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El Catoblepas, número 97, marzo 2010
  El Catoblepasnúmero 97 • marzo 2010 • página 15
Artículos

Federalismo

Fernando Álvarez Balbuena

El federalismo es un sistema político ya superado en España, cuya unidad territorial, conservadora de fueros y costumbres, data nada menos que de los Reyes Católicos. El Estado de las Autonomías no es sino una organización vacía y una reduplicación de las funciones administrativas del Estado

«La antigua y genuina Monarquía Española, en cuanto a libertades y franquicias, no ha sido superada, ni siquiera igualada,
por la Revolución Francesa.»
Julio Nombela{1}

Desde el reinado de los Reyes Católicos, cuyo matrimonio supuso la unión de los reinos de Castilla y de Aragón, ensanchados con la conquista de Granada, última taifa musulmana, y completados gracias a la posterior anexión del Reino de Navarra en 1513, toda España{2} deja de ser un mosaico de «Estados» o «Reinos», para convertirse en una unidad super territorial, regida por un solo rey, cuyo gobierno, aunque conservando y respetando costumbres, fueros y tradiciones, se impone a toda la Nación para armonizar y encauzar las diversas energías y peculiaridades de las distintas regiones, en beneficio de un concepto de Estado nuevo y más extenso, a la vez que más fuerte, más racional y más potente. Así se forma una poderosa entidad que es la nueva estructura política de España como Estado Moderno, realidad que suscitó la envidia de muchos reyes y políticos europeos, divididos en pequeños reinos atomizados y, muchos de ellos, aún con estructuras feudales.

Entre los admiradores y envidiosos de la grandeza de España estaba el gran maestro de la política, el florentino Nicolás Maquiavelo, quien deseaba para Italia una unidad similar a la alcanzada por Fernando el Católico, modelo según él de Príncipe racional, frío, competente y eficaz, constructor del concepto político de Nación, por encima del étnico, cultural y/o regional, que adolece de una enorme falta de proyección social y posee un elevado componente de pueblerinismo al que necesariamente habremos de referirnos, aunque no es nuestro propósito estudiarlo con profundidad en éste artículo.

De cualquier manera, todos los tratadistas importantes de Ciencia Política que conozco, están de acuerdo en que la Nación no es un concepto ni territorial, ni cultural ni, menos aún, étnico-racial, sino político; esencial y radicalmente político, ya que la política es por definición el arte de lograr la convivencia humana{3} y ésta no se basa ni en la raza, ni en la cultura, ni en otras causas que no sean el pacto y las conveniencias y, sobre todo, en que el tipo de convivencia que es necesario para la construcción política de la Nación, no le sea dado gratuitamente, sino que tenga que ser conquistado, aún a costa de sacrificios colectivos.

Así pues, los postulados que informan el nacimiento de la Nación son la conveniencia, el devenir de las circunstancias, la defensa del territorio en que se asienta{4}, los intercambios comerciales y, en una palabra, el fortalecimiento de la estructura del Estado que necesita, con necesidad de medio, de la cohesión y de la fortaleza que representa la unidad de unos ciudadanos con intereses comunes frente a las amenazas de todo tipo de quienes les rodean, sean militares, expansionistas, industriales o comerciales. Así pues, el concepto de Nación tiene poco que ver con una realidad cultural o biológica; la Nación es una construcción ideológica y, desde luego, pragmática, que ayuda a hacer más fácil la vida del Estado el cual, lejos de ser la consecuencia de una realidad nacional preexistente, es una creación política{5}, buena muestra de lo cual son los grandes Estados multiculturales y multirraciales, e incluso multilinguistas como La India o La China, países en los que conviven más de cuarenta etnias y, por lo menos, un centenar de idiomas. Además, como es el caso de los Estados Unidos de América, la conciencia de expansión (of coast to coast) va pareja a la formación del Estado-Nación, pues el englobar recursos, añadir territorios e integrar poblaciones, es inherente a un mayor bienestar así como a la prosperidad y a la seguridad.

De todas éstas premisas se sigue fácilmente la conclusión inevitable que ya estableció el viejo proverbio francés: «L´union fait la force.»

Sin embargo, asistimos hoy a las afirmaciones de algunos –a quienes no sé si calificar de descerebrados– los cuales en territorios minúsculos como Vascongadas y Cataluña, insisten, unos en el llamado hecho diferencial (rh negativo), los otros en el principio nacional, basado en una lengua y en una cultura propias. Ambas afirmaciones son falacias en cuya refutación no merece la pena gastar una línea más del presente trabajo.

El concepto de Federación política se basa, pues, en una unión de diversos Estados que ceden parte de su propia soberanía en beneficio de una gran alianza corporativa, de una autoridad superior y común a todos ellos que, al disponer de unos recursos multiplicados por el agrupamiento, es capaz de acometer empresas políticas, comerciales, militares y de toda índole que la anterior situación de atomización y de aislamiento haría muy difícil permitir.

