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El Catoblepas, número 98, abril 2010
  El Catoblepasnúmero 98 • abril 2010 • página 12
Artículos

Un caso de análisis de la crisis económica:
El Informe Recarte 2009

José Manuel Rodríguez Pardo

Comunicación defendida ante los
XV Encuentros de filosofía, Oviedo 26-27 de marzo de 2010

José Manuel Rodríguez Pardo en los XV Encuentros de filosofía, Oviedo 26-27 de marzo de 2010

«La enorme productividad, en relación con la población, que se desarrolla dentro del modo capitalista de producción y, aunque no en la misma proporción, el aumento de los valores de capital (no sólo de su sustrato material), que crece más rápidamente que la población, está en contradicción con la base cada vez más estrecha, en relación con la creciente riqueza, para la que actúa esta enorme productividad, y con las condiciones de valorización de este capital creciente. De ahí las crisis.» Carlos Marx, El Capital.

Introducción. El Ego esférico analiza la crisis ecónomica

La crisis económica internacional se ha convertido en motivo de conversación universal, máxime en España, donde a diferencia de la mayoría de países capitalistas desarrollados la depresión continúa sin saberse cuándo se detendrá. Así lo ha entendido Alberto Recarte, conocido economista español que ha ocupado todo tipo de cargos en entidades públicas y privadas, y que actualmente es Presidente del diario digital Libertad Digital, que tras un primer esbozo aparecido en ese diario digital, se decidió a publicar con ampliaciones su obra El informe Recarte 2009. La economía española y la crisis internacional, La Esfera de los Libros, Madrid 2009.

El Prólogo del libro es de Federico Jiménez Losantos (incluido en las págs. 13-20 de El Informe Recarte), conocido periodista y Vicepresidente de Libertad Digital, quien en sus páginas ya manifiesta lo que es una tesis asumida por Recarte y que centrará su libro, la vuelta al patrón oro de medida de la economía:

«Esa fragilidad del sistema financiero internacional, pesadilla de los economistas liberales de la Escuela Austríaca, que siempre defendieron el patrón oro o, lo que es más importante, el respaldo en dinero real de todos los préstamos que haga un banco, hay que explicarla como hace Recarte para que se entienda, aunque produzca escalofríos. Es la única forma de entender algo que nuestro autor repite más de una vez, para que cale en el lector: la más importante de todas las medidas económicas es la política monetaria» (El Informe Recarte, pág. 15).

En consecuencia con lo señalado por Jiménez Losantos en el Prólogo, el núcleo de su libro y las soluciones recomendadas por Recarte pueden resumirse, a falta de un análisis más amplio que realizaremos a continuación, en estos tres puntos:

1) La banca es un sector profundamente intervenido y protegido por los bancos centrales, lo que condujo a la alteración del precio del dinero y la consiguiente deuda irrecuperable, al tasarse de manera inexacta las viviendas para las que se concedían unos créditos excesivos. Créditos que ya no se podrán recuperar y dejarán inmensas deudas al sector bancario.

2) Todo se recuperará cuando se produzca la vuelta a la normalidad de los precios de los bienes y servicios y se permita al mercado sin intervenciones estatales.

3) Para asegurarse que no se repitan los vicios del pasado, recomienda, en la línea de la Escuela Austríaca de Economía, volver al patrón oro que permita mantener un valor estable y de mercado al dinero, verdadero centro de la Economía política.

Así, una de las principales preocupaciones de Recarte, en consonancia con el punto 1), es el estudio de esa intervención estatal en la banca, que remonta a la denominada Peel Act de 1844 que dejó el poder financiero en manos de los Bancos centrales y provocó crisis financieras similares previas (Alberto Recarte, El Informe Recarte, pág. 23). Una Peel Act que ya señaló en su día Marx (El Capital, Tomo I, Libro III. Akal, Madrid 1976, Sección Séptima, XXV, pagina 272, Nota 177), bajo el título de «La moderna teoría de la colonización», comparando el método de acumulación originaria basado en la depauperación de los trabajadores ingleses, cuyos efectos supusieron la emigración masiva hacia Estados Unidos, con esta disposición del gobierno inglés. La citada Peel Act estableció que, para superar la dificultad del cambio de billetes en oro, por iniciativa del político Robert Peel, dividiese el sistema bancario en la parte dedicada a meras operaciones bancarias, y la parte encargada de la emisión de billetes, siempre cubiertos con un fondo especial en oro disponible. Pero la demanda existente en la esfera de circulación era la que marcaba la emisión de moneda, no el fondo real, lo que obligó en las crisis de escasez de liquidez a suspender la ley de 1844.

Tras esta primera caracterización, Recarte plantea conceptos básicos como el PIB (Producto Interior Bruto), «La suma del valor monetario –lo que se paga, en definitiva– de todo lo que se produce en un país en un año se denomina Producto Interior Bruto. Lo que se produce tiene por objeto satisfacer la demanda de todos los que viven en el país que sea. Esa demanda puede ser de bienes y servicios para consumirlos inmediatamente o adquirir bienes que duran más de un año, desde viviendas a camiones; éstos son bienes de capital, son inversión» (El Informe Recarte, pág. 31), así como los agentes económicos, donde incluye «familias (hogares es la denominación estadística habitual), empresas financieras monetarias (bancos, cajas y cooperativas de crédito), y no monetarias (fondos de inversión, por ejemplo), y empresas no financieras [...]» (El Informe Recarte, págs. 31-32).

