávez, respalda, pretendía convocar un referéndum ilegal antes de que expirase su mandato para poder presentarse a las elecciones para un segundo mandato, lo que es contrario a la Constitución hondureña; pero los partidos políticos, el Congreso y la Corte Suprema hondureñas, aplicando la legalidad constitucional, lo han impedido destituyendo a Zelaya el pasado 28 de Junio y nombrando, conforme a la ley hondureña, Presidente a Roberto Micheletti, hasta entonces Presidente del Congreso hondureño, hasta las nuevas elecciones, celebradas el pasado Otoño.

En vista de todo esto, no es de extrañar que ante los engaños del Gobierno que vende la aprobación del Estatuto como un fortalecimiento de la unidad de España y un incremento del autogobierno de Cataluña, que, lejos de debilitar a España, es una bendición para ella y para los españoles en su conjunto, un mensaje propagado a los cuatro vientos por todos los medios audiovisuales y escritos al servicio del Gobierno; la inoperancia de la oposición que hace poco o nada para contrarrestar ese mensaje e intentar colocarse al frente de la inmensa mayoría de los españoles que, no siendo quizá totalmente conscientes de lo que se juega, sin duda no están dispuestos a que a través de un Estatuto se cuestione la realidad histórica y política de España como Nación soberana y patria común de los españoles; ante la actitud del monarca, que parece prepararse para ser Rey de una España confederal antes que seguir siendo el símbolo de la unidad y la permanencia de la Nación española; la del Tribunal Constitucional, que no quiere contrariar al Gobierno de Rodríguez Zapatero, dictando una inequívoca sentencia de inconstitucionalidad del pseudo-Estatuto catalán; ante el desinterés, indiferencia o el apoyo tácito de las instituciones, corporaciones, colegios profesionales, asociaciones, Universidades, organizaciones empresariales y sindicatos, sobre todo catalanes, &c., a los planes anticonstitucionales del Gobierno, cómplices del nacionalismo antiespañol, al que amparan, fortalecen y dan nuevas y mejores alas para el paso siguiente hacia la secesión de Cataluña, no es de extrañar, repetimos, que el pueblo español o una parte considerable del mismo, desinformado, engañado y despreocupado de los intereses generales de la Nación, tenga la sensación de que, sea bueno o malo el Estatuto de Cataluña, nada anormal está sucediendo antes sus narices. No pasa nada, es precisamente el mensaje de Zapatero, que sus acólitos de todo pelaje difunden por todos los medios a su alcance, entre los que se cuentan los más influyentes para la formación de la opinión de los españoles –sobre todo los canales de televisión (y no se olvide que el común de los españoles se informa preferentemente a través de este medio), de los que los seis de ámbito difusión nacional o los controla el Gobierno o son afines o no molestan– y en los que se intenta neutralizar a los críticos acusándolos de tremendismo, alarmismo, &c.

II
Las interpretaciones del proceso estatuario catalán

En esta segunda parte ingresamos en el núcleo de este ensayo, una parte en la que clasificamos, exploramos y analizamos, según prometimos en el plan inicial, las múltiples y variopintas interpretaciones de que ha sido objeto el proceso estatutario catalán, que inicialmente dividimos en interpretaciones no golpistas y golpistas. A su vez, dentro de las primeras diferenciamos entre las interpretaciones de constitucionalidad, que valoran el proceso estatutario como un proceso plenamente constitucional, y las de no constitucionalidad, que lo valoran como un proceso que vulnera la legalidad constitucional, en mayor o menor grado, sólo en la materia o tanto en la materia como en la forma, pero sin llegar a definirlo como un golpe de Estado. Exponemos y valoramos las interpretaciones de constitucionalidad en el capítulo 1 y las de no constitucionalidad en el 2.

Desbrozado así el terreno, nos ocupamos de la interpretación del proceso estatutario como golpe de Estado en el capítulo 3, donde después de recusar las definiciones no golpistas del proceso estatutario catalán, no sin sacar provecho de las contribuciones valiosas de los que impugnan la constitucionalidad de éste, justificamos la definición del proceso estatutario como un golpe de Estado, evaluamos su trascendencia en el contexto de la historia contemporánea de España comprándolo con otros golpes de Estado y también confrontándolo con golpes de Estado habidos en otros países. Esta segunda parte concluye con un examen del alcance del golpe de Estado estatutario en tres ámbitos, el político, el cultural y el económico, lo que ampliaremos en la tercera parte del ensayo

Respecto de las valoraciones de constitucionalidad del nuevo Estatuto catalán, debemos hacer una aclaración, antes de pasar de inmediato a ocuparnos de ellas. Sus partidarios, tal como el Gobierno de Rodríguez Zapatero y los socialistas, sostienen que formalmente todos los pasos del proceso estatutario se han realizado en conformidad con la Constitución, aunque admiten que, tal como salió del Parlamento catalán, el Estatuto venía con algunas tachas de inconstitucionalidad, que, según ellos, habrían sido limpiadas en las Cortes, de donde ya habría surgido totalmente inmaculado. Por tanto, cuando los socialistas afirman que el Estatuto es plenamente constitucional, se refieren a éste tras la limpieza que se le habría hecho en su tránsito por las Cortes, no antes de su paso por éstas. Los nacionalistas catalanes, incluidos los socialistas del PSC, por su lado, se han caracterizado, en cambio, por defender que el Estatuto se ha ajustado siempre a la Constitución, tanto formal como materialmente.

1. Lo que el Estatuto catalán se dice que es, pero que no es en absoluto

Empezamos haciendo un repaso del punto de vista constitucionalista acerca de la aprobación por las Cortes de la denominada reforma del Estatuto catalán. Por supuesto, tal es, como acabamos de decir, la opinión del Gobierno y del partido al que representa, una opinión que ha quedado oficialmente recogida en el discurso del Presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero, en el debate sobre la toma en consideración de la propuesta aprobada por el Parlamento de Cataluña el 2 de Noviembre de 2005, en el de la Vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega en el debate sobre el dictamen de la Comisión Constitucional y sobre todo en el discurso, brillante y elocuente, sin parangón con el de Rodríguez Zapatero o de Fernández de la Vega, del entonces portavoz del Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso, Alfredo Pérez Rubalcaba, en su intervención en el mismo debate sobre el dictamen de la Comisión Constitucional, debate final previo a la aprobación de la reforma del Estatuto de Cataluña el 30 de Marzo de 2006 y que, a diferencia del pronunciado por el Presidente del Gobierno o por la Vicepresidenta, entra en el fondo de los temas principales del Estatuto con mucha astucia, pero enristrando con ingenio un sofisma tras otro.

La valoración del Estatuto por parte de Rodríguez Zapatero, en nombre del Gobierno de la Nación, hace hincapié en su plena constitucionalidad, pues la propuesta estatutaria catalana no es una reforma de la Constitución –cómo se le puede ocurrir a alguien pensar algo semejante–, sino que cumple todos los trámites previstos en la Constitución, la cual es su fuente de legitimidad, de ella emana y por tanto responde a los principios, valores y reglas constitucionales. Advertido esto de entrada, el Presidente, adoptando un tono solemne e institucional y un estilo dogmático que evita la polémica, con lo que finge situarse por encima de las discordias de partido, empieza y termina su discurso con una loa a la Constitución del 78 («Su vigencia ha supuesto la etapa de más democracia, estabilidad y progreso de la historia de España»), de la que la propuesta estatutaria catalana, a la que él está dispuesto a ofrecer todo su apoyo con algunos leves retoques, es un producto tan maravilloso como la propia Constitución de la que procede, una Constitución que nos ha traído una era de prosperidad, libertad, igualdad y solidaridad sin precedentes: «Nuestra historia reciente tomó el rumbo oportuno cuando consagró la Constitución como regla de nuestra convivencia. Desde entonces y sólo desde entonces, los españoles somos iguales en derechos, solidarios en obligaciones y libres en nuestra existencia». Siendo así, un Estatuto salido de una Constitución tan prodigiosa, virtuosa y benefactora sólo puede ser una bendición para los catalanes y para el resto de los españoles: robustecerá nuestra convivencia porque se basa en los principios de la libertad, igualdad y solidaridad, hará más fuerte a Cataluña y una Cataluña fuerte hace más fuerte a España, promueve el autogobierno y reconoce su identidad dentro de la «España plural», a la que no hay que temer.

Además la virtuosa Constitución nos ha deparado el no menos virtuoso Estado de las Autonomías, que amén de haber hecho ganar fortaleza a España y de haber abierto un proceso de autogobierno de sus pueblos y de reconocimiento de las señas de identidad de todos ellos, ha sido una fuente generadora de todo un surtido de efectos benéficos: incremento de la «cohesión territorial» (no se puede decir unidad nacional, pues que España sea una nación es concepto discutido y discutible), de la igualdad y solidaridad entre los españoles, de la integración económica o más unidad del mercado español, de la movilidad laboral interregional y de la eficiencia. Pus bien, ¿quién puede negarse a admitir una reforma estatutaria –y lo mismo piensa Rodríguez Zapatero de las demás iniciativas de reformas estatutarias en marcha– como la que viene del Parlamento de Cataluña, que no hace otra cosa que profundizar y robustecer el virtuoso Estado de las Autonomías, un manantial inagotable de tan benéficos efectos? Establecido que el Estatuto catalán ha de ser tan virtuoso como la propia Constitución de la que es producto y como el Estado autonómico del que también es un producto y a la vez un acicate para culminar y perfeccionar su desarrollo, sólo falta ya mentar cuáles son los novedosos y sorprendentes elementos o factores estatutarios que, según Rodríguez Zapatero, lejos de desunir a los españoles o de reducir su libertad, igualdad o bienestar, van a incrementar tanto su unidad, solidaridad y prosperidad como su libertad e igualdad, y, con ello, serán artífices del perfeccionamiento del proceso autonómico a través de un mayor autogobierno de Cataluña: «España estará más unida porque estará mejor unida».

