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El Catoblepas, número 99, mayo 2010
  El Catoblepasnúmero 99 • mayo 2010 • página 8
Historias de la edad media

Catálogo de fieles y descreídos

José Ramón San Miguel Hevia

Judaísmo, islamismo, cristianismo

Judaísmo, islamismo, cristianismo

El Judaísmo

Saduceos y caraítas

Las dos variantes del judaísmo medieval –rabinos y caraítas– toman su origen de otras tantas escuelas, que florecen en la antigüedad a la sombra del segundo templo. La primera de ella está formada por los sacerdotes saduceos, que tienen muy mala prensa y que además, a raíz de la destrucción de Jerusalén y su santuario en el año 70 son desplazados del centro de poder por la otra facción de los maestros fariseos. Efectivamente los israelitas deben abandonar Judea y se dispersan por todo el mundo conocido, las sinagogas sustituyen al templo y la escuela adosada a ellas pone en el primer plano en sustitución de la liturgia la enseñanza de la ley y la tradición.

De los saduceos hablan Flavio Josefo, sus rivales fariseos y episódicamente los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles. . Su doctrina central –dejando aparte su carácter social de aristocracia sacerdotal– es el rechazo a toda tradición oral y la mera atención a la Torá escrita, sin quitar ni añadir nada a ella de acuerdo con la severa advertencia del Deuteronomio: «no añadiréis ni quitaréis nada a la palabra que yo os envío, y así guardaréis los mandamientos de Yahveh, vuestro Dios, como aquí os ordeno».

La Biblia judía a cuyo texto se atienen los saduceos –y en esto están de acuerdo con los fariseos y más tarde con los rabinos– se compone de veinticuatro libros en vez de los treinta y nueve del canon católico, ya que reúne en un solo texto los libros históricos y los nueve profetas menores y no admite los escritos deuterocanónicos , concretamente la historia de Esther, y las partes en lengua griega del libro de Daniel.

Los saduceos niegan la doctrina platónica de la inmortalidad del alma, pues es totalmente ajena a la mentalidad judía, que considera al hombre como una unidad, pero este rechazo se extiende –y en esto todos los testimonios son unánimes– a la misma idea de resurrección. El premio a los justos se adelanta a esta vida, lo cual plantea el misterio del hombre bueno y desgraciado, insinuado en Tobías y sobre todo en el libro de Job. Dejando de lado el problema de la remuneración individual, determinan que el destinatario colectivo de los favores (y castigos), de Yahveh es el pueblo de Israel, según que sea fiel o desobediente a la alianza. y en este sentido interpretan los relatos del Éxodo y los Jueces, y los cuatro libros de la historia. (Samuel, Reyes, Crónicas, Macabeos).

A pesar de su desaparición casi total a finales del siglo I , su respeto a la palabra escrita, la seguridad de trasmitir a través de ella la palabra de Yahveh y la excesiva alegría con que los fariseos introducen un canon oral , les asegura una herencia tardía ya en plena Edad Media. Los caraítas aparecen en el mundo hebreo a partir del siglo VIII, cuando un líder judío de la Mesopotamia, Anan ben David convence a los califas para que permitan una segunda organización autónoma que agrupe a los hebreos enemigos de la doctrina de los rabanitas y de las tradiciones orales contenidas en el Talmud. Después de su muerte sus seguidores se unen con otros grupos antitalmúdicos, tomando el expresivo nombre de Benei Mikra, seguidores de la Biblia, y más tarde el de Qa´raím: lectores. El nuevo movimiento conoce su época dorada en los siglos IX y X cuando se extiende por Palestina, Siria y Egipto, a pesar de la enemiga del judaísmo oficial, y sólo en los siglos XI y XII de la Baja Edad Media, la hábil política de los talmudistas Saadia Gaon, y sobre todo Maimónides y su actitud tolerante consigue someterlos.

Los caraítas profesan las mismas creencias que sus antepasados saduceos, pero organizan su credo de nueva forma, pues afirman primero y principalmente la libertad del hombre y la correspondiente responsabilidad individual: el judío tiene la obligación de estudiar las escrituras y determinar su significado fundándose en el propio razonamiento y bajo la responsabilidad personal. Cada persona debe rechazar, no sólo las tradiciones orales, sino las opiniones de cualquier maestro, por muy alta que sea su jerarquía: «aquel que se apoya en un rabbí del Exilio sin investigación personal, no se distingue de quien comete idolatría».

Las consecuencias de este original punto de vista son imparables, y explican al mismo tiempo la fuerza inicial y las debilidades posteriores de esta secta. Concretamente, la interpretación de las Escrituras no depende de una autoridad central más o menos infalible, sino del libre examen individual, y en consecuencia los caraítas sostienen opiniones diversas y con frecuencia contradictorias, desde una negación de la subsistencia del alma hasta una creciente aceptación de las doctrinas centrales y de la práctica del judaísmo rabínico.

Fariseos y Rabinos

En los últimos años del segundo templo los maestros fariseos, se oponen a la aristocracia sacerdotal de los saduceos, aprovechándose de su conocimiento de la ley, y sobre todo de su cercanía al pueblo, lo mismo en Palestina que en los hebreos de la diáspora. Como no están ligados a la liturgia del santuario ni a la lectura oficial de la escritura judía, muestran una agilidad y una capacidad de adaptación, que les permite sobrevivir a la catástrofe de la ruina de Jerusalén en el año 70. Cuando el antiguo fariseo, Pablo de Tarso inicia la predicación del cristianismo en Asia Menor y en Grecia, se dirige siempre a las sinagogas, donde encuentra un lejano aire de familia.

La doctrina de una buena parte de los saduceos en temas muy sensibles es el origen de una enemistad verdaderamente semita entre los dos movimientos. La intervención de Pablo en el Sanedrín –aún seguía en pié el Templo– es posiblemente una puesta en escena del autor de los Hechos, pero esta licencia histórica dibuja fielmente al mismo tiempo la habilidad del apóstol en momentos difíciles y la clave de esta oposición: «Hermanos, yo soy fariseo, hijo de fariseos, por esperar la resurrección se me juzga». Al decir esto, –escribe Lucas– se produjo un altercado entre fariseos y saduceos y la asamblea se dividió. Porque los saduceos dicen que no hay resurrección ni ángel ni espíritu, mientras que los fariseos profesan todo esto.

Los orígenes del título de fariseos son otro testimonio a favor de su posición. Según la etimología más segura se consideran «separados» de quienes no siguen sus prácticas y su superior conocimiento de la ley. La otra etimología es probablemente legendaria, pero como sucede con todas las leyendas tiene un sentido muy preciso. Efectivamente, la doctrina de la resurrección y el doble destino se formula por primera vez en la predicación de Zoroastro en el Irán aqueménide, y quienes la siguen en Israel merecen ser llamados despreciativamente « farsin», persas.

Si atendemos a la primera etimología, »separados», los fariseos se consideran a sí mismos y son considerados por las demás sectas y por el pueblo como pertenecientes a una minoría de ilustrados, grandes conocedores de la Ley, hasta el punto de que pueden ampliarla con una tradición . Sus sucesores en el los primeros siglos y después durante toda la Edad Media, tienen un título semejante: son rabinos, maestros, y su prestigio los convierte durante muchos siglos en conductores del pueblo.

La legislación escrita del Pentateuco que los judíos atribuyen a Moisés responde a las necesidades de una tribu nómada en camino hacia una tierra que mana leche y miel, pero difícilmente se adapta a nuevas estructuras sociales. Si los hebreos expulsados de Palestina quieren seguir viviendo dispersos por el Imperio necesitan leyes que tengan la misma autoridad de la Torá, y son los fariseos quienes en los dos primeros siglos construyen esta nueva constitución. Según ellos la Mishna tiene también origen mosaico, se ha comunicado por vía oral, ha sido memorizada a través de generaciones, y finalmente recopilada hacia el año 200 por Judá el príncipe e interpretada por los maestros de la Ley.

La Mishna está formada por seis órdenes, que se refieren a la agricultura y a las fiestas de Israel, al culto y la pureza ritual, a las mujeres y a la legislación, tanto civil como penal. Después de su fijación por escrito, las academias rabínicas se dedican a su estudio en Jerusalén y Babilonia, y la colección de discusiones y explicaciones a que da origen forma la Guemara o terminación, editada alrededor del año 400. A partir de su redacción los sabios medievales de Francia, Italia, Alemania y el Andalus han escrito cientos de comentarios.

