Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 103, septiembre 2010
  El Catoblepasnúmero 103 • septiembre 2010 • página 3
Guía de Perplejos

Sobre la amistad y la enemistad

Alfonso Fernández Tresguerres

Tal vez se pueda vivir sin amigos, pero sin enemigos es imposible hacerlo

Goya, Duelo a garrotazos

Mucho se ha escrito sobre la amistad. De todos los afectos humanos es, seguramente, el que más, o uno de los que más atención ha merecido. Y a mí, que con el tiempo he ido perdiendo todo interés en la impresión, favorable o desfavorable, que pueda causar, o en lo que de atinado o extravagante tenga a bien encontrar cualquiera en lo que digo, no tengo el menor inconveniente en afirmar que lo más de lo que acerca del particular se ha escrito me ha parecido siempre ingenuo y candoroso, cuando no directamente cursi y relamido; y añadiré también que, no pocas veces, cuando con los nudillos he golpeado la trama entretejida por tan pomposas y adornadas palabras, me ha sonado a hueco, como si más que un edificio real estuviese tocando un decorado de cartón piedra, o como si más que un discurso sincero estuviese asistiendo a una lección de retórica, dictada con voz de falsete, y que, por lo mismo, no me acabo de creer. Que tal situación sea la consecuencia de un espíritu demasiado mezquino y egoísta como para comprender tan elevados sentimientos y menos aún para temblar de ternura y amor con ellos, o si, por el contrario, mi apreciación es correcta y lo que en verdad sucede es que, siendo necesarias para nuestra supervivencia la cooperación y la solidaridad, el asunto éste de la amistad ha sido hasta tal punto magnificado y pintado con tan hermosos y heroicos colores, que ha terminado por alumbrar un puro mito del que se acaban diciendo mil cosas grotescas y ridículas, pero de las que está muy mal visto dudar, e incluso podría pensarse que hacerlo te delata como un alma ruin y de escaso peso moral, es algo sobre lo que cada cual puede pensar lo que estime oportuno: yo no tengo la menor intención de aleccionar a nadie y menos de convencer.

«No me mezclo para nada en dar instrucciones al mundo de lo que es preciso hacer; otros lo hacen de sobra. Sólo hablo de lo mío» [Montaigne, Ensayos, I, XXVII].

Pero, ante todo, entendámonos. Yo no niego que entre dos individuos –o más, claro está– pueda darse una comunidad de intereses, gustos o pensamientos que acaben por unirlos entre sí –y, en cambio, tal vez no con un tercero–. Ni niego que como consecuencia de ello pueda surgir entre ambos una corriente de simpatía mutua que conlleve un apoyo mutuo y una mutua colaboración. ¿Convenimos en que eso es la amistad? Pues entonces no hay más que hablar. Lo que niego es la amistad tal como la retratan algunos; porque tal parece que, a la vista de cómo hablan de ella, diríase tratarse una suerte de sentimiento exclusivo en el que no tiene cabida más que una sola y única persona.

«No es amigo quien es amigo de muchos» [Aristóteles, Ética a Nicómaco, VIII, 1158a].

Desde luego. Tiene razón Aristóteles, entre otras cosas porque es imposible ser amigo de todos. Pero tampoco lo es quien es amigo de uno sólo: eso se llama de otra forma. La amistad es enemiga, por su propia naturaleza, de la exclusividad y de esa especie de fijación obsesiva en una única persona, tal como da la impresión de que la entienden algunos, que acaban por dibujar un perfil de lo que es un amigo que tiene un no sé qué de morboso y hasta de obsceno; siempre, por supuesto, que estemos hablando de amistad, y no de algo distinto; porque si la amistad es, en efecto, tal como yo la concibo, un sentimiento plural, su carácter exclusivo la convierten en otra cosa diferente.

Y digo que da la impresión de que hay quienes la refieren a un único individuo porque, indudablemente, no es posible que los rasgos con los que la definen puedan extenderse a muchos.

Verum enim amicum qui intuetur, tumquam exemplar aliquod intuetur sui.
[«El que contempla a un verdadero amigo contempla como a un doble de sí mismo», Cicerón, De amicitia, VII. 23];

est enim is qui est tamquam alter idem
[«pues éste es quien llega a ser como un segundo yo», De amicitia, XXI. 80];

algo que también Aristóteles decía; expresiones que se me antojan exageradas, y hasta un tanto cursis. Mas dejando esto a un lado, me pregunto cuántos dobles de sí mismo estaba dispuesto a tener Cicerón, o cuantos yo se creía Aristóteles capaz de soportar ¿Sólo cabe, pues, entender la amistad como algo que concierne únicamente a dos?