El primer elemento o factor dinamizador del Estado de las Autonomías pasa, según Rodríguez Zapatero, por reconocer la identidad nacional de Cataluña: «Cataluña tiene identidad nacional y ello es perfectamente compatible con el artículo 2 de la Constitución que considera a España como Nación de todos». Después de tanto canto a la Constitución, a la «cohesión territorial», a la unidad entre los españoles y al Estado autonómico, nos enteramos de que justamente lo que se pretende es dinamitar todo eso. Pues si Cataluña tiene identidad nacional, es una nación y si es una nación, España no lo es; en el mismo espacio Cataluña y España no pueden ser a la vez naciones.

Es pasmoso que un Presidente del Gobierno además tergiverse deliberadamente el texto constitucional para hacerle decir lo que no dice, tergiversación que le permite afirmar sin sonrojo que el reconocimiento de Cataluña como nación es perfectamente compatible con el artículo 2, un artículo cuyo contenido aligera y falsea, para obviar que allí se declara categóricamente (ya sabemos que al acomodaticio, elástico y relativista Rodríguez Zapatero, según confesión suya, le repelen las declaraciones categóricas, especialmente cuando se habla de la idea de nación, que no parecen repelerle cuando se trata de afirmar la identidad nacional de Cataluña) que «la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles». Para quien tiene unos mínimos conocimientos jurídico-políticos y un poco de sentido común, está muy claro lo que significa nación como idea jurídico-política usual en los textos constitucionales; pero, por si no estuviera claro, el legislador constitucional ha preferido ser redundante y machacón en la definición de España como una nación dotada de una unidad indisoluble y que es patria común e indivisible de todos los españoles, para evitar o dificultar que lectores maliciosos o de mala fe adulteren el sentido de la idea nacional de España, que impide, contra la pretensión de Rodríguez Zapatero, admitir naciones en su seno, en cuyo caso España ya no sería una nación, que por definición es una e indivisible, sino una confederación de naciones, que es en lo que el Presidente del Gobierno aspira a convertir a España.

Quien ha osado afirmar en el Senado que la idea de nación en referencia a España es un concepto discutido y discutible y que además desde la tribuna del Congreso anuncia solemnemente que Cataluña es una nación y, por añadidura, intenta engañar a los españoles haciéndoles creer que eso es compatible con la idea de España como nación indisoluble e indivisible (valga la redundancia) proclamada en la Constitución, merece se destituido y no seguir ni un segundo más como Presidente de una Nación a la que traiciona en la misma sede de representación de la soberanía nacional; pero ya se sabe que las instituciones del Estado no funcionan y nadie ha exigido responsabilidades, hasta el momento, a Rodríguez Zapatero por su labor de constante zapa contra la Constitución y la Nación españolas.

Después de cometer la felonía de anunciar en la propia sede representativa de la soberanía nacional que Cataluña es una nación y convertirse así en el primer Presidente del Gobierno en hacer este reconocimiento, el primero en afirmar que una parte de la Nación española es una nación, un acto decisivo en el proceso de destrucción de la Constitución y de Nación Española como titular de la soberanía y fuente de la que emanan todos los poderes del Estado, acto y proceso que comprometen, pues, amén de al Presidente, al propio Parlamento de la Nación en el proceso de golpe de Estado estatutario, Rodríguez Zapatero remata su faena de traición golpista con una artera maniobra más, mediante la cual pretende convencer a las masas desorientadas, desinformadas o simplemente ignaras de sus votantes y no votantes –¡qué le importan a él lo que piensen las minorías cultivadas o enteradas, que sólo suponen un puñado de votos¡– de que el proyecto de Estatuto es, en lo que respecta a la definición de la naturaleza del poder político de Cataluña, perfectamente conforme con la Constitución. El artículo 1.2 dispone que «Cataluña ejercerá su autogobierno mediante instituciones propias, constituida como comunidad autónoma de acuerdo con la Constitución y el presente Estatuto», fórmula que él considera constitucionalmente impecable, «a pesar de lo que se ha dicho con tanta insistencia». Nadie ha discutido la constitucionalidad de esa fórmula, pero el sofista Presidente finge controversia sobre un punto inocuo, para ocultar la discusión de fórmulas explosivamente no ya inconstitucionales, sino anticonstitucionales, por lo que suponen de embestida contra los pilares mismos de la Constitución y la articulación de España como Nación.

No menciona que, ya en su mismo preámbulo, el proyecto de nuevo Estatuto anuncia la voluntad del Parlamento catalán de dotar a Cataluña de una Constitución: «El presente Estatuto sigue la tradición de las Constitucions y altres drests de Catalunya», fórmula, que además de reflejar la voluntad soberanista del Estatuto, se ha conservado en su redacción definitiva; que en él se reconoce «el derecho de los ciudadanos de Cataluña de determinar libremente su futuro como pueblo», esto es, el derecho de autodeterminación, el cual se funda en «la afirmación nacional que históricamente representó la institución de la Generalidad», todo lo cual implica afirmar la soberanía de Cataluña como nación, pues el mentado derecho es una de las manifestaciones de un poder soberano constituyente; que el reconocimiento de ese derecho se vuelve a ratificar en el pasaje preambular alusivo al «derecho inalienable al autogobierno» (que se ha mantenido en el texto definitivo), lo que vale tanto como decir que Cataluña tiene un derecho al autogobierno previo al poder constituyente español, que éste no puede dejar de reconocer; y que estos derechos forman parte, según el preámbulo, de» los derechos nacionales de Cataluña», entre los cuales también figura el que «el derecho catalán es aplicable de manera preferente»; asimismo silencia que, en virtud de estos principios, se proclama expresamente tanto en el preámbulo como en el articulado que «Cataluña es una nación» y en el preámbulo que «Cataluña considera que España es un Estado plurinacional», lo que es tanto como decir que España no es una nación.

Asimismo guarda silencio sobre un pasaje trascendental del articulado estatutario que invalida totalmente la tesis del Presidente de Gobierno sobre la impecabilidad del Estatuto acerca de la definición de la naturaleza del poder de Cataluña, al tiempo que revela la gravedad de su traición a España y a los españoles. Se trata del pasaje en el que se declara expresamente la soberanía nacional del pueblo catalán como titular del poder político y que por ello es sin duda el artículo más importante de todo el Estatuto: «Los poderes de la Generalidad emanan del pueblo de Cataluña y se ejercen de acuerdo con lo establecido en el presente Estatuto y la Constitución» (art. 24), mantenido tal cual en el texto aprobado por las Cortes, con lo cual éstas se hacen el haraquiri autodisolviéndose en su calidad de Cortes nacionales. La segunda parte coincide materialmente con la fórmula traída a colación interesadamente por Rodríguez Zapatero para inducir a engaño al público escuchante, pero no formalmente, pues la primera parte de la frase altera el sentido de la segunda por comparación con la fórmula preferida de Rodríguez Zapatero.

En el artículo citado se distingue claramente entre la titularidad del poder, que se atribuye al pueblo de Cataluña, y el ejercicio del mismo, que corresponde a la Generalidad, lo que significa que, supuesto que el pueblo de Cataluña es el titular del poder de la Generalidad, España ya no es titular del poder soberano originario y, siendo así, la segunda parte de la frase relativa al ejercicio de los poderes de la Generalidad de acuerdo con el presente Estatuto y la Constitución ya no tiene el mismo sentido que en la frase homóloga del artículo 1.2 mentado por Rodríguez Zapatero. Pues lo importante es saber quién es el titular o propietario de la soberanía y, sabido que el propietario original del poder es la Generalidad, ésta podrá disponer que lo ejerza quien le dé la gana y como lo estime oportuno; en la actualidad el propietario del poder de la Generalidad ha dispuesto que los poderes de la Generalidad o el autogobierno se ejerzan, como reza el precepto citado por Rodríguez Zapatero, «de acuerdo con la Constitución y el presente Estatuto», pero una vez reconocido el pueblo de Cataluña como propietario original del poder nadie le puede negar el derecho a decidir en el futuro que los poderes de la Generalidad ya no se ejerzan de acuerdo con la Constitución española, sino que se ejerzan de acuerdo sólo con el Estatuto aprobado o con otro distinto o, sencillamente, de acuerdo con su propia Constitución catalana.

Una vez proclamada Cataluña como nación, no es de sorprender que Rodríguez Zapatero esté dispuesto a ceder todo lo que haga falta para contentar a sus socios separatistas. Valora positivamente la incorporación de una declaración de derechos en la propuesta de Estatuto, lo que es tanto como decir que no tiene inconveniente en aprobarla. En cuanto a las competencias, le parece razonable que con la distribución competencial entre el Estado y la Generalidad regulada en la propuesta estatutaria se persiga más autogobierno, eso sí dentro de la Constitución que él mismo se encarga de dinamitar, un autogobierno de más calidad. Hace el amago de que no quiere negociar las competencias exclusivas del Estado, para a renglón seguido decir lo contrario, esto es, que no se niega a negociar la transferencia o delegación de alguna competencia por la vía del artículo 150.2 de la Constitución y por supuesto admite disponer de un gran margen de negociación en cuanto a las competencias compartidas. Con estas ideas en la cabeza no es de extrañar que en el texto finalmente aprobado se hayan cedido toda suerte de competencias exclusivas del Estado y que la Generalidad comparta muchas otras con el Estado hasta el punto de dejarlo vacío e inoperante en Cataluña.