Los rabinos y en general los judíos ortodoxos tienen como artículo de fe que Moisés, al mismo tiempo que la revelación escrita del Pentateuco, recibió por tradición oral una serie de explicaciones de las diferentes leyes, que son parte de su doctrina, bien entendido que no pueden contradecir a la Torá. El otro punto de controversia con los caraítas es su doctrina de la inmortalidad del alma, que han recibido de los griegos a través del platónico Filón y que todavía se complicará más cuando los cabalistas enseñen la reencarnación.

Ibn Gabirol

Además de la influencia de la filosofía platónica y de su doctrina de la inmortalidad del alma en Filón y en los fariseos, el neoplatonismo deja su poderosa huella, lo mismo en el judaísmo que en las otras dos religiones monoteístas. Durante la Baja Edad Media la rama de los hebreos askenazes, localizada en los países del Sacro Imperio, se dedica sobre todo a los comentarios talmúdicos, mientras que los sefardíes del Andalus atienden a la poesía y a los desarrollos filosóficos. Entre ellos Ibn Gabirol es la figura más desconcertante: a pesar de su condición de judío es del todo desconocido entre los pensadores de su raza, hasta el punto de que se le toma durante muchos siglos por un pensador árabe. Es verdad que tiene una influencia notable, pero sólo entre los filósofos cristianos de la Universidad de París.

La vida y la obra de Ibn Gabirol es también compleja. Nace en Málaga, a principios del siglo XI, y por su constitución enfermiza tiene un carácter tímido y melancólico, que disimula con una disposición colérica y mordaz. Se desplaza a Zaragoza, donde vive unos años bajo la protección del rey árabe Al-Mundir, y cuando las circunstancias políticas se vuelven hostiles huye a Valencia donde muere hacia 1050. Las veinte obras que se le conservan tratan de temas suma- mente variados: una gramática hebrea en 400 versos acrósticos, dos tratados de ética –Corrección de los caracteres y Prescripciones– y una serie de composiciones poéticas.

Pero donde la complejidad de su pensamiento llega al máximo es en su principal obra filosófica, La fuente de la vida. Al lado del hilemorfismo del más genuino Aristóteles del que Ibn Gabirol toma además la terminología, aparece el neoplatonismo de las tres últimas Enéadas de Plotino así como los desarrollos de la escuela de Ibn Masarra. Están presentes además una serie de conceptos coránicos sobre la voluntad de Dios y completan el cuadro el monoteísmo creacionista y el moralismo de la Biblia. La Fons vitae trata de armonizar el proceso necesario de emanación con la idea de una creación por efecto de un acto libre, y con la construcción de toda la realidad a través de la dualidad de materia y forma, pero todos estos principios no se integran fácilmente en una unidad y sólo se muestran en una confusa y genial yuxtaposición.

Fiel en principio al neoplatonismo de los alejandrinos, Ibn Gabirol, quiere evitar el panteísmo, contenido implícitamente en la teoría de la emanación. Para él, el principio de todas las cosas, la «fuente de la vida» , es –según la doctrina de la Biblia y el Corán– la Voluntad libre. La libertad tiene –aparte de la referencia a los libros sagrados– un doble carácter: es indivisible y al mismo tiempo causa primera de un efecto nuevo, y en resolución es el perfecto sustituto del Uno de Plotino. Según esto, la división entre dos mundos no se sitúa entre las tres hipóstasis y el mundo material, sino entre la absoluta trascendencia y simplicidad de Dios y su creación, compuesta de materia y forma tanto en los seres intelectuales como en los cuerpos.

A pesar de la terminología, tomada de Aristóteles, la materia prima tiene en Ibn Gabirol caracteres propios. En primer lugar, en cuanto principio de composición de toda realidad creada posible, emana necesariamente de la esencia de Dios. Además no es una pura indiferencia y un poder ser, como en el Filósofo, sino el soporte común en que se apoyan todas las formas. Y en vez de aplicarse sólo a los cuerpos para explicar su llegar a ser y dejar de ser, pertenece a la totalidad de los seres, que así se diferencian de su causa indivisible.

Sobre este necesario soporte común, la voluntad de Dios es la «fuente de la vida» y el dador de las formas, que van a diferenciar y especificar la materia, empezando por la Inteligencia universal y terminando por los cuerpos. . Entre todas ellas hay una rigurosa continuidad, pues las formas superiores contienen a las inferiores en un orden de poder creador emanador decreciente conforme se alejan del primer principio. Dios está separado del mundo sensible por tres seres intermedios: de la Inteligencia procede el Alma del mundo y de ésta la Naturaleza. El proceso de emanación no se interrumpe, pues de la Naturaleza salen una serie de formas, empezando por la de corporeidad .

Al escribir del alma humana y su destino Ibn Gabirol parece inspirarse al mismo tiempo en los libros sagrados y en la filosofía de Plotino. Según el Corán «todo sale de Dios y vuelve a él» y una doctrina análoga sostiene la Biblia. Algo parecido dice la filosofía neoplatónica: el alma está sometida a un doble proceso de caída en la cárcel del cuerpo desde su primitivo estado junto a las hipóstasis divinas y de ascenso hasta su realidad original. En el camino de vuelta ha de purificarse de toda contaminación material y así subir de grado en grado por la escala de los seres hasta llegar al conocimiento de Dios.

El Islam

Los sî´îes

La predicación de Mahoma tiene unos caracteres por la forma de comunicación y por la evolución de la primera sociedad islámica, que la diferencian de todas las otras revelaciones y que determinan los caminos que después de no muchos años han de tomar los creyentes de la nueva fe. En primer lugar, el Corán no es originalmente un libro, sino una interpelación oral del profeta, memorizada por sus compañeros, y repetida después a lo largo de los siglos por una cadena interminable de recitadores profesionales. Esto asegura la autenticidad de la profecía y anula cualquier posibilidad de interpelaciones o de escritos apócrifos.

En el siglo VII en Arabia sólo se conoce la escritura cúfica, sin puntos ni comas, que en el mejor de los casos es preciosa ayuda de la memoria. Pero además los destinatarios primeros del mensaje son tribus de analfabetos, que en compensación tienen –y sus descendientes siguen teniendo– una pasmosa facilidad para la trasmisión oral. El genio de Mahoma les revela una teología elemental –la trascendencia absoluta de Allah, la resurrección, el juicio y la doble destinación en premios y castigos corporales– que repite a lo largo de las ciento catorce Suras en un notable ejercicio de mnemotecnia.

Todas estas circunstancias parecen anular la aparición de variantes surgidas de un texto alternativo y parecen también asegurar el sentido único y evidente de la profecía. Pero de una forma inesperada esa rudimentaria cultura tribal se convierte en muy pocos años en un gran imperio y en una de las civilizaciones más brillantes de la historia. Y entonces –ya el Corán ha sido convertido en un libro– una serie de escuelas cambian su lectura literal por una interpretación alegórica según los modos propios de la lengua árabe. Es el origen de innumerables movimientos centrales de teología, de mística y de traducción de la profecía a esquemas filosóficos.

La primera crisis aparece sólo treinta años después de la muerte de Mahoma. Como en el Islam una misma persona detenta el poder espiritual y el temporal, cualquier conflicto político desemboca inevitablemente en un cisma religioso. El hecho de que el profeta muera sin señalar expresamente quién le ha de suceder ni qué procedimiento determina su nombramiento dará lugar a un enfrentamiento entre los seguidores de los tres primeros califas, elegidos entre los notables y el partido de Alí, el cuarto soberano, casado con una hija del fundador.

Después de la trágica muerte de Alí y de su hijo Hussein, los Omeyas consiguen el califato, pero como consecuencia de la lucha por el poder surge un movimiento legitimista, que sólo reconoce como auténticos sucesores del profeta a los descendientes de Alí. Muy pronto la secta de los sî`îes se convierte en una corriente nacionalista y antiárabe, centrada en Persia y seguida por una décima parte de los musulmanes.

Los sî`îes consiguen hacer compatible mediante una gigantesca pirueta intelectual el acatamiento a la letra del Corán y la pertenencia al mundo musulmán con su propia ideología. Por debajo de su sentido literal, la profecía debe ser interpretada alegóricamente –hay quien admite hasta siete niveles de ocultación del significado– y esta alegoría es un recurso para excusar las diferencias doctrinales con los textos coránicos, particularmente las concesiones al mazdeísmo y al neoplatonismo. Además su fe les permite adoptar la taqiya, el disimulo religioso en caso de amenaza, y finalmente el último heredero legítimo del profeta está también oculto . En resolución, desde el punto de vista empírico los sî`îes, están muy cercanos a los restantes musulmanes sunitas y siguen los cinco grandes principios y la sobria liturgia del Islam.