Y exagerado considero, asimismo, lo que dice Séneca:

«Si tienes a alguien por amigo y no confías en él tanto como en ti mismo, te equivocas grandemente y no alcanzas a comprender bastante la fuerza de la verdadera amistad» [Cartas a Lucilio, I, III];

alguien, pues en quien confiar ciegamente, pero no sólo eso; según Séneca también alguien por quien morir, a quien acompañar en el exilio o salvar la vida con riesgo de la propia. Alguien –dirá Descartes– a quien estimamos igual que a nosotros mismos.

Pero tampoco hace falta ir tan lejos. Es más: si la amistad es eso que dicen, entonces yo no sólo confesaré no haberla conocido nunca –algo que, después de todo, no me atañería más que a mí–, sino que negaré también, y de modo rotundo, que exista una cosa tal, porque los rasgos con los que la dibujan la convierten en un sentimiento de una fuerza tan extrema como no conoce, probablemente, el amor en ninguna de sus manifestaciones; un sentimiento que, tal como es presentado, no puede ligarnos más que a una sola persona –¿por cuántas se hallaba Séneca dispuesto a morir?–; una persona de la que, más que suscitar nuestro aprecio, diríase que es nuestro padre o nuestro hijo; única modalidad de amor de la que acaso pueda decirse todo eso, porque ni siquiera en la pasión amorosa más desbordada, en el enamoramiento más febril, se llega a tanto, creo yo.

Difícilmente puede nadie ser el doble de uno, cuando con frecuencia ni uno mismo lo es, tan poco es lo que a veces llegamos a comprendernos a nosotros mismos. Y quien confía en alguien ciegamente, no es más que un tonto. Todo aquél en quien confías ciegamente tiene otro con el que le sucede exactamente lo mismo, y sólo tienes que extraer la conclusión. ¿O no es así? ¿Sólo confiáis ciegamente el uno en el otro? ¿Padres, hijos, hermanos, amados o amadas no son, por ventura, más que diminutos apéndices afectivos de ese gran amor que te une al amigo? ¡Qué cosas se llegan a decir cuando se quieren elaborar bellos discursos y afectar sentimientos profundos y disposición noble! Cosas que, insisto, tienen un tono tan morboso y confuso que yo no acierto a comprender muy bien de qué tipo de afecto estamos hablando. Y lo único que puedo decir –en posesión, tal vez, de un alma roma y malintencionada que ni puede comprender ni gozar la dulzura de tales quereres– que ninguno de quienes he considerado o considero mis amigos han despertado en mí tales efusiones, y mi simpatía o aprecio hacia ellos jamás han llegado a tan extremada posición.. Y aún añadiré que si alguno de ellos me confiesa sentir hacia mi persona lo que según Séneca o Cicerón ha de sentir el verdadero amigo, decirme, por ejemplo, que estaría dispuesto a morir por mí, creo que saldría corriendo y no me detendría hasta llegar al otro extremo de la península.

El precepto famoso que algunos atribuyen a Bías, saber: amar como si un día se fuera a odiar, o si se quiere, relacionarse con los amigos como si hubiera de llegar un día en que ya no lo fueran; precepto que algunos –entre ellos Cicerón– consideran mezquino y retrato de un espíritu de baja condición, no es, sin embargo, más que puro y sabio sentido común: los amigos, en efecto, son amigos hasta el día en que ya no lo son; algo de lo que, menos ingenuo que Séneca y Cicerón, Epicteto se ha percatado con absoluta claridad:

«¿No has visto nunca cachorrillos que se acariciaban y jugaban entre sí, que te hubieras dicho: “Nada más cariñoso”? Pero, para que veas en qué consiste la amistad, echa un trozo de carne en medio y te darás cuenta» [Disertaciones por Arriano, II, XXII, 9-10].

Y es que, en efecto, como señala Ambrose Bierce, la amistad es un barco lo suficientemente grande para que quepan dos; pero sólo uno, cuando el tiempo empeora.

En cambio, según Cicerón, ni siquiera la sombra del más ligero desacuerdo viene a enturbiar la genuina amistad una vez que ésta se ha establecido entre dos personas.

Est enin amicitia nihil aliud nisi omnium divinarum humanarumque rerum cum benevolencia et caritate consensio.
«De hecho –afirma de modo rotundo–, la amistad no es otra cosa que un acuerdo absoluto en todos los asuntos, divinos y humanos, junto con amor y buena voluntad» [De amicitia, VI. 20].

