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El Catoblepas, número 103, septiembre 2010
  El Catoblepasnúmero 103 • septiembre 2010 • página 4
Los días terrenales

Ejército, Estado y nación política
en la independencia de México

Ismael Carvallo Robledo

Sobre el libro de Günter Kahle, El ejército y la formación del Estado en los comienzos de la independencia de México (FCE, México, 1997; primera edición en alemán, 1969). En ocasión del Bicentenario del inicio de la guerra de Independencia nacional

El efímero emperador Agustín I de México

«Esta canalla soldadesca tiene un esprit de corps inconcebiblemente sucio. Se odian á mort los unos a los otros, pero están todos unidos contra los civiles […] En su momento, mostraremos a estos señores qué significan los civiles. Todas las historias del género me demuestran que no puedo hacer nada mejor que proseguir mis estudios militares hasta que, al menos, uno de los civiles pueda estar a la cabeza de ellos en la teoría.» (Federico Engels a Carlos Marx, en carta del 23 de mayo de 1851.)

«Todos conocemos el aforismo de Clausewitz, uno de los más célebres escritores sobre la filosofía e historia de la guerra, que dice: “La guerra es la continuación de la política por otros medios”. Este aforismo proviene de un escritor que analizó la historia de las guerras y sacó las enseñanzas filosóficas de éstas inmediatamente después del período de las guerras napoleónicas. Este escritor –cuyos puntos de vista fundamentales son, sin duda, conocidos en la actualidad por todo hombre que piensa–, luchaba hace ya cerca de ochenta años contra la concepción del común de la gente ignorante de que la guerra es una cosa separada de la política de los gobiernos y de las clases interesadas; como si fuera una simple agresión que altera la paz, seguida luego por el restablecimiento de esta paz alterada, como quien dice: ¡Se han peleado y luego han hecho las paces! Este punto de vista groseramente ignorante ha sido refutado decenas de años atrás, y es refutado por cualquier análisis relativamente serio de cualquier época histórica de guerras.» (Vladimir I. Lenin, La guerra y la revolución, mayo de 1917.)

I

El profesor Günter Kahle (Berlín, 1927), catedrático jubilado en historia medieval y moderna en la Universidad de Colonia (según lo en esos momentos consignado en la edición de 1997 del libro que comentamos), publicó en alemán, en el año de 1969, el libro El ejército y la formación del Estado en los comienzos de la independencia de México, traducción del título Militär und Staatsbildung in den Anfängen der Unabhängigkeit Mexikos que María Martínez Peñaloza realizó para el Fondo de Cultura Económica de México en el año, como decimos, de 1997.

Y hemos considerado de indiscutible pertinencia el comentario de tan interesante libro en virtud de que la entrega de Los días terrenales para El Catoblepas de este mes se corresponde con la conmemoración de nuestro “mes de la patria”, Septiembre, con la añadidura de que éste nuestro mes encaja también con el año del Bicentenario, 2010.

Ya habíamos dedicado algunas otras consideraciones en artículos previos a ocasión tan propicia para la crítica histórica e ideológica (doscientos años nos ofrecen la distancia suficiente como para no poner demasiadas cosas en riesgo). Pero se ha tratado de artículos en donde habíamos puesto nuestra atención sobre todo a los aspectos ideológico políticos y filosófico históricos (de filosofía de la historia, si se nos permite ponerlo así) tanto de la cuestión nacional mexicana como del problema americano e hispanoamericano en su conjunto, apreciándolos en su inserción orgánica dentro del marco global del problema de España y del imperio español en tanto que plataforma histórico universal organizada con arreglo a una norma de imperio generador que con tanto talento ha analizado detallada y consistentemente Pedro Ínsua en su trabajo Hermes católico.

No habíamos reparado aún –no siempre hay tiempo para todo, ni se puede abarcarlo todo siempre– ni en el análisis pormenorizado de cada una de las fases del proceso (una cosa fue Hidalgo, otra Morelos, y otra lo fueron Iturbide, Vicente Guerrero o Santa Anna; una cosa fueron la Junta de Zitácuaro, de 1811 a 1813, el Congreso de Chilpancingo, de 1813, y la Constitución de Apatzingán, de 1814, y otra muy distinta fueron el Plan de Iguala, de febrero de 1821 y los Tratados de Córdoba, de agosto de 1821), ni en el análisis de multiplicidad de aspectos y planos de ordenación, decantación y trabazón social, cultural, antropológica y económica de tan convulsionada, caótica y compleja etapa de la vida insipientemente nacional; una insipiencia que de hecho queda completamente obviada, oscureciendo y enturbiando así el entendimiento histórico por completo, por las interpretaciones de superficie con las que con tanta insistencia, simplismo y, lo que es peor, maniqueísmo, se llenan las planas de los periódicos.

