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El Catoblepas, número 102, agosto 2010
  El Catoblepasnúmero 102 • agosto 2010 • página 1
Artículos

El papel del arte
en el conjunto de la filosofía hegeliana

Daniel Miguel López Rodríguez

Se confronta el sistema idealista de Hegel (diagnosticado aquí como «espiritualismo exclusivo ascendente» y monismo metafísico mundanista) con el sistema del materialismo filosófico de don Gustavo Bueno (pluralismo materialista antimetafísico y antimonista)

Hegel, por Jacobo Schlesinger, Berlin 1831

Sumario
1. Idealismo y materialismo: el sistema de Hegel y el sistema de Bueno
2. El lugar del arte en el sistema de Hegel
3. La Estética de Hegel: una filosofía del arte idealista
4. La Idea de Belleza
5. Formas particulares del arte. 5.1 El arte simbólico. 5.2 El arte clásico. 5.3 El arte romántico
6. Sistema de las artes particulares. 6.1 Arquitectura. 6.2 Escultura. 6.3 Pintura. 6.4 Música (y excurso sobre la música académica en el siglo XX). 6.5 Poesía
7. La filosofía hegeliana, el mito de la cultura y la muerte del idealismo alemán.

«En una palabra, el arte crea intencionalmente imágenes apariencias destinadas a representar ideas, a mostrarnos la verdad bajo formas sensibles. Por eso tiene la virtud de agitar el alma en sus más intimas profundidades, de hacerle experimentar los puros goces que van unidos a la vista y contemplación de la belleza». G. W. F. Hegel, Estética.

1. Idealismo y materialismo: el sistema de Hegel y el sistema de Bueno

Creemos justificado empezar por analizar el sistema de Hegel en general y, a su vez, confrontarlo, como contrapunto dialéctico, con el sistema filosófico de Gustavo Bueno, fundador del llamado materialismo filosófico, filosofía implantada políticamente desde la Nación Política Española y postuladora de un materialismo pluralista (no monista ni corporeísta) junto con un ateísmo esencial total; filosofía de la que muchos «alumbrados» todavía no se quieren enterar, pese a sus cuarenta años de existencia y su plena actualidad. Ya lo dijo Kant, ser materialista implica impopularidad, ¡qué le vamos a hacer!

Así pues, empecemos a filosofar desde el materialismo filosófico español de Gustavo Bueno contra el espiritualismo exclusivo ascendente alemán de Federico Hegel, a través de un proceso crítico regresivo por «vía de trituración dialéctica». En este artículo afirmamos que el contra modelo por excelencia del materialismo filosófico es el espiritualismo exclusivo ascendente de Hegel: una especie de monismo y panlogismo teleológico (también conocido como espiritualismo o idealismo absoluto). En honor a la verdad, el sistema hegeliano es el más consecuente dentro de las concepciones idealistas; esto es, estamos ante el enemigo más respetable, y justo por ello el sistema hegeliano merece ser tratado y ser tenido en cuenta como una gran construcción metafísica, en el que muchas de sus ideas aún siguen funcionado. ¡Qué duda cabe de que Hegel es un titán y no un «perro muerto»!

Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831), uno de los más grandes filósofos sistemáticos de todos los tiempos, construye un sistema metafísico de altos vuelos. En él, vemos como la realidad (esto es, la Idea como Naturaleza y Espíritu) se construye en un desarrollo dialéctico en constante devenir, el cual culminará en el conocimiento absoluto que el Absoluto tiene de sí mismo. De este modo, como bien dice en la Filosofía del derecho, «todo lo real es racional y todo lo racional es real». Dicho de otro modo, la realidad pasa por distintas fases que desarrolla en su sistema filosófico: lógica («ciencia de la idea en sí»); filosofía de la naturaleza (mecánica, física, biología), el ser «fuera de sí» (alienación de Dios); y la filosofía del espíritu: espíritu subjetivo (antropología, fenomenología del espíritu y psicología), espíritu objetivo (derecho, moralidad, costumbreidad [familia, sociedad civil y Estado]), y espíritu absoluto (arte, religión, filosofía). En el espíritu absoluto se sustantifica el regreso de la idea hacia sí desde el ser fuera de sí, y esto supone la síntesis dialéctica final y superadora, el ser en sí y para sí.

Este desarrollo dialéctico, progresivo y ascendente arrastra fuertes connotaciones teológicas, y tiene una de sus fuentes, posiblemente, en Sabelio{1}. Sabelio era un hereje del siglo III el cual postulaba que las tres personas de la Santísima Trinidad no se daban de manera simultánea sino de manera sucesiva en el tiempo: primero la Edad del Padre, después la Edad del Hijo, y, por último, la Edad del Espíritu Santo. También tiene sus influencias en las profecías de Joaquín de Fiore (1135-1202). Joaquín de Fiore dijo algo similar al hablar de las tres edades, siendo la última la Edad del Espíritu, es decir, del Espíritu Santo. Luego el sistema hegeliano es una secularización del cristianismo (o de ciertas herejías cristianas, entre ellas la protestante), ya que su escatología no es sino una «racionalización» de la parusía{2}, el juicio final, pues «la Historia Universal es el juicio universal». El espíritu absoluto hegeliano es el reino de Dios en la tierra, es como la ciudad de Dios de San Agustín; por tanto es otra de las llamadas por Etienne Gilson «metamorfosis de la Ciudad de Dios», aunque, evidentemente, no es exactamente lo mismo, pero hay fuertes correspondencias con este tipo de doctrinas teológicas en proceso de secularización hacia el Reino de la Gracia en el que sólo existirán Dios y sus elegidos. Por eso, en cierta ocasión le preguntaron a Hegel: «¿Dios existe?», y respondió: «Todavía no. Existirá». Así, el Dios de Hegel no es el Deus Absconditus trascendente al mundo e irreductible a las criaturas, sino un Dios en devenir, un Dios haciéndose, in fieri, un Dios infecto, diríamos. Dios, por tanto, no es un terminus a quo sino un terminus ad quem; no aparece en el horizonte del pasado como un primum, sino en el horizonte del futuro como un summum. Se ha dicho que el cristianismo es un hegelianismo exotérico y el hegelianismo un cristianismo esotérico. El Dios de Hegel es el pensamiento del pensamiento, luego también cabe hablar de una secularización del Dios de Aristóteles, un Dios hacia el cual es imposible la religiosidad porque precisamente destruye la religiosidad al ser positivamente trascendente con respeto al mundo sublunar en el que viven los hombres, los animales y las plantas. Este pensamiento del pensamiento es el conocimiento absoluto que el espíritu tiene de sí mismo como identidad en la diferencia a través de la Historia Universal, es decir, a través de la dialéctica entre los distintos Estados que compiten por la hegemonía mundial, donde la guerra es la regla de todos los días para que el funcionamiento de la historia y del espíritu sea posible. La teleología hegeliana, sin perjuicio de sus fuertes hipostasis, es dialéctica, y por tanto polémica, no pánfila (ese bochornoso papel lo escribió el krausismo).

El Dios de Hegel no es, pues, un Dios trascendente, en sentido escolástico, es más bien un Dios inmanente, un Dios que se construye a través del despliegue de los distintos Estado y sus diferentes concepciones del arte, la religión y la filosofía. Dios, en el sistema hegeliano, es la propia actividad del mundo, la realidad interior del mundo, que se desarrolla en la naturaleza y en los distintos momentos del espíritu; el mundo es, pues, una epopeya teológica. La metafísica hegeliana es sublime porque lo infinito se realiza a través de lo finito, siendo al final lo finito completamente superado por el espíritu infinito, es decir, el espíritu absoluto, cuya razón es omniabarcadora: «Ser-en-sí-y-para-sí», y todo ello tras confrontar una fase de afirmación contra otra de negación y culminar en la negación de la negación.

Según esto, vemos que Hegel trata de postular en su sistema un panlogismo inmanente donde en la oscura noche del fin de la historia el espíritu será absoluto y todo lo real sera racional de un modo archimetafísico; he aquí una concatenación teleológica de orientación monista que desemboca en el pleno conocimiento que la realidad tiene de sí misma. «La vida del espíritu –dice Hegel- no es la vida que se asusta ante la muerte y se mantiene pura de la desolación, sino la que sabe afrontrarla y mantenerse en ella. El espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento»{3}. Y sobre Dios dice: «Si Dios no pudiera ser conocido, únicamente lo no divino, lo limitado, lo finito, quedaría al espíritu, como algo capaz de interesarle. Sin duda el Hombre ha de ocuparse necesariamente de lo finito; pero hay una necesidad superior, que es la de que el Hombre tenga un domingo en la vida, para elevarse sobre los quehaceres ordinarios, ocuparse de la verdad y traerla a la conciencia»{4}.

Así pues, aquí se consuma el proceso de «inversión teológica» iniciado en la llamada «modernidad» (sobre todo con Leibniz y Wolff); pues, al suprimirse la trascendencia, Dios no es aquello de lo que se habla sino desde donde se habla. Dios pasa ahora a ser «visto desde Dios» y no «visto desde el hombre» como afirmaba el antropologismo o el humanismo. Dicho de otro modo: Dios ya no se contempla desde el mundo material; «es el mundo material aquello que debe ser contemplado desde Dios»{5}. Así pues, para Hegel, Dios es el hombre (el sujeto), y esto supone una «racionalización» del dogma de la Unión Hipostática, de la Encarnación de la Segunda Persona en un hombre, en Jesús de Nazaret y del dogma de la Resurrección de la carne en el día del juicio final en forma de cuerpo glorioso, pues el espíritu objetivo es el cuerpo histórico y social en el que la humanidad se desenvuelve para desembocar en el océano sustancial del espíritu absoluto, a través del arte, la religión y la filosofía como saber supremo y genuino fin de la historia. «De este modo, la revolución copernicana, que desplazó a la Tierra de su posición privilegiada de centro del Mundo, fundamento de su unidad (en ella se produce la Encarnación del Verbo), encuentra en Hegel su más acabada contrapartida, la “contrarrevolución ptolemaica”. Hegel reexpone la verdad más profunda de la metafísica cristiana y la conduce hacia su propia destrucción, el ateísmo, precisamente por asumirla en su plenitud»{6}. Por eso la Tierra deja de ser el centro físico del Universo y pasa a ser el centro metafísico de la realidad. Sin embargo, la inversión teológica consumada por Hegel se interpretó no ya sólo como la reducción de Dios al hombre (el famoso homo homini deus est de Feuerbach), sino también como elevación del hombre a la condición de Dios (postulado más a fin a la «derecha hegeliana» ).

Como dice Gustavo Bueno, «en el desarrollo de las ideas modernas, la crítica a la Teología irá, si no ya negando a Dios en absoluto, sí identificándolo con el hombre, es decir, reduciendo el género de la res cogitans a una sola especie, la humana. Tal es la expresión más refinada del dualismo metafísico, la que formula Hegel en su oposición entre la Naturaleza y el Espíritu, y la que se abre camino, en la Antropología dominante de los siglos XIX y XX, mediante la distinción entre ciencias naturales y ciencias culturales»{7}.

En el sistema hegeliano la Ontología general es Ontología de la razón, que se estudia en la Lógica, pues en Hegel la ontología es lógica; por eso Hegel, decíamos, es panlogista, ya que su concepción de la realidad es egoiforme. Para Hegel la naturaleza es una «realidad negativa», algo así como el «No-Yo» de Fichte. En la naturaleza Dios está alienado, en la «otreidad» , en su estado de pura exterioridad. Esta concepción de la naturaleza es análoga a la neoplatónica (sistema que por otra parte, dentro del espiritualismo exclusivo, es opuesto al idealismo alemán, pues se trata de un espiritualismo exclusivo descendente). La materia era vista por los neoplatónicos como la degradación del ser, colindante con el no-ser, siendo tres veces superada: por el Alma, por la Inteligencia y por el Uno. En Hegel, la naturaleza (pura exterioridad, esto es, partes extra partes) es la condición previa de la existencia del espíritu, y lleva en sí la impronta del espíritu. La naturaleza representa, pues, la exterioridad en su pureza, la alienación de Dios. De modo que el espíritu representa la interioridad, la no alienación{8}. El espíritu lo anegará todo en una especie de plenitudo temporis donde realidad y racionalidad se complementarán, o mejor dicho, donde lo real será racional y lo racional real, es decir, el ser se identificará con el conocimiento y el conocimiento con el ser (tesis que supone una secularización del tomismo, pues en el tomismo se identificaba el Ipsum esse con el Ipsum intelligere eterna y simultáneamente, es decir, el orden de la realidad se acoplaba al orden de la razón, un panlogismo que se remonta hasta Parménides). Dicho en terminología del materialismo filosófico: en Hegel el Ego Trascendental (que sería el espíritu) se identifica con la materia ontológico-general (que sería la cosa-en-sí), es decir, (E = M). En su desarrollo el espíritu pasa de estar alienado en la naturaleza a ser conciencia, autoconciencia, razón y espíritu propiamente dicho: espíritu subjetivo, espíritu objetivo y el espíritu absoluto con la filosofía o el saber absoluto como gran colofón y macrofiesta metafísica donde «solamente lo absoluto es verdadero o solamente lo verdadero es absoluto»{9}. El espíritu no está dado in illo tempore, sino que parte desde la inmediatez del esto, aquí y ahora y se remonta dialécticamente hasta el saber absoluto, «y este movimiento es igualmente la actividad del conocer, la idea eterna que está-siendo en y para sí, que se actúa eternamente como espíritu absoluto, se engendra y se goza»{10}. De modo que, según Hegel, en el futuro nada de lo real será irracional, pues el espíritu absoluto agotará la realidad y todo será orden, perfección y armonía universal; lo cual, dicho sea de paso, supone tanto como postular el «fin de la historia» en el «mejor de los mundos posibles» . Es a esto lo que llamamos «espiritualismo exclusivo ascendente»{11}.

Qué duda cabe de que la filosofía hegeliana es pura y dura filosofía académica, pero en un sentido ontológico la filosofía hegeliana se nos presenta como filosofía mundana (un mundanismo), en el sentido de que niega cualquier trascendencia transmundana. Dicha filosofía es, se podría decir, «doméstica», pues no abre la vía de regressus hacia la materia ontológico-general{12}, que es materia trascendental (en sentido escolástico, positivo, por recurrencia), la cual supone el límite absoluto de todo regressus (la materia trascendental es, entonces, «todo lo que no es el resto: M1, M2, M3, E»){13}. El idealismo de Hegel es, pues, un idealismo ontológico-general, porque el ordo cognoscendi anegará al ordo essendi cuando el espíritu se desarrolle en sí y para sí plenamente; luego el espíritu absoluto es una vez plenamente realizado «la medida de todas las cosas»; por tanto, para Hegel si todo lo real es racional sería contradictorio decir que hay algo de lo real no es racional, que es desde lo que el materialismo filosófico llamamos materia ontológica general, la cual no puede ser manipulada operatoriamente, racionalmente, porque no es ya irracional, sino arracional, como es asonora, es decir, está en otro contexto. La afirmación de Hegel, que resume su sistema, «El Ser es la Nada», puede postularse así: «El ser, al margen del Ente (mundano, ontológico especial), no es nada» ; por eso hablamos de «mundanismo», tesis que sostiene que el mundo (el espíritu en su desarrollo dialéctico, en definitiva) agota el contenido de lo real. Si todo lo real es mundano, para Hegel es contradictoria la proposición que afirme que algo de lo real no es mundano, pero precisamente en la materialidad no mundana reside el contexto de la materia ontológico general, trascendental al Mundus asdpectabilis de los tres géneros de materialidad. Esta tesis, pues, hay que derribarla por su dogmatismo y acriticismo, pues la realidad no se puede conmensurar a escala espiritual (a escala humana, antrópica{14}); dicho de otro modo: la realidad (la materia ontológico-general) es infinita e inconmensurable, y ningún contenido categorial (mundano), por muy amplio que sea y se presente, puede reducir la realidad a su imagen y semejanza; por eso decimos que el idealismo absoluto se nos presenta como el contra modelo del materialismo filosófico, ambos son excluyentes, es decir, ambos son dos imperios filosóficos, como Alejandro y Darío, que no pueden convivir en la misma tierra bajo el mismo sol.

Mundanismo y monismo viene aquí a ser lo mismo; el monismo de Hegel es de cuño teleológico y ascendente, y por tanto un «monismo del orden»; pues la realidad supone el despliegue y desarrollo del espíritu hacia su etapa final, hacia su escatológico reino en el que todo será racional y nada irracional, es decir, hacia la macrofiesta del panlogismo metafísico. Con esto, Hegel se opone a la cosa en sí kantiana; la cual se corresponde, sin identificarse, con la materia ontológico-general. De modo que aquí hay una hipostatización del mundo, justo lo contrario del acosmismo de Spinoza, donde el mundo (la natura naturata) era un episodio de la Sustancia de infinitos atributos (la natura naturans), cosa que es criticada por Hegel pues para éste la sustancia es sujeto y en última instancia espíritu absoluto (con la realización del espíritu absoluto el idealismo hegeliano no será ya sólo un monismo del orden sino también de la sustancia). El acosmismo es la negación del mundanismo y del monismo, y es por ello una vía hacia el pluralismo, esto es, hacia el materialismo. Y no por ser mundanista deja Hegel de ser metafísico, precisamente es metafísico porque es mundanista. Hegel recae en la metafísica{15} (monismo mundanista o también mundanismo espiritualista absoluto) porque entiende el Ser como un «proceso universal» (como lo entendió Sabelio, San Agustín, Joaquín de Fiore y, poco más de un siglo después de la muerte de Hegel, Adolf Hitler con su delirio mitológico-secundario de la «diosa de la historia»).

El mundanismo hegeliano es el mundanismo más potente y sistemático de los mundanismos habidos en la tradición filosófica (al menos que yo sepa). Este mundanismo se cuece desde el espiritualismo exclusivo ascendente, un espiritualismo (de la sustancia) en el que existe una conspiración de todos los componentes materiales de la naturaleza «hacia la actualización del Espíritu, del Sujeto, que es, a su vez, la Sustancia, el primer analogado de la Realidad en el sentido ontológico-general»{16}. Lo que el materialismo filosófico pretende con la Idea de materia ontológico-general y todo su contundente y triturador armazón dialéctico es destruir la Idea de unidad cósmica, la unidad del Ser, la armonía universal y la autodeterminación de la realidad; pues en el Ser (en la materia), de acuerdo con el principio de symploké, no todo está conectado con todo, y por eso no todo es racional ni puede llegar a serlo. De modo que el cosmos es sólo una Idea mítica.

2. El lugar del arte en el sistema de Hegel

Puede decirse que la Estética de Hegel consagra la posibilidad de una filosofía del arte; esto es, en la Estética Hegel trata al arte filosóficamente, lo estudia con Ideas filosóficas, a través de la dialéctica. Dentro de su poderoso pero metafísico sistema, Hegel coloca al arte entre las esferas del «espíritu absoluto»; sin embargo, el arte es colocado en el escalón más bajo, quedando rebasado por la religión y la filosofía, y por tanto queda como algo superado, como cosa del pasado: «En nuestros tiempos, el pensamiento ha superado a las bellas artes […] En tales circunstancias, el arte con su elevado destino, es algo que ha pasado; ha perdido para nosotros la verdad y la vida […] La ciencia del arte, en una época semejante, es bastante más necesaria que en los tiempos en que el arte tenía el privilegio de satisfacer plenamente las inteligencias. Hoy parece invitar a la filosofía a ocuparse de él no para que le reduzca a su objeto, sino para que estudie sus leyes y ahonde en su naturaleza»{17}. Es decir, la Estética no es una obra de arte, sino una filosofía del arte; si el arte pasa a ser interpretado científica o filosóficamente deja de ser arte, es decir, hablar de arte no es hacer arte (lo mismo que hablar de deportes no es hacer deporte). Luego la filosofía del arte trasciende al arte, y se sitúa en un puesto más elevado dentro de la jerarquía espiritualista hegeliana. Aquí el arte es cronológicamente anterior a la filosofía del arte, pero la filosofía del arte es lógica y ontológicamente superior al arte, y en su emergencia confirma al arte, esto es, lo entiende e intelige y lo reduce a sus categorías diagnosticándolo como Idea, o, mejor dicho, como manifestación sensible de la Idea.

