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El Catoblepas, número 101, julio 2010
  El Catoblepasnúmero 101 • julio 2010 • página 17
Artículos

La resurrección y la identidad personal

Gabriel Andrade

Se evalúan algunos de los problemas conceptuales
que enfrenta la doctrina de la resurrección

La resurrección y la identidad personal

Introducción

En su I Epístola a los Corintios, san Pablo mostraba preocupación por el hecho de que los miembros de la comunidad cristiana de Corinto dudaran de la resurrección (I Corintios 15: 12). Y, frente a esa preocupación, era enfático en señalar la relevancia de la creencia en la resurrección: «Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó. Y, si no resucitó Cristo, vacía es nuestra fe» (I Corintios 15: 13-14). Incluso, en adelanto a un argumento planteado en términos formales por Kant dieciocho siglos más tarde, san Pablo aduce la necesidad moral de aceptar la resurrección: «Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos» (I Corintios 15: 32).

La proclama paulina se ha convertido en pilar del cristianismo. Si bien hay diferentes interpretaciones respecto a los detalles exactos sobre cómo ocurrirá la resurrección, virtualmente todas las denominaciones cristianas aceptan que, en un futuro, los cuerpos resucitarán para enfrentar el Juicio Final. Y, esta creencia también ha sido asimilada por el Islam y, en menor medida, el judaísmo.

San Pablo predicó muchas cosas. Pero, es curioso que su predicación en el mayor centro filosófico y racionalista de la época, Atenas, levantase oposición en torno a un tema central: la posibilidad de la resurrección. El mismo relato de Hechos 17: 16-34 narra que, tras un discurso de san Pablo, el mayor objeto de burla por parte de los filósofos fue la prédica sobre la resurrección (Hechos 17: 32).

A simple vista, la oposición a la doctrina de la resurrección reposa sobre la falta de verificación empírica: todos los cuerpos observados se descomponen, por lo cual un evento como la resurrección sería un milagro que el escéptico no está en posición de aceptar. No obstante, si en base a un acto de fe se asume la revelación de Dios a través de las sagradas escrituras, así como la omnipotencia divina, entonces, en apariencia, no habría problema en aceptar la doctrina de la resurrección.

Pero, al menos en el cristianismo (o, en todo caso, en la teología y la filosofía cristiana), se estima que, si bien Dios es omnipotente, no puede hacer lo lógicamente imposible. Dios pudo haber separado las aguas del Mar Rojo, pudo haber convertido el agua en vino en las bodas de Caná; pero Dios no puede hacer un círculo cuadrado. Y, en la medida en que Dios no puede hacer lo lógicamente imposible, conviene preguntarse si es acaso posible la resurrección de los muertos. Pues, el creyente puede mantener la esperanza en el milagro, siempre y cuando éste sea siquiera posible. No se puede mantener la esperanza en algo lógicamente imposible.

Los escépticos han levantado dudas respecto a la posibilidad de la resurrección a partir de las cuestiones relacionadas con la identidad personal. ¿Puede el resucitado ser la misma persona que aquella que murió previamente? Quienes defienden la doctrina de la resurrección deben responder afirmativamente: sí, el resucitado sí puede ser (y, de hecho, debe ser) la misma persona que murió previamente. Por su parte, quienes consideran a la resurrección una imposibilidad sostienen que ni siquiera es posible que el resucitado sea la misma persona que murió previamente.

En este sentido, el debate en torno a la posibilidad de la resurrección es un corolario de un tema metafísico de mayor envergadura: ¿cuál es el criterio para establecer la continuidad de la identidad personal? ¿De qué manera una persona en un momento dado es «la misma» que en otro momento? Por ello, conviene aclarar el sentido de las palabras «la misma», estableciendo una distinción entre la ‘identidad cualitativa’ y la ‘identidad numérica’.

Un ente es cualitativamente idéntico a otro cuando ambos comparten las mismas propiedades, pero, con todo, mantienen una separación entre sí, al punto de constituir dos entes. Así, por ejemplo, una gota de agua puede tener las mismas propiedades que otra gota de agua. Si bien ambas comparten las mismas propiedades, sólo existe una relación de identidad cualitativa entre ellas, pues ambas gotas existen por separado.

La identidad numérica, por su parte, es una relación más fuerte. Pues, se estima que un ente es numéricamente idéntico a otro cuando comparten exhaustivamente las mismas propiedades. Dos gotas de agua, por ejemplo, comparten muchas propiedades, pero al menos no comparten el predicado en torno a la ubicación espacial, pues eso es precisamente lo que las hace dos entes separados. En la medida en que dos entes comparten exhaustivamente los mismos atributos, puede considerarse que son numéricamente (y no meramente cualitativamente) idénticos. Así, la identidad numérica puede considerarse a partir del principio formulado por Leibniz, según el cual A es idéntico a B, si y sólo si, todo cuanto se predica de A puede predicarse de B.

La dificultad aparece, no obstante, cuando se consideran entes en períodos distintos. Si los entes sufren transformaciones, ¿siguen siendo los mismos? Si se aplica rigurosamente el principio de Leibniz, no podríamos admitir que Aristóteles a los treinta años de edad fuera el mismo que a los cuarenta años de edad, pues podemos atribuir al Aristóteles joven predicados que no podemos atribuir al Aristóteles viejo, y viceversa. Con todo, mantenemos la intuición de que Aristóteles siguió siendo «el mismo». Y, en este sentido, Aristóteles no mantendría una relación de identidad cualitativa, pero sí mantendría una relación de identidad numérica, cuestión que parece contradecir la definición original según la cual la identidad numérica es una relación cualitativa exhaustiva.

Esta cuestión nos conduce a preguntas metafísicas como «¿dónde empieza la esencia y dónde termina el accidente?», «¿cómo pueden los entes sobrevivir el cambio?», «¿cuál es el criterio para la continuidad de la identidad personal?». En la medida en que respondamos estas preguntas, estaremos en mejor posición para evaluar si la resurrección es acaso posible.

Pues, la resurrección debe implicar una relación de identidad numérica entre la persona resucitada y la persona que previamente murió. Si, como se cree, la resurrección persigue el objetivo del Juicio Final, en tanto le sirve de antesala, este Juicio sólo sería moralmente significativo si el resucitado juzgado fuere la misma persona por cuya vida será juzgado el resucitado. En otras palabras, un Dios bueno no podría juzgar a una persona por las acciones o creencias de otra persona.

1. ¿Cuál es el criterio definitorio de la identidad personal?

La cuestión de la identidad personal es fundamental en la evaluación de la doctrina de la resurrección. Es evidente que las personas sufren transformaciones, pero con todo, sostenemos que su identidad numérica persiste. Ahora bien, si las personas sufren transformaciones, ¿cómo persiste su identidad numérica? ¿Bajo qué criterio, podemos afirmar que una persona en un determinado momento sigue siendo la misma persona en otro momento determinado? En este sentido, es necesario indagar respecto a cuál es el mejor criterio definitorio de la identidad personal. Y, una vez que hayamos precisado este criterio, estaremos en posición de evaluar si la persona resucitada es numéricamente idéntica a la persona fallecida.

