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El Catoblepas, número 101, julio 2010
  El Catoblepasnúmero 101 • julio 2010 • página 4
Los días terrenales

Elegía criolla
como problema filosófico

Ismael Carvallo Robledo

Sobre el libro de Tomás Pérez Vejo, Elegía criolla.
Una reinterpretación de las guerras de independencia hispanoamericanas
(Tusquets, México 2010, 324 páginas)

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Plaza de Armas, El debate, nº 45,
con Tomás Pérez Vejo, presentado por Ismael Carvallo.

«Veremos cómo la Idea filosófica de Imperio se abre camino, acaso, antes a través de un sofista o de un ideólogo como Isócrates y, sobre todo, de un hombre como Alejando Magno, que a través de hombres como Aristóteles o Calístenes, su sobrino; ‘académicos’ que, en cierto modo, permanecieron ante esa Idea como ciegos ante la luz. Es, sin embargo, a la filosofía académica –la que asume los métodos dialécticos fundados por la Academia platónica– a la que, en todo caso, corresponderá ‘tallar’ la Idea de Imperio, a partir de los conceptos de ‘Imperio’ y de las ideas mundanas, que el decurso de la Historia política haya ido arrojando.» (Gustavo Bueno, España frente a Europa.)

«Y en los brindis se abordó el tema tan socorrido del idioma común, amenazado en este momento por las pretensiones autonomistas exageradas de los catalanes, los vascos, los gallegos; todo el mundo, por el momento, parecía contagiado del prurito de disgregación. Como si deshecho el Imperio, en América, por la internacional metodista, no quedase ánimo para oponerse a la desintegración de la España peninsular. Y habló en elogio del idioma Unamuno, pero haciendo constar que su lengua materna era el vascuence. Y Valle Inclán, recordó que se expresaba mejor en su lengua propia, el gallego. Y dije yo en la peña del Henar: ‘Va a ser necesario que un mexicano venga a decir: ¡mi lengua materna es el castellano!…’» (José Vasconcelos, El proconsulado.)

I

Dice Carlos Marx, en La cuestión judía, que la formulación de un problema equivale a su resolución; la crítica de la cuestión judía, añade inmediatamente, es la respuesta a esta cuestión. La crítica de la cuestión es, pues, para Marx, la clave del asunto.

Pero ¿a qué se debe que para Marx sea la crítica la clave? A que se trata de una cuestión histórica y de que la crítica es en él, al tiempo, filosófica, en tanto que ‘crítica a los conceptos del entendimiento’, y política. Por tanto, esa crítica, en su despliegue –aquí está el nervio central y el genio fascinante de Carlos Marx, que es un nervio, y un genio, político–, se nos ofrece entonces también, dialécticamente, como crítica de la razón histórica. Historia y política, sostenidas por el esqueleto que anatómicamente las traba: la economía política, quedan así elevadas al rango problemático fundamental de la filosofía, presentándosenos como ejes coordenados dentro de cuyo cuadrante ontológico tienen lugar tanto el curso como la transformación práctica del mundo. Es sólo a través del materialismo de Marx, en definitiva, como nos es posible reputar a la Idea de Revolución –en tanto que dispositivo práctico para la transformación del mundo– como problema de genuina factura filosófica y como cuestión cardinal de toda alta política, del mismo modo en que fue sólo a través de la filosofía académica, según nos lo recuerda el profesor Gustavo Bueno, como le fue dado a la tradición tener un tallado filosófico de la Idea de Imperio que, en el terreno práctico, había sido proyectada ya por un hombre como Alejando Magno. En este sentido, la sola existencia de Alejandro (o, más cercano a nosotros, de Lenin), podríamos muy bien decir con Hegel, justifica así en toda su plenitud el papel de la filosofía: ‘lo que el educando de Aristóteles llegó a ser con el tiempo es harto conocido, y la grandeza del espíritu y las hazañas de Alejandro, así como la perdurable amistad de éste con su maestro, serían el mejor testimonio de la educación recibida por este príncipe, si un hombre como Aristóteles necesitara de ninguna clase de testimonios. La formación espiritual de un Alejandro da un mentís a todas esas chácharas sobre la inutilidad práctica de la filosofía especulativa. También es cierto que Aristóteles encontró en Alejandro un discípulo más propicio y más apto que Platón en Dionisio’. (Hegel, Lecciones sobre la historia de la filosofía II, p. 241 de la edición del FCE de México de 2002).