Así pues, nos encontramos con que España, ya muy a principios del siglo XVI, cuando aún la mayor parte de Europa era un mosaico de pequeñas naciones, terminada la Reconquista del último reducto musulmán e incorporada Navarra a los reinos de Castilla y Aragón, era un verdadero Estado Federal que fue, con bastante celeridad, transformándose en una fuerte unidad política capaz de expandir su poder e influencia a Europa, desde Valencia hasta Turquía, donde los almogávares combatieron en el Imperio Bizantino. Y también en Grecia, donde instauraron los Ducados de Atenas y Neopatria, proa avante de la armada aragonesa por un Mar Mediterráneo, auténtico Mare Nostrum, en el que, al decir del proverbio aragonés-catalán, «Hasta los peces llevaban en sus flancos grabadas las barras de Aragón».

Posteriormente, en 1494 el expansionismo aragonés, continuó su proyección exterior en las campañas de Italia, donde el Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, se quejaba amargamente de que su rey (Fernando el Católico) le tomara cuentas por haberle ganado un reino. Mientras tanto, por su parte, la otra gran potencia española, Castilla, era capaz de emprender con medios escasos y heroísmo infinito, la gigantesca aventura americana, continente en el que se fundaron otros reinos a imagen y semejanza de la gran Nación que ya era España. Estos reinos tuvieron exactamente las mismas instituciones políticas y administrativas que España y en ellos el rey ejercía su autoridad a través de las Reales Audiencias, Reales Chancillerías, Capitanías Generales, etc. etc., exactamente igual que lo hacía en Sevilla o en Valladolid.

La Monarquía, pues, representó el fuerte lazo de unión entre los distintos reinos españoles, fortaleciendo sus peculiaridades y conformado entre todos ellos una nueva concepción de la política más amplia y más potente y, sobre todo, más expansiva pues, aunque parezca un lugar común, toda política que genera fortaleza es expansionista y tiene vocación de imperio, sin que alcance a esta afirmación –y menos al imperio español– el sentido peyorativo que en estos extraños tiempos se da al vocablo «imperialista». Porque el imperio español no fue un referente de esclavitud para los territorios conquistados, como lo fue para otras naciones, ni siquiera fue una inmensa fuente de riqueza para la corona de España. Gozó, desde sus inicios de un potente contenido teórico de humanismo y de legalidad pues los más importantes sabios, teólogos y letrados de la época, consultados por los reyes en estricta conciencia, exoneraron con sus profundos conocimientos y sus leales saberes de toda intención avasalladora y torcida al espíritu de la conquista y al gobierno de la Monarquía. Como dice Salvador de Madariaga:

«El imperio más rico y majestuoso que el mundo vio en trescientos años, fue cantera de donde Francia, Inglaterra y Holanda sacaron los materiales para los suyos. Estas tres naciones tenían que justificarse (…) España tenía que ser culpable para que Francia, Holanda e Inglaterra, y luego los Estados Unidos, salvaran su conciencia. Y como, desde luego, España cometió todos los errores y faltas que eran de esperar en una nación humana, las otras tres no tuvieron otra cosa que hacer que generalizar y multiplicar los errores que España daba de si, mientras dejaban caer bajo la mesa los que ellos cometían de suyo. Y así se ha venido escribiendo la Historia de España.»{6}

La independencia de las veinte naciones americanas, andando el tiempo, no fue obra de los indios oprimidos, sino de los propios hijos y herederos de los españoles afincados en aquellas tierras, los criollos, que creyeron llegado el momento de su mayoría de edad y que prefirieron su propio autogobierno, lo que habrá de considerarse, menos que como pasos hacia la libertad, dados por Bolívar, San Martín y los demás líderes independentistas, más como claras fases de descomposición del cuerpo político que las había creado, pues el verdadero federalismo cooperativo y unificador español, nacido de la unión de los reinos peninsulares, empezó a decaer –y con él el imperio– cuando la monarquía tradicional española se descompuso por razones que no son de considerar en éste trabajo.

Hablar, pues de federalismo y volver los ojos con la típica bobaliconeria española hacia naciones como Los Estados Unidos, Suiza, o Alemania, me parece absolutamente improcedente. Nuestro incomprensible complejo de inferioridad, labrado por un infausto siglo XIX, nos impide mirar a nuestro interior y buscar las fuentes de nuestra organización política en los anales de nuestra propia historia, bastante más rica y bastante más didáctica que la de los países a que acabamos de referirnos. Un hombre tan poco dado al narcisismo como Julián Marías decía en una memorable tercera de ABC que, «a pesar de nuestras miserias y a pesar de todos nuestros complejos, España es un gran país, con una gran tradición». Por lo tanto, es hacia esa tradición y hacia las enseñanzas de nuestra historia a donde tenemos que volver nuestros ojos y, examinando con atención lo que otros tratan de minusvalorar, o incluso de ignorar, aprender, revivir y establecer los principios de lo que debiera de ser nuestra verdadera y genuina organización política.