Dice por ejemplo Héctor Aguilar Camín, el 14 de septiembre de 2010 desde las páginas del periódico Milenio, en articulito de obtuso título, Reflexiones pospatrióticas 2. Los costos del cura, luego de citar el balance de los costos económicos en los que México hubo de incurrir por culpa de Miguel Hidalgo, que

«La independencia de México no se “consumó” en 1821. Se obtuvo, lisa y llanamente, mediante un acuerdo pragmático y poco heroico, el Plan de Iguala, quizá el documento político más eficaz de nuestra historia.
El Plan de Iguala ofreció algo a todos los sectores e intereses de la Nueva España y obtuvo de todos una adhesión voluntaria. La política pactadora, no la guerra heroica, le dio la independencia a la nación.
Pero los insurgentes incendiarios son nuestros héroes y el político pragmático que pactó la Independencia, uno de nuestros villanos. El país ha necesitado desde entonces más planes de Iguala y menos patriotas insurgentes.»

Como si la revolución francesa o las guerras napoleónicas no hubieran producido altísimos costos, tan altos como los que, en similares proporciones, tuvieron que sufragarse para organizar la alianza comandada por Eisenhower y el desembarco de Normandía.

Pero claro, no faltará en todo caso el analista político “con visión empresarial” y con diplomado en marketing político con perspectiva de género en el ITAM o en el Tecnológico de Monterrey, el autosuficiente aunque simple “experto en políticas públicas” y en “calidad de vida” (categoría tan fútil como canalla en términos históricos y políticos), y, claro, el empresario dedicado a la venta de refrescos de cola o de leche enlatada, o de artículos deportivos o de llantas o de muebles para baño, futuro senador por el partido Nueva Alianza o por el Verde Ecologista (partidos diseñados a su misma escala intelectual), que pongan el grito en el cielo después de la lectura de tan agudísimo análisis de Aguilar Camín.

Pedro Miguel, por otro lado, en artículo de La Jornada del 21 del mismo mes y año, en artículo de inequívoco y categórico título, a saber: La Reacción –lo tiene todo claro, según parece: los buenos, Los Progresistas, aquí; los malos, La Reacción, allá–, luego de proponer una serie de hipotéticos e inverosímiles casos de contraste en los que, por ejemplo, en EEUU se celebrara hoy la causa de los esclavistas del Sur, en España se echara al Rey del Palacio de la Zarzuela un 14 de abril o, en Cuba, se celebrase el 4 de septiembre la instauración de la dictadura de Batista, nos dice entonces que:

«Algo así tuvo que hacer, los pasados 15 y 16 de septiembre, la Reacción mexicana: rendir tributo ceremonial a Hidalgo, a la Corregidora, a Morelos, a Aldama, a Allende, a Guerrero y al pueblo insurgente, es decir, rendir tributo al bando de sus enemigos naturales…
Si por ellos fuera, los oligarcas y sus administradores estarían rindiendo un abierto homenaje, en estas fechas patrias, a Cortés y a Alvarado, a Calleja y a Francisco Picaluga, a Santa Anna, a Houston y a Lorenzo de Zavala, a Lorencez y a su Maximiliano, a John Pershing y a Jesús Guajardo, a León Toral y a la cristera Teresita Bustos…»

Bien: tenemos pues que, mientras Aguilar Camín y el analista con visión empresarial condenan a los revoltosos insurgentes, al tiempo de encumbrar al político pragmático y atento a los incentivos, la eficacia, los “casos de éxito” y la “elección racional”, Pedro Miguel y los activistas éticos de izquierda enaltecen al pueblo en abstracto, a los héroes y a los buenos progresistas, mientras llenan de escarnio maniqueo a todos los que meten en el mismo saco de La Reacción.

Nada se dice, por ejemplo –y desconociendo adolescentemente así el hecho de que en guerra (y en la política misma, habría que decir), las cosas y los acontecimientos son vistos ‘como bajo una incierta claridad lunar’–, del papel verdaderamente decisivo que el antagonismo entre las logias masónicas yorkina y escocesa jugó en la determinación de la dialéctica política mexicana no ya nada más en el período de la independencia sino a lo largo de todo el siglo XIX y buena parte del XX, o de los múltiples y vertiginosos cambios de bando entre unos y otros, sobre todo tras la consumación: Santa Anna –puesto en el bando de La Reacción por Pedro Miguel– declaró por ejemplo la República en el Plan de Casa Mata, en febrero de 1823, desconociendo así al gobierno imperial de Iturbide, y atrayendo hacia su causa tanto a Nicolás Bravo, masón escocés, y Guadalupe Victoria, masón yorkino y a la postre primer presidente de la República mexicana, como a los en un principio jefes del ejército imperial de Iturbide: José Antonio de Echávarri (español, por cierto) o don Luis Cortázar y Rábago.