1.1 El criterio en base al alma.

El primer criterio a considerar es en base al alma. De acuerdo al criterio en base al alma, una persona es numéricamente idéntica a otra, si y sólo si, tienen la misma alma. Así, una persona puede sufrir transformaciones corporales e incluso mentales, al punto de que, en un determinado momento no conserve el mismo cuerpo o mente que en otro momento determinado, pero si conserva la misma alma, entonces podrá seguir siendo la misma persona.

El concepto de ‘alma’ no ha sido enteramente precisado, pero entre quienes lo emplean, existe un consenso de que se trata de una sustancia inmaterial que constituye la base de la identidad personal. La doctrina que afirma la existencia del alma junto al cuerpo ha venido a llamarse el ‘dualismo’. Según esta doctrina, junto al cuerpo como sustancia material, existe el alma como sustancia inmaterial, la cual sirve como albergue del conjunto de pensamientos, temores, deseos, etc., que conforman a nuestra actividad mental, pero no es idéntica a ellos. En tanto es inmaterial, el alma es imperceptible. Pero, en tanto es el albergue del libre albedrío, el alma está al comando de la agencia de los seres humanos.

Los dos grandes forjadores de la doctrina dualista en términos formales, Platón{1} y Descartes{2}, opinaban que el alma es una sustancia separada del cuerpo y, como tal, puede sobrevivir a la muerte del cuerpo. De hecho, tanto Platón como Descartes opinaban que el alma es inmortal. Con la muerte, el alma sencillamente se separa del cuerpo para continuar su existencia. Allí donde el cuerpo se descompone, el alma se mantiene íntegramente. Asimismo, para los dualistas, el alma es la esencia de la persona, de manera tal que, aún sin cuerpo, la persona mantiene su identidad en una existencia incorpórea.

Este criterio para la identidad personal plantea dos tipos de problemas. Por una parte, se plantean problemas en torno al mero concepto de alma, los cuales colocan en duda que el alma siquiera exista. Por otra parte, aún si se aceptare que el alma es un concepto coherente y que, en efecto, el alma existe, se plantean problemas respecto a su eficacia como garante de la continuidad de la identidad personal.

El principal problema en torno a la existencia del alma radica en la interacción entre el alma y el cuerpo. Si, como se postula, el alma es una sustancia inmaterial, ¿cómo entonces, puede tener una incidencia causal sobre el cuerpo, el cual se asume como material? Si acaso, por medio de un mecanismo misterioso, el alma inmaterial tiene la capacidad de incidir sobre el cuerpo, ¿por qué puede incidir sobre sólo un cuerpo, pero no sobre otro? Más aún, si el alma, en tanto inmaterial, no tiene extensión, ¿cómo puede diferenciarse un alma de otra?

Asimismo, los efectos de los daños cerebrales arrojan muchas dudas sobre la existencia del alma. Si el alma controla al cuerpo, pero con todo, está separada de él, entonces esperaríamos que los daños que sufre el cerebro no perjudicarían a las facultades que constituyen el alma. Pero, ha sido ampliamente documentado que existe una correlación entre los eventos cerebrales y los eventos mentales. Enfermedades como el Alzheimer perjudican notablemente las facultades mentales de las personas. En la medida en que el cerebro se ve afectado, el alma también se ve afectada. Pero, de nuevo, si el alma existiera como una sustancia separada del cuerpo, no se vería perjudicada por estas alteraciones. Si se alega que aún con todos los daños sufridos por el cerebro (y, como consecuencia, las facultades mentales), la integridad del alma se conserva, entonces habría que considerar que el alma es una sustancia desprovista de contenido; si un enfermo de Alzherimer conserva íntegramente su alma, entonces, ¿de qué está hecha el alma, si precisamente todos los recuerdos y pensamientos se han ido?

Se presentan aún otros problemas menos graves, pero aún considerables. Si se acepta la teoría de la evolución, debe preguntarse en qué momento de la evolución humana surgió el primer hombre con alma. Puesto que la evolución es un proceso gradual, el primer hombre con alma debió tener unos progenitores físicamente muy parecidos a él, pero sin alma. Pero, sabemos que las habilidades mentales han evolucionado gradualmente, y que, incluso, varios animales exhiben en diversos grados algunas de las cualidades mentales que tradicionalmente definen el alma. ¿Tienen esos animales alma?

Además, ¿en qué momento preciso de la vida de un individuo surge el alma? Si, como tradicionalmente se supone, el alma surge en el momento de la fecundación, entonces ello implicaría que los hermanos gemelos tendrían una sola alma, pues ellos han sido fecundados una sola vez.

Pero, en todo caso, aun si se aceptare la existencia del alma, también se presentan algunos problemas respecto a la garantía que el alma ofrece como criterio para la identidad personal. Si se asume que el alma es el mejor criterio para saber que una persona en un dado momento sigue siendo la misma persona en un momento posterior, ¿cómo podríamos estar seguros de que, en efecto, el alma se ha mantenido en el mismo cuerpo y, por ende, sigue siendo la misma persona? Si el alma es, por definición, una sustancia inmaterial (y, por ende, imperceptible), ¿acaso no es posible que, al despertarnos en la mañana, nuestra alma ya no esté en el mismo cuerpo? Precisamente porque el alma no es perceptible, no podríamos saber si seguimos siendo nosotros mismos. Y, en la medida en que la apelación al alma no nos permite saber si seguiríamos siendo nosotros mismos, no es un buen criterio para la identidad personal.

1.2 El criterio en base a la mente

Frente a esta duda, es necesario apelar a otros criterios como base de la identidad personal. Si bien el alma no es satisfactoria como garante de la identidad personal, al menos la continuidad mental sí podría considerarse como garante de la identidad personal. Así, una persona podrá ser considerada la misma en dos determinados momentos, si y sólo si, conserva una continuidad mental. Obviamente, los contenidos mentales cambian a lo largo del tiempo, pero si una persona conserva una memoria de un momento pasado, entonces puede admitirse que la persona objeto de ese recuerdo es la misma. De esa manera, bajo este entendimiento, la memoria sería el criterio para la identidad personal.

John Locke pasa por ser el proponente más elocuente de este criterio{3}. Bajo su estima, si un príncipe un día despierta en el cuerpo de un zapatero, esa persona sería el príncipe, no el zapatero. Ciertamente, su aspecto exterior sería el del zapatero, y para sus amigos, él sería el zapatero. Pero, puesto que sus recuerdos son los de un príncipe, debe admitirse que esa persona sería el príncipe, cuestión que confirma que el criterio para la identidad personal no es el cuerpo, sino la mente (y, en particular, la memoria).

Bajo este entendimiento, aun si una persona (como, supongamos, el príncipe) repentinamente cambia de cuerpo (como, supongamos, el cuerpo del zapatero), mantendrá su identidad personal en la medida en que mantenga una continuidad mental, independientemente del cuerpo en el que se encuentre.

No obstante, esta postura no está exenta de problemas. Admitir a la memoria como criterio para la identidad personal acarrea algunas dificultades. En primer lugar, vale considerar las personas que han sufrido amnesia. Estas personas no tienen recuerdos de su vida. Pero, ¿ello implica que no son la misma persona? Presumiblemente, un enfermo de Alzheimer en su senectud no recordará nada de su juventud; bajo el criterio de la identidad personal en base a la memoria, el anciano no sería la misma persona que el joven. Sin embargo, esto resulta contraintuitivo. La intuición invita a pensar que, aun si ese anciano no recuerda nada de su juventud, sigue siendo la misma persona.