Por cuanto a Lenin, a quien hemos ya metido en el asunto, y a quien, para poder apreciarlo en su justa dimensión como figura de la historia, es preciso ver en su relación con Marx de la misma forma en que Hegel quiso ver a Alejandro en su relación con Aristóteles, dice el profesor Gustavo Bueno en la página 249 de sus fundamentales Ensayos Materialistas que:

«El gnosticismo moderno se elabora en el ontologismo, en Malebranche, en el idealismo, en la doctrina de Hegel. “El saber absoluto es la última figura del Espíritu, el Espíritu que a su contenido perfecto y verdadero da al mismo tiempo la forma del Sí, y, de este modo, realiza su concepto, quedando con su concepto en el curso de esta realización” (Fenomenología, VIII, II). La Filosofía de la inmanencia, el neokantismo –no Kant, cuya filosofía, como veremos, es precisamente la crítica de la conciencia gnóstica–, el empiriocriticismo, son diferentes modelos modernos de gnosticismo filosófico. En este sentido, la distancia de Marx respecto de Hegel, como la de Lenin respecto de Mach, es, ante todo, la distancia entre un pensamiento políticamente implantado y una implantación gnóstica de la conciencia filosófica.»

II

Esta es en todo caso la perspectiva que nos parece más adecuada para situar nuestros comentarios sobre lo que, al leerlo, hemos querido ver como una obra de crítica de razón histórica de esclarecedor interés y de lectura imprescindible, fundamental. Se trata de Elegía criolla, un trabajo de Tomás Pérez Vejo que, editado por Tusquets México en 2010, se nos ofrece como una reinterpretación de las guerras de independencia hispanoamericanas.

Una crítica de la razón histórica que es en efecto ya filosófica, pues desborda la inmanencia de la categoría historiográfica, del dato y del detalle historiográfico –Pérez Vejo busca de hecho salirse del ámbito gremial, académico– para situarse in medias res como crítica política en ejercicio desde la que se propone una reinterpretación histórico-ideológica (y el sometimiento de las ideologías a la crítica es una tarea exclusiva de la filosofía en tanto que solidaria de la razón dialéctica, como tuvo siempre presente José Revueltas), a efectos de activar una reforma del entendimiento político en el contexto de las conmemoraciones de los bicentenarios que están teniendo lugar, desde coordenadas y plataformas de variada calidad intelectual y de sentido diverso –y de hecho, en casos, antagónico–, a lo largo y ancho de Hispanoamérica.

Y ciertamente con verdadero ingenio (pues no está escribiendo para un círculo de historiadores y especialistas con el que, en general, pueda acaso compartir un “consenso revisionista”), como deslizándose cuidadosamente y, sobre todo, dándole la vuelta del revés a ese nefasto, nefasto y pueril complejo histórico compartido de manera tristemente generalizada por los hispanos de América y de España, que es el complejo de la Leyenda Negra que sigue operando por influjo de las internacionales metodista, protestante, masónica, anglófila, afrancesada, socialdemócrata o krausista…, o muchas veces por simple ignorancia histórica, tanto en la versión progresista (que tiene como seña de identidad ese tan irritante anticlericalismo indocto) como, no se diga, en la indigenista, de los bicentenarios (véase Hermes católico de Pedro Ínsua), Pérez Vejo formula de manera clara y distinta en la Introducción el núcleo del problema, y lo hace dibujando un cuadro histórico problemático que, nos parece, encaja geométricamente en la opción que Pedro Ínsua, en el artículo antedicho, opone precisamente a las dos versiones más comunes de las “independencias” –la indigenista y la progresista, como decimos–, que es la opción hermética católica (universal) de la norma imperial hispánica dentro de cuyo ortograma, o despliegue, nos es dado apreciar, a una nueva y luminosa luz proyectada a escala filosófica y materialista, el desdoblamiento dialéctico internamente determinado en el seno de la placa tectónica del imperio católico español que, como guerras civiles más que como revoluciones o guerras de independencia, como quiere interpretarlas Pérez Vejo, habría de verse desembocando en la configuración (systasis, constitutio) de las naciones políticas que, antes como resultante que como causa, conforman hoy lo que, en efecto y sin complejos infantilistas, hemos de denominar hispanidad contemporánea.