Con la realización de la filosofía, después del preámbulo de la religión (sobre todo de la religión protestante), muere el arte: he aquí lo que podríamos llamar la iconoclastia hegeliana. La iconoclastia consiste en destruir las imágenes (en especial las religiosas), y esta destrucción está a favor del espíritu, conclusión al fin y al cabo coherente dentro del área de difusión protestante, es decir, del Lebesraum protestante, del Volkgeist protestante, donde el mito de la cultura juega un papel fundamental (aunque, eso sí, la desacralización del arte postulada por Hegel no es una desacralización, digamos, religiosa, sino más bien racionalista, pues el arte en los refinamientos del espíritu absoluto, una vez realizada la filosofía, ya no tiene nada nuevo que aportar y con él no se puede descubrir y conquistar la verdad de la Idea absoluta). El arte es, pues, sólo la antesala de la religión, siendo ésta a su vez superada por la filosofía omnisciente que sólo se realiza plena y racionalmente cuando la lechuza de Minerva emprende su vuelo al atardecer. Dicho en otros términos: el imperio de la filosofía está en el porvenir donde todo lo real será Espíritu Absoluto y donde todo el mal de la Historia Universal quedará justificado, como intentó explicar Leibniz en su Teodicea, pero ahora se justifica la Historia Universal con un armazón terminológico y dialéctico más sofisticado estando ya la ciencia moderna en marcha. La filosofía se identifica con la ciencia y «aparece como un conocer subjetivo cuyo fin es la libertad y el conocer mismo es el camino para producírsela»{18}. Luego podríamos decir que la filosofía como colofón del espíritu absoluto es ni más ni menos que el Apocalipsis. Apocalipsis es una voz griega que significa «la revelación de los secretos de Dios», esto es, cuando todo lo real sea racional los secretos de Dios, difuminados a lo largo de la Historia Universal, serán revelados, es decir, conocidos. Hegel está, pues, inmerso en una «implantación gnóstica de la filosofía» , filosofía que llega a conocer los pensamientos de Dios (implantación que será «puesta del revés» por Marx dándole un sentido político y militante).

El absoluto se manifiesta en el arte como belleza; en la religión se revela como Dios; en la filosofía, por último, se concibe como Idea, por eso es coronada como el saber absoluto y no simple amor al saber. La filosofía, y en concreto la filosofía del espiritualismo exclusivo ascendente de la fenomenología del espíritu, es la cúspide de la Historia Universal, el momento en que la realidad se conoce íntegramente a sí misma. Esta tesis es puramente anti-romántica, pues el arte no sólo ha perdido el primer lugar para hallar la libertad, sino que ha quedado en tercer lugar rebasado por la religión y rebasado doblemente por la sabia filosofía. Hegel, pues, terminó la historia soberbiamente en 1807 al finalizar su obra magna: la Fenomenología del espíritu… aquello tuvo que ser un espectáculo{19}. Precisamente en ese justo momento, y no en otro, las tropas de Napoleón y el propio Napoleón cabalgando a caballo, con el título no ya de Emperador francés (que harto tenía con serlo), sino con el de «espíritu del mundo» , tomaban Jena, siendo el momento en el que los ideales de la Revolución francesa (la Gran Revolución, también llamada «Revolución burguesa») se extienden por Alemania{20}. La era burguesa se ceñía sobre Europa. Como dijo Marx, si los franceses hicieron la Revolución burguesa, los alemanes la pensaron; es decir, si Napoleón se encargaba junto con sus tropas de expandir la revolución conquistando Europa, Hegel escribía la Fenomenología de espíritu. Uno lo hacía con las armas, el otro con letras. Aunque, eso sí, son las armas y no las letras las que, en última instancia, hacen la revolución.

Como se ha dicho, lo importante de la filosofía del arte hegeliana es la Idea de belleza, «el vasto imperio de lo bello» . Para Hegel lo bello es la manifestación sensible de la Idea. Así, «el arte ha de moverse precisamente en el elemento sensible, manifestar el espíritu en una esfera donde, como en la naturaleza, el placer en sí, la satisfacción interior sigue siendo el modo de expresión fundamental»{21}. A pesar de su atractivo, esta filosofía del arte recae en una metafísica de lo bello, es decir, en hipostasiar la Idea de belleza, en otorgarle una realidad sublime y altamente idealista, sin perjuicio de que la belleza sólo puede manifestarse en lo sensible y de que queda trascendida por la fe y la razón. A pesar de estar instalado en la esfera del espíritu absoluto, el arte sigue anclado a lo material, siendo el preámbulo del éxtasis del espíritu, ya en forma religiosa ya en forma filosófica.

3. La Estética de Hegel: una filosofía del arte idealista

Para Hegel la palabra «estética» (que deriva del griego αἴσθησις), que significa «ciencia de la sensación o del sentimiento», no es acertada para referirla a la filosofía del arte. Esta confusión se debe a un discípulo de Christian Wolf: Alexander Gottlieb Baumgarten. Baumgartem fue el padre de la estética, llamada así porque por entonces se tenía la noción de que la belleza y las bellas artes eran concebidas desde el sentimiento que producían, por eso Baumgartem llamó a la estética «gnoseología inferior» en su Aesthetica de 1750 . Hegel habla de «estética» porque dicha palabra se consagró, pero su tarea fue toda una filosofía del arte, no una ciencia de la sensación; y así redujo, dada sus premisas idealistas, la estética a filosofía del arte. Hay que decir que el campo de la estética es más amplio que el de la filosofía del arte, la cual se ocupa de las Ideas que brotan de la función artística, ya que la filosofía es una actividad de segunda grado.

Según nuestro autor, la belleza artística es ontológicamente superior a la belleza natural; el motivo está en que la belleza artística ha salido del espíritu y ha sido engendrada dos veces. Lo bello se hace verdad cuando ha concursado en el seno del espíritu. La belleza se realiza por emergencia a través de la creación del espíritu. La belleza natural es, pues, una sombra de la belleza del espíritu, la única belleza que puede producir el arte.

Desde las primeras páginas podemos apreciar como el dualismo metafísico hegeliano de naturaleza/espíritu está funcionando a toda máquina. La naturaleza es el «reino» de la «otreidad», de la necesidad y de la regularidad, esto es, por decirlo de algún modo, de la homogeneidad nomotética («en la naturaleza nada hay nuevo bajo el sol»). El «reino» del espíritu, en cambio, es creado por el hombre, y es el reino de la libertad, de la arbitrariedad y la irregularidad, esto es, de la heterogeneidad ideográfica; sólo en la dimensión del espíritu surge algo nuevo, por eso el espectáculo de la naturaleza produce hastío.

En la historia de los pueblos{22} las obras de arte se manifiestan como el adalid de los «pensamientos más íntimos y sus más fecundas intuiciones»{23}. Las obras de arte nos acercan a la estructura religiosa de los pueblos y a sus distintas instituciones, es decir, nos acercan a su cultura. A través de las obras de artes podemos reconstruir la Weltangschauung de un pueblo.

La función del arte es intuida por Hegel de una forma archimetafísica, pues es vista como una separación de las rudezas e imperfecciones de este mundo (el mundo de la naturaleza) para elevar esas formas hacia la pureza del espíritu, encerrando así la realidad y la verdad. «He aquí por qué las creaciones del arte son superiores a las producciones de la naturaleza. Ninguna existencia real expresa lo ideal como lo hace el arte»{24}. Por eso el arte es diagnosticado jerárquicamente como más verdadero que la naturaleza, incluso más verdadero que la historia. El espíritu se desenvuelve mejor en la esfera del arte que en «la dura corteza de la naturaleza y de la vida común»{25}. Esta tesis es una «vuelta del revés» de la filosofía del arte de Platón, en la cual se colocaba al arte en un plano inferior que al de los cuerpos (πἱστις), pues pertenece al plano de las sombras. Para Platón el arte es la sombra de una sombra, la apariencia de una apariencia (la είκασἱα). Para Hegel, en cambio, el arte es la apariencia sensible de la Idea, luego aquí el arte está por encima de los cuerpos, por encima de la πἱστις. Si Platón degrada el arte y lo coloca por debajo de la naturaleza, esto es, como apariencia falaz, Hegel lo ensalza hacia la apariencia veraz de la Idea, y sólo así puede existir la verdadera belleza, la que expresa la belleza del espíritu{26}.

Sin embargo, el arte no es lo más elevado en la dimensión del espíritu, porque es superado por la religión y la filosofía. El arte, por tanto, sigue anclado en lo sensible, y por eso es ya, dice Hegel, algo pasado, algo que no puede expresar la auténtica verdad del espíritu, el cual en su realización absoluta está posicionado en la apoteosis de la racionalidad, en el conocimiento que la realidad hace de sí misma por mediación del espíritu humano y de la «astucia de la razón» en la Historia Universal: la historia del los Estados, de las obras de artes, de las religiones y de los sistemas filosóficos. Para Hegel la filosofía es inseparable de la ciencia, porque no considera «las cosas de un modo externo y superficial, sino en sus caracteres esenciales necesarios»{27}. La intención de Hegel fue elevar la filosofía al plano de la ciencia, o al menos a que se aproximase a la forma de la ciencia.

El principio del arte es situado por Hegel en la virtud que tiene el hombre de pensar, de tener autoconciencia, de existir en sí y para sí. Dicha conciencia de sí sólo es posible mediante la teoría y la práctica, esto es, la ciencia y la acción. El hombre no se complace con imitar, sino con crear. La misión del arte no es representar la forma externa de las cosas que hay en la naturaleza, sino en expresar la interioridad viva del espíritu, en los sentimientos y pasiones del alma («nada grande se ha hecho sin pasión» ). «El arte –dice Hegel– no es más que un eco, una lengua armoniosa; es un espejo vivo en que vienen a reflejarse todos los sentimientos y todas las pasiones»{28}.

También el arte ha sido visto como útil para el perfeccionamiento moral. El arte depura las costumbres endulzando las pasiones humanas. El arte es visto como un motor que impulsa a las pasiones humanas hacia el orden superior de la contemplación y de la reflexión. El arte ha sido el motor de la civilización, la faena por la cual los pueblos han llegado a civilizarse (como mero auxiliar de la religión, eso sí). El artes es, pues, «el primer maestro de los pueblos». Por el arte se educan los pueblos para comprender la verdad, y es una especie de trampolín hacia el saber absoluto o el mismo saber absoluto. Esta concepción del arte, la del romanticismo, es duramente criticada por Hegel, pues el resultado moral del arte no es lo mismo que el objetivo del arte. Arte, moral y religión tiene múltiples intersecciones, pero han de ponerse en correspondencia y no en identidad. El arte no se dirige hacia el sentido moral, sino al sentido de lo bello. Si el arte se reduce a la moralidad queda concluido, por eso el divino Platón desterró a los poetas de su utópica república (como también los desterró por plasmar la sombra de una sombra, por manifestar apariencias falaces). La moral y el arte coinciden en armonizar el bien y la belleza, pero en la moral dicho fin jamás llega a consumarse. En cambio, el arte «ofrece en una imagen visible la armonía realizada de los dos términos de la existencia, de la ley de los seres y de su manifestación, de la esencia y de la forma, del bien y de la felicidad»{29}. El problema del arte difiere entonces del problema moral. «El bien, es el acuerdo buscado; lo bello, la armonía realizada»{30}. El arte consiste en revelar la belleza, en constatar la armonía, para que así en nuestro espíritu surja la pureza y la tranquilidad.

De la revelación de la belleza a través del arte que postula Hegel se podría decir que el arte, al menos psicológicamente, es aquello que nos complace plenamente, aquello que nos sumerge en los estados elevados y refinados del espíritu; el estado del sentimiento artístico supera los estados de pensamientos ordinarios, de pensamientos cotidianos llenos de hastío, los cuales son como huellas mentales que impiden salidas laterales hacia la lucidez y el talento. El arte hace que despertemos y dejemos de pensar en las musarañas. El arte hace que vivamos, por decirlo con palabras de Spinoza, en lo eterno (sub specie aeternitatis). Pero, como dijo el propio Spinoza concluyendo su Ética, «todo lo excelso es tan difícil como raro».

4. La Idea de Belleza

Hegel piensa la Belleza como Idea, pero también como idea en forma particular, manifestada y realizada, lo cual sería el ideal, el ideal encarnado, por así decirlo. ¿Qué es para Hegel la Idea? «La Idea es el fondo, la esencia misma de toda existencia, el tipo, la unidad real y viva, de que los objetos visibles no son sino la realización exterior. Así la verdadera idea, la idea concreta, es la que reúne la totalidad de sus elementos desarrollados y manifestados por el conjunto de los seres. La idea, en una palabra, es un todo, la armónica unidad de ese conjunto universal que se desarrolla exteriormente en la naturaleza y en el mundo moral o del espíritu»{31}. Si la Idea es el fondo, es a su vez el todo que armoniza la unidad universal tanto del reino de la naturaleza como del reino del espíritu, y según Hegel esto es la verdad, «es la verdadera y absoluta realidad». Sin embargo, belleza y verdad no son la misma cosa. La verdad existe de manera «general y universal» y en la inmanencia de la Idea, esto es, en la coherente construcción de la Idea, podríamos decir; pero cuando la verdad penetra de forma inmediata sobre la apariencia sensible y en ella se manifiesta la Idea entonces surge la belleza. Sin la Idea no hay belleza en las formas sensibles. Desde la lógica y la abstracción la belleza es algo que no puede entenderse, es decir, la belleza no se deja apresar por la rigidez y la finitud de la lógica. La lógica sólo alcanza el aspecto finito de la belleza, que corresponde con «lo exclusivo y lo falso» ; pero lo bello en sí queda desligado de la finitud de la razón y se sumerge en la dimensión de lo infinito, en la casa de la libertad, el reino metafísico del espíritu, que es el ámbito de la idea y de su verdad. En la Ciencia de la lógica nuestro autor llega a decir que naturaleza y espíritu son dos formas de entender lo mismo: la Idea.

Al principio la belleza se manifiesta en la naturaleza, pero aquí la apariencia es falaz. Según el desarrollo y la graduación de los seres va la belleza manifestándose. El arreglo entre las partes de un mineral hace que éste adquiera belleza. En astronomía la belleza se contempla como regularidad, la regularidad de los movimientos de los astros entorno a sus órbitas. Ya en los seres orgánicos la unidad de la belleza se manifiesta de forma más real y verdadera. Sin embargo estos tipos de belleza no son conscientes de sí, y por tanto no son conscientes de la Idea de Belleza. La belleza sólo es tal para una conciencia que la contempla, para el espíritu que es sabio de la Idea de belleza, cuya apariencia en el mundo sensible es, contra lo que dice Platón, veraz. En la naturaleza la belleza se encuentra apresada por la materia, no es una belleza libre y para sí, se trata de una belleza alienada. Así pues, la belleza que se manifiesta en la naturaleza es imperfecta, a pesar de sus rasgos regulares, simétricos y armoniosos. La belleza no puede realizarse a satisfacción en la naturaleza por culpa de la finitud y de la consiguiente inconsciencia. Los animales y los hombres no puede realizar la Idea, por eso el espíritu abandona le región natural y se sumerge en la región del arte, donde puede desarrollarse libremente. Según Hegel, es el arte aquello que hace que el absoluto se nos ponga a línea de tiro, para disparar con la religión y acribillar con la filosofía; filosofía que supera dialécticamente el estatus ontológico del arte y la religión realizando plena y metafísicamente la misión del Dios de la «inversión teológica» en el mundo donde ya el espíritu absoluto es demasiado.

¿Cuál es la misión del arte? El arte «tiene por objeto hacer la forma, por la cual representa la idea semejante en toda su extensión a la vista, que es el asiento del alma y hace el espíritu visible»{32}. Es decir, el arte hace a la Idea visible, es por ello la manifestación sensible que da forma externa al espíritu, y es así como éste puede plasmarse con belleza sobre la materia. El arte sensibiliza la Idea, hace que la Idea se transforme en ideal, para que se exprese y manifieste fenoménicamente. La libertad es el ámbito del espíritu infinito (tesis idealista donde las haya). La libertad es la expresión del espíritu cuando éste se posee a sí mismo, pues el espíritu es real y verdaderamente libre cuando adquiere el conocimiento de la generalidad, ya que para Hegel la realidad es la propia expresión del espíritu hacia su verdadera esencia: la libertad (una esencia totalmente metafísica oscura y confusa a menos que se reinterprete como libertad para y libertad de o, lo que es lo mismo libertad positiva y libertad negativa respectivamente). Sin la libertad el espíritu es mezquino, es decir, está mezclado con lo finito y por tanto alienado, paralizándose así el desarrollo del espíritu. El espíritu, pues, sólo obra en libertad, y así es espíritu como tal. Pero «el arte bello es solamente un peldaño de la liberación, pero no la suprema liberación misma.-La verdadera objetividad que solamente reside en el elemento del pensamiento (en aquel elemento, a saber, en el que únicamente el espíritu puro es para el espíritu, es liberación y a la vez respeto) le falta también a la belleza sensible de la obra de arte, y más todavía a aquello sensible, exterior y feo»{33}. La función del arte está en hacer que lo que es real sea verdad, es decir, hacer que lo real manifieste el fondo de la Idea y plasme su verdadera naturaleza, pero sin que esto suponga la verdadera y excelsa liberación, cosa que corresponde a la filosofía del espíritu absoluto (supuesta liberación que se nos presenta como una implantación gnóstica de la filosofía, porque en el absoluto el espíritu se instala bajo la dirección de la razón pura). La forma exterior en la que se plasma la Idea tiene que armonizar con el alma; el alma se impregna en el ideal (en el ideal del arte) y contempla a una especie de mística «divinidad bienaventurada». Pero el ideal no es divino, es mera «creación humana», aunque la creación humana es la representación de Dios en el mundo, y la forma en la que Dios puede desplegarse en el mundo (inversión teológica).

La unidad absoluta de lo divino es el centro de atención de las obras de arte (sin querer decir que el mismo centro divino se identifique con el arte, pues eso era la posición de los románticos, contra la que Hegel echaba toda su artillería encima). El arte ha de expresar al ser universal, pero el ser universal no puede percibirse por los sentidos y ni siquiera puede imaginarse, porque el ser universal está en el pensamiento, en la pura abstracción de la razón pura. Por eso ni judíos ni musulmanes representan a Dios y a los ángeles. Pero el arte ha de concretizarse en la materia, ha de materializarse, pues la iconoclastia, como hemos visto, supone la muerte del arte, la prohibición del arte. En una sociedad iconoclasta «sólo la poesía lírica, en su impulso hacia Dios, puede celebrar aún su poder y su soberanía»{34}. En el arte griego el ser universal se pluraliza en los dioses del politeísmo, como representan perfectamente sus estatuas. En el cristianismo Dios se hace hombre, luego puede ser manifestado en una obra de arte. También la imagen del corazón de los hombres de buena voluntad encendidos por la llama del entusiasmo es motivo para la obra de arte (retratos de mártires, santos, virtuosos, etc.). Es en la actividad humana donde el ideal tiene que pasar a ser realizado, porque en el seno del hombre están los más profundos sentimientos y las más grandes pasiones para llevar a cabo cosas grandes y monumentales que realicen y conmuevan al alma (ya que el hombre es Dios y Dios es el hombre). La pasión humana es el impulso emocional y en realidad es lo que ha de dominar el arte (ninguna obra de arte se ha hecho sin pasión). En una palabra: todo este material que forma el alma humana es el que ha de utilizar el hombre para crear la obra de arte. Cuando los grandes hombres de la historia, e incluso Dios en su forma de Cristo, son retratados en su estado de calma y felicidad, entonces el arte habrá expresado perfectamente la Idea. Tanto la escultura como la pintura han plasmado el ideal divino.

El arte eleva al hombre por encima de las necesidades naturales y lo encarrila hacia el espíritu, sin embargo no puede elevarlo más allá de su condición humana. El arte, pese a estar clasificado en un estatus ontológico muy elevado, no está dirigido únicamente hacia una élite privilegiada, sino que está dirigido a toda la nación, y no es por ello patrimonio esotérico de unos cuantos sino patrimonio exotérico de todos. Los grandes poemas han sido los grandes poemas de toda una nación. A raíz de que las naciones entran en interacción (por mediación del comercio y sobre todo a partir de cuando entran en guerra) el arte va incrementando su campo en la medida que va tomando asuntos de diferentes naciones y de diferentes épocas. Sin menospreciar la tradición, el artista ha de «crear» y poner en funcionamiento su obra de acuerdo con el espíritu de la época y el espíritu del pueblo.

5. Formas particulares del arte

La Idea de Belleza no es una idea estática, como eran las ideas supracelestes del platonismo convencional; la Idea de Belleza se desarrolla en diferentes momentos, en diferentes fases. Estamos en lo que podríamos llamar el curso del arte. Cada época expresa el arte de diferente forma. Hegel, de acuerdo con su forma trimembre de estudiar la realidad, habla de tres formas particulares de arte: la forma simbólica, la forma clásica y la forma romántica. Sobre estas tres formas es por donde se despliega el arte, por donde puede desarrollarse y realizarse plenamente. He aquí la filosofía de la historia del arte de Hegel.

