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El Catoblepas, número 99, mayo 2010
  El Catoblepasnúmero 99 • mayo 2010 • página 14
Cine

Presentismo, razón sensible y séptimo arte

Miguel Pérez Montagut

Se pretende rastrear numerosas actitudes presentistas, hedonistas, vitalistas, neopaganas... dispersas a través de obras concretas del séptimo arte

Pionero cine español presentista de 1896: Salida de misa de doce de la Iglesia del Pilar de Zaragoza

El cine es el medio artístico más propio y atribuible al siglo XX, y desde su nacimiento mismo encontramos numerosos filmes especialmente enfocados a la defensa de una tesis, como es el primerizo caso de Nanook, el esquimal (Robert Flaherty, 1922), ingenua ejemplificación del estereotipo del «buen salvaje», la fantástica Waking Life (Richard Linklater, 2001) o la más reciente La ola (Dennis Gansel, 2008). El tema del placer no es una excepción, y a partir del visionado de diferentes películas se puede hacer una buena síntesis de los diferentes puntos de vista acerca de uno de los temas clásicos de la filosofía, relegado en las últimas décadas a una importancia secundaria. La cuestión del hedonismo suele, por otra parte, traer aparejada otras implicaciones que afectan a la moral, la ontología, la sociología, la estética o, en último término, la mística y la religión: Zorba el griego (Michael Cacoyannis, 1964), Nunca en domingo (Jules Bassin, 1960) o American Beauty (Sam Mendes, 1999), por ejemplo, nos ofrecen una existencia estética y trágica, a menudo en relación con el savoir faire vital del carácter griego tan caro a (y tan envidiado por) Nietzsche. Mucho mayor es la presencia de films de talante más moralizador al respecto, que suele sustentar su crítica en malintencionadas confusiones propias de nuestro acerbo cultural. Éste pretende ser un tema que suscite opiniones de lo más variopintas acerca del tratamiento del presente a través de un arte que es, en sí mismo, inmediatez y dinamismo.

Hijo del siglo XX como decíamos y, por tanto, compañero inseparable de la postmodernidad, el cine nos ha dado un testimonio constante acerca de la actitud de los pueblos ante los tiempos que les ha sido dado vivir: ya desde la cuna del séptimo arte, las cámaras estuvieron filmando desde la exótica Samoa en Tabú (1931) hasta la gélida cotidianeidad de los esquimales en Nanook el esquimal (1922). Tras más de un siglo de cine e inmersos en el tercer milenio de nuestra era, el cambio de nuestras sociedades a través de la modificación de sus referentes culturales, valores herederos de la Ilustración e iconologías recurrentes supera todas las expectativas que al respecto nos habíamos forjado en el ya difunto siglo XX. La sensación de precariedad ambiental demuestra, para algunos, el retorno de un nuevo ciclo trágico que se había mantenido latente aunque oculto en los últimos siglos y que surge con renovada fuerza al mismo tiempo que las antiguas filosofías se degradan ante su progresiva perdida de sentido.

«Sin pretender ser provocadores a ultranza, podemos observar que cuando una forma social se ha vuelto caduca, tiende a volverse perversa, a producir efectos perversos. Como han señalado algunos sociólogos, se produce un fenómeno de heterotelia (Jules Monnerot): la meta alcanzada difiere de la que se proyectaba inicialmente.» (Maffesoli, 2009, 129)

¿Qué podemos esperar de estos nuevos tiempos, sean estos líquidos (Bauman, 2007), gaseosos o como se les quiera llamar? ¿Es una oportunidad para dar nuestro sí a la vida, o hemos de dejarnos amilanar por los pronósticos apocalípticos de los observadores sociales? Y ¿qué nos puede decir el invento de los Lumiére respecto a un hedonismo que sería una actitud pujante, mal que le pese al europeo heredero de la Ilustración?