Asimismo, «Los agentes económicos, los hogares (familias), las empresas financieras y las no financieras y las administraciones públicas pueden, con lo que ingresan, consumir o ahorrar. Pero todo su ahorro se invierte. Y es inversión tanto tener billetes debajo del colchón [sic] como comprarse una vivienda» (El Informe Recarte, pág. 32). Pero este ejemplo sorprende, pues los «billetes debajo del colchón» recuerdan más a la Parábola de los Talentos del Nuevo Testamento que a una economía capitalista como la nuestra. Asimismo, aunque «los agentes que ahorran invierten necesariamente», también existen

«agentes económicos incapaces de ahorrar. Gastan la totalidad de lo que obtienen con sus servicios en bienes de consumo. La inversión sólo la pueden realizar los que ahorran, ya sean familias, empresas o administraciones públicas. Esa inversión consiste, muchas veces, en prestar el ahorro a otros agentes económicos, que se convierten, así, en deudores. Si no existiera el dinero, el endeudamiento sería más difícil. Habría pagarés, promesas de pago, pero las deudas tendrían que devolverse en forma de bienes y servicios, lo que dificultaría cualquier operación.» (Op. cit., pág. 32.)

Recarte afirma, en una de sus referencias más curiosas, que la banca crea dinero:

«El Banco Central tiene la capacidad legal, concedida por el gobierno, de imprimir billetes de banco de curso legal», en consonancia con la citada disposición, lo que se denomina como «efectivo». Pero, por otro lado, «existen las entidades financieras monetarias, a las que denominaré, en adelante, genéricamente, “la banca”, que tienen la posibilidad legal no de emitir billetes, pero sí de crear dinero.»

¿Cómo lo hace, según Recarte?

«Permítanme que se lo explique. Si el Banco Central de un país, que es el que tiene esa competencia, autoriza la creación de un nuevo banco, se pone en marcha el proceso de creación de dinero. Supongamos que el banco, que en el momento de su constitución es idéntico a cualquier otra sociedad, se constituye con un capital de un millón de euros, que se desembolsa en billetes de curso legal. Al día siguiente comienza su actividad, que consiste en dar créditos. El Banco Central le obliga a que se quede en la caja, en efectivo, aproximadamente un 2% del total de su activo, 20.000 euros. Tiene, en ese momento, 980.000 euros para dar créditos. Pero presta mucho más, posiblemente entre 10 y 20 millones de euros. ¿Cómo lo hace? Si concede créditos iniciales por 10 millones de euros, se encontrará –es la experiencia– con que de los 980.000 euros que tenía en billete; sólo han salido de su caja fuerte, quizá, 500.000 euros, porque el resto de las empresas o familias –hogares– a los que ha concedido crédito aceptan una chequera o un número de cuenta desde la que pueden hacer pagos a terceros o a ellos mismos cuando lo necesitan.»

Así,

«Si ha concedido los créditos, por ejemplo, al 7%, intentará pagar a los depositantes el 5%. El 2% restante lo necesita para sufragar los gastos de funcionamiento del banco y obtener un beneficio con el que poder pagar dividendos a los que han desembolsado el capital inicial de un millón de euros. Al final del proceso, un nuevo banco con un millón de euros de capital puede haber creado hasta 20 millones de euros de dinero. La banca crea dinero.» (Op. cit., págs. 33-34).

Sorprendente, si no se hubiera escrito en letras de imprenta: ¿cómo se puede decir que la concesión de un crédito constituye la creación de dinero? Se trata de un mero adelanto numérico, avalado por bienes tangibles por parte del receptor del crédito, eso sí, para poder desarrollar una actividad económica. Sería imposible que una economía tan compleja como la de cualquier país desarrollado, donde existen tantos emprendedores que apenas disponen de sus bienes como patrimonio, pudieran siquiera soñar con emprender un negocio sin la ayuda de un crédito a devolver en un plazo de varios años. De hecho, desde las posiciones de Recarte y otras existe una exaltación del denominado microcrédito, algo que será interesante analizar más adelante.

Posteriormente, a propósito de la Ley Peel, insiste en el particular, pues la citada normativa pretendía evitar la emisión de billetes sin respaldo de reservas de oro, pero «no tuvo en cuenta que los depósitos en cuenta corriente, creados como se ha descrito en otro capítulo anterior, eran medios de pago que permitían la multiplicación del dinero y el crédito» (Op. cit., pág. 78).

Tras hablar de cómo los bancos centrales obligan a la banca a respetar una serie de reglas para las condiciones de los préstamos, tanto de liquidez y de solvencia («apalancamiento» en la jerga financiera), Recarte afirma que

«Típicamente, un banco, en la actualidad, presta entre 20 y 30 veces sus fondos propios. Los bancos son, por definición, empresas que operan con muy poco capital, porque, supuestamente, es muy difícil que pierdan dinero. Y esto es así porque tienen todas las garantías del mundo, y si no las tienen no prestan dinero a nadie; y ningún depositante les suele retirar el dinero que les presta, porque el banco, además de pagarles intereses por sus depósitos, les da una serie de servicios imprescindibles para vivir en una sociedad desarrollada. Además, el depositante sabe que el gobierno de su país garantiza que nunca va a perder sus depósitos, ya sea con 20.000 euros de tope, o con 100.000; y en la práctica, reafirmada en esta crisis financiera, sabe que se le garantizan la totalidad de sus depósitos.» (Op. cit., págs. 34-35.)

Asimismo, también la banca, según Recarte,

«destruye dinero. Si, por ejemplo, el Banco Central sube los tipos de interés, la misma banca, con el mismo capital de un millón de euros, puede decidir no renovar créditos a antiguos clientes o no conceder nuevos, porque crea que menos empresas o personas serán capaces de devolverle, con garantías suficientes, el principal o los intereses de sus préstamos o líneas de crédito; o algunas de las empresas que tenían créditos deciden reducirlos de forma autónoma, porque no quieren pagar tantos intereses, no hacer más inversiones a ese tipo de interés o creen que lo mejor que pueden hacer es reducir sus existencias. Incluso si no hay cambios en los tipos de interés, las empresas y los hogares pueden decidir mantener un mayor volumen de dinero fuera del sistema financiero, lo que hará disminuir la cantidad de dinero en circulación, en este caso del dinero que podemos llamar “bancario”.»