Por otra parte, una persona puede tener recuerdos falsos. Es sabido, por ejemplo, que muchas personas han creído ser Napoleón y recuerdan la batalla de Waterloo. ¿Son estas personas Napoleón? A simple vista, es fácilmente alegable que esas personas no son Napoleón, sino que sufren algún delirio que les hace creer que son Napoleón.

Pero, ¿cómo podemos constatar la diferencia entre el recuerdo y el delirio? Presumiblemente, sabemos que esas personas no son Napoleón, porque el emperador francés murió hace casi dos siglos, por ende, quien «recuerde» ser Napoleón en realidad está delirando. Pero, en la medida en que apelamos a la desaparición física de Napoleón para calificar de ‘delirante’ a quien recuerde hoy la batalla de Waterloo, apelamos al cuerpo como criterio de la identidad personal (la desaparición física implica que el cuerpo ya no existe), y no propiamente a la continuidad mental.

En todo caso, aun si se asumiere que, en efecto, quien recuerde ser Napoleón es la misma persona que el emperador francés, habría que enfrentar la dificultad de que, al mismo tiempo, varias personas recuerdan ser Napoleón, y a partir del principio transitivo de la identidad, estas personas tendrían que ser idénticas entre sí; pero de nuevo, esto resulta absurdo. De esa manera, el recuerdo de haber sido una persona no es criterio suficiente para postular una relación de identidad entre el recordante y el recordado.

Puede pensarse aún en otro caso, el cual coloca en entredicho la adecuación de la memoria como criterio para la identidad personal. El filósofo Derek Parfit ha dirigido su atención respecto a una tecnología imaginada en los filmes de ciencia ficción, Viaje a las estrellas, la cual arroja dudas sobre la eficiencia del criterio en base a la identidad personal{4}. En Viaje a las estrellas, se contempla la existencia del ‘teletransportador’, una máquina que, para facilitar los viajes a largas distancias, tiene dos cápsulas: una en el lugar de origen, y la otra en el lugar de destino. Un individuo entra en la cápsula de origen, y la información exhaustiva sobre su cuerpo y mente es enviada a la otra cápsula. El cuerpo que se introdujo en la cápsula es pulverizado. Pero, en base a la información enviada a la otra cápsula, surge de ella una persona cualitativamente idéntica a la que entró en la cápsula de origen. Al salir de la cápsula de destino, esta persona obviamente no tiene el cuerpo numéricamente idéntico que quien entró en la cápsula de origen, pero sí tiene un cuerpo cualitativamente idéntico y, además, tiene los mismos contenidos mentales, al punto de que quien salió de la cápsula reconoce ser el mismo que quien entró. Parfit se pregunta: ¿habrá sido la misma persona?; ¿habrá viajado la persona de un lugar a otro, o habrá entrado una persona en una cápsula, y habrá salido de la cápsula otra persona (lo cual, valga agregar, habría sido una forma de suicidio, en tanto la primera persona habría muerto).

En base al criterio de Locke, sí sería la misma persona. Los mismos creadores de Viaje a las estrellas comparten esta opinión: la máquina en cuestión sirve para viajar, no para asesinar a una persona y crear a otra. Pero, Parfit invita a pensar en un escenario más complejo: la cápsula de destino elabora una réplica de quien entró en la cápsula de origen, pero por algún desperfecto, no elimina a quien entró en la cápsula de origen. Bajo este escenario, habría, no una, sino dos personas: aquella que entró a la cápsula de origen, y aquella que salió de la cápsula de destino. La persona que entró en la cápsula de origen no podría ser numéricamente idéntica a la persona que salió de la cápsula de destino, pues es obvio que ambas existen por separado, aún si sus cuerpos son cualitativamente idénticos y sus contenidos mentales son los mismos.

El hecho de que existe la posibilidad de que una réplica no sea numéricamente idéntica a la persona original parece suficiente demostración de que el criterio de la identidad personal no es psicológico, pues en efecto, dos personas pueden mantener una relación de identidad cualitativa (en tanto tendrían cuerpos y mentes idénticos, pero separados), y aún así no mantener una relación de identidad numérica.

1.3 El criterio en base al cuerpo

Frente a las dificultades del criterio en base al alma y en base a la mente, parece quedar aquel más atractivo al sentido común: el cuerpo. Así, una persona seguirá siendo la misma en la medida en que el cuerpo que la constituye siga también siendo el mismo. A diferencia del criterio en base al alma, podemos verificar la persistencia del cuerpo, lo suficiente como para saber si una persona en un determinado momento sigue siendo la misma en otro momento determinado. Y, a diferencia del criterio en base a la mente, el cuerpo asegura una continuidad espacial y temporal, lo suficiente como para evitar las complicaciones que surgen al contemplar casos como el del teletransportador.

No obstante, el criterio de identidad en base al cuerpo no está enteramente exento de dificultades. Bajo la recomendación del filósofo Sydney Shoemaker, imaginemos un caso en el que dos individuos sufren un severo accidente: individuo A conserva su cerebro íntegramente, pero su cuerpo queda dañado; individuo B conserva su cuerpo en buen estado, pero su cerebro queda dañado{5}. Gracias a algún avance tecnológico, los médicos logran incorporar el cerebro de A en el cuerpo de B. Así, esta persona tendría el cuerpo de B, pero los recuerdos y los contenidos mentales de A, en tanto asumimos que la mente se aloja en el cerebro. ¿Quién sería esta persona?

Si nos adherimos a un criterio de la identidad personal en base al cuerpo, esta persona sería B. Pero, el hecho de que esta persona conserva los contenidos mentales de A, nos inclina a pensar que esta persona no sería propiamente B con el cerebro de A, sino que sería más bien A con el cuerpo de B. A partir de esto, ameritaría elaborar una modificación respecto al criterio de la identidad personal: el cuerpo no sería propiamente el criterio para la identidad personal, sino el cerebro. Pues, una persona puede cambiar de cuerpo, pero si conserva el cerebro, seguiría siendo la misma.

Pero, la apelación al cerebro como criterio para la identidad personal suscita aún otros problemas. Derek Parfit ha planteado otro escenario imaginario como ilustración de las dificultades acarreadas por una apelación al criterio en base al cerebro{6}. Es sabido que el cerebro está constituido por dos hemisferios y que una persona puede sobrevivir con apenas uno de los dos hemisferios. Supongamos que, gracias a alguna tecnología, se propicia una fisión del cerebro de una persona; ambos hemisferios del cerebro son separados y trasplantados a dos cuerpos distintos. Así, un cuerpo tendría el hemisferio izquierdo del cerebro, y el otro cuerpo tendría el hemisferio derecho del cerebro. Si la persona original tenía el cerebro íntegro, ¿quién será esa persona ahora?, ¿aquella persona con el hemisferio izquierdo, aquella persona con el hemisferio derecho, ambas, o ninguna?

Obviamente, la persona original no puede ser ambas, pues eso implicaría que la persona original es idéntica a la persona con el hemisferio izquierdo del cerebro, a la vez que es idéntica a la persona con el hemisferio derecho del cerebro. Por el principio transitivo de la identidad, la persona con el hemisferio izquierdo del cerebro tendría que ser idéntica a la persona con el hemisferio derecho del cerebro, pero sabemos que eso es falso, pues ambas personas existen por separado. Por ende, podemos concluir que es falso que ambas personas sean idénticas a la persona original.