Los reyes españoles, ya desde los lejanos albores de de nuestra Reconquista, trataron siempre de formar unos Estados en los que la representación del pueblo tenía mucho que decir en las cuestiones de gobierno. El tan cacareado y fementido absolutismo feroz de la vieja Monarquía Española, no pasa de ser una leyenda que ha tomado caracteres de verdad histórica y que nos ha sido transmitida como un dogma de fe por la historiografía republicana y también por la liberal. Las cosas hay que verlas dentro del tiempo y del espacio en que se desarrollaron y que les son propios y por ello, juzgar con parámetros de hoy, en plena democracia liberal, las formas de gobierno y de Estado de la Edad Media y de la Edad Moderna, es un absoluto disparate. La realidad española, en aquellos tiempos, era muy distinta de la de otras naciones europeas y no digamos extra continentales, en las que aún al día de hoy existen gobiernos tiránicos y esclavizadores. Sin embargo en la España del Estado Feudal y del Estado Moderno, el pacto entre el rey y el pueblo tuvo una realidad tangible: las Cortes. Estas juraban fidelidad y pleito de vasallaje al rey, pero a cambio le exigían respeto escrupuloso a sus leyes y fueros, a sus costumbres y a sus peculiaridades, le exigían un gobierno justo y prudente y no le concedían, si no era por convenio estricto, el levantamiento de impuestos que pudieran resultar excesivos o inconvenientes para el bienestar de los vasallos. Los representantes (procuradores) de los distintos estamentos: nobleza, clero, gremios y pueblo, acudían a la convocatoria parlamentaria con un cuaderno de instrucciones en el que se señalaba claramente lo que cada uno debería de votar ante las peticiones reales, previamente expuestas en la convocatoria a Cortes. Era éste, pues, un mandato imperativo que ningún procurador se podía saltar, exponiéndose si lo hacía a gravísimas penas que le aplicaría su circunscripción y que podían ser, según la gravedad de la infracción, incluso, la de prisión perpetua o la de muerte. Así era la verdadera representación de las voluntades de los súbditos frente a las exigencias del soberano.

Los reyes tenían que luchar a brazo partido, muchas veces con su propia y levantisca nobleza, muy celosa de sus fueros y de su dignidad porque el rey, en realidad, no era sino un «primus inter pares» y tenía que someterse al acuerdo con sus iguales para ser aceptado, investido de la regia autoridad, y así poder mandar y decidir.

«Nos que somos tanto como vos, pero juntos más que vos, os hacemos principal entre los iguales, con tal que guardéis nuestros Fueros y libertadas, y si no, no."

Esta era la fórmula usada por el Justicia Mayor de Aragón para recordarle al rey que los fueros y derechos del ciudadano estaban por encima de su condición real.

La llegada de los Austrias a España, fue el primer punto de inflexión de los viejos fueros y derechos españoles. Felipe el Hermoso, en su breve visita a los Estados de su mujer, Doña Juana de Castilla, también jurada princesa heredera por las Cortes de Aragón, ya dio muestras de querer imponer en España el estilo del Imperio Habsburgués. Su pronta muerte{7} impidió instaurar en Castilla nuevas costumbres y, sobre todo, nuevos modos de gobernar. Desgraciadamente la llegada a España como rey, esta vez de manera definitiva, del hijo de don Felipe y doña Juana, Carlos I, también formado en una mentalidad flamenca e imperial, suscitó inmediatamente la animadversión de nobles y plebeyos que querían sencillamente «un rey español» que gobernase según sus leyes y fueros y no un extranjero que les embarcase en aventuras fuera de sus fronteras. Ello dio lugar, como es sabido, a la llamada Guerra de las Comunidades de Castilla, que terminó trágicamente con el ajusticiamiento de sus caudillos Padilla, Bravo y Maldonado en el pueblo de Villalar y su muerte representó el ocaso de las viejas tradiciones y libertades castellanas.

La llegada de los Austrias, pues, marcó el cambio de sistema político y el arrumbamiento de las viejas costumbres de Castilla y de Aragón, fue el primer conato de centralización y el principio del fin del Estado Federal que habían construido los Reyes Católicos, lo cual puede verse claramente en las aventuras imperiales en las que nos embarcó el ya mencionado Carlos I de España (que fue mucho más V de Alemania) las cuales arruinaron nuestra hacienda y sembraron Europa de cadáveres españoles. Tampoco podemos estar muy orgullosos de los posteriores modos de gobernar de su hijo Felipe II, que la historiografía oficialista nos ha transmitido como el sumum de la grandeza de España, ni menos aún de sus descendientes que se dejaron gobernar por favoritos incapaces y que vieron desgastarse les riquezas americanas en las inútiles guerras europeas.