Las diferencias –aparte de unas mínimas discrepancias legales como el matrimonio temporal o el número diario de oraciones– son de todas formas inevitables después de una oposición de doce siglos. El movimiento legitimista se siente injustamente derrotado y perseguido y este sentimiento de frustración se manifiesta en la celebración anual del martirio de Hussein y sobre todo en la expectación de un mesías el Mahdi, que está oculto en espera de su momento y que se manifestará en los últimos tiempos para restaurar el Islam auténtico y extenderlo a todo el mundo. La otra diferencia sustancial con la mayoría sunita –según la cual el creyente puede ser el propio intérprete del mensaje divino– es la existencia de un clero con una fuerte estructura jerárquica.

Entre todos estos caracteres, el que va a tener unas consecuencias más duraderas y más amplias entre los musulmanes y el que concede al siísmo un papel de primera magnitud en la historia va a ser el método bâtinî de interpretación alegórica, que servirá a muchos pensadores, místicos y filósofos, para introducir sus propias ideas, a primera vista fuertemente heterodoxas, en la ideología del Islam.

Los sufís

Los sî´îes han realizado un esfuerzo considerable al traducir la profecía alegóricamente para justificar su movimiento legitimista, pero mucho mayor es la hazaña de los sufíes, que consiguen hacer de Mahoma, un gran guerrero y amante de mujeres, el modelo de renuncia a la violencia y a las vanidades del mundo. Además en el Alcorán Allah aparece como un soberano omnipotente, que determina una doble destinación y es causa eficiente de premios y castigos por cierto muy sensibles, los únicos que han podido entender las primeras tribus de Arabia. Parece imposible convertir esta predicación en un tratado de altísima mística a no ser que unas doctrinas extranjeras o una lectura nueva cambie violentamente el sentido inicial de la profecía.

Los musulmanes experimentan muy pronto la influencia de los monasterios cristianos, situados alrededor de Arabia, en Egipto, Siria y Palestina y bien conocidos por los nómadas beduinos. Como esta práctica espiritual de los monjes cristianos está en contradicción con el testimonio literal del profeta, quienes en el Islam quieren seguir la vía ascética trasmiten una serie de hadices en que aparece un Mahoma sorprendentemente austero y virtuoso, y a la vez ponen en boca de Jesús « a quien Allah salude» sentencias que recomiendan la huída de este mundo, la esperanza del futuro y el abandono de la pasión.

Los sufíes completan esta doble tradición oral con una lectura del Corán que se aparta claramente de su sentido literal. Se puede hablar en principio de una interpretación alegórica, pero una consideración atenta de los escritos del más grande místico musulmán, Ibn Arabi, o de los seguidores del dhikr de Allah descubre una estrategia mucho más sencilla en sus principios y rica en sus consecuencias. Se trata simplemente de separar una sentencia muy corta de su contexto en la profecía y en los hadices para situarla en el propio entorno de la doctrina de los místicos, con lo cual las mismas palabras adquieren un nuevo sentido.

En el siglo primero de la hégira, la mística cristiana ha recibido ya la influencia del neoplatonismo, que de esta forma indirecta se comunica al Islam mucho antes de que sus teólogos y filósofos entren en contacto con la última cultura griega, Y todas estas primeras vivencias quedan reforzadas con la aparición –después de la conquista de India en el siglo cuarto de la Hégira– de una profunda religiosidad de tendencia panteísta.

La práctica del sufismo se centra en el recuerdo de Allah, particularmente a través de la recitación constante y la meditación de la Ilaha Illa Allah. La sentencia «no hay dios más que Allah », es común a todos los musulmanes, lo mismo los fieles comunes, que lo repiten diariamente en sus cinco oraciones, que en los estadios más altos de la contemplación. La negación de toda divinidad determinada y de todo parecido con Dios desemboca en principio en una vivencia de su absoluta trascendencia, (tanzih). Pero aunque Allah sea distinto a todo, los sufíes tomando citas del Corán e interpretándolas desde su experiencia personal cotidiana, descubren y saborean su analogía con el mundo, la de un autor con su obra (tasbih). Desde estas dos dimensiones de la deidad, trascendencia-inmanencia desarrollan los místicos del Islam su doctrina y su práctica con resultados verdaderamente espectaculares.

Muy pocos años después de la muerte de Mahoma, y al mismo tiempo que el Islam comienza su fulminante expansión por el mundo, aparecen los primeros solitarios, se fundan monasterios, cada uno con su forma de vida, y todos con unas jerarquías y unas constituciones. En ellos se instruye a los novicios bajo la dirección de un maestro experimentado al que deben seguir con absoluta renuncia a su propia voluntad. Este movimiento de espiritualidad se prolonga con la creación de conventos para mujeres y, de cofradías para laicos, del todo semejante a las nonatas «órdenes terceras» cristianas.

En este nuevo ambiente el camino para vivir la presencia de Dios, está precedido y acompañado de un riguroso ascetismo por medio del cual se dominan las pasiones humanas. Así que las oraciones y la meditación se completan con mortificaciones, ayunos, rigurosas penitencias y práctica de la castidad. Los sufíes llegan a tener sus mártires, sobre todo cuando la ortodoxia musulmana con su rígido trascendentalismo choca con las sospechas de panteísmo después del descubrimiento de la religiosidad hindú.

La finalidad de todas estas prácticas es el desprecio del mundo y el olvido de sí mismo para hacer sitio en el corazón a Dios y saborear su presencia. Esta salida de la materia para elevarse hasta la divinidad denuncia por una parte la huella neoplatónica , lo mismo en Ibn Masarra y su escuela, que más tarde en Ibn Arabi, –el Doctor Máximo y el Hijo de Platón– pero al mismo tiempo la doctrina de la unión extática es de un inmanentismo tan radical que sólo se explica por la influencia de la espiritualidad india, cercana al panteísmo. Y lo más sorprendente, los sufíes –sobre todo en el momento de máximo esplendor del siglo XII– inspiran a los más grandes místicos cristianos, a los que proporcionan las ideas centrales y los propios términos: las moradas, la vida en la muerte, el amor desinteresado, olvidado de premios y castigos, la comparación poética del amor a Dios con la pasión amorosa profana, la obediencia total al maestro y el seguimiento del camino más estrecho.

Los filósofos

En nuestro siglo IX (tercero de la Hégira) los árabes entran en contacto con la cultura griega clásica, y hasta tal punto es para ellos cima de la humana sabiduría, que sus pensadores se atreven a intentar una tercera interpretación alegórica del Corán y fundar una mística racional. Pero sucede que el Filósofo por excelencia y el que mejor conocen los musulmanes medievales en textos auténticos o en desarrollos neoplatónicos que se le han atribuido falsamente, es Aristóteles. Ese modelo común explica que, dejando de lado una serie de variantes accidentales, todos los filósofos, tanto en Oriente como en el Andalus, se mantienen dentro del mismo cuadro de ideas.

1º. Ya Al-farabi y Avicena en los siglos X y XI, siguen un método revolucionario y escandaloso para la doctrina ortodoxa del Islam. Intentan entender la palabra revelada de Allah desde las categorías de la filosofía aristotélica, para lo cual no dudan en interpretar alegóricamente la profecía de Mahoma aplicando las figuras propias de la lengua árabe. Nada tiene de particular que Algazel, aparecido poco después, les acusase de herejía y hasta de infidelidad, pero a pesar de esta dura crítica, lo mismo Avempace que sobre todo Averroes, renuevan y perfeccionan en occidente en el siglo XII este procedimiento, reservándolo sólo para quienes son capaces de una demostración racional.

2º. El primer principio de todas las cosas es Uno y simple, de acuerdo con las enseñanzas del Corán y del neoplatonismo del Pseudo Aristóteles. Dios es el único ser necesario por sí, sin composición de esencia y existencia, causa primera y por consiguiente independiente y libre. Como no tolera ningún cambio en el tiempo, su creación es eterna, pero todo lo creado conserva desde siempre en sí mismo el carácter de pura posibilidad, y sólo es necesario por el otro del que su existencia depende. A partir de esta contingencia del mundo elaboran los filósofos musulmanes las pruebas de la existencia de Dios, que con escasas variaciones adoptarán después de ellos los escolásticos cristianos.