Tampoco parece viable aceptar que la persona original sea sólo una de las personas con un solo hemisferio (sea el derecho o el izquierdo), pues sería arbitrario aceptar que la persona original sea idéntica sólo a la persona con el hemisferio izquierdo y no a la persona con el hemisferio derecho, o viceversa.

Así, la única alternativa disponible parece ser aceptar que la persona original dejaría de existir, y que surgirían dos personas nuevas, cada una con un hemisferio del cerebro. Pero, esto obligaría a admitir que, cuando una persona ha perdido algún hemisferio de su cerebro, deja de existir y surge una nueva persona. Esto, lo mismo que los casos anteriores, resulta contraintuitivo. Puesto que ninguna de las tres alternativas resultan viables, hay espacio para cuestionar la eficacia del cerebro como garante de la continuidad de la identidad personal. Y, si el cerebro no es el mejor criterio para la identidad personal, entonces habría que reconsiderar los otros criterios.

2. ¿Cómo se conserva la identidad corporal?

En función de esto, conviene admitir que cualquiera de los tres criterios de identidad presenta dificultades. Si bien el criterio en base al cuerpo resulta el más atractivo al sentido común, no está exento de problemas. Pero, por ahora, hagamos caso omiso a las objeciones al criterio de identidad personal en base al cuerpo y asumamos que, en efecto, una persona en un determinado momento sigue siendo la misma en otro momento determinado, si y sólo si, conserva el mismo cuerpo.

Ahora bien, el cuerpo es, por definición, una sustancia material. Si bien el criterio en base al cuerpo no necesariamente niega la existencia del alma inmaterial como sustancia, sí asume que el criterio de identidad personal es material, y que por ende, una persona es fundamentalmente una entidad material. Pero, surge entonces otro problema: ¿cómo pueden las entidades materiales conservar su entidad? Sabemos que los entes materiales sufren transformaciones pero, con todo, asumimos que retienen su identidad numérica. El cuerpo no es excepción: basta pensar en la enorme cantidad de transformaciones que nuestro cuerpo sufre. Aun con estas transformaciones, ¿cómo puede seguir siendo el mismo cuerpo?

Esta pregunta y sus posibles respuestas se ilustran acordemente con un antiguo problema, el ‘problema del barco de Teseo’{7}. Según una antigua leyenda recapitulada por Plutarco, los atenienses conservaron el barco de Teseo. Pero, eventualmente, los atenienses fueron reemplazando algunas de las partes del barco de Teseo gradualmente. Así, un año reemplazaron el mástil por otro mástil, otro año la proa por otra proa, otro año la popa por otra popa, y así sucesivamente. Llegó un momento, no obstante, en que todas las piezas originales fueron reemplazadas. En función de eso, los filósofos se han preguntado: ¿sigue siendo el mismo barco?

La pregunta puede ser fácilmente extendida al cuerpo humano: sabemos que, gracias al metabolismo, el cuerpo humano continuamente renueva los átomos que lo conforman, al punto de que la renovación completa de los átomos se completa en un periodo promedio de diez años. Si el cuerpo de Aristóteles a los cuarenta años de edad no está hecho de los mismos átomos que el cuerpo de Aristóteles a los diez años de edad, ¿sigue siendo su cuerpo el mismo?

A simple vista, el sentido común conduce a responder en afirmativo: el barco de Teseo, aun con todas sus piezas reemplazadas sigue siendo el mismo. Pero, ¿cómo? ¿En base a qué criterio podemos afirmar que un objeto material, aun con sus partes reemplazadas y, por ende, con otra materia, puede seguir siendo el mismo? Esta pregunta puede responderse en la medida en que se ilustra con algunas variantes hipotéticas de las transformaciones del barco de Teseo.

Podemos afirmar la identidad numérica del barco en la medida en que admitimos que la forma es tan o más importante que la materia en la identidad de los entes. Así, los cambios formales pueden alterar la identidad de un ente, aun si conserva la misma materia. Por ejemplo, una masa de arcilla conservará la misma materia que un plato hecho con esa masa, pero la masa no será numéricamente idéntica al plato, pues si bien conservan la misma materia, la masa tiene una forma, y el plato tiene otra forma. Así, la masa habrá dejado de existir, y el plato habrá comenzado a existir.

Lo mismo puede sostenerse en torno al barco de Teseo: si, por ejemplo, se conservan las mismas piezas, pero se modifica su organización para alterar la forma de barco y crear una forma de, por ejemplo, una torre, entonces aun con las mismas piezas, el barco de Teseo habrá dejado de existir para convertirse en una torre. Y, por supuesto, si se reemplazan las piezas, y se altera la forma, tampoco sería el mismo barco.

A la inversa, aun si no se mantiene la misma materia, en la medida en que se mantiene la misma forma, se conserva la identidad numérica. Así, aun si las piezas del barco de Teseo son reemplazadas, el barco conservará su identidad numérica siempre y cuando se conserve la misma forma de barco.

No obstante, esto conduce a otro problema: ¿todos los cambios de forma alteran la identidad numérica del barco, o sólo algunos? Supongamos que en el reemplazo de los remos, por ejemplo, los nuevos remos tienen una forma ligeramente distinta a los remos anteriores (supongamos, los nuevos remos son más largos, menos anchos, y tienen alguna decoración artística distinta). ¿Seguirá siendo el mismo barco de Teseo, aun con esos nuevos remos?

Intuitivamente, aceptamos que aun con unos remos de diferente materia y forma, el barco seguirá siendo el mismo. Pero, ¿qué ocurre si todas las piezas son reemplazadas por piezas con formas diferentes a la original? En ese caso, la intuición nos conduciría a rechazar que se trate del mismo barco. ¿Qué ocurre si todas las piezas, excepto una, son reemplazadas con formas diferentes a las originales? De nuevo, rechazaríamos que se trate del mismo barco.

El cúmulo de piezas reemplazadas con distinta forma propiciaría que el barco original deje de existir y surja un barco nuevo. Pero, ¿en qué momento preciso dejaría de existir? ¿Cuántas piezas reemplazadas con forma diferente son suficientes para legítimamente estar en presencia de un cúmulo suficiente para alterar la identidad? Esto plantea una paradoja de vieja data en la filosofía: la paradoja del montón, o ‘sorites’ (del griego ‘soros’, que significa ‘montón’), atribuida a Eubulides{8}. ¿En qué momento un montón de arena deja de serlo cuando se le van quitando los granos? Si se quita un grano, seguirá siendo un montón, pues un grano no parece hacer diferencia. Si se quita otro grano, seguirá siendo un montón, y así sucesivamente. Pero, de grano en grano, llegará un momento en que quedará sólo un grano, y por ende, ya habrá dejado de ser un montón de arena. Si, por ejemplo, se determina que, al remover 8562 granos, el montón dejó de existir, habría que preguntar por qué es esa cifra, y no 8563 u 8561 granos el determinante del montón, si precisamente, un grano no hace la diferencia entre ser un montón y no serlo. Y, si se aceptan 8561 granos, habría que preguntar lo mismo respecto a los 8560 granos, luego 8559, y así hasta 1.