Éste, sin duda identificado con la mirada del escritor inglés en Zorba el Griego (1964), con su tan decimonónica filantropía y sus ideas preconcebidas acerca del progreso y del bastión de racionalidad y equilibrio orgulloso de su herencia que, a priori, debía ser Grecia. Lo que descubre de primera mano en las entrañas del espíritu griego, lo característico de ese "genio griego" dista de ser la fría simetría de una escultura de mármol pario. Muy al contrario, el shock cultural es enorme al comprobar que esa actitud, personificada en Alexis Zorba, es la de una cultura que existe en virtud del presente (de un "eterno presente" kairológico, si se quiere) y que conjura sus demonios mediante una danza catártica y compartida, ese "bebedizo de brujas" que se antoja el antídoto contra los excesos totalizadores de fórmulas demasiado aferradas, como son las hoy imperantes, a la dictadura del "ego", por una parte, y a la eterna propuesta teleológica de la Ilustración, que se reinventa constantemente bajo nuevos nombres. Pues la danza, igualmente utilizada en ritos festivos que funerarios ya en la Grecia arcáica, conjuga en su deriva lo erótico y lo fanático, las extremas pulsiones que configuran al animal humano, como cuando en los misterios de Eleusis

«Una vieja hace el papel de Iambe o Baubó, la vieja que con un gesto obsceno hizo reír a Deméter cuando buscaba afligida a su hija» (Rodríguez Adrados, 1976, 33).

No hay más que pensar, por ejemplo, en una cultura que ha sido tradicionalmente tachada de «hedonista» (raramente de forma favorable) como es la gitana, y en sus funerales, que quedan retratados en diferentes trabajos de Emir Kusturica, o en Snatch, cerdos y diamantes (2000), en la cual el gitano interpretado por Brad Pitt bebe y baila hasta desfallecer junto a su clan tras el asesinato de su madre. Pero volvamos a Grecia.

Con una actitud similar al Basil de Zorba acude a Grecia el periodista encarnado por Jules Dassin en Nunca en domingo (1960), profundo admirador de la herencia cultural helénica que verá sus expectativas hechas añicos al conocer a una prostituta local, Ilya (interpretada por su futura mujer en la vida real, Melina Mercouri) de arrolladora –a pesar de todo– independencia y amor a la vida, que en su autosuficiencia sólo vende su cuerpo a aquellos hombres que le agradan, más allá de su capacidad económica y más allá, por tanto, del mero utilitarismo. Esta actitud hedonista, que comúnmente se suele atribuir al "carácter mediterráneo" (y me disculparán por el tópico) hunde sus raíces en una subterránea pero latente conciencia trágica, todo ello a pesar del aplastante peso tradicional de nuestra, en terminología maffesoliana, "perpectiva dramática".

Y si hay un género y un país que sepan transmitir ese particular modus vivendi como ningún otro –si bien no exenta de cierta nostalgia, pues uno de sus temas predilectos es el del "paraíso perdido"– ése acaso sea la nueva comedia italiana.

«Los italianos hacen todo lo posible para liberar su vida de la esclavitud de la realidad, y amar, comer, andar, mentir o respirar están teñidos de una exageración (…) que en otro país del mundo quedaría desmedida, estaría fuera de lugar. En Italia, este sentido del exceso forma parte del oxígeno que se respira, y queda magníficamente plasmado en el séptimo arte.» (Vázquez Sallés, 2006, 44)