La consecuencia es que

«el total de créditos bancarios quizá ya no sean 20 millones, sino sólo 15. Y, simultáneamente, el nuevo banco pierde la misma cantidad de depósitos. Se ha reducido la cantidad de dinero en circulación, se ha destruido dinero, con la misma cantidad de billetes en circulación. Es evidente que hay dos clases de dinero en los actuales sistemas financieros: los billetes y monedas del Banco Central y el dinero que han creado los bancos con sus créditos, que son equivalentes a los depósitos de esa banca.» (Op. cit., pág. 35.)

De hecho, en la página 130 de El Informe Recarte, se cita a Huerta de Soto y a Murray Rothbard como autoridades para señalar que la crisis de 1929 se debió a la gran expansión crediticia que sobrevino al final de la I Guerra Mundial, con el nacimiento de la Reserva Federal en 1913, que respaldaba, lo que denominan como «créditos creados de la nada»: «En poco más de cinco años los créditos creados de la nada por el sistema bancario pasaron de 33.000 millones de dólares a 47.000 millones».

Por lo tanto, la culpa de este apalancamiento es que el sector bancario está demasiado intervenido:

«El sistema bancario es un sector intervenido, regulado e inspeccionado por los bancos centrales y por las CNMV de cada país, la SEC (Security and Exchange Comission) en Estados Unidos, en los casos en los que cotizan oficialmente en las bolsas de valores. Se fijan imperativamente la proporción de capital que deben tener, los limites en las relaciones crediticias con los clientes y los activos que se pueden sacar del balance, por no hablar de la regulación del pasivo, de cómo se pueden captar depósitos, de qué tipo de obligaciones pueden emitir y de la transparencia en sus relaciones con los depositantes. La regulación, en definitiva, es casi infinita, heterogénea, muchas veces absurda, algunas, excesiva, y otras, insuficiente.» (El Informe Recarte, pág. 67.)

Y así, como según Recarte la más importante política económica es la monetaria, pues de ella dependen el dinero en circulación, los precios finales de bienes y servicios y los precios de los activos y del suelo (Op. cit., pág. 299), nuestro sistema financiero, pese a otras virtudes, adolece de defectos como el hiperdesarrollo del sector inmobiliario (que atribuye a «el deseo de evitar una repetición de los errores de la industrialización desarrollada en la autarquía franquista») (Op. cit., pág. 151), se ha producido, en definitiva, un crecimiento de la oferta crediticia muy por encima del ahorro disponible (Op. cit., pág. 180), síntoma ya detectado en 2007, con el monopolio del precio del suelo. La deuda hipotecaria de quienes compraron viviendas en estos años es superior al valor de la vivienda en el mercado: en el año 2007, familias y empresas se endeudaron en más de 140.000 millones de euros (Op. cit., págs. 185-189). Una crisis que causa ausencia de créditos a empresas y suspensión de pagos de muchas de ellas (Op. cit., pág. 205).

En línea con el punto 2), según Recarte sería necesario volver a los acuerdos de Bretton Woods, aquellos celebrados tras la II Guerra Mundial, en los que se fijó el «libre mercado» y la paulatina eliminación de trabas a la circulación de capitales, junto a la formación del FMI y el Banco Mundial. Sin embargo, la tendencia ha sido a poner cada vez más aranceles, lo que dificulta según Recarte la recuperación económica. «Dichos acuerdos desaparecieron formalmente con la decisión del presidente Nixon de romper la relación del dólar con las reservas de oro oficiales norteamericanas» (El Informe Recarte, págs. 24-25). Un ejemplo es el del euro, puesto que al no cumplirse el Pacto de Estabilidad que garantice el valor de la moneda única, ha servido de colchón y de base ficticia para no bajar los precios, como es el caso de España, con la consecuente renegociación de créditos y recapitalización de entidades bancarias por parte del Estado (Op. cit., págs. 340 y ss.). Recarte huye de regulaciones y pide «Un auténtico Bretton Woods II» (Op. cit., pág. 335). Así, la no intervención del estado en la economía, que sería una actividad propia de la sociabilidad natural humana, es el leiv motiv del Presidente de Libertad Digital.

Y finalmente –lo que denominamos como punto 3)–, señala Recarte en consecuencia que «la creación de dinero por el sistema financiero sin respaldo de ahorro real provoca, como mantienen los teóricos austriacos, los ciclos económicos» (El Informe Recarte, pág. 78), que sería en definitiva la solución a todos los problemas y que la economía funcionase libre y sin las malvadas trabas estatales. Algo para lo que Recarte es sin embargo pesimista:

«Ese debate no se va a reproducir ahora, a pesar del fracaso del sistema financiero internacional. Se aplicarán reglas más estrictas, se exigirán a la banca mayores fondos propios, se rebajarán los apalancamientos permitidos, se regulará más estrictamente el tipo de instrumentos financieros que pueden utilizarse, se controlará con más rigor la calidad del crédito de todo tipo de entidades financieras y quizá incluso se impongan reglas al comportamiento de los bancos centrales que les obligue a publicar todas sus deliberaciones y que les impida llevar a cabo políticas monetarias demasiado agresivas. Pero no creo que exista ninguna posibilidad de reinventarse el sistema financiero sobre las bases que defendían la Currency School y la Escuela Austríaca.» (Op. cit., pág. 78.)

El mejor de los mundos posibles del Ego esférico o el Gran Jardín del Edén de la Economía Neoclásica

El análisis de Recarte adolece, como ya hemos visto, de muchos problemas. De hecho, esta posición neoclásica de la Escuela Austríaca de Economía a la que se adscribe Recarte, al centrarse solamente en «la acción humana», convierte en equivalentes los sectores de la macroeconomía y microeconomía. Esto le conduce a despreciar a Keynes, tachándolo de antiliberal, cuando éste, pese a defender políticas de intervención del Estado en la macroeconomía, defiende el marginalismo, la economía neoclásica, en la microeconomía.

