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El Catoblepas, número 116, octubre 2011
  El Catoblepasnúmero 116 • octubre 2011 • página 13
Libros

Miseria de la memoria histórica

Pedro Carlos González Cuevas

Algunos disparates orwellianos en torno a las políticas de la memoria

Ridley Scott 1984

Profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Barcelona, Ricard Vinyes es autor de una serie de obras dedicadas a la historia contemporánea española, como La formación de las Juventudes Socialistas Unificadas, El soldat de Pandora, Irredentas, El daño y la memoria, &c. En 2004, obtuvo el Premio Nacional de Patrimonio por el comisariado de la exposición Las cárceles de Franco.

En El Estado y la memoria{1}, obra de la que es editor, dedica al primer capítulo a teorizar sobre lo que denomina «memoria de Estado». Su perspectiva es la de un nacionalista catalán muy próximo al comunismo. A su entender, el proceso de transición al Estado de partidos ha llevado no sólo a un «consenso en torno al futuro compartido», sino igualmente a «un miedo compartido»; lo que lo que ha conducido, entre otras cosas, a la «privatización de la memoria», es decir, «hacer aflorar la memoria de la historia y despojarla de sentido, anular su presencia del empeño colectivo», «evitando que las memorias ocupen el espacio público». En ese sentido, el Estado ha obstaculizado conscientemente la solución del problema de la legitimidad del nuevo régimen, que es, en realidad, heredero, no del régimen de Franco, sino de la II República. Tampoco ha reconocido la realidad de «la devastación humana y ética que había provocado el franquismo, ni la restitución social y moral de la resistencia, cuyos complejos valores se convertían en los fundamentos de la Constitución y de los Estatutos de Autonomía».

En concreto, la Ley de Amnistía de 1977 estableció jurídicamente «la impunidad equitativa». Lo que el Estado instauró fue el mito de la transición modélica, un mito que ha secuestrado la realidad histórica y ha ayudado a presentar a la sociedad democrática actual como «un producto histórico sin causalidad histórica». Y señala: «La línea ética que separa democracia y franquismo, democracia y dictadura, es una frontera que a menudo el Estado democrático no ha respetado, generando un particular modelo español de impunidad». Impunidad que se manifiesta en «la negativa del Estado de destruir política y jurídicamente la vigencia legal de los Consejos de Guerra y las sentencias emitidas por los tribunales especiales de la dictadura contra la resistencia, la oposición y su entorno social. Así como el mantenimiento del criterio de equiparación ética entre los rebeldes y leales a la constitución de 1931, o entre servidores y colaboradores de la dictadura o los opositores a aquella, que la Administración del Estado sostiene todavía hoy, haciéndolas, por tanto, impunes ética y culturalmente y, en consecuencia, políticamente».

Frente a todo ello, Vinyes reivindica el derecho a «una política pública de la memoria», que desarrolle un espacio en el que tengan presencia y ejercicio el reconocimiento de los sectores políticos y sociales que lucharon por la instauración de la democracia, cuya norma primera es señalar que existe «una línea infranqueable, la que separa democracia y franquismo, democracia y dictadura». «De hecho esta decisión nace –continua el autor– de una afirmación empírica contrastada: el daño causado por la dictadura resulta irreparable». Y ante lo irreparable «el perdón no tiene sentido». Y es que la «memoria de Estado» tiene como objetivo «desproveer de calidad moral a los implicados con la dictadura» y «socializar los valores democráticos de resistencia». El instrumento para llevar a cabo esa labor es el Memorial Democrático, creado en Cataluña en noviembre de 2007. Según Vinyes, se trata de un ágora desde el cual puede accederse al «patrimonio democrático, garantizar el derecho a resignificarlo hoy en el presente, por parte de las diferentes generaciones que conviven»; y que significa, a su entender, la convivencia de antagonismos, el abandono del canon y la «negativa a establecer un relato único».

La obra coordinada por Vinyes consta de otros artículos dedicados al tema de las políticas de memoria en distintos países como Alemania, Italia, Argentina, Polonia, Chile y España, que siguen, en lo fundamental, las pautas del coordinador.