En efecto, presentando primero como epígrafe clave un poema de Constantino Kavafis –En el año 200 antes de Cristo– en el que se reconoce precisamente sin complejos en la tradición histórica fruto de la ‘gigantesca expedición panhelénica’, modelo canónico del imperio generador o de norma imperial hermética (en el sentido de Ínsua)…:

«A principios del siglo XX un griego de Alejandría, Constantino Kavafis, recuerda lejanas batallas de Alejandro, Grániko, Isso y, sobre todo, Arbela, allí donde el ejército persa “avanzó hacia la victoria y fue destruido”. Habían pasado dos mil años… sin embargo, todavía en la más decrépita y fastuosa de las Alejandrías de Oriente alguien se imaginaba griego e hijo de las victorias del conquistador macedonio» (Elegía Criolla, pp. 9 y 10),

se pregunta Pérez Vejo luego, trasladando la lente de la cámara del Mediterráneo griego al Mediterráneo hispánico, el Atlántico, lo siguiente:

«Han pasado apenas quinientos años de que el paroxismo ibérico, en muchos aspectos tan semejante al de los griegos, hispanizara las riberas occidentales del otro lado del mar, de un modo no demasiado diferente al que aquéllos habían helenizado las orientales, pero ningún poeta en alguna de las numerosas Cartagenas, Córdobas, Méridas o Santiagos del amplio espacio americano osará ya decir que es español y menos todavía que viene de Otumba o de Cajamarca… ¿Qué es lo que impide a un hipotético Kavafis criollo asumirse como español y heredero de Cortés o de Pizarro?» (págs. 10 y 11).

Esta es la cuestión: el problema de Kavafis, o, si se prefiere, el problema de la imposibilidad de ese Kavafis criollo o hispanoamericano contemporáneo reconociéndose como heredero de una norma histórico- política universal es dispuesto por Pérez Vejo como punto de fuga en el horizonte de cuya proyección queda dibujada la figura –es decir, la Idea– del Imperio como problema filosófico, de filosofía de la historia.

Otra manera de ver este problema, para utilizar como apoyatura la recientísima fiebre mundialista (de futbol, se entiende), y situándonos en el terreno del análisis gramsciano del “sentido común” como cemento ideológico-orgánico –que no es otra cosa, podríamos acaso añadir, que el análisis platónico de la “caverna ideológica”–, es la de preguntarse por las razones que estaban trabajando en aquellos –que no todos– aficionados que en Hispanoamérica prefirieron siempre inclinarse por el triunfo de Holanda frente a España, y no al revés, en la ya célebre final del mundial sudafricano. ¿A qué puede deberse que, no teniendo en absoluto nada, nada que ver con un holandés de hoy en día, un mexicano o un argentino pueda haber preferido la derrota de la selección de una nación con la que se comparte el idioma y en donde muy seguramente puede cualquiera sentirse como en casa? «Porque nos conquistaron», se dirá o pensará de inmediato. ¿Pero quién conquistó a quién si ni España ni Holanda ni Uruguay ni México ni Perú existían como tales naciones políticas en el siglo XV, pero tampoco en el XVI ni el XVII ni en el XVIII… sino a duras penas hasta el XIX?

Asunto distinto es ya detener nuestra atención en el “dato histórico curioso” de que, habiendo quedado fuera Inglaterra en las eliminatorias –en octavos o en cuartos de final, no tenemos el dato preciso– todas las selecciones que quedaban en la contienda, desde Holanda y Alemania hasta Uruguay, Argentina, y obviamente España, fueron, en su momento, parte del ortograma del imperio instaurado por Carlos V… de Alemania y I de España: nieto por vía paterna de Maximiliano I de Austria y de María de Borgoña, de quien heredó los Países Bajos y los territorios austríacos, y, por la materna, de los Reyes Católicos, de quienes heredó el Reino de Castilla, Nápoles, Sicilia, las Indias, Aragón y Canarias…

Como bien afirman Cardini y Valzania en Las raíces perdidas de Europa: de Carlos V a los conflictos mundiales (Ariel, 2008): «en el período transcurrido entre el reinado de Carlos V de Habsburgo y el de Felipe V de Borbón-Anjou, ambos de diferente forma soberanos en las tierras de España y de la América meridional, se jugó una partida cuyos resultados habrían podido ser diferentes.» Pues eso, ironías de la historia.

En todo caso, Pérez Vejo, en la formulación del problema, ilumina un derrotero problemático para acometer la crítica filosófica de la cuestión. El asunto aquí es que la resolución del problema es ya de orden político, donde la cosa pasa entonces a complicársenos bastante, porque, como todo materialista sabe muy bien, para acometer la transformación política del mundo no es suficiente contar nada más, y al margen de lo potentes que éstas puedan ser, con “las armas de la crítica”.