De hecho, el planteamiento de Recarte y otros economistas neoclásicos es el del optimismo del mejor mundo de los posibles, Gran Jardín del Edén donde la libre circulación del mercado derramará el cuerno de la abundancia del capitalismo sobre toda la humanidad, donde todo estará a disposición de todos. Auténtica respublica noumenon kantiana, como la que planteó en su obra El conflicto de las facultades (1798), donde todos se comportan según el imperativo categórico kantiano, como si el reino de los cielos pudiera tener lugar aquí en La Tierra. Si eso nunca ha existido, no importa: se justificará como un ideal regulativo, como el Estado fenoménico desde el que la Humanidad camina asintóticamente hacia el Estado nouménico, como una especie de punto Omega al que su evolución política haya de llevarle. La crisis, en consecuencia, se superará sin intervenir, dejando que los excesos hayan sido asimilados naturalmente. De hecho, «prosiguen los intercambios», incluso pese al malvado Estado, al gran Mamón contemporáneo como lo denominó Von Mises.

Así, desde este armonismo metafísico, la crisis económica actual, al menos en España, no es más que un momento de los excesos vividos años atrás, que una vez asimilados convenientemente (absorbido el stock de viviendas, en este caso), permitirá volver a la normalidad económica del libre mercado, siempre que se le deje actuar sin trabas estatales, claro está. Pero esa supuesta «normalidad» nunca ha existido. La Economía Política es por lo tanto estatal y en consecuencia intervienen en ella los Estados. Y los Estados tendrán que lidiar con los varios millones de parados que ha dejado esta crisis, y que a día de hoy no tienen expectativas de ser recolocados en ningún sector.

Sin embargo, pese a este optimismo leibniciano que confía en el mercado como algo natural que se autorregula, también existe la alternativa del pesimismo keynesiano: los fenómenos naturales, si son catastróficos, no se autoconducen y se resuelven solos, salvo tras provocar una grave catástrofe. Habría, por lo tanto, que encauzar «los ríos desbordados» (como diría un escritor y político socialista en metáfora keynesiana). De hecho, si se produjo la recuperación económica en 1929 fue gracias a las políticas de planificación estatal, al igual que en la crisis de 1997 en Asia.

En realidad el planteamiento de Recarte, siguiendo la línea libertariana y anarcocapitalista de Von Mises y su praxeología, o Von Hayek y su teoría del orden espontáneo (esto es, «natural», sin Estado) es la propia del Ego esférico, aquel que define Gustavo Bueno en estos términos:

«Pero esta conciencia corpórea individual se resuelve en una conciencia de índole práctica, prudencial y eminentemente económica –en el sentido de lo que Aristóteles llamó la "economía monástica"–. La conciencia corpórea individual sería un concepto vacío si no la entendiéramos precisamente como la evidencia práctica de las disposiciones orientadas al mantenimiento y gobierno del propio cuerpo, como una magnitud espacio-temporal de límites bastante precisos [...] Llamemos "esfera" a esta conciencia económica individual, en la medida en que es una estructura práctica, cerrada, limitada espacio-temporalmente –y, por cierto, una estructura resultante de complejos procesos sociales e históricos». (Gustavo Bueno, El papel de la filosofía en el conjunto del saber, Ciencia Nueva, Madrid 1970, páginas 116-117.)

Algunos dirán que los neoclásicos son materialistas porque lo único que hacen es señalar la importancia de M2, del segundo género de materialidad. Pero ese segundo género de materialidad no es simplemente un Ego subjetivo, esférico, sino que atraviesa el Ego subjetivo y el Nosotros social, precisamente porque no se entiende como esfera, sino como totalidad de esferas. De hecho, «El concepto del Género M2 tiene la virtualidad de "atravesar" la distinción entre el Ego subjetivo y el Nosotros (social), precisamente porque M2 no es entendido, por ejemplo, como una "esfera", sino como la totalización de un conjunto de "esferas" [...]. En esta totalización es donde juega un papel decisivo la Monadología de Leibniz, como habría que mostrar en muy diversos niveles (por ejemplo, en el de la vida económica: Adam Smith)» (Gustavo Bueno, Ensayos materialistas, Taurus, Madrid 1972, pág. 298, nota 107). Es decir, sólo desde un ajuste perfecto, el de la armonía preestablecida del mejor de los mundos posibles, podría justificarse ese Ego esférico que para nada es el Ego trascendental, el Ego que opera en la Razón económica, que desborda la mera economía de subsistencia. De hecho, la posición neoclásica sólo desde esa armonía preestablecida que relaciona las esferas (las mónadas) puede dejar de ser una mera cáscara vacía, un Ego esférico sin capacidad para operar y planificar la economía: los neoclásicos, en virtud de su anarcocapitalismo, abominan de cualquier planificación y del socialismo genérico.

Otra de las manifestaciones de este Ego esférico tienen lugar cuando Recarte afirma que sólo los que ahorran pueden invertir. «La inversión sólo la pueden realizar los que ahorran, ya sean familias, empresas o administraciones públicas» (El Informe Recarte, pág. 32). Pero eso es falso en tanto que muchas empresas carecen de liquidez y ello no les impide invertir cantidades a crédito, con los avales patrimoniales correspondientes. Si las deudas empresariales sólo pudieran solventarse con activos en forma de dinero, de papel moneda, la práctica totalidad de las empresas existentes quebrarían. Y sin embargo, el propio Recarte, contradiciendo las coordenadas de su Ego esférico, afirma que la falta de crédito producto de la crisis inmobiliaria y financiera estrangula a pequeñas y medianas empresas. ¿Pero no era el ahorro toda fuente válida de inversión, con un respaldo monetario real?

Esta confusión entre una microeconomía y macroeconomía, en base a la coordinación natural entre decisiones de distintos sujetos en armonía preestablecida, reduce el Informe Recarte a posiciones ya no de racionalidad trascendental, sino de una racionalidad concreta, propia de quien tiene que administrar sus ahorros y llegar a fin de mes, sin ayuda de créditos; o, incluso, de tener «billetes debajo del colchón» (El Informe Recarte, pág. 32). Es un Ego esférico que encarece el microcrédito, de fácil devolución y en escaso tiempo dada su escasa cantidad, pero sin darse cuenta que tales microcréditos sólo existen para alimentar a las pequeñas empresas, «piezas de caza» de los grandes tiburones empresariales, que se mantienen pujantes en la lucha por la vida que constituye el mercado capitalista. Es imposible una economía política actual sin deudas y con el siempre respaldado por el patrón oro.

