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El Catoblepas, número 112, junio 2011
  El Catoblepasnúmero 112 • junio 2011 • página 8
Historias del helenismo

Los nuevos dioses

José Ramón San Miguel Hevia

El dios aire. Anaxímenes, Diógenes de Apolonia, Sócrates

El dios aire

Anaxímenes

La figura de Anaxímenes en la historia de la filosofía, y concretamente en la escuela de Mileto, es paradójica. Desde el punto de vista del contenido de su pensamiento, es un paso atrás atendiendo a los desarrollos de la geometría y la astronomía de Tales y Anaximandro, y dos pasos atrás por lo menos con relación a la técnica de navegación y de la aventura marinera de su ciudad estado. Hay que decir en su descargo que por la fecha de su floruit en el 545, el general medo Hárpago conquista las costas del Asia Menor con lo cual se inicia una imparable decadencia del comercio, de su forma de vida y del aparato científico que la ha hecho posible.

Anaxímenes no ha creado ninguno de los instrumentos técnicos que se atribuyen a los primeros maestros de la escuela náutica, ni el sistema de medición en altamar, ni la construcción del polos, ni el pínax de Anaximandro con su descripción gráfica de las tierras conocidas, ni los relojes que introduce en Esparta. La medición del tiempo por el sol, concretamente el cómputo geométrico de las sombras para medir las divisiones del día, parece una aplicación nada novedosa de los descubrimientos practicados en la edad de oro de Mileto.

Tampoco Anaxímenes hace aportaciones a la geometría, y en ese aspecto su distancia con el maestro Tales es infinita. Al parecer no añade ninguna idea al teorema de proporcionalidad de los triángulos semejantes, la igualdad de los ángulos del isósceles y de los opuestos por el vértice, que son las primeras piedras de la ciencia de la medida. Pero su astronomía es también con relación a la de Anaximandro un sistema sumamente rudimentario: la tierra no está suspendida inmóvil en el vacío a la misma distancia de todos astros, pues es semejante a una hoja que cabalga por el aire; de su vapor cálido nacen los cuerpos celestes, también de naturaleza plana, que giran en horizontal, ocultos periódicamente por la elevación de la tierra hacia el norte. Los truenos y relámpagos por una parte, las nubes, la lluvia y el granizo por otra, tienen su origen en la dilatación o condensación del aire, ciertos cuerpos invisibles explican los eclipses, y en fin los terremotos se producen cuando el suelo se cuartea al ablandecerse y secarse.

A pesar de la pobreza de su cosmología, Anaxímenes, en conjunción con Tales y Anaximandro, ofrece una primera muestra de la dialéctica de técnica, ciencia y filosofía y una explicación del carácter histórico del conocimiento. Para empezar –conviene repasar lentamente los tres momentos de este proceso– Tales construye los instrumentos de medida del espacio y el tiempo, el polos y un rudimentario teodolito, para hacer frente a las necesidades de su ciudad y particularmente a su vocación marinera y comercial. Pero esta técnica sólo es aplicable cuando se fundamenta en principios seguros y repetibles y solicita por consiguiente la ayuda de la ciencia.

La ciencia ha de ser un conocimiento universal, pero precisamente por esta generalidad se escapa a la circunstancia concreta y a la técnica correspondiente y presenta un futuro nuevo e imprevisible. Ya desde este primer momento el determinismo histórico es imposible, pues los descubrimientos materiales del tiempo presente no permiten calcular los cambios que en el futuro puede producir el conocimiento científico. La construcción del pínax por Anaximandro, ampliando el principio de proporcionalidad, y su descripción del universo según el modelo del polos, es una buena demostración de este inesperado avance de la historia.

Ortega define la filosofía como una marcha hacia atrás en busca de fundamentos cada vez más seguros, y en este sentido el pensamiento de los dos milesios, que ahora pertenece a la ciencia, ha sido en su momento filosofía. Pero es posible un retroceso todavía más radical y es aquí donde interviene Anaxímenes, creando una tosca filosofía primera. Según sus maestros la tierra es cóncava como una almadía y flota sobre el océano que es su soporte y se sostiene a sí mismo gracias a un violento movimiento circular o bien está suspendida en el vacío, por su igual distancia a los cielos, que giran también en un proceso interminable.