¿Y cómo le hacemos aquí señores? ¿Quiénes son los buenos y quiénes los malos? ¿Quiénes los negociadores, quiénes los revoltosos? ¿Quiénes son los de la derecha, quiénes los de la izquierda?

Otra es la valoración de don Andrés Molina Enríquez, por ejemplo, ese genio de primer orden de la historia y de la política de fines del XIX y principios del XX, que en todo momento de su análisis bascula desde un punto de vista objetivo y dialéctico, apegándose con implacable pero ecuánime frialdad maquiavélica a la necesaria ordenación de las cosas, poniendo en justa perspectiva y en justos quicios a unos y a otros y situándolos en el puesto y escala adecuados para poder apreciar las determinaciones tendenciales dentro de cuya trabazón antagónica hubo de irse decantando la por demás compleja materia social, política, cultural y antropológica, a resultas de la cual decantación vino a constituirse lo que conocemos hoy como México.

Dice por ejemplo, en su formidable e imprescindible Juárez y la Reforma, de 1906, al referirse a la época virreinal (una época que no dudarán un segundo en condenar con toda la fuerza de su ira maniquea los nacionalistas recalcitrantes, los indigenistas y los progresistas éticos de izquierda que desprecian en bloque a La Reacción, a la Conquista y a los españoles), lo siguiente (¡y a ver quién va a ser el insolente que venga a decirnos que Molina Enríquez era, por esto, de Derecha, cuando Los grandes problemas nacionales, de 1909, fue una de las cartas de navegación de la revolución mexicana!):

«La bula Noverirt Universi y las leyes 14 y relativas al Título 12 del Libro 4° de la recopilación de Indias, haciendo a los reyes de España dueños personales de las tierras americanas y de los pobladores de esas tierras, fueron de un efecto providencial para el porvenir de la Colonia. Evitaron el derecho de ocupación, que creando aquí y allá Estados pequeños aislados y sin relaciones estrechas, habría perjudicado la unidad necesaria para la organización fuertemente coactiva y poderosamente integral que requerían, la extensión del medio físico, las diferentes razas de la población y la lejanía de la Colonia respecto del Viejo Continente. Crearon, además, en beneficio de esa unidad, como única fuente de toda adquisición de territorio, la merced, o la cesión directa de los reyes de España…» (pág. 42.)

Y en otro lugar nos dice Molina Enríquez:

«Derivación lógica y natural de los derechos indiscutibles de los reyes españoles a las tierras americanas, fueron los virreinatos creados para regirla, y esos virreinatos eran los gobiernos a propósito. En efecto, las condiciones del medio, de las razas y del momento, requieren un gobierno despótico, y ese gobierno tenía la ventaja de no ser absoluto, sino de estar limitado por códigos de leyes inspiradas en principios de justicia para los españoles y protección para los indígenas, y de estar contenido por el gobierno de la metrópoli […] Era el gobierno adecuado a las circunstancias, el gobierno a propósito para la organización: este gobierno supo mantener en las colonias, durante tres siglos, una paz enérgica, pero patriarcal. A la sombra de la paz virreinal, todas las colonias prosperaron…» (pág. 43.)

Y, para terminar, un comentario más de don Andrés sobre Santa Anna (considerado por unos como miembro egregio de La Reacción Eterna, como un despilfarrador irresponsable muy seguramente por otros, y como un nefasto y autoritario dictador por los pánfilos e ingenuos demócratas de hoy en día), equilibrando en su juicio contradicciones y problemas, virtudes y vicios (ni tan bueno ni tan malo, en definitiva, como todo lo es, con rigor de verdad, en política):