La vida esférica es superada por el segundo género de materialidad (M2), en tanto que negación de la subjetividad como sustancia independiente. Y es que «Quien, pongamos por caso, planta olivos, no se gobierna objetivamente (finis operis) por la estructura esférica, en tanto el fruto de los olivos se recoge mucho más allá de los límites temporales de la esfera» (Gustavo Bueno, Ensayos materialistas, pág. 300). Tales de Mileto, según cuenta Aristóteles (Política, 1259a), se hizo con el monopolio del olivo en su ciudad, pero no en función de satisfacer sus necesidades meramente esféricas de olivas (que diría un marginalista), sino sabiendo que ese monopolio le haría rico (y también a sus descendientes) en el plazo de unos años, cuando los olivares dieran su fruto.

Y en efecto, la conducta esférica, por ejemplo, lo que denominó Aristóteles como «economía monástica», el cálculo económico individual, microeconómico, es racional, pero los fundamentos en los que se desenvuelve han de romper las paredes de totalización de esa esfera, no meramente corpórea –en ese sentido, aunque en otros puede identificarse, se distingue del «Ego diminuto» que señala Bueno en su reciente trabajo «El puesto del Ego Trascendental en el materialismo filosófico», El Basilisco, revista de materialismo filosófico, nº 40 (2009), pág. 27–, pero sí individual. Si el epicureísmo fue en los tiempos clásicos la forma más elaborada del Ego esférico, «Es más tarde, en la época del capitalismo, cuando la moral esférica vuelve a ser erigida como prototipo de la misma racionalidad práctica, desde los individuos –mónadas– de Adam Smith, hasta los consumidores del marginalismo de Jevons (el concepto de homo oeconomicus es típicamente esférico), [...]» (Gustavo Bueno, Ensayos materialistas, pág. 301).

Ya es significativo de esta indistinción entre la microeconomía de las familias (que en efecto se basa en el ahorro y en el dinero líquido), y la macroeconomía (basada en la planificación y el estudio de cómo mantener la recurrencia del sistema), que Recarte descalifique a Keynes en varios fragmentos de su libro, al tiempo que abomina del gasto público. Pero lo cierto es que Keynes, que como dijimos en macroeconomía era partidario de la intervención estatal, en la microeconomía era seguidor de la Escuela Austríaca y del marginalismo. Incluso llega a denominar la pretensión de los keynesianos asesores de Obama de dinamizar la economía mediante el gasto público como «”economía vudú”. Las experiencias y los datos históricos que tenemos nos confirman exactamente lo contrario. El gasto público sustituye al gasto privado. No hay ningún multiplicador» (El Informe Recarte, pág. 322).

Pero las economías más desarrolladas del mundo son, en contra de las ilusiones de Recarte, las que más fondos destinan al gasto público. Y seguramente los multiplicadores no existan en lo cuantitativo, ya que simplemente se pondrán más recursos en manos del Estado, pero en lo cualitativo la organización estatal está más coordinada que la mera iniciativa privada de fondos, y por lo tanto es más fácil planificar, pese a que ilustres economistas neoclásicos aborrezcan la planificación y el socialismo y lo fíen todo a la mera coordinación entre átomos individuales. Podría decirse que el economista keynesiano es un Ego esférico que se da cuenta de los límites de su propia praxeología y tiene que operar a una escala más amplia, la estatal, para poder parchear las divergencias dentro del modo de producción capitalista. Pasa así de Ego esférico a Ego trascendental.

Otros Egos esféricos, como el de Recarte, prefieren seguir presos de su subjetividad, pues como él señala: «Desde mediados del siglo XIX hasta principios del XX, las relaciones económicas internacionales se gobernaban desde el principio de la libertad» (El Informe Recarte, pág. 24), entendida esta como ausencia de trabas para el Ego esférico, el homo oeconomicus que sigue fielmente las recetas del FMI, ese gran organismo fundado (y controlado) por Estados Unidos, según Recarte, para promover la libertad de comercio y que sin embargo no ha intervenido durante la actual crisis:

«Aunque quizá lo más llamativo ha sido el silencio del FMI ante algunas de las políticas de gasto público anunciadas por los países desarrollados. Políticas que no habría tolerado en otro tipo de países. Una reacción a la que no es ajeno el hecho de que el FMI es una agencia pública internacional financiada por esos mismos países desarrollados, que pagan sus gastos corrientes y la dotan de fondos para financiar las políticas de saneamiento y apoyo al resto del mundo.
El FMI pocas veces se separa de un recetario sobradamente ensayado: 1. Austeridad en el gasto público, 2. Reformas en los mercados, 3. Control estricto de los sistemas financieros, una vez saneados, 4. Introducción de procedimientos presupuestarios para evitar que se enquiste el incremento temporal del gasto público, y 5. Privatizar todas las empresas públicas en cuanto los mercados se normalizan. Esos programas de saneamiento suelen ser letales para los partidos gobernantes. Algo a lo que no están dispuestos los de las grandes democracias. Por eso calla el FMI.» (El Informe Recarte, pág. 289.)

La cuestión es si aplicando semejantes medidas en los países desarrollados, los que pertenecen a la OCDE y que dedican la mayor parte de su PIB al gasto público, resistirían económicamente sin sufrir precisamente las graves crisis que sufren quienes aplican tales «recetas». Si la Economía es ante todo Economía Política, la privatización de empresas públicas, normalmente estratégicas, tales como aquellas dedicadas a la extracción y comercialización del petróleo, para dejarlas en manos privadas, es tanto como poner los recursos de la Nación de referencia en manos de terceros. Verdadero suicidio político que ninguno de los miembros de la OCDE llegará siquiera a considerar, sobre todo si no quieren acabar sometidos a un tiburón estatal más grande.