El episodio de Antonio Pérez, secretario de Felipe II, es muy ilustrativo del modo de gobernar de los Austrias y de su idea del Estado federal, así como del respeto a los fueros de los distintos reinos que componían la gran Monarquía Española. Antonio Pérez, implicado en un feo asunto de tráfico de secretos de Estado, junto con la Princesa de Éboli, asunto que implicaba incluso al rey, huyo de la prisión en que se encontraba confinado en Madrid, convicto y confeso del gravísimo delito por el que se le había condenado y se refugió en Zaragoza, invocando la protección de los fueros aragoneses. Estos impedían que un delito cometido más allá de las fronteras aragonesas fuera juzgado en otro Estado que no fuera Aragón. Juan de Lanuza, el mozo, Justicia del Estado aragonés, defendió con su vida los derechos de aquel reino. Felipe II solicitó la extradición de Antonio Pérez a territorio de Castilla, pero cansado de las dilaciones injustificadas del Justicia Mayor de Aragón, invadió aquel Estado con el ejército real de Castilla y mando decapitar al Justicia el 20 de diciembre de 1591. No entraba en el criterio de Felipe II que un reino, del que él mismo era rey, le impidiese aplicar la justicia que habían dictado sus propios tribunales{8}, entendiendo, lógicamente, que una cosa era el fuero aragonés y otra muy distinta privar al rey de castigar un delito de alta traición contra la patria común, aragonesa, castellana, navarra o granadina.

La institución del Justiciazgo aragonés data del año 1162 y fue abolido definitivamente en 1711 por Felipe V. El 29 de junio de 1707 los Decretos de Nueva Planta de Felipe V acabaron con casi 1.000 años de historia.

Pero ni el proceder de Felipe II con los fueros aragoneses, ni la centralización administrativa borbónica pueden interpretarse como un retroceso, ni menos como una agresión a las viejas costumbres de los distintos reinos de España, sino como algo inherente al proceso histórico, cuyo devenir, necesariamente, va imponiendo nuevos modos de gobierno, de vida y de política. Los tiempos, pues, habían cambiado, la concepción borbónica del Estado era ya otra y se trasladaron a España los modos de gobierno de la Francia centralista que el nieto de Luis XIV impuso tras su triunfo en la Guerra de Sucesión. La centralización administrativa no fue sino la consecuencia, tanto de un criterio importado de Francia (donde daba excelentes resultados) por Felipe V, como de nuevas necesidades políticas y, en definitiva, supuso la superación de un sistema que había completado su ciclo. Los pasos gigantes que dieron las obras públicas y el incipiente desarrollo industrial en tiempos de Carlos III, así como las nuevas corrientes intelectuales y económicas que propició la Monarquía Ilustrada, merecerían, por si solas, un estudio distinto del que hoy nos ocupa.

Sinceramente creo que no tenemos nada que aprender en organización política federal de Alemania ni de los Estados Unidos, ni tampoco de Suiza. Los Estados Unidos se constituyeron en república federal en 1787, Suiza en 1848 y Alemania en 1871, con su Segundo Reich, que terminó con la abdicación de Guillermo II en 1918. La República de Weimar sufrió el paréntesis nazi en 1933 y se reinstauró con la república de Bonn en 1949.

Pero hemos de hacer la salvedad y la reflexión serena que dichos países construyeron su federación (como la España de los siglos XV y XVI) con aguja e hilo y ahora nosotros nos acabamos de encontrar con una España de las Autonomías que trata, según sus exegetas, de reconstruir el federalismo. Pero ahora lo hace empleando las tijeras para cortar la vieja unidad nacional, siguiendo el lamentable ejemplo histórico de la Primera República{9}, la cual, con sus ignorantes afanes federalistas lo único que consiguió fue romper la unidad de una España, superadora por consolidación histórica del federalismo del que nació y gracias a cuya superación, conservando fueros y tradiciones, llegó tanto al engrandecimiento imperial como a la consolidación de un Estado fuerte, unido y eficiente.

Las Cortes de Cádiz, hace ya doscientos años, se negaron a establecer un estado federal, pues entendían que España había superado dicho estadio de de desarrollo político. Así lo entendían también las Juntas, pues, a modo de ejemplo, citaremos las ordenanzas de la Junta de Cataluña, que exigía a sus vocales:

«¿Jura Vd. contribuir con todas sus fuerzas a que se verifique la unión de todas las provincias en un gobierno superior?»