En su segundo libro, El asalto a la memoria, Vinyes se muestra más explícito en sus planteamientos y opiniones políticas. De nuevo aparecen sus obsesiones políticas e identitarias, teñidas de catalanismo radical y filocomunismo. En sus líneas generales, el conjunto de la obra parece un desahogo existencial. Entre otras cosas, se muestra partidario de «volar el Valle de los Caídos», porque lo considera «un parque temático de la victoria del crimen político». Denuncia otra vez el uso, a su juicio sesgado, de la política de «reconciliación», que «mutó en una eficaz y autoritaria ideología de Estado cuyo relato establecía la necesidad de recordar constantemente una sola cosa: que nada del pasado de la democracia republicana, la guerra civil, y muy especialmente de la dictadura debía ser recordado, pues en caso contrario el país corría el riesgo de generar un entorno propicio a una nueva quiebra social». En definitiva, estableció «una simetría ética entre dictadura y democracia», «el establecimiento de la impunidad equitativa», que «ha impedido que el pasado acabase de pasar, ha instaurado un vacío ético y ha generado reclamos de todo tipo». A su entender, la Ley de Amnistía de 1977 resultó ser «una ley de punto final». Compara Vinyes a la Asociación de Víctimas de Terrorismo como «los irascibles seguidores del tea party estadounidense». ETA aparece, en el texto de Vinyes, como una «organización armada», cuya actividad y significación era distinta durante el franquismo y la democracia. La Ley de Reparación de 2007 tampoco le satisface, porque, en el fondo, vino a «consolidar el particular modelo español de impunidad, evitando declarar la nulidad de las sentencias de los tribunales militares o especiales, utilizando como alternativa la extraña fórmula que hablaba de la «ilegitimidad» de aquellos actos jurídicos y evitando así la anulación de las sentencias», confinando la memoria y la reparación», al «ámbito de lo estrictamente privado». Vinyes se escandaliza, en cambio, de que, a la caída del muro de Berlin y del régimen comunista alemán, se cambien los nombres de las calles, sobre todo el de la comunista Clara Zetkin, a la que considera símbolo de «patrimonio democrático alemán». En el mismo sentido, se refiere a Dolores Ibárruri como representante de esa memoria democrática. Y es que el comunismo era «uno de los grandes asuntos del siglo pasado, no es solamente Ceaucescu derribado por la multitud en una plaza de cemento». La prueba se encuentra, a su entender, en la figura y trayectoria política del editor Carlo Feltrinelli, «comunista por convicción democrática», porque los comunistas eran «los únicos que no aceptaban que algo no humano fuese inevitable, por lo que siempre defendieron que otro mundo era posible; pero por encima de todo eran los que tenían la determinación de oponerse a aquello que era considerado como «inaceptable». «Ese ha sido uno de los legados a la memoria y al patrimonio democrático». Junto a la reivindicación de los comunistas, la de la II República como antecedente del sistema político actual: «Izar aquella bandera no es izar la República como forma de gobierno, sino establecer donde se halla la identidad ética de nuestra democracia. Esa es la importancia y ese es el temor». No obstante, acusa a la República en guerra de abandonar en 1939 «el territorio catalán a su propia suerte», «¿quizá para salvar al ejército del centro y prolongar el efecto internacional del mito del Madrid resistente?». Y denuncia «el genocidio cultural y nacional que se inició en 1939» contra Cataluña. Tampoco la Iglesia católica sale bien parada de las reflexiones de Vinyes, ya que, a su juicio, recae sobre ella la responsabilidad en «la persecución de los creyentes, a lo largo de la guerra civil», ya que la jerarquía se opuso a la normalización religiosa perseguida por el gobierno Negrín, «convencida de que la situación de ilegalidad tensaba la situación creando un martirologio que consolidaba la desafección de la República». Por último, considera el revisionismo histórico de Ernst Nolte y de Andreas Hillgruber como «desdeñoso y retórico».