«El elemento criollo, en sus dos grupos, viendo el lamentable resultado de sus dificultades, se dejó llevar por el impulso de su sangre europea, y tendió de nuevo las manos a Europa en demanda del príncipe de los Tratados de Córdoba. Santa-Anna, que había luchado desde la Independencia por coordinar los intereses del grupo laico y del grupo eclesiástico, hizo un esfuerzo supremo y estableció la dictadura militar. Ésta, que por ser gobierno coactivo e integral, no careció de grandeza, fue el verdadero florecimiento del gobierno de los criollos, aunque, como es natural, excluía a éste del gobierno directo y activo. El Plan de Ayutla concluyó con ese gobierno y con la personalidad de Santa-Anna. Este grande hombre, a pesar de lo que se dice en contrario por escritores que lo juzgan desde el punto de vista de otra raza y de otra época, era un verdadero político. Sus fluctuaciones, indican el sentimiento, si no el conocimiento de las diversas luchas de razas, y por lo mismo, de tendencias que se efectuaban en su época. Su orientación hacia el centralismo y hacia la dictadura militar, indican claramente, que sabía, cuando todo el mundo lo ignoraba, que el gobierno salvador era el militar, el coactivo, el de la cooperación obligatoria, el integral. Su prestigio tuvo los orígenes del de todas las grandezas; las guerras con el extranjero. En él floreció el gobierno de los criollos, como ya dijimos, y ese gobierno desapareció, porque no tocaba al elemento étnico de los criollos, débil, poco numeroso y demasiado imbuido de las preocupaciones coloniales, fundar la nacionalidad mexicana.» (pág. 68.)

Tómese nota del hecho de que los extractos que acabamos de plasmar aquí son de un libro consagrado por entero a la iluminación y elogio de Benito Juárez y su grupo en el contexto del natalicio del primero, en 1906, y como contrapunto y respuesta al libro de Francisco Bulnes, del mismo año, Juárez y las revoluciones de Ayutla y de Reforma. Pero el elogio y el análisis certero, como vemos, no excluye en modo alguno, para los ojos del dialéctico sereno, el balance objetivo -y positivo, vale decirlo- de contextos y determinaciones (bien se trate ya de la conquista, de la organización del virreinato o de dictaduras como, por ejemplo, la de Santa Anna o, también, véase Los grandes problemas nacionales, de Porfirio Díaz).

Pero vayamos al libro del profesor Kahle.

II

Tenemos pues, en el libro de Kahle, el análisis de los problemas fundamentales de organización de ese componente esencial de la capa cortical del cuerpo político, el ejército nacional, en un período por demás complejo, arduo y contradictorio: el que va de la consumación, en 1821, al año de 1833, que es, en efecto, como se sabe, el año del ascenso al poder del general Antonio López de Santa Anna, primer “auténtico caudillo mexicano”, en palabras de Kahle en su prólogo.

Proceso de altísima complejidad en efecto, como decimos, pues del status articulado de las tres capas del cuerpo político del imperio o monarquía española (capa basal, conjuntiva y cortical) que en tierras novohispanas había logrado imponer esa paz enérgica de la que hablaba Molina Enríquez, hubo de pasarse, por medio de la revolución, la violencia, la guerra y la política, al recorte y configuración de una nueva nación política, soberana e independiente, necesitada de un nuevo status articulado de sus correspondientes tres capas políticas, es decir, de un nuevo orden y una nueva paz que ya no habría de ser una pax hispánica.

Se trataba pues, por cuanto a la hispánica o virreinal, de una paz y una eutaxia de equilibro inestable –como toda pax política– que había no obstante encontrado la conjugación jurídica, política e ideológica más adecuada posible para mantenerse en el tiempo hasta el comienzo del resquebrajamiento, y que había logrado establecer una consistencia ideológica y de lealtad política y militar de los ejércitos virreinales hasta la puesta en práctica, sobre todo, de las reformas borbónicas al interior del ejército. La cuestión, tras la consumación de la Independencia, era la de lograr articular no ya nada más una nueva doctrina jurídico-ideológica y política (planes y constituciones diversas), sino la de garantizar una nueva lealtad militar del naciente ejército nacional mexicano. Parafraseando a Engels, se trataba no tanto ya de lograr que los civiles lograran estar, en la teoría, a la cabeza de los militares, sino de lograr y garantizar que unos y otros pudieran estar, tanto en la teoría como en la práctica, subordinados a la misma nación política (y por tanto a su Idea: qué Idea era –es– parte medular de la cuestión).

En esta dificultad mayor estriba el hecho de que hayan sido tantos los pronunciamientos y tantas las veces en las que el uniforme militar haya predominado de manera tan apabullante en la política mexicana a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX. Es decir, en esto descansa buena parte de las claves del militarismo hispanoamericano. Pero es que muchas veces, como hubo de decirlo Molina Enríquez, el único gobierno salvador no podría ser otro que el militar: “Podemos librarnos del clericalismo y podemos librarnos del capitalismo, pero ¿quién logrará librarse de nosotros?”, habría dicho Álvaro Obregón en algún momento de su presidencia (1920-1924), según lo apunta Kahle en la página 26 de su libro.