Tanto la economía neoclásica como la monetarista encarecen el dinero –«la más importante política económica es la monetaria», señala Recarte en la página 299 de su Informe–, pero sin definirlo más allá de vaguedades. Y es que el dinero no es más que un fetiche, una mera manifestación del valor, pero no el valor de los bienes y servicios, como ya señalamos en otro lugar en base a El Capital de Marx. Ponerlo como centro de la economía política supone caer en el fetichismo de la mercancía, los billetes de banco que por sí mismos no representan nada: no hay más que ver lo que sucede cuando se producen las devaluaciones de la moneda, a veces necesarias para poder agilizar el mecanismo de recurrencia del sistema económico, pero que provocan consecuencias indeseables para los grandes ahorradores: se quedan sin nada. El dinero, como ya bien sabía Aristóteles y destacó Marx, constituye un equivalente para intercambiar objetos tan heterogéneos como los que existen en el mercado: zapatos, libros, muebles, automóviles, bienes de equipo, viviendas, &c. Pero no por ello constituye un valor en sí mismo.

Recarte, haciendo gala de su indefinición y anfibología, señala que «dinero» son los billetes en circulación, las líneas de crédito, depósitos a la vista, depósitos a corto plazo, a largo plazo, la deuda pública, fondos de inversión, &c. En definitiva, «”dinero es todo aquello que se acepte como pago para saldar una deuda”. Es evidente que, en caso de duda, son mejores los billetes que los talones bancarios emitidos contra cuentas corrientes o contra una participación en un fondo de deuda pública» (El Informe Recarte, pág. 316). ¿Y por qué? Todas las variedades enumeradas por Recarte no dejan de ser meros equivalentes, y en tanto que equivalentes poseen la misma garantía: la reserva nacional desde la que se emite. De hecho, cuando alguien recibe un crédito no le dan billetes, sino una mera transferencia numérica a devolver en cuotas igualmente numéricas, y no por ello se considera algo inestable sino a negociar según las condiciones económicas del momento.

De hecho, Marx señalaba que la ausencia de crédito y la abundancia de moneda en circulación es un signo del futurible crack financiero:

«Por tanto, si se produce una perturbación en esta expansión o simplemente en la tensión normal del proceso de reproducción, se producirá también una escasez de crédito; resulta difícil obtener mercancías a crédito. Pero la exigencia de pago al contado y las precauciones en la venta a crédito son, especialmente, características de la fase del ciclo industrial que sigue al crack. En la crisis misma, como todo el mundo tiene que vender y no puede y, sin embargo, tiene que vender para poder pagar, es cuando es mayor la masa, no del capital inactivo que necesita colocarse, sino del capital entorpecido en su proceso de reproducción, aunque la escasez de crédito sea mayor que nunca (y, por tanto, más alto el tipo de descuento en el crédito bancario). El capital ya invertido está efectivamente inactivo en grandes masas porque el proceso de reproducción se paraliza. Las fábricas se hallan paradas, las materias primas se acumulan, los productos acabados abarrotan como mercancías el mercado. Por tanto, no hay nada más falso que atribuir este estado de cosas a una escasez de capital productivo. Existe, por el contrario, superabundancia de capital productivo, en parte con respecto a la escala normal, pero actualmente restringida, de la reproducción, en parte con respecto al consumo paralizado.» [El Capital, Libro III, Tomo II. Akal, Madrid 1978, Sección Quinta, XXX, pág. 204.]

Además, el capital monetario no deja de ser un mero conjunto de equivalentes, números, pese a que aparenta multiplicarse hasta el infinito: «El hombre puede aumentar ilimitadamente sus riquezas», decía Solón, citado por Aristóteles (Política, 1256b) como ejemplo precisamente de lo contrario y de la falsedad de la crematística. Multiplicación meramente ficticia, a tenor de lo que decía Marx:

«Con el desarrollo del capital productor de interés y del sistema de crédito, todo capital parece duplicarse y a veces triplicarse por el modo diverso en que el mismo capital o simplemente el mismo título de crédito aparece en manos distintas bajo formas diferentes. La mayor parte de este «capital monetario» es puramente ficticio. Todos los depósitos, con excepción del fondo de reserva, no son más que saldos en manos del banquero, pero nunca existen como depósitos. Cuando sirven para las operaciones de giros, funcionan como capital para los banqueros, después que éstos los prestan. Se pagan unos a otros las asignaciones recíprocas sobre los depósitos inexistentes mediante la cancelación recíproca de estos saldos.» [Carlos Marx, El Capital, Libro III, Tomo II. Akal, Madrid 1978. Sección Quinta, XXIX, págs. 188-189.]

En la bibliografía del Informe Recarte, para seguir la línea sectaria que nunca citaría los anteriores fragmentos de Marx, se recomienda la lectura del libro de David Ricardo, Principios de economía política y tributación [1817], pero señalando que «El capítulo fundamental es el VII, "On foreign trade"» (El Informe Recarte, pág. 407), sobre el comercio extranjero. Nada se dice ya no de la teoría del valor que inspiraría la marxista, que sería para los neoclásicos algo «desfasado», sino de un capítulo tan fundamental para la cuestión inmobiliaria (tan importante en la crisis española) como es el Capítulo II, «De la renta», concepto que define Ricardo como «aquella porción del producto de la tierra que se paga al propietario por el uso de la potencia original e indestructible del suelo» (David Ricardo, Principios de economía política. Sarpe, Madrid 1985, pág. 63, Sección VII, Capítulo II, 24).

Sin embargo –afirma también Ricardo–, la renta a veces es confundida con el interés y los beneficios del capital. Consecuencia de ello: «El aumento de la renta es siempre efecto del incremento de la riqueza del país y de la dificultad del abastecimiento de alimentos para su población creciente. Es un síntoma, pero nunca una causa de riqueza; pues ésta a menudo aumenta rápidamente mientras la renta permanece estacionaria o disminuye» (David Ricardo, pág. 71, 29). La renta se paga porque «los terrenos no son ilimitados en cantidad ni uniformes en calidad, y porque con el progreso de la población han de cultivarse los terrenos de inferior calidad o menos ventajosamente situados, que se paga renta por el uso de ellos» (David Ricardo, pág. 65, 25). En resumen: el aumento del valor en las rentas señala que existe riqueza, pero no es la causa de ella.