Y ya que mencionamos anteriormente el valor de irreductible vitalismo que atesora la cultura gitana, hemos de nombrar ineludiblemente Habitación para cuatro (1975), o su secuela Un quinteto a lo loco (1982), aunque no sean estrictamente nuevas, ni sus protagonistas en absoluto de etnia gitana. Se trata, más bien, de una actitud ante la existencia. Los cinco amigos que protagonizan la saga, profundamente hastiados de la modorra burguesa a la que han sido inducidos por sus respectivos trabajos (son cantantes, médicos, redactores o hidalgos) y familias, se reúnen religiosamente cada semana para llevar a cabo lo que ellos conocen como zingarate («zingaradas»), es decir, escapadas en busca de la evasión, pero cuidadosamente organizadas a pesar de su anárquico propósito: y éste no es otro que escandalizar y embaucar a todo hijo de vecino con acciones –o acaso sería más exacto definirlas como gamberradas– que más de un crítico de arte calificaría, en la actualidad, de auténticos happenings, mientras que más de un severo psicólogo seguramente achacaría su comportamiento al Síndrome de Peter Pan. Pero no nos llevemos a engaño: semejante síndrome, acuñado por el doctor Dan Kiley (1983), carece de evidencias que lleven a catalogarlo como una patología psicológica, por lo cual podemos entender el comportamiento del grupo de zíngaros florentinos como una sucesión de pequeñas explosiones de amoralidad que, a modo de catarsis controladas, les ayudan a sobrellevar su penosa cotidianeidad. Para ello, cualquier medio es aceptable: desde la sutileza a la obscenidad (las más de las veces), pasando por un surrealismo altamente cómico.

«Es un cursillo acelerado de cómo entrar en la madurez sin rendirte. (…) Hastiados de sus vidas como maridos, trabajadores o peatones sumidos en una existencia parca en emociones, encuentran en sus reuniones todas aquellas sensaciones que de otra manera serían imposibles de alcanzar. «¿Qué es el ingenio?», se pregunta uno de ellos. «Fantasía, intuición, decisión y velocidad de ejecución», contesta. Cuatro premisas que les sirven para alborotar a todo un pueblo, para romper la calma de un hospital, para revolucionar una estación de tren, para colarse en fiestas sin estar invitados con un hambre de lazarillos, para acostarse con todas las mujeres que se les ponen a tiro, para hacerse pasar por mafiosos del tres al cuarto…» (Ibídem, 46)

Podemos citar, más recientemente, Vacaciones de Ferragosto (2008), La vida es bella (1997) o el film titulado, no en vano, Mediterráneo (1991), en el cual se nos narra una versión más actual y desenfadada del capítulo de la isla de Calipso de La Odisea. En efecto, ese locus amoenus al que llegan los extraviados soldados italianos parece tener el don de infundir el olvido entre sus moradores, como aquel que hubiera bebido del Leteo y, para su sorpresa, se viera aliviado de las acuciantes obligaciones de un siglo XX que ya por entonces prometía incontables horrores. Sin ese olvido, de hecho, difícilmente hubieran podido estos individuos llegar a aprehender ese sentido lúdico que es fundamental en la comprensión de lo trágico y, en consecuencia, del hedonismo. En palabras del poeta Jordi Doce:

«La enigmática sonrisa del delfín, que algunos han creído vislumbre de inteligencia y otros tantos han figurado con pericia en incontables emblemas, no es tal vez sino la sonrisa de quien ha olvidado trayectoria y destino y se entrega ligero al puro placer del avance, ignorancia de sí que crece a cada salto en un perpetuo renacer enlazado...» (Morales Barba (ed.), 2006, 145)

Películas –por así decirlo– juguetonas como las citadas, y algunas de las que quedan por citar (se observará que la mayoría de ellas son de factura europea) han supuesto un gran avance para que el cine realizado a este lado del charco se haya despojado en buena medida de esas ínfulas de seriedad y pretenciosidad decadente de las cuales han menudo se han mofado las producciones norteamericanas. Léanse, sin ir más lejos, las múltiples y ya clásicas referencias a la obra de Ingmar Bergman en la filmografía de Woody Allen –La última noche de Boris Grushenko (1975) y sus referencias a El séptimo sello (1957), o Desmontando a Harry (1997), reinterpretación en clave paródica de Fresas salvajes (1957), por poner sólo un par de ejemplos–, o incluso en la española Torremolinos 73 (2003); aunque, si quisiéramos considerar la obra bergmaniana como paradigma de la seriedad más parodiable, olvidaríamos injustamente la desenfadada y casquivana Sonrisas de una noche de verano (1955), la despreocupada y feliz familia del juglar José de El séptimo sello, o esa apología de la necesaria dosis de voluptuosidad e imperfección que es necesaria para la vida en la propia Fresas salvajes pues, parafraseando a Yves Bonnefoy, es en la imperfección misma donde encontraremos la cumbre.