5.1 El arte simbólico

En la forma simbólica el arte aún no expresa en su manifestación externa la esencia universal, porque la naturaleza y el espíritu se confunden oscuramente. La naturaleza y el hombre se representan como enigmas extraños, como misterios insondables. La forma externa y la Idea se mezclan grosera y superficialmente sin alcanzar una perfecta unidad. De modo que aquí el espíritu sólo es capaz de expresar el arte en heterogénea desproporción. En el arte simbólico unas veces se intenta representar a la naturaleza y otras veces al Ser espiritual, pero de un modo vago en el que se personifica groseramente varias divinidades de las religiones secundarias. «Más allá de la plenitud de belleza que ha acaecido en el arte clásico, se encuentra el arte de la sublimidad o arte simbólico en el cual no ha sido hallada todavía la figura adecuada a la idea; antes bien, el pensamiento está expuesto como emergente y luchando con la figura, como una especie de comportamiento negativo respecto de ella, aunque al mismo tiempo está esforzándose en darle forma»{35}.

El símbolo, podríamos decir, es el núcleo del arte, su precursor. Lo que aquí soberanamente interesa es que nos encontramos, pues, en el «origen mismo del arte», en su punto de partida y arranque en la Historia Universal. El arte simbólico es el arte oriental. El símbolo a pesar de ser un elemento sensible debe de interpretarse como algo extenso y general, a raíz de dos términos: el sentido y la expresión. El sentido es lo que concibe el espíritu, la expresión es el fenómeno sensible que perciben los sentidos. En oriente el arte simbólico ha expresado sus ideas tan sólo de manera equívoca y oscura. La belleza se manifiesta aquí de manera rara, grandiosa y plagada de fantasía, por eso en el arte simbólico la belleza se representa de manera enigmática y extravagante.

El arte de la antigua Persia, de la India o de Egipto es para nosotros, dice Hegel, algo extraño, algo remoto. Estos pueblos son pueblos que se han forjado a raíz de mitos. «La mitología entera se concibe entonces como esencialmente simbólica»{36}. Los mitos contienen, afirma Hegel, filosofemas. Aunque puedan resultar raros y groseros e incluso oscuros y confusos, los mitos no son del todo irracionales, los mitos tienen logos, y es al estudio filosófico sobre los mitos al que corresponde desentrañar el misterio que envuelven a los mitos, desmitificarlos; por eso la filosofía es impía, porque la crítica filosófica tritura los mitos. El símbolo también va progresando y encaminándose hacia el verdadero arte. Según Hegel, siguiendo a Platón y a Aristóteles, el arte, la religión y la ciencia han surgido de la admiración. Un hombre que no se admira es simplemente estúpido, y vive una vida que no merece ser vivida. El hombre, una vez que ha cubierto la premura de la necesidad y puede poner su mirada en lo más alto y espiritual, queda admirado ante lo que contempla. Cuando el hombre observa el espectáculo de la naturaleza y le busca un sentido presidiendo en ello algo grande, misterioso y maravilloso entonces es cuando ha empezado el arte. El arte, pues, «nace de la necesidad de representar esta idea por medio de imágenes sensibles que se dirigen a la vez a los sentidos y al espíritu»{37}.

Desde los inicios de la historia del arte, lo divino se identifica con la naturaleza. En el lamaísmo un hombre es adorado como dios. En otros cultos las montañas, el sol, los astros, los ríos, etc., son alabados como dioses. En la antigua religión persa esta unidad entre lo divino y lo natural se manifiesta de forma asombrosa. En la India el pensamiento es arrastrado por quimeras extravagantes, como la concepción de Brahma como unidad abstracta del ser en el que ni hay vida ni realidad y ni se expresa forma real ni personalidad. La inteligencia cae en un metafísico naturalismo (hacia un formalismo primogenérico, diríamos), siendo divinizados no sólo los objetos naturales sino también los animales, retrotrayéndose así a la fauna de la religión primaria nuclear; como se demuestra en los panteones hindúes, en cuyas imágenes persevera la numinosidad animal.

Hegel distingue entre el simbolismo irreflexivo, el simbolismo de lo sublime y el simbolismo reflexivo (he aquí otra clasificación trimembre al más puro estilo hegeliano). El simbolismo irreflexivo es el simbolismo de la imaginación donde quizás comience el arte pero no representa el símbolo propiamente dicho. Si la razón crea sus monstruos, como dijo Goya, la imaginación crea las quimeras más retorcidas, sobre todo en la India. La imaginación desmesurada llega hasta lo sublime: he aquí la vertiginosa fantasía funcionando a toda máquina, funcionando a todo delirio, a todo delirio secundario. La imaginación combina la naturaleza con el espíritu, pero los confunde. Brahma es visto en la India como el ser universal que lo anega y engulle todo. En el hinduismo Brahma es visto como la sustancia universal desde la que todo emana y hacia la que todo tiende; como decían los vishnuitas, «los universos se suceden como las espiraciones de un absoluto que se respira a sí mismo». En este escenario estamos en plena guerra de los númenes, donde los dioses se aniquilan unos a otros para fusionarse en el Ser universal. Vemos aquí que Hegel comenta un sistema monista, y hemos señalado con intensidad que Hegel era monista; pero si el monismo de los hinduistas era naturalista, el de Hegel es espiritualista y propiamente filosófico y abstracto, pese a ser rigurosa y fervorosamente metafísico, tan metafísico como el formalismo primogenérico hindú.

Es Egipto la tierra del símbolo, donde el símbolo se desarrolla plenamente, sobre todo en la idea de la muerte. Entre los pueblos de oriente, es Egipto el pueblo verdaderamente artista, pero es un pueblo básicamente arquitecto, donde la gravedad funciona poderosamente y el espíritu no puede expresarse plenamente porque aún no ha desarrollado su verdadera forma. Sus obras son grandiosas, misteriosas, mudas y enigmáticas. La placenta del espíritu, podríamos decir, se encuentra en el arte egipcio. En Egipto se glorificaba a la muerte y al sufrimiento. La muerte era vista como la emancipación de las cadenas sensibles (cultos que también aparecían en Asia Menor, en Frigia y en Fenicia). La muerte en estos cultos no suponía la aniquilación, sino el paso a una forma superior de existencia; la muerte es el paso hacia la resurrección y la existencia divina: la inmortalidad. «La muerte no es sino el nacimiento de un principio más elevado y el triunfo del espíritu»{38}.

Aun así todavía hay resquicios de la religión primaria, pues como advierte el propio Hegel, el principio de la divinidad egipcia «es contemplado inmediatamente en la profundidad misteriosa de la vida animal» (tomo I, pág. 150). Lo enigmático representa la esencia del símbolo, y si es enigmático era porque estaba sin resolver, siendo un enigma no sólo para nosotros, sino para los egipcios mismos (¡lo cual es el colmo!). También los números juegan un papel muy importante en el simbolismo egipcio. Pero el momento más alto del arte egipcio se encuentra en la forma humana, que en el momento de la muerte se destruye, pero como el ave fénix «se consume a sí mismo, y renace de sus cenizas» (tomo I, pág. 133).

En el arte simbólico de lo sublime Dios aparece como separado de la naturaleza. Lo sublime eleva al espíritu a la cima de lo absoluto, de lo separado y puro. «Lo sublime, como Kant lo ha descrito, es la tentativa para expresar lo infinito en lo finito, sin encontrar forma alguna sensible que sea capaz de representarlo»{39}. Este infinito puede ser un infinito inmanente o un infinito trascendente. El primero es el panteísmo oriental, la concepción de que Brahma es inmanente en toda la realidad; en el segundo se representa el arte verdaderamente sublime, expresado en la poesía hebraica, la cual se dirige rezando hacia un Dios único (monoteísmo), llamado Yahvé, que significa «El que es», es decir, «Yo soy el que soy» . Aquí Dios aparece como espíritu puro, separado, independiente e invisible, opuesto a la naturaleza, de modo que no puede ser representado sensiblemente. Con toda su grandeza la naturaleza no es nada si es comparada con Dios; es más, Dios ha creado a la naturaleza de la nada; luego la naturaleza solamente existe para glorificar a Dios. Dios es el Señor del mundo, y la naturaleza y el hombre ya no son divinizados (que era lo que pasaba en el panteísmo oriental). Aquí la confusión de la naturaleza y el espíritu que caracterizaba a los otros pueblos queda superada: naturaleza y espíritu están perfectamente separados. El hombre tiene que cumplir la Ley de Dios; sin embargo, en el monoteísmo judío hay más libertad para el hombre que en el panteísmo oriental. En esta religión aparece el milagro, que es la suspensión regular de las leyes de la naturaleza, aunque la misma creación del mundo se considera como un milagro.

El arte simbólico reflexivo es la forma del arte en que la idea se expresa y se distingue de la forma sensible en la que es representada. Este simbolismo tiene conciencia de sí, pues el artista es conocedor de la idea que pretende expresar y lo hace deliberadamente. No es todavía el espíritu absoluto lo que esta forma de arte expresa, porque el simbolismo reflexivo se manifiesta en el «círculo de lo finito». ¿Quiere esto decir que el arte simbólico, aunque sea el reflexivo, queda fuera de la esfera del espíritu absoluto? Es como si el arte simbólico estuviese instalado en el umbral del espíritu absoluto.

5.2 El arte clásico

En la forma clásica es donde el espíritu, al «autodeterminarse», encuentra la forma conveniente a su esencia. El arte clásico es la mezcla perfecta entre fondo y forma, la armonía perfecta entre la idea y la forma que la expresa, es decir, entre lo espiritual y lo sensible. Ya no hay hostilidad entre la naturaleza y el espíritu, sino conciliación y perfecta armonía. En la forma clásica, al encuadrarse el espíritu en perfecta armonía con la naturaleza (con la materia en la que se encarna), queda particularizado, siendo así finito. El arte se plasma aquí en formas visibles (como en la arquitectura y en la escultura), y por eso sus formas son limitadas, pero definidas, bellamente definidas. El espíritu finito se une a las formas sensibles y juntos forman una unidad indisoluble.

Así pues, lo que caracteriza al arte clásico es la íntima unión entre el fondo y la forma, la reciprocidad de estos dos elementos. El arte clásico alcanza la Idea de Belleza porque satisface perfectamente; no estamos ante una concepción vaga y oscura, sino ante una concepción precisa, clara y distinta de la belleza. El significado del arte clásico está en la libertad de la Idea, tomándose el espíritu como objeto. Pero tampoco aquí el arte puede expresar la esencia del espíritu infinito. Aquí estamos todavía en lo natural, lo inmediato y lo sensible (¿también está el arte clásico fuera de la esfera del espíritu absoluto o al menos no plenamente instalada en ella?). Aun así, la idea elige la forma de arte conveniente. La Idea vuelve a la naturaleza para conseguir su dominio, esto es, para idealizarla y espiritualizarla. La naturaleza y el espíritu, al complementarse, ascienden a una armonía más «alta». En esta unidad está la clave del arte clásico, por tanto nada puede perturbarla. El elemento espiritual no puede apartarse y emanciparse del elemento natural, pues naturaleza y espíritu están sinectivamente conectados; luego naturaleza y espíritu son disociables pero inseparables. Dicho de otro modo: «en el ideal clásico, el ser universal se manifiesta en lo accidental y particular de donde saca su vitalidad, pero no se dispersa, sino que los sujeta por el contrario y los armoniza con el mismo» (tomo II, pág. 17).

El centro de atención del arte clásico es el hombre, luego es un arte antropomórfico (sin perjuicio de que aún sobreviven ciertas formas zoomórficas en su metábasis secundaria). El antropocentrismo ha sido duramente atacado, empezando por los propios griegos, como hizo Jenófanes de Colofón ante las religiones secundarias de su tiempo, comenzando así una crítica dialéctica que daría lugar a la filosofía griega contra el delirio secundario. Aun así, el cristianismo ha llevado el antropomorfismo mucho más lejos, pues Dios mismo (en su Segunda Persona) se ha Encarnado en un hombre, para redimir a la especie humana, después de haber pasado por todos los avatares de la vida humana: nacimiento, pasión y resurrección. Las divinidades que plasma el arte clásico son frías e inanimadas, son divinidades que están serenas y permanecen impasibles, como reflejan muy bien las estatuas. Entonces este arte no se excede hacia el verdadero ideal, hacia el ideal que se cuece en la esfera del espíritu absoluto. El arte clásico no comprende ni el verdadero sentido de la divinidad ni del alma humana. Aun así, el arte clásico, representado en su perfección por los griegos, y especialmente en sus estatuas, ha elevado el arte hacia plena vitalidad.

Fue entre los griegos, dice Hegel, donde la Idea de Belleza nació realmente y empezó a propagarse, precisamente por esta perfecta fusión entre la naturaleza y el espíritu. Podríamos decir que la Idea de belleza es una Idea del «área de difusión griega», y efectivamente no podía ser de otro modo. El arte griego clásico fue simplemente un momento de transición, pero en dicho momento la belleza supo realizarse esplendorosamente en las individualidades plásticas. En su religión expresaron su arte, hasta el punto de que dicha religión, afirma Hegel, es la religión propia del arte.

El arte clásico ha surgido de la actividad creadora del espíritu. En esta actividad el artista ha plasmado lo más íntimo y personal de su espíritu (M2). El artista parte del mundo físico (M1) para expresar la potencia eterna de los dioses (M3); de modo que pule las imágenes reales del mundo suprimiendo sus accidentes y aquello que es poco conveniente para expresar el ideal. Los dioses representan tanto la fuerza física como el principio moral, pero es un principio dramatizado, esto es mitológico. El paso hacia la metafísica empieza cuando la dramatización de los dioses se anula, entendiéndose ahora por divinidad algo abstracto (separado) y no-dramatizado. El poder de los dioses es imperecedero y absolutamente independiente, por eso están más allá de las perturbaciones de la vida cotidiana, más allá de las existencias particulares; es decir, empiezan a situarse «más allá del horizonte de las focas», más allá del drama cósmico. Pero, para que se manifieste el arte clásico, éste no puede depender de la existencia independiente de la espiritualidad pura de los dioses; este arte se dirige, pues, a la forma exterior que perciben los ojos y por tanto el espíritu, de modo que se presenta como una cosa. Aquí la individualidad espiritual penetra en la realidad sensible y la Idea queda como cosificada. La forma exterior es animada por el principio espiritual. El carácter de los dioses es general y absoluto, pero aun así son determinados en las formas externas que vemos en las figuras estatuarias, reflejando, eso sí, la calma, la serenidad, la nobleza y la elevación que se atribuye a la divinidad. En este arte la representación de los dioses no consiste en la agitación propia de las luchas continuas entre los dioses (en el drama mitológico), sino en el eterno reposo; los dioses están ausentes de toda pena y de todo sufrimiento, en la calma y la paz divinas; por eso Epicuro recomendaba a sus discípulos que contemplasen las estatuas de los dioses.

Es la escultura el arte que más conviene para expresar el ideal clásico. En el arte clásico la escultura refleja mejor el ideal que la poesía. Aquí la escultura es más conveniente para individualizar el carácter de los dioses que la poesía. Aquí lo divino queda absorto en lo finito. Estos dioses no son de carne o espíritu, son dioses de piedra o madera, dioses de la imaginación. La existencia de Dios en carne y espíritu «la ha mostrado por vez primera el cristianismo en la vida y las acciones de un Dios presente entre los hombres» (tomo II, pág. 186). Pese a que Dios es concebido como un ser espiritual e infinito, el pensamiento cristiano, afirma Hegel, es muy favorable al arte. Puede que el arte escultórico cristiano sea muy inferior al clásico, pero en otras tendencias el arte cristiano expresa el ideal con toda la intensidad que el arte es capaz.

5.3 El arte romántico

En la forma romántica, por último, el espíritu supera y desborda la perfecta unidad de la forma y la idea que caracterizó a la anterior fase y se eleva hacia la espiritualidad pura; es decir, el arte romántico está plenamente instalado en la esfera del espíritu absoluto. Esto se consigue a raíz del despliegue interno que realiza el espíritu hacia sí mismo. El arte romántico expresa lo bello como espíritu absoluto, es decir, no como espíritu finito sino como espíritu infinito. El arte romántico destruye así la unidad armónica del arte clásico; el espíritu se precipita en sí mismo y abandona el mundo de las formas externas. No puede plasmarse en lo sensible para expresar la idea, por eso el arte romántico es el arte espiritual en el que el fondo y la forma quedan separados (separación muy diferente a la del arte simbólico). Aquí ya no hay formas sensibles, sino espiritualidad infinita, colindando, pues, con la inconoclastia. Si el arte simbólico busca la perfecta unidad entre el fondo y la forma y el arte clásico la encuentra y funde los dos elementos, en el arte romántico fondo y forma se separan y quedan excedidos por el espíritu infinito. Es aquí donde la felicidad y la libertad se expresan por primera vez.

¿Cómo define Hegel la esencia del espíritu? «El espíritu tiene por esencia la conformidad consigo mismo, la unidad de su idea y de su realización. No puede, por tanto, encontrar la realidad que le corresponde sino en su mundo propio, el mundo espiritual o interior del alma. Así es como llega a gozar de su naturaleza infinita y de su libertad» (tomo I, pág. 192). El espíritu debe, pues, emanciparse de la envoltura sensible y hallar su verdadero ser. Así y sólo así consigue la libertad. En esta separación el espíritu obtiene su verdadera esencia y una armonía más profunda que la que podía manifestar en el arte clásico con la existencia corporal, a pesar de la perfecta fusión que se daba entre la forma y la Idea. Aquí Hegel, de acuerdo con la tradición filosófica espiritualista, parece que define el espíritu como «forma separada» o forma disociada de toda materia, consecuencia del análisis regresivo dialéctico a partir de la materia determinada; aunque habría que decir que las «formas separadas» hegelianas no serían trascendentes, como las escolásticas, sino inmanentes, una vez que ha consumado con su sistema la «inversión teológica». Hegel afirma que el espíritu en sí mismo es infinito, luego está separado de la finitud de la materia. Se trata, por tanto, de una Idea-límite, una de las ideas metafísicas por antonomasia. «Lo espiritual, en esta independencia perfecta y absoluta, en esta existencia del espíritu no particularizada, inalterable, es lo que llamamos lo divino [ya una divinidad metafísicamente no-dramatizada], en oposición a la existencia finita, que se desenvuelve en medio de los accidentes y de los azares en el mundo de la diversidad, de la contradicción, de la variedad y del movimiento» (tomo II, pág. 46). Desde nuestras coordenadas, ese análisis regresivo dialéctico que, como hemos dicho, se desprende desde la materia determinada, no ha de caer en la concepción de las formas separadas (en las formas divinas y en Dios en última instancia), cuya posibilidad de progressus hacia la materia desde donde se partió es totalmente nula, sino en la concepción de la materia ontológico-trascendental, que es materia indeterminada, «multiplicidad pura que desborda cualquier determinación formal positiva, por genérica que ella sea, en un proceso recurrente de negatividad»{40}. Aquí seguimos la via negationis del Pseudo-Dionisos pero en sentido materialista (pues se trata de un conocimiento negativo que a su vez no es la negación del conocimiento). Así pues, parafraseando el quiasmo, todo lo racional es real pero no todo lo real es racional o todo lo racional es material pero no todo lo material es racional (dando por supuesto que la materia en general no es una totalidad atributiva metafísica). Así pues, la racionalidad no es trascendental a la omnitudo rerum y por tanto no es infinita. Desde nuestras posiciones, la expresión «espíritu infinito» tiene tanto alcance como «círculo cuadrado». El espíritu (M2) es finito, y la conciencia siempre es conciencia de algo en concreto (como supo ya muy bien Fichte). La Idea de materia ontológico-general aniquila al espíritu metafísico que pretende emanciparse de lo sensible inútilmente.

En el arte romántico, sostiene el filósofo alemán (demasiado alemán), la belleza corporal queda subordinada a la belleza espiritual, que existe en las profundidades del alma, profundidades limpias de las contaminaciones vultuosas de la materia. Para que el espíritu alcance su naturaleza infinita y perfecta debe de desprenderse de la subjetividad e inmiscuirse en lo absoluto (o lo que es lo mismo: hacer de la sustancia sujeto, adecuar el Ipsum Esse y el Ipsum Intelligere, pues en el espíritu absoluto hegeliano el orden y conexión de la ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas, o mejor dicho, el orden y conexión de las cosas en el reino de la naturaleza deviene hacia el orden y conexión de las ideas y de la Idea absoluta en el reino del espíritu). El alma humana debe de ser plenamente consciente de la esencia divina, debe de ser consciente del espíritu absoluto. Por eso Dios no debe de entenderse como trascendente al ser humano, sino como inmanente al ser humano, porque Dios se realiza a través del ser humano, a través de la Historia Universal; así pues, el hombre es «la verdadera manifestación de Dios», siendo por tanto las «formas separadas» hegelianas de estructura inmanente, esto es, estructuradas in medias res hacia su realización plena de la exclusividad del espíritu . Por eso el antropomorfismo del arte cristiano supera al antropomorfismo del arte griego, porque ya no se trata de dioses de mármol sino del Dios vivo, del Dios que se encarna en el hombre para redimirlo y ascenderlo hacia el cielo.