El Informe Recarte afirma, a propósito de la crisis española, que la crisis financiera e inmobiliaria en España se asemeja a la de las hipotecas subprime (bajo coste) en Estados Unidos, pues los créditos hipotecarios españoles ostentaban características similares: precios muy altos de las viviendas, créditos que avalaban el 100 por cien del valor de tasación, plazos muy largos para su devolución, cuotas muy afectadas por el euribor y otros índices, paro, &c. (El Informe Recarte, págs. 206-207). Y ciertamente existen similitudes, pero hay que tener en cuenta que en Estados Unidos mucha gente carece de vivienda propia y vive su completa existencia en régimen de alquiler, mientras que en España el sueño de todos es disponer, aunque sea en un futuro lejano, vivienda en propiedad, y a ser posible cada vez mejor en consonancia con la sociedad del bienestar en la que nos imbuyó el aparentemente denostado franquismo.

Y es que aquí entra en juego la renta, puesto que el supuesto diferencial de renta que se ofrecía en las nuevas urbanizaciones. Terrenos donde hubiera sido impensable edificar (sin que la población tampoco aumentase significativamente para justificar tales proyectos), por encontrarse en zonas muy periféricas respecto a los centros urbanos, fueron sin embargo considerados como edificables, elevando exponencialmente las rentas de los terrenos, a mayor ganancia de los ayuntamientos (que incorporaron todo tipo de servicios como accesos por carretera, parques, estaciones ferroviarias, &c.), pese a que en muchos casos tales rentas fueran ficticias. La renta de las nuevas viviendas simbolizaba la riqueza que se estaba generando, pero al estar inflada por numerosos factores (como sucedió con la famosa urbanización de «El Pocero de Fuenlabrada», que quedó desierta al permanecer aislada de los núcleos urbanos), el crecimiento económico español era, en una buena parte, ficticio. Algo que los neoclásicos, en su burda simplificación, definen como «pérdida de riqueza», sin que puedan concretar esa riqueza más allá de lo monetario ni deslindar renta de riqueza: no se puede perder, en definitiva, algo que jamás se poseyó.

¿Qué es la crisis?

Alberto Recarte no define lo que es la crisis, sino que da por supuesto que todo el mundo la entiende como parálisis de la actividad económica. Algo discutible sabiendo de cuántas veces se cita el término en los más diversos ámbitos (se habla de crisis de valores, crisis de gobierno o de La crisis de las ciencias europeas, tal y como señalaba Husserl en 1936). Sin embargo, no deja de ser interesante señalar que crisis es un término médico que surgió en la medicina helénica, referido al momento culminante en que el organismo manifiesta sus dolencias y trastornos; la crisis de una enfermedad, el punto de inflexión (el punto crítico de una función matemática) en el que se decidirá el curso de la dolencia, ya sea positivo o tendente a la curación, o negativo y tendente incluso a la muerte. Hipócrates usó mucho del término para definir el desajuste de la proporción de humores del cuerpo, que se solventará mediante la recuperación o el fallecimiento. Un cambio que sobreviene en el curso de una enfermedad anunciado con síntomas, para determinar la solución de una enfermedad, ya feliz, ya funesta. En el caso de la Economía, la crisis supone degeneración del esquema de recurrencia (una aplicación del concepto de esfera que desborda al Ego) que aparece en el libro de Gustavo Bueno, Ensayo de las categorías de la Economía Política, La Gaya Ciencia, Barcelona 1972, pág. 47. O también el esquema de recurrencia que Marx identifica con la rotación anual del capital, tal y como establece en el Libro III de su obra El Capital.

De hecho, Hipócrates señalaba días especiales, los días críticos, ligados a las fases de la Luna o a la numerología instituida por los pitagóricos, para detectar el momento en el que la crisis de la enfermedad podía ser beneficiosa o perjudicial para el paciente. Diremos con Feijoo que atribuir la existencia de unos días críticos a las enfermedades es totalmente infundado y absurdo (Ver Benito Feijoo, «Días críticos», Teatro Crítico Universal, Tomo 2, Discurso 10º), pues no tiene sentido afirmar que esos días estén ya establecidos previamente por los ciclos lunares o por un sistema de días pares o impares, como señala Hipócrates sobre la fiebre que se repite por cesar en los días pares (Aforismo 61, Sección VI.). Galeno seguía la misma tendencia, aunque atribuía a las crisis la presencia de una gran perturbación orgánica y una abundancia de secreciones evacuadas. Hoy día, la Medicina dispone de mecanismos más exactos para determinar cuándo se produce una crisis: por ejemplo, cuando la temperatura corporal según el termómetro de mercurio llega al estado crítico de hiperpirexia, con 40 º C.

En sentido análogo, la crisis económica no es algo que esté establecido con fecha y hora: las indicaciones y previsiones eran las de una crisis ya en el año 2006, según afirman ciertos expertos, sin que se supiera el cuándo se produciría. Otros dirán, en el caso español, que la famosa burbuja inmobiliaria ya fue detectada en el año 2000, sin que el gobierno entonces vigente dijera nada, y sin que, por supuesto, el actual hiciera algo distinto a enorgullecerse del crecimiento económico español, digno de «la Champions League de la Economía». Símil futbolístico que podríamos ampliar hasta las fechas actuales: la Economía española ha pasado, de un año a otro, de disputar la Champions League a sufrir para no descender a Segunda División, como les sucede a algunos equipos de fútbol de rendimiento irregular. Situación que va para largo y que aún no conoce su límite. Como dice Hipócrates: «En las fiebres los abscesos que no se resuelven en las primeras crisis, indican que el mal es largo» (Aforismo 51, Sección IV). Se supone, no obstante, desde coordenadas liberales, que con la crisis, pese al gran deterioro sufrido, ese «enfermo» denominado Economía llegará a la tan deseada recuperación. Como diría Hipocrates: «La noche que precede a una accesión crítica, es penosa; la siguiente suele ser más tranquila» (Aforismo 12, Sección II.).