3º. El orden de la creación sigue en esencia el esquema de la «Teología de Aristóteles» –un comentario neoplatónico a las últimas Enéadas–. Del Uno creador procede el primer creado, la Inteligencia universal, que es también una en número, pero múltiple en su esencia y principio de todos los demás seres compuestos. En un tercer momento tiene lugar la producción de una serie de esferas concéntricas –según Avicena diez, según Averroes hasta cuarenta y cinco–, cada una con una inteligencia que imprime un movimiento circular, el más perfecto geométricamente. La última inteligencia, la más cercana a la tierra es el entendimiento agente, la frontera entre los seres divinos y el universo material.

4º. El siguiente estadio de la creación es el hombre, y más concretamente el alma humana racional: en este punto los filósofos árabes siguen al tercer libro De Anima al pié de la letra, así como la exégesis de Alejandro de Afrodisia. Según los orientales, sobre todo Avicena, igual que los ojos en la oscuridad necesitan la luz para ver, cada uno de los hombres, en la medida en que está unido a un cuerpo, tiene un entendimiento puramente posible, y necesita la iluminación de una entidad divina para que esa posibilidad se realice. En consecuencia, el entendimiento agente, el único separado, corruptible e inmortal es común para todos los hombres y la unión con esa luz es la suprema felicidad de cada alma.

5º. Para fundamentar el valor racional de la práctica religiosa los dos filósofos interpretan las profecías del Corán alegóricamente. Los ángeles son las inteligencias celestes, que rigen las leyes de la naturaleza, los milagros son hechos excepcionales que no las alteran, los profetas se unen a la última entidad celeste identificada con el arcángel Gabriel. Es casi seguro que esta traducción alegórica no se detenga al tratar de la escatología , de forma que la balanza, el puente, el juicio y los placeres y sufrimientos sensibles coránicos son estrictos modos de hablar, siendo la felicidad suprema del hombre racional la unión con el intelecto agente.

6º. Esta filosofía de los árabes es el fundamento de una moral intelectual y del correspondiente régimen social y político, pero en este punto los filósofos árabes están en profundo desacuerdo. Los orientales son relativamente optimistas, pues según ellos cuando el Intelecto Agente proporciona principios racionales eternamente válidos, la Ley que se fundamenta en ellos puede gobernar a las sociedades imperfectas. En el Andalus, ya por aquella época decididamente anarquista, sólo los solitarios –como brotes aislados en un campo de malezas– tienen el entendimiento especulativo, pero Avempace piensa que la regeneración de la sociedad imperfecta es problemática y en aquel momento en vista de la total descomposición de las costumbres, totalmente imposible.

Algazel

La atrevida aventura de los filósofos, sólo posible en una religión como el Islam, donde cada fiel interpreta personalmente la profecía sin jerarquía ni concilios ni definiciones dogmáticas, va seguida muy pronto de una reacción, que proclama la autonomía de la fe y rebaja las pretensiones de la razón cuando no tiene por objeto la ciencia positiva (las causas segundas). Ya en los primeros siglos de la Hégira el movimiento mu`tazili merece la respuesta de una serie de escuelas teológicas –yabaries, karamies, mutakallimies y as`aries– defensores todas de la omnipotencia de Allah. Pero la crítica a los desarrollos neoplatonizantes de Alfarabi y Avicena es obra de uno de los pensadores más ilustres y más influyentes del mundo musulmán.

Algacel nace en el 1058 en el Jurasan y ya a sus treinta años ha adquirido una creciente y duradera fama en el mundo islámico. Como profesor dirige la madrasa de Bagdad, fundada por el gran visir Nizâm al-Mulk, y después polemiza con los mutazlilîes y prepara su crítica a los filósofos. Empieza entonces a estudiar las prácticas de los sufíes, lleva una existencia de sacrificio, y finalmente se consagra a la predicación ascética, preparado por la oración, la penitencia y el retiro. Todavía le queda tiempo para elaborar una extensa obra escrita –más de ochenta libros– Los más conocidos son la «Destrucción de los filósofos» (Tahafut) y la «Vivificación de las ciencias religiosas» (Illia).

Algacel censura a la vez la credulidad de las sectas, que se detienen en la lectura literal del Corán y en su significado exterior y material, la frivolidad de los teólogos que sustituyen la fe del corazón por la palabrería de la razón y sobre todo la impiedad de los filósofos, que con su interpretación alegórica someten la revelación de Dios al pensamiento de los hombres. Lo que interesa al leer la predicación de Mahoma es el sentido interior que se descubre en su doctrina sobre la divinidad, la profecía y el juicio. Hay que creer, según esta tercera lectura en la trascendencia absoluta de Allah y en su voluntad, y eso por encima de todas las leyes físicas y lógicas, y sobre todo por encima de toda la inmensa arquitectura mental que Alfarabi y Avicena han heredado de los neoplatónicos.

A partir de este primado absoluto de la voluntad la destrucción de la razón y de sus valedores, los filósofos, es tan sencilla como inevitable, Para empezar, la creación no depende de la ciencia eterna de Dios, sino de su voluntad que obra como quiere y cuando quiere y no tiene que dar razón de su acción en el tiempo. Tampoco es verdad el principio neoplatónico de que del Uno sólo puede salir el uno, pues la voluntad suprema puede crear infinitas cosas, simples o compuestas directamente. Además es imposible la prueba a partir de una serie de causas y efectos, pues ello supondría que entre el creador y su obra no hay diferencias ontológicas sustanciales. Tampoco la filosofía es capaz de demostrar que Dios es incorpóreo, simple y uno, que tiene inteligencia y voluntad.

Algacel sigue desmontando todos los supuestos de los filósofos. La voluntad conoce directamente las cosas particulares, pues la ciencia divina, que sólo se extiende a las ideas universales igual que la ciencia, sería inferior al de los hombres. Es además poco convincente y hasta ridículo suponer que las esferas celestes reciben su movimiento geométrico de las inteligencias, pues no existe en ellos ninguna relación de causalidad y dependen exclusivamente de la voluntad arbitraria de Dios. Ya en el mundo material nada es necesario y todo cuanto existe –el agua húmeda y el fuego que quema– depende de una libre y suprema disposición: entre lo normal y lo milagroso sólo hay una diferencia de frecuencia menor o mayor.

Algacel sigue imparable su crítica con un radicalismo que recuerda el de Guillermo de Occam. Es falso que el alma tenga una naturaleza separada, independiente de los cuerpos y por consiguiente inmortal, y es incierto que exista distinción entre la razón y la sensación, pues las dos conocen sólo cosas particulares. Hay que afirmar entonces que el alma es eterna –y también el propio cuerpo– pero no por su naturaleza, sino por una libre disposición de Dios, pero eso no se conoce por ciencia, sino por fe. En cuanto al Entendimiento Agente, es para Algacel una gracia especial concedida libremente para iluminar el camino del hombre.

El filósofo, a la hora de organizar la vida social deja de lado el ideal especulativo de los filósofos y se preocupa de la educación espiritual del hombre. La primera ciencia ética es el derecho –para el sabio un medio de oración y para los hombres comunes un instrumento de formación–. El derecho, al lado de la teología, la exégesis sagrada y la ciencia de la tradición son «ciencias del corazón» y su fuente fundamental es el Corán. El encargado de aplicar el derecho es la autoridad soberana, el jefe político, que desempeña en el ámbito de la comunidad una función lejanamente parecida a la de los maestros que educan individualmente a los sufíes.

Los almohades

Cuando en el siglo XII el Mahdi Ibn Tûmart comienza su aventura en el norte de Marruecos, sigue las enseñanzas de Algacel y funda una comunidad de celosos unitarios. Los sucesores del gran reformador –Abd al Mu´min, Yusuf y Ya`qûb– someten por las armas a todo el occidente musulmán y se autotitulan señores de los dos continentes. El credo de los almohades exige una lectura directa del Corán y así anula a todos los teólogos y legistas intermediarios que no hacen más que fragmentar el único mensaje revelado, creando el odio religioso y la división política del Islam. De esa forma, la unidad externa del inmenso imperio de occidente está garantizada y potenciada por la afirmación de un solo Dios, una sola profecía y una sola fe.