En el caso del barco de Teseo, quizás se pueda señalar que los cambios en las formas no alteran la identidad del barco si esos cambios conservan la esencia del mismo. En otras palabras, siempre y cuando los cambios de forma sólo sean accidentales, pero no esenciales, el barco conservará la identidad numérica. Esto, no obstante, no hace más que retroceder un paso la cuestión, pues de nuevo regresamos a la paradoja, y nos vemos forzados a preguntar: ¿cuál es el límite entre la esencia y el accidente?, ¿cuándo un cambio deja de ser accidental, para pasar a ser esencial?

Por ahora, no trataremos de solucionar esta paradoja (si, acaso, tiene solución), pues no contamos con el espacio para ello. Asumamos que el reemplazo de una pieza con diferente forma no altera la identidad del barco de Teseo, pero la identidad sí se ve alterada con el reemplazo de muchas piezas con diferente forma (sin especificar, de nuevo, cuántas son ‘muchas’). Bajo este entendimiento, una persona sigue siendo la misma, aun si todos los átomos de su cuerpo han sido reemplazados, e incluso, aun si ha habido algunos cambios de forma, como por ejemplo, las transformaciones de la niñez a la adultez.

Con todo, la gradualidad del cambio parece ser otro criterio fundamental para conservar la identidad. Si, por ejemplo, todas las piezas del barco de Teseo son reemplazadas en un periodo de, digamos, diez minutos, entonces sería dudoso que el barco resultante siga siendo el mismo barco de Teseo. Pero, de nuevo, enfrentamos la paradoja sorites. Pues, ¿cuál debe ser el ritmo para que el cambio pueda considerarse gradual? ¿Una pieza al siglo, una pieza al año, una pieza al día? De nuevo, por ahora dejaremos de lado esta paradoja.

La apelación a la conservación de la forma (siempre y cuando el cambio sea gradual), entonces, ha parecido ser la respuesta más habitual al problema del barco de Teseo. Pero, en el siglo XVII, Thomas Hobbes propuso hacer el problema más complejo{9}: supongamos que, a medida que las piezas del barco de Teseo se van reemplazando, un marinero va recogiendo las antiguas piezas y las va almacenando. Y, a medida que las va almacenando, va ensamblando el barco en la misma forma que el barco de Teseo. Al final, cuando todas las piezas habrán sido reemplazadas, tendremos dos barcos: un barco con todas las piezas reemplazadas (por ahora, llamemos a este barco ‘A’), y un barco con las piezas originales (por ahora, llamemos a este barco ‘B’). ¿Cuál de los dos es el barco de Teseo?

Obviamente ambos no pueden ser el barco de Teseo, pues en virtud del principio transitivo de la identidad, A tendría que ser idéntico a B, pero sabemos que eso es falso. Hasta ahora, habíamos aceptado que el barco de Teseo sería A, pues aún sin la misma materia, el barco conserva la misma forma. Pero, ahora tenemos un barco que no sólo conserva la misma forma, sino que también está compuesto de la misma materia que el barco original. Si nos decidimos a aceptar, entonces, que B sería el barco de Teseo, entonces aceptaríamos que A no es el barco de Teseo, y entonces tendríamos que admitir que el reemplazo de las partes, aun si conserva la forma (como en el caso de A), sí altera la identidad.

Quizás pueda apelarse aún a otro criterio para salvaguardar la identidad de A como el barco de Teseo. Podría exigirse que, para que un objeto conserve su identidad a través de los cambios, se requiere de una continuidad espacio-temporal. Es decir, que un objeto en un determinado momento será el mismo en otro momento determinado si y sólo si, conserva su forma y, además, mantiene su existencia a lo largo del cambio; en otras palabras, no puede dejar de existir y volver a existir. El barco A sí mantiene una continuidad espacial y temporal a través de los cambios: si bien hubo un reemplazo total de las partes, el barco en cuestión nunca desapareció. Así, hubo una continuidad entre el barco de Teseo y el barco A, y por ende, son numéricamente idénticos.

El barco B, por su parte, no parece mantener esa continuidad espacial y temporal. Pues B surgió como producto de la disgregación de las partes del barco de Teseo, y de su posterior ensamblaje. Por ello, hay una interrupción entre el barco de Teseo y barco B, y esa interrupción impide que lo consideremos el mismo barco.

Si aceptamos la continuidad espacial y temporal como criterio de la identidad de los objetos, entonces habría que admitir que, si el barco de Teseo sufre una explosión y sus partes se disgregan, pero luego esas mismas partes son ensambladas en la misma forma, ya no sería el mismo barco, pues no existe continuidad espacial y temporal entre el barco original y el barco ensamblado.

No obstante, algunos ejemplos conducen nuestra intuición a considerar que un objeto sí puede sobrevivir el cambio de la desintegración y el ensamblaje posterior, y aún así conservar la identidad numérica, en vista de lo cual la continuidad espacial y temporal no parece ser una condición para la identidad.

Pensemos en un padre que compra una bicicleta que su hijo escogió en un almacén. Para poder transportar esa bicicleta, el padre debe desintegrar sus partes y guardarlas en una caja; al llegar a su casa, volverá a ensamblar las partes, y el niño montará la bicicleta. ¿Es la bicicleta que monta el niño la misma que él seleccionó? La intuición informa que sí. O, pensemos en un hombre que lleva su reloj a un relojero, y éste desintegra las partes del reloj para engrasarlas, y al cabo de un mes, ensambla de nuevo las partes en la misma forma como recibió el reloj. ¿Entregará el relojero el mismo reloj a su cliente? Sí.

Estos ejemplos conducen a pensar que la continuidad espacial y temporal no es necesaria para la conservación de la identidad. Tanto el reloj como la bicicleta dejaron de existir por un periodo de tiempo, pues sus partes se disgregaron. Pero, luego, sus partes se reintegraron en la misma forma, y en función de eso, sigue siendo el mismo ente.

Pero, otro ejemplo, formulado por el filósofo Peter van Inwagen, podría inclinarnos hacia otra conclusión{10}. Supongamos que un niño elabora una torre con unos tacos de juguete, pues desea mostrársela a su padre cuando regrese del trabajo. Pero, la madre, accidentalmente, derrumba la torre. Para consolar al niño, la madre construye la torre con los mismos tacos y exactamente en la misma forma. Cuando el padre llegue, ¿habrá visto la misma torre que el niño construyó?

La intuición nos inclina hacia una respuesta negativa, en vista de lo cual, la continuidad espacial y temporal sí es un criterio para la identidad de los objetos. Quizás, podría advertirse que, en este caso, lo determinante no es la continuidad espacial y temporal, sino más bien la causa eficiente de la torre: allí donde el niño es la causa eficiente de la primera torre, la madre es la causa eficiente de la segunda torre, y en vista de que tienen causas eficientes diferentes, no conservan la identidad numérica. Pero, en ese caso, entonces el reloj que recibió el relojero no es el mismo que él ensambló, pues la causa eficiente del primero habrá sido algún fabricante, mientras que la causa eficiente del segundo habrá sido el mismo relojero.

Más aún, supongamos que el niño derrumbó la torre, y luego él mismo la reconstruyó, de nuevo, con los mismos tacos y en la misma forma. ¿Será la misma torre? Nos inclinamos a pensar que no. Con todo, es difícil precisar la diferencia: ¿por qué el reloj desintegrado por el relojero sí conserva la identidad, pero la torre derrumbada por el niño no parece conservar la identidad? Frente a cualquier respuesta que se privilegie, debe admitirse que se trata de un asunto misterioso, y que las respuestas distan de ser definitivas.