No dice nada claro sobre el poder judicial en Cataluña, pero el resultado ha sido la ruptura de la unidad del poder judicial nacional con la aceptación de un poder judicial segregado y propio para Cataluña. Cedido todo lo anterior, no se va a ser menos con respecto a las relaciones bilaterales entre el Estado y la Generalidad, relaciones que ya se vienen produciendo de facto, esgrime él para justificar la operación, entre el Gobierno del Estado y los Gobiernos Autonómicos, y por tanto la propuesta de Estatuto, argumenta irresponsablemente, no hace sino regular prácticas que se vienen dando regularmente en el funcionamiento ordinario de los poderes públicos. Advierte, no obstante, que, al igual que el Estado no debe imponer a Cataluña obligaciones en el ejercicio de sus competencias, tampoco la propuesta de reforma estatutaria debe imponérselas al Estado, una declaración tan vacua, como todo lo anterior, pues, a la postre, en el texto definitivamente aprobado se le ha concedido a la Generalidad el derecho a intervenir y controlar la política del Estado y a nombrar representantes suyos en toda suerte de instituciones del Estado.

Finalmente, como preludio al espinoso tema de la financiación de Cataluña y para hacer más digeribles las cesiones en un terreno que debilitan gravemente la acción del Estado y quiebran la solidaridad interregional, dificultando que las demás Comunidades puedan prestar similares niveles de servicios, con independencia de su capacidad fiscal, entona una larga loa al Estado de las Autonomías, a la que ya nos referimos. Aprovecha la ocasión para defender a Cataluña –pero al hacerlo a quienes realmente está defendiendo es a sus cofrades de atropellos, los nacionalistas antiespañoles– de algo que nadie la acusa, de ser insolidaria, pasando sesgadamente por alto que a quien se acusa de eso es a la voraz casta catalana que conforman las cuatro facciones del nacionalismo antiespañol de este origen, una casta que sueña con convertir al resto de España en un feudo de Cataluña sobre el que ejercer su hegemonía depredadora, un sueño histórico del nacionalismo independentista catalán, desde sus orígenes hasta el presente, finalmente convertido, de momento, en ley en el nuevo Estatuto, y quién sabe si además en realidad, gracias al aún más faccioso Rodríguez Zapatero.

Terminamos el comentario del nefasto discurso golpista de Rodríguez Zapatero con dos consideraciones. La primera trata de un error, preñado de graves y nocivos efectos, que se lo hemos oído en otras ocasiones y en el que incurre en su discurso proestatutario, un error sorprendente en alguien como él, que es licenciado en Derecho y que durante un tiempo ejerció como profesor de Derecho Constitucional: se trata del pasaje de su intervención en que alude a las Cortes como «el ámbito en que reside la soberanía». La soberanía reside en el pueblo español, según la Constitución, y no en las Cortes, las cuales simplemente representan al pueblo español, que es el titular de la soberanía. Es una costumbre inveterada en los socialistas, y no sólo en el Presidente del Gobierno, el comportarse como si las Cortes fuesen las titulares de la soberanía, con lo que se sienten autorizados a utilizar las mayorías parlamentarias como las depositarias de esta soberanía de manera que lo que éstas aprueban es, por ello mismo, constitucional y legal, que no puede estar sometido al control de ninguna otra instancia. La asunción de esta tesis explica las declaraciones en los últimos meses de varios ministros, sobre todo el de Interior, Pérez Rubalcaba, y el de Justicia, Francisco Caamaño, no desmentidas por el Presidente del Gobierno, en el sentido de que el máximo garante de la constitucionalidad de las leyes emanadas del Estado, no puede oponerse a las aprobadas por las Cortes, por más que éstas vulneren la legalidad, dando así a entender tácitamente que el Tribunal Constitucional debe dar por buenas las leyes que cuentan con el aval parlamentario, doctrina que, aplicada al caso del Estatuto catalán recurrido ante el Constitucional, equivale a decir que éste debe limitarse a refrendarlo tal cual sin modificación alguna.

La segunda consideración se refiere al hecho de que el Presidente del Gobierno califica siempre al proyecto estatutario catalán como una propuesta de reforma, una práctica seguida por sus ministros, por los socialistas y en general por todos lo juristas y analistas políticos de toda laya bien dispuestos a ejercer de escribas al servicio del Gobierno. Sin embargo, como ya hemos dicho en otros lugares, es un hecho incuestionable que se trata de una propuesta de nuevo Estatuto, puesto que en ella misma se incluye la derogación del Estatuto entonces vigente de 1979. No necesitaba el Presidente del Gobierno mirar siquiera la última página donde consta la Disposición derogatoria; le bastaba, como a todos los corifeos que le siguen la corriente, con leer el primer párrafo de la primera página de la Propuesta de reforma del Estatuto de autonomía de Cataluña, donde se anuncia solemnemente que «el Pleno del Parlamento... ha debatido el Dictamen…sobre la Propuesta de proposición de Ley orgánica por la que se establece el Estatuto de autonomía de Cataluña y se deroga la Ley orgánica 4/1979, de 18 de diciembre, de Estatuto de autonomía de Cataluña». Bastaría esta sola vulneración de la Constitución, que, lejos de autorizar a las Comunidades Autónomas a proponer nuevos Estatutos derogatorios de los anteriores, incluso excluye esta posibilidad, permitiendo sólo reformarlos, como así consta en su artículo 152.2 («Una vez sancionados y promulgados, los respectivos Estatutos solamente podrán ser modificados…»), para rechazar el ilegal Estatuto catalán y arrojarlo al cubo de la basura. Todo esto no obsta para que, sin que se le demude el rostro, el Presidente del Gobierno afirme rotundamente que apoya la toma en consideración de la propuesta de reforma estatutaria catalana, porque ésta es la expresión de una demanda que «democráticamente» nos traslada Cataluña y que cumple «todos los trámites previstos en la Constitución».

El padre del texto estatutario, tan valiente como siempre, no intervino en el debate final sobre el Estatuto de Cataluña del día 30 de Marzo de 2006 para defender su monstruosa criatura. Delegó ese papel en manos de sus dóciles escuderos, la vicepresidenta María Teresa de la Vega y del portavoz parlamentario socialista. Alfredo Pérez Rubalcaba. Del discurso de la vicepresidenta poco hay que decir, salvo que cumplió su papel en un tono institucional tan vacuo y horro de argumentos como el de Rodríguez Zapatero, cuyo guión siguió con su machacona insistencia en la plena constitucionalidad del Estatuto, que ridículamente y sin ningún asomo de vergüenza ponderó como «excelente», respetuoso y fortalecedor de la Constitución, todo ello envuelto de naderías solemnes proferidas con una palabrería hueca al mejor estilo zapateresco: «Sólo integrando la diversidad en la unidad, es posible crear una España sin exclusiones ni excluidos». Más hay que decir de Pérez Rubalcaba, pero ahora diremos poco, porque en la tercera parte del ensayo comentaremos algunos de sus argumentos, sobre todo los que esgrimió en defensa de la tesis gubernamental y socialista de que en el Estatuto no se define a Cataluña como nación.

Por ahora sólo diremos que el discurso de Pérez Rubalcaba, ágil y combativo, a diferencia de los del Presidente y la Vicepresidenta, no estaba ayuno de razones, pero deplorablemente falaces en el más puro estilo de un sofista, como cuando comparó, para defenderse de la crítica a la definición estatutaria de Cataluña como nación soberana en el artículo 2.4, el Estatuto catalán con el valenciano. Pero decir esto es tanto como admitir tácitamente que realmente el Estatuto catalán define a Cataluña como nación y que lo único que se busca con esta acusación de que el PP hace lo mismo en el valenciano es justificar su propia conducta, como diciendo «nosotros sólo hacemos en el Estatuto catalán lo que vosotros ya habéis hecho en el valenciano»; sólo que encima lo que dice Pérez Rubalcaba sobre el Estatuto valenciano es falso –sin perjuicio de que contenga, como ya hemos apuntado más atrás, algunos elementos de inconstitucionalidad–, pues en él se define a Valencia como una «comunidad autónoma dentro de la unidad de la Nación española», dato que ocultó al público escuchante. En general intentó compensar la carencia de buenos argumentos llenándola y tapándola con un ataque constante contra el PP, al que cuando no lo acusaba de catastrofismo, cuando es el PSOE el que trae la catástrofe, lo acusaba de catalanofobia, cuando es su partido el que con acusaciones infundadas y fuera de lugar como ésta se convierte en incitador de lo que el portavoz del Grupo Parlamentario Socialista mendazmente atribuye a otros por el simple hecho de oponerse al obviamente anticonstitucional Estatuto, que con tanto sofisma se presta a defender semejante portavoz.

En resumidas cuentas, el mensaje fundamental de los discursos del Presidente y la Vicepresidenta, en nombre del Gobierno, y de Pérez Rubalcaba, en el de los diputados del PSOE, se puede resumir así: el Estatuto catalán, que estaba a punto de aprobarse por la mayoría de la Cámara, es no sólo constitucional, sino incluso escrupulosamente constitucional, de la A a la Z, del principio al fin, declara enfáticamente Pérez Rubalcaba, no sin cierta arrogancia, con ánimo de disipar cualquier duda entre los diputados socialistas –muchos de los cuales no pensaban así, pero que en bien del Partido y en mal de la Patria, acabarían disciplinadamente votando a favor del Estatuto– y sobre todo a su votantes, para que sigan uncidos al carro sin la mala conciencia de haber votado a un partido al que se le ocurre traspasar los límites de la Constitución hasta su demolición. Se trata, sigue diciendo la cantinela, de un Estatuto pactado en el marco de la Constitución, que refuerza el Estado autonómico, fuente de estabilidad política, de desarrollo económico y social para España, y que, por supuesto, fortifica a la España constitucional. Dicho negativamente para tranquilizar a las gentes: ni ruptura de la Constitución ni de España ni secesión. Nada de eso están amparando los socialistas.

Naturalmente, la posición oficial de los socialistas es pura propaganda, lo cierto es todo lo contrario, a saber, que es escrupulosamente anticonstitucional, que, lejos de reforzar el Estado autonómico, lo arruina, conduciendo a una España confederal, y, si no es la secesión o la ruptura de España, siembra al menos las bases para su ruptura y la secesión.