Pero redirijamos nuestros esfuerzos a aquello que realmente nos interesa. Esa «ignorancia de sí» resulta otro elemento fundamental de esa actitud estética, el lograr ir más allá de uno mismo, de los tediosos y repetitivos discursos filosóficos y publicitarios que realzan la autosuficiencia del individuo como base y fin último de nuestra existencia. Esa ignorancia, no como deseo autodestructivo y anulador del yo, sino como puente que se tiende hacia la posibilidad de permanecer, en palabras de Martin Hopenhayn, «dentro y fuera de la caverna» (Hopenhayn, 1997, 133). No se puede pasar por alto, en efecto, la evidencia sociológica que sigue: que la fiesta o, dicho de una forma no tan biensonante, la «orgía» (orge) como expresión de una emoción vivida colectivamente provoca un hervor entre los participantes que fortalecería, siguiendo a Durkheim, el sentimiento que la comunidad poseería de sí mismo».

Éste es, al fin y al cabo, el principio –si bien convenientemente edulcorado– que prima en la gran mayoría de los musicales que pueblan las páginas de la historia cinematográfica y que, con demasiada frecuencia, suelen ser tildados por los críticos de la prensa seria de «géneros menores», «divertimentos bufos», «ligeros» u otras finezas por el estilo. Desde una óptica prometéica predominante, evidentemente, no resulta extraño entender el porqué de semejantes afirmaciones, que olvidan premeditadamente el origen del género. Pues si, como afirman especialistas de variopintas disciplinas, el baile, el hedonismo, los rituales comunitarios, son, por una parte, un modo de ejecutar una especie de neotribalismo que logra aglutinar lo social previamente escindido, no es menos cierto que también resulta una homeopática válvula de escape para las masas, que acaso sin ellos se manifestarían de forma enormemente traumática y violenta. Recordemos que el musical surge de una urgente necesidad de hacer llegar a las masas un mínimo consuelo en tiempos de una recesión económica desoladora aunque, eso sí, relegando al público al papel de mero observador incapaz de tomar parte en la danza, aislado de los demás como está en un patio de butacas debidamente compartimentalizado.

Probablemente sea éste tema para una ponencia aparte, pero no podemos dejar de señalar el hecho de que la reducción del sujeto a mero espectador no participativo, la negación de la reciprocidad entre ese público y el ejecutante se resquebraja por momentos, como bien supo profetizar Búster Keaton en El moderno Sherlock Holmes (1924) o, a posteriori, Woody Allen con La rosa púrpura del Cairo (1985). La proxemia (Hall, E.T., 1972) se hace progresivamente más íntima y cercana, y los rígidos límites se ven desbordados en virtud de las acciones totalizadoras efectuadas desde campos de lo más dispares: la «bajada del pedestal» de la escultura llevada a cabo por Auguste Rodin, o las performances desde el tradicionalmente elitista mundo artístico, o las jam sessions, macrofestivales y rave parties desde la música popular, &c.