A Anaxímenes no le interesa únicamente el soporte físico de la realidad, aunque esa realidad sea tan grande e imprescindible como la tierra. Lo que sobre todo le interesa es el principio de que está constituido el ser de todas las cosas, un principio que al mismo tiempo es su soporte y su fundamento. No sólo ese principio penetra la tierra y el universo entero, sino además a cada una de sus partes y en particular los seres vivos, y lo que más nos interesa, a la naturaleza misma del hombre. Otra vez la filosofía, por su universalidad se libra del control de cualquier otro saber, ofrece problemas y soluciones desconocidos y prepara una nueva enciclopedia de las ciencias.

Anaxímenes elige con cuidado el principio, siguiendo las enseñanzas de la escuela náutica. Es preciso que sirva de soporte a la tierra, igual que el río océano de Tales, que esté sometido a un movimiento eterno, que tenga una extensión infinita y que no sea un elemento definido y segundo. Entre todas las realidades se fija en el viento, que se traslada de lugar arrastrando todas las cosas y al mismo tiempo se dilata y condensa internamente. No se trata todavía del aire en reposo, cuya naturaleza corpórea descubrirá Empédocles mucho más tarde, pero esta limitación le conduce, como se verá, a una consideración unitaria del universo y de sus partes mínimas.

La elección del filósofo tiene graves inconvenientes desde el punto de vista de una de las ciencias de Mileto, concretamente la astronomía. La tierra ofrece una figura tan rudimentaria como una experiencia diaria elemental: es delgada, semejante a una mesa o una hoja arrastrada por el viento. Además la función de soporte no se puede extender a los cuerpos celestes, que tienen naturaleza de fuego y son por consiguiente sumamente leves. En fin, la marcha regular de los cielos no se puede explicar desde el movimiento caprichoso de las corrientes de aire. Pero el nuevo principio –es una muestra de la dialéctica, esta vez de la filosofía– representa el primer paso para la construcción de una nueva ciencia.

Anaxímenes establece en su física unos pocos fundamentos que después de él adoptan los pensadores griegos en las escuelas del sur de Italia y de Sicilia. En primer lugar, el arkhé que compone la naturaleza es, lo mismo que su movimiento, una entidad inmortal y divina, eterna en el tiempo e infinita en el espacio: la sentencia que Parménides hace expresa, cuando declara increíbles el comienzo y final del ser, es una de las propiedades centrales del viento creador. Pero, lo que es todavía más importante, los animales y los humanos, todos cuantos respiran, reproducen en pequeño la constitución del universo, porque viven y entienden gracias al pneûma, el viento que los penetra.

En cambio el filósofo de Mileto desconoce la teoría de las mezclas, con que las escuelas médicas explican los fenómenos del nacimiento y de la muerte, de la enfermedad y la salud. Lo que existe es un doble proceso de condensación, de donde salen la tierra y el agua, y de dilatación, que da origen al fuego. La rudimentaria experiencia, según la cual el aire que expulsa la boca cerrada o abierta es respectivamente frío o cálido, no puede, desde luego figurar entre las páginas más brillantes de la física o la biología, pero por lo menos asegura la correspondencia del universo con nuestro organismo.

Diógenes de Apolonia

Nace con toda probabilidad en Apolonia del Ponto, la colonia fundada por los milesios en el siglo VI y desde su ciudad natal se traslada a Atenas, donde al parecer tiene su floruit hacia el año 430, coincidiendo con el segundo proceso de Anaxágoras y el comienzo de la persecución de los intelectuales. El mismo, según Demetrio Falereo, está mal visto por los ciudadanos y se hace sospechoso de impiedad y ateísmo al no respetar las creencias religiosas oficiales. En todo caso pertenece a la última generación de metecos, que bajo la protección de Pericles introducen la filosofía en la ciudad.