Rodríguez Zapatero y Rubalcaba, y con ellos muchos socialistas, parecen olvidar que el Estatuto cuyas bondades loan, lo entregan no a unos políticos regionales celosos de la lealtad a la Constitución e imbuidos, al menos, de respeto a España, no ya de amor a ella, que sería demasiado para ellos, sino a una casta nacionalista antiespañola, la que representa el cuatripartito formado por el PSC, ERC, IV y CiU, que compiten entre sí a ver quién consigue antes convertir a Cataluña en una nación soberana, liberada al fin de la opresora España. De hecho, nada más ser aprobado el nuevo Estatuto en el Congreso, faltó tiempo para que la última de las cuatro facciones enumeradas, CiU, declarase: «Este Estatuto es sólo un peldaño más hacia la independencia de Cataluña». Los que así piensan son los destinatarios del Estatuto, unos destinatarios que si con el Estatuto ya derogado han desbordado la Constitución y han creado en Cataluña un estado de subversión contra España en el que se infringen la legalidad constitucional y otras leyes de ámbito nacional e incluso autonómico, con el nuevo Estatuto, que incrementa enormemente el poder de la Generalidad y el número de sus atribuciones, lo que pueden hacer para lograr su objetivo de desmembrar España no es difícil de imaginarlo; lo estamos viendo ya con los primeros pasos de la aplicación del nuevo Estatuto, el Estatuto de Zapatero, por cuya aprobación ha luchado denodadamente; y lo estamos viendo también en las amenazas reiteradas por parte de miembros del Gobierno de la Generalidad o del Parlamento catalán o de políticos de la casta nacionalista antiespañola de insubordinación golpista ante un posible fallo del Tribunal Constitucional de inconstitucionalidad del Estatuto, fallo que, faltaría más, no tienen intención de acatar y cumplir, pues, como ha llegado a decir una consejera del Gobierno autonómico catalán, lo que hay que hacer es cambiar la anticuada Constitución española y adaptarla al modernísimo Estatuto catalán, de suerte que al final el problema no es que el Estatuto sea flagrantemente anticonstitucional, sino que la Constitución es antiestatutaria, y naturalmente lo que hay que hacer es derogar ésta.

Lo que los gobernantes del tripartito catalán y lo políticos del cuatripartito nos quieren dar a entender a través de sus declaraciones es que Cataluña es, en realidad, una nación soberana y ellos actúan como si lo fuese, de forma que cualquier acción o decisión de una institución del Estado que afecte a Cataluña de un modo que a ellos no les guste pasa a ser una injerencia intolerable o una anormalidad jurídica, como recientemente nada menos que el presidente del Parlamento catalán ha dicho del Tribunal Constitucional; en suma, estamos asistiendo al cuestionamiento constante de la legitimidad de la actuación de las instituciones del Estado en el territorio catalán. Y ante todo esto, lejos de salir al frente de estas actitudes y manifestaciones golpistas, el Gobierno de la Nación no tiene más respuesta que no decir ni hacer nada. ¿Así es como el Gobierno cuyos miembros han jurado o prometido defender España y la Constitución y que tiene a gala autoanunciarse como el Gobierno de España protege la Nación y sus instituciones?

Este es el refuerzo del Estado autonómico y de la España constitucional que Rodríguez Zapatero y Rubalcaba nos prometían. Y sólo han pasado poco más de tres años y medio desde la aciaga, traidora y golpista aprobación del Estatuto catalán.

Por ahora nos limitamos a exponer nuestro rechazo frontal de la posición socialista y de la numerosa corte de juristas y analistas políticos a su servicio, contraria a la verdad, no sin acompañarla con algunas notas críticas, pero en la tercera parte de este ensayo el lector podrá asistir a su refutación sistemática.

2. Lo que el Estatuto es, pero no totalmente o sólo en parte es

Entre los críticos que rechazan el Estatuto han salido a la palestra varias tesis, a nuestro juicio correctas, pero insuficientes, por quedarse cortas normalmente. Revisamos las principales y que más se han debatido. Las clasificamos en dos tipos, las que se centran en la valoración del procedimiento de tramitación de la reforma del Estatuto o en el formato de éste, y las que se centran en la valoración de su contenido. Naturalmente, no se trata de tipos o clase dicotómicas o excluyentes, sino que se pueden combinar entre sí, y de hecho se combinan, pero que nosotros, a efectos prácticos y de clarificación, vamos a analizar separadamente.

A. Valoración negativa del Estatuto en función de su formato o tramitación

Entre los que juzgan negativamente la aprobación del Estatuto por razón del procedimiento de tramitación o por su forma, cabe discernir tres posiciones, que se resumen en las siguientes tesis

1. El Estatuto de Cataluña no es realmente una reforma estatutaria, sino una reforma encubierta de la Constitución.

La primera parte de la tesis es indiscutible. No es una reforma, puesto que dispone la derogación del Estatuto anterior de 1979; una reforma se limita a hacer revisiones que se incorporan a la ley o al Estatuto vigente, que resulta así reformado, pero no destruido o liquidado, que es lo que hace el nuevo. Tampoco es estatutaria la reforma, porque desborda los limites de lo que es una norma de Estatuto de Autonomía, cuyo formato y contenido está regulado por la Constitución española (art. 147.2) y entre lo que la regulación constitucional no incluye como parte de una norma estatutaria autonómica está, entre otras cosas, la redacción de un catálogo de derechos y deberes, como, en cambio, oponiéndose a aquélla y vulnerándola recoge el Estatuto catalán, y ello con independencia ya del tipo de derechos y deberes que establezca para los catalanes; sencillamente esto es un asunto de la exclusiva competencia de las Cortes Generales.

La segunda parte es correcta, pero sólo en parte. En la medida en que el Estatuto en muchos puntos, y no sólo en el anterior de los derechos y deberes, se mete en el terreno de la Constitución alterándola, caso de seguir adelante, se convierte en una reforma de la Constitución. Pero en la medida en que modifica varios aspectos cruciales, trastocando así los pilares básicos de ésta, como la definición de Cataluña como nación, el diseño de una especie de relación confederal con el resto de España o se define un sistema judicial independiente, no es una reforma de la Constitución, sino su derogación o, si se quiere, la destrucción de ésta. Ahora bien, la Constitución española es susceptible de reforma o de revisión por la vía reglamentaria en ella regulada, pero no de destrucción, que es lo que acarrea el Estatuto de Cataluña. Por tanto, a la postre, la reforma del Estatuto va más allá de una reforma subterránea de la Constitución, para convertirse en una subversión revolucionaria de ésta, que se presenta, en el fondo, como una Constitución para Cataluña, bien es cierto que, tal Constitución por proponerla quien no tiene competencia para ello y que al hacerlo se erige en un poder subversivo, merece, a su vez, ser tachada de pseudo-Constitución.

2. La aprobación del Estatuto de Cataluña es un fraude de ley.

A quienes defienden esta tesis no les falta razón. Es cierto que la aprobación del Estatuto por la vía estatutaria como una mera ley orgánica, que requiere sólo una mayoría parlamentaria ordinaria, en vez de por la vía de la reforma constitucional, que requiere una mayoría parlamentaria muy amplia y un referéndum nacional, es un fraude de ley, y muy grave, lo que es, dicho sea de paso, muy revelador de los planes objetivos de Rodríguez Zapatero y sus acólitos los nacionalistas secesionistas catalanes (fines operis), con independencia de cuáles sean sus fines subjetivos (fines operantis). Pero reducir los problemas que suscita el mal llamado Estatuto catalán a una cuestión de fraude legal viene a tapar la gravedad de lo que se juega. Principalmente porque la acusación de fraude legal es muy genérica, la cual también se puede dirigir contra las numerosas situaciones en que se burla la aplicación de leyes de mucha menos importancia. Esta calificación es importante cuando va unida a otras que entran en el contenido de los asuntos en juego.

3. La aprobación del Estatuto de Cataluña, de la manera como se ha llevado a cabo, es un fraude constitucional.

Este es el diagnóstico del grupo Gracián, que se autopresenta, como ya dijimos, como un colectivo de 60 intelectuales y profesores de reconocido prestigio, pero no se identifican, sino que se encubren en el anonimato. Se trata, sin duda, de un diagnóstico también certero y a la vez más exacto que el anterior. Ya no se habla de un genérico fraude legal, sino que se ajusta más al terreno en tanto precisa el sentido del fraude, el cual no afecta a cualquier ley, sino nada menos que a la propia Constitución, la cual se modifica y con ella el actual régimen español «sin seguir el cauce establecido para ello por el Derecho, es decir, por el Título X de la Constitución de 1978» (diario Abc, 6 de Junio de 2006), lo que requiere acudir al pueblo español como titular del poder constituyente, disolviendo las Cámaras, convocando nuevas elecciones y sometiendo la reforma constitucional a referéndum de todos los españoles (art. 168). Ahora bien, esta valoración, sin duda muy importante, si no se entra en el terreno de los contenidos y el colectivo Gracián no lo hace, resulta de nuevo muy genérica. Nos dicen que este fraude constitucional cometido al no seguir el procedimiento establecido por le Derecho para modificar la Constitución entraña un cambio del actual régimen político, pero no se nos explica cuál es el nuevo régimen que viene a reemplazarlo. Esto es, no se entra en el contenido concreto del fraude constitucional, salvo de una forma puramente abstracta consistente en afirmar que con éste se auspicia un cambio de régimen.