Jovellanos y Quintana en 1808 rechazaron severamente la opción federalista, al igual que lo haría más tarde Martínez de la Rosa pues para ellos federalismo era sinónimo de anarquía. Jovellanos escribió:

«Ninguna constitución política puede ser buena si le faltare unidad y nada más contrario a la unidad que las varias constituciones municipales y privilegiadas de algunos pueblos y provincias»

Y Quintana sostenía que las Cortes tenían que elaborar una Constitución que

«(…) hiciera de todas las provincias que componen éste Monarquía una nación verdaderamente una. En ella deben cesar a los ojos de la ley las distinciones entre valencianos, aragoneses, castellanos, vizcaínos, todos ellos deben ser españoles»{10}

Sin embargo, sesenta y cuatro años después, con el advenimiento dudosamente legal de la primera república, se trata insensatamente de invertir el proceso de unión nacional y aquellos prohombres de 1874 –que la historiografía republicana nos ha vendido como gigantes y que, en realidad, eran bastante mediocres{11}– estaban empeñados en imponer una forma de Estado para la que, en absoluto, estaba preparado el país; es más, de la que España que ya estaba «de vuelta», y que significó tanto una tragedia nacional, como un inmenso ridículo internacional. Y ello fue así porque el federalismo insensato no trajo la cooperación territorial, sino la desmembración cantonal y la declaración de guerra de unos cantones a otros{12}, lo que además de los horrores de una verdadera guerra civil, supuso convertir a España en el hazmerreír del mundo y, lo que es todavía peor, propició la ruina de nuestra armada, que en Cartagena fue expoliada por los revolucionarios cantonalistas. Los igualmente trágicos sucesos de Alcoy, abochornan aún ahora, ciento treinta y cinco años después, a cualquier español que lea la historia de aquella desnortada época.{13} Ello tuvo, además, graves consecuencias en el mantenimiento de la potencia naval española muchas de cuyas naves quedaron inservibles y se tardó mucho en poder recuperar su capacidad bélica. Esta disminución de nuestra capacidad naval militar fue manifiesta en los transportes y bloqueos de la guerra de Cuba, así como en la posterior guerra contra los Estados Unidos. Como dice P. de Luz.

«Siguiendo la tradición escrupulosamente observada siempre por los gobiernos de izquierda en España, la república sumió al país en una anarquía sangrienta. Tal fue la incalificable lucha cantonal auspiciada por aquellos prohombres elocuentes y honestos que querían arreglar con fatuos discursos parlamentarios los problemas reales de la nación. Para aumentar el desastre, a esta lucha se unieron la insurrección de Cuba y la vuelta a la actividad carlista en las provincias leales, donde el tercer Don Carlos, príncipe, si bien mucho mejor dotado que su abuelo y que su tío, era igualmente sectario y reaccionario. Dirigió aquella campaña, tan insensata como las dos anteriores, bajo el nombre de Carlos VII.»{14}

De todos modos, no podemos por menos de hacernos una reflexión tanto por lo que respecta al carlismo, como por lo que atañe al federalismo, tanto el carlista como el republicano. Ambos movimientos fueron disgregadores de España, creadores de unos nacionalismos periféricos que, si bien existentes, aunque larvados, en las conciencias colectivas debido al tradicional regionalismo de los diversos reinos de España, vinieron a consagrar legalmente algo que ya estaba superado, sobre todo si tenemos en cuenta la ideología subyacente a la Guerra de la Independencia. Se reactivaron los separatismos y se exacerbaron los particularismos desintegradotes, sin tener en cuenta que los estados modernos basaron su desarrollo precisamente en todo lo contrario. Viene aquí como anillo al dedeo aquella frase de Fray Benito Jerónimo Feijóo, expresada más de un siglo antes: «El amor a la patria particular, En vez de ser útil a la República, es por muchos conceptos nocivo». Frase que, citada por Gregorio Marañón, él mismo apostilla con la reflexión siguiente: «Gran provecho sacarán de esta lectura (Teatro Crítico III-X, 31) tanto los fascistas como los regionalistas actuales.»{15}

La idea federal, tal como torcidamente y fuera de nuestro devenir histórico se interpretó, no tuvo, pues, eco social en España hasta el republicanismo insensato de 1874. Sin embargo tampoco puede ignorarse su oposición al orden político liberal de la constitución de 1812 y su consagración de España como una única nación política, con un solo reino, que reclama su soberanía, su libertad y su independencia. La ambigüedad conceptual y política del republicanismo acompañará, por tanto, al federalismo en sus versiones hispánicas desde sus inicios ideológicos, pues no es fácil separar lo que ya está unido por una historia compartida{16}.