Otro de sus biógrafos, Antístenes, dice que ha sido discípulo directo de Anaxímenes, pero es preciso corregir el evidente anacronismo, en vista de que los dos pensadores están separados por un siglo. En todo caso algo de verdad hay en ese testimonio, pues Diógenes se atreve a resucitar y corregir el pensamiento del último milesio, aunque conoce el brillante desarrollo de la filosofía y la ciencia producido en el largo espacio de tiempo que media entre los años finales de Mileto y la edad de oro de Atenas. Es el momento en que nacen y florecen las escuelas médicas de Italia y Sicilia, de Crotona, Cos y Cnido, en que aparece el Poema de Parménides, la teoría de los cuatro elementos y de las semillas infinitas, y en fin, el atomismo en sus dos variantes, teológica y materialista.

Según el testimonio de Teofrasto y del mismo Galeno, es un médico profesional, que tiene nuevas opiniones sobre el diagnóstico de las enfermedades y que posiblemente ha escrito un tratado técnico de medicina. En todo caso es seguro que su libro «Sobre la naturaleza» contiene las ideas de filosofía, que sirven de fundamento a su teoría médica tanto más cuanto que desarrollan una cantidad abundante y muy precisa de detalles sobre la naturaleza del hombre. Particularmente el largo fragmento 6, proporciona una anatomía del cuerpo humano, que se pone en continua relación con el principio universal de todas las cosas.

En resolución, se trata de un filósofo ecléctico, que se vale de los elementos de sistemas anteriores o contemporáneos para construir una teoría unitaria del mundo mucho más sencilla y coherente. Se puede establecer en todo caso una cierta continuidad de pensamiento entre Anaxímenes, Anaxágoras de Clazomene, Leucipo de Mileto y Diógenes de Apolonia, que sería el último representante de la filosofía jónica. Todos ellos mantienen una astronomía relativamente homogénea y sobre todo desvían su atención hacia la nueva ciencia de la fisiología y la medicina.

Gracias a las ideas de todos estos pensadores, Diógenes consigue perfeccionar un sistema de filosofía, donde todas las realidades son modificaciones de una sola raíz y por consiguiente tienen la misma naturaleza, en medio de su diversidad. Si fuesen radicalmente diferentes sin mantener una identidad esencial, no podrían actuar unas sobre otras «ni la planta podría desarrollarse de la tierra ni al ser vivo llegar a nacer». Pero como son aspectos de un mismo principio pueden trasformarse en cosas distintas en momentos diversos y volver a lo mismo en un proceso alternante. circular y reversible.

Este principio único, que asegura la homogeneidad del mundo ha de cumplir la primera condición que todas las filosofías anteriores suponen de forma más o menos expresa, es una realidad inalterable, sin principio ni fin. Diógenes declara lo mismo de forma contundente cuando dice que nada llega a ser de lo que no es y nada se anula en lo que no es, pero además completa este axioma de la filosofía con una expresión solemne y litúrgica: el aire es un dios que gobierna todas las cosas, las penetra y domina, es grande, fuerte, eterno e inmortal.

Sólo un testimonio de Simplicio alude a la existencia del vacío para explicar el doble proceso de Anaxímenes y la disposición de la tierra y los astros. En ausencia de un fragmento de Diógenes sobre el tema, más seguro y sobrio parece el Pseudo Plutarco cuando limita la influencia de Leucipo a la afirmación del movimiento mecanicista del aire, la existencia de universos innumerables y la teoría de la sensación. La otra modificación del único principio de todas las cosas –y de él habla esta vez el filósofo sin hacer referencia a la condensación o dilatación– distingue el aire cálido y seco del frío y húmedo.

Esta vez Diógenes corrige y completa la doctrina de Anaxágoras y establece un nuevo sistema de salud que sustituye a la teoría de las mezclas. En primer lugar, no es necesario ni tiene sentido el dualismo de las semillas mezcladas y del Noûs independiente que todo lo domina, pues la misma sustancia del aire, puede vivir y entender como sucede en, los animales y el hombre, y mucho más en la región del sol y los astros, según sea su grado de temperatura, o mantenerse fría como en la naturaleza inanimada. Al mismo tiempo la teoría del calor vital que después se hará tópica, sustituye a la eukrasia a la isonomía y a la armonía de los pitagóricos y las escuelas médicas de oriente y occidente.