Sin embargo, hay una lección muy importante en el escrito de Gracián, de la que el colectivo no ha sacado todas sus consecuencias para el asunto que estamos tratando. Nos referimos a su tesis de que un cambio de la Constitución y del régimen vigente de forma fraudulenta, como sucede con el Estatuto catalán, al no ser conforme a Derecho, se lleva a cabo por la fuerza, por la fuerza de lo hechos. Pues muy bien, si resulta que se quiere instaurar un cambio de régimen político, cuyo contenido se deja indeterminado, y esto se hace por la fuerza, esto es, violando el Derecho, la pregunta que cabe hacerse es por qué el colectivo Gracián no denuncia que lo que está sucediendo con la transformación del régimen político español por la ilegal vía de la reforma estatutaria es sencillamente un golpe de Estado. ¿No es precisamente un golpe de Estado, en este caso realizado desde arriba, por parte de quienes ocupan las instituciones del Estado, cambiar el régimen político por la fuerza y en contra del Derecho?

Es asombroso que el colectivo Gracián ponga como ejemplo de fraude constitucional la «revolución legal» de Hitler por medio de la cual derogó la Constitución de Weimar de 1919 para sustituirla revolucionariamente por su propia legalidad basada en su caudillaje personal, una operación que, como el colectivo no puede ignorar, habitualmente los historiadores, politólogos y juristas califican de golpe de Estado, y no apliquen al caso de España el mismo análisis. En cambio, el ejemplo que ponen de Napoleón no es muy afortunado en relación con el caso español. Ciertamente, el triunviro Napoleón utilizó la técnica del fraude constitucional para transformar el régimen vigente en un Imperio, pero no tienen en cuenta que previamente ello vino precedido por la conspiración que dio lugar al célebre golpe de Estado del 18 de Brumario de 1799.

Nos permitimos, por nuestro lado, traer a colación un ejemplo más ajustado para iluminar el caso español y que, por cierto en cuanto al fondo de lo que se jugaba, es calderilla en comparación con la magnitud del caso español. Se trata del golpe de Estado dado por el sobrino de Napoleón, Luis Napoleón Bonaparte en 1851, que desde su origen así fue bautizado por sus contemporáneos, con esa calificación ha pasado a la historia y al que Marx dedicó un memorable estudio histórico, El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Es relevante por varias razones. Primero, estamos ante un golpe de Estado que viene de arriba, esto es, se trata, como dicen los franceses y así lo describió el propio Marx, de un coup de tête, de un cabezazo dado por la más alta instancia o magistratura del Estado contra la legalidad constitucional, con lo que cuenta con las ventajas que proporciona el que, al llevarse a cabo desde esta plataforma, desde un órgano del Estado por una autoridad legítimamente constituida, en este caso por parte del Presidente de la República francesa, pase inadvertido para gran parte de la gente, aquí del pueblo francés; no se concibe, porque no se espera, que un Jefe de Estado, un Gobierno o un Presidente de Gobierno trame y ejecute un golpe de Estado. Segundo, el asunto en juego era algo menor o insignificante en comparación con lo que se juega en España con el Estatuto catalán y, sin embargo, ello no ha impedido que haya pasado a la historia como un caso canónico de golpe de Estado. Mientras en España lo que se puede producir es un cambio de régimen político si prospera el Estatuto, en el caso de Francia el golpe consistió en que Luis Napoleón, Presidente de la República, volvió a presentarse a las elecciones violando así el precepto constitucional, que prohibía al Presidente de la República concurrir a las urnas para un segundo mandato presidencial. Si esto es un golpe de Estado, excusamos decir lo que es lo que está sucediendo en España por causa del mal llamado Estatuto catalán, en realidad una Constitución disfrazada de Estatuto.

Por cierto, el reciente golpe de Estado del entonces Presidente de Honduras, Manuel Zelaya, al que ya nos hemos referido más atrás (hacia el final del tercer capítulo de la primera parte de este ensayo), presenta un formato muy parecido al de Luis Napoleón Bonaparte y podría servir igualmente para proyectar luz sobre el caso español del golpe de Estado estatutario. En ambos casos, el Presidente de turno aspiraba a un nuevo mandato presidencial vulnerando un precepto constitucional y siguieron adelante con sus planes sin recurrir a las armas. La única diferencia relevante es que mientras el golpe de Estado de Luis Napoleón Bonaparte triunfó, el de Zelaya, quien recibió el respaldo de Rodríguez Zapatero, en cambio, se puede afirmar ya que ha fracasado.

Sin salir de España, pongamos un último caso de fraude constitucional que muchos historiadores tratan como un golpe de Estado, un caso que nos ofrece la historia de la Segunda República. Nos referimos a la destitución inconstitucional de Niceto Alcalá Zamora como Presidente de la República, en Abril de 1936, también realizada desde arriba como una maniobra urdida por Manuel Azaña e Indalecio Prieto. El propio Alcalá Zamora, experto jurista, así lo juzgó.

En fin, la moraleja que cabe extraer de todo esto es que un cambio de régimen o de un aspecto importante del mismo traído mediante fraude constitucional es, por lo que acabamos de explicar, un golpe de Estado y eso es lo que ha sucedido y está sucediendo en España a cuenta del Estatuto catalán.

B. Valoración negativa del Estatuto atendiendo a su contenido

Los juicios adversos al Estatuto catalán fundados en su contenido más escuchados y difundidos se resumen en las tesis siguientes:

1. El Estatuto catalán es inconstitucional.

Pero esta calificación, que está muy bien como dictamen jurídico global, para expresar el mero hecho de que no es conforme con la Constitución española, resulta imprecisa, por cuanto no tiene en cuenta la gravedad o trascendencia de los contenidos que se contravienen. Un Estatuto podría ser inconstitucional por ser contraria a la Constitución en puntos de escasa relevancia, de modo que decir esto del Estatuto catalán, que atenta contra los pilares esenciales –la unidad de la Nación, la soberanía nacional del pueblo español, la organización de España como Estado autonómico, la regulación de los derechos fundamentales y libertades públicas, la unidad del poder judicial, &c.–, es decir demasiado poco.

2. El Estatuto catalán es anticonstitucional

Es tan grave y profundamente inconstitucional que es más exacto afirmar que es anticonstitucional o, si se prefiere, una destrucción de la Constitución. Pero aun este juicio nos parece insuficiente, pues transmite la falsa impresión de que lo que está en juego es sólo la Constitución. Pero lo que está en juego es España misma como realidad histórica y política, su existencia como Nación, como sociedad política cuyo sujeto de soberanía es el pueblo español en su conjunto como pueblo de ciudadanos libres e iguales en derechos y deberes.

Por tanto, lo que hay que decir es que la puesta en marcha del Estatuto, tal como ha salido del Parlamento nacional, es, además de anticonstitucional, esto es, la destrucción de la Constitución, es también la destrucción de España tal como la conocemos no sólo desde las Cortes de Cádiz, cuando por vez primera España es definida como Nación en un texto constitucional o legal, sino incluso desde los tiempos de los Reyes Católicos, pues aun cuando entonces eran los reyes los titulares de la soberanía, su soberanía abarcaba a toda España. Después del Estatuto catalán, si es que nadie lo para, y sólo puede hacerlo ya el desacreditado Tribunal Constitucional, ya no cabe hablar de España como la Nación política que surgió de la Guerra de la Independencia y que las Cortes de Cádiz sancionaron, ni como la nación histórica varios siglos anterior, cuya existencia testimonian toda suerte de escritos de tratadistas políticos, juristas, políticos, economistas y arbitristas, teólogos y clérigos, literatos, &c., y que fue la base de su posterior configuración como nación política; lo que queda, después del Estatuto, ni siquiera llega a ser algo parecido al Estado que crearon los Reyes Católicos, ya que aquél, al tiempo que convierte en residual la presencia en Cataluña del Estado central, eleva a Cataluña al rango de Estado, un Estado cuasi-independiente, al que sólo le falta la competencia en Defensa y Fuerzas armadas, para convertirse en un Estado completo, pero los redactores del Estatuto no se han olvidado de dejar puestas las bases para dar el paso definitivo a la independencia de Cataluña.

3. Lo que sí es el Estatuto totalmente

¿Qué es, pues, el Estatuto catalán, qué es lo que representa? Es y representa un golpe de Estado, y lo es tanto en su formato y procedimiento de aprobación como en su contenido. Por razón de su formato, porque, transgrediendo el formato regulado por la Constitución de lo que debe ser una norma estatutaria autonómica, adopta el formato de una Constitución, que se disfraza de Estatuto de Autonomía. Pero no es más que un pseudo-Estatuto que oculta su carácter de norma constitucional. Por razón de su procedimiento de tramitación y aprobación, porque, como hemos establecido antes, es un Estatuto que propone un cambio de régimen, pero se tramita y aprueba en contra del Derecho, en contra del Título X de la Constitución que regula los cambios de esta índole. Se trata, por tanto, de un cambio ilegal realizado por la fuerza de los hechos, la fuerza que da el tener una mayoría parlamentaria dispuesta a quebrantar la ley, disponer de las riendas del poder político y de los principales medios de comunicación, sobre todo de los televisivos de difusión nacional, y en Cataluña de prácticamente casi todos lo medios de comunicación importantes (tanto la televisión regional como prensa y radio, todos ellos o bajo la férula del cuatripartito nacionalista antiespañol o gustosamente a su servicio), lo que le permite adormecer a la gente haciéndole creer mediante el engaño y la propaganda que aquí no pasa nada grave con el Estatuto, sino que éste es un instrumento maravilloso para la convivencia entre los españoles, cuyos lazos de unión se refuerzan. Éste es el mensaje de Zapatero propagado por los medios afines.