Los soberanos almohades difícilmente pueden pretender la legitimidad que da el ser descendiente directo de Mahoma o miembro por vía paterna de su familia. Su poder se justifica por una ficción jurídica y por ser el único que es capaz de mantener íntegra y unida la profecía coránica, siguiendo el modelo del primer siglo de predicación y expansión del Islam. Su sabia política permite que cada creyente –los hombres comunes, los filósofos razonadores y los místicos sufíes– escuche directamente el Corán y lo interprete de acuerdo con su nivel de inteligencia. Pero al mismo tiempo prohíben, no sólo que las escuelas teológicas se interpongan entre el Libro Precioso y sus oyentes, rompiendo la unidad de la profecía, sino que una lectura o una predicación ininteligible por más o por menos, haga caer en la infidelidad.

La gran hazaña del visir Abentofail, rematada después por su amigo Averroes, consiste en traducir esta complicada teoría del conocimiento y esta más complicada sociología a un cuento muy sencillo en el que sus tres actores se convierten en símbolos perfectos de las diversas clases de fieles del Islam andalusí. Como sus saberes son rigurosamente paralelos y por lo mismo incomunicables, mantiene cada uno en su ámbito una libertad y una autonomía total y no se interfiere con los demás.

La parte primera y más larga de la Risala cuenta como en una isla desierta, Hayy ibn Yaqzàn en un sorprendente proceso intelectual que dura hasta los cincuenta años, realiza sin ninguna ayuda la hazaña de elevarse al primer principio, lograr una intuición continua de la divina esencia y dar una explicación definitiva de la construcción y el aparato del universo, según el modelo de los filósofos. Pero la enseñanza del mito comienza en su segunda parte, cuando el sufí Absâl, partidario de una religiosidad interior del corazón y de una interpretación alegórica de la profecía se retira en busca de soledad a la misma isla y encuentra allí a Hayy. Cuando después de un largo silencio los dos solitarios intercambian sus experiencias, Absal ve «que todas las cosas contenidas en la ley religiosa acerca de Dios, de sus ángeles, de sus profetas, de sus libros, del día del juicio final, de su gloria y de su infierno eran símbolos de lo que había visto intuitivamente Hayy y en su alma se puso de acuerdo lo racional y lo tradicional». Y por su parte el filósofo comprueba que no había en la religión de Absal ninguna contradicción con sus éxtasis sublimes.

Después de descubrir esta concordancia entre filosofía y fe del corazón los dos solitarios se aventuran a predicar sus ideas y su forma de vida a los fieles comunes que ocupan la isla de Absal. Están representados por Salâmân, seguidor del sentido literal y de una religión formalista y externa, que se contenta con la práctica de los actos de culto y gusta de los placeres de una vida mundana. La misión no sólo fracasa, sino que está a punto de suscitar una revolución y pronto Hayy ibn Yaqzân se convence de su inútil esfuerzo y de la conveniencia de que los hombres sigan practicando la religión al modo corriente para conservar la paz. Así que la filosofía mantiene un doble concordismo, en el orden de la sabiduría con la religión interior y en el orden práctico con la religión popular.

Abentofail, después de presentar a su joven amigo Averroes al califa Abû Ya`qûb, le encarga la difícil tarea de comentar todos los libros de Aristóteles, una tarea inmensa, a la que el qâdî de los almohades va a dedicar toda su vida. Desde el año 1168 al 1180 escribe los comentarios medios (taljis) prácticamente a toda la obra del Filósofo, seguidos en la década siguiente por los comentarios mayores, (tafsîr) pero entre estas dos series, año 1179, tiene todavía tiempo para completar el mensaje concordista de los soberanos almohades en cuatro libros centrales, el «Tratado decisivo» seguido de un apéndice, la presentación de los argumentos retóricos en el Manâhiy, y la defensa de la filosofía en el Tahafut, frente a las acusaciones de Algacel.

Al parecer lo mismo el pensamiento de Alfarabi que el de Avicena estaría por principio tocado de infidelidad, desde el momento en que interpreta la palabra profética desde la superior sabiduría de Aristóteles. Averroes sigue la misma línea que los filósofos orientales, pues según él lo que Algacel llama impiedad es un intento de presentar dos lecturas posibles del texto sagrado. «Por lo que se refiere a las cosas demasiado difíciles para ser conocidas sólo por demostración Dios ha hecho a sus servidores que no tienen acceso a la demostración, por su naturaleza, costumbres o falta de instrucción, la gracia de hablarles a través de figuras y símbolos, y les invita a aceptar estas figuras en vista de que pueden entenderse fácilmente por medio de pruebas comunes a todos, concretamente pruebas dialécticas y retóricas. Por esta razón la Ley divina se divide en exotérica , que emplea figuras y símbolos de las cosas significadas, y esotérica, referida a las mismas cosas significadas, que únicamente se revelan a los hombres de demostración».

Averroes explica en qué sentido se puede hablar de infidelidad en estos dos lenguajes, que con distinto acento quieren decir lo mismo. Hay en el Libro Precioso sentencias que los filósofos no pueden tomar a la letra sin ser infieles, mientras que los hombres comunes son infieles y herejes si los desvían de su sentido aparente. Es deber de los jefes musulmanes prohibir los libros de demostración a quien es incapaz de comprenderlos y extender esa prohibición a los teólogos que atentan contra esa pacífica concordia y con sus infinitas sectas introducen en el Islam la división y el odio.

Averroes se va a detener en tres puntos conflictivos, en que Algazel acusa a los filósofos orientales, sobre todo a Avicena, de infidelidad: en primer lugar la afirmación de la eternidad del mundo, que de modo implícito rechaza el carácter libre y voluntario de Dios. Es justamente la cuestión que el califa de los almohades había propuesto a un aterrado Averroes en su presentación y que el filósofo supo al parecer solucionar a gusto del príncipe. El mundo depende enteramente de Dios, pero esa dependencia no es temporal, sino esencial, pues en el primer principio no puede haber una variación, y por consiguiente su ciencia es eterna y eternos también los efectos que produce al conocer. Es la doctrina de todos los filósofos y del mismo Aristóteles, expresada de modo figurado en el Corán –como labor de un artesano humano– para que todos la entiendan.

La= segunda crítica de Algacel se refiere al desconocimiento que, según los filósofos, tiene Dios de los acontecimientos particulares, y por consiguiente a la imposibilidad de la profecía. Además de que esta acusación es falsa –porque los peripatéticos defienden que esa ciencia es el fundamento de la inspiración y de los sueños de admonición– recae en el error de confundir el conocimiento eterno con el de los hombres. La discusión sobre esta cuestión no tiene ningún sentido pues esa ciencia primera no depende de su objeto y está por encima de las calificaciones de universal y particular.

En fin, todos los miembros de la comunidad están de acuerdo en afirmar la existencia de la vida futura y de la doble destinación, y hay que acatar esa opinión unánime, si no se quiere ser infiel. Pero la forma de ser de ese destino futuro pertenece a la categoría de doctrinas que admiten pareceres variados. Averroes se limita a interpretar esta forma de ser, aplicando la demostración, de acuerdo con la física y la metafísica de Aristóteles. Según ellas el alma pensante de los hombres de demostración sobrevive, con una vida impersonal en el Entendimiento Agente, y comunica su ciencia al conjunto de la humanidad a través del intelecto material, común a toda la especie y como ella eterno. El alma que no alcanza este estadio permanece en la condición de intelecto puramente pasivo, que muere con su cuerpo.

El cristianismo

El milenarismo

La doctrina de la Iglesia se mantiene por una parte fiel a la escatología que en los primeros siglos de su predicación es común al gnosticismo y a las otras dos religiones monoteístas. Pero al mismo tiempo –y esta es su mayor seña de identidad– ha elevado a la suprema categoría la naturaleza humana e indirectamente este mundo suyo. Esta es la razón de que los lectores del Apocalipsis se hayan parado en la profecía de su capítulo 20, donde se anuncia el reino de Jesús y de los justos en la tierra, durante un largo período de tiempo simbolizado en mil años.

Cuando se suceden las primeras generaciones de cristianos sin que se produzca la esperada vuelta del hijo del hombre y cuando la carta apostólica demora el acontecimiento en vista de la paciencia de Dios , los fieles deciden adelantar el cumplimiento de los ideales evangélicos a su vida mortal, y en este sentido toman una doble dirección . Los solitarios y los monjes buscan en el desierto el cumplimiento de la perfección espiritual, dejando para las comunidades que siguen en el mundo la tarea de construir una sociedad de acuerdo con el anuncio de los profetas y las realizaciones del evangelio. El milenarismo a pesar de los ataques de los Padres de la Iglesia, nunca fue condenado por la suprema autoridad de los concilios, en vista del texto del Apocalipsis, de la defensa de los primeros apologistas y de la misma ambigüedad del anuncio del regreso de Jesús a la tierra en función de juez.