Natural que así sea, si es cierto, como él piensa, que el amigo es algo similar a un doble de nosotros mismos. Me temo, sin embargo, que exagera. La amistad no es más que una corriente de simpatía mutua que se establece entre dos, y generalmente más individuos, nacida, con toda seguridad, de una serie de intereses comunes y gustos similares. Pero más allá de eso, no es necesario un acuerdo absoluto, y a veces ni siquiera relativo, en muchos asuntos. Ni eso es posible siempre ni resultaría tampoco deseable, porque con frecuencia el amigo más estimable es aquél que te obliga a detenerte un momento y a mirar las cosas desde otra perspectiva. Si alguien se mostrase en toda ocasión de acuerdo conmigo, puedo asegurar que ni lo creería ni me fiaría. Y todo lo que no sea eso, es empeñarse en vestir la amistad con unos ropajes que no le pertenecen, y tal es lo que sucede cuando se persiste en presentarla como un afecto de una enorme intensidad que resiste toda prueba y se mantiene firme ante cualquier vendaval. Al contrario, se trata de un sentimiento suave y moderado, y, pese a ello, o quizás precisamente por ello, de larga duración, aunque frágil. Al revés de lo que pensaba Joubert, no es planta que resista bien las sequías. No hay paradoja alguna: quiero decir que puede llegar a quebrarse con facilidad, pero persistir largo tiempo si nada lo quiebra, porque la poca intensidad que lo caracteriza hace difícil que se relaje o disminuya. Es, en muchos aspectos, la antítesis del amor, o por mejor decir, del enamoramiento. La intensidad afectiva de éste es enorme y su fragilidad prácticamente nula, y cuando uno se enamora, por más trompadas y papirotazos que le den, ahí sigue, como un pipiolo. Pero es justamente tal intensidad la que determina su breve duración. El amor no hay quién lo rompa mientras está encendido, pero se apaga.

Dejemos, pues, el asunto en un sentimiento suave y moderado que nos liga a una serie de individuos, no muchos, desde luego, pero tampoco uno sólo, y que brota de causas diversas: una comunidad de intereses, tal vez; de gustos o de ideas, aunque no necesariamente, porque es perfectamente concebible una buena amistad entre individuos que estén plenamente de acuerdo en pocas cosas, y hasta me parece que una relación de esas características resulta más estimulante y dotada de un mayor interés que ver a otro asentir permanentemente con la cabeza, como si te estuvieses contemplando a ti mismo en un espejo, como si fuese eso que a algunos les gusta tanto: tu doble, tu otro yo.

Y aún así, tampoco la magnifiquemos ni la idealicemos, porque seguramente es cierto que, como dice Vauvernagues:

La familiarité et l´amitié font beaucoup d´ingrats
[«La familiaridad y la amistad generan muchos ingratos», Réflexións et maximes, 577].

¿Por qué? Probablemente por lo que el propio Vauvernagues sugiere:

En amitié, en mariage, en amour, en tel autre commerce que ce sois, nous voulons gagner; et, comme le commerce des parents, des frères, des amis, des amants, etc., est plus continu, plus étroit et plus vif que tout autre, il ne faut pas être surpris d´y trouver plus d´ingratitude et d´injustice
[«En la amistad, el matrimonio, el amor, y en la relación que sea, queremos ganar, y como la relación con parientes, hermanos, amigos, amantes, etc., es más continua, más estrecha y más viva que cualquier otra, no hay que sorprenderse de hallar ahí más ingratitud e injusticia», 825].

Conviene no ser ingenuo en nada y menos en aquellos asuntos en los que una confianza o una entrega excesivas acaben por dejarnos con el culo al aire. Un cierto escepticismo es siempre cosa sana, y lo es también –¿o acaso especialmente?– en el ámbito de los afectos y los sentimientos. Sólo cuando nos hallemos preparados para lo peor nada malo nos sorprenderá demasiado: ni los reveses de la fortuna ni la traición de aquél a quien considerábamos amigo. Lejos de hallarse cimentada la amistad sobre una transparencia mutua, lo está sobre un no menos mutuo desconocimiento. Tal vez sólo se puede ser amigo de alguien con la condición de desconocer un cierto número de cosas que en modo alguno nos gustaría conocer. Decía Pascal que si la gente supiera lo que dicen unos de otros no habría amigos, y de manera muy similar sostenía La Rochefoucauld que

Dans l´amitié, comme dan l´amour, on est souvent plus heureux par les choses qu´on ignore que par celles que l´on sait
«En la amistad, como en el amor, a menudo se es más feliz por las cosas que se ignoran que por las que se saben» [Máximas, 441].