Y por razón de su materia, es un golpe de Estado, porque revienta la Constitución y liquida la Nación española, su unidad y soberanía, en las que aquélla se fundamenta. Éste es el aspecto destructivo o negativo del golpe de Estado estatutario. Su aspecto constructivo o afirmativo consiste en que, a través de una norma estatutaria elevada al rango de Constitución de Cataluña en la que se la define como una nación que establece relaciones bilaterales con España como si fuese un Estado soberano, se consagra una nueva definición de España, que deja de ser una Nación, como una Confederación de naciones, la catalana (y las que vengan en el futuro) y la formada de momento por el resto de España (a la espera de la llegada de otras naciones, como la vasca, la gallega o la andaluza, ya definida como «realidad nacional») o, si se quiere, para decirlo con una expresión del gusto de Zapatero y sus aliados los nacionalistas antiespañoles, como un Estado plurinacional, un primer paso que sirve de trampolín para el paso siguiente y definitivo a la desintegración de España. Reconocido su estatus de nación que trata de igual a igual a España, por qué, razonan los nacionalistas antiespañoles, Cataluña y las futuras naciones han de seguir uncidas a España si desean otra cosa. Y esta idea confederativa de España no es una mera declaración de principios sin consecuencia, sino que el propio Estatuto la materializa a través de la creación de múltiples comisiones mixtas o bilaterales entre Cataluña y España, pero como este nombre es tabú para los nacionalistas secesionistas catalanes, los redactores de aquél, que se esfuerzan para no pronunciar el nombre de España, hablan siempre de las relaciones bilaterales entre la Generalidad y el Estado.

Pero si esto parece demasiado a cualquier español con un mínimo de patriotismo en su cabeza y en sus venas, la gravedad del golpe de Estado es aún mayor de lo que acabamos de señalar. El Estatuto de Cataluña vigente desde el 20 de Julio de 2006 nos tiene reservada aún, por si todo lo anterior fuera poco, una última vuelta de tuerca. El Estatuto va más allá de la definición de esa España que no se quiere siquiera nombrar como una unión confederal de naciones, para diseñar, para decirlo con palabras que a Pascual Maragall le llevarían a entrar en trance, una Confederación asimétrica, esto es, nada de trato igual entre Cataluña y el resto de España, nada de unión simbiótica de ayuda mutua, sino un trato desigual, se consagra una relación parasitaria, de dominio o de subordinación política del resto de España con respecto a Cataluña. Y esto tampoco es una mera declaración sin repercusiones, una bravuconada más de los nacionalistas antiespañoles, pues el Estatuto se encarga de regular esta relación asimétrica de sometimiento del resto de España a la Generalidad catalana para que se ponga en práctica, una puesta en práctica que se materializa en el reconocimiento a la Generalidad catalana de la potestad de nombrar miembros en instituciones generales del Estado central o de él dependientes, como el Banco de España, el Tribunal Constitucional, la Comisión Nacional de la Energía, la Comisión Nacional de Valores, RTVE, &c., pero recíprocamente el Gobierno central no podrá nombrar miembros en las instituciones públicas de la Generalidad o dependientes de ella. Esto es, la Generalidad se autoarroga la facultad de intervenir, influir y determinar la política general de España en su conjunto, pero el Estado central no puede hacer lo mismo en Cataluña. Hablando en plata o en romance paladino, esta Confederación asimétrica viene a convertir a España en un protectorado o colonia al servicio de la Generalidad catalana.

Como se ve, las consecuencias del golpe de Estado estatutario, apadrinado por Rodríguez Zapatero –sin él los nacionalistas antiespañoles nunca habrían conseguido nada semejante– son extremamente graves y nocivas para el futuro de los españoles. Para que el lector se haga una idea más exacta de su gravedad, conviene compararlo con otros golpes de Estado habidos en España. Pues bien, si lo comparamos con los numerosos golpes de Estado sucedidos en la historia contemporánea de España de los últimos dos siglos, desde la Constitución de Cádiz de 1808, inmediatamente derogada por Fernando VII a su vuelta en 1814, iniciando así la serie de golpes de Estado habidos durante este periodo histórico, nos encontramos que sin duda el más letal, por sus consecuencias para la configuración política de España, el más dañino es el golpe de Estado estatutario de 2006. La razón de ello es bien simple. En todos los golpes anteriores, desde el propinado por Fernando VII hasta el del 23 de Febrero de 1981, sólo pretendían cambiar el tipo de gobierno, el régimen político o la forma de Estado, como sustituir la monarquía por la república o al revés, pero lo que nadie se planteó es convertir a una parte o región de España en una entidad política del mismo rango que ella misma, que pasa a ser ipso facto una Confederación de naciones.

Es cierto que Fernando VII y, a su muerte, los carlistas se levantaron contra la conformación de España como nación política, en que el rey ya no es el depositario de la soberanía sino el pueblo español, pero lo que ni uno ni otros perseguían es quebrar la realidad de España como al menos Nación histórica, esto es, como patria común de quienes comparten un pasado, un lengua y una cultura comunes, ni parcelar la soberanía regionalmente; a lo que no renunciaban es a que el rey siguiese siendo el propietario de la soberanía, pero una soberanía que se ejercía sin divisiones en todo el territorio español y sin compartirla con ninguna región. Pero dejando aparte los golpes de Estado de Fernando VII contra la Constitución de Cádiz en 1814 o contra el gobierno de los liberales en 1823 para restaurar la monarquía absoluta o los levantamientos posteriores de los carlistas, ningún golpe de Estado posterior cuestionó la realidad de España como Nación política, que dejaron intacta, pues no se dudaba de que el titular de la soberanía es el pueblo español en su conjunto. Por lo que se levantaban, pronunciaban, alzaban o golpeaban es por dar a España un gobierno o un régimen de un tipo o de otro, pero no por arrebatar al pueblo español la soberanía para dársela a un parte del mismo o a una región, como está sucediendo ahora con el Estatuto catalán.

La única excepción a esto son dos golpes de Estado también venidos de Cataluña, la rebelión de Macià, primer presidente de la Generalidad y de Esquerra Republicana de Cataluña en Abril de 1931 al proclamar la «república catalana», proclama que acompañaba con la invitación a las demás regiones a constituir una «confederación de pueblos ibéricos», idea ésta última que anticipa lo que en el presente viene a sancionar el Estatuto catalán; o la insurrección de la Generalidad catalana, presidida por Companys, sucesor de Macià en la presidencia de la Generalidad y de ERC, en octubre del 34 por la secesión de Cataluña. Tan ilegal y golpista es lo que hacen en la actualidad los sucesores nacionalistas de los nacionalistas de los años treinta del pasado siglo como lo que hacían éstos; lo único que ha cambiado, es que mientras entonces buscaban la independencia de Cataluña por la fuerza de las armas, ahora lo hacen por la fuerza de los hechos aparentando cumplir una legalidad que se infringe, como en el caso del Estatuto vigente, o incluso incumpliendo abiertamente la legalidad sin disfraz alguno, como las sentencias del Tribunal Supremo o del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña sobre el uso de la lengua española que se han negado a cumplir. Y no pasa nada. En este ambiente de subversión de la legalidad, consentida por los sucesivos ocupantes del Gobierno central, se ha gestado el Estatuto que rompe abiertamente la Constitución y la Nación española, un Estatuto que, en mayor medida que el del 32, no será un factor de integración sino una palanca para la secesión.

Sin embargo, la gravedad que acabamos de glosar de lo que es y trae consigo el Estatuto catalán no es percibida así por gran parte de los españoles. Ya hemos mencionado varias de las causas de ello. Pero también en ello ha influido el que muchos, desorientados por la propaganda oficial, no alcanzan a ver que supone un cambio extremo de régimen político realizado usando la técnica del fraude constitucional. Pero incluso a los que son capaces de verlo así les cuesta verlo como un golpe de Estado, no digamos el común de los ciudadanos, pues en general se tiende a identificar el golpe de Estado con el uso de la fuerza física o de las armas. Mucha gente en España, por causa de las imágenes mil veces repetidas, cuando se habla de golpe de Estado, piensa en algo parecido a lo que fue el golpe de Tejero el 23-F de 1981, de manera que si no hay violencia armada por en medio la gente no es capaz de percibir cosas tales como el quebrantamiento de la legalidad constitucional por los gobernantes como un golpe de Estado. Ahora bien, para que un acción política dirigida a cambiar el Estado en su conjunto o alguna des sus instituciones, como el Gobierno, las Cortes, la Jefatura del Estado o la Constitución, sea un golpe de Estado no se requiere el uso de la fuerza física o de las armas; basta con que tal acción dirigida a alterar el Estado o alguno de sus principales órganos o instituciones, como los mentados, sea contraria al Derecho, esto es, con que se imponga por la fuerza de los hechos, que no de la ley, algo que es ya un acto de fuerza o de violencia, acto de violencia factible sobre todo cuando los que dan el golpe son justamente los que tienen las riendas del poder.

Precisamente estos son los peores golpes de Estado, los que se ejecutan desde arriba utilizando a su servicio fraudulentamente los órganos o instituciones del Estado, como es el caso del golpe de Estado estatutario que estamos comentando, que se ha ejecutado para alterar radicalmente la Constitución, hasta el punto de demolerla, a través del uso fraudulento del Parlamento catalán, de las Cortes Generales y del propio Gobierno, cómplice de todo el proceso, que ha contado, pues, con el control de los resortes del poder político, incluso con el del Tribunal Constitucional a través de la mayoría de magistrados nombrados por el partido en el Gobierno o con el apoyo de alguno de los partidos nacionalistas antiespañoles aliados suyos, magistrados que atienden más a su adscripción partidista que a cumplir con su juramento o promesa de defender a España y la Constitución, y con una red importante de los medios informativos, porque con todo esto lo que realmente es un golpe de Estado, como la aprobación y puesta en marcha del Estatuto catalán, cabe disfrazarlo y hacerlo pasar como algo perfectamente legal. Un golpe de Estado basado en la fuerza de las armas se ve venir, pero un golpe de Estado, como los que se ejecutan a través de la táctica del fraude constitucional, el común de la gente no lo ve venir, necesita que se lo expliquen; pero si no se lo explican, por las razones que fueren, las gentes serán víctimas de la engañosa propaganda oficial y quedarán desarmadas para entender unos hechos que no saben interpretar y fácilmente pensarán que no pasa nada grave y hasta se harán chistes cuando a algún aguafiestas se le ocurre decir que España se está rompiendo.