Ese actitud vodevilesca, en todo caso, se resume en el último número musical de Cabaret (1972), en el que la pizpireta Liza Minelli «Start by admitting/ from cradle to tomb/ isn't that long a stay/ life is a Cabaret, old chum,/ only a Cabaret, old chum,/ and I love a Cabaret!». Inmediatamente después, Joel Grey –el histriónico maestro de ceremonias– se escurre entre las bambalinas para que la cámara pase a centrarse en el reflejo de unos severos dirigentes nazis. En efecto, cuando el espectáculo finaliza y los clarinetes enmudecen, cuando el ciclo de lo trágico, de lo lúdico, del «aquí y el ahora», el mito prometeico en su peor versión amenaza con sus altisonantes palabras y sus valores postilustrados.

Tristes valores, sociedades tristes. Pues, ¿existe acaso algo más pretencioso que la sola idea de que la existencia haya de poseer necesariamente un sentido oculto, una finalidad más allá de sí misma, aunque sólo sea para autoreafirmarnos en nuestra rol de creación definitiva (¡y que se dice racional!) de un plan divino? Aquel que alcanza a intuir el absurdo de semejantes axiomas, el filósofo trágico, el sabio hedonista, sabe bien que lo existente fluye conforme a una lógica interna («devenir», «tendencia a la entropía», &c.) que nos rebasa ampliamente y a la cual es inútil tratar de atribuir una finalidad. Las últimas producciones de los hermanos Joel y Ethan Coen discurren, precisamente, en este sentido: los personajes son seres insignificantes que son arrastrados por un tsunami vital cuyo epicentro nadie conoce, y en la parte final del metraje el estupor ante tanto dolor injustificado es la nota dominante. Tal sucede en Un tipo serio (2009), el mito de Job reactualizado, al fin y al cabo: un maduro padre de familia cuyo único objetivo es ser respetuoso con sus tradiciones, consecuente con su código ético y útil para la comunidad judía a la que pertenece se ve superado por una sucesión de desgracias a la cual ningún rabino es capaz de hallar motivo alguno. Tras el final, poco alentador, la evidencia se impone: los hechos se suceden ajenos a planes divinos o humanos y más allá de nociones de moral o justicia. Lo que es se contenta con ser, y la única certeza es la del abandono y la irrelevancia del gesticulante ser humano. Otro tanto sucede en Quemar después de leer (2008), después de que un hecho nimio desencadene una serie de fatales sucesos y un estado de alerta máxima por parte de la CIA. Cuando las aguas se apaciguan, los responsables de la Agencia de Información sólo pueden encogerse de hombros cuando se interrogan acerca del motivo de semejante desaguisado.

Pues contra la domesticación de las costumbres, emerge la presencia de la locura y lo incontrolable, e incluso su trágica personificación en la figura del loco, del bufón, del histrión (del «ello», dirá algún nostálgico freudiano), avalado por una vigorosa e ininterrumpida tradición literaria. Un ejemplo reciente de personaje trágico de un extraño magnetismo lo hallamos en el Joker interpretado por Heath Ledger en El caballero oscuro (2008), en la cual el peso específico del personaje principal, Batman, es claramente inferior al de un supervillano que define su labor del siguiente modo:

«La mafia tiene planes, la policía tiene planes. ¿Entiendes? Son conspiradores. Siempre tratan de controlar sus tristes mundos. Yo no conspiro, intento mostrar a los conspiradores lo patéticos que realmente son sus intentos de controlar.»

Él es, así pues, la Sinrazón que se halla implícita en la Razón, pese a los intentos de ésta por olvidarlo, la venganza de ese saber que, al ser imposible de reglar, siguiendo a Foucault, es excluido del gran banquete del Saber de Occidente. El malvado payaso demole edificios a su gusto, quema montañas de dinero por el mero placer de hacerlo y plantea dilemas a la población para hacer así que se tambaleen incluso sus convicciones más profundas.