Y más me acuesto yo en estos asuntos del lado de este sano escepticismo que de las efusiones amorosas de Séneca o Cicerón. No llegaré yo, sin embargo, a llevar mi desconfianza tan lejos como La Rochefoucauld la suya, pensando que

Dans l´adversité de nos meilleurs amis nous trouvons toujours quelque chose qui ne nous déplaît pas
«En la adversidad de nuestros mejores amigos siempre hallamos algo que no nos disgusta»

–bien es cierto que se trata de una máxima suprimida desde la edición de 1665–. No. Ni mi cinismo ni mi maldad llegan a tanto. Y si lo hace la maldad de otros respecto a mí, allá se las compongan. No puede desilusionarme quien verdaderamente nunca me ilusionó.

Mas volviendo a las causas que pueden hacer surgir la amistad, es preciso reparar en que tiene ésta, frente a otras importantes relaciones afectivas, como las amorosas o las familiares, una significativa peculiaridad: y es que los amigos se eligen. No elegimos a nuestros parientes ni tampoco de quién nos enamoramos, pero sí decidimos quiénes serán nuestros amigos. Y la pregunta es. ¿por qué? ¿Qué nos determina a otorgar nuestra amistad a éste y no a aquél? Cualesquiera que sean las razones que apuntemos y las condiciones que establezcamos al respecto, siempre subsistirá la cuestión de por qué no nos hacemos amigos de otros que las cumplen igualmente: ¿lo que consideramos sus buenas cualidades? ¿Y acaso otros no las poseen también en igual o mayor medida? ¿Los intereses comunes a los nuestros? ¿Y nadie más en el mundo tiene los mismos? ¿Cuál es la raíz de esa simpatía en la que hacemos consistir básicamente la amistad? Además, ¿por qué se supone que nos hallamos ligados a nuestros amigos por una red de obligaciones que en modo alguno se tienen con aquéllos que no lo son? No veo que se pueda responder a estas interrogantes más que del siguiente modo: nos hacemos amigos de alguien que nos reporta algún beneficio; alguien cuyo trato nos agrada o nos resulta útil, en el sentido que sea, o tal vez las dos cosas a un tiempo. ¿Egoísmo? Si así quiere decirse, sea, siempre que de una vez por todas dejemos de demonizar el egoísmo, considerándolo siempre perverso y deplorable moralmente, porque egoísmos hay enteramente legítimos y del todo naturales, y si tiene razón Kant y es verdad que de ellos no nace la genuina acción moral, no es menos cierto que no existe ningún motivo de peso para calificarlos de inmorales. Es muy probable que así entendido el egoísmo, ni la amistad ni el amor sean en el fondo otra cosa que el encuentro de dos egoísmos que se satisfacen mutuamente. ¿O es que nos enamoramos de alguien por no desairarle? ¿O tal vez frecuentamos a alguien cuya compañía no nos agrada en absoluto o llega a sernos –de nuevo en el aspecto que sea– perjudicial? La clave de la amistad se encuentra, pues, en los beneficios (no importa de que tipo; y, por supuesto, los habrá más y menos nobles) que los amigos obtienen, o creen obtener, del trato mutuo.

Pero quienes no quieren ni oír hablar de esto incurren, sin embargo, en notables contradicciones, por entender, precisamente, eso del beneficio, del interés o de la utilidad en su forma más baja y ruin. Séneca, por ejemplo, dirá que la amistad es deseable por sí misma, no por los beneficios que pueda reportar, y, olvidando que uno no elige de quién se enamora, pero sí de quién se hace amigo, argumentará que al igual que nadie se enamora por ambición, por afán de lucro o por gloria (y repárese de paso en que se entiende el interés en su forma menos noble), paralelamente, la genuina amistad no nace en modo alguno del interés. Ahora bien, ¿qué significa que es deseable por sí misma? ¿Acaso otra cosa distinta a que de modo natural nos agrada? ¿No estamos entonces ya en el beneficio? ¿No lo es el que el trato con alguien nos resulte agradable y placentero?

Y Cicerón que a veces da la impresión de huir escandalizado ante la idea de mezclar la amistad con los favores, no duda en afirmar que

Nam et secundas res esplendidiores facit amicitia et adversas partiens comunicansque leviores
[«La amistad torna más espléndidas las circunstancias favorables y menos graves las adversas, al compartirlas y participar de ellas», De amicitia, VI. 22].