En Diógenes de Apolonia el estudio de la naturaleza del hombre alcanza una precisión y riqueza que justifica la desviación desde los primeros cálculos geométricos y astronómicos hasta la nueva ciencia y técnica de los físicos. Para empezar, su teoría de la sensación, tal como la trasmite Teofrasto en un detallado documento, está muy cerca de los desarrollos atomistas y demuestra una clara influencia de su contemporáneo Leucipo. Concretamente oímos cuando el aire que está dentro de los oídos, empujado por el viento exterior impacta en el cerebro, y análogamente vemos cuando las imágenes afectan a las pupilas en conjunción con el aire interior. La que mejor aprecia el gusto es la lengua, pues es el órgano más blando y relajado, y registra mejor que cualquier otra parte del cuerpo los síntomas de las enfermedades, al terminar todas las venas terminan en ella.

El filósofo analiza el placer y el dolor entre las sensaciones y se acerca así todavía más a la teoría atomista. «Cuando una gran cantidad de aire se mezcla con la sangre y hace su naturaleza más leve penetrando todo el cuerpo, entonces se origina el placer, pero cuando no se mezcla, la sangre se coagula, se debilita y se hace más densa, y entonces nace el dolor.» Del tacto no habla nada Diógenes, precisamente porque es la sensación que se da por supuesta para explicar todas las demás.

El pensamiento no es efecto de una inteligencia separada, sino de un hálito caliente y puro y por eso aparece disminuido en los demás animales que respiran el aire de la tierra y buscan un alimento más húmedo. Los pájaros tienen una carne maciza que estorba la penetración del aliento, y las plantas, al no recibir en absoluto aire, están desprovistas de la capacidad de pensar, igual que todos los seres inanimados.

Cuando Diógenes identifica el entendimiento con el aire seco ya puede introducir un curioso catálogo de enfermedades y debilidades mentales. Como el pensamiento está estorbado o impedido por la humedad, por eso disminuye o desaparece del todo en las borracheras, los atracones o los sueños. También los niños carecen de inteligencia, toda vez que en esa primera edad prevalece, según doctrina tradicional de las escuelas médicas, el elemento agua. En todos estos casos el principio universal de la naturaleza de todas las cosas, coincide con el que produce los fenómenos de la fisiología y del conocimiento humano.

Desde la célebre observación de Empédocles, la entrada y salida del aliento en la respiración, produce un movimiento alternativo de la sangre, a imitación de lo que sucede en la clepsidra con el aire exterior y el agua. Una doctrina como la de Diógenes que insiste en el protagonismo del viento, tanto en la formación del universo como en el funcionamiento de la vida del hombre, forzosamente desemboca en una anatomía de los miembros donde se canalizan los movimientos sanguíneos. El largo y detallado fragmento 6 en la numeración de Diels, es además un desarrollo de la ciencia de la naturaleza del hombre, que sólo será superado por los estudios biológicos de Aristóteles.

Según el filósofo y médico las dos venas más grandes se extienden a la derecha y la izquierda de la espina dorsal y se prolongan a través del vientre hacia las dos piernas y por las clavículas y el cuello hasta la cabeza. Desde ellas salen otras venas por todo el cuerpo, dos al corazón, dos a lo largo de los brazos a las manos y al pulgar y los demás dedos y dos más finas al hígado y al bazo y los riñones.

Diógenes de Apolonia –igual que los antiguos teóricos de la anatomía del cuerpo– afirma que el semen es producido por la sangre, y por su condición aérea es elemento trasmisor de la vida, la sensación y el pensamiento. Siguiendo y completando su descripción dice que a partir de las venas principales hay otras más finas, las espermáticas, que a través de la medula espinal van hasta los testículos, directamente o a través de la piel y los riñones. En resumen, su fisiología es tan rica en observaciones como fiel al axioma, según el cual el principio de todas las cosas es el mismo que informa la naturaleza del hombre.