En todo caso, el eje problemático fundamental de la cuestión, que compendia a su vez multiplicidad de problemas: legalidad/legitimidad antagónica/nueva legalidad, lealtad realista/traición interna/alianza y nueva síntesis político-militar, es el que atraviesa la primera mitad del siglo XIX novohispano-mexicano, teniendo de un lado, al inicio del levantamiento de 1810, al ejército realista (capa cortical) enfrentado, primero, a milicias populares y guerrillas (que podrían acaso ser consideradas como parte de la capa conjuntiva en tanto que no estaban destinadas a la defensa de un ataque externo sino al de hacer estallar un conflicto interno; otra cosa es que, al principio, y en esto estriba el embrollo del asunto, los levantamientos hayan estado esgrimidos en nombre de Fernando VII) encabezadas tanto por Hidalgo y Morelos, para que luego, en la consumación, en 1821, se haya tenido que dar una alianza entre guerrilleros, como Vicente Guerrero, y el propio ejército realista (Iturbide), cristalización de la cual tuvo como resultado la consumación misma trabada en función de una fuerza militar real: el Ejército Trigarante, un nuevo plan de legitimación jurídica e ideológico-política: el Plan de Iguala, firmado en febrero de 1821 por Iturbide y Guerreo, y un acuerdo efectivo de ruptura política pactada: los Tratados de Córdoba, firmados en agosto de 1821 por Juan O’Donojú, último virrey de Nueva España, e Iturbide, comandante del Ejército de las Tres Garantías, que eran, en efecto: Independencia –de España–, Religión –católica– y Unión –de todos los grupos sociales–.

Es común, en las exposiciones habituales sobre la guerra de independencia mexicana, acomodar las fases del proceso en una en función de 1) inicio de la guerra: el levantamiento y Grito de Dolores de 1810, hasta muerte de Hidalgo, en julio de 1811; 2) organización social y político ideológica del movimiento (1811-1815): López Rayón, José María Morelos y Pavón, Junta de Zitácuaro, Congreso de Chilpancingo, Constitución de Apatzingán, muerte de Morelos en diciembre de 1815; 3) resistencia y guerra de guerrillas (1815-1820): resistencia de Vicente Guerrero con las tropas del sur, expedición de Javier Mina; y, en efecto, 4) consumación (1820-1821): restauración de la constitución liberal española, reacción de la Profesa, abrazo de Acatempan entre Guerreo e Iturbide, Plan de Iguala, Tratados de Córdoba...

Pero cuáles fueron las transformaciones internas y el desdoblamiento de fuerzas; cuál la mecánica de los conflictos; cuál la manera en que una institución es desmontada y reconstruida; y cuál, en definitiva, fue el papel que el ejército, primero, realista, y, luego, mexicano, tuvo a lo largo de todo este proceso hasta 1833 es aquello en lo que el profesor Kahle se detiene para el análisis en El ejército y la formación del Estado…

Si atendemos a la ordenación de los capítulos del libro (I. El ejército en la Nueva España, II. La Independencia, III. El problema de la guerrilla, IV. El aniquilamiento de la tradición, V. El ejército y el Estado), observamos que Kahle, aunque se atiene a las fases clave del proceso en su conjunto (como no puede ser de otra manera), orienta no obstante su juicio y sus análisis desde el punto de vista de la historia militar y de la vida interna de los ejércitos para, así, aislar la ruta desde la que, a su juicio, nos parece, se abre paso el problema fundamental de toda esta dialéctica político-militar –repetimos que desde el punto de vista interno del ejército: Kahle, por lo demás, no pone en ningún momento en cuestión la independencia misma; tampoco nosotros, obvio es–, a saber: el aniquilamiento de la tradición militar española que había logrado mantener el espíritu de cuerpo, la lealtad, la firmeza y la consistencia moral dentro de las tropas realistas durante la época del virreinato. En esto estriba, desde la óptica de Kahle, el problema mayor en la configuración de una nación política nueva en el estrato de su capa cortical: el amalgamiento moral e ideológico de una nueva legitimidad histórica nacional dentro de la que le sea dado participar orgánica y, sobre todo, lealmente, al nuevo ejército nacional.

«Durante su gobierno en América, dice Kahle (página 245), que duró más de 300 años, el dominio de la Corona española se apoyó principalmente en un sistema administrativo cuidadosamente pensado, que, en general, también funcionaba bien. Lo militar había adquirido una importancia bastante grande únicamente en la primera fase de la Conquista. Después de la toma de posesión del continente, como milicia cívica que sólo en casos excepcionales era reforzada por tropas regulares, la milicia sólo desempeño un papel subordinado que se limitaba al sometimiento de rebeliones indígenas aisladas ya rechazar los ataques de los corsarios.»