Digamos por lo menos que con la crítica de la cuestión estamos apresando la clave de la misma. Habrá que volver a la caverna, pero sabiendo que no nos quedaremos ya, no señor, “como ciegos ante la luz”.

III

La Idea de Imperio es en efecto, como hemos dicho, la cuestión umbilical tanto de la filosofía de la historia como de la teoría política del materialismo filosófico. El Imperio es la figura fundamental, el sistema por excelencia de la historia universal, y es sólo a través de ella como nos es posible apreciar los procesos de decantación y de trabazón dialéctica de términos y relaciones políticas que, sólo a esa escala, se nos ofrecen participando del gigantesco escenario donde se trazan las grandes tendencias y los grandes períodos de la historia en toda su complejidad y en toda su gama de matices.

Pero ocurre que uno de los grandes vicios de nuestro tiempo, que se expande como verdadera plaga ideológica, es la condena genérica –hecha por lo regular desde la sociología, la pedagogía o la antropología, siempre en todo caso desde el activismo periodístico– de todo imperialismo, bien sea por vía de la crítica histórico-ideológica del imperialismo o colonialismo europeo de la era de los descubrimientos, bien sea por vía de la condena al neo-colonialismo contemporáneo que con tanta furia critican los activistas otro-mundo-es-posible de hoy, y frente al que propugnan por la auto-determinación, la auto-defensa, la auto-emancipación y la auto-gestión de los pueblos. Tanto en el imperialismo del antiguo régimen como en el del nuevo, no se ve otra cosa que una abstracta y metafísica, aunque a sus ojos implacable y siempre presente “dominación del Otro”, un Otro al que hay entonces que liberar, emancipar… y entonces a escribir tratados de filosofía de la liberación acompañados de pedagogías de la liberación o del oprimido, éticas de la liberación, eróticas de la liberación, psicologías de la liberación, estéticas de la liberación, políticas de la liberación, &c., &c.

Y es común, obvio es decirlo, que posiciones de este tipo quieran auto-concebirse en la “izquierda” del espectro ideológico político contemporáneo: la condena al imperialismo, bien sea el español, el sionista o el americano, es disparada por igual y sin piedad, homologando a unos y a otros como títeres o agentes intolerantes de El Capital o “la Dominación”: el primer hombre moderno no es ni Descartes ni Kant, dice Enrique Dussel en alguno de sus delirantes libros sobre filosofía de la liberación, es Cristóbal Colón, pues fue con él con quien, en realidad, dio comienzo la Dominación Moderna, el encubrimiento del Otro. Y luego, claro, vienen las poesías y las sensibilidades, la trova, la guitarrita y la identidad, para sobar y sobar esas venas abiertas de América Latina.

Pero es igualmente curiosa la manera en que estos activistas anti-imperialistas sensibles se quedan sin saber qué responder cuando, dando por válida su condena genérica a todo imperialismo, se les pregunta por la manera en que se debe interpretar a su juicio el que correspondientemente se puso en operación, como no podría ser de otra manera, desde la Unión Soviética –que no fue otra cosa que un imperio: pues ¿qué fue la Comintern, organizada en 1919 por Lenin, sino un sistema de coordinación imperialista de la revolución mundial?–, o el de los imperios prehispánicos, como el Inca o el Azteca. ¿Eran esos imperios de izquierda o de derecha? ¿O es que acaso no eran imperios en absoluto? ¿Qué eran entonces? ¿Entidades éticas angelicales en donde todos y todas se comunicaban hasta con la madre tierra, y que no conocieron ni la dominación ni el racismo hasta los funestos tiempos de la conquista española, según consigna el por ridículo bochornoso preámbulo de la nueva constitución de Bolivia?

Se trata de un vicio, en efecto, derivado de la incapacidad teórica o conceptual cuando no de la renuencia determinada por la mecánica de la estupidez y la necedad de quien no quiere que lo muevan de sus pequeñas certezas ideológicas de progresista ético de izquierdas, que estará siempre y por principio contra “la Derecha”, qué derecha no importa. Y si viene este progresista ético de izquierdas a enterarse apenas de que la URSS fue también una forma de imperialismo, entonces, responderá categórico y complacido, la URSS fue de derecha y asunto arreglado.