Simplicio, que ha tenido ocasión de leer el libro «peri Physeos» resume y comenta este fragmento: «Diógenes indica que el esperma de los seres vivos es aéreo y que el entendimiento tiene lugar cuando el aire, en unión de la sangre se apodera de todo el cuerpo a través de las venas, de las que hace en su descripción una anatomía precisa. En resolución confirma claramente que el principio material es lo que los hombres llaman aire.»

Sócrates

Los testimonios que hablan de la figura de Sócrates son tan contradictorios y desorientadores como los escritos de dos acusadores populares frente a sus abogados defensores. Uno de éstos, Jenofonte, contesta a Polícrates que en el 393, seis años después de la muerte del filósofo, quiere reabrir el proceso con la clara intención de desacreditar a sus discípulos El libro primero de sus memorias se limita a negar los hechos criminales evitando cuidadosamente cualquier tropiezo con el poder establecido: al parecer Sócrates es un amable individuo, que sigue los cultos oficiales, respeta los valores de la democracia y enseña a los atenienses la difícil ciencia política. Tras la lectura de esta apología hay que preguntarse cómo un ciudadano tan inofensivo por sus ideas y tan cómodo para el régimen vigente, ha podido ser objeto nada menos que de una condena capital dictada por un tribunal popular.

Los otros libros de las memorias de Jenofonte, sobre todo el tercero y cuarto, describen los encuentros de Sócrates con los personajes políticos más importantes de la Atenas de final del siglo, entre otros los gobernantes tiránicos como Critias y Alcibiades, los sofistas Antifón e Hipias, los generales y jefes del ejército, entre ellos el hijo de Pericles, los familiares de Platón, Cármides y Glaucón, el filósofo Arístipo, o el bibliófilo Eutidemo. Con todos ellos trata de un tópico fundamental de su doctrina, la igualdad de la ciencia y la virtud.

El caso de Platón es bien distinto. Después de la publicación de la Apología, donde la ironía del maestro no consigue disimular su ateismo político, su conocimiento de la astronomía y su desprecio a la totalidad del pueblo, los primeros diálogos socráticos son fuertemente agresivos hacia las instituciones de la democracia, sobre todo la justicia emanada directamente del pueblo. Platón completa esta doctrina del antidikéin, con la acusación y condena al pueblo por su ignorancia, y con la exigencia de que los dirigentes de la ciudad tengan la necesaria competencia política.

Tras el primer viaje al golfo de Tarento y a Sicilia, de donde viene convertido a la filosofía de Pitágoras, Platón construye sus diálogos más brillantes desde el punto de vista literario. El protagonismo de Sócrates es en ellos un mero recurso y por consiguiente su figura es totalmente ficticia y no se corresponde en absoluto con su vida ni con su forma de pensar. Todavía disminuye su presencia en los escritos finales, donde queda reducido a una especie de presidente honorario, y en Las Leyes desaparece por completo. En resolución los testimonios platónicos, lo mismo que los de Jenofonte, sólo informan de la vejez y de la muerte del maestro y mantienen silencio sobre su larga vida.

Afortunadamente disponemos de una serie de escritores, que cubren la juventud y la edad madura de Sócrates, y además informan de sus relaciones con los personajes más controvertidos de la pólis. La comedia antigua, representada ante todos los ciudadanos, desempeña en Atenas un papel semejante al de la prensa libre en los Estados modernos, pues los comediógrafos, muchas veces actores de sus propias obras someten a una sátira implacable, a los políticos y a los pensadores más provocativos de la filosofía, de la ciencia y del mismo teatro. Sus testimonios independientes son mucho más dignos de fe que los discursos de abogados defensores, por principio interesados en absolver y exaltar a sus protegidos.