4. Las tres dimensiones del golpe de Estado estatutario

Distinguimos tres vertientes fundamentales en el golpe de Estado estatuario, atendiendo a su alcance político, cultural y económico sucesivamente, que pasamos a examinar.

El alcance político del golpe de Estado estatutario

Hasta aquí hemos glosado el golpe de Estado estatutario in fieri en su dimensión política, que es la fundamental y clave de las demás, aunque, una vez puestas en marcha las otras dos a través del autogobierno reconocido a Cataluña, se realimentan entre sí. Hemos visto que trae consigo una revolución política por vía golpista, que subvierte la legalidad constitucional y además liquida la realidad histórica y política de España como Estado nacional para transformarse en un aparente Estado confederal o Confederación de naciones, pero en realidad en un Estado confederal asimétrico, en que lo que queda de España rinde vasallaje a la Generalidad catalana, el emergente Estado catalán con aspiraciones imperialistas. En otras palabras, la reaccionaria revolución golpista que promueve el Estatuto quiebra la identidad de España como Nación que se sustituye subversivamente por una identidad confederal asimétrica y deja tocada la unidad de España, primero porque la unidad política propia de una Unión confederal es muy débil, no digamos la de una Unión confederal asimétrica, como la que bosqueja el Estatuto, que si sale adelante será un foco permanente de conflictos entre las partes asimétricamente confederadas; de hecho no hay ningún país en el mundo de tipo confederal. Suiza, aunque sigue figurando como Confederación Helvética, lo es sólo de nombre, pues en la realidad es un Estado federal. Además, los Estados confederales son inestables: o bien se transforman en federales o bien se desintegran.

En el caso de España, si el Estatuto prosigue su carrera imparable, lo más probable es que el proceso termine en la desintegración de España, que empezará por la secesión de Cataluña. Pues, una vez rota la identidad nacional de España, la identidad española de Cataluña terminará deshaciéndose ante el acoso por todos los medios a su alcance, más numerosos y más poderosos que antes, que el Estatuto pone en manos de la casta política catalana que nos tiene acostumbrados a hacer gala de su antiespañolismo, sin que los dos grandes partidos, el PSOE y el PP, se pongan de acuerdo para hacerles frente. Sometidos a un proceso incesante de desespañolización, educados doctrinariamente en el odio a España y a todo lo que suene o huela a español, conformados con una nueva identidad catalana excluyente y beligerante de la española, en el plazo de unas generaciones, ¿qué interés en ser españoles cabe esperar que tengan los catalanes de las nuevas generaciones? Si nada ni nadie para este proceso de construcción nacional de Cataluña, se llegará a una situación en que será difícil impedir la segregación de ésta respecto de España, sin que ello tenga funestas consecuencias, por no haber parado antes este proceso de desintegración.

De hecho este proceso de desintegración, cuyas semillas se sembraron con el Estatuto anterior de 1979, se ha acelerado con la aprobación y puesta en práctica del nuevo Estatuto de 2006. El primer gobierno catalán salido de las urnas tras la entrada en vigor de la nueva norma estatutaria, el Gobierno de Montilla, no tiene mayor empeño que el de utilizar el Estatuto de 2006 como si fuese la Constitución de Cataluña y por tanto como un instrumento idóneo para impulsar la construcción nacional de Cataluña, su reconocimiento como nación, y no sólo en España sino que también se busca el reconocimiento internacional, y la creación las bases de un Estado, para, en el momento oportuno, dar el paso final a la independencia y así completar la soberanía de Cataluña. Para el logro de estos objetivos, inspirados por una ideología nacionalista abiertamente independentista, que ha colocado a Cataluña en un estado de sedición subversiva contra el orden constitucional y contra el Estado, el Gobierno subversivo de Montilla pactó y firmó con los demás socios facciosos de gobierno en abril de 2009 un documento conocido como Entesa Nacional de Progrés, que es todo un programa, como su propio nombre indica, al servicio de la causa de la construcción y reforzamiento de la identidad catalana, que pasa por la potenciación de los rasgos idiosincrásicos de esta identidad y por la eliminación de sus rasgos comunes con los demás españoles destruyendo toda huella de vínculo de unión, de forma que los catalanes se distingan y desunan tanto de los demás españoles que lleguen a considerarse sólo como catalanes con exclusión de lo español. Ahora bien, la construcción y reforzamiento de la identidad nacional catalana mediante el Estatuto de 2006 y la complicidad del Gobierno exige tanto la demolición de los organismos institucionales del Estado o de la Administración General del Estado, cuya sola presencia es insoportable para los nacionalistas catalanes, como la organización y progresiva consolidación de la infraestructura propia de un Estado como base para la creación de un hipotético Estado catalán, y de ahí que estas dos ideas directrices formen parte del entramado programático del mentado documento que dirigen la acción de gobierno de la Generalidad catalana.

La erradicación de cualquier signo de la presencia del Estado o de su Administración General en Cataluña es visible en dos aspectos fundamentales. En primer lugar, en la creación de todo un cuerpo legislativo, como desarrollo del nuevo Estatuto, necesario para hacer desaparecer las instituciones del Estado en Cataluña y fundar otras alternativas, gérmenes de un futuro Estado catalán, con la complicidad, repetimos una vez más, del Gobierno y del Tribunal Constitucional. Desde que entró en vigor la nueva norma estatutaria, se han aprobado, como ya indicamos al hablar de la tercera fase del golpe de Estado estatutario cerca de cuarenta leyes, o bien contrarias a la Constitución como el propio Estatuto en que se basan algunas de ellas o con algunos artículos inconstitucionales, unas leyes muy importantes para la liquidación del Estado en Cataluña y el incremento de la soberanía de ésta, especialmente la Ley del Consejo de Relaciones laborales, que consagra la ruptura del espacio único de escala nacional de relaciones laborales con la creación de un ámbito propio catalán de relaciones laborales; la Ley de la Agencia Tributaria Catalana, que regula el funcionamiento del organismo homónimo de la Generalidad, encargado de recaudar, gestionar e inspeccionar los impuestos en Cataluña, pero que rompe con la unidad fiscal de España y deja en algo residual la hacienda española en Cataluña; la Ley del Consejo de Garantías Estatutarias, ya citada más atrás, que ha permitido la puesta en marcha de este Consejo a finales de Noviembre, un órgano que usurpa funciones del Tribunal Constitucional; y la Ley de Educación de Cataluña, a la que también nos referimos más atrás, que contribuye a la vez a borrar la presencia del Estado en la educación y a construir la identidad nacional de Cataluña.

En segundo lugar, es visible la labor de zapa contra el Estado en las campañas de desprestigio orquestadas contra empresas públicas o contra instituciones de éste, como la Administración de Justicia, tildándolas de mal gestionadas o ineficientes, con el fin de que la buena gestión se asocie con la Generalidad catalana y la mala gestión con todo lo relativo al Estado o España y así incrementar la desafección de los catalanes con respecto a ésta y conseguir la transferencia de más competencias que dejen vacío al Estado en Cataluña.

En la misma medida en que se va erradicando la presencia del Estado y, con él, de España en Cataluña, se está construyendo paulatinamente la estructura propia de un Estado, esto es, se están poniendo los cimientos de un hipotético Estado catalán y de ahí el esmero del Gobierno de la Generalidad en, una vez creado y consolidado un cuerpo policial propio, en completar su despliegue por toda Cataluña, lo que ya se consiguió el año pasado con la llegada de la policía autonómica a la provincia de Tarragona, y a la vez en relegar la Policía Nacional y la Guardia Civil a tareas nimias hasta su final desaparición de Cataluña. Pero para los nacionalistas catalanes quizá el signo más visible de esta progresiva instalación de la estructura propia de un Estado se perciba en la puesta en marcha de una política exterior catalana, que ha llevado a poner en funcionamiento una Administración exterior de Cataluña, materializada en la creación de toda una red de Oficinas o Delegaciones del Gobierno de la Generalidad en el exterior, donde, para dar la apariencia de que Cataluña es un Estado soberano, no se exhibe la bandera nacional, sino sólo la catalana, y se hace todo lo posible por difundir en el exterior la imagen de Cataluña como una entidad que existe al margen de España.

A esta misma conclusión relativa al proceso de desintegración nacional de España, particularmente impulsada por el Gobierno de la Generalidad con su política de menos Estado español y más Estado catalán, nos lleva también el análisis de las otras dos dimensiones del golpe de Estado estatutario, que pasamos a examinar a continuación.

El alcance cultural del golpe de Estado estatutario

Se trata de la dimensión cultural del golpe estatutario, que se entrelaza con la primera, siendo a la vez un efecto de su vertiente política y un resorte que permite consolidar, en un primer momento, la revolución política que trae consigo el Estatuto y, en un segundo momento, despejar el horizonte de la secesión de Cataluña. En efecto, el nuevo Estatuto promueve una revolución cultural, que entraña la eliminación sistemática de la cultura española en Cataluña. Su nuevo estatus de nación confederada les proporciona a los gobernantes nacionalistas las bases, armas y bagaje para continuar con menos barreras que antes con su proceso de construcción nacional de Cataluña, que simultáneamente es un proceso de construcción cultural. Esta revolución cultural, tan reaccionaria e involucionista como la revolución política de la que forma parte solidaria, pasa por la eliminación del español como lengua común de los españoles y oficial en toda España y por la sustitución de la historia general de los españoles por la historia particular de Cataluña, debidamente adulterada y falsificada en aras de la construcción nacional de ésta y de modo que Cataluña se configure como una nación culturalmente diferenciada y homogénea.