¿Y qué? ¿No es ese compartir y participar del amigo, en lo bueno y en lo malo, un beneficio que nos otorga y que recibimos de él? Indudablemente. Y seguramente por eso Cicerón no puede desligar del todo la amistad de la utilidad, aunque matizará que la primera no viene después de la segunda, sino al revés. ¿Y entonces de dónde viene la amistad? Es cierto que no podemos ser amigos de alguien únicamente por interés, sino sólo aparentarlo. En consecuencia, no es sólo que la amistad nacida del interés sea innoble o vergonzosa: es que es imposible, en tanto que genuina amistad. Pero lo que sucede es que no hay un antes y un después entre la amistad y la utilidad (¿de dónde, insisto, vendría entonces la propia amistad?), sino que ambas se dan a un tiempo: nos hacemos amigos de alguien por que su compañía nos resulta placentera o beneficiosa, es decir, útil. La confusión estriba en entender, nuevamente, la utilidad, como el egoísmo, desde su perspectiva más deplorable (la ambición, lucro o gloria de que hablaba Séneca), olvidando que incluso el que la compañía del amigo nos haga mejores, es una forma de utilidad y un beneficio. Y obsérvese que si alguien afirmara que se hace amigo (o simula hacerse amigo) de otro para obtener dinero, fama o satisfacer su ambición, se le consideraría un miserable, mas si dijera que frecuenta la compañía de otro para hacerse mejor, se le tendrá por hombre de bien, olvidando que tan utilidad es lo uno como lo otro. Pero de lo que se trata entonces es de matizar entre los beneficios que se persiguen, en lugar de estigmatizar el beneficio como tal. De todos modos, insisto en que no me parece muy acertado establecer una relación de causa y efecto (en la dirección que sea) entre la amistad y la utilidad: uno no se hace verdaderamente amigo por los beneficios que ha recibido o por los que espera obtener, a lo sumo, como ya hemos dicho, aparentará serlo. Pero eso no impide que, al tiempo, el amigo comporte algún tipo de beneficio sin el cual la amistad se rompería o, mejor dicho, ni siquiera llegaría a nacer.

Más acertado que Séneca o Cicerón me parece a mí que anduvo Aristóteles en estas cuestiones. Cierto que él distingue la amistad que tiene por causa el placer (lo agradable), y aquélla que nace de la utilidad, de la verdadera amistad: la amistad perfecta que es la que se da entre hombres buenos, considerando que las dos primeras sólo son amistades por accidente, dado que uno no es amado por lo que es, sino por aquello que proporciona (placer o utilidad). Y, en consecuencia, tales amistades se disuelven con facilidad, en el momento en que los amigos ya no se resulten útiles o agradables el uno al otro.

«Pero la amistad perfecta es la de los hombres buenos e iguales en virtud; pues en la misma medida en que son buenos, de la misma manera quieren el bien el uno del otro, y tales hombres son buenos en sí mismos; y los que quieren el bien de sus amigos por causa de éstos son los mejores amigos, y están así dispuestos a causa de lo que son y no por accidente; de manera que su amistad permanece mientras son buenos y la virtud es algo estable».

Ahora bien, esto no significa excluir, si más, lo agradable y lo útil de la amistad. Como señala Aristóteles inmediatamente después de las palabras que acabamos de transcribir:

«Cada uno de ellos es bueno absolutamente y también bueno para el amigo; pues los buenos no sólo son buenos en sentido absoluto, sino también útiles recíprocamente; asimismo, también agradables, pues los buenos son agradables sin más, y agradables los unos para los otros» [Ética a Nicómaco, VIII: 1156b].

Y también en este momento puede entenderse por qué afirma Aristóteles que las amistades basadas exclusivamente en lo agradable o lo útil lo son accidentalmente, o por semejanza con la verdadera amistad. En efecto:

«La amistad que tiene por causa el placer, tiene semejanza con ésta [con la perfecta], porque los buenos son también recíprocamente agradables; e, igualmente, la que tiene por causa la utilidad, porque los buenos también son útiles el uno para el otro» [Ética a Nicómaco, VIII: 1157b].

¿Y acaso podría ser de otro modo? ¿Podemos ser amigos de alguien cuyo trato no nos proporciona ningún agrado o utilidad? Insisto en que la confusión en estas cuestiones estriba, probablemente, en que cuando se habla de utilidad o beneficio se está pensando en el uso más innoble y rastrero de tales términos, el que conduce no a ser amigo, sino a aparentarlo.

Epicuro ha visto todo esto con entera claridad y lo ha expuesto de una forma tan rotunda que ése es tal vez el motivo por el que se ha granjeado el reproche y el desagrado de algunos. Así, entre las sentencias recogidas en el Gnomonologio Vaticano se encuentran, por ejemplo, las siguientes:

«Toda amistad es en sí misma deseable; pero ha tenido su origen en el provecho» [23].

O también:

«No es buen amigo ni el que busca la utilidad por encima de todo, ni aquél que nunca la relaciona con la amistad; pues el uno comercia intercambiando favores y gratitud, y el otro destruye toda buena esperanza para el futuro» [39].

No se puede decir más claro ni con menos palabras. Y no menos acertado se halla Plutarco cuando afirma que

«la verdadera amistad busca, sobre todo, tres cosas: la virtud como algo bueno, el trato como algo amable y la utilidad como algo necesario» [«Sobre la abundancia de amigos», 94C].