3. ¿Existen las personas?

En vista de las dificultades para precisar cómo un objeto mantiene su identidad frente a los cambios a través del tiempo, queda la alternativa de postular que, a no ser que el objeto mantenga íntegramente todas sus partes, no sobrevive al cambio. En otras palabras, el mínimo cambio en los objetos ya implica un cambio en su identidad. Así, en el momento en que se reemplazó la primera pieza del barco de Teseo, éste dejó de existir, y surgió un nuevo barco. Esta postura, conocida como ‘esencialismo mereológico’, señala que la esencia de un ente está conformada por la totalidad de sus partes.

Si bien ha contado con algunos adherentes, esta postura resulta demasiado contraintuitiva. El antiguo aforismo atribuido a Heráclito, «nadie se baña en el mismo río dos veces»{11}, termina por implicar que, ante el menor cambio en la constitución de sus partes, los entes ya no son los mismos. Si, por ejemplo, un jarrón chino se ensucia con una partícula de polvo, ese jarrón chino dejaría de existir, y un nuevo jarrón chino comenzaría a existir. Si bien no logramos precisar exactamente cómo un objeto mantiene su identidad a través del tiempo, conservamos la intuición de que los entes sí pueden sobrevivir algunos cambios.

En el caso de la identidad personal, el esencialismo mereológico es aún más problemático. Pues, diariamente el cuerpo humano sufre transformaciones. Así, una persona, digamos, en la mañana, no sería la misma que otra persona en la tarde, a pesar de que entre el cuerpo de la mañana y el cuerpo de la tarde existe una relación de continuidad espacial y temporal. La noción de ‘persona’ implica que se trata de un agente con una continuidad a través del tiempo. Si no sobrevivimos los cambios, en tanto no tenemos continuidad a través del tiempo, no seríamos personas.

En otras palabras, bajo el esencialismo mereológico, las personas no existen. El concepto de ‘persona’ sería, entonces, una abstracción para aglutinar entes que, en realidad, no son idénticos entre sí. Esto, por supuesto, tiene serias implicaciones. Si las personas no existen, no parece haber posibilidad de articular coherentemente un sistema de responsabilidad ética, mucho menos el castigo. El castigo busca reprender a quien ha cometido una falta, pero si entre el momento de la falta y el momento del castigo media un tiempo, debemos aceptar que quien cometió la falta no es el mismo que quien recibe el castigo, presumiblemente porque durante ese tiempo hubo cambios que alteraron la identidad. Inclusive, ni siquiera parece viable la mera comunicación, pues el punto de vista enunciado hace, supongamos, cinco minutos, procedería de otra persona.

Aún con estas dificultades, no obstante, algunos filósofos han sostenido que el «yo» no existe. David Hume pasa por ser el más elocuente expositor de esta doctrina. A juicio de Hume, la persona «no es más que un aglomerado o colección de percepciones diferentes, las cuales se siguen una a otra con una rapidez inconcebible, y están en perpetuo flujo y movimiento»{12}. En opinión de Hume, los objetos están constituidos enteramente por sus partes. Así, no habría propiamente una distinción entre esencia y accidente, pues la identidad del ente es considerable en función de la totalidad de sus partes.

4. Modelos de resurrección

Para que la doctrina de la resurrección sea coherente, debe asumirse que las personas sí existen y prescindir del entendimiento de la mente como un mero conglomerado de percepciones. Si no existe una unidad entre las diferentes percepciones, entonces no habría una continuidad entre el fallecido y el resucitado. Vale recordar que para aceptar la doctrina de la resurrección, debe afirmarse la identidad numérica entre el resucitado y el fallecido. De manera tal que, si se acepta la teoría de Hume, no puede aceptarse la doctrina de la resurrección.

Pero, si se asume que las personas sí existen, aún es necesario evaluar de qué manera el resucitado puede ser la misma persona que el fallecido. En función de eso, corresponde considerar los diferentes modelos de resurrección, a fin de evaluar si se conserva la identidad personal de los resucitados.

4.1. La reconstitución

Según el entendimiento tradicional, para que, en efecto, el resucitado sea la misma persona que murió, debe haber una relación de identidad numérica respecto a la forma y materia entre el difunto y el resucitado. Esta postura, defendida ampliamente por los Padres de la Iglesia, señala que el cuerpo resucitado será el mismo con el cual la persona vivió{13}. Y, al señalar que será el mismo, se hace énfasis en que estará hecho de los mismos átomos. En otras palabras, los átomos que conformaron el cuerpo en vida habrán sido numéricamente idénticos a los átomos que conforman el cuerpo del resucitado.

A simple vista, resulta bastante implausible que los átomos del cuerpo original sean numéricamente idénticos a los átomos del cuerpo resucitado. Resulta bastante evidente a cualquier persona que, al morir, el cuerpo se desintegra y los átomos se dispersan. Pero, vale recordar que estaríamos frente a un milagro, y que se bien los átomos pueden dispersarse, Dios, en su omnipotencia, puede reconstituirlos. Con todo, los cristianos de los primeros siglos de nuestra era, consideraron prudente evitar la incineración y privilegiar la sepultura, pues estimaban que, de esa manera, el cuerpo podría mantenerse con mayor integridad y la dispersión de los átomos sería menor.

No obstante, no es del todo claro que, aun si hubiere una identidad numérica entre los átomos del cuerpo original y los átomos del cuerpo resucitado, persista una relación de identidad numérica entre ambos cuerpos. Pues según hemos visto, pareciera que, para que el cuerpo sea, en efecto, el mismo, debe haber una relación de continuidad espacial y temporal entre ambos. De manera tal que la identidad numérica de los átomos no es condición suficiente para que los cuerpos sean numéricamente idénticos. Por el contrario, una condición necesaria para la identidad numérica de los cuerpos sería la continuidad espacial y temporal entre ambos. Si los átomos del cuerpo se dispersan, el cuerpo en cuestión habrá cesado de existir. Y, cualquier cuerpo que se reconstituya, aún con los mismos átomos, ya no sería numéricamente idéntico al cuerpo original, pues no habría una relación de continuidad espacial y temporal. Vale recordar el ejemplo del niño que construye una torre con los tacos, y la madre que accidentalmente los derrumba.

Además, surge un problema derivado de las consideraciones sobre el barco de Teseo. Como el barco de Teseo, el cuerpo humano reemplaza sus partes, incluso más de una vez en vida. Ahora bien, si en la resurrección, Dios se propone reconstituir los átomos que conformaron el cuerpo original, Dios podría de hecho reconstituir varios cuerpos originales. Supongamos, por ejemplo, que en la resurrección Dios reconstituye los átomos que conformaron el cuerpo de Aristóteles a los diez años de edad. Pero, puesto que el cuerpo de Aristóteles a los cuarenta años de edad contaba con otros átomos, Dios también podría reconstituir ese cuerpo, y ése podría existir junto al cuerpo de Aristóteles a los diez años. Al final, habría dos cuerpos reconstituidos de Aristóteles: uno a los diez años de edad, otro a los cuarenta años de edad. ¿Cuál de los dos sería Aristóteles?