El contenido del Diccionario de memoria histórica es complementario de los planteamientos de Vinyes. Su coordinador, Rafael Escudero Alday señala que el leivmotif de los movimientos de reivindicación de la memoria histórica es «la construcción de ciudadanía», mediante la reivindicación del valor de la II República y del recuerdo de quienes la defendieron. Se trata, pues, de «un instrumento político de futuro, que pretende contribuir a la formación de una identidad cívico-social y de la cultura de la legalidad, la democracia y los derechos humanos». En el contexto actual, según Escudero Alday, «la República puede convertirse en un referente en el que mirarse y desde el que aprender para avanzar en la construcción de esa democracia real demandada por amplios sectores». De ahí se deduce una fuerte crítica al proceso de Transición, que «garantizó la impunidad de los crímenes de la dictadura franquista y el olvido de sus víctimas»; que «hunde sus raíces en el principio de equidistancia entre la República y la dictadura franquista», «soportando así una excepcionalidad vigente hoy sólo en España: ser demócrata sin ser antifascista» y generando «una democracia de baja intensidad».

De la voz «Deber de la Memoria» se encarga el filósofo Reyes Mate, siguiendo en lo fundamental las conocidas tesis de Walter Benjamín. La memoria es un dique contra la barbarie representada por Auschwitz, que es «lo que da que pensar, es decir, obliga a repensar todo a la luz de la experiencia de la barbarie con una doble finalidad que se confunde: hacer justicia al pasado y evitar su repetición». En «Lugares de la Memoria», Francisco Ferrandiz se plantea el tema de la «transformación o supresión» de los monumentos franquistas, en particular el Valle de los Caídos, «la última frontera en el proceso de desaprendizaje del franquismo y de su topografía de la memoria».

A la hora de hacer referencia a «La institucionalización de la memoria histórica», Mirta Núñez califica la Ley de Reparación de «medrosa»; y califica de «genocidio» la represión franquista. Francisco Espinosa dedica colaboración al tema de la «Represión» y, como otros colaboradores del Diccionario, tacha la Ley de Reparación de «insulsa». A su juicio, el estudio de la represión franquista supone un desafío para el «mito» de la Transición.

En «Nacional-catolicismo», Sebastián Martín lo califica de ideología amparadora y propiciadora del «genocidio franquista» y de un «Estado totalitario» , «una doctrina anticristiana por no haber dado espacio al perdón y por erigirse frente a los débiles». «Transición» es el tema tratado por Ariel Jerez, para quien las consecuencias de esa proceso fueron muy negativas para la izquierda, pues garantizó la «hegemonía conservadora» y una «lógica bipartidista conservadora y atenta contra la representación cabal del pluralismo político existente en España y una monarquía como cierre final del Estado de las autonomías que obstaculiza una salida de tipo federal a un país plurinacional y multilingüe». La Transición «ha sumergido al campo progresista en una profunda depresión que alcanza ya dos generaciones». Frente a todo ello, el autor describe a ETA como portavoz de la «opción armada».

En «Amnistía», Antonio Martín Pallín considera que el olvido «nunca será justo». Y es que la Ley de Amnistía de 1977 hunde sus raíces en «la magnanimidad del dictador», porque no sólo era acorde con los contenidos de la legalidad franquista, sino que amnistió «lo que, según los propios compromiso internacionales asumidos, no se podía borrar». «Impunidad» corre a cargo de Ramón Sáez Varcárcel, quien considera que los derechos humanos son «una especie de constitución mundial», que se encuentra por encima de los Estados. Sus normativas han sido incumplidas por el Estado español mediante su «modelo de impunidad», ya que no llegó a «acometerse ni una pequeña depuración o ajuste en los cuerpos de funcionarios comprometidos con la represión: policías, militares, jueces, fiscales o propagandistas que ensalzaban el crimen», y que instauraron y defendieron «un orden criminal».

«Nulidad/ilegitimidad de las sentencias franquistas» corre a cargo de Rafael Escudero Alday, quien atribuye a Franco y sus seguidores un «plan de exterminio», mientras que los republicanos «no hicieron otra cosa que defender el legítimo orden vigente». En consecuencia, el Estado democrático debería anular las sentencias de los tribunales franquistas y ello como «reparación a las víctimas» y «motivos de higiene pública», al tiempo que se rompe con «la equidistancia entre democracia y dictadura». No hacerlo equivale a «reconocer normalidad a la dictadura…, al impedir que la democracia pueda deshacerse de sus efectos, cuando las dictaduras no suelen tener ningún problema en lo contrario». En «Símbolos», Luis Castro Berrojo propugna la eliminación del «universo simbólico del franquismo», culpable de «la guerra civil y el genocidio deliberado». A ese respecto, se queja de la persistencia del Arco de la Victoria, el monumento a Calvo Sotelo, el Valle de los Caídos, etc; lo mismo que de la pervivencia del 12 de octubre como fiesta nacional y de todo el calendario nacional-católico, «con tantas connotaciones poco compatibles con valores modernos y democráticos», la ofrenda al apóstol, Santiago, las procesiones de Semana santa, el Corpus, las misas por santos patronos locales, &c.