Pero, con todo, más deseable que tener amigos que nos resulten útiles y beneficiosos sería que toda la ayuda que necesitemos la encontremos en nosotros mismos, de manera que, como dice Séneca, incluso pudiéramos (contrariamente a lo que opina Aristóteles) vivir sin ellos.

«Si el sabio se siente satisfecho con sólo él mismo, no es que quiera carecer de amigo, sino que le es posible estar sin él» [Cartas a Lucilio, II, IX].

De este modo –y volvemos nuevamente a Epicuro–, lo ideal sería no necesitar la ayuda de los amigos, pero saber, al mismo tiempo, que podríamos tenerla llegado el caso.

«No tenemos tanta necesidad de la ayuda de los amigos, cuanto de la seguridad de su ayuda» [Gnomonologio Vaticano, 34].

Aristóteles, que no duda en afirmar que sin amigos no se puede ser feliz, no titubeará tampoco en aseverar que, entendiendo el amor a sí mismo –el egoísmo– en su sentido más noble,

«cada cual es el mejor amigo de sí mismo, y debemos amarnos, sobre todo, a nosotros mismos» [Ética a Nicómaco, IX: 1168b];

y, en general –añado yo– tratar de no necesitar nada que no podamos procurarnos por nuestro propios medios. Sólo así nadie, ni amigo ni enemigo, podrá dañarnos.

Mas –a propósito del último– si es mucho lo que se ha dicho de la amistad, menos, me parece a mí, es lo que se ha hablado de los enemigos, siendo así que no es éste, sin embargo, asunto menos importante que el otro. No lo es, desde luego; ni considerado en sí mismo ni en relación con nosotros y nuestra propia vida. Quiero decir que si cabe la posibilidad de que alguien pase su existencia entera sin haber conocido la verdadera amistad, ninguna hay de que la enemistad no se cruce en su camino. Que alguien llegue a tener buenos amigos, depende, sin duda, tanto de su disposición y esfuerzo como de la buena suerte: la enemistad, en cambio, no es dada sin mérito alguno por nuestra parte, sin que hayamos de hacer ningún esfuerzo para alcanzarla y aún sin haber hecho absolutamente nada ni dado el menor motivo para toparla. Dice Aristóteles que

«sin amigos nadie querría vivir» [Ética a Nicómaco, VIII, 1155a],

porque para poder hacerlo habría que ser una bestia o un dios. Y Francis Bacon elimina la segunda parte de la disyunción y afirma rotundamente la primera:

«el hombre incapaz de tener amigos –asegura– tiene más de bestia salvaje que de humano» [Ensayos morales y políticos, XXVII].

Tal vez sea cierto que todo el mundo desea tener amigos, pero quien es capaz de vivir sin tenerlos no es una bestia salvaje, sino alguien que en sí mismo encuentra suficiente compañía y consuelo; y, al contrario, quien es incapaz de vivir sin ellos tiene más de cachorro, salvaje o humano, que de hombre. No sorprende, sin embargo, lo extremado de la posición de Bacon si tenemos en cuenta las palabras con las que cierra el referido ensayo:

«Cuando un hombre no puede por si sólo desempeñar por completo su papel y no tiene amigos que le ayuden, es indispensable que abandone la escena».

Yo, con permiso de Bacon, más bien diría que cuando un hombre no puede por si sólo desempeñar plenamente su papel, debe, en efecto, abandonar la escena, mas no porque tenga o no tenga amigos que le ayuden, sino porque el papel le queda grande.

Pero, en fin, lo cierto es que si acaso sea posible vivir sin amigos, sin enemigos es imposible hacerlo.

Se comprenderá que es tarea inútil, por inacabable, esbozar un catálogo de las razones que pueden hacer que la inquina de otro haga diana en nosotros; y es que si es factible creer que muchos no encuentren en ti motivo alguno para apreciarte, puedes tener la completa seguridad de que otros tantos hallarán de inmediato cien para aborrecerte. Y cuando tal hecho se ha producido –y no juzgo improbable que ocasiones haya en las que hasta aquél que nos ha convertido en blanco de su aversión ignore el por qué–, cuando el aborrecimiento mismo ha brotado, da igual lo que hagas: si te presentas de corbata, la mirada que te dirige significa: «¿Dónde pensará ése que va?»; si con un pantalón gastado: «¿No le alcanzará el sueldo para comprar unos pantalones como Dios manda?». Si hablas con un lenguaje refinado, sus ojos dirán: «¡Será pedante!», y si en términos coloquiales o con alguna concesión a la broma y el humor: «Y encima se cree simpático». No hay nada que hacer: la maldad del ser humano es casi tan grande como su estupidez.