De nuevo, no podemos responder que ambos serían Aristóteles, en virtud del principio transitivo de la identidad. Tampoco podríamos seleccionar uno por encima del otro, pues el criterio sería arbitrario. La única alternativa que parece quedar es que ninguno de los dos sería Aristóteles y que, por ende, el cuerpo reconstituido no sería el mismo que el original.

Pero, aun si admitimos que el cuerpo reconstituido sería numéricamente idéntico al cuerpo original, todavía surgen otros problemas conceptuales. Un problema que preocupó especialmente a los primeros autores cristianos fue el canibalismo. Supongamos que un caníbal come a un cristiano. En la medida en que el cuerpo del cristiano sirve de comida al caníbal, los átomos que antaño conformaban el cuerpo del cristiano ahora han pasado a formar parte del cuerpo del caníbal. En otras palabras, el caníbal y el cristiano compartirían algunos átomos. Si, en la resurrección, Dios se dispone a reconstituir los cuerpos íntegramente con todos los átomos originales, ¿cómo puede hacerlo en el caso del caníbal y el cristiano si, precisamente, ambos comparten algunos átomos? Para reconstituir íntegramente al cristiano, tendría que dejar de reconstituir íntegramente al caníbal, y viceversa.

Esta preocupación no surge sólo con la consideración del canibalismo. Surge, de hecho, con cualquier cuerpo sometido a la descomposición. Pues, en base a nuestro conocimiento sobre el metabolismo, sabemos que las partículas que conforman los cadáveres eventualmente pueden llegar a conformar otros cuerpos. Al morir, el cuerpo es consumido por gusanos; un ave se come a esos gusanos; otro ser humano se come a ese ave. Al final, un ser humano habrá ingerido los átomos que antaño conformaban a otro ser humano. ¿Cómo, entonces, puede Dios reconstituirlos íntegramente? La apelación a la omnipotencia para resolver este problema no parece ser viable, pues vale recordar que la omnipotencia no atañe a lo lógicamente imposible. Y, si bien a simple vista, no estamos en presencia de una imposibilidad lógica, visto bajo un análisis más profundo sí lo es, pues dos cuerpos separados no pueden compartir en un mismo momento la misma materia. Si compartiesen la misma materia en el mismo momento, ya no serían dos cuerpos separados.

4.2. La réplica

Para quienes defienden el modelo en base a la reconstitución, el criterio de la identidad personal es la continuidad del cuerpo: en la medida en que el cuerpo resucitado debe ser numéricamente idéntico al cuerpo original, se admite que dos personas siguen siendo la misma, si y sólo si, conservan el mismo cuerpo. En otras palabras, para los defensores del modelo de la reconstitución, si el cuerpo original no es idéntico al cuerpo resucitado, no estaríamos en presencia de la misma persona, y por ende, el Juicio Final no sería verdaderamente justo.

Pero, en vista de las dificultades que surgen frente a la alternativa del cuerpo resucitado como reconstitución del cuerpo original, ha sido necesario plantear otras alternativas para salvaguardar la doctrina de la resurrección. Así, se ha planteado que, si bien no existe una identidad numérica entre el cuerpo resucitado y el cuerpo original, la identidad personal se conserva. En otras palabras, la persona que murió sigue siendo la misma que la persona resucitada, aún si su cuerpo es diferente. En función de eso, la resurrección no sería propiamente la reconstitución del cuerpo original, sino la construcción de una réplica que, con todo, conserva la identidad personal.

¿Cómo puede una réplica ser la misma persona? Si se admite que el cuerpo resucitado es apenas una réplica del cuerpo original, entonces, aparentemente, se está admitiendo que la persona resucitada es una réplica de la persona original, y no propiamente la misma persona; en otras palabras, el resucitado sería cualitativamente, pero no numéricamente, idéntico a la persona original.

Quienes promulgan el modelo de la resurrección como réplica intentan salvaguardar esta objeción señalando que el criterio para la identidad personal no es propiamente el cuerpo. Para los proponentes del modelo en base a la reconstitución, una persona en un momento es la misma persona en otro momento, si y sólo si, conservan el mismo cuerpo. Pero, para los proponentes del modelo en base a la réplica, una persona no necesita tener el mismo cuerpo para conservar su identidad. Una persona puede tener un cuerpo en un momento, y tener otro cuerpo en otro momento y, con todo, seguir siendo la misma persona.

Pero, si el cuerpo no es el criterio para la identidad personal, entonces, ¿cuál es el criterio? Hemos visto que hay dos alternativas: el alma y la mente. Y también hemos visto los problemas que estas alternativas presentan. Pero, en la medida en que se apela a la mente como criterio de la identidad personal, se estima que, aun si el cuerpo resucitado no es numéricamente idéntico al cuerpo original, el resucitado sí podría ser la misma persona. Pues, si el resucitado conservare los recuerdos de su vida y mantuviese los mismos contenidos mentales que tuvo antes de la resurrección, entonces sería la misma persona. De hecho, el filósofo John Hick ha propuesto que, aun si el resucitado fuere una réplica, podría seguir siendo la misma persona, si conservare una continuidad mental{14}.

Hick plantea dos escenarios como antesala para llegar a la conclusión de que una réplica sí podría ser la misma persona. Supongamos, propone Hick, que un individuo vive en Londres y, repentinamente, desparece. Pero, casi instantáneamente, en Nueva York aparece un individuo con un cuerpo cualitativamente idéntico, y con los mismos contenidos mentales de quien murió en Londres. ¿Aceptaríamos que el aparecido en Nueva York es la misma persona que quien desapareció en Londres? El sentido común informaría que sí.

Supongamos ahora que un individuo muere en Londres. Pero, algún tiempo después de su muerte, aparece en Nueva York un individuo con un cuerpo cualitativamente idéntico y con los mismos contenidos mentales de quien murió en Londres. ¿Aceptaríamos que el aparecido en Nueva York es la misma persona que quien desapareció en Londres? Hick supone que sí: aun con el cadáver en Londres, el aparecido en Nueva York sí sería la misma persona (obviamente no tendría el mismo cuerpo). Pues, al conservar los mismos contenidos mentales, o al menos, recordar su vida en Londres, estaríamos en presencia de la misma persona. Este ejemplo conduce a Hick a la conclusión de que, en la resurrección, aun si el cuerpo fuere una réplica, se conservaría la identidad personal. Pues, si el resucitado conserva los mismos contenidos mentales, o al menos alguna memoria de su vida, entonces sería la misma persona, independientemente de que no cuente con el mismo cuerpo, sino sólo una réplica. Así, aun sin necesidad de aceptar la existencia del alma, puede aceptarse que una persona sigue siendo la misma, aun sin conservar el mismo cuerpo.

En la medida en que Hick apela a la memoria y la continuidad mental como criterio para la identidad personal, enfrenta problemas similares a los planteados anteriormente frente a la teoría de Locke. ¿Qué ocurriría si un hombre de baja estatura, con un gran temple, pelo negro y mirada intensa, aparece hoy en París narrando con vívido detalle la batalla de Waterloo, sus aventuras en Egipto y su destierro en Santa Elena? ¿Sería ése Napoleón? Hick parece suponer que sí, aun si los restos mortales del emperador francés están en el panteón de Los Inválidos en París. Los psiquiatras opinarían distinto: es más viable pensar que este hombre tendría falsos recuerdos de haber sido Napoleón.