A los nacionalistas catalanes y a los socialistas de Rodríguez Zapatero les unen tanto la común negación de los derechos de los ciudadanos a utilizar el español como base de la negación de la Nación y la cultura españolas, como la común exaltación de la plurinacionalidad y pluriculturalidad de España. Rodríguez Zapatero se derrite en éxtasis ante la obra de uno de sus ideólogos favoritos, Suso de Toro, siempre bien dispuesto para escribir cualquier artículo para defender lo que sea a favor del socialismo confederal, plurinacional y pluricultural del amo Zapatero, como arremeter contra los impulsores del manifiesto a favor del español como lengua común, servicios que Zapatero agradece elogiando al intelectual zapaterino: «La obra de Suso de Toro es la más consistente de la plurinacionalidad del país». «País», dice Zapatero, porque también a él se le atraganta el nombre de España, que sólo pronuncia cuando las exigencias electorales así lo aconsejan. Correspondientemente, les une la voluntad compartida de imponer las distintas lenguas regionales o particulares, empezando por el catalán, como lenguas no cooficiales, sino como exclusivamente oficiales y obligatorias en sus respectivos territorios, y relegando al español a algo marginal en la enseñanza y en las administraciones públicas, como si fuese una lengua extranjera, incluso peor que si lo fuese.

Y con la fragmentación lingüística de España que promueven se alía la voluntad de fragmentación de la historia común en las múltiples historias regionales, que la LOGSE estimuló, la vigente Ley Orgánica de la Educación multiplica y el Estatuto, él mismo basado en la invocación de una legitimidad pseudohistórica fundada en unos supuestos «derechos históricos», acelerará hasta el paroxismo en aras de la construcción nacional de Cataluña, una construcción facilitada por un Estatuto que pone en las manos de la casta nacionalista antiespañola la competencia exclusiva en cultura (art. 127), en educación (art. 131), en la cual se da un paso más en la claudicación del Estado central ante los nacionalistas catalanes del cuatripartito entregándoles por completo el tramo del primer ciclo de la educación infantil, donde se le concede a la Generalidad la potestad exclusiva para determinar los contenidos educativos, para que el proceso de construcción nacional y cultural de Cataluña comience los más pronto posible; y en Universidades (art., 172), para que ese proceso continúe durante la fase de la formación universitaria, de forma que durante ella se llegue a la consumación del proceso de construcción del educando nacido o trasladado a Cataluña como un individuo dotado de una identidad exclusivamente catalana y excluyente de la identidad española.

Siendo la educación una plataforma tan importante para ejecutar el proyecto de imprimir una identidad única catalana y antiespañola en los niños de Cataluña, no es de extrañar que el Gobierno y el Parlamento de la Generalidad, actuando como si fuesen las instituciones de un Estado soberano, se hayan apresurado a plasmar los preceptos estatutarios sobre educación en una ley que los desarrolla hasta el límite, llevándose por delante la Constitución, la ya mentada Ley de Educación de Cataluña, aprobada a primeros de Julio de 2009, que, además de usurpar las funciones del Estado atreviéndose a establecer las bases de un sistema educativo específico de Cataluña y segregado del sistema general común a toda España, incurre en otros desmanes, como el incumplimiento de la oficialidad lingüística del castellano o español en la escuela que la Constitución prescribe; la demolición de la unidad del currículo académico único para toda España con el diseño de un currículo diferenciado para Cataluña; y la ruptura del cuerpo estatal único de profesores con la creación de un cuerpo autonómico propio y segregado de profesores. Esta ley ha sido recurrida por el PP ante el Tribunal Constitucional y el 6 de Noviembre de 2009 fue admitida a trámite. Pero si el Constitucional no la declara inconstitucional en estas cuestiones fundamentales, la Ley catalana de Educación, al igual que el nuevo Estatuto, podría hacer estragos en el resto de España, donde, como siempre, no faltarían Comunidades Autónomas listas para copiar una vez más el modelo catalán.

Ni siquiera escapan la ciencia y la tecnología a su uso para la construcción nacional de Cataluña, ya que el Estatuto entrega a la antiespañola casta nacionalista catalana la competencia exclusiva en investigación, desarrollo e innovación tecnológica (art. 157) y encima le impone al Estado su intervención tanto para fijar los criterios de colaboración entre éste y la Generalidad en estas materias, como para fijar el sistema de participación de la Generalidad, en el ámbito de la Unión Europea y en otros organismos e instituciones internacionales, en la definición de las políticas en tales materias que les afecten.

Todavía hay más. La casta nacionalista antespañola tampoco ha consentido que escapen a su control los inmigrantes, lo cuales podrían poner en peligro el proyecto de construcción nacional de Cataluña si se resisten o niegan a pasar por el aro de la imposición de la identidad única catalana. Para que ello no sea así, también el Estatuto ha puesto en sus manos la competencia exclusiva en inmigración (art., 138), que incluye asuntos tan importantes para los gobernantes nacionalistas como la acogida de las personas inmigradas e integración de las mismas, competencia ésta crucial para emprender programas de asimilación lingüística y cultural en catalán de los inmigrantes y así poder conjurar los peligros que pudieran suponer para la construcción nacional de Cataluña, habida cuenta de que la población inmigrante en esta región no es nada desdeñable, asciende a 1.400.000 residentes extranjeros, lo que representa un 16 % de su censo, una cantidad inquietante para la política del Gobierno de la Generalidad de imposición de una identidad única catalana excluyente de la española.

Para que los inmigrantes no entorpezcan el proceso de construcción nacional y facilitar su asimilación cultural, el Estatuto les ha entregado dos competencias compartidas con el Estado, la de compartir con éste la concesión de la autorización de trabajo de los extranjeros cuya relación laboral se desarrolla en Cataluña y la de participar en las decisiones del Estado sobre inmigración con especial trascendencia para Cataluña, de forma que al Gobierno de la Generalidad se le reconoce la potestad de determinar el contingente de trabajadores extranjeros destinados a la Comunidad catalana. En la actualidad el Parlamento catalán está tramitando una Ley de acogida que impone el conocimiento de la lengua catalana, que se antepone al conocimiento del español como lengua oficial del Estado, como condición para recibir el correspondiente certificado de arraigo en Cataluña, un conocimiento que se exige igualmente a los inmigrantes extranjeros de lengua española, los cuales podrían tener problemas allí para obtener el certificado de arraigo, si no acreditan los conocimientos en lengua catalana. De nada sirve para ello el conocimiento del español. Por el contrario, para la casta nacioanalista antiespañola, celosa defensora de la identidad única catalana, los inmigrantes extranjeros de habla española suponen una amenaza mayor que los inmigrantes de habla no española, puesto que los primeros podrían contribuir a españolizar Cataluña, mientras que los segundos, así lo creen ellos, se podrían utilizar mejor, una vez lograda su asimilación lingüística y cultural, como ariete contra España en el proceso de construcción nacional que habrá de sentar las bases para la ulterior secesión de Cataluña.

El alcance económico del golpe de Estado estatutario

La tercera faceta del alcance del golpe de Estado estatutario es la dimensión económica. Con ello queremos referirnos al hecho de que el desarrollo y aplicación del Estatuto, si, claro ésta, todo ello se ejecuta según éste está concebido, acarreará una revolución económica, en el sentido de que trastoca radicalmente las relaciones económicas de Cataluña con el resto de España y viceversa, así como el modelo de financiación de esta comunidad. Ello traerá consigo la desestabilización de la economía española, acelerará su fragmentación, ya iniciada con el desarrollo del Estado autonómico, y, en fin, las consecuencias para la marcha general de la economía serán dramáticas. Se ha insistido mucho en el carácter fuertemente intervencionista del Estatuto en el terreno económico, lo que es cierto. Un buen índice del extremo intervencionismo auspiciado por éste es la cantidad desproporcionada de veces que se emplean palabras connotadotas de este rasgo: los términos «planificar», «intervenir», «promover» y «fomentar» se repiten machaconamente, incomparablemente más que en la Constitución española.

Pero desde nuestra perspectiva analítica, sin negar lo acertado de este diagnóstico, lo más grave no es este exceso de intervencionismo, del que tanto se quejan los analistas económicos de sesgo liberal o afines, incluso los partidarios de un moderado intervencionismo, sino la tendencia a romper la unidad de la economía española creando una economía catalana escindida de la española, en paralelo con el proceso de secesión política de Cataluña, y que ese mismo intervencionismo está orientado a desarrollar y potenciar esta tendencia. El Estatuto se encarga de sentar las bases para que la nación catalana consagrada en el Estatuto pueda ser económicamente viable y, paso a paso, caminar hacia la independencia económica para así facilitar su independencia política y romper amarras definitivamente con España.

Pero esto, con ser demasiado, no es todo; el principio de confederación asimétrica que vertebra el articulado estatutario en el terreno político, se aplica igualmente al terreno económico, de modo que en este campo también España se configura –de momento, es decir, mientras no se alcanza el objetivo final de la segregación de Cataluña–, como una confederación económicamente asimétrica, en virtud de la cual la Generalidad se adueña de las riendas de la economía en todo el territorio catalán, donde el papel del Estado viene a ser residual, mientras, en cambio, la Generalidad, el emergente Estado catalán, se arroga la facultad de intervenir en el conjunto de la economía española a través de su participación en comisiones mixtas y bilaterales entre la Generalidad y el Estado, y a través de la designación de representantes suyos en un sinfín de organismos económicos, fiscales y sociales del Estado central, incluso en empresas públicas dependientes de éste. Pero, eso sí, que no se le ocurra al Estado, en justa reciprocidad si nos colocamos en la perspectiva de la idea confederal, meter sus sucias manos en las instituciones de la Generalidad de carácter económico o social o fiscal. Así, pues, la relación de subordinación política del resto de España con respecto a Cataluña, que reduce a aquélla a una especie de protectorado de ésta, se suma ahora paralelamente una relación de subordinación económica, que convierte a España en una colonia de Cataluña, a la que se puede saquear y expoliar.

 

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