En «Niños robados», Montserrat Armengol afirma significativamente: «será muy difícil obtener pruebas que atesoren que esos robos eran parte de del proyecto del Estado franquista. Pero aunque nos falte alguna pieza del puzzle, la imagen es diáfana. Para quien la quiera ver, claro».

* * *

A la altura de 1948, el escritor británico George Orwell –pseudónimo de Eric Blair– redactó la versión definitiva de su célebre obra 1984, en cuyas páginas denunciò la progresiva absorción de la sociedad civil por el Estado. Orwell se equivocó en la previsión cronológica, si es que la fecha tenía una intención profética y no solamente acróstica o futurista. No erró, sin embargo, en la denuncia de la dirección de marcha puesto que, desde que escribió su novela, las sociedades, incluso las declaradamente demoliberales, no han dejado de avanzar por la vía de la intervención y de la desprivatización: cada día se reglamenta más actividades, se establecen más prohibiciones, se imponen más cargas y se recorta la esfera de lo reservado hasta forzar a que la intimidad se desnude.

¿Cuándo se convierte el Estado en totalitario? Cuando intenta imponer un pensamiento, unos sentimientos y una idea de la propia personalidad. Lo primero requiere el monopolio de los medios de comunicación de masas, lo segundo el monopolio de las estructuras pedagógicas y el tercero la exclusiva y unilateral manipulación de la Historia. Este postrer recurso es el que interesa más a Orwell, quizás porque parecía, en aquella época, el más negativo y vertebral. El Estado que ya dominaba el presente y el futuro, aspiraba a dominar el pasado. Según el autor británico, uno de los tres dogmas fundamentales del modelo totalitario es «la mutabilidad del pasado», que calificaba de «postulado cardinal» y «principio sacrosanto». ¿A quien corresponde la soberanía sobre el tiempo? Al partido que «ordena lo que es el pasado». Orwell describía, en buena medida, la realidad de las sociedades comunistas del Este europeo. Sin embargo, Karl Marx –y muchos de los partidarios de la «memoria histórica» se creen marxistas– no era proclive a una política del pasado. Y decía: «La revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, solamente del porvenir (…) La revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos, para cobrar conciencia de su propio contenido».

La política de la memoria propugnada por José Luis Rodríguez Zapatero entra los caminos descritos por Orwell. La denominada «memoria histórica» ha sido mucho más que una mirífica reparación de los agravios sufridos por los vencidos en la guerra civil. En un análisis auténticamente naïf, la politóloga Paloma Aguilar, muy próxima al socialismo, ha señalado que el impulso de Rodríguez Zapatero se debió a una pluralidad de factores, entre los que destaca, en primer lugar, el ascenso en el PSOE de una nueva generación, la de los nietos de la guerra civil, que no sólo se atreve a mirar al pasado con menos prevención que la generación de la transición, sino que simpatiza igualmente con los cambios operados en el ámbito internacional conducentes a poner fin a la impunidad de los gobernantes autoritarios; en segundo lugar, a la estrategia de subrayar, con vistas a un futuro rendimiento electoral, al «estigma filofranquista de origen del PP»; en tercer lugar, los compromisos parlamentarios heredados de la anterior legislatura a los que debía atender, como era la necesaria rehabilitación de todas las víctimas de la guerra civil y del franquismo; en cuarto lugar, la búsqueda de apoyo parlamentario de los nacionalistas y comunistas; en quinto, la coincidencia de la legislatura socialista con los aniversarios del inicio de la guerra civil y de la proclamación de la II República; y en sexto, las presiones ejercidas por las asociaciones de recuperación de la memoria y desde varios medios de comunicación y organismos internacionales. A mi modo de ver, solo dos de estos factores resultan decisivos a la hora de explicar la ofensiva socialista.