Todo lo que es finito y particular queda aquí negado, es decir, superado. El espíritu del cristianismo destruye la pluralidad de deidades del paganismo en pos de la simplicidad de un único Dios, un Dios que no es producto de la imaginación, sino de la revelación; por tanto es un Dios real y vivo (cosa que desde el ateísmo esencial total del materialismo filosófico, que consiste en darle la vuelta del revés al Proslogium de San Anselmo, sabemos que no es así, porque la Idea de Dios es una para-idea, una pseudo-idea, una idea contradictoria, y si la Idea de Dios es imposible su existencia va de suyo, porque un término que acumula una serie de atributos contradictorios, borrosos y distorsionados no puede representar ninguna idea efectiva que cristalice realmente; así pues, por modus tollens, si la esencia de Dios implica su existencia, su inexistencia implica la imposibilidad de su esencia). Para más inri, Hegel afirma que Dios es «un Ser absoluto que no depende sino del él mismo»{41}. Aquí está funcionando el pseudo-concepto de la causa sui, que presupone una capacidad de causalidad propia, el ser que se da a sí mismo la existencia, que se autodetermina, siendo el efecto anterior a la causa, lo cual es tan divino como absurdo. Los atributos trascendentales de la materia (el pluralismo y la codeterminación) trituran toda imaginaria causa sui, la cual recuerda al Barón de Münchhausen, que se agarraba de sus propios cabellos para no caerse (como muy bien sabía el antihegeliano Arthur Schopenhauer).

Hegel reconoce que «lo absoluto, como tal, escaparía al arte y no sería accesible sino al pensamiento abstracto» (tomo I, pág. 193). Cuando la esencia del absoluto se realiza el primer resultado es el mundo visible, pero no es aquí donde se plasma todo su esplendor, sino en el «mundo» de la personalidad y de la libertad. Ahora el arte trata de «representar la vuelta del espíritu sobre sí y la conciencia reflexiva de Dios en el individuo» (tomo I, pág. 193). El hombre es la misma verdad y el propio desarrollo del espíritu, el representante de Dios en la Tierra. Dios se conoce como Dios y como hombre, esa es la esencia del arte romántico que se expresa en la historia de Cristo (más bien el mito de Cristo, el mito de Cristo en la versión herética del área de difusión protestante en donde los curas se hicieron laicos y los laicos curas).

6. Sistema de las artes particulares

Hegel concibe el arte «como un organismo cuyos diversos elementos, aun cuando distintos o independientes los unos de los otros, conservan su relación mutua y forman una unidad sistemática» (tomo I, pág. 245). Según Hegel, cada arte tiene su apogeo y esplendor en una determinada época. Las obras que produce la naturaleza alcanzan su perfección de manera inmediata y no dependen de un desarrollo, pero las obras de producción espiritual necesitan un tiempo para madurar, esto es, necesitan de un desarrollo en el que comiencen, crezcan, se perfeccionen y finalicen, es decir, el arte está ligado a un desarrollo dialéctico en el que se aprecia un núcleo, un curso y un fin. Dicho de otro modo: en la naturaleza siempre es lo mismo, sólo en la esfera del espíritu surge algo nuevo.

Como el arte se dirige tanto a los sentidos como al espíritu, para Hegel, la división de las artes depende de los sentidos, pues desde ellos se reciben los materiales por lo que las artes son posibles. Tanto el tacto como el olfato y el gusto quedan excluidos de la experiencia artística, no son sentidos que puedan disfrutar con el arte, ni siquiera el tacto en la escultura. La vista, al ser un órgano completamente contemplativo y un sentido sin deseo, hace que aparezcan los objetos del arte distribuidos por el espacio, distinguiendo las formas y los colores; es por tanto un sentido espiritual, un sentido intelectual. El oído también es un sentido espiritual, pero es lo que se opone a la vista, pues ésta supone la apariencia, el fenómeno sensible. El oído no contempla, sino que escucha; no percibe formas y colores, sino sonidos. Hegel considera al oído como el más espiritual de los sentidos (nosotros decimos que el oído es tan espiritual como el tacto y o el olfato, pues los cinco sentidos son materiales). La mezcla de estos dos sentidos espirituales da lugar a la imaginación sensible, la cual mantiene las imágenes en el interior del hombre. A través de los sentidos las imágenes se introducen en el espíritu, y desde aquí se coordinan en un esquema de nociones generales donde lo múltiple que se contempla se unifica. Aquí las realidades sensibles del mundo exterior llegan de alguna forma a idealizarse, pero también las ideas «se materializan en la imaginación y se presentan a la conciencia bajo una forma sensible» (tomo I, pág. 251). Estas tres percepciones se plasman y se dividen en el arte del dibujo, que se manifiesta a través de las formas y colores que contempla la vista; el arte musical, percibido por el oído; y la poesía, el arte de las palabras, que emplea el sonido pero llevándolo a cabo con la imaginación. Sin embargo esta clasificación se presenta para Hegel dificultosa, puesto que dicha clasificación no se basa en la idea, sino en la exterioridad y superficialidad de la misma cosa. Hegel opta por una clasificación que él califica como más profunda, para así implantar una sistematicidad más férrea a esta tercera parte de la obra.

La clasificación de las artes depende de la manera en que éstas son capaces de expresar el absoluto, el espíritu mismo. Esta clasificación se corresponde con las formas particulares del arte desarrolladas durante el curso histórico. He aquí la clasificación: arquitectura, escultura, pintura, música y poesía. Según Hegel, el arte va espiritualizándose cada vez más (como la propia realidad, de acuerdo con su sistema); la escultura es menos espiritual que la escultura, y ésta menos que la pintura, que a su vez es menos espiritual que la música, siéndolo ésta aún menos que la poesía, que es el arte espiritual por antonomasia, el arte universal, ya que en sí reproduce todas las artes. Este esquema ascendente coloca a la arquitectura en el lugar más bajo como arte más pobre, debido a su incapacidad de expresar propiamente la Idea; la escultura es un poco más rica; y la artes románticas (la pintura, la música y la poesía) se extienden de manera más amplia. Está clasificación está de acuerdo con la posición filosófica de Hegel, pues para nuestro autor «la marcha de la exposición filosófica consiste en seguir el desarrollo del pensamiento a medida que se hace cada vez más profundo; luego en mostrar que el arte no hace al principio más que buscar la idea que le conviene; después la encuentra, y, por último, va más allá de ella» (tomo III, pág. 13). «El arte, como toda creación del espíritu, procede gradualmente» (tomo II, pág. 41). «La materia propiamente dicha, en el sentido vulgar del término [materialismo grosero], se borra progresivamente a medida que se avanza en la serie de las artes particulares; termina por absorberse en el elemento inmaterial del sonido que se oculta a la extensión visible y permite al alma percibirse inmediatamente en su naturaleza íntima» (tomo III, pág. 9). Desde el materialismo esta jerarquización del arte es insostenible. Tan espiritual es la arquitectura como la poesía, porque ambas son materiales. La poesía es tan material como un montón de grava y tan material como una catedral o una red de alcantarillado. No hay ningún arte que tenga más privilegio que otro, la arquitectura es tan digna como la poesía.

6.1 Arquitectura

La arquitectura no es para Hegel lógicamente la primera de las artes pero sí lo es cronológicamente. La arquitectura es, pues, el núcleo de las artes. Según Hegel, la arquitectura se basa en la reciprocidad de las partes, en el convenio que constituye la perfección eurítmica de proporciones. El arte tiene como problema el moldeamiento de las formas del «mundo físico». El arte es el escenario por el cual el espíritu introduce en la materia la Idea de Belleza dándole forma. En sus inicios la arquitectura funcionaba a base de cabañas para que en ella habitasen los hombres (una vez que estos hubiesen salido literalmente de la caverna). Pero también empezó a funcionar como templo en que se consagraba tributo a la divinidad.

La arquitectura está correspondida con el arte simbólico; la arquitectura es incapaz de expresar la Idea y es pura apariencia externa de formas materiales. Es, por tanto, una arte demasiado material, desde las coordenadas hegelianas. Luego para nuestro autor no es un arte verdaderamente espiritual. La arquitectura es para Hegel una escultura inorgánica. La arquitectura se divide en: arquitectura simbólica propiamente dicha o independiente, arquitectura clásica y la arquitectura romántica.

La arquitectura está anclada en el mundo físico, está sujeta a la gravedad. Sin embargo la arquitectura ha hecho que en las naciones las creencias religiosas hayan levantado monumentos grandiosos para honrar a la divinidad. Cuando la arquitectura ha rechazado a la escultura y logra construirse un ámbito propio para llevar a cabo diferentes fines, se da el paso de la arquitectura simbólica a la arquitectura clásica.

La arquitectura independiente o simbólica la define Hegel como lo santo, pues ha reunido a las almas fieles en el templo. Sin los fieles el templo sólo sería el depósito donde se guardan las imágenes de los santos, de la virgen y de Cristo (o de otras divinidades en otras religiones).

En Egipto se han construido laberintos, los cuales son patios de vías entremezcladas que expresan un enigma (el cual, como se dijo, es un enigma incluso para los propios egipcios). Aquí en Egipto se ha establecido por primera vez la creencia en un reino de lo invisible. Los egipcios son conscientes, afirma Hegel, de la oposición que hay entre la vida y la muerte, y de la separación espiritual que supone la muerte. Los muertos habitan en los grandes templos de la religión egipcia, que no son otros que las pirámides, las «señas de identidad» del arte egipcio, grandiosas y explícitamente monumentales, cuya edificación sigue siendo un enigma.

Para Hegel el destino de la arquitectura es servir de simple envoltura; es más, la arquitectura no se conforma con labrar cavernas, pues se trata de una naturaleza inorgánica hecha por el trabajo del hombre (por esclavos, siervos y obreros), pues el trabajo del hombre transforma la naturaleza y organiza la cultura (como desarrolla Hegel en la dialéctica del señor y el siervo).

La arquitectura clásica se basa en la regularidad. Aquí lo útil y estrictamente necesario se metamorfosea en lo bello, es por tanto el inicio de la arquitectura bella. La esencia de este tipo de arquitectura está «en que dispone sus soportes como tales» (tomo II, pág. 12), disponiendo las columnas para dicho fin, siendo esto lo que embellece a la arquitectura. Los templos griegos son, por lo general, un espectáculo para la vista, la cual queda satisfecha. Dentro de la arquitectura clásica distinguimos el estilo dórico, el jónico y el corintio; el romano es una mera prolongación del corintio y no constituye un nuevo género.

La arquitectura romántica, por último, construye sus edificios, los religiosos, de forma completamente cerrada. Hegel compara los monumentos románticos con la espiritualidad cristiana, la cual se retira en su interior. Los fieles se refugian en la iglesia porque ésta es un lugar que está cerrado por doquier. Y si el alma se eleva hacia lo infinito, las iglesias también expresan ese anhelo, pues sus proporciones son gigantescas. Si los templos clásicos fueron construidos horizontalmente, las iglesias cristianas del arte romántico se elevan hacia el cielo expresando la subida del espíritu trascendiendo los sentidos. La naturaleza no aporta aquello que el hombre necesita, y entonces éste construye un mundo propio, un mundo interior, el cual es el reino metafísico del espíritu.

La arquitectura, vista desde el sistema del materialismo filosófico, supone la construcción operatoria de un recinto apotético en el que se da una kenosis o evacuación, es decir, un vacío, pues ese vacío es lo que da sentido y utilidad al edificio, lo que construye el interior del edificio para que pueda ser habitable.

6.2 Escultura

Con la escultura, sostiene Hegel, el arte supera el reino de lo inorgánico para trasladarse a la verdad más alta de la vida y el espíritu, tesis que corre, a nuestro juicio, una suerte de delirio metafísico, pues la diferencia entre sendas artes estaría en que la escultura carece de recinto interior, carece de kenosis en sus entrañas, por así decirlo; y, por lo dicho, desde el materialismo filosófico la escultura se presenta como la contrafigura de la arquitectura. «La escultura es pura exterioridad; carece de significación estética “explorar” el interior de la estatua, ya esté hueco ya esté lleno. La paradoja de la escultura es la propia de una bulto (vultus = faz) cuya “expresión” no corresponde a un interior (“tu cabeza es hermosa, pero sin seso”, dijo la zorra al busto después de olerlo)»{42}.

El alma, afirma Hegel, al separarse de la existencia material y al arrojarse en su propio seno forma el arte de la escultura. Pero esto no significa que dicho arte exprese la verdadera esencia del espíritu (la cual sería infinita y separada), pues aún se manifiesta bajo los parámetros de la existencia corporal (finita y unida, es decir, ligada a la extensión, a la tridimensionalidad, como cuerpo estereométrico). La escultura no es capaz, como sí es capaz la poesía, de expresar las pasiones y acciones del alma. Las estatuas son el reposo, la inactividad, la tranquilidad, y por tanto no hay lugar para la diversidad de sentimientos que abundan en la poesía, pues en la escultura el espíritu está como objetivado (frente a la poesía que está plenamente subjetivado, sobre todo en la lírica). Tampoco hay diversidad de colores, como es el caso de la pintura, ya que hay un solo color, el color de la piedra o, en su caso, de la madera.

La escultura representa así la individualidad espiritual, y por eso la forma que mejor expresa este arte es la extensión completa del cuerpo real; es decir, la escultura es la mejor manifestación que puede realizar el arte en una materia tridimensional. Podríamos decir que es el arte de la tridimensionalidad. La escultura se diferencia de la arquitectura porque trabaja con la materia inorgánica pero no de manera extraña, pues representa al mismo ser espiritual, con un fin libre e independiente, dentro de la individualidad corporal. El cuerpo y el espíritu son vistos en la arquitectura como inseparables. En la escultura el espíritu se encarna íntegramente en la materia, modelándola y expresando allí su más perfecta imagen; se trata, por tanto, de «la primera bella unión del alma y del cuerpo, en tanto que el espíritu, el elemento interior, en la escultura no se expresa sino en la forma corporal»{43}. «El espíritu está como fundido con la forma exterior y visible» (tomo II, pág. 42). Dicho espinosianamente: en la escultura el orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas. He aquí la esencia del ideal clásico, el cual se representa en forma humana, siendo, pues, un arte esencialmente hilemórfico y antropomórfico.

La escultura transmite al espectador la quietud, la calma, la infinitud, la sublimidad y la eternidad de la divinidad, y aun así se representa bajo las tres dimensiones del cuerpo físico; expresa, por tanto, la divinidad pero en su contemplación sensible. Las estatuas plasman, pues, la perfección de las formas humanas y divinas en su claridad inalterable, sin perjuicio de la estereometría corporal, condición necesaria del arte estatuario. Así pues, no es un arte puramente espiritual, sino ligado a la expresión corporal de las formas exteriores de la res extensa. El fondo de la escultura está anclado a lo material y, sin embargo, «la escultura está, más que todas las demás artes, afecta al ideal» (tomo II, pág. 49), y es así el centro de atención del arte clásico.

Aquí el artista tiene el don de ablandar la dureza del mármol, dándole vida y alma, esto es, dándole forma. La cualidad de la escultura es que el artista imprime libremente las formas que quiere tallar, dándole a las formas humanas, pormenorizadamente, sus proporciones más generales. El artista trabaja escrupulosamente sobre todas las partes, dando muestras de exactitud y talento. Por tanto, el artista conoce todas las partes del cuerpo humano, tanto cuando se mueve como cuando permanece en reposo, sin ser por ello un plagio de la naturaleza, «porque la escultura no tiene nunca que habérselas sino con la forma abstracta» (tomo II, pág. 53). En las estatuas, pues, no sólo se representa la forma física del ser humano, sino la misma imagen y la misma expresión del espíritu.

6.3 Pintura

Con la pintura empieza, nos dice Hegel, las artes románticas. Aquí la divinidad aparece llena de vida y espiritualidad, ofreciendo así la reconciliación y unión de los fieles. La pintura engloba las expresiones que se daban en la arquitectura y en la escultura; de la primera toma el ambiente externo, el cual se modela artísticamente; de la segunda, en cambio, la forma humana.

El centro de la pintura se sitúa en el arte romántico, esto es, el arte de la cristiandad; sin embargo, todos los pueblos la han practicado, dada la cantidad ilimitada de sus posibilidades (en formas y colores) y de su extensión. Pero los antiguos no han explotado en la pintura como sí explotaron en la escultura. El pensamiento griego está más acorde con la escultura que con cualquier otra forma de expresión artística.

La pintura está incluida dentro de las artes románticas porque expresa la profundidad de los sentimientos, las felicidades y los sufrimientos más íntimos del alma. Es, pues, en el romanticismo donde la pintura llega a alcanzar su verdadera forma, es decir, donde florece realmente. La pintura, sin embargo, «representa el sentimiento interno bajo la forma de los objetos exteriores, pero es su propio fondo» (tomo II, pág. 108).

Aun así la pintura es el arte transitorio de las artes figurativas, es decir, es el paso que hay desde la arquitectura y la escultura hacia la música (estando, sin embargo, más cerca de la escultura que de la arquitectura). La pintura ya no es tridimensional como la arquitectura y la escultura, sino bidimensional. En la pintura aún existe la extensión (la res extensa), pero su representación ya no se incorpora en las tres dimensiones del espacio, sino en la superficie; esto es, la obra de arte ya no se representa en un sólido, sino en un plano. Por eso para Hegel la pintura es más espiritual que las anteriores artes, porque la sustitución de la tridimensionalidad por la superficialidad es como el repliegue que hace el alma hacia sí misma. Y así la pintura es vista como un progreso necesario que supera a la escultura (aunque es muy discutible que quepa hablar de «progreso» en las artes).

La pintura es un arte para ser contemplado con la vista, qué duda cabe; pero ya no plasma los objetos como si fuesen naturales, extensos y vultuosos (tridimensionales), ni tampoco como si fuesen reales y completos, sino que plasma imágenes que se dirigen al espíritu, porque la esencia de la pintura es «manifestar el sentimiento interior y el sentimiento determinado» (tomo II, pág. 110).

El elemento físico por el que se desenvuelve la pintura no es ya la materia pesada sometida a la gravedad, como era en la arquitectura y en la escultura; aquí el elemento físico es la luz, la cual «es lo opuesto a la materia grave que no ha encontrado todavía su unidad» (tomo II, pág. 112). La luz es ligera e idéntica a sí misma, y es vista por Hegel como «la primera idealidad, la primera identidad de la naturaleza» (tomo II, pág. 112). La luz es, pues, ajena a la tridimensionalidad de los cuerpos sólidos, y en sí misma es incolora e indeterminada.

Del mismo modo que la escultura, la pintura acoge la sustancia de las cosas: la religión, los grandes hitos de la historia junto a sus grandes protagonistas, etc. Si la arquitectura y la escultura existían en varias naciones, la pintura «se extiende en mayor escala y en una medida de tal modo incalculable» (tomo II, pág. 115). En la pintura se plasma muy bien el espíritu del pueblo y el espíritu de la época. La mitología ha sido uno de los grandes temas de la pintura cristiana, como puede verse en los cuadros de Rafael, Correggio, Rubens, etc. Aun así, afirma Hegel, la antigüedad no se adapta bien a los principios de la pintura y por eso ésta representa con otro espíritu los acontecimientos de antaño. Por tanto la pintura ha renovado sus temas. La pintura, obviamente, no puede representar a Dios Padre, el cual es concebido metafísicamente como «el objeto mismo del amor en su generalidad simple y en su unidad inalterable consigo mismo» (tomo II, pág. 120); por eso a la pintura le es inevitable el antropomorfismo, otorgando a la divinidad figura humana en la persona de Cristo, que al mismo tiempo es Dios y hombre; pero no ya en la imaginación, como era el caso de los griegos, sino, afirma Hegel, como la mismísima manifestación de Dios en la historia de la infancia, de la transfiguración, de la pasión, de la muerte, de la redención, de la resurrección y de la ascensión de Cristo como Hijo de Dios. En los cuadros de Cristo, de la Virgen, de San José, de San Juan, de los discípulos, etc., se refleja la esencia del amor verdadero. A Cristo, pues, hay que retratarlo bajo las circunstancias de su vida terrenal, para que así sea objeto de la pintura, y es representado como el hombre más noble, más digno y más sabio, como si se tratase de un Pitágoras, un Platón o un Aristóteles como los retrataba Rafael en su Escuela de Atenas.