Pero es un vicio en todo caso que nos da el índice de la adolescencia de una teoría lo suficientemente potente como para poder procesar el material histórico político a una escala universal, y para lograr entender aquello que con tan estoica mirada fuera visto por Maquiavelo como la médula espinal de la Política: el arte de conocer los tiempos y el orden de las cosas, y de ajustarse a ellos.

Pero hay en todo caso, como decimos, una teoría global desde la que es posible acometer ese procesamiento dialéctico realista del Imperio como figura fundamental de la historia: la teoría política y del Estado del materialismo filosófico.

El profesor Gustavo Bueno, en efecto, desde el tratamiento que en España frente a Europa hace de la idea de Imperio como idea filosófica (es imprescindible tener presente su Primer ensayo sobre las categorías de las ciencias políticas), ofrece una clasificación a través de la que se distinguen dos clases de Imperios, a saber: Imperios depredadores por un lado, e Imperios generadores por el otro. Se trata de una clasificación, nos viene a decir Bueno, que puede servir para la reinterpretación de la distinción que Ginés de Sepúlveda propuso en su tiempo entre Imperios heriles e Imperios civiles, respectivamente.

El Imperio como figura filosófica, es un sistema ilimitado (o delimitado por causas exteriores a cada Imperio, por ejemplo, por otros Imperios) de sociedades jerarquizadas, ya sea unilinealmente, ya sea multilinealmente, en torno a una sociedad política determinada (España frente a Europa, Glosario, p. 465).

Un imperio es depredador, dice Bueno en la misma página 465 –lo estamos citando tal cual e in extenso–, cuando por estructura tiende a mantener con las sociedades por él coordenadas unas relaciones de explotación en el aprovechamiento de sus recursos económicos o sociales tales que impidan el desarrollo político de esas sociedades, manteniéndolas en estado de salvajismo y, en el límite, destruyéndolas como tales. Un imperio es generador, en cambio, continúa, cuando, por estructura, y sin perjuicio de las ineludibles operaciones de explotación colonialista, determina el desenvolvimiento social, económico, cultural y político de las sociedades colonizadas, haciendo posible su transformación en sociedades políticas de pleno derecho. El imperio inglés o el Imperio holandés de los siglos XVII a XIX podrían servir como ejemplos eminentes de Imperios depredadores (teoría del gobierno indirecto). El Imperio romano o el Imperio español serían los principales ejemplos de Imperios generadores: a través de sus actos particulares de violencia, de extorsión y aun de esclavización, por medio de los cuales estos imperios universales se desarrollaron, lo cierto es que el Imperio romano terminó concediendo la ciudadanía a prácticamente todos los núcleos urbanos de sus dominios, y el Imperio español, que consideró siempre a sus súbditos como hombres libres, propició las condiciones precisas para la transformación de sus Virreinatos o provincias en Repúblicas constitucionales. (España frente a Europa, págs. 465 y 466)

Dos ejemplos de esta escala de interpretación de las cosas.

Primero: «Tres de sus mejores siglos, mi país los vivió en el suyo», le dijo Fernando de los Ríos a Jaime Torres Bodet cuando caminaban alrededor de la Plaza de la Constitución (de Cádiz) de la ciudad de México, a fines de la segunda década del siglo XX, según consigna el segundo en el tomo quinto de sus memorias, Equinoccio, de 1974. «Ya irá usted algún día a España –continuó de los Ríos– y se dará cuenta de lo que hicieron los españoles en su solar, mientras los más audaces trabajaron en Nueva España y en el Perú, o en las tierras que llevan ahora los nombres de Colombia, Cuba, Chile y Venezuela». «Se ha hablado mucho acerca del oro llevado a la península ibérica por los conquistadores. Pero España se entregó a América – añadía Torres Bodet– con esperanzas que sería injusto comparar con el interés consagrado por Inglaterra a sus posesiones de Oriente o en Occidente. Salvo excepciones ilustres, los mejores castillos y los más bellos templos de España son anteriores al viaje de Cristóbal Colón.»

Segundo: a mediados del siglo XVIII, nos cuenta Tomás Pérez Vejo en el Epílogo de Elegía criolla, un en otro tiempo escribiente y contable de la East India Company, Robert Clive, regresaba, arropado de fama y fortuna, a Europa. «En su equipaje había una colección de recuerdos indios y la férrea voluntad de usar su fortuna para hacerse un hueco en el mundo de la aristocracia inglesa» (Elegía criolla, pág. 268).