Los Estados Unidos de América, pese a su nacimiento, obra del constitucionalismo federal, son al día de hoy una república fuertemente cohesionada y, en realidad, la soberanía de los distintos Estados está muy disminuía por la fuerza y potencia indiscutibles de la Ley Federal. Por lo que concierne a Alemania, su federalismo actual está sufriendo unos avatares que no sabemos muy bien en que van a desembocar, pues parece que de un federalismo cooperativo, se trata de pasar ahora a un federalismo competitivo, según manifiesta en un documentado artículo el Dr. Günter Krings{17} y parece que esta competitividad, que muchos ven con muy buenos ojos, no va a significar la insolidaridad territorial ni, mucho menos, la quiebra del sistema alemán. Quizás esto sea así en Alemania, pero los malos ejemplos cunden y vuelan a través de la geografía y de los medios de comunicación entre las naciones, y nos tememos que un modelo competitivo ya lo tenemos en España y que por el camino que vamos no solamente no avanzaremos, sino que acabaremos por retrotraernos a los nefandos tiempos ya mencionados de la primera república y aún de la segunda, en las cuales los pruritos nacionalistas más vivaces cada día que decía Unamuno{18}, también alentados e incontrolados por el Estado, acabaron en la catástrofe que, por conocida de todos, obviamos reproducir aquí.

* * *

La España de las Autonomías, ejemplo perfecto de cómo no se deben de hacer las cosas, ha sido consagrada y santificada por la propaganda oficial sobre la llamada Transición Pacífica, como el logro equilibrado, sensato y cercano a la perfección política de una sociedad plural y autogobernada.

Esta postura ofrece un amplio campo para el disenso y la reflexión. Sin negar, en absoluto, la enorme sensatez del pueblo español que aceptó el cambio democrático con las mínimas tensiones, sin traumas violentos y sin los tradicionales derramamientos de sangre, hemos, no obstante, de constatar que la estructura del llamado Estado de las Autonomías tiene defectos de enorme proporción, el mayor de los cuales fue dividir España en 17 autonomías{19} que, lejos de facilitar la gobernabilidad del país y de favorecer la subsidiariedad, han convertido a éste en un mosaico de intereses contrapuestos que, en vez de jugar a favor de la tradicional cohesión y unión de los intereses nacionales, ha transformado al país en 17 nuevos estados recelosos los unos de los otros, tanto en el reparto del poder territorial como, y sobre todo, en el del dinero de los impuestos, con desigualdades tan profundas que el análisis de las mismas, por ser sobradamente conocido, haría interminable el memorial de quejas, agravios comparativos, disensiones e injusticias que adornan el modelo político creado ex – novo y sin ninguna tradición ni precedente serio que lo hicieran necesario. Primaron en su construcción auténticos intereses espurios de ciertos partidos políticos cuya fuerza social tradicional puede definirse en el viejo precepto romano: «divide et vinces», pues odiaron desde siempre y de forma visceral una España unida y fuerte y lo malo fue que los mansos padres de la Transición pasaron por carros y carretas, pensando, no se si ingenuamente, que el poder no iba a caérseles nunca de sus manos y que el sistema que habían ideado no iba a volverse en contra de sus propias ideologías y convicciones políticas.

De todo esto y de mucho más hoy y poco a poco, todos nos vamos dando cuenta, aunque creo sinceramente que lo peor está aún por venir, gracias a los delirios orates de Sabino Arana, Lluis María Xirinacs, Fernando Sagaseta, Carlos Suárez, Antonio Cubillo o los algo más que orates, sino más bien malvados, de Carod Rovira, sin olvidar los menos exaltados, aunque igualmente destructores de la unidad nacional, de Blas Infante y Prat de la Riba, y aún los de otros creadores de nacionalismos de vía estrecha, como, por ejemplo, el gallego, el asturiano o el extremeño, cuyos nombres no merece la pena rememorar. Todos ellos aún pueden darnos algún disgusto serio, retrotrayendo a este gran país a la barbarie de las guerras civiles. Ejemplos no nos faltan. Basta con mirar la situación actual de Los Balcanes o considerar los conflictos que se generaron en el desmembramiento de la Unión Soviética.

El modelo autonómico español, según los tratadistas administrativos, Olmeda y Parrado, a los que antes hemos hecho referencia (nota nº 14), ha sido diagnosticado por ellos como una «organización vacía»{20} y cuyo funcionamiento no hace sino reduplicar las funciones de la administración.