6.4 Música (y excurso sobre la música académica en el siglo XX)

La música, para Hegel, es la expresión de «el alma en sí, tanto por la forma como por el fondo» (tomo II, pág. 176). En la música el arte penetra ya en la interioridad de los sentimientos. La música no es un arte figurativo y destruye toda forma visible, pero aun así no está totalmente desconectada de las artes figurativas puesto que brota de ellas. Si las artes figurativas permanecían en reposo, la música está en continuo movimiento y su materia es la vibración ondulatoria del sonido y la duración de sus movimientos. La música ya no es, pues, un arte contemplativo, no es un arte que se dirige al órgano de la vista, sino al oído. La música, en palabras de nuestro autor, «revela ya una primera animación ideal» (tomo II, pág. 177), por eso es un arte más espiritual que los anteriores. «La música, es el espíritu, el alma que canta inmediatamente por su propia cuenta, que se siente satisfecha en el vivo sentimiento que se da de sí misma» (tomo II, pág. 218).

El sonido es, según Hegel, «el eco del alma», y no es algo que sea propiamente material (para nosotros el sonido es tan material como una catedral); es, pues, algo inmaterial, ya que es inextenso (incorpóreo, pero sensible). El carácter del sonido es por completo abstracto. La música hace que suenen los ecos y las cuerdas más íntimas y profundas del alma, reproduciendo así los movimientos del mundo ideal, del reino del espíritu. La música es sobre todo el arte del sentimiento, de la conmoción y de las grades emociones.

Entre la música y la arquitectura hay, sin perjuicio de sus diferencias, algunas semejanzas. Tanto en la arquitectura simbólica como en la música el fondo y la forma están separados, pero en la música la separación del fondo y la forma no es más que la superación del arte clásico que se plasmaba perfectamente en la escultura, en la perfecta fusión del espíritu y la naturaleza. Tanto la música como la arquitectura no imitan a la naturaleza; si la arquitectura modela las formas en función de las leyes de la gravedad «y según las reglas de la simetría y de la euritmia» (tomo II, pág. 180), la música hace lo propio en su ámbito, siguiendo las relaciones del número y la cantidad. La diferencia entre un arte y otro está en que la arquitectura trabaja con la masa pesada y con la extensión inmóvil, mientras que la música lo hace con el sonido, el cual es inextenso y móvil, pues «se precipita en su carrera rápida a través del tiempo» (tomo II, pág. 180).

Por nuestra parte diremos que si la arquitectura, la escultura y la pintura son artes parmenídeas, pues plasman figuras inmóviles; la música, en cambio, es un arte heraclíteo, porque está insertada en el devenir del tiempo, en la evolución del espíritu hacia la exclusividad absoluta.

La música se introduce por los oídos y llega al interior del alma despertando en ésta estados emocionales y simpáticos, ya que el sonido está completamente ligado a los sentimientos del alma; por eso la música se diferencia de las anteriores artes, porque se aproxima al mundo libre del espíritu. Aquí el espíritu del artista es consciente de sí mismo, pues puede desarrollarse libremente. En la música «el artista tiene libertad de intercalar melodías y pasajes conocidos en su producción momentánea, de dar a ésta un giro nuevo, de emplear los más delicados matices, de aprovechar las más ligeras transiciones para pasar a las cosas más heterogéneas»{44}.

Si el escultor y el pintor deben de estudiar y observar las formas exteriores que ofrece la naturaleza, el músico no lo hace porque le es innecesario, porque la música no se apega a un círculo extraño en el que se encierre. La música es más afín a la poesía, puesto que ambas poseen el mismo elemento sensible: el sonido. En la música no hay nada a la vista. Pero la poesía no se sirve de instrumentos fabricados que modulan el sonido y simplemente se sirve de la voz humana{45}. Sin embargo, puede haber, como de hecho lo hay, una alianza entre la música y la poesía, en la llamada música vocal (que se opone o se diferencia de la música instrumental). Según Hegel, si un arte predomina sobre el otro, ambos son perjudicados. En los coros del teatro griego la música era un mero acompañamiento y quedaba subordinada a la poesía y a la puesta en escena. En la música vocal el poeta debe dejar que el músico sea el protagonista, pues para que la música sea perfecta no debe oírse casi nada de la letra. «Es, pues, una tendencia contraria al arte musical poner el interés principal en la letra.»{46}

A mi juicio, la distinción que hay entre la música vocal y la música instrumental queda suprimida en el momento en que la música vocal se transforma en música instrumental, en el caso en que tomemos también a la voz humana como un instrumento más, sobre todo cuando no entendemos el idioma en que se canta (y muchas veces pasa que es mejor no entenderlo).

La música trata principalmente de vivificar «la esfera del sentimiento» para que así se impregne el alma de emoción y simpatía, y sólo así puede resultar dicho arte como algo verdadero y sustancial: esta es una tesis puramente romántica. Esta expresión debe de plasmarla la música convenientemente. Hegel es consciente de la dificultad que tiene que cumplir este arte, pues el asunto de la música es aflorar el amplio campo del sentimiento, por el cual corren el goce, la serenidad, la alegría, el capricho, el amor, e incluso la tristeza, el dolor{47} y la ansiedad. La esfera que ocupa la música es, pues, la del sentimiento, forma envolvedora del pensamiento.

Los sonidos de la naturaleza no son, evidentemente, sonidos musicales, ni siquiera el cantar de los pájaros (aunque los pájaros gocen con dicho canto). La música debe de dulcificar y atemperar la expresión violenta de los sonidos naturales, porque la música es una serie de sonidos que se suceden de un modo regular o medido, y no de un modo natural sino artificioso, esto es mediato y no inmediato, premeditado y no espontáneo, es decir, espiritual y no natural. Visto así, la música no es la mera interjección de sonidos, sino la «interjección cadenciosa» de sonidos determinados y puros, es decir, regulados y espiritualizados (luego podríamos interpretar que para Hegel es imposible una música aleatoria, lo cual es evidente, pese a los intentos de algunos compositores del siglo XX en una especie de filosofía espontánea de músicos). El arte musical consiste, por tanto, en una especie de symploké de sonidos que se articulan para llevar a cabo una melodía o un ritmo que armonicen y encadene los sonidos, porque la música, afirma Hegel, idealiza los sonidos. La música es una trama de sonidos regularizados que se distribuyen a través del tiempo, los cuales despiertan sentimientos que conmueven, remueven y estremecen al alma. La música, pues, da forma a los sonidos. A la hora de separarse y unirse, la combinación de sonidos puede ser, según Hegel, infinita, dando lugar a la más variada gama de contrastes entre disonancias y armonías.

Siguiendo el principio de Symploké (que puede traducirse por combinación) habría que decir que ni todos los sonidos están separados y ni todos están unidos, hace falta, por tanto, una discontinuidad de sonidos, intercalados cadenciosamente, para que la música sea posible. Si todos los sonidos estuviesen separados evidentemente no se podría realizar esa «interjección cadenciosa» y no se podría construir ninguna pieza musical, pues todos los sonidos están aislados y así no se puede componer nada; pero ahora bien, si todos los sonidos estuviesen reunidos, entonces tampoco podríamos escuchar música, porque dicha masa de sonidos sería totalmente confusa y no habría tampoco interjección cadenciosa, sino más bien ruido (e incluso ni eso). Como dice Platón en el Sofista: «es músico quien posee la técnica que le permite conocer cuáles se combinan y cuáles no, y no es músico quien la desconoce». Platón llegó a decir en las Leyes que «la corrupción de la ciudad empieza por la música, porque en otro tiempos se distinguía perfectamente los plieres y los ditirambos. Pero ahora ha venido una especie de teatrocracia en donde los espectadores sin haber estudiado nada se consideran jueces de lo que van a ver» . Tal es así que el maoísmo en China empezó a degenerar cuando prohibieron la música de Mozart por considerarla «burguesa», lo cual es una cosa absolutamente ridícula.

El sonido está instalado en el «dominio ideal del tiempo» ; aquí, afirma Hegel, no hay distinción entre lo interno y lo externo, ni siquiera entre lo invisible y lo visible, y ni, para más inri, entre el espíritu y la naturaleza (lo cual es de lo más asombroso). La música no produce ideas que puedan ser pensadas por el espíritu, sólo expresa sentimientos, pero estos sentimientos suscitan pensamientos e imágenes que ocurren en el seno del espíritu. De este modo la inteligencia puede concebir ideas y el alma sentir conmociones. La música obra fuertemente sobre el alma, sobre todo en la profundidad de la sensibilidad, pero sin llegar a activar «las concepciones del entendimiento», labor que pertenece a la filosofía, la cual, contra los románticos, está situada por encima del arte y a partir de esa superación elabora un entramado sistemático de Ideas que confluyen en la resolución absoluta del espíritu («ser en sí y para sí»). La música, consiste, según Hegel, «en hacer concurrir todos los recursos de la armonía y de la melodía a la expresión del asunto elegido y de los sentimientos que es capaz de excitar»{48}, arrastrando al alma hacia el torrente del devenir de los sonidos; ya que la melodía es el alma de la música, la base para el verdadero y libre desarrollo de la música. Los sonidos y las melodías de la música nos reportan placer, pero si escuchamos la música con la frialdad de la espiritualidad pura e intentamos racionalizar el encadenamiento de los sonidos, entonces el alma ya no se siente conmovida y no se siente arrastrada y embelesada por la música. Pero si nos abstraemos de los aspectos musicales técnicos que se dirigen al entendimiento, e ingenuamente nos dejamos llevar por la sensibilidad de nuestras impresiones, entonces la obra musical nos atrapa y nos estremece, dejando a un lado los juicios severos de la razón, que en dicho caso enfriaría la pasión musical. Cuando la música no tiene mucha dificultad en ser seguida nosotros mismos empezamos a marcar el compás y también empezamos a cantar. La música sirve también como distracción, y hace que el alma disfrute y pase un tiempo agradable e incluso perfectamente agradable.

Hemos subrayado que la música está inserta en el dominio del tiempo, y es por tanto un movimiento ideal. Las anteriores artes eran inmóviles y espaciales, con la música, podríamos decir, el arte entra en movimiento, saliendo de la extensión y entrando en la esfera del tiempo, el cual es inextenso, por eso la música es más espiritual que la arquitectura, la escultura y la pintura. El tiempo es visto por Hegel como la negación de la extensión, cuya «continuidad se reduce a la del punto móvil o del instante que se destruye él mismo; apenas el instante actual existe, cuando se desvanece en otro que le sucede» (tomo II, pág. 190). El tiempo es, pues, una sucesión de momentos yuxtapuestos que se destruyen, porque los momentos siempre se desvanecen, siempre fluyen (he aquí el carácter heraclíteo que le hemos dado a la música). La música es una yuxtaposición de sonidos estructurados en el tiempo, los cuales hay que escucharlos sucesivamente, a no ser que seamos como Mozart, el cual, al parecer, escuchaba la música de manera simultánea, en una especie de mística intuición musical.

La base de la música está en el sonido, que se distribuye obviamente por el tiempo, pero también está en las leyes abstractas de la cantidad, en la relación de los números, en la igualdad y en la desigualdad. La música es afín a la arquitectura porque puede reducirse a leyes matemáticas{49}. La música se mueve a través del armazón y firmeza de las proporciones matemáticas, y su libertad empieza a mostrarse cuando se desenvuelven las relaciones, las infinitas combinaciones, que forman y conforman artificiosamente los sonidos. El fondo de la música «es la vida libre y los movimientos internos del alma»{50}, y en este fondo se oponen la libertad del sentimiento y la rigurosidad de las leyes matemáticas.

Hegel distingue entre la música de acompañamiento y la música independiente{51}. La primera es la fusión de la música y la poesía, en la cual lo que expresa se encuentra fuera de ella, fuera de la propia música; puede suceder que la poesía predomine sobre la música, como, por ejemplo, en las poesías líricas de Schiller o en los coros de Esquilo y Sófocles, pues la fuerza de estos poemas, su grandeza y su amplitud, su perfección y su pormenorización, hace que la música no añada nada. La música de iglesia también es de acompañamiento, ya que expresa «el fondo sustancial del pensamiento universal, o el sentimiento general de la Iglesia»{52}. En la tragedia griega, dice Hegel, que era un gran conocedor del asunto, también había música, pero su papel no era preponderante. La música independiente, en cambio, es la que se desenvuelve en el medio propiamente musical y rechaza todo elemento que no sea puramente musical, emancipándose así de la poesía y del significado de las palabras.

La música para Hegel, como el arte en general, no es una revelación más alta que la filosofía, como llegó a afirmar Ludwig Van Beethoven. Tampoco es la expresión inmediata de la Voluntad, como sostuvo su principal antagonista: Arthur Schopenhauer. La tesis de Schopenhauer, profundamente metafísica, es inconcebible para el espiritualismo exclusivo ascendente hegeliano, en el cual no existe la Voluntad, porque la Voluntad rebasa toda experiencia posible y es cosa-en-sí, y está más allá de las categorías (la causalidad) y de la multiplicidad del espacio y el tiempo. Hegel, siguiendo las críticas de Reinhold y Fichte, eliminó la cosa-en-sí kantiana, y postuló la unidad de la realidad como un proceso espiritual hacia la plena identidad del absoluto consigo mismo, esto es, en un terminus ad quem apocalítico (lo que hemos llamado mundanismo, monismo o metafísica, esto es, espiritualismo exclusivo ascendente). Para Schopenhauer el mundanismo de Hegel era un auténtico disparate, por no hablar del de Fichte. Hegel atacaba a los románticos por su pretensión de colocar al arte como la manifestación más genuina de la divinidad o por postular la igualdad entre la ciencia, la religión y el arte (en este terreno ataca a su antiguo compañero Schelling). Para los románticos la sabiduría era el mismo arte. Schopenhauer, pese a que su ontología sea materialista en ontología-general{53}, vuelve a las posiciones románticas al afirmar que la música es la «objetivación inmediata de la Voluntad» (aunque la Voluntad sea esencialmente atea). La música, para más inri, está incluso fuera del mundo como representación, y por si fuera poco llega a decir que «podría subsistir acaso cuando el mundo no subsistiese», pues la música expresa la Voluntad pura misma; luego es una copia de la Voluntad en sí, y así su efecto «es mucho más poderoso y penetrante que el de las demás artes» e incluso superior al concepto. Visto esto, no resulta extraño que se haya dicho, desde postulados claramente psicologistas, que la filosofía de Schopenhauer es una justificación de su melomanía, una especie de melocentrismo.

Afirmar semejante tesis es como si desde el materialismo filosófico afirmásemos que la música es la manifestación inmediata de la materia trascendental. Pero la música, como todo contenido mundano, se expresa en un contexto ontológico-especial, y es, por tanto, materia determinada, y no materia indeterminada, es decir, la música es inmanente al mundo (al hombre) y no es una revelación o una expresión de la realidad que trasciende al mundo. Pese a todo, personalmente no considero que la tesis de Schopenhauer sea del todo gratuita, creo que tiene algún fundamento. Si la música no es la expresión inmediata de la Voluntad (o de la materia trascendental) es lo más parecido, quiero decir, lo que más podría asemejársele (aunque alguien podría objetarme que un basurero es también lo más perecido a la materia ontológico-general). Cuando la música llega al paroxismo y cuando se explaya en sonidos extraños y contundentes parece que manifiesta el fondo insondable que es la materia ontológico-general (obviamente es una exageración, pero es que hay músicas…).

Si se me permite el paréntesis, creo que un buen ejemplo de esto lo da la música académica del siglo XX, la que se conoce como «música contemporánea» o «vanguardia». Como dice Tomás Marco, la música del siglo XX es un hueso duro de roer. La música del siglo XX no es ya una liberación de la tonalidad, sino una integración y una radical conquista de las posibilidades sonoras. Esta música ha incorporado sonidos que hasta entonces eran ajenos a la música, rompiendo así la distinción entre sonidos musicales y no musicales. La música del siglo XX puede estructurarse en tres vías: «una primera que afecta a la configuración de la propia escala usada habitualmente en Occidente, una segunda que tiene que ver con la lutería incorporando instrumentos exóticos, o de nueva fabricación, con bases no necesariamente ancladas en la mencionada escala, o ampliando e investigando las posibilidades de emisión sonora de los instrumentos ya conocidos, y una tercera vía que proviene de la aplicación de la electricidad a la producción y comunicación sonoras, algo que adquirirá muchas formas y una importancia y sofisticación crecientes»{54}.

Para lo que vengo diciendo, es muy importante esta «tercera vía». Luigi Russolo fue el padre de lo que luego se llamaría «música concreta». Russolo, dentro del futurismo italiano, inventó unos «intonarumori» (entonadores de ruido) durante la Primera Guerra Mundial. En la década de los veinte Russolo inventó un «arco enarmónico», pero no pudo comercializarse y fracasó. Desafortunadamente, los aparatos de Russolo se quemaron en un depósito de París durante la Segunda Guerra Mundial, luego no sabemos cómo sonaban. El intento de Russolo lo consiguió en los años cincuenta el francés Pierre Schaeffer y el también francés Pierre Henry, los cuales fueron los que acuñaron el término de «música concreta». Esta música consiste en grabar sonidos exteriores y entonarlos con el aparato; es decir, la música concreta graba sonidos concretos, reales, para ulteriormente ser modulados. Como dice el propio Pierre Schaeffer: «Esta decisión de componer con materiales extraídos de los datos sonoros experimentales, yo la califico, por construcción, de música concreta, a fin de subrayar nuestra dependencia, no ya respecto de abstracciones sonoras preconcebidas, sino de fragmentos sonoros definidos y enteros, incluso –o especialmente- cuando escapan a la definición elemental del solfeo»{55}. Casi al mismo tiempo que el surgimiento o consolidación de la música concreta (después del fallido intento de Russolo) nace en la germana Colonia la música electrónica. La música electrónica es curiosamente todo lo contrario a la música concreta, pues ya los sonidos no proceden del exterior, sino del interior de la máquina, siendo después manipulados en el laboratorio. «Es música electrónica aquella en que el electrón es el medio de producción sonoro que sustituye a la pulsación o al soplo del instrumentista» (pág. 62). En este tipo de música el intérprete es la misma persona que el compositor, y «la obra se ejecuta en el acto mismo de su composición: no habrá ya nadie más que pueda poner en peligro la absoluta “libertad” en la que el compositor ha encerrado la obra» (pág. 65). En los años cincuenta un jovencísimo Karlheinz Stockhausen con sus Studio I (1953) y Studio II (1954) y sobre todo con Gesang der Jünglingle (1956) hizo por primera vez una obra maestra de música electrónica por antonomasia, la cual tampoco es como se ha dicho «la capilla Sixtina» de la música electrónica, sino más bien «la cueva de Altamira», porque se situaba en el amanecer de esta tendencia. Con Kontakte (1960) Stockhausen fusiona lo instrumental y lo electrónico, y con Telemusik (1966) hace sus escarceos orientales{56}. La música electrónica, al principio, no podía llevarse a los escenarios, y por tanto se hacía en caros y complejos laboratorios, subvencionados por instituciones importantes (como la Fundación Rockefeller, una fundación, por cierto, afiliada a la masonería y al Club Bilderberg). Los resultados de esta música se difundían por cintas magnetofónicas. Todo esto cambió con la llegada del sintetizador, el cual es una especie de mini estudio electrónico, el cual funciona sin necesidad de cintas y auxiliado en ocasiones por un teclado. Pese a algunos intentos por parte de Herbert Belar y Harry Olsen, el verdadero creador del sintetizador fue Roger Moog, que lo comercializó en 1964. Con la creación del minimoog, un sintetizador portátil, en los años 70, la música electrónica empezó a arrasar en la industria de la música popular, y hoy en día es inconcebible la música popular y sus espectáculos sin el concurso de los sintetizadores. «De cualquier manera, la electrónica y los ordenadores son el último paso que el siglo XX dio para ensanchar sus fuentes sonoras no sólo más allá de la escala occidental sino para conquistar para el compositor el total sonoro. Al final de la centuria, es un hecho que el creador musical tiene a su disposición todos los sonidos posibles, naturales o sintéticos, para abordar su labor»{57}. Esta fusión y exploración del sonido se da en lo que se ha llamado «música electroacústica» , que, en palabras de Tomás Marco, supone el «total sonoro» (aunque sospecho monismo en esa terminología, pues podría traducirse como «espíritu absoluto sonoro» o algo así). Tal es la cosa que incluso se hace música con sonidos del universo, esto es, con sonidos del Sol, de Saturno, de Júpiter, de la Tierra, del Sistema Solar, de los planetas, etc.{58} No podemos decir que el universo haga música, pero sí que transmite sonidos, los cuales son recogidos por satélites y utilizados por compositores imponentes como Iannis Xenakis, François Bayle, Terry Riley, Tod Dockstader, Morton Subotnick o Bernard Parmegiani (si Pitágoras levantara la cabeza){59}. Esta música cósmica no está, por supuesto, en un contexto ontológico-general, pero esos sonidos evocan a algo parecido, esto es, al fondo místico (de un misterio real y maravilloso) del mundo, esto es, de la materia ontológico-especial, porque materia ontológico-general y materia ontológico especial no son dos esferas aisladas, dos sustancias, ya que su interconexiones son muy complejas y están vinculadas directamente por la mediación del Ego Trascendental. Tan sólo podemos hacer una interpretación poética de la música como materia ontológico-general. Como dice Tomás Marco, la música electroacústica, que supone el «total sonoro», es «la inmersión del hombre en el cosmos a través de la sonoridad».