Los autores de teatro más célebres sacan repetidamente a escena a Sócrates, que comparte este protagonismo con generales y políticos decisivos en la historia de Atenas, y que = de esta forma se convierte en una figura central de la comedia antigua. Nada más que en el año 423 aparece en dos obras, el Connos de Amipsias y las Nubes de Aristófanes, y este éxito de audiencia demuestra el interés que el filósofo despierta ante el pueblo espectador. Por otra parte Eúpolis en su largo y brillante oficio de comediógrafo, lo empareja en sus críticas con Cimón, el general vencedor de los persas, y Cleón, el demagogo que sucede a Pericles al frente del Consejo del Demos.

Gracias a estos documentos se puede conocer la trayectoria de Sócrates en los años de su floruit, como también la de los ciudadanos, al perecer poco recomendables, que influyeron en su pensamiento o recibieron su influencia. En las Nubes es el maestro de Filípides, el aficionado e los caballos, un alias de Alcibíades, que por su impiedad y por su conducta caprichosa más daño ha hecho a los atenienses. Los dos amigos comparten una doctrina con toda probabilidad heredada de la filosofía que los ilustrados metecos han introducido en la ciudad de la mano del gran Pericles.

Por lo menos en otras dos comedias Sócrates figura como el cerebro en la sombra, nada menos que de Eurípides, que disimuladamente censura la mitología de los griegos y que al lado de Esquilo y Sófocles es un gran des-creído. Mnesíloco atribuye por dos veces al filósofo la inspiración del drama Frigios, Aristófanes escribe que «Eurípides compone con el auxilio de ése que habla de todo», y describe la forma de pensar del trágico en términos que recuerdan la doctrina de las Nubes: «¡Éter que me das vida, lengua voluble, de sagacidad y sutileza penetrante para refutar todo cuanto toca!». En fin Calias en Cautivos subraya la influencia socrática en toda su obra.

Aparte de unos pocos fragmentos de autores de la comedia antigua, se conserva íntegramente el texto de la segunda reposición de Nubes, que Aristófanes volvió a presentar ante el pueblo, haciendo a través del coro una generosa publicidad de la obra y lamentando su derrota en el certamen del año 423. El protagonista de la comedia, Sócrates, se basa en el pensamiento de Diógenes de Apolonia, para criticar la religión oficial de la ciudad, y su filosofía presenta un tipo de conocimiento formalmente distinto al de la ciencia y la misma teología, y se abre a un panorama y un modo de pensar totalmente nuevo. Naturalmente que Aristófanes –que por otra parte no demuestra demasiado respeto a los dioses del Olimpo– se opone a estas doctrinas disolventes, pero su burla es un precioso testimonio de una variante de la ilustración ateniense.

Por aquellos años finales del siglo IV se está gestando la filosofía atomista, que muy pronto va a desembocar en el epicureismo. Pero los fragmentos de Demócrito que se conservan y los documentos sobre su doctrina sólo exponen las líneas generales de la formación azarosa del universo a partir de los átomos y el vacío, y no se ocupan de explicar con detalle la forma de los astros y la razón de los meteoros. Por el contrario, el relativismo astronómico de Epicuro admitirá cualquier ciencia de los cielos a condición de que niegue la intervención de los dioses, lejanos, felices y olvidados de los hombres.

La posición de Sócrates, tal como se puede entrever a través de la sátira de su enemigo público, se integra en la otra rama del pensamiento ilustrado. Existe una raíz de todas las cosas celestes o terrenas, que es divina por su condición principial, tanto más cuanto que su acción da razón única y segura de la formación del mundo, de la aparición de los seres animados y de los fenómenos naturales que más espantan a los hombres. No se trata de desplazar a los dioses ni siquiera de alejarlos a un paraíso feliz, si no de sustituirlos por un principio más poderoso, que además tolera una explicación racional.

El comienzo de Nubes tiene un contenido semejante al de los versos iniciales del libro sexto de Lucrecio, a pesar de tratarse de dos géneros literarios tan distintos como una comedia y un poema didáctico en hexámetros y de la presentación de la misma doctrina con acentos grotescos y solemnes. En realidad, tanto el filósofo griego como el romano, tienen la preocupación de liberar al hombre de la superstición ante los fenómenos más frecuentes e inesperados de la tempestad, cuando los cielos entran en contacto y amenazan a la tierra.