Sobre esta contradicción doctrinal se va a desarrollar ya en plena Edad Media la teología milenarista, no la más precisa ni profunda, pero sí en cambio la más brillante y sugestiva. Su principal representante, Joaquín de Fiore vive en uno de los momentos más interesantes de la historia medieval, coincidiendo con la llegada de los almohades y los grandes filósofos del Andalus, con el reinado de Federico II en Sicilia y de Leonor de Aquitania y sus hijos en Inglaterra y con las tres primeras cruzadas. Las universidades y las dos grandes órdenes mendicantes están a punto de aparecer.

Nace en 1135 e ingresa en la orden cisterciense a los veinticuatro años. Es nombrado abad de Corazzo en el sur de Italia en 1179 y muy poco después comienza la lenta elaboración de sus obras centrales, la Concordia de los dos Testamentos y los comentarios al Apocalipsis. Ante la llegada de una nueva era, prevista por su exégesis, solicita y obtiene del papa en 1188 la dispensa de sus obligaciones, y sólo un año después funda el Monasterio de Fiore que en los finales del siglo, al mismo tiempo que su fundador culmina sus estudios sobre la Biblia. , se convierte en la Orden de Fiore.

Joaquín de Fiore proyecta poner de acuerdo toda la teología, la celeste de la Trinidad y la terrestre de los milenaristas, las profecías del Antiguo Testamento y su cumplimiento en el Evangelio . En primer lugar la forma de ser de Dios no se cierra sobre sí misma ni interesa sólo a los teólogos , pues se proyecta sobre la historia de los hombres, que se distribuye en tres períodos reflejando la estructura ternaria de su autor. Por primera vez aparece la idea de un progreso constante de la humanidad, entendido entonces como una perfección y un desarrollo espiritual.

La primera edad –la edad del Padre– abarca desde la creación hasta el nacimiento de Jesús y se corresponde con el Testamento de los judíos: es una edad de esclavos, dominados por el miedo al castigo. Es el momento de la letra y de la moral impuesta por una voluntad omnipotente y desarrollada en mandamientos en forma de decretos. Joaquín de Fiore, comentando la genealogía de San Mateo –42 generaciones con la duración tópica de 30 años– calcula su duración: exactamente 1260 años. Este cómputo será decisivo, porque por una convención tan sugestiva como caprichosa los tiempos siguientes han de tener la misma duración.

La segunda edad –la edad del Hijo– comienza naturalmente con el nacimiento de Jesús: es la edad de la minoría del heredero, cuando «no se diferencia del esclavo con ser dueño de todo». Su figura central son los clérigos, que acatan y defienden la doctrina movidos por la fe, y la institución correspondiente es la iglesia jerárquica «la iglesia de Pedro». Siguiendo la particular cronología del monje italiano esta edad presente está a punto de concluir, pues sólo faltan sesenta años para que se cumpla la fecha mágica de 1260.

Está a punto de llegar la tercera era , la del Espíritu, que ha de tener en la historia un papel semejante al que la teología concede al Padre y al Hijo y que hasta entonces aparece ninguneado. Es el momento de la madurez espiritual, cuando la esclavitud y la obediencia del hijo menor de edad dejan paso a la libertad. Los representantes de este momento definitivo son los monjes, que a lo largo de todo el medievo se han desarrollado en extensión y pureza, hasta el punto de encarnar los ideales evangélicos, más que el poder establecido. Cuando llegue el milenio se cumplirán totalmente las profecías mesiánicas, la fraternidad eliminará cualquier enemistad y hará inútil la autoridad. Fácilmente se puede ver la carga explosiva que en aquel momento y en todo el futuro contiene esta doctrina.

Después de la muerte de Joaquín, en el año 1202, cada época interpreta libremente su profecía situándola en su propio contexto histórico. El conflicto más espectacular y más duradero en el tiempo tiene lugar en la última Edad Media –desde los comienzos del siglo XIII hasta la mitad del XIV– y en él intervienen por una parte los papas y los clérigos, que ven amenazados sus poderes, y por el otro una rama de los franciscanos, los laicos espirituales y los mismos emperadores en polémica con la jerarquía oficial de la Iglesia.

Todos ellos identifican a los dos testigos vestidos de saco del Apocalipsis con «algunos varones espirituales», y más concretamente con «dos órdenes de justos». La rama de los spiritales es tan fuerte entre los franciscanos que por lo menos en dos ocasiones logra elegir a su director general: en vísperas del esperado año 1260 Juan de Parma entra en conflicto con la corriente orto- doxa encabezada por San Buenaventura, y en 1316 Miguel de Cesena, apoyado por Guillermo de Occam y el emperador Luis de Baviera, desafía al mismo papa, Juan XXII.

Desde entonces no hay un solo acontecimiento histórico , sobre todo si tiene carácter inesperado y casi milagroso, que no se sienta anunciado en las profecías del monje. Cuando Colón inicia su aventura calcula también el próximo fin de la historia: «no falta salvo ciento e cincuenta y cinco años para conplimiento de siete mill en los cuales dise arriba que avrá de fenecer el mundo» y en vista de ello siente que el descubrimiento es el comienzo de la llegada a Jerusalén: «el abad Johachín, calabrés, diso que había de salir de España quien havía de redificar la Casa del monte Sión».

La llegada de los primeros misioneros franciscanos a México en 1524 presenta todos los rasgos de un acontecimiento escatológico. Vienen a una nueva tierra a iniciar a partir de cero una empresa espiritual como la de los apóstoles. Suman el número simbólico de doce, han leído los anuncios de Joaquín de Fiore y ven cercana la última edad del hombre, un tiempo de paz y reconciliación universal que tendrá por protagonistas a los monjes pobres y a los hombres comunes. El más notable entre ellos, Mendieta, deja escrito que los indígenas de la Nueva España «han de vivir en la virtud y en la paz, como en un paraíso terrenal».

El ecumenismo

Cuando Clemente IV, antiguo ministro del rey Luis, proyecta predicar el Evangelio en la tierra de los tártaros su tarea parece en aquel momento del todo imposible. Hace falta alguien que conozca muchos idiomas y la geografía del mundo, desde Europa al Océano Oriental. Debe además abarcar la historia de los hombres como una unidad y comprender y expresar en términos de su propia ley latina las doctrinas comunes a toda la humanidad. Tiene que hacer la publicidad de la fe por medio de un saber acompañado de prodigios, superando a los mismos sarracenos y la magia de los chamanes.

El único hombre capaz de imaginar esa aventura, Roger Bacon, recibe en su convento de París la orden de publicar sus conocimientos, saltando por encima de la prohibición de sus superiores y de las reglas de su orden. El papa ha elegido bien: el fraile franciscano exige conocer, además del latín, el griego, el arábigo, el hebreo y los idiomas orientales. Y completa esta revolucionaria creación de un Instituto Internacional de Idiomas, con el estudio de la geografía del medio y lejano oriente y con el conocimiento del gran imperio mongol, donde la esfera de la Tierra se al parecer se cierra.

Igual que la geografía, también la historia de la sabiduría es común a todos los hombres: »una sola sabiduría ha sido dada por un solo Dios a un solo mundo para un solo fin». Esa historia abarca horizontalmente a todos los pueblos y edades y se desarrolla desde el primer hombre en momentos alternantes de crecimiento y decadencia. Es también única en sentido vertical, porque la teología, la filosofía, la ciencia y las maravillas de la técnica son partes de un mismo saber. revelado y garantía milagrosa de su verdad.

La clave de esta historia del conocimiento es la afirmación de Juan, según la cual «Dios es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo». Roger Bacon advierte que la doctrina de la iluminación es universalmente seguida, y en este sentido las autoridades citadas en sus obras pertenecen a todas las naciones: Adán, Salomón, los griegos desde Tales, Aristóteles, Avicena, San Agustín. En cambio es crítico con sus contemporáneos más eminentes, cuyas teorías son repetitivas y oscuras.