6.5 Poesía

La poesía está, en la filosofía del arte hegeliana, dentro de la serie de las artes románticas (junto a la pintura y la música). La palabra llena el espíritu y la poesía es el arte de la palabra; estamos, pues, en el arte del logos. La poesía, según Hegel, engloba a las artes figurativas y a la música, luego es el arte más universal. La poesía, como la música, está inmersa en la percepción que tiene el alma de sí misma {60}, pero se desenvuelve en el fascinante mundo de la imaginación. Aquí el alma puede expresar toda su riqueza y el engranaje de los pensamientos, ligados al movimiento del alma con sus acciones y pasiones.

La poesía está emancipada de la materia, ya que no tiene que trabajar ni modelar la materia física para ofrecer sus formas, es decir, ya no tiene que manifestar a la vista imágenes sensibles sino que se vale del espíritu mismo a través de las concepciones de la imaginación, la cual no posee una forma poética si no se envuelve por la forma superior del arte; luego no se habla de la imaginación en sí, sino de la imaginación artística. Lo mismo pasaba con el color y el sonido, que por sí mismos no son objetos artísticos, es decir, por sí mismo el color no es pintura y el sonido no es música. La poesía puede describir pormenorizadamente el mundo exterior, cosa que ni la pintura ni la música pueden llegar a hacer.

El elemento físico de la poesía es el mismo que el de la música, esto es, el sonido. La finalidad de la música consiste para nuestro autor en darle forma al sonido y fervorizar los sentimientos del alma, y así queda fuera del pensamiento como tal (sobre todo en la música independiente, donde la música no es lenguaje en sentido estricto). La poesía, en cambio, crea un mundo que se precipita en la misma imaginación, y no se reduce a la expresión de la armonía de los sonidos, porque posee el poder de la palabra, la cual da vida y significado a esos sonidos, es decir, transmite los pensamientos. Aquí el espíritu se manifiesta en sí mismo, «en el foco interno de la imaginación». La poesía expresa, pues, lo interior: la imagen presente en el espíritu. La poesía es el arte de las formas espirituales, el arte espiritual por antonomasia, cuyas formas específicas son la imaginación, la intuición, la sensación, etc. Estas formas expresan lo que verdaderamente interesa e importa al espíritu: lo verdadero en sí, esto es, lo interior. Por eso la poesía está situada, según Hegel, en la cúspide del arte, siendo las demás artes meros preparatorios, intentos inferiores. La finalidad del arte, podríamos decir, está en la espiritualidad de la poesía. Entre las artes, es la poesía la que expresa en su esencia la sustancia del espíritu absoluto, pues ya lleva la impronta de la sabiduría: el poder de la palabra. Con la palabra se invoca a Dios, por eso la poesía es la precursora de la religión, la cual a su vez es la precursora de la filosofía, donde la palabra alcanza su máximo esplendor.

Gracias a la palabra el campo de la poesía es más amplio que el de las otras artes. Tanto la moralidad como los objetos de la naturaleza y los acontecimientos de la historia no escapan al vasto dominio de la poesía y son tratados por ella. La poesía es una «bella armonía hablada» .

Pese a su privilegiada posición espiritual, Hegel reconoce que la poesía llega al espíritu bajo las formas del lenguaje, que están subordinadas a ciertas leyes. Pero es a partir de la poesía cuando el arte empieza a disolverse; a partir de aquí el arte cede su puesto a la religión y a la filosofía, y el absoluto es expresado como separado de toda forma sensible.

La poesía no es aún la máxima expresión del espíritu absoluto, es simplemente la máxima expresión del arte (el cual ocupa el escalón más bajo dentro de la esfera del espíritu absoluto). ¿Cuál es el fondo de la poesía? «El verdadero objeto de la poesía no es el sol, las montañas, los bosques, los paisajes o la forma humana en su aspecto material, la sangre, los nervios, los músculos, etc., sino los intereses del espíritu»{61}. Así, la interioridad del espíritu adquiere aquí mayor importancia que los objetos externos, los objetos diseminados en la res extensa; dicho de otro modo: a la poesía no le interesa la naturaleza, sino el espíritu, la res cogitan. El objeto de la poesía está en la palabra, la cual expresa «el imperio infinito del espíritu», por eso la palabra es el instrumento que más conviene al espíritu, debido a su potencia de mostrar los refinamientos, los intereses y la vida intima del espíritu. «No sucede con la poesía lo que con las artes gráficas; éstas presentan a nuestra vista objetos artísticamente modelados, es cierto, pero en su realidad visible; la poesía, por el contrario, se limita a evocar imágenes en nuestro espíritu y a excitar en el alma sentimientos» (tomo III, pág. 139).

Hegel distingue diferentes géneros de poesía: poesía épica, poesía lírica y poesía dramática; estos géneros se reproducen en sentido ascendente. Aquí vemos como una vez más el esquema trimembre late en todas o casi todas las clasificaciones que desarrolla el sistema hegeliano.

La poesía épica «tiene por asunto una acción pasada, un acontecimiento que, en la vasta extensión de sus circunstancias y en la riqueza de sus relaciones, abraza todo un mundo, la vida de una nación y la historia de una época entera» (tomo III, pág. 82). El fondo y la forma de la epopeya están en el conglomerado de ideas y creencias de una nación, esto es, en la vida política, militar, civil y doméstica de una nación, ya que la épica explica las costumbres de esa nación. La grandeza de una nación se refleja en la poesía épica, y sobre todo cuando ésta plasma el momento bélico de dicha nación, es decir, cuando tiene su concurso dentro de la Historia Universal y sale de la barbarie, compitiendo con el resto de naciones por llevar la antorcha de la universalidad. Bajo la forma de la poesía épica se escribe la biblia de un pueblo, se expresa, por tanto, el espíritu del pueblo, y sólo así puede dicho pueblo ser grande e importante entre el resto de las naciones. La poesía épica encuentra su propio terreno en el exterior, en algo que en el fondo es extraño para nosotros; expresa, por tanto, sucesos reales (en el sentido hegeliano de la palabra).

La poesía lírica, enseña Hegel, se encuentra justo en lo opuesto, pues ésta trata de expresar los sentimientos, el estado interno del alma, por eso es más rica y menos prosaica que la épica. Aquí ya no importa la acción que se desenvuelve en el mundo exterior, aquí lo que importa son las individualidades, es decir, los dolores, las alegrías, la admiración, etc., que el alma humana puede experimentar. La poesía lírica retrata «todos los grados de la escala del sentimiento, en sus movimientos más rápidos y en sus accidentes más varios, son aquí fijados y eternizados por la expresión» (tomo III, pág. 142). Este género de poesía depende íntegramente de la inspiración del poeta, porque todo emana de su corazón y de su alma, es decir, este género depende de la disposición del poeta, de su estado de ánimo, ya que expresa precisamente eso: el estado de ánimo del propio sujeto que realiza la obra de arte. Y así lo reconoce Hegel: «el verdadero poeta lírico vive en sí mismo, concibe las relaciones de las cosas según su individualidad poética» (tomo III, pág. 145). En la lírica el poeta presenta sus pensamientos más íntimos, y para esto se requiere que el poeta sea un verdadero poeta, repleto de sensibilidad, de imaginación, de grandes pensamientos y de libertad, es decir, de un mundo propio y entusiasmado. La misión del poeta lírico es hacer que el oyente de su poema alcance una disposición anímica similar, hacer que el oyente se sienta conmovido e identificado con los sentimientos del poeta. Los maestros de este género, a juicio de Hegel, han sido Bürger, y sobre todo, Goethe y Schiller, los cales han influido poderosamente en el propio Hegel.

La poesía dramática engloba los vastos elementos del arte, y así se constituye como la forma de arte más elevada. Este género de poesía sintetiza los dos anteriores estados, es decir, el de la objetividad épica y el de la subjetividad lírica. Mientras se desarrolla ante nuestra vista las acciones de los personajes, también observamos que de éstos brotan voluntades y pasiones. Lo que la poesía dramática representa es el devenir crítico de los distintos personajes, lo cuales luchan entre sí para alcanzar sus propósitos. Esta poesía sólo puede llevarse a cabo en una civilización avanzada, aunque su parafernalia no es tan compleja como la de la epopeya, manteniendo, eso sí, mayor unidad que ésta.

La poesía dramática se divide en poesía trágica, poesía cómica y en drama propiamente dicho (otra trinidad). El efecto de la poesía trágica consiste, siguiendo a Aristóteles, en excitar los sentimientos de terror y de piedad para así llegar a purificarlos. La tragedia es, pues, un espectáculo que nos atrae y repele al mismo tiempo. El poder de lo absoluto hace que el hombre sienta terror, pero en el fondo no es a esto a lo que tiene que temer, sino al poder moral que tiene como finalidad la libertad de la razón. «En la tragedia los personajes consuman su ruina por lo exclusivo de su voluntad y de su carácter por lo demás firme, o bien deben resignarse a admitir aquello a que se oponen» (tomo III, pág. 215). En la comedia, sin embargo, nos reímos de los personajes. Aquí el hombre se ha hecho dueño de sus pensamientos. Del mismo modo que el color y el sonido de por sí no constituyen ni la pintura ni la música, así «la tontería, la extravagancia, la ineptitud, consideradas en sí, no pueden ser cómicas, aun cuando a veces causen risa» (tomo III, pág. 216). La risa la define Hegel como la satisfacción de la suficiencia satisfecha. La comedia se caracteriza por plasmar la satisfacción infinita y contrastar contradicciones. El drama, por último, oscila entre la comedia y la tragedia. Aquí lo trágico y lo cómico tienden a desaparecer o a neutralizarse e incluso a conciliarse. La tragicomedia podría entrar en esta clase de poesía. El drama suaviza los tonos trágicos y cómicos; esto puede tener como consecuencia que el drama pueda resultar prosaico.

7. La filosofía hegeliana, el mito de la cultura y la muerte del idealismo alemán.

La Idea de «cultura» , como Idea-clave, Idea-fuerza, idea-cúpula, se incubó en las universidades alemanas (Herder, Hegel, Dilthey, Windelband, Rickert, Ostwaldt, Frobenius, Spengler, Cassirer, etc.). Es por tanto una Idea «moderna», una Idea que no existía porque no podía existir en la antigüedad ni en la Edad Media. La Idea de Cultura (de cultura objetiva) no es, pues, una Idea eterna, surgida in illo tempore, ya que apenas tiene doscientos años; es por tanto una Idea relativamente reciente, la cual sigue de plena actualidad y es utilizada muchas veces para el prestigio y la nobleza con una fuerte connotación propagandística (con el nombre de cultura se justifican cosas abominables).

Aparentemente puede parecer que la Idea moderna de cultura es una mera extensión o extrapolación de la Idea tradicional de cultura, la «cultura subjetiva» (cultura animi de Cicerón). La cultura en sentido tradicional siempre se expresaba a través de un uso sincategoremático, pues el término «cultura» siempre estaba incluido genitivamente a otro término (así tenemos agri-cultura, cultura animi…). En este plano la Idea toma un tono subjetivo, psicológico. En cambio, la cultura objetiva, la cultura moderna (o mejor dicho, la Idea de cultura objetiva), es expresada de modo exento; es decir, el término «cultura», en su moderno sentido, se sustantifica; a partir de ahora se hablará de «la Cultura», un término que engloba una cantidad de materiales muy heterogéneos.

La Idea de cultura es producto del área de difusión protestante, es por ello una Idea germana, una Idea con un fuerte componente metafísico y un importante carácter espiritualista (espiritualismo que llega al colmo con Fichte y con Hegel, porque todo será racional y el espíritu será absoluto, es decir, exclusivo, porque al margen del espíritu no existirá nada; o, lo que es lo mismo, al margen de la cultura alemana no existirá nada, si se es consecuente con el sistema hegeliano e incluso fichtiano, afín a los postulados de los Nacional Socialistas que iniciaron la masacre de la Segunda Guerra Mundial). La cultura ya no será el espíritu subjetivo de cada cual, sino el espíritu del pueblo, esto es, el Volkgeist. La Idea de cultura subjetiva es cronológicamente anterior a la de cultura objetiva, pero una vez que se configura la Idea de cultura objetiva la Idea de cultura subjetiva se explicará desde la cultura objetiva o será reducida como un caso más de ésta.

Hegel, el autor que nos ocupa, era un luterano, qué duda cabe. Según Hegel, el cristianismo romano, es decir, el catolicismo, no supo alcanzar la verdadera libertad, misión que le fue encomendada a Lutero, el héroe del cristianismo al liberarlo de sus rejas romanas{62}. La Historia Universal es el propio objeto del sistema hegeliano, es más, la Estética no sólo es una filosofía del arte, sino más bien es una filosofía de la historia del arte. ¿Cuál es el papel de la cultura dentro de la Estética de Hegel? O, mejor dicho, ¿cuál es el papel del mito de la cultura en la Estética de Hegel? Hegel considera que la cultura es lo que él llama «espíritu objetivo» (derecho, moralidad y costumbreidad). El espíritu objetivo es, en palabras de Ortega, un «desalmando», sin embargo es el canal por el que las almas quedan conformadas. El espíritu objetivo no es propiamente humano, sino más bien praeterhumano; Hegel es el representante y el prototipo más importante e interesante de lo que Gustavo Bueno ha llamado «la concepción espiritualista del praeterhumanismo cultural»{63}. Pero ya en la Estética, sobre todo en la forma del arte romántico, estamos dentro del espíritu absoluto; pero ¿acaso el arte, la religión y la filosofía no son las tres formas más refinadas de cultura? A través del espíritu absoluto el espíritu vive en su forma superior, forma que ha tenido que pasar por la necesidad del ascenso del espíritu, esto es, desde el espíritu subjetivo, pasando por las instituciones del espíritu objetivo, hasta encontrarse a sí mismo en la esfera del espíritu absoluto que, a nuestro juicio, es tan sólo un «sueño dogmático».

El arte está anclado en lo que Gustavo Bueno ha llamado «cultura circunscrita», terminología empleada para afrontar el asunto desde «la mayor neutralidad axiológica posible»{64}, y dicha cultura es entendida como la «cultura por antonomasia», la forma más característica de la cultura, como si la ciencia, la religión y la filosofía quedasen fuera de la «cultura por antonomasia». Pero el arte no es la cultura por antonomasia, aunque en algunas ocasiones se ha impuesto la oposición arte/naturaleza en vez de la consagrada cultura/naturaleza, pues lo natural también se opone a lo artificial. Muchas veces el arte es visto como una segunda naturaleza, y por eso la cultura se reduce al arte, en su sentido más refinado, como «arte espiritual», o por lo menos eso es lo que pasa con las llamadas «bellas artes», «artes finas» o «artes liberales», como si las «artes mecánicas» (las artes útiles o serviles, como la pesca, la cisoria, la navegación, las artes marciales, la caza…), o la política y la religión no fuesen cultura{65}. Pero la cultura desborda al arte, a la circunscripción que los ministerios, consejerías y concejalías de cultura le dan al arte, porque éste es sólo una parte formal de la cultura. Tampoco las «bellas artes» agotan el contenido del arte, e incluso el término «bellas artes» puede que sea el fruto de una clasificación de tendencia espiritualista religiosa, una «idea nebulosa» que arrastra fuertes connotaciones teológicas y metafísicas; no obstante, la belleza era uno de los trascendentales del ser en la filosofía escolástica. Así, cabría entablar un paralelismo entre la distinción bellas artes/artes mecánicas y la distinción artes sagradas/artes profanas. Las bellas artes no serían otra cosa que la secularización de las artes sagradas, constatándose así como la idea de la Cultura es la metamorfosis de la idea de la Gracia. En Hegel, las bellas artes son, sobre todo, las artes románticas, las cuales sería formas superiores de arte, como la pintura, la música y la poesía, las artes que mejor se adaptan a las condiciones del espíritu.

Otra cosa importante es que el arte, afirma Hegel, no puede existir al margen de la realidad institucional del Estado, así como la religión y la filosofía. Es el Estado la plataforma por la cual puede propagarse el arte. Para Hegel la «clase universal» estaba representada por los funcionarios públicos del Estado (y para empezar del Estado prusiano de su época), a los cuales les estaba encomendada la apoteósica misión de implantar el Estado donde triunfaría el espíritu absoluto (idea que heredaron los comunistas con el proletariado como «clase universal» , y que tampoco está muy lejos del Estado o Imperio totalitario con el que soñaron los fascistas, pues el Estado sería omnisciente, luego metafísico).

En la Edad Media, hemos dicho, no existía la Idea de cultura. Su lugar lo ocupaba la Gracia, la Gracia que elevaba y santificaba y que era enviada por la providencia divina para salvar a los hombres del pecado y la des-gracia. No solamente la religión, sino el lenguaje, el Estado, las artes y todos los bienes eran dones de la Gracia. La Idea de cultura no se forjó ex nihilo, sino que fue producto de otras ideas que le precedían. La Idea de cultura surgió a raíz de la trasformación de la Idea medieval de la Gracia; es decir, el «Reino de la Gracia» se metamorfoseó en el «Reino de la Cultura»; el puesto que ocupa en la Edad Media, en el Antiguo Régimen, la Gracia lo ocupó ya en el Nuevo Régimen (el régimen de la sociedad moderna de la burguesía industrial) la cultura, la cultura objetiva, consecuencia de los importantes cambios sociales, económicos y políticos (y, por supuesto, filosóficos) dados a finales del siglo XVIII, el llamado «siglo de las luces» , el siglo de la también llamada «ilustración», de la «diosa de la razón» y demás estupideces protestantes, el siglo que sucedió tras el terrible siglo XVII, el siglo de la Guerra de los Treinta Años, el siglo del conflicto de la Europa católica contra la Europa protestante (¡qué diálogo cabía ahí!). Así pues, la Idea teológica de la Gracia es una idea análoga y homóloga precursora de la Idea de cultura, y sobre todo de la Idea alemana de cultura{66}.

El Espíritu Santo, que soplaba a través de la Iglesia de Roma, dejó de soplar a partir de la secesión de la secta protestante y empezó a soplar a través del espíritu de los pueblos, el cual es la entidad supraindividual que constituye la cultura. La Idea de cultura objetiva, podríamos decir, surgió a raíz de la crisis de fe en el Espíritu Santo. En la Reforma luterana el Espíritu Santo no insuflaba su gracia a través de la Iglesia apostólica romana, sino que ya era algo instalado en el fuero interno de cada criatura humana, en el seno del alma (postulada como inmortal). Aun así, el soplo del espíritu se manifestará también en las asambleas de los pueblos más diversos, y por eso el Espíritu Santo, elegante y santificante, se trasformará en el espíritu del pueblo conocido como Volkgeist{67}. Es en el siglo XIX, cuando empiezan a caer las monarquías absolutas (a causa de las invasiones napoleónicas, precedidas por la metamorfosis del reino del Antiguo Régimen francés en nación política por «holización») y empieza la andadura de las naciones políticas (España, Alemania, Italia, etc.), cuando el mito de la cultura se expande con asombrosa precisión, pues la nación es el Estado de cultura (Fichte) y esta cultura es la palabra del «pueblo de Dios» . Esto supone, por tanto, la secularización de la Idea de la Gracia, y la cultura no sería otra cosa que un mito, el mito de la secularización de la Gracia. La Idea de cultura disuelve la Idea teológica de la Gracia, consecuencia de lo que arriba hemos llamado «inversión teológica» . «Como motor principal de la transformación del “Reino de la Gracia” en el “Reino de la Cultura” habría que considerar el proceso de constitución de la “sociedad moderna” en la medida en que precisamente esa constitución comparta la cristalización de la idea de Nación, en su sentido político, como núcleo ideológico característico de la consolidación de los Estados modernos»{68}. Si durante el Antiguo Régimen alguien se situaba fuera del ámbito de la Gracia, era un des-graciado; durante el Nuevo Régimen, si alguien se sitúa fuera de la cultura es un in-culto.