Hoy, para mayor preocupación y desasosiego, existe un movimiento que cada día cobra mayor impulso, incluso entre personas «de derechas», que ve en la república el futuro prometedor de una España autonómica, social, libre e integrada en una Europa que, por principio, se contrapone a la división territorial de los nacionalismos periféricos, pero que sin embargo y curiosamente parece querer ser el amparo de los mismos. Estos, incomprensiblemente, y desde una posición puramente irracional, se afanan por abrir en Bruselas (y en otras ciudades y países) embajadas de juguete que dicen llamarse Oficinas de Representación, hurtando al Estado una labor tan fundamental y tan exclusiva como es la representación diplomática de España ante las naciones extranjeras. He aquí otro botón de muestra de lo que dan de si las Autonomías. Se escudan estos nacionalistas o autonomistas para justificar lo injustificable, en lo que dicen ser representaciones comerciales, pero ello es una falacia más de los movimientos periféricos, pues las Embajadas de España en todos los países en que están presentes, atienden a los intereses comerciales de todas las regiones españolas a través de sus Consejeros o Agregados Comerciales, cuyo único y verdadero cometido es tanto recoger información de la situación económica del país huésped, como diseminar en los servicios administrativos y comerciales del mismo idéntica información de la situación española. Es así, como la ley establece desde antiguo, la manera en que debe de buscarse el intercambio comercial, la venida de nuevas empresas a nuestro suelo y el desarrollo bilateral de actividades industriales, culturales y comerciales.

En definitiva, las Autonomías por ésta y por muchas otras razones de todos conocidas, son un auténtico despilfarro, una multiplicación de gastos con diez y siete gobiernos, diez y siete parlamentos, infinidad de coches oficiales (unos 30.000, según las últimas estadísticas), una hipertrofia funcionarial y un volumen de asesores que solamente tiene parangón con el despilfarro idéntico del Gobierno Central, cuyas asesorías ministeriales rondan el ridículo y son un verdadero insulto al bolsillo y a la inteligencia de los contribuyentes.

La república, que busca su tercera oportunidad, no hará otra cosa que desgarrar aún más la ya precaria unidad nacional, aumentando las cuotas de autogobierno de las taifas modernas, pues así lo ha hecho en las dos ocasiones anteriores y sería ingenuo pensar que el ya hoy pequeño poder integrador de la monarquía va a ser respetado por un nuevo régimen que, además, viene de la mano de unos partidos de izquierdas (socialista y comunista) que en las dos ocasiones anteriores no hicieron otra cosa que favorecer la desmembración. No olvidemos que los partidos a que aludimos, a pesar de haber aceptado la monarquía, siempre hicieron profesión de fe republicana y dicha aceptación fue un trágala oficial a sus dirigentes durante la Transición, mientras sus militantes, instigados y apoyados por sus comités centrales y sindicatos afines, gritaban en las calles enarbolando la bandera tricolor: «España, mañana, será republicana». Aún a día de hoy, en los mítines del Partido Socialista y en los de la irrelevante Izquierda Unida, las banderas tricolores, las hoces y los martillos, los puños y la rosa, y el desprecio visceral a la monarquía se echan de ver con excesiva evidencia. Además, se reclaman de federalistas, poniendo en dicha federación muchísimo acento, considerándola también la panacea inherente a su credo político. Esta evidencia federalista, rupturista y antimonárquica, llega hasta extremos no se si cómicos o vergonzosos, como el ver a un dirigente comunista como es el inefable Cayo Lara, ir a visitar oficialmente al propio rey para explicarle cuales son los planes de su partido para echarle de España e instaurar la tercera república federal.

En conclusión, podemos decir alto y claro que las repúblicas, ambas, fueron disgregadoras de la unidad nacional y no solamente de ésta, sino que en vez de ser integradoras de las diversas tendencias políticas, fueron excluyentes de las que no eran sus afines y, sobre todo en la segunda república, se oyó insistentemente el slogan: «La República para los republicanos», dando un mensaje subliminal de que no se podía ser republicano sin ser de izquierdas. No nos engañemos ni tengamos una visión beata del republicanismo, haciendo de él paradigma de la democracia, lo que constituye otra falacia de grueso calibre. Si triunfan en un futuro en España las ideas de transformar al país en una república, repetiremos la historia nefasta de las dos anteriores y veremos como al esfumarse la monarquía, que fue siempre integradora y vertebradora de la unidad nacional, dicha unidad se desgajará, como en anteriores ocasiones y será causa de nuevas e indeseables conmociones de infausto recuerdo.

En cuanto a la idea federal con la que hemos comenzado este artículo, cualquier persona sensata la desechará sin más porque ya ha sido superada. Para ello basta con volver los ojos a nuestra historia, Cicerón decía: «Historia est magistra vitae, lux temporis». No olvidemos, pues, sus lecciones, extraigamos de nuestra historia lo mucho y bueno que hay en ella y con sus ingentes materiales y aprendiendo de nuestro pasado, con sus brillantes luces y con sus desgraciadas sombras, construyamos nuestro futuro siempre con raciocinio y con voluntad de unidad, pues el hombre y, por tanto, la sociedad, deben de buscar y extraer de sí mismas el germen de su desarrollo y de su porvenir.