Las fortificaciones militares novohispanas funcionaban con arreglo a las mismas disposiciones metropolitanas: todos los fuertes se erigían por orden del rey y también en su nombre se administraban. Al compás de la estabilización social y política, fue poco a poco surgiendo una singular nobleza militar hispanoamericana. El servicio militar para todos los súbditos (que no ciudadanos) se da a partir del siglo XVII.

Pero fue con la guerra de los Siete Años (1756-1763) y con las reformas borbónicas cuando la centralidad de la milicia en la Nueva España cobra un impulso estratégico nuevo y más vigoroso:

«Mientras que para estas fechas (fin de la guerra de Siete Años, IC) en la Nueva España aún no existía una milicia idónea, en la planeación militar de España respecto a sus posesiones de ultramar se abría camino un cambio total. El transcurso y el final de la guerra de los Siete Años hicieron temer a la Corona que Inglaterra seguiría haciendo esfuerzos por agrandar sus posesiones de ultramar a costa de España. Los dos socios del Pacto de Familia, España y Francia, se encontraban ante problemas semejantes y la Corona española llegó, en consenso con sus consejeros franceses, a la opinión de que un fortalecimiento exitoso y duradero del imperio español sólo se podría alcanzar por medio de vastas reformas de fondo. Para esto era necesario, en opinión del gobierno español, introducir el sistema de intendentes en América, expulsar a los jesuitas, el llamado comercio libre dentro del imperio y el establecimiento o ampliación de los oficios e industrias coloniales más importantes.» (pág. 44.)

Por cuanto a la guerra de independencia, la superioridad del ejército realista se manifestó de manera notable, sobre todo por el carácter también improvisado de los ejércitos de masas y las guerrillas. Pero además, había un problema orgánico fundamental, a saber:

«En las luchas que se prolongaron por más de una década también se manifestó que la población de México, extraordinariamente diverso en lo étnico y en lo social, todavía no estaba en posibilidad de cerrar filas para realizar acciones comunes con metas comunes, y que la exigencia y la aspiración a la independencia no era en absoluto el deseo de todos los habitantes de la Nueva España.» (pág. 246.)

Esta ambigüedad e inconsistencia es lo que hace ver como verdaderas caricaturas las exposiciones que ponen, en bloque, a los buenos (el pueblo oprimido y sus líderes) de un lado, y a los malos (los españoles y los traidores) del otro (otra cosa es el hecho de reconocer a la mentira política como necesaria para el orden político dentro de un curso histórico inestable). Porque lo que se observa es una dialéctica fraguada bajo esa incierta claridad lunar de la que hablaba Clausewitz y al compás de luchas internas, de pugnas entre líderes, de intriga política, de alianzas, de intervención extranjeras desde varios frentes y de conflictos internacionales a otras escalas. Una ambigüedad e inconsistencia que habría de refractarse en la estructura misma del ejército que, tras una consumación conservadora (organizada como reacción a la constitución liberal gaditana reinstaurada en España durante el tierno liberal de 1820-1823) pactada entre antiguos enemigos –guerrilleros y realistas– y previa traición de Iturbide mismo a la encomienda que tenía de acabar con la guerrilla, quedó configurado contradictoriamente por fuerzas y tropas en otro momento destinadas al exterminio mutuo.

Esa fractura interna del ejército habría de minar sus fundamentos en los años sucesivos, ya en plena vida independiente, en tanto que, entre otras muchas pugnas entre líderes (Iturbide, Santa Anna, Guerrero, Bustamante…) y logias masónicas, estaba la cuestión ardua de saber de qué manera y desde qué momento habría de hacerse el cómputo en virtud del cual pudiera ser trazada la línea entre guerrilleros traidores o patriotas, o, correspondientemente, entre soldados realistas, leales en un principio, pero traidores después, aunque reinstalados en una nueva legitimidad patriótica nacional a la que se habrían sumado “en algún momento” de la guerra.

¿A quién se le puede ocurrir decir que, por ejemplo, Vicente Guerrero, antes del abrazo de Acatempan y el pacto con Iturbide era “de izquierda”, pero que luego, tras el pacto, se hizo “de derecha” para consumar así, se dirá, una independencia conservadora? Preferimos no aventurar respuesta alguna.