El mito de la cultura empezó probablemente con Herder (sin perjuicio de sus precedentes). Pero es en Hegel donde el mito de la cultura se consagra definitivamente{69}, donde la cultura llega a realizarse como espíritu absoluto, es decir, como mito, y además como mito oscurantista y confusionario. Parafraseando podríamos decir que en la esperanza hegeliana todo lo real será cultural y todo lo cultural será real, pues en el reino del espíritu absoluto, de la cultura absoluta, la naturaleza será abolida debido a la anegación del espíritu en la totalidad de la realidad como racionalidad omniabarcante en la que se afirma un postulado holista en el que, en contra del principio de symploké, «todo está conectado con todo» (he aquí el mundanismo monista, valga la redundancia, de lo que hemos llamado espiritualismo exclusivo ascendente). Según su sistema, la cultura pasa de un momento subjetivo, pasado por otro objetivo, hasta desembocar en el absoluto, en el Volkgeist místico (la versión secular alemana del concepto oscuro y metafísico del pueblo de Dios). El espíritu subjetivo está inserto, sin embargo, en un marco supraindividual, y praeterhumano. El espíritu objetivo es la Idea que más se aproxima a la Idea de cultura objetiva, y es diagnosticado por Hegel como la «cultura de la nación» . Es a través de la cultura cómo la sustancia se transforma en sujeto (frente al acosmismo de Spinoza), y por tanto es en la cultura donde el hombre encuentra la libertad y le sirve de plataforma para alcanzar el escatológico y apocalíptico reino del espíritu absoluto, el reino de la secularización de la Gracia. El arte es el primer gran peldaño para alcanzar dicha cima, es el principio de la libertad, sobre todo en el romanticismo (o lo que para Hegel es lo mismo, en el cristianismo), el cual colinda con el más severo espiritualismo, el espiritualismo de la religión y el de la sabia filosofía.

La dialéctica del espíritu, según Hegel, se desarrolla de forma inmanente en la Historia Universal, la cual es movida por los motores del trabajo y la guerra. El trabajo es la condición necesaria del surgimiento de la cultura, sin trabajo sencillamente no hay cultura. El trabajo transforma la naturaleza, y dicha transformación hace al espíritu libre, pero, eso sí, sólo a través de la naturaleza y del trabajo sobre la naturaleza pueden los hombres mantener relaciones y establecer enfrentamientos dialécticos entre sí («la lucha por el reconocimiento» ). Aquí la dialéctica del señor y el siervo juegan un papel muy importante. La Historia Universal empieza cuando hay dos «conciencias» enfrentadas. Dicho de otro modo: la Historia empieza con las guerras, sin guerras no hay Historia. La guerra es el vínculo de relación entre los Estado soberanos (lo demás es música celestial o Alianza de Civilizaciones). Hegel es plenamente consciente de que el desarrollo de la Historia Universal no es armónico, sino polémico, porque la guerra ha sido (y sigue siéndolo) el pan nuestro de cada día. Esta postura se opone al panfilismo de los krausistas (por no hablar de los krausista españoles, que son los que nos dominan). Karl Christian Friedrich Krause (masón, para más inri) habló de que El ideal de la humanidad se cumpliría tras un desarrollo armónico y de consenso entre las diferentes naciones (el marxismo también se burlaría de esta idea de la masonería internacional, consecuencia de las «profundas» meditaciones de la burguesía más pánfila y «progresista»). Así pues, Hegel, pese a que su meta está en el espíritu absoluto donde la paz será absoluta y la humanidad poseerá las claves para su propia autodirección, es consciente del duro trance que la humanidad ha de pasar hasta hallar esa paz que, al igual que en Kant, será perpetua (mutatis mutandis: Marx y su Umstülpung al sistema hegeliano con la tesis del comunismo final). La guerra es pues el Juicio Universal, el juico de Dios en la Tierra; un Dios inmanente y no-dramatizado, o mejor dicho, dramatizado en el teatro de la Historia Universal. Podría afirmase sin exageración que toda la filosofía hegeliana está sugiriendo que el curso de la Historia Universal, donde los pueblos se revelan la antorcha de la universalidad, desembocará en la hegemonía de Alemania; es decir, el espíritu absoluto se realizará cuando Alemania se haga con la hegemonía de Europa{70} y sea primera potencia mundial y «vanguardia de la Humanidad», como si la historia entera fuese cómplice de su idealismo. Esta Idea ha estado latiendo prácticamente en toda la filosofía alemana (salvo en Schopenhauer y en Marx por motivos muy distintos). Ahí están los fervorosos Discursos para la nación alemana de Fichte; los incendiarios escritos de Frege; la metafísica de Heidegger, el cual colocaba a Alemania como centro espiritual entre la masa asiática, es decir, soviética (el comunismo), y el mercantilismo estadounidense (el capitalismo), siendo el ser que en el ser le va su ser no un ser abstracto sino un ser concreto, el alemán de su tiempo, y por consiguiente «sólo se puede pensar en alemán»; y la concepción de la historia como diosa y cómplice de los intereses de Alemania del austriaco nacionalizado alemán Adolf Hitler; una diosa, dicho sea de paso, que tiene mucho que ver con la diosa de la razón que postulaba la ilustración anticatólica, europea y protestante. En la victoria de Alemania, la obra total de Wagner resonaría hasta los confines de la Tierra, una vez liberada de comunistas, capitalistas, judíos y otras razas miserables, según la predestinación del Dios protestante. Y es que con Wagner y el arte alemán entran ganas de invadir Polonia.

Pero la historia ha tirado por otros derroteros, y el idealismo alemán cayó en el campo de batalla. La Segunda Guerra Mundial era la prueba de fuego, he aquí el carácter práctico de la filosofía. La Segunda Guerra Mundial corroboró la descabellada idea en la que el idealismo alemán se nutría, ¡ahí se vio lo que era el idealismo alemán! Alemania debía de ser, según los nacionalistas alemanes, hegemonía mundial, porque así lo designaba, según ellos, el determinismo fatalista de la historia: la historia tendría que haber continuado y culminado en el domingo nazi del Reich de los mil años. Había sido hegemonía mundial Grecia, Roma, España, Inglaterra; la Unión Soviética amenazaba con ocupar dicho puesto (y no digamos Estado Unidos que a la postre lo consiguió). Así pues, los nazis creían que la hora y el día dominical de Alemania habían llegado, que la raza superior de la cultura superior se impondrá sobre las razas infrahumanas (judíos, eslavos, gitanos, negros, etc.). Pero el imperialismo o intento de imperialismo alemán de mil años duró menos que el matrimonio que tuvieron Hitler y Eva Brown, y cayó cuando las tropas soviéticas y la Comintern ocuparon Berlín el 2 de mayo de 1945 y colocaron la bandera soviética sobre el Reichstag, una foto sin duda para la Historia{71}, pese a quien le pese y más allá del bien y del mal.

Así pues, no es sólo el arte, entendido como concepción del mundo romántica, el que ha muerto, pues también el idealismo alemán ha muerto, e incluso tiene su epitafio en las palabras de Thomas Mann en Doctor Fausto, palabras de lujo para terminar nuestro artículo basado en la trituración dialéctica del idealismo alemán del gran Hegel. He aquí las palabras de Mann firmadas el 25 de abril de 1945: «¿Es construcción enfermiza preguntarse cómo en el porvenir, Alemania, de cualquier forma que sea, ose abrir la boca para asuntos que conciernen a la humanidad?».

Yevgueni A. Chaldej, Soldado soviético izando la bandera roja sobre las ruinas del Reichstag, 2 de mayo de 1945
La caída del imperio alemán es la caída del idealismo alemán:
he ahí la prueba de fuego

Notas

{1} Obispo de Roma en la época del Papa San Ceferino (199-217), procedente de la Pentápolis libia. Sabelio encabezaba el partido de los patripasianos, herejía antitrinitaria, de fuentes arrianas, cuyos apologetas fueron Noeto de Esmirna, Epígono y Cleómenes. La excomulgación de Sabelio llegó con el papado de San Calixto (217-222), sucesor de San Ceferino en la barca de Pedro. Llegó a reconciliarse con la Iglesia a través del Papa San Dionisio (259-268), renovándose su doctrina en el siglo IV, gracias a Marcelo, obispo de Ancira. Los escritos de Sabelio no han llegado hasta nosotros, y sus doctrinas son conocidas por las refutaciones de distintos Padres apostólicos (San Hipólito, San Epifanio y, sobre todo, Atanasio).

{2} La segunda venida de Cristo, de la cual «nadie sabe el día ni la hora, ni los ángeles del cielo, ni siquiera el Hijo, sino sólo el Padre», pero, al parecer, Hegel tenía el privilegio de saberlo.

{3} G. W. F. Hegel, Fenomenología del espíritu, trad. de Wenceslao Roces, Biblioteca de los grandes pensadores, RBA, Barcelona, 2004, pág. 24.

{4} G.W.F. Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la Historia Universal, Alianza ensayos, versión de José Gaos, Madrid, 2004.

{5} Gustavo Bueno, Materia, Pentalfa Ediciones, Oviedo, 1990, pág. 72.

{6} Gustavo Bueno, Ensayos materialistas, Taurus, Madrid, 1972, pág. 96.

{7} Gustavo Bueno, El sentido de la vida, Lectura segunda, Sobre el concepto de «Espacio Antropológico», Ediciones Pentalfa, Oviedo, 1996, pág. 100. Libro que se ha reeditado en el 2009 en formato pdf.

{8} Naturaleza y espíritu pueden ponerse en correspondencia con el primer y el segundo género de materialidad respectivamente (M1 y M2); precisamente el tercer género de materialidad (M3) derriba la concepción dualista de naturaleza/espíritu, pues M3, esto es, la esencias y entidades matemáticas, ni están en la naturaleza ni en el espíritu (no son formas culturales). También pueden ponerse en correspondencia con el eje radial y el eje circular del espacio antropológico respectivamente, de modo que el espacio antropológico hegeliano sería bidimensional (plano).

{9} Fenomenología del espíritu, op. cit., pág. 52.

{10} G. W. F. Hegel, Enciclopedia de las ciencias filosóficas, Alianza Editorial, trad. de Ramón Valls Plana, Madrid, 2005, pág. 604.

{11} Véase Gustavo Bueno, El mito de la felicidad, Ediciones B, Barcelona, 2005. Espiritualismo exclusivo ascendente o espiritualismo absoluto ascendente. En la citada obra leemos: «El sistema del idealismo absoluto podría considerarse como una versión “vuelta del revés” del espiritualismo idealista de Berkeley. Una vuelta del revés mediante la cual pueden quedar resueltas muchas de las inconsistencias insuperables que presentaba el idealismo de Berkeley, y que sólo por apelación a postulados tomados de la Revelación –por el postulado de la existencia de Dios, el postulado de la identificación de la voluntad de Dios con la voluntad de una Iglesia y la de esta Iglesia con la voluntad de un Estado positivo- intentaban ser enmarcados. La “vuelta del revés” de la que hablamos podría definirse como si hubiera tenido lugar mediante un desplazamiento del “lugar transcendente” que ocupaba el Dios cristiano en el sistema de Berkeley, hacia el “lugar inmanente” ocupado por el espíritu humano-divino que Fichte identificará con el Yo absoluto». Aquí está la «inversión teológica» que, en nuestro caso, veremos en Hegel, que a su vez lleva a la plenitud la Idea de Cultura, de Cultura como Espíritu Absoluto e idea aureolear, aunque, según Hegel, ya plenamente cumplida en su propio tiempo a través de su propia obra de pleno saber filosófico.

{12} Abrir la vía de regressus hacia la materia ontológico-general supone negar categóricamente la existencia de Dios, debido a la imposibilidad de realizar un progressus desde Dios al mundo material que nos envuelve. La existencia de la materia ontológico-general corrobora la inexistencia de Dios, tanto la del Dios de la ontoteología como la del Dios en devenir hegeliano. El análisis regresivo hacia la materialidad trascendental también supone la negación categórica de cualquier revelación o intuicionismo praeterracional y la negación categórica de cualquier tipo de emergencia metafísica.

{13} Gustavo Bueno, La metafísica presocrática, Pentalfa, Oviedo 1974, pág. 25.

{14} Pues, desde las coordenadas críticas del materialismo filosófico, el mundo está dado a escala zootrópica en general y antrópica en particular: «El “Mundo” que envuelve a los hombres (y a los animales) no tiene una morfología que pueda considerarse como inmutable e independiente de quienes forman parte de él, interviniendo en el proceso de su variación. El Mundo es el resultado de la “organización” de alguna de sus partes (por ejemplo, los hombres) establecen sobre todo aquello que incide sobre ellas, y está en función, por lo tanto, del radio de acción que tales partes alcanzan en cada momento. El Mundo no es algo previo, por tanto, al “estado del Mundo” que se refleja en el mapamundi (que es una forma latina de expresar lo que los alemanes desinan como Weltanschauung de cada época)» (Gustavo Bueno, Qué es la ciencia, Pentalfa Ediciones, Oviedo, 1995, pág. 9). Para Hegel, el Mundo estaría más bien a escala antrópica en general, pues los animales, aun no siendo máquinas como en Gómez Pereira y Descartes, no tienen autoconciencia, aunque ya están en la interioridad, y por ello sólo están a las puertas del espíritu. El espíritu es, en Hegel, básicamente humano o praeterhumano. El espíritu hegeliano se desenvolvería, dicho con la terminología del materialismo filosófico, en el eje circular del espacio antropológico.

{15} El materialismo filosófico es un materialismo antimetafísico. Semejante sistema llama metafísica «a toda construcción sistemática doctrinal, a toda idea, &c., que, partiendo, sin duda, de un fundamento empírico lo transforma en una dirección, preferentemente sustancialista, tal que la unidad abstracta (es decir, “no-dramatizada”, como ocurre en el caso de las construcciones mitológicas) así obtenida queda situada en lugares que están más allá de toda posibilidad de retorno racional al mundo de los fenómenos (ejemplos de ideas metafísicas, en este sentido, son: Alma, Dios, Mundo como realidad total, Materia en el sentido del monismo, Espíritu Absoluto, Entendimiento Agente, Nada, &c)» . (Pelayo García Sierra, Diccionario filosófico, Ediciones Pentalfa, Oviedo, 2000, [4], subrayado mío). La metafísica es parmenídea de vocación, y todo monismo (bien de la sustancia bien del orden) es un esquema metafísico porque supone una reducción de la realidad a un fundamento empírico o a un ser único o dotado de unicidad; dicho de otro modo: un esquema es metafísico porque en él hay una invasión de la ontología especial en la ontología general. El mundanismo es criticado por el acosmismo ontológico-general que postula el materialismo filosófico, es decir, el materialismo no monista, sino antimonista, antirreduccionista, pluralista. Luego así como se hizo una geometría no-euclidiana hay que hacer una ontología no-permenídea, es decir, no monista, esto es, materialista. Si todos los metafísicos son ontólogos no todos los ontólogos son metafísicos, puesto que metafísico es todo aquel que al pensar sustantifica lo que piensa y no abre la vía de regressus hacia la materia trascendental o efectúa una vía de regressus (hacia el espíritu absoluto, en el caso de Hegel) sin un correspondiente progressus, porque desde el espíritu absoluto no se puede progresar hacia el mundo corpóreo del que se partió. Así pues, no entendemos la metafísica en sentido etimológico (meta-física, lo que está más allá de la física), pues si así fuese la matemática también sería meta-física, y la química, la psicología, etc., etc.

{16} Gustavo Bueno, Ensayo materialistas, Taurus, Madrid, 1972, pág. 95.

{17} G.W. F. Hegel, Estética, Biblioteca de los grandes pensadores, RBA, trad. de Hermenegildo Giner de los Ríos, Barcelona, 2002, 3 tomos, tomo I, pág. 49. En la edición que he utilizado se ha suprimido parte del armazón y la artillería terminológica hegeliana. También debo de decir que dicha edición no es una traducción directa del alemán, sino una traducción que Ch. Bénard hizo del alemán al francés y que Giner de los Ríos tradujo a su vez al español, es decir, es una traducción de una traducción (que conste). Es sabido que la Estética, al igual que las Lecciones sobre la filosofía de la Historia Universal y las Lecciones sobre filosofía de la religión, no es un texto escrito por Hegel, sino por los alumnos (como apuntes de clases), pero, eso sí, supervisado por el propio Hegel. De todas formas mi trabajo se ha basado en un texto hegeliano, qué duda cabe.

{18} Enciclopedia de las ciencias filosóficas, op. cit., pág. 604.

{19} Joaquín de Fiore dijo que la Edad del Espíritu Santo llegaría para el año 1260, aunque para entonces el propio Joaquín no estaría vivo, pues murió en el año 1202. La fecha de 1260 como fin del mundo la deduce Fiore del Apocalipsis 11:3, donde San Juan dice: «Y encargaré a mis dos testigos que profeticen durante mil doscientos sesenta días, vestidos de tela burda». Y más tarde en Apocalipsis, 12:6: «Y la mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar dispuesto de parte de Dios, para ser allí alimentada por mil doscientos sesenta días» . Joaquín de Fiore por lo menos no tuvo la osadía de decir que la Edad del Espíritu Santo se inauguró gracias a su doctrina y en el momento justo de fijarla (que es más o menos que lo que viene a decir Hegel, pues la Edad del Espíritu Absoluto se inaugura justo en el momento de la conclusión de la Fenomenología del espíritu, en 1807; dicho de otro modo: el espíritu absoluto es la propia filosofía del espiritu que escribe Hegel). Para 1216, en el Concilio de Letrán, la doctrina del monje calabrés sería condenada como herética. Al parecer, fue Voltaire el que, sin citar a de Fiore, dividió la historia en Edad Antigua, Edad Media y Edad Moderna, basándose en la Edad del Padre, la Edad del Hijo y la Edad de Espíritu Santo. De Fiore afirmaba que la Edad del Padre se correspondía con el Antiguo Testamento, la Edad del Hijo con la llegada de Cristo hasta el año 1260, y a partir de ese año entraría la Edad del Espíritu Santo, la Edad que encamina a la humanidad directamente al seno de Dios Padre (mutatis mutandis: la ciudad de Dios de Agustín, el espíritu absoluto del propio Hegel, el comunismo final del marxismo dogmático, el estado positivo de Comte, y aquí en España las tendencias masónicas o para-masónicas del «progreso global» de Felipe González Márquez o la Alianza de las Civilizaciones de José Luis Rodríguez Zapatero, la herencia del krausismo español de la Institución de Libre Enseñanza y del socialismo blando español). Pero precisamente la Edad del Espíritu aboliría a la Iglesia católica como institución de salvación. Del mismo modo que en el espíritu absoluto de Hegel, como buen luterano, se haría innecesaria la existencia de la Iglesia Católica; y es que en realidad toda doctrina escatológica está contra la Iglesia católica, incluso la propia doctrina de la parusía estaría en contra de la Iglesia, porque si por fin vuelve Cristo Resucitado, la «segunda venida» (algo así como la «revolución pendiente»), la propia institución clerical se volvería inútil y por tanto desaparecería, luego si viene Cristo se acabó la Iglesia. Por algo el monje calabrés y el filósofo alemán son herejes (como hereje fue Sabelio). Herejes, que no quiere decir otra cosa sino enemigos de la Iglesia católica, con todo la polémica que esto suscita.

{20} Revolución que acabó con el Antiguo Régimen por obra de la primera generación de izquierda (la izquierda radical jacobina, la izquierda que funcionó a través del lisado de las partes anatómicas del Antiguo Régimen con el terror y la guillotina, dando lugar a la «holización» de los átomos racionales: los ciudadanos libres e iguales), fundándose así un Nuevo Régimen (la nación política, soberana y canónica), el régimen del capitalismo explotador, el régimen que analizó y criticó Marx en su majestuosa obra. Como dijo don José María Gil-Robles, las revoluciones son como Saturno, devoran a sus propios hijos.

{21} Estética, op. cit., tomo II, pág. 218.

{22} Recuérdese que para Hegel sólo tienen historia los pueblos que han fundado Estados. Los pueblos bárbaros y salvajes son campo de la antropología, diríamos nosotros; tesis que comparte el materialismo filosófico, pues la Historia Universal no es la historia de la humanidad (ya que desconocemos a esa señora), sino la historia de los imperios universales realmente existentes. También Marx sostuvo esta tesis afirmando que pueblos como el País Vasco, por ejemplo, no tienen Historia. Si el País Vasco tiene Historia es a través de España; tiene Historia en tanto España, no en tanto País Vasco. El País Vasco puede tener cosas muy interesantes para el folklore, la etnolingüística y la antropología pero no para la Historia porque no tienen Historia, pese a quien le pese, ¡y ya sabemos a quién le pesa: a los asesinos etarras y los colaboracionistas del PNV! La secesión del País Vasco de la Nación española supondría, en palabras de Indalecio Prieto (gran sinvergüenza donde los haya), un Gibraltar vaticanista.

{23} Estética, op, cit., tomo I, pág. 48.

{24} Ibíd., tomo I, pág. 53.

{25} Ibíd., tomo I, pág. 48.