Y termino con una recomendación a quienes hayan tenido la paciencia de leerme que puede parecer lúdica, pero que no lo es en absoluto: Aludíamos líneas arriba al gran tribuno romano Cicerón, sabio, patriota y mártir de sus ideales. Creamos a Cicerón. Es mucho más fiable que la inmensa mayoría de los políticos actuales. Véase:

«El presupuesto debe equilibrarse, el Tesoro debe ser reaprovisionado, la deuda pública debe ser disminuida, la arrogancia de los funcionarios públicos debe ser moderada y controlada, y la ayuda a otros países debe eliminarse para que Roma no vaya a la bancarrota. La gente debe aprender nuevamente a trabajar, en lugar de vivir a costa del Estado.» Cicerón, Año 55 antes de Cristo.

Bibliografía

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Martí Gilabert, F. 2007.: La Primera República Española, Edit. Rialp, Madrid.

Nombela, J. 1976 (reimpresión) Impresiones y recuerdos, Madrid.

Olmeda Gómez, J. A. y Parrado Díez, S. 2000.: Ciencia de la Administración (vol.2) UNED, Madrid

VV.AA. 2009.: Cuadernos de Pensamiento Político, núm.24, Ministerio de Cultura, Edit. Arce, Madrid

Varela, J. 1999.: La Novela de España, Taurus, Madrid

Notas

{1} J. Nombela, Impresiones y Recuerdos, pág. 792.

{2} Nos referimos aquí a la España nacida de la Hispania romana, sin entrar en consideraciones sobre Portugal (Lusitania romana) cuya historia no ha corrido pareja a la española, siendo otra realidad política diferente. Sin embargo y abonando nuestras tesis de unidad, no debemos olvidar que hubo en su tiempo un movimiento de mutua integración llamado «Unión Ibérica».

{3} T. Fernández-Miranda, «El Problema Político de Nuestro Tiempo», pág. 19.

{4} F. Bradley, «Diccionario de Ciencia Política», pág. 284.

{5} A. de Blas Guerrero, Fundamentos de Ciencia Políitca, J. Pastor (coord.), pág. 13.

{6} Salvador de Madariaga, El auge y el ocaso del imperio español en América, págs. 14-15.

{7} La muerte de Felipe el Hermoso, se ha achacado a un enfriamiento sufrido tras un partido de pelota en Burgos. Esto ya no lo creen ni los niños de la escuela primaria, a quienes se ha venido relatando desde tiempo inmemorial esta historia. Las causas de la muerte de Felipe I, que no vamos a desentrañar aquí, fueron, sin duda, consecuencia de una conjura castellana (a la que probablemente no era ajeno el rey católico), en vista de las intenciones flamencas e imperiales de Felipe.

{8} En cualquier Estado Federal, la comisión de un delito de alta traición, sería juzgada de forma unívoca en toda la jurisdicción del Estado y no sería posible que uno de los Estados miembros amparase al delincuente, basándose en tecnicismos legales. Este caso de Antonio Pérez es un claro signo de la superación de un federalismo que ya entonces periclitaba y que a día de hoy no tendría sentido alguno.

{9} Cfr. J. M. Jover Zamora, Mito y realidad de la Primera República, pág. 55.

{10} R. García Carcel, El sueño de la nación indomable, pág. 261.

{11} Figueras fue un inestable y un cobarde, Pi y Margall, un proudhoniano revolucionario y defensor de un socialismo feroz y antidemocrático, resentido contra la Iglesia Católica, como todos los seminaristas exclaustrados. Salmerón un pusilánime, incapaz de asumir sus responsabilidades políticas y Castelar un brillante orador, pero un político bastante opaco, fundador de un inoperante partido posibilista republicano.

{12} F. Martí Gilabert, La Primera República Española, 1873-1874, págs. 61-69.

{13} M. Lafuente, «Historia general de España», vol. 24, págs. 189-207.

{14} P. de Luz, Historia de España, págs. 242-243.

{15} G. Marañón, O. C. 1966, pág. 76.

{16} J. A. Olmeda y S. Parrado, Ciencia de la Administración, vol. 2, pág. 58.

{17} G. Krings, «La Evolución del Federalismo en Alemania: Experiencias, Reformas y Perspectivas», en Cuadernos de Pensamiento Político, nº 24, 2009, pág. 15.

{18} Cfr. J. Varela, La Novela de España, pág. 12.

{19} Véase la notable coincidencia entre los 17 estados de que constaba el federalismo de la primera república, con la construcción autonómica vigente, igualmente compuesta por 17 territorios.

{20} J. A. Olmada y S. Parrado, op. cit., pág. 363.

 

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