Por esos años, continúa Pérez Vejo, llegaba por su parte a Nueva España Fernando de la Campa Cos, originario de Cos, Cabuérniga, actual Cantabria. El éxito de ambos, de Clive y de De la Campa, correspondientemente, fue notable, pero con una diferencia fundamental, a saber: mientras que Clive quizá no haya dudado nunca en volver a la metrópoli tras su viaje a tierras lejanas y acaso exóticas, cosa que en efecto hizo a la sazón, de la Campa no regresó nunca más a España. ¿Por qué?, porque

«Nueva España no fue, para De la Campa Cos, un lugar exótico con ‘curiosidades’ que coleccionar sino ‘su’ mundo, tan suyo como el que había dejado al otro lado del Atlántico, un reino de ciudades con plazas de armas, cerámica de Talavera, procesiones, órdenes militares, templos, palacios e imágenes barrocas; una tierra en la que no cabía el exotismo: el mismo universo físico y mental en uno y otro lado del Atlántico.» (Elegía criolla, págs. 269-270.)

Se trata, nos parece, de la diferencia fundamental que media entre el hecho de pertenecer a un imperio generador y el de pertenecer a un imperio depredador: lo que tanto Tores Bodet como Pérez Vejo consignan en Equinoccio y Elegía Criolla, dibujándolo coincidente y nada gratuitamente en contraposición dialéctica con la plataforma del imperio inglés; esa intención de De los Ríos por terminar de conocer en América el resto de la historia de España, y ese no regreso de De la Campa a la vieja España por considerar a la Nueva “su mundo”, no se diga el hecho irónico y tan genialmente relatado en el que José Vasconcelos, en calidad de mexicano –¡va tener que ser un mexicano!–, tuvo que irles a decir en español a un grupo de españoles en España que su lengua materna es el español… son aspectos todos de una realidad histórica que participa de un mismo sistema atributivo, el imperio generador, que reproduce sus propias estructuras ahí donde se implanta, desplegándose en diferentes niveles de tiempo y ordenación de las cosas pero que, en su trabazón, nos remite a una formación universal única cuya majestuosidad puede sólo ser vista fuera de complejos progresistas o indigenistas, sociologistas o victimistas, y desbordando los límites de los recintos nacionales que nunca pre-existieron, sino que fueron construidos y consolidados, no se niega esto en absoluto, lenta y paulatinamente, y sólo a partir del siglo XIX; desde la perspectiva en definitiva de alguien que es capaz de entender en toda su elevación trágica los problemas fundamentales de la historia, de la guerra, de la revolución… y de las guerras de independencia americanas como verdaderas guerras civiles:

«Las circunstancias en que se reunió este Congreso no tienen precedente en la historia. Ninguna asamblea legislativa había reunido hasta entonces a miembros procedentes de partes tan diversas del orbe ni pretendido regir territorios tan vastos de Europa, América y Asia, con tal diversidad de razas y tal complejidad de intereses; casi toda España se hallaba ocupada a la sazón por los franceses, y el propio Congreso, aislado realmente de España por tropas enemigas y acorralado en una estrecha franja de tierra, tenía que legislar a la vista de un ejército que lo sitiaba. Desde la remota punta de la isla gaditana, las Cortes emprendieron la tarea de echar los cimientos de una nueva España, como habían hecho sus antepasados desde las montañas de Covadonga y Sobrarbe.» (Carlos Marx, La España revolucionaria, sexta entrega de su análisis de la revolución española para el New York Daily Tribune, 24 de noviembre de 1854.)

«No es seguro que se pueda afirmar, parafraseando a López de Gómara en su Historia general de las Indias, que la mayor cosa después del descubrimiento del Nuevo Mundo fue la de su independencia; sí, por el contrario, que es, palabras de José María Portillo, ‘la historia del proceso más fecundo de formación de repúblicas, pueblos y naciones del espacio Atlántico euroamericano’. Un proceso, habría que añadir, que cambió, además, de manera radical los equilibrios y las estructuras no sólo del antiguo mundo hispánico sino del Atlántico en su conjunto.» (Tomás Pérez Vejo, Elegía criolla, pág. 13.)

IV

Y es que Pérez Vejo mantiene siempre esa perspectiva de análisis, la imperial, en Elegía criolla: el problema hispanoamericano –la cuestión hispánica, podríamos llamarla– es el problema de haber pertenecido a un imperio universal que, sin haber estado pensado para caer, fracasó y cayó. ¿Pero fue en todo caso un fracaso?