«Ese otro es el Excluido, el Extranjero: un personaje no invitado al festín comunitario. Un personaje que no se atiene a las bases mismas de una cultura: bases de su comunicación lingüística, bases de su integración en valores comunes, bases de interacción e intercambio: bases de racionalidad y sabiduría. Fue llamado en los siglos XVII y XVIII «insensato», «demente furioso», hombre «sin razón». Es llamado aún hoy «enajenado mental».» (Trías, 1973, 39)

En fin, volvamos al tema del espectáculo y el vodevil: «pan y circo», dirá el neomarxista, que sin saberlo participa de los mismos prejuicios que su capitalizado antagonista. Tanto unos como otros tienden a relativizar la importancia de acontecimientos que ellos definirían como frívolos, pasando por alto que es precisamente lo frívolo y lo cotidiano lo que hace de la vida algo consistente y que «la profundidad se refugia en la superficie de las cosas» (Maffesoli, 2009, 138), por más que nos empeñemos en enunciar nuevos dogmas para tratados de filosofía trascendente. Algo tan cotidiano, verbigracia, como una sofisticada comida francesa preparada por Babette para las puritanas hermanas que la acogen en El festín de Babette (1987), al final del cual se hacen trizas las adustas máscaras de los fascinados comensales. Pues, tal y como nos recordará la voz en off, «las razones de la presencia de Babette en casa de las dos hermanas estaban en las profundidades más secretas del corazón».

Lo cierto es que, dejando aparte estas consideraciones poéticas, Babette había dirigido sus pasos hacia tan remotas latitudes huyendo de la inquisidora paranoia despertada en París a raíz de las depuraciones del terror revolucionario que anticiparían los excesos de nuestros Estados modernos y, en cierto modo, el éxito cosechado por su opíparo banquete no deja de ser un pequeño triunfo de los sentidos sobre una mentalidad –la protestante, la de sus invitados– no tan alejada como ellos pensaban de la de aquellos que dirigían a las desarrapadas hordas de la Revolución Francesa: austera, ahorrativa y mojigata de esa Religión consagrada a la diosa Razón. Del mismo modo, los asistentes al opulento festín, educados en una rigidez que prima lo visual y auditivo sobre otros sentidos «poco elevados» como el gustativo o el olfativo, descubren un oferente mundo de sensaciones ante un inesperado banquete que, en principio, creían propio de endemoniados paganos, hecho que comenta prolijamente Michel Onfray en sus obras más recientes.

Tanto los grandes sistemas religiosos nacidos al abrigo de nuestra herencia judeocristiana como aquellos que tienen su germen en el espíritu de la Ilustración hacen hincapié en la necesidad presurosa de eliminar una parte de nuestro ser que es irrenunciable, el que clama por su inmediatez, por lo instintivo y por una, si se le quiere llamar así, «animalidad» o, mejor aún, «sensitividad». Todo ello eclosionó en una forma domesticadora de entender la pedagogía en la cual la filosofía establecida ha tenido una parte de culpa no pequeña. Ejemplo ya canónico de ello es la relación establecida entre El pequeño salvaje (1969) de Truffaut y su tutor (el propio Truffaut, por cierto), tan bienintencionada y filantrópica como inhumana a ratos: es decir, la relación vertical y patriarcal que un pedagogo le impone la civilidad a un niño al que no se le presupone ni rastro de humanidad.

«Basta con recordar la conminación pedagógica, no hace mucho tiempo todavía escuchada por numerosas generaciones de niños: «¡Ponte derecho!». Con ello se expresaba la necesidad de diferenciarse del animal que se desplaza encorvado hacia esa tierra de la que extrae su sustancia. El animal «embuchaba» encorvado. El hombre, gracias a su postura vertical, pudo pensar. Y, a partir de entonces, dominar su entorno. De ahí el establecimiento de una lógica de la dominación que subordina la naturaleza a la cultura.» (Maffesoli, 2009, 38)