Nos dice en todo caso el profesor Kahle que:

«La división del ejército en antiguos insurgentes y guerrilleros y oficiales profesionales conservadores de la aristocracia colonial hispano-mexicana tuvo efectos decisivos, no sólo en el aspecto militar sino también en el político sobre la evolución de la historia mexicana de los primeros años después de la independencia. Los nuevos regentes provenientes de los círculos de los insurgentes y guerrilleros permanecieron llenos de reservas y desconfianza contra todas las ideas conservadoras, y no retrocedieron ante ningún medio para imponerse frente a la antigua clase alta y adueñarse del poder. Estos esfuerzos llevaron poco a poco a la eliminación de los oficiales que procedían de la clase dirigente criolla y alcanzaron su clímax con la expulsión de todos los españoles europeos que vivían en México y que se habían declarado leales a la nueva nación, con lo que el ejército y el Estado fueron privados de sus fuerzas dirigentes más calificadas.» (págs. 246 y 247.)

Como hubo de decir Lenin, no se trataba de que se hayan peleado unos y otros y de que, luego, a través del “diálogo democrático”, hayan hecho las paces, sino de una tensión estructural cifrada en clave ideológica y política que determinaba permanentemente la lucha por el poder del Estado y todo el cuadro de antagonismos políticos entre medias de los cuales estaba en juego el tallado doctrinario, jurídico, político e ideológico (filosófico, vale decirlo) de la Idea de México.

Y no queremos negar con esto que haya habido ambiciones vulgares, políticos y dirigentes pusilánimes, frivolidad y oportunismo tanto en la clase política como en la militar (eran en muchos casos los mismos): no lo negamos en absoluto; pero lo que no queremos hacer tampoco es caer en el engaño infantil –más bien lo condenamos enérgicamente– de los análisis maniqueos o “democráticos” y con “visión empresarial” de hoy, a la luz de los cuales, o bien de lo que se trataba era de una lucha entre buenos y malos, entre opresores y pueblo oprimido, entre Progreso y Reacción, o bien de lo que se trataba era de la lucha vulgar entre politicastros y militares ambiciosos, miserables y despilfarradores, carentes del menor interés por el país y precursores de la clase política actual (tan llena en efecto de oportunistas y mediocres, tampoco negamos eso) frente a la que se opone, organizada y “con amor a México”, la sociedad civil democrática que, a la violencia y a la guerra, opone, pánfilamente, el diálogo y la participación ciudadana.

Para el profesor Kahle, en todo caso:

«En los primeros 12 años posteriores a la Independencia, se ofrece en México la imagen de un ejército que estaba totalmente fuera de todo poder y control civiles y cuyas permanentes revueltas mantenían al Estado en una agitación constante que obstaculizaba todo desarrollo. La omnipotencia del ejército y sus desmedidas pretensiones y demandas impidieron cualquier intento de desarrollo orgánico de la vida política y económica. Todas las posiciones estatales importantes se hallaban en manos de militares o estaban bajo su influencia. Toda acción de gobierno, en su ejecución y en su éxito, dependía de la anuencia o rechazo de la “oficialesca”. Por consiguiente, la desafortunada historia política de México en el siglo XIX se debe ver desde esta perspectiva, pues sólo así se podrá entender (énfasis añadido, IC). Sin embargo, todos estos fenómenos se remiten finalmente al hecho de que la idea de la independencia no logró unir a las dispersas partes de la población mexicana, tan diferentes en lo étnico y en los social, para emprender conjuntamente una acción política comunitaria, ni tampoco pudo motivar los pensamientos y las energías para la reedificación de un Estado, después de que el antiguo Estado autoritario fue derrocado y sus tradiciones radicalmente eliminadas.»

Más o menos un siglo después del tiempo analizado por el profesor Kahle, en 1958 para ser exactos, analizando en este caso el período de la revolución mexicana del siglo XX, José Vasconcelos escribía en El Proconsulado:

«Y México necesitaba librarse de un ejército desleal a su destino. Hacía falta destruir el ejército, lo mismo que cuando Madero, lo mismo que cuando Victoriano Huerta, lo mismo que siempre en nuestra historia de condenados…
Pero ¿qué será de México el día que ya no hubiera el aseo periódico de la acción armada? Caeríamos en la política de serrallo, o sea el cuartelazo y la intriga, que deja caer el mando en quien traiciona a su jefe. Entraríamos así a regímenes de terror y de hipocresía, en que los mismos hombres, sucesivamente, cambiarían la careta, declarándose anticallistas los callistas de ayer, pero vigente el programa inepto, destructor…»

La misma perspectiva y el mismo tono que Kahle, que sabía que sólo así se podría entender la historia política de México. Ya lo dijo también Lenin, otro realista política implacable, al mencionar la divisa maestra de Clausewitz: la guerra no es una cosa separada ni de la política ni de los gobiernos, y mucho menos de las clases interesadas. Es una extensión de ella, pero por otros medios. Eso es todo. Aquí está la clave de bóveda del Estado, pues, en palabras del propio Clausewitz:

«Sería un contrasentido subordinar el punto de vista político al militar, ya que la política engendra la guerra; ella es la inteligencia y la guerra no es más que su instrumento, y no a la inversa… La subordinación del punto de vista militar al político es la única posibilidad que queda.»