Lucrecio ha tenido buen cuidado en separar la explicación filosófica de nacimiento azaroso del mundo en su libro quinto, de esta enseñanza sobre las causas de la tempestad, para que quienes lean sus versos no caigan en la superstición del vulgo, al que desprecia. Esto explica que sus desarrollos poéticos coincidan con la provocativa presentación directa de la doctrina ilustrada ante un pueblo no escogido. En los dos casos los amenazadores fenómenos –la lluvia, el trueno, el relámpago, el rayo– se atribuyen a las nubes, que sustituyen a los dioses oficiales o los alejan hasta hacerlos inofensivos.

Son frecuentes en todo caso los paralelos textuales, empezando por el tópico del cielo sin nubes: «debería llover en un cielo sereno, cuando ellas están en otra parte» dice Sócrates, y parecidamente el libro sexto: «Nec fit enim sonitus caeli de parte serena». Pero el atrevimiento de Aristófanes, que para explicar la lluvia hace a Zeus orinar a través de una criba compara el trueno con la ventosidad de un vientre desarreglado, y al rayo con el estallido de una vejiga rellena sin agujerear, es mucho más llamativo y desafiante que los solemnes hexámetros del epicúreo, sobre todo teniendo en cuenta la condición de los espectadores que reciben directamente su discurso.

Después de esto, Sócrates exige al viejo Estrepsíades una declaración de fé en toda regla. Sus palabras pueden referirse a los tres pilares de la Ilustración concretamente el incipiente atomismo,, la doctrina del aire principio y el movimiento de los sofistas: «¿Admitirás de hoy en adelante otros dioses que no sean los nuestros, el Caos, las Nubes y la Lengua?»

La contestación es tanto más grave cuanto que el rechazo a toda piedad externa es en la ciudad antigua la esencia del delito de impiedad: «Los demás dioses no recibirán de mí ni una palabra cuando esté ante ellos. No les pienso ofrecer ni sacrificios, ni libaciones, ni siquiera un grano de incienso».

En otro sentido, cuando Aristófanes habla del torbellino etéreo o del Eter, que da la vida y la sagacidad de la lengua, parece referirse a la doctrina del Aire, que se manifiesta en la Nubes, atendiendo a la cosmología y la astronomía, en el aliento de todo ser vivo y en la capacidad de razonar derecha o torcidamente del hombre. Esas son con toda seguridad las ideas que Sócrates sigue profesando, por lo menos desde sus cuarenta años y más decididamente en el 423 cuando a los ojos del pueblo y de los autores de la comedia antigua se ha convertido en una figura central de los contestatarios intelectuales atenienses.

El acta de acusación de Sócrates ante el tribunal de los Heliastas, la defensa de Platón y el primer diálogo socrático, Protágoras, escritos poco después de la muerte del maestro, confirman esta primera noticia de los autores de la comedia antigua. Anitos presenta dos cargos que se pueden resumir en sólo uno: el filósofo estropea a sus jóvenes discípulos, enseñándoles una costumbre y unos dioses diferentes del panteón oficial de la ciudad. Hay que decir además que los primeros diálogos de Platón no desmienten cuando se leen entre líneas, la pertenencia de su maestro al movimiento ilustrado, tanto más que todos sus pensadores han sufrido una persecución más o menos violenta por parte de los ciudadanos bienpensantes.

Efectivamente la Apología no se atreve a negar el delito de impiedad tal como figura en las actas oficiales, y presenta a un Meletos, increíblemente tosco, según el cual Sócrates no cree en absoluto en los dioses. El filósofo somete entonces al acusador a sus preguntas, desmonta fácilmente su denuncia y en hábil paréntesis se declara inocente de esa actitud: «yo también creo que hay dioses y no soy un ateo y un sindiós del todo, ni en este aspecto soy reo de crimen». Después afirma y niega al mismo tiempo, en un prodigio de ironía la filosofía ilustrada de Anaxágoras: «Van los jóvenes a aprender de mi boca estas doctrinas.. y así reírse con ganas de Sócrates si pretende que son suyas, porque además son disparatadas».