{26} También podríamos interpretar a Hegel no sólo como una secularización del cristianismo, sino también como una secularización del platonismo. Si observamos el esquema platónico está dividido en cuatro esferas: είκασἱα, πἱστις, διάνοια, νόησις. La είκασἱα podría ponerse en correspondencia con la naturaleza, la πἱστις con el espíritu subjetivo o la interioridad de los animales que suponen la antesala o placenta del espíritu, la διάνοια con el espíritu objetivo y la νόησις con el espíritu absoluto. Así pues, podríamos interpretar la alegoría de la línea del libro VI de la República como «la fenomenología del espíritu de Platón». (Véase Gustavo Bueno, Teoría del Cierre Categorial, Oviedo, 1993, tomo II, pág. 331). También podría interpretarse a Hegel como un neoplatónico invertido. Si el procesionismo neoplatónico era descendente, ya que se partía del inefable Uno hacia la Inteligencia, el Alma y la materia colindante con el no-ser; el procesionismo hegeliano es ascendente, pues Hegel parte del ser en sí y de la naturaleza alienada la cual se remonta a través del espíritu en sus fases subjetiva, objetiva y absoluta hacia el pleno conocimiento de la verdad del espíritu cuya esencia es pensar. Por eso hemos contrapuesto el espiritualismo exclusivo descendente de los neoplatónicos con el espiritualismo exclusivo ascendente de Fitche y de Hegel.

{27} Estética, op. cit., tomo I, pág. 49.

{28} Ibíd., tomo I, pág. 56.

{29} Ibíd., tomo I, pág. 58.

{30} Ibíd., tomo I, pág. 58.

{31} Ibíd., tomo I, págs. 69-70.

{32} Ibíd., tomo I, pág. 85.

{33} Enciclopedia de las ciencias filosóficas, op. cit., pág. 586.

{34} Estética, op. cit., tomo I, pág. 94.

{35} Enciclopedia de la ciencias filosóficas, op. cit., pág. 584.

{36} Estética, op. cit., tomo I, pág. 124.

{37} Ibíd., tomo I, pág. 126.

{38} Ibíd., tomo I, pág. 132. De todas formas la concepción egipcia de la muerte no es como la que sostuvieron los griegos (sobre todo en el orfismo, el pitagorismo y el platonismo). Los griegos hablaban de la metempsicosis, cosa muy parecida a la rueda del samsara, la cadena de las múltiples existencias de los hinduistas, que también tomaron los budistas. Los egipcios creían en la resurrección del cuerpo, por eso embalsamaban los cuerpos, pues creían que éstos volverían a ponerse en funcionamiento el día del Juicio Final, el día en que Osiris juzgue a los muertos con su balanza; aunque Hegel llega a decir que, según Herodoto, los muertos viajan durante tres mil años recorriendo el círculo de los animales terrestres, acuáticos y aéreos, antes de volver al cuerpo humano. Pero, a mi juicio, la concepción egipcia de la muerte no trata, pues, de la metempsicosis y la inmortalidad del alma, sino de la resurrección del cuerpo, cuestión muy diferente porque es un dogma contradistinto del de la inmortalidad de alma.

{39} Ibíd., tomo I, pág. 137. Como dijo Kant: «Si lo bello encanta lo sublime conmueve» .

{40} Gustavo Bueno, Materia, Pentalfa Ediciones, Oviedo, 1990, pág. 45.

{41} Estética, op. cit., tomo I, pág. 193.

{42} Pelayo García Sierra, Diccionario filosófico, Pentalfa, Oviedo, 2000, Sobre los límites de las artes: Arquitectura y Escultura [666].

{43} Estética, op. cit., tomo II, pág. 45.

{44} Ibíd., tomo II, pág. 182. El subrayado es mío.

{45} Si la música se sirve de la cultura extrasomática (de los instrumentos), la poesía se sirve de la cultura intersomática (de la voz humana), por eso para Hegel la poesía es más espiritual, porque sale directamente del espíritu. Lo cual, dicho sea de paso, sería la voz del espíritu, pero como el espíritu es Dios haciéndose, es por tanto la voz de Dios. Esto supone una secularización del Génesis, pues en dicho mito Dios crea el mundo con la voz: «Dijo Dios: “Hágase el mundo”, y el mundo se hizo». Así pues, hágase el espíritu absoluto y en el espíritu absoluto Dios se hizo, primero cantando, después rezando y por último filosofando.

{46} Estética, op. cit., tomo II, pág. 185.

{47} «El dolor sigue siendo bello en un alma profunda» . Ibíd., tomo II, pág. 218. Expresión que recuerda mucho a la síntesis del romanticismo de Baudelaire, llevándola a sus últimas consecuencias: «No concibo belleza sin desdicha» .

{48} Estética, op. cit., tomo II, pág. 189.

{49} Fueron los pitagóricos los que descubrieron el sistema tonal funcional, es decir, las siete notas musicales, la primera escala de siete sonidos basados en la matemática. Supuestamente el mismo Pitágoras inventó o copió, cuando realizó sus viajes por Egipto y por Babilonia, el monocordio. Según la leyenda de Nicómaco, Pitágoras escuchó los golpes de unos martillos y observó que con la diferencia de pesos entre los distintos martillos se podía oír una secuencia armónica. En esa diferencia había una relación de 12, 9, 8, 6 unidades de peso, de modo que colocó los distintos pesos en su monocordio y pudo obtener así las consonancias de octava (12/6, hoy expresada como 2/1), quinta (12/8, que hoy se expresa como 3/2) y cuarta (12/9, expresada actualmente como 4/3). El número de vibraciones se basa en las raíces cuadradas de la relación de los pesos. Sin embargo, Galileo demostró que este experimento era falso; lo que Pitágoras hizo fue dividir la cuerda del monocordio según la regla numerada y fiándose de su oído. Así, esta técnica se aplicó a la lira, a la cítara y a los instrumentos de viento.

El judío alemán Arnold Schönberg realizará una revolución a principios del siglo XX en el mundo musical dentro de un plano estético más bien expresionista, un contexto no muy alejado de la concepción del mundo del idealismo alemán y del romanticismo, pues según Schönberg la música tenía que estar inspirada en el modelo divino (aunque el ambiente filosófico en el que se incubó el dodecafonismo fue el positivismo lógico, la escuela de Viena). El problema de la música schonbergniana está en la armonía, pues el sistema tonal funcional había entrado en crisis tras la obra de Richard Wagner. Precisamente es el post-romanticismo el período que oscila entre el fin de la música tonal y el inicio de la música atonal (o pantonal, aunque creo que la expresión más acertada sería la de música politonal, porque una música atonal, es decir, sin tono, es imposible). Fue Schönberg el que se atrevió a dar el paso, con las Piezas para piano op. 11, la primera obra musical dentro de la órbita del dodecafonismo. «La escala occidental se compone de doce sonidos, pero en el sistema tonal se emplea sólo siete para cada tono con una jerarquía estricta entre ellos desde la nota principal que es la que da nombre al tono. Ello crea automáticamente relaciones más cercanas entre unos sonidos que entre otros y los conceptos, aunque son históricamente variables, de consonancia y disonancia que no tienen sentido fuera del sistema tonal. Una armonía atonal, lo único distinto que hace es emplear libremente los doce sonidos de la escala sin establecer jerarquías ni relaciones privilegiadas entre ellos». (Tomás Marco, Pensamiento musical y siglo XX, Fundación Autor, 2002, pág. 87). Una de las obras más importante de Schönberg es Pierrot Lunaire, que a su vez es una de las obras más importantes de la música del siglo XX. Un fragmento de dicha obra puede oírse en http://www.youtube.com/watch?v=u6LyYdSQQAQ y también en http://www.youtube.com/watch?v=1A-feObF-lc&NR=1.

{50} Estética, op. cit., tomo II, pág. 194.

{51} La música podría distribuirse en diferentes distinciones, una sería la propuesta por Hegel, música de acompañamiento y música independiente (que se correspondería con la de música vocal y música instrumental), otra sería la de música académica y música popular; también podríamos distinguir entre la música tonal y la música politonal; otra distinción sería espacial (o histórico-geográfica), la que hay entre la música occidental y música oriental; también habría una clasificación temporal: música antigua, música medieval, música moderna o contemporánea. Entre la música académica y la música popular, por ejemplo, habría muchas intersecciones, y la distinción no estaría del todo clara, ya que hay mucha música popular que intenta aproximarse a la academia y mucha música académica que se precipita en la popular. Gustavo Bueno, en el Curso de Filosofía de la Música, hace las siguientes distinciones lisológicas (esto es, generales), que dan paso precisamente a la meditación filosófica sobre la música: música sonora/música insonora (la música que está a la vista, en las partituras); música determinista/música aleatoria; música exenta/música anegada; música receptiva/música participativa; música categorial/música trascendental; música mundana/música académica; música de masas/música refinada (no música culta, porque toda la música es culta, es decir, cultura). Por mi parte también añadiría música en directo («en vivo» )/música en diferido (grabada). Dichos cursos puede visualizarse y oírse en la red: http://www.fgbueno.es/med/fmus12.htm

{52} Estética, op. cit., tomo II, pág. 226.

{53} Desde un escueto capítulo de El mito de la felicidad la filosofía de Schopenhauer ha sido diagnosticada como materialismo monista descendente o como materialismo idealista; es decir, Schopenhauer es materialista en ontología-general (pese al monismo de la Voluntad, ya que la pluralidad sólo existe en la Representación), pero idealista en ontología-especial, por su idealismo gnoseológico y su fuerte fenomenismo, en donde postula que «el mundo es mi representación» y que «no hay objeto sin sujeto» . He aquí la quintaesencia del idealismo ontológico-especial y gnoseológico de Schopenhauer: «Ninguna verdad es, pues, más cierta que esta: que todo lo que existe para el conocimiento, o sea todo este mundo, es solamente objeto en referencia a un sujeto, intuición de alguien que intuye; en una palabra, representación”. A. Schopenhauer. El mundo como voluntad y representación, Trotta, Madrid, 2005, Vol. I, pág. 51.

{54} Tomás Marco, op. cit., pág. 262-263.

{55} Xavier Rubert de Ventós, El arte ensimismado, Ediciones Península, Barcelona, 1978, pág. 63.

{56} Que nadie insinúe que por que son obras grabadas en los años 50 y 60 y sea música electrónica sea algo cutre respecto a la calidad de sonido. Pero la verdad es que el sonido es de lujo, bien pulido, yo diría que perfecto, ¡una producción apabullante!

{57} Tomás Marco, op. cit., pág. 303. He subrayado naturales y sintéticos porque me parece interesante corresponder esa terminología con la de sonidos naturales y sonidos culturales; o, terminología del materialismo filosófico, sonidos que proceden del eje radial y sonidos que proceden del eje circular (aunque también habría que añadir los sonidos que proceden del eje angular, el eje numinoso).

{58} Véase y escúchese esta impresionante página: http://iberaldea.es/blog/?p=67. Yo no diría que es música… pero no es simple ruido… no es cualquier cosa. No se lo pierdan. Inefable.

{59} Se dice incluso que Pitágoras llegó a escuchar esa «música», lo cual suena a mística, como la mística de Mozart de escuchar la música no sucesivamente sino simultáneamente. Como no somos pitagóricos ni creemos francamente que Pitágoras bailase tales ritmos, sólo podemos escuchar dicha música con el aparataje tecnológico. Para Luigi Russolo escúchese http://www.youtube.com/watch?v=VcHJySm7ZO0 (Macchina Tipografica); para Karlheinz Stockhausen http://www.youtube.com/watch?v=3XfeWp2y1Lk (Gesang der Junglinge), http://www.youtube.com/watch?v=K0h0ApJAeSg (Kontakte); para Iannis Xenakis http://www.youtube.com/watch?v=RTlKINcSTBE (Oriente Occident); para François Bayle http://www.youtube.com/watch?v=S5KXt99jt0o (Erosphere); Para Tod Dockstader http://www.youtube.com/watch?v=dlDhAEfAJPY; (Pond 2004, ya del siglo XXI); para Bernard Parmegiani http://www.youtube.com/watch?v=GvzIGhltnK4 (La Creation du Monde).

{60} Estamos ante una especie de formalismo segundogenérico, la sustantificación del M2, la presencia del alma consigo misma, la autorreflexión subjetiva (no objetiva) de la conciencia a través del arte; posición metafísica espiritualista por excelencia, debido a su inentiligibilidad: ¿qué es eso del alma ante sí misma? ¿No está codeterminada el alma (o la supuesta alma) con los referenciales fisicalistas, las relaciones estructurales y, en última instancia, con la materia ontológico-general? El alma no es una sustancia, luego no puede permanecer impasiblemente ante sí misma, siempre está envuelta por múltiples materialidades que la codeterminan y la desbordan.

{61} Estética, op. cit., tomo III, pág. 19.

{62} Desde las coordenadas del materialismo filosófico el catolicismo es la religión más racional, frente al fanatismo musulmán y el irracionalismo protestante. Luego se podría decir que si el catolicismo ha sido y es generador, el protestantismo ha sido y sigue siendo depredador. El antisemitismo nazi no es una herencia del ateísmo o del catolicismo, sino del protestantismo; Lutero era un fervoroso antisemita, y quería que ardiesen las sinagogas, deseo que se cumplió tras la Kristallnacht cuando, efectivamente, ardían las sinagogas; he aquí las palabras del obispo protestante Martin Sasse, de Turinga, en un prólogo a los textos antisemitas de Lutero: «El 10 de noviembre de 1938, aniversario del nacimiento de Lutero, las sinagogas arden en Alemania». La línea que va de Lutero hasta Hitler es clarísima, pasando por Fichte, Schelling, Hegel, Nietzsche, Frege, Heidegger, entre otros.

{63} Gustavo Bueno, El mito de la cultura, Editorial Prensa Ibérica, Barcelona, 1996, pág. 98.

{64} Ibíd., glosario, pág. 253.

{65} Este es el caso de las llamadas concejalías de cultura en el ámbito municipal o, a nivel nacional, del Ministerio de Cultura, el cual sería el encargado de llevar a cabo una política de administración de la cultura («cultura administrada»), la cual sería principalmente el arte, quedando fuera la industria, la ciencia, la educación, la agricultura y todas las demás formas del «todo complejo». Para más inri, aquí en España, hubo un tiempo en el que el ministerio de cultura se llamaba «Ministerio de cultura y deportes», como si el deporte no estuviese incluido en la cultura.

{66} La antropología inglesa interpretó la cultura, en la famosa definición de Edward B. Tylor (allá por 1871), como «aquel todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y cualesquiera hábitos y capacidades adquiridas por el hombre en cuanto miembro de la sociedad». Subrayado mío.

{67} En España, dice don Gustavo, no leemos porque somos católicos. El católico basta con que vaya a la Iglesia y escuche la palabra de Dios pronunciada por el cura y transmitida por la tradición de los apóstoles para salvarse. Es decir, en el catolicismo se puede ser un perfecto analfabeto e ir al cielo. En el protestantismo, en cambio, para salvarse hay que leer la Biblia, pues el Espíritu Santo ya no sopla por la Iglesia, sino que sopla por la Biblia, en la cual está la palabra de Dios. Otra cosa: Lutero es Lutero por Gutenberg y su maravilloso invento: la imprenta, un entidad material y realmente existente, y no por la inexistente gracia de un Espíritu Santo metafísico y mitológico (y numinoso, en su forma de paloma, de «blanca paloma» ). Con la imprenta se hizo posible el lema que reza: «cada ciudadano una Biblia» , lema que puede corresponderse con el lema que cuatrocientos años después formuló Henri Ford: «cada ciudadano un automóvil».

{68} El mito de la cultura, op. cit., pág. 141.

{69} Al mismo tiempo que se consagra la «inversión teológica» . Inversión que puede verse muy bien en la propia Estética: «La naturaleza y sus producciones son, dícese, obras de Dios, de su sabiduría y de su bondad; los monumentos del arte no son sino obras del hombre. Hay aquí una mala inteligencia, que consiste en creer que Dios no obra en el hombre y por el hombre, y que el círculo de su actividad no se extiende fuera de la naturaleza. […] Dios es mucho más honrado y glorificado por lo que realiza el espíritu, que por lo que produce la naturaleza; porque no sólo hay divinidad en el hombre, sino que lo divino se manifiesta en él en forma mucho más elevada que en la naturaleza. Dios es espíritu, el hombre es, por consiguiente, su verdadero intermediario y su órgano. En la naturaleza, el medio por el cual Dios se revela es una existencia puramente exterior. Aquello que no se da cuenta de sí mismo, es bastante inferior en dignidad a lo que tiene conciencia de sí». Tomo I, pág. 53. Subrayado mío.

{70} Europa, fruto de un proceso histórico y no precisamente pacífico del «área cultural de difusión helénica», ha sido diagnosticada por Gustavo Bueno en España frente a Europa y España no es un mito como una biocenosis. «Biocenosis» es un término biológico; una biocenosis es una comunidad de suelos, plantas y animales los cuales para sobrevivir necesitan de la lucha continua, cíclica y sistemática de unas especies frente a otras en torno a un biotopo, ya que juntos formas la biosfera. Las biocenosis están compuestas de animales heterótrofos, animales que se comen unos a otros.

Pues bien, esta biocenosis «natural» es análoga a la biocenosis «cultural» o «antropológica» que supuso y supone Europa, y no las Ideas-sublimes de Justicia, Democracia, Ciencia, Razón, Solidaridad, Caridad, Fraternidad, Tolerancia, etc. En Europa la guerra ha sido la gran protagonista, la guerra entre los diferentes Estados («reinos sucesores» ) y entre el Pontificado y el Imperio. Ahí están la Guerra de las Galias (en la que el gran Julio César mató a ¡un millón de helvecios!), el genocidio de Carlomagno a los sajones, las guerras de Otón I contra los magiares, la Guerra de los Cien Años, la Guerra de los Treinta Años, las guerras napoleónicas, la guerra de Crimea, la guerra de Prusia contra Austria, la guerra francoprusiana, la Comuna de París, la Primera Guerra Mundial, el período de entreguerras (aquello era «la charca de la desilusión» ), la Segunda Guerra Mundial, ¡la brutal represión de la que muy poco se habla tras la guerra, con campos de concentración en Francia (y también en EEUU)!, la guerra fría de Europa y EEUU contra la URSS, la guerra de Yugoslavia (las guerras carlistas y la Guerra Civil española no tiene parangón con estas guerras, por mucho que se diga que la Guerra Civil española fue un prólogo a la Segunda Guerra Mundial, lo cual no es así ni mucho menos, aquello fue una guerrita).

El proyecto de unificación de Europa, que lo sepan los europeístas (sobre todo los jóvenes), fue el proyecto que intentaron Napoleón («sistema continental europeo») y Hitler (a través del mito de la raza aria, que, como decimos, vuelve en forma de mito de la cultura). He aquí las palabras, para que sirvan de testimonio, del doctor Wilhelm Stuckart, Secretario del Estado nazi, en un artículo titulado «pensamiento sobre la realización práctica de la unificación europea», publicado en la revista nazi La joven Europa: «El espacio vital de la familia de las razas blancas es Europa. La tarea de todas las naciones unidas en la comunidad europea de destino y de vida consiste en el nuevo orden político, jurídico, cultural y económico del continente. A medida de su importancia natural en el núcleo de este “espacio vital” el Reich Nacional-Socialista y la Italia fascista han señalado el rumbo al desarrollo futuro» . Luego el proyecto de unificación de Europa que propone la propaganda europeísta lleva reminiscencias nazis, por mucho que lo quieran ocultar los impostores de la Unión Europea (¡pero los españoles tontos del todo no somos!).

Desde Europa no puede salir la «séptima generación de izquierda», porque Europa es un club de tiburones capitalistas y no compone ni mucho menos una compacta unidad lingüística y cultural, ni es una nación política con una constitución, tan solo es, como dice Bueno, una «Europa de papel» ; sin embargo, desde la comunidad hispana (España e Iberoamérica, «el área cultural hispánica») sí, o al menos existe esa posibilidad. Europa, como dijo Bismarck, sólo es un concepto geográfico, no puede configurarse, pues, como Nación Política, y ni siquiera como Nación Étnica, porque simplemente no existe un idioma europeo común. Luego la Unidad europea es materialmente imposible (salvo geográficamente). Nunca tuvo más razón un político alemán.

{71} Hay dos tópicos que me gustaría tener el gusto triturarlos de dos plumazos. El primero es aquél que reza que «la Historia la escriben los vencedores». Creo que eso no ha sido siempre así. Tucídides, el mismísimo padre de la Historia, escribió La guerra del Peloponeso, en la cual participó. En esa guerra Tucídides perdió, pero estudió las causas de su derrota en su monumental obra. Luego está claro que la Historia no sólo la escriben los vencedores, también los perdedores han escrito Historia. El otro tópico es aquél que reza: «los que no conocen la Historia están condenados a repetirla». ¿Pero cuándo se ha repetido la historia? La historia nunca se repite, siempre va por otros derroteros; es más, es materialmente imposible que la historia se repita, porque los hechos históricos (como los cosmológicos y los geológicos) son irreversibles, ya no hay marcha atrás, y es algo así como el eterno no retorno. (Con esto no quiero decir que la historia no dé lecciones).

 

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