Este problema fundamental del Estado, de todo Estado y de toda política verdadera, es dispuesto como guía de la fantástica investigación de Günter Kahle, El ejército y la formación del Estado en los comienzos de la independencia de México, a cuya lectura invitamos con nervio y urgencia al lector tanto mexicano como americano como español.

Nuestra intención es que estas líneas empujen su ánimo en ese sentido.

Apéndice

Transcribimos el cuadro cronológico con los gobiernos de México de 1821 a 1833 con el que el profesor Kahle complementa su investigación (pp. 266 y 267)

Primera Regencia

(Desde el 28 de septiembre de 1821 hasta el 10 de abril de 1822)

El 28 de septiembre de 1821 Iturbide estableció una Junta Provisional Gubernativa, cuyos 38 miembros el mismo día la nombraron “Regencia del Imperio”. Estaba constituida por Agustín de Iturbide como presidente y como vocales Manuel de la Bárcena, Juan O’Donojú, Manuel Velázquez de León e Isidro de Yáñez. Cuando falleció O’Donojú, el 8 de octubre de 1821, lo sustituyó el obispo de Puebla, Antonio Joaquín Pérez Martínez.

Segunda Regencia

(Desde el 11 de abril de 1822 hasta el 18 de mayo de 1822)

El 11 de abril de 1822, el Congreso realizó un cambio entre los vocales de la Regencia. Bárcena, Pérez Martínez y Velázquez de León fueron sustituidos por Nicolás Bravo, el conde Manuel de Hera Soto y Miguel Valencia.

Emperador Agustín I (de Iturbide) (1783-1824)

(19 de mayo de 1822 hasta el 18/30 de marzo de 1823)

El 19 de marzo de 1823 Iturbide abdicó. El 31 de marzo de 1823, el Congreso, junto con el Poder Ejecutivo, estableció un nuevo gobierno.

Poder Ejecutivo

(Desde el 30 de marzo de 1823 hasta el 9 de octubre de 1824)

El 30 de marzo de 1823 el Congreso constituyó como nuevo gobierno al Poder Ejecutivo. Como miembros del Poder Ejecutivo fueron designados Nicolás Bravo, Pedro Celestino Negrete y Guadalupe Victoria, y como suplentes Miguel Domínguez, José María Michelena y Vicente Guerrero.

Presidente Guadalupe Victoria (1786-1843)

(Desde el 10 de octubre de 1824 hasta el 31 de marzo de 1829)

Presidente Vicente Guerrero (1783-1831)

(Desde el 1 de abril de 1829 hasta el 17 de diciembre de 1829)

Presidente interino José María Bocanegra (1787-1862)

(Desde el 18 de diciembre de 1829 hasta el 22 de diciembre de 1829)

Presidente interino Pedro Vélez junto con Lucas Alamán y Escalada y Luis Quintanar

(Desde el 23 de diciembre de 1829 hasta el 31 de diciembre de 1829)

Presidente Anastasio Bustamante (1780-1853)

(Desde el 1 de enero de 1830 hasta el 13 de agosto de 1832)

Presidente interino Melchor Múzquiz (1790-1844)

(Desde el 14 de agosto de 1832 hasta el 26 de diciembre de 1832)

Múzquiz renunció al cargo el 27 de diciembre de 1832, después de que el 26 de diciembre de 1832 Gómez Pedraza protestara juramento como presidente en Puebla. Hasta el 3 de enero de 1833, se encargó de mantener el orden el gobernador del Distrito Federal, Ignacio Martínez. Ese día hizo su entrada a la ciudad capital Gómez Pedraza y asumió el gobierno.

Presidente Manuel Gómez Pedraza (1789-1851)

(Desde el 3 de enero de 1833 hasta el 31 de marzo de 1833)

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El 16 de mayo de 1833 toma protesta como presidente Antonio López de Santa Anna por vez primera, acto que habría de repetir en nueve ocasiones más.

 

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