Y mirando siempre en contrapunto la experiencia helenístico-macedónica, Pérez Vejo se pregunta otra vez:

«El problema principal, sin embargo, está en otra parte, en el relato de cómo uno y otro mundo se disgregaron. El griego lo habría hecho, a la muerte de Alejandro, en el estallido de un rosario de pequeños Estados, con sus generales convertidos en herederos y albaceas de un legado que poco a poco fue desapareciendo borrado por el tiempo y sin que Grecia tuviera ya nada que ver con él; el hispánico, en la liberación de los pueblos sometidos, guerras de independencia contra España de por medio, de la opresión de los conquistadores llegados del otro lado del Atlántico, el fin de un desgraciado paréntesis de trescientos años. Pero, ¿pasaron las cosas así? ¿Fueron las guerras de independencia guerras de liberación nacional? ¿Hubo realmente guerras de independencia en América o sólo la disgregación de un viejo orden imperial? ¿No estaremos ante una bella leyenda, un mito de origen en sentido literal, que esconde algo no demasiado diferente a lo ocurrido con el mundo griego a la muerte de Alejandro? ¿Y si las nuevas repúblicas hispanoamericanas –finalmente dos siglos son apenas nada en el devenir de la historia– fueran sólo una reedición de los ya lejanos reinos helenísticos?» (Elegía criolla, pág. 12.)

No se trató de guerras de independencia, sino de guerras civiles. Es una de las tesis centrales de Pérez Vejo. No había naciones pre-existentes oprimidas por los españoles, sino una plataforma histórico- política y étnica densa y compleja, atenazada por dialécticas de clase, antropológicas y sociales, pero incorporadas a una dialéctica de Estados imperiales en función de cuya colisión se disputaba el orden mundial y el decurso de la historia.

Así, desde la perspectiva de Elegía criolla es inadecuado analizar lo ocurrido en Hispanoamérica en la primera mitad del siglo XIX a la luz de las revoluciones atlánticas de finales del siglo XVIII y principios del XIX, como también lo es hacerlo vis a vis las guerras de liberación nacional de mediados del silgo XX; es preciso analizar el silgo XIX hispanoamericano prestando toda la atención a su participación interna, simultánea, en el proceso de colapso y desaparición de un sistema imperial, el hispánico católico, semejante en proporciones y complejidad a otros sistemas como el turco, el austrohúngaro y, precisamente, el soviético; un colapso, el de la Monarquía hispánica, a partir del cual, y no antes, se activó un equívoco y errático proceso de recorte y constitución de naciones políticas:

«No interesa aquí el análisis de las características de cada uno de estos sistemas globales alternativos –el turco, el austrohúngaro, el soviético, IC–, tampoco explicar las causas de su fracaso, sino mostrar cómo su fin es más el de una forma de civilización que el de un poder político concreto y cómo su lógica de desintegración es la misma que la que se dio en la Monarquía católica. La consecuencia más visible es la disgregación territorial pero el colapso civilizatorio resulta generalizado. Es toda una sociedad la que tiene que reestructurarse a partir de nuevos valores que, en muchos casos, son contrapuestos a los anteriormente vigentes.
La disgregación territorial, que es el aspecto que más nos interesa aquí, se produce, no por la voluntad de independencia de ‘naciones’ preexistentes, tampoco por la explotación ‘colonial’ sobre las ‘periferias’, sino porque nadie logra hacerse reconocer como el heredero legítimo de la anterior soberanía política.» (Elegía criolla, pág. 108.)

Es pues, como hemos dicho, la dialéctica de Estados aquella a la que quedan subordinados los antagonismos existentes en otros niveles de ordenación (dialéctica de clases, antagonismos sociales, étnicos): «la entrada de las tropas de Napoleón en la capital de la Monarquía católica, algo que por cierto no había ocurrido nunca en los trescientos años de su existencia, pierde desde esta perspectiva su carácter anecdótico» (Elegía, pág. 109).