En la continuación de su parlamento Sócrates se acerca al agnosticismo de Protágoras: «el tener miedo a la muerte, ciudadanos, no es más que creerse inteligente y sabio sin serlo, pues es creer que se sabe lo que no se sabe... y en resolución no sabiendo bastante de las cosas del más allá, yo por lo menos pienso que no lo sé.» Esta actitud del filósofo ante el primer maestro de los sofistas, se repite en el Protágoras, donde los dos pensadores demuestran una admiración mutua, y donde tratan con igual brillantez el principio que servirá de base a todas sus enseñanzas, la igualdad de la ciencia y la virtud política.

Queda por saber cuál es la teología de Sócrates, pero en este punto también los textos son bastante expresivos. El filósofo, en correspondencia con el dios aire de Diógenes de Apolonia, que gobierna el mundo y además presta la vida y la inteligencia a los seres vivos y al hombre, cree en la existencia de un demonio interior que le ordena enseñar a sus conciudadanos. Después de consultar estos testimonios hay que contemplar con la máxima reserva la afirmación según la cual la figura de Sócrates representa en la historia de la filosofía el paso de la especulación física a los desarrollos de la ética y la política. Esta transición de la ciencia del mundo a la del hombre se opera en Sócrates de una forma natural. El primer principio, el aire, se proyecta físicamente en las nubes y los meteoros producidos por ellas, pero también su acción llega al aliento que respiramos y a la lengua que es lugar de la inteligencia y fabrica los razonamientos justos o desviados. La misma acusación que le lleva a la muerte recoge en uno estos dos aspectos de su doctrina.

La doctrina del dios-aire no termina en Diógenes de Apolonia y en Sócrates, pues una de sus variantes se traslada a los primeros estoicos. En una combinación de la teoría de los cuatro elementos, de la doctrina de Heráclito y de los desarrollos de Anaxímenes, Zenón y sus seguidores afirman que el mundo único, finito y rodeado del vacío, está compuesto de una materia pasiva –el agua y la tierra– y de un principio activo, el logos o razón divina, identificada con el pneuma –el soplo cálido hecho de aire y fuego– que da forma y vida a todas las cosas.

El Logos tiene un doble efecto. En la medida en que es una razón, establece en el mundo un destino fatal, por el que un hecho determina a otro como su causa, en un proceso que no puede romperse para no interrumpir la absoluta necesidad divina que gobierna todas las cosas. Pero además –en una doctrina tomada de Heráclito y los orientales– el mundo tiene un ciclo propio, y cuando los astros vuelven a la misma posición y se cumple el Gran Año cósmico, el fuego destruye todas las cosas, y de nuevo se repiten sin ninguna modificación, todos los acontecimientos del ciclo anterior.

La filosofía del pneuma-logos adoptada con escasas variaciones por los estoicos da lugar, durante los casi setecientos años de la escuela a dos derivaciones, propias del genio griego y romano. Desde su fundación, y más decididamente desde Crisipo, los primeros pensadores del Pórtico han elaborado una lógica, hasta tal punto que los doxógrafos clásicos la ponen en primer lugar, por encima de la del mismo Aristóteles. Diógenes Laercio dedica a la canónica hasta treinta apartados, más de los que destina a la metafísica del cosmos, y muchos más si pensamos que en esta física se incluye una descripción detallada de la astronomía y la meteorología.

En cuanto al estoicismo tardío de los romanos, lo mismo en sus versión griega –Epicteto y Marco Aurelio– que en los escritos de Séneca, se corresponde con la preocupación existencial de los latinos, y construye una moral teniendo en cuenta la vida del hombre y sus distintas circunstancias adversas o jocundas. Conviene estudiar por separado estos dos aspectos centrales de la escuela, que representa uno de los cuatro grandes sistemas del helenismo.

 

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