Además, Hick también debe enfrentar los mismos problemas que, según hemos visto, Parfit plantea en torno a la posibilidad del teletransportador. Si, en la resurrección, Dios puede elaborar una réplica de la persona original, entonces también puede elaborar múltiples réplicas de la persona original. Y, si esas múltiples réplicas existen, ¿cuál, entonces, sería la persona original? De nuevo, la alternativa parecería admitir que ninguna de esas réplicas sería la persona original.

Hick ha sido cuidadoso en señalar que, en los ejemplos por él provistos, para que la persona aparecida en Nueva York sea la misma que la de Londres, ésta tuvo que haber efectivamente desaparecido. Es decir, que si la persona de Londres no hubiera desaparecido, no podría considerarse la misma que la aparecida en Nueva York. En el caso de la resurrección, Hick plantea que, para propiciar la continuidad de la identidad personal, Dios se aseguraría de que la persona original desapareciera, de forma tal que mantuviera una relación de identidad numérica con la réplica, y además, que sólo existiera una sola réplica.

Pero, contrario a la opinión de Hick, el hecho de que existe la posibilidad de que la réplica no sea numéricamente idéntica a la persona original parece suficiente demostración de que el criterio de la identidad personal no es psicológico, pues en efecto, dos personas pueden mantener una relación de identidad cualitativa (en tanto tendrían cuerpos y mentes idénticos, pero separados), y aún así no mantener una relación de identidad numérica. Y, si el criterio psicológico para la identidad personal no es el más adecuado, entonces el modelo de la resurrección en base a la réplica resulta insatisfactorio, pues habría de admitirse que, así como la persona que entra en la cápsula de origen del teletransportador no es la misma persona que sale de la cápsula de destino, la persona resucitada no es la misma que la persona fallecida.

5. Una alternativa heterodoxa

No hay, pues, respuestas concluyentes frente a los problemas que se presentan a la doctrina de la resurrección. Si no se ha podido responder satisfactoriamente a las objeciones que se presentan a la doctrina de la resurrección en cuanto a la conservación de la identidad personal, entonces habrá que admitir que, en efecto, la resurrección es imposible.

Pero, quedan aún otra alternativa. En fechas recientes, el filósofo Peter van Inwagen ha ofrecido una alternativa para salvaguardar la doctrina de la resurrección, postulando un escenario sobre cómo sería posible que la persona resucitada sea la misma que la persona fallecida{15}. Vale destacar que Van Inwagen pretende que los escenarios que él postula sea verdadero, sino sólo posible. En otras palabras, su escenarios pretende ser sólo un intento de refutación del alegato según el cual la resurrección es imposible.

Hemos visto que Van Inwagen ha propuesto ejemplos en los cuales el modelo de la resurrección en base a la reconstitución no es aceptable. Asimismo, Van Inwagen destaca por ser un filósofo materialista, en el sentido de que cree que las personas están constituidas exclusivamente por una sustancia material (el cuerpo), y no acepta la existencia del alma como sustancia inmaterial. En este sentido, Van Inwagen también rechaza el modelo de la resurrección en base a la réplica.

Pero, Van Inwagen es cristiano. Así, para salvaguardar la doctrina de la resurrección, Van Inwagen debe pensar en un escenario en el cual el cuerpo resucitado sea numéricamente idéntico al cuerpo del fallecido. Para ello, ofrece el siguiente escenario: al momento de morir, Dios reemplaza a nuestro cuerpo con una réplica, y esta réplica es sometida a la descomposición. De esa manera, los cuerpos enterrados, incinerados y descompuestos no serían propiamente los cuerpos de los difuntos, sino réplicas creadas por Dios. En el entretiempo, Dios se lleva el cuerpo original y lo conserva hasta el momento de la resurrección. Así, cuando llega la resurrección, el cuerpo restituido es el mismo cuerpo que el original. Y, en tanto el cuerpo original no sufrió descomposición, pues fue conservado por Dios cuando lo sustituyó con la réplica en el momento de la muerte, se evade el problema del reciclaje de la materia, pues los átomos de este cuerpo (a diferencia de los átomos que constituyen la réplica) no pasan a ser átomos de otros cuerpos.

Con este escenario, Van Inwagen también evita el problema de la interrupción de la continuidad espacial y temporal del cuerpo. Pues, el cuerpo resucitado nunca habría dejado de existir; antes bien, habría sido tomado por Dios y conservado hasta el momento de la resurrección.

Van Inwagen no aclara si, entre el momento de la desaparición del cuerpo y el momento de la resurrección, la conciencia se mantiene. Y, tampoco dedica mucha atención al problema respecto al estado del cuerpo resucitado: si el cuerpo resucitado es el mismo que el cuerpo del fallecido, entonces, presumiblemente es un cuerpo imperfecto (pues, precisamente, las imperfecciones del cuerpo condujeron a la muerte), y propenso a generar malestar y sufrimiento entre los resucitados.

Puede asumirse, no obstante, que la omnipotencia divina propiciaría que, aun con un cuerpo imperfecto, las personas no sufran. O si no, también puede asumirse que, entre el momento de la muerte y el momento de la resurrección, Dios podría ir gradualmente mejorando el cuerpo imperfecto con un reemplazo de las partes. Como hemos visto, este cambio gradual no alteraría la identidad personal, siempre y cuando se mantenga la continuidad espacial y temporal, y se conserve la forma.

El modelo de Van Inwagen puede resultar heterodoxo frente al entendimiento tradicional de la resurrección, pero parece ser una alternativa viable para salvaguardar al menos la posibilidad de la resurrección. Esta posibilidad, no obstante, enfrenta el problema del engaño. Pues, Dios ofrecería todas las pistas para hacernos creer que el cuerpo que se descompone es el cuerpo original pero, con todo, en realidad es una réplica. Bajo este procedimiento, Dios estaría engañando, y esto iría contra su atributo de bondad.

Notas

{1} Platón, Fedón, Egebe, Madrid 2006

{2} René Descartes, Meditaciones metafísicas, Panamericana Editorial, 2003.

{3} John Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, Fondo de Cultura Económica, México 1999.

{4} Derek Parfit, Reasons and Persons, Oxford University Press, Oxford 1984.

{5} Sydney Shoemaker, Self-knowledge and Self-Identity, Cornell University Press 1963.

{6} Derek Parfit, Ob. Cit.

{7} Michael Clark, Paradoxes from A to Z, Routledge, Londres 2002.

{8} Richard Mark Sainsbury, Paradoxes. Cambridge University Press 1995.

{9} Thomas Hobbes, De Corpore, Karl Schuhmann, 1999.

{10} Peter van Inwagen, Material Beings, Cornell University Press, 1995.

{11} Heraclitus, Fragments, Penguin Books, Nueva York 2001, pág. 96.

{12} David Hume, A Treatise of Human Nature, Penguin Books, Nueva York 1985, pág. 300.

{13} Alister McGrath, Christian Theology: An Introduction, Blackwell, Oxford 2007, pág. 483.

{14} John Hick, Death and Eternal Life, Westminster John Knox Press, 1994, págs. 279 ss.

{15} Peter Van Inwagen, The Possibility of Resurrection and Other Essaysin Christian Apologetics, Boulder: Westview.

 

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