Y no se niega que hayan existido tales antagonismos, así leemos a Pérez Vejo; la cuestión es lograr encontrar el lugar que objetiva y efectivamente ocuparon cada uno de ellos en el esquema de causalidad de los ulteriores acontecimientos políticos: organización de juntas en España y América (1808, 1809), Junta Central (vs. el Consejo de Castilla), Consejo de Regencia, Cortes y Constitución de Cádiz (1812)… levantamientos en América a partir de 1810, Congreso de Chilpancingo en la América Septentrional en 1813, Constitución de Apatzingán (para la Libertad de la América Mexicana) de 1814, y luego Argentina (1816), Chile (1818), Perú (1821) …

Disgregación final y conformación de 18 naciones políticas, con España, a lo largo del siglo XIX. De acuerdo, pero, como dice Pérez Vejo, lo que se tenía entre manos no era un enfrentamiento entre españoles y argentinos, mexicanos, bolivianos, chilenos…., pues tales entidades carecían de cualquier apoyatura en la realidad política de la Monarquía católica de comienzos del siglo XIX. No pasamos en definitiva de españoles a chilenos, o bolivianos o nicaragüenses u hondureños o colombianos: «no lucharon criollos contra peninsulares sino americanos, criollos y no criollos, contra americanos» (Elegía, pág. 54). En efecto: guerra civil, pero nunca guerra de liberación nacional. Esta es la cuestión.

* * *

No nos queda entonces más que concluir esta comentario impresionista, que no ha querido ser en modo alguno exhaustivo, sino que lo presentamos acaso con el propósito de acercar al ánimo de eventuales lectores el interés por conocer el argumento entero de propia mano, no sin antes reiterar la categoría de imprescindible desde la que vemos y recomendamos Elegía criolla de Tomás Pérez Vejo, teniendo que dejar sin embargo fuera de nuestro comentario multitud de datos y análisis sutiles e interesantes, de comparaciones históricas y de apoyaturas en nuevas escuelas revisionistas de las guerras de independencia (Francois-Xavier Guerra, Jaime E. Rodríguez, &c.) con los que Pérez Vejo nos ofrece un trabajo espléndido y completo, serio y riguroso, a mil leguas de trabajos de muy baja calidad analítica con los que, bien sea bajo el formato de novela histórica, bien sea bajo el formato de ensayo periodístico escrito sobre todo por literatos como Jorge Volpi (véase nuestra crítica a su infame libro El insomnio de Bolívar. Cuatro consideraciones intempestivas sobre América Latina en el siglo XXI, publicado en esta revista bajo el título Sobre los trozos dispersos de Jorge Volpi), se ha querido llenar los anaqueles de las librerías.

V

Dice Jorge Abelardo Ramos en su espléndida Revolución y contrarrevolución en la Argentina, de 1999:

«La historia de los argentinos se desenvuelve sobre un territorio que abrazó un día la mitad de América del Sur. ¿De dónde proceden nuestros límites actuales? El origen de estas fronteras ¿responde acaso a una razón histórica legítima? ¿Nos separa una barrera idiomática, cierta muralla racial evidente? ¿O es, por el contrario, el resultado de un infortunio político, de una vicisitud de las armas, de una derrota nacional? Sin duda aparece como fruto de una crisis latinoamericana, puesto que América Latina fue en un día no muy lejano nuestra patria grande. Somos un país porque no pudimos integrar una nación y fuimos argentinos porque fracasamos en ser americanos. Aquí se encierra todo nuestro drama y la clave de la revolución que vendrá.»

¿Cuál es esa nación que a juicio de don Jorge Abelardo Ramos no pudimos integrar? ¿La “nación americana”? ¿La “nación bolivariana” acaso? Puede que así lo pensara él. Pero se equivoca, porque la nación que no se pudo nunca conformar es la nación española cuya constitución se firmó en Cádiz en 1812 bajo circunstancias que, según hubo de decirlo Carlos Marx, carecían de precedente alguno en la historia. En esto estriba todo nuestro drama, pues, al ser el español la lengua materna de quien esto escribe, tanto como entonces nos incumbe el hecho de que España esté muy posiblemente al borde de su fractura nacional. ¡¡Pero ¿tendrá que ser un mexicano otra vez el que se los diga?!!

Tomás Pérez Vejo es de origen español, pero lleva, según sabemos, varios años ya viviendo en México. Acaso no vuelva nunca más a residir en España, como tampoco lo hizo nunca más Fernando de la Campa Cos. Desconozco si Tomás es también, como don Fernando, un magnate. Pero de lo que no me cabe la menor duda, es del hecho de que, muy seguramente, Pérez Vejo sí se siente como en casa.

Ciudad de México
Julio, 2010

 

El Catoblepas
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