La iluminación universal requiere dos entidades: en primer lugar un Entendimiento Activo, que Bacon identifica con Dios, asegura la comunidad de conocimientos. Pero además el entendimiento en potencia se distribuye en todos y cada uno de los hombres haciendo posible esa verdad que la revelación primitiva actualiza. La razón ni contradice ni se iguala con la fe: es simplemente una posibilidad llevada al acto por el primer foco de luz.

A finales del siglo XIII y principios del siguiente, otro singular personaje, Ramón Llull, hereda el ímpetu ecuménico de Roger Bacon, creando de paso la filosofía más original de la Edad Media. Su padre pertenece a la alta burguesía que acompaña al rey Jaime en la conquista de Mallorca y recibe en recompensa de su ayuda varias casa en Palma y tierras en toda la isla. Ramón nace en 1232 y durante su juventud es, según sus propias palabras «un hombre casado, con hijos, bastante rico, disoluto y mundano». Esta primera etapa de su vida se interrumpe bruscamente hacia 1263, cuando decide imitar la vida de San Francisco, abandona su casa, abraza la pobreza y la penitencia y muy pronto concibe su gran proyecto.

En aquellos años, entre un veinte y un cincuenta por ciento de la población de Mallorca está formada por los árabes, y esta circunstancia marca el camino que seguirá el nuevo misionero. Con la ayuda de un esclavo árabe estudia y domina su lengua, y consigue del rey y del papa la autorización para abrir en Miramar un monasterio donde un grupo de franciscanos se preparan para evangelizar a los musulmanes. Pero además Ramón ha leído y conoce el Alcorán, y los hadices que la tradición oral atribuye a Mahoma, e inicia una particular cruzada para convertir a los infieles con una ciencia universal, que es posible demostrar mecánicamente.

Las primeras tablas se ajustan al más rígido monoteísmo, común a islamistas, judíos, griegos orientales y tártaros. Una rueda se divide en nueve cámaras, cada una de las cuales figura una dignidad o principio absoluto, que admite una combinación binaria con las demás y un juicio «per aequiparantiam».

La rotación de tres ruedas concéntricas hace que cada una de esas dignitates –bondad (B), grandeza (C) , eternidad (D), poder (E), sabiduría (F), amor (G), virtud (H), verdad (I), gloria (K)– se combine con todas las demás, figurando el dinamismo interno de la divinidad.

Más interesante todavía es el uso de los correlativos –amante, amado, amar, sapiente, sabido, saber, &c.– pues esa estructura ternaria del lenguaje, revela las verdades de fe, que son objeto de una iluminación universal: en primer lugar la Trinidad y de forma indirecta la creación y la encarnación. Como esa forma de hablar es también propia de los árabes (hunc ipsum modum loquendi arabicum), es posible evangelizarlos por medio de ella. Ramón Llull se inspira en los libros de Agustín y Buenaventura donde Dios comunica al alma su forma de ser, pero además traslada esa doctrina que ha recibido a una lógica general, que además de evitar los barbarismos de la gramática, se impone con la fuerza incontestable de las matemáticas.

La polémica averroísta

Cuando los filósofos de la Universidad de París, al mismo tiempo teólogos cristianos, reciben de los árabes la doctrina de Aristóteles y los comentarios correspondientes los van a interpretar de acuerdo con las categorías centrales de su fe, y sobre todo con la más novedosa y original de persona. Los falasafa musulmanes, tanto los orientales Alfarabi y Avicena de forma vacilante, como Avempace y Averroes en el Andalus con toda claridad, afirman que el alma intelectual es una realidad impersonal, separada de los individuos o común a toda la especie humana. Esta negación de la subsistencia individual tiene tal aceptación que a través de la Facultad de Artes y del maestro Sigerio se introduce en la Sorbona desafiando las más sensibles proposiciones teologales.

Una serie de pensadores, el más ilustre Rogerio Bacon, elaboran una solución de compromiso que es fundamento de su vocación ecuménica. De los dos intelectos universalmente admitidos, el agente es separado y se identifica con Dios, mientras que el posible es propio de cada uno de los hombres. Bastante más radical es Buenaventura y su escuela, que deriva la teoría de la iluminación de San Agustín y sacan en consecuencia la realidad indivisible del alma individual y de todas sus facultades.

Para entender esta filosofía –por otra parte muy sencilla– es preciso retroceder hasta su primer origen, el neoplatonismo de las Enéadas. Plotino desconoce los términos «en potencia» y «en acto» y en cambio de forma constante y temática introduce la noción de dynamis y enérgeia, en el sentido de potencia activa y de la correspondiente actividad. Agustín, al analizar el alma en el « De quantitate « se mantiene fiel a estas palabras de su maestro, que traduce por «vis» y «actus» y su elección es tanto más resuelta cuanto que define el carácter de la «quantitas» (non mole, sed vi) y se aplica a lo largo de todo el tratado a los distintos estadios del alma.

Buenaventura sigue esta filosofía de Agustín, acepta de mala gana una distinción mínima entre el alma y sus facultades y sobre todo afirma que el entendimiento activo y el posible son dos aspectos de la misma realidad. y están los dos incluidos en el término y noción de vis: ni totalmente potencial, ni totalmente en acto. Esto permite entender la relación de la luz primera con esta otra luz derivada porque cuando Dios crea una dýnamis intelectiva su acto de crear es al mismo tiempo una iluminación. Pero además explica el proceso del conocimiento de la forma más simple y sin necesidad de recurrir a las complicaciones de la abstracción, y lo que es más importante, asegura la realidad y la supervivencia del alma individual.

En 1268 Tomás de Aquino recibe en Viterbo en la corte pontificia una orden del director general de los predicadores para que se traslade por segunda vez a París –allí había enseñado del 56 al 59– en vista del conflicto cada vez más enconado, entre las facultades de la Universidad. Los maestros en artes han adoptado la filosofía de Aristóteles tal como la interpreta Averroes, por muy contradictorias que sean sus consecuencias con las enseñanzas de los teólogos. Para desmontar esta teoría de la doble verdad es preciso poner en cuestión la filosofía del Comentador en los dos puntos teológicamente más sensibles, la necesaria eternidad del acto creador y la unidad del intelecto de todos los hombres: son dos principios mutuamente dependientes, integrados en un sistema cerrado.

En primer lugar Tomás construye un tratado sobre la eternidad del mundo «contra los murmuradores». Los murmuradores son de un lado los teólogos de la escuela de Buenaventura y de otro Sigerio y los filósofos que le siguen. Para todos ellos la existencia ab eterno de todas las cosas y también de la especie humana o su aparición temporal se puede demostrar racionalmente . Tomás de Aquino separa magistralmente la verdad de fe: el mundo empieza a ser en el tiempo, y la cuestión propiamente filosófica: si ha podido existir siempre –utrum potuerit semper fuisse–. Según él las dos soluciones de los «murmuradores» son posibles y en este punto la filosofía ni contradice a la fe ni concuerda con ella: simplemente abre la posibilidad del dato revelado.

La otra monografía de esta época, la unidad del intelecto está desde su título dirigida «contra los averroístas». Su autor afirma los dos entendimientos, el agente y el posible y afirma también que tanto uno como otro pertenecen a un sujeto individual, pero la preocupación central del tratado se centra en el posible, que Averroes llama material y que según él es común a todos los hombres. Que el intelecto activo sea separado –Platón lo simboliza por el sol y Guillermo de Auvernia, Juan de la Rochelle y Rogerio Bacon lo identifican con Dios– no choca con las proposiciones de fe de forma abrupta si se mantiene la subsistencia personal del intelecto en potencia.

Otra vez el maestro razona de forma tan sencilla como contundente. La acción de entender, lo mismo si tiene su principio en el hombre como si la recibe desde fuera, se atribuye a cada sujeto individual. Quien entiende es esta persona concreta –hic homo intelligit– y no una entidad colectiva, pues si todos los hombres tuviesen como un solo entendimiento un solo ojo, todos ellos verían las mismas cosas en el mismo momento.

La revolución protestante

El comienzo del movimiento protestante tiene lugar en las primeras décadas del siglo XVI, pero la doctrina de Lutero, lo mismo por sus precedentes que por el contenido de su mensaje pertenecen todavía a la Edad Media. Para entenderlo bien es preciso retroceder a sus dos fuentes: la filosofía del príncipe de los modernos, y la teología de San Pablo. Esta doble enseñanza tiene una sola consecuencia: el supremo dominio de Dios frente a la impotencia de cualquier acción o pensamiento del hombre.