Es esta educación, por cierto, opuesta actualmente a otro proceso, el de iniciación, utilizado en sociedades más tradicionales y que irrumpe con fuerza en multitud de manifestaciones de la cultura popular y la contracultura, ya en el siglo XX. Esta iniciación no incurre en el paternalista error roussoniano del Emilio de tratar al niño como el cuenco vacío que ha de ir colmándose de nuestra orgullosa herencia cultural sino que, muy al contrario, cree en la ayuda o guía de una auctoritas, una especie de mentor, para lograr que el sujeto extraiga de sí mismo y por sí mismo esos saberes y habilidades sociales y, por qué no decirlo, vitales. Podríamos extendernos en numerosos ejemplos al respecto en la literatura más o menos «comercial» (Hermann Hesse, Jack Kerouac, J. K. Rowling, &c.), la música (el prog rock, el techno, &c.) o los circuitos turísticos (la Ruta de Santiago, las peregrinaciones a Roma, Lourdes, &c.), pero en lo que respecta al cine quizá la muestra más significativa de estos viajes iniciáticos es el subgénero, hoy tan bien nutrido, de la road movie, esa pavimentada alegoría de la existencia misma. Easy rider (1969), Una historia verdadera (1999), Entre copas (2004) o Viaje a Darjeeling (2007), entre otras muchas son, a pesar de las diferencias entre sí, la manifestación fílmica de un modus vivendi en el que prima la importancia del camino sobre la del telos, el periplo sobre una lejana –o incluso inexistente– Ítaca en la cual atracar, aunque en el empeño esa figura del mentor –tan evidentes en Cinema Paradiso (1988), la olvidada Harold & Maude (1971) o El señor Ibrahim y las flores del Corán (2003)– acabe por diluirse en las más de las ocasiones.

Suelen darse las road movies y viajes iniciáticos en general, así pues, en lugares despoblados, alejados del estrés y la mirada panoptista de la vida urbana pero, ¿qué hay, entonces, de la vida en sociedad? ¿Existe, en el acartonado y edulcorado contexto de la ciudad, la posibilidad de desarrollar nuestras potencialidades sin resultar malherido? Semejante sociedad, en la que el amor fati e incluso la sola idea de la muerte provoca malestar en los padres y un inquietante silencio en la mayoría de la población, se traduce, en el lenguaje cinematográfico, en ese deus ex machina contemporáneo que es el happy ending hollywoodiense, del cual no obstante films norteamericanos de la talla de American Beauty (1999) logran escapar airosas. Lester (Kevin Spacey) emerge de una vida aletargada e impulsada por la eternización de las apariencias sociales, para, en un proceso de reciclaje ontológico, llegar a percibir las dobleces del reloj, la intuición de la inexistencia del tiempo más allá de la mera convención cultural. El imperceptible instante en el que la provocativa amiga de su hija casi lo roza con su mano, deseosa de una cerveza se convierte en tiempo suficiente para un tórrido y prolongado beso, sólo por poner un ejemplo. De ese, por así decirlo, «eterno renacer enlazado» antes mencionado, de esa sabiduría kairológica y cíclica sería buena muestra, además, el carácter circular de la película. Es, por otra parte, algo similar a la habilidad del protagonista de Cashback (2006): es capaz de detener por completo el tiempo para deleitarse en el goce estético que le produce la contemplación del cuerpo femenino, y de hecho el precario puesto que ocupa en un supermercado nocturno no obedece tanto a necesidades crematísticas y utilitarias como al hecho de que se trate de un lugar propicio para el desarrollo de sus fantasías eroticoartística= s.

En todo caso, en este sapere vivere o capacidad para disfrutar de las vivencias, de las conversaciones y los encuentros intersticiales –por traumáticos que puedan llegar a ser– radica esa capacidad del individuo para reinventarse sobre la marcha, para la continua reconstrucción ontológica, proceso dinámico donde los haya.

Bibliografía

Bauman, Z. (2007). Tiempos líquidos. Vivir en una época de incertidumbre. Barcelona. Tusquets.

Durkheim, E. (1993). Las formas elementales de la vida religiosa. Madrid, Alianza.