Mas en esto se parece, curiosamente, la enemistad al amor, por más que el sentimiento suscitado sea contrario, o, por mejor decir, se encuentre en las antípodas en uno y otro caso: y es que cuando nacen (a veces –en el amor casi siempre– desconociendo el motivo), ninguna fuerza existe, ni siquiera la que podría derivarse de una rotunda evidencia, capaz de cambiar su rumbo. La diferencia, sin embargo, es obvia: el amor es breve, pero la enemistad dura tanto como el enemigo. Podemos albergar alguna duda sobre la fidelidad y constancia de quien nos ama, sean nuestros amores, sean nuestros amigos: ninguna, en cambio, en lo que a las de nuestros enemigos se refiere. Nos traicionará el amante o el amigo, pero el enemigo, jamás, porque jamás dejará de serlo: quien nos aborrece nos aborrece por entero y para siempre. Es efímero el amor y frágil la amistad: la enemistad, por el contrario, es roca firme o planta –ésta sí– que aguanta sequías y aún huracanes. Según Vauvernagues,

La haine n´est pas moins volage que l´amitié
[«El odio no es menos voluble que la amistad», Reflexions et Maximes, 826].

No es cierto. Creo que el moralista francés se equivoca: un simple malentendido puede romper una amistad, pero no alcanzo a ver qué podría acabar con un odio bien asentado. Cuando alguien odia de veras, es muy difícil que acontezca algo que le lleve a invertir su afecto, porque es muy probable que aún en el supuesto de que el odiado le salve la vida, dé en pensar que no lo ha hecho sino para humillarle. Tal vez no exista sentimiento alguno en el que se produzca una entrega tan absoluta al objeto que lo suscita.

De todos modos, conviene aclarar que la enemistad no es exactamente lo mismo que el odio, aunque seguramente de ningún otro afecto se encuentra más próxima que de éste. La enemistad, como el odio, es afecto activo, no es una mera indiferencia hacia el otro, ni siquiera un menosprecio de él, porque la indiferencia consiste en un simple desentenderse de quien nos es indiferente, es, pues, pura pasividad; y en cuanto al desprecio, presuponiendo, como así es, una cierta actividad, tal actividad va encaminada a rebajar a quien se menosprecia. Por el contrario, la enemistad, y también el odio, conceden una enorme importancia, a veces excesiva y distorsionada, a aquél a quien se aborrece o a quien se odia. Podemos tener la completa seguridad de que, por lo general, ocupamos mucho más tiempo a nuestros enemigos del que ellos nos ocupan a nosotros. Y no digamos nada de quien nos odia, porque para ése somos una obsesión continua y permanente: una suerte de espina clavada en el talón que daría algo por poder arrancarla de una vez y para siempre.

Mas hallándose muy cerca la enemistad del odio; a veces tan cerca que constituye la antesala del mismo y es, casi siempre, el primer paso que conduce a él (casi, pero no siempre: hay otros odios autónomos que se suscitan sin previo aviso y de repente, por una circunstancia o acontecimiento concretos); siendo, sin duda, pariente del odio, la enemistad puede quedarse en simple aborrecimiento que no desperdicie ocasión de perjudicar al enemigo, pero sin tampoco poner especial énfasis en buscarla para dañarle a conciencia y aún destruirle, como ciertamente hace un odio que en verdad lo sea. Y la prueba puede hallarse en la reacción que cabe esperar de quien es aborrecido u odiado, porque si al aborrecimiento de un enemigo cabe responder con una perfecta indeferencia, quien nos odia nos niega esa alternativa, porque a sus intrigas y acosos no queda más remedio que responder.

Siendo, pues, sentimientos muy similares, creo, al cabo, que enemistad y odio se diferencian por su intensidad: la enemistad es un odio que aun no ha llegado a manifestarse como tal. ¿Acabará por hacerlo? Es probable que así sea con frecuencia. Pero es en ese momento previo, en ese terreno de nadie, ni mera indiferencia ni odio declarado y manifiesto, donde hemos de intentar atraparla y entender sus características propias y distintivas. Quien nos odia es nuestro enemigo –una simple perogrullada–, pero no necesariamente nuestro enemigo nos odia, quiero decir que no por fuerza ha decidido que su objetivo en la vida es nuestra destrucción (en el sentido que sea: incluido el último y definitivo). Digámoslo de otra manera: la enemistad es una guerra fría; el odio, una declaración de hostilidades.

Pero volvamos a nuestros enemigos, a los que, a fin de cuentas, algo hay que agradecer.