En primer lugar los protestantes reviven el voluntarismo de Guillermo de Occam y extraen sus últimas consecuencias. El primado teológico de la voluntad –Dios sólo está limitado por el principio de no contradicción– anula cualquier demostración necesaria, y de forma indirecta los preámbulos de la teología defendidos por los filósofos. El hombre debe renunciar a toda iniciativa racional y aceptar cuanto le dice la fe. Lutero y sus seguidores aceptan y repiten la sentencia de Occam «hoc solo fide tenemus».

De la misma forma que el entendimiento no puede alcanzar las verdades referentes al primer principio y al destino del alma, tampoco la libertad humana es capaz de ninguna obra buena. En este punto Lutero polemiza violentamente con Erasmo de Rotterdam, mientras que los demás pensadores protestantes reiteran esta doctrina y la llevan hasta sus últimas consecuencias. Calvino, afirma la omnipotencia de Dios que no puede ser limitada por un agente libre y que deriva inevitablemente en la doble predestinación de buenos y malos.

La objeción según la cual Dios sería, por lo menos indirectamente, agente del mal no tiene sentido en una teología voluntarista, donde el primer principio no puede estar controlado por ninguna norma lógica o ética. Como la riqueza es, de acuerdo con la doctrina del Antiguo Testamento, la única señal de la amistad de la justicia, esta doctrina es el fundamento de la mística del trabajo y paradójicamente del liberalismo económico. De esta forma, mientras la figura de Lutero está todavía anclada en la Edad Media, el calvinismo pertenece por lo que se refiere a la organización de la sociedad, a los tiempos modernos.

La filosofía de Guillermo de Occam se completa en el protestantismo –esta es su más poderosa seña de identidad– con una interpretación rigurosa de la teología paulina, tal como aparece sobre todo en la Carta a los Romanos. San Pablo condena a los judíos porque se obstinan en resaltar su propia justicia, desconociendo la que viene de Dios. Lutero extiende ese reproche a la iglesia católica oficial, según la cual los hombres que llevan una conducta santa –eso sí con la ayuda de la Gracia– merecen la condición de justos.

El iniciador de la Reforma ataca este último reducto de la libertad: cualquier iniciativa humana, aunque sólo parcialmente se atribuya al hombre, está por principio contaminada y sólo merece la condenación. Para salir de este estado sólo queda un recurso: que Dios en virtud de su voluntad omnipotente no tenga en cuenta los delitos y declare justos a quienes él decida, por una elección gratuita. Sólo exige una condición, si es que en este punto se puede hablar todavía de condiciones, que el pecador reconozca su impotencia y por un acto de fe atribuya a Cristo y sólo a él el hecho de su justificación.

Lutero sigue también a Guillermo de Occam a la hora de interpretar la teología de San Pablo de acuerdo con el principio de la máxima sencillez. En primer lugar suprime todas las obras piadosas –indulgencias, limosnas, ayunos, peregrinaciones, reliquias– impotentes para merecer la justicia, y traslada la acción del cristiano a la vida civil, según la sentencia de la carta apostólica «que cada uno permanezca en el estado en que fue llamado». Su programa social es por consiguiente conservador y se opone al incipiente puritanismo de los calvinistas.

Los sacramentos se reducen a tres: el bautismo, la penitencia y la cena, y además todos ellos son signos de la justificación por la fe en Jesucristo. La escatología sólo conoce la doble destinación, y anula el teologúmeno del purgatorio y por supuesto las oraciones y las indulgencias. La Iglesia ya no es una comunidad jerárquica, desaparece la tradición oral y cada fiel tiene libre acceso a la Biblia, que ya puede leer en su propio idioma, interpretándola libremente sin la tutela de ningún maestro. Esta doctrina de la lectura libre tendrá consecuencias incalculables, desde el momento en que la revelación queda abierta sin ninguna limitación.

El cristianismo gnóstico

El gnosticismo es un movimiento que florece a mediados del siglo II, fuertemente influido por el último platonismo y más tarde por la filosofía de Plotino y por una serie de ideas de procedencia irania. Es en principio un sistema filosófico que trata de solucionar el problema de la absoluta trascendencia del Ser Primero, la aparición del mal y de la materia y la vuelta de todo a su principio. La degradación progresiva de la realidad por la deficiencia de un sujeto divino y la aparición de un salvador, destinado a restaurar el orden primitivo convierten el sistema en una novela de aventuras.

En el gnosticismo de Basílides el primer trascendente y sus filiaciones forman el mundo superior, aislado herméticamente del resto del universo por una esfera, el stereoma. El principio del universo que media entre el stereoma y la esfera de la luna es el gran Arkhon, una entidad divina tan bella y poderosa que al desconocer el primer principio de que está separado se considera el Dios supremo. Este pecado de orgullo se trasmite a través de los 365 cielos engendrados por él hasta llegar a la esfera de la Luna, donde el Arkhon que adoran los judíos se contamina por su ignorancia y termina proclamándose único Dios. Para remediar este desconocimiento, Jesús, un eón divino, con su encarnación en María y su predicación del Evangelio redime el universo inferior al que comunica el conocimiento perfecto de la verdad, la gnosis.

En el sistema de Valentín el Pléroma está formado por treinta seres divinos, distribuidos en parejas –el individuo está incompleto– y surgidos por generación. Uno de los eones –según unos textos la Sabiduría, según otros el Logos– movido por una curiosidad indiscreta quiere conocer el misterio del Trascendente. De este pecado original de orgullo al que consiente sin contar con su pareja, nacerá un aborto, expulsado del Pléroma y separa de él por un límite, (Hóros). En este espacio inferior el demiurgo –como el Arkghón de Basílides– construye un mundo material y como está privado del conocimiento, impulsado por su ceguera dice «Yo soy Dios y ninguno hay fuera de mí».

En los grupos judeo-cristianos y en la gnósis, mucho más sobria de Marción, el Demiurgo se identifica con el Dios de los judíos, una divinidad imperfecta que impone al hombre leyes rigurosas, apoyadas en terribles sanciones. Mucho más allá del Yahveh del Antiguo Testamento hay un Dios extranjero, desconocido por los hombres y por el Demiurgo hasta el momento en que Jesucristo ha venido a revelarlo. El Evangelio es según esto una gnósis de lo que antes estaba oculto.

La doctrina de la Iglesia oficial, tal como se ha ido elaborando en los primeros concilios parece una variante del gnosticismo, pues recoge todos los lugares comunes de la historia de la salvación. Igual que en los sistemas de Basílides y Valentín, en el primer mundo, los eones divinos quieren elevarse por encima de su condición y son expulsados de la presencia de Dios. En cuanto a la primitiva pareja humana, colocada en un paraíso, comete también un pecado original –precisamente un pecado de curiosidad– pues pretende la ciencia del bien y del mal que está reservada a sólo la divinidad, y en consecuencia es expulsada del paraíso. Precisamente esta narración del Génesis, interpretada de forma literal o alegórica, es tema de todos los gnosticismos, por otra parte tan poco amigos del Antiguo Testamento.

La culpa de Adán es causa de su caída a un mundo malo, que le produce trabajos y dolores, pero no sólo de eso. Desde ahora está privado del conocimiento de Dios, y este edicto de condenación se trasmite a toda la especie humana. Pero hay una circunstancia más grave que difícilmente puede imaginar la mente más retorcida: como la gravedad del pecado es infinita al tratarse de un desprecio a Dios, este delito y la condena correspondiente no se puede cancelar. Todos estos desarrollos resuelven el problema de un mundo creado por un Dios bueno y de la existencia del mal, efecto de una voluntad libre.

Desde entonces la historia de la humanidad es el rigor de las desdichas, pues sometida a un régimen de terror y de esclavitud, ningún acto tiene el valor suficiente para liberarle de su condición pecadora. En estas circunstancias Dios, compadecido, envía del cielo a su Hijo, que se encarna en el hombre Jesús e inicia su tarea redentora. Es aquí donde la doctrina del catolicismo oficial se aparta de los sistemas gnósticos: Cristo no es, primero y principalmente, el revelador de misterios ocultos, sino una víctima de valor infinito que al someterse a la pasión y la muerte cancela la deuda de Adán y «restablece el orden jurídico». Para el gnosticismo probablemente el cuerpo material de Jesús, y con toda seguridad su pasión es una apariencia, pues la materia y el padecimiento son incompatibles con su condición divina.

 

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