Hall, E. T. (1972). La dimensión oculta. México. Siglo XXI.

Hopenhayn, M. (1997). Después del nihilismo. De Nietzsche a Foucault. Barcelona. Andrés Bello.

Kiley, D. (1993). El Síndrome de Peter Pan. Buenos Aires. Vergara.

Maffesoli, M. (1997).Elogio de la razón sensible. Una visión intuitiva del mundo contemporáneo. Buenos Aires. Paidós.

Maffesoli, M. (2009). Iconologías. Nuestras idolatrías postmodernas. Barcelona. Península.

Morales Barba, R. (ed.) (2006). Última poesía española (1990-2005). Madrid. Marenostrum.

Neuman, A. (2008). Mística abajo. Barcelona. Acantilado.

Rousseau, J.J. (1976). Emilio o la educación. Barcelona. Bruguera.

Trías, E. (1973). Filosofía y carnaval. Barcelona. Anagrama.

Vazques Sallés, D. (2006). Comer con los ojos. Un viaje culinario por el mundo del cine. Barcelona. RBA.

Rodríguez Adrados, F. (1976). Orígenes de la lírica griega. Madrid. Biblioteca de la Revista de Occidente.

Filmografía

American Beauty (Sam Mendes, 1999)

Cabaret (Bob Fosse, 1972)

Cashback (Sean Ellis, 2006)

Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, Giuseppe Tornatore, 1988)

Con la música a tope (Groove, Greg Harrison, 2000)

Desmontando a Harry (Deconstructing Harry, Woody Allen, 1997)

Easy Rider (Dennis Hopper, 1969)

El caballero oscuro (The dark night, Christopher Nolan, 2008)

El festín de Babette (Babettes gæstebud, Gabriel Axel, 1987)

El moderno Sherlock Holmes (Sherlock Jr., Buster Keaton, 1924)

El pequeño salvaje (L'enfant Sauvage, François Truffaut, 1969)

El señor Ibrahim y las flores del Corán (Monsieur Ibrahim et les fleurs du Coran, François Dupeyron, 2003)

El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman, 1957)

Entre copas (Sideways, Alexander Payne, 2004)

Fresas salvajes (Smultronstället, Ingmar Bergman, 1957)

Habitación para cuatro (Amici miei, Mario Monicelli, 1975)

Harold & Maude (Hal Hashby, 1971)

La rosa púrpura del Cairo (The Purple Rose of Cairo, Woody Allen, 1985)

La última noche de Boris Grushenko (Love and death, Woody Allen, 1975)

La vida es bella (La vita é bella, Roberto Benigni, 1997)

Mediterráneo (Gabriele Salvatores, 1991)

Nanook, el esquimal (Nanook of the North, Robert J. Flaherty, 1922)

No basta una vida (Saturno contro, Ferzan Ozpetek, 2007)

Nunca en domingo (Pote tin Kyriaki, Jules Dassin, 1960)

Quemar después de leer (Burn After Reading, Joel Coen, Ethan Coen, 2008)

Snatch, cerdos y diamantes (Snatch, Guy Ritchie, 2000)

Sonrisas de una noche de verano (Sommarnattens leende, Ingmar Bergman, 1955)

Tabú (Tabu: A Story of the South Seas, F.W. Murnau, Robert J. Flaherty, 1931)

Torremolinos 73 (Pablo Berger, 2003)

Una historia verdadera (The straight story, David Lynch, 1999)

Un quinteto a lo loco (Amici miei Atto II, Mario Monicelli, 1982)

Un tipo serio (A serious man, Joel Coen, Ethan Coen, 2009)

Vacaciones de Ferragosto (Pranzo di Ferragosto, Gianni Di Gregorio, 2008)

Viaje a Darjeeling (The Darjeeling Limited, Wes Anderson, 2007)

Zorba, el griego (Zorba the greek, Michael Cacoyannis, 1964)

 

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