Nos ennemis approchent plus de la verité dans les jugements qu´ils font de nous que nous n´en approchons nous- mêmes
«Nuestros enemigos se acercan más a la verdad en los juicios que emiten sobre nosotros de lo que nos acercamos nosotros mismos» [ Máximas, 458],

sostiene La Rochefoucauld. Pero no creo yo tanto. Cuando no estamos hablando de alguien que es entera y objetivamente despreciable –en cuyo caso quien le aborrece, e incluso quien le odia, no hace sino mantenerse fiel a las normas de la moralidad y del buen gusto–, la imagen que se forman o quieren dar de nosotros nuestros enemigos es siempre una caricatura, y es obvio que no puede pretender decir del original más de lo que dice el original mismo. Ahora bien, una caricatura es una distorsión de rasgos, pero no una completa invención de ellos. Como es obvio, es una condición inexcusable de la misma que en ella se reconozca al caricaturizado, y eso significa que se omiten algunos aspectos y se sobredimensionan o se minimizan otros, es decir, a unos ni se les presta atención, en tanto que otros se exageran o se difuminan: una caricatura es, pues, constitutivamente, una retrato falso, esto es, una falsedad esencial. Y dudo mucho que en ella se recoja el ser mismo, en toda su complejidad, del individuo en cuestión. Su objetivo no es describir, sino desdibujar; no descubrir, sino, al contrario: ocultar. Y manipular. Es una falsedad con la que se intenta manipular al receptor de la misma, disponiéndole a experimentar hacia el caricaturizado los sentimientos que en cada caso se deseen suscitar, desde la sonrisa sana al desprecio, desde la simpatía al aborrecimiento, desde la ternura al asco, desde la compasión al temor. Pero siempre y en cualquier caso, insisto, el individuo del que es caricatura ha de ser reconocido. Y esto significa que en lo que de nosotros dicen nuestros enemigos (siempre, claro está, que no se trate de una pura invención, de una injuria o una calumnia manifiestas, es decir, siempre que no sea, realmente, una caricatura), en lo que dice, repito, alguna verdad (por distorsionada que esté) se esconde; y verdad no precisamente de nuestras virtudes, sino de nuestros defectos. Con lo que resulta que si el conocimiento de uno mismo pasa, previamente, por el reconocimiento de nuestras debilidades, son curiosamente nuestros enemigos, más que nuestros amigos o, en general, que aquéllos que nos aman, quien nos hacen posible un aprendizaje tal. De manera que si es deseable tener buenos amigos, no lo es menos disponer de cuando en cuando de algún enemigo tan ladino como sagaz, porque seguramente tiene razón Plutarco cuando sostiene que

«muchas cosas las percibe mejor el enemigo que el amigo [Y] así, también, las cosas que son perceptibles y claras a todo el mundo es posible aprenderlas antes de los enemigos que de los amigos y familiares» [«Cómo sacar provecho de los enemigos», 90A-B].

Y, desde luego, jamás las aprenderemos del adulador. De ahí que, con muy buen juicio, Demárato, el rey espartano, decía que quienes verdaderamente le ofendían eran los que hablan por adulación, no quienes lo hacen por enemistad.

Mas no se trata únicamente de que muchas cosas las perciba mejor el enemigo que el amigo, sino que, además, como bien dice Plutarco, el sabernos permanentemente en el punto de mira de un malévolo o un detractor, pendiente a todas horas de nosotros, es un estímulo importante para llevar una vida virtuosa, o siquiera, diría yo, precavida. Algo que prueba, fuera de toda duda, la utilidad del enemigo.

E idéntico al parecer de Demárato y Plutarco, es el de nuestro Gracián:

«Saber usar de los enemigos […] Más fiera es la lisonja que el odio, pues remedia este eficazmente las tachas que aquella disimula. Hace el cuerdo espejo de la ojeriza, más fiel que el de la afición, y previene a la detracción los defectos, o los enmienda, que es grande el recato cuando se vive en la frontera de una emulación, de una malevolencia» [Oráculo manual, § 84].

Por lo demás, si probablemente es cierto que, como asevera el propio Gracián, por fuerza hemos de vivir o con amigos o con enemigos (y para hacerlo con los segundos no es menester que nos esforcemos demasiado), no estoy tan seguro que lo sea el que, como él opina, uno sea definido por los amigos que tiene. Creo que no es menos cierto que con frecuencia dicen más de nosotros, e incluso a favor de nosotros, nuestros enemigos (no por lo que dicen, entiéndase, sino por quiénes son) que nuestros amigos. Y es que resulta a todas luces cierto que hay aborrecimientos que nos honran, porque es indudable que es honrosa la enemistad de algunos.

 

El Catoblepas
© 2010 nodulo.org