Recientemente, sobre todo en el medio de comunicación que preside Alberto Recarte, Libertad Digital, se ha insistido en que la caída de los grandes imperios se ha debido a su quiebra económica. Así lo afirma Fernando Díaz Villanueva en su artículo del Suplemento de Historia de Libertad Digital, el 10 de Febrero de 2010 «Cómo la inflación acabó con el Imperio Romano», señalando hacia la Economía para entender el hundimiento de la antigua Roma. Pero la crisis de un Imperio o de cualquier sociedad política no es económica sin más, sino política, en tanto que tal crisis puede conducir a la alteración de esa totalidad, de tal manera que, en el límite, se produce su divergencia en forma de disolución y fragmentación, metábasis. Este es caso de los grandes Imperios, como el Imperio Romano, el Imperio Español o la Unión Soviética. Incluso Recarte, pese a su anarcocapitalismo, tiene razón cuando señala, en sintonía con nosotros, que el euro es débil no por ausencia de respaldos financieros, sino por no formar Europa una unidad política: «La Unión Europea sigue siendo una unión económica. Y eso no es suficiente para asegurar cuál va a ser el valor futuro del euro» (El Informe Recarte, pág. 60).

De hecho, no es tanto la propia situación económica degradada la que conduce a la quiebra económica y destrucción final de esos imperios; podría decirse que esa situación es más un efecto del límite objetivo de esos Imperios que una causa por sí misma. El Imperio Romano pasó a ser un conjunto de feudos o de reinos medievales por la asimilación de pueblos tan diversos y tan inmensos sus dominios, lo que provocó su crisis y las posteriores invasiones bárbaras que lo disolvieron finalmente. El Imperio Español no cayó simplemente porque el enorme funcionariado y el esquema de recurrencia económica global que había fundado hubiera hecho crisis, sino que su crisis y quiebra final vino con la disolución del Antiguo Régimen y la caída del Trono y el Altar a través de la invasión napoleónica, a cuyo fin se descompuso dando paso a las repúblicas hispanoamericanas actuales. El imperio soviético, la URSS, no se descompuso solamente porque su recurrencia de economía planificada en forma de planes quinquenales fracasase, sino porque era imposible la revolución universal que extendiese dichos planes a todo el planeta. Caído el Muro de Berlín, el PCUS, ante el pujante orden capitalista de EEUU, hubo de entregar el poder.

Respecto a la URSS, es interesante señalar que siempre mantuvo una posición optimista sobre el fin del capitalismo, que vendría tras su crisis general, descrita en los siguientes términos:

«La crisis general del capitalismo, en su desarrollo, pasa por varias etapas. La primera etapa surgió en el período de la primera guerra imperialista mundial y, ante todo, como resultado de la victoria de la Gran Revolución Socialista de Octubre en Rusia. La segunda etapa surgió en el período de la segunda guerra mundial y, sobre todo, como resultado de la aparición del régimen de democracia popular en varios países de Europa y Asia. [...] La tercera etapa de la crisis general del capitalismo ha empezado en la segunda mitad de la década de 1950. La peculiaridad de dicha etapa consiste en haber surgido no por una guerra mundial, sino en el ambiente de competición y lucha entre los dos sistemas, con la quiebra del sistema colonial del imperialismo en el mundo, con una modificación cada vez mayor de la correlación de fuerzas en favor del socialismo.» («Crisis general del capitalismo» en M. Rosental y P. Iudin, Diccionario filosófico. Ediciones Pueblos Unidos, Montevideo 1965, págs. 91-92.)

Pero los «días críticos» establecidos por los sabios soviéticos no resultaron ser tales y más bien marcaron la evolución de la URSS hacia su crisis y disolución final: la tercera etapa fue la del asentamiento del modo de producción capitalista (vía Estado del Bienestar y no del «libre mercado») y la decadencia del socialismo específico soviético, que entró en crisis con la caída del Muro de Berlín, crisis resuelta con su destrucción como sistema y la formación de nuevas repúblicas separadas de Rusia.

No obstante, el marxismo clásico, el de El Capital, vio siempre al capitalismo como un sistema con tendencia a sufrir crisis. El capitalismo está descoordinado en cuanto a producción y consumo, y la gran diferencia entre el número de unidades producidas respecto a la población existente, provocará su crisis necesaria y el fin de su recurrencia, en forma de caída tendencial de la tasa de ganancia. De hecho, es lo que sucede hoy en el mundo y especialmente en España: hay exceso de mercancías sin vender, ya sean automóviles o sobre todo viviendas. Así lo explica, tal y como iniciamos esta reseña, Marx:

«La enorme productividad, en relación con la población, que se desarrolla dentro del modo capitalista de producción y, aunque no en la misma proporción, el aumento de los valores de capital (no sólo de su sustrato material), que crece más rápidamente que la población, está en contradicción con la base cada vez más estrecha, en relación con la creciente riqueza, para la que actúa esta enorme productividad, y con las condiciones de valorización de este capital creciente. De ahí las crisis.» (Carlos Marx, El Capital, Libro III, Tomo I. Akal, Madrid 1978, Sección Tercera, XV, 4, página 350.)

Por nuestra parte, ni somos optimistas leibnicianos respecto a la asimilación natural de los excesos de la crisis, ni pesimistas keynesianos que pidan el parcheo del Estado para su resolución y la reactivación de la recurrencia capitalista. Defendemos los cánones de la racionalidad materialista, en línea con lo que señaló Marx. En cualquier caso, que no hay crisis final del capitalismo, no significa que éste siga como antes, habiendo superado una situación maligna de la que ya no volverá a sufrir nunca más, que no volverá a haber más crisis de resultados impredecibles. Como bien nos advierte Hipócrates en su Aforismo 12, Sección II: «Las impurezas que deja la crisis al terminarse la enfermedad, suelen producir recaídas.»

 

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