Uno de ellos es el de subrayar el estigma franquista del PP, junto a la política de alianzas con nacionalistas y comunistas; todo lo demás me parece escasamente significativo. Mueve un poco a risa que la politóloga socialista señale la simpatía de las nuevas generaciones del PSOE por la lucha contra la impunidad de los dictadores, cuando hemos tenido oportunidad de ver a las señoras Leire Pajín y Elena Valenciano entrevistarse con toda naturalidad, incluso con un cierto arrobo, con los hermanos Castro, modelos, como se sabe, de gobernantes liberales y democráticos. Otra cosa hubiera sido con Augusto Pinochet; de eso no hay duda. Lo del fin de la impunidad hace referencia, en la jerga socialista, a las dictaduras de derecha, no a las de izquierda. Resulta significativo que Aguilar no tenga en cuenta la personalidad del propio Rodríguez Zapatero y su resentimiento hacia los vencedores de la guerra civil.

Tampoco las coincidencias cronológicas reflejan políticamente nada sustantivo; todo depende de la significación que se les pretenda dar. 2011 ha sido igualmente el 75 aniversario del comienzo de la guerra civil y el ochenta del advenimiento de la II República, y el gobierno socialista, a diferencia de otros años, ha hecho mutis por el foro, con gran disgusto de las asociaciones de la memoria. Y es que, como señala la propia Paloma Aguilar, esa política dista mucho de ser rentable electoralmente. Sólo, según ella, un 5´1 % de la población apoya el contenido de la Ley de Reparación. De la misma forma, la influencia de esas asociaciones es, en mi opinión, más aparente que real, pues viven, en gran medida, del erario público y del apoyo mediático del gobierno y de ciertos periódicos como El País y Público. Y es más que probable que sin la subvención estatal se esfumen en el aire. El objetivo de Rodríguez Zapatero fue exclusivamente político: aliarse con la extrema izquierda y los nacionalistas y aislar, ad calendas graecas, al Partido Popular como heredero del franquismo, manteniéndole, como recomendaba el antiguo althusseriano Josep Ramoneda, «bajo sospecha».

Naturalmente, esta estrategia no se iba a reconocer en público; era excesivamente descarnada y resultaba preciso enmascararla mediante lo que algunos historiadores italianos han denominado «moralismo sublime». Y es que, como ya señaló el eminente filósofo escocés Alasdair Macintyre, vivimos en una época dominada por una moral de tipo «emotivista», donde las argumentaciones se presentan como si fueran racionales e impersonales, pretenden apelar a reglas objetivas, cuando en el fondo esconden voluntades antagónicas. Los «emotivistas» justifican los juicios y decisiones refiriéndolas a reglas o principios universales que se derivan de una cadena de razonamientos que parten desde las preferencias de una voluntad individual. Nietzsche y Sartre consideraron esos juicios morales como una máscara de la voluntad de poder y como un ejercicio de mala fe. Por su parte, Macintyre describe los contenidos de esa moral de un modo tajante: disfraces y máscaras de neutralidad, por un lado; y voluntad de poder y preferencias individuales, por otro.

A ese respecto, destaca la actitud del PSOE, incapaz de someter a la necesaria autocrítica su trayectoria histórica. El 24 de octubre de 2009 tuvo lugar en la sede central de los socialistas una ceremonia, presidida por Leire Pajín y Alfonso Guerra, en la que, bajo la influencia del historiador Angel Viñas, se devolvió el carnet de militante no sólo a Juan Negrín López, sino a Julio Alvárez del Vayo –largocaballerista, probolchevique, luego admirador de Mao y fundador del Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico (FRAP)–; Ramón González Peña –uno de los líderes de la revolución de octubre de 1934–; y Angel Galarza Gago –uno de los diputados de izquierda que amenazó de muerte a José Calvo Sotelo en las cortes del Frente Popular y ministro de la Gobernación cuando se produjeron las matanzas de Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz–. Significativamente, Leire Pajín concluyó el acto con las siguientes palabras: «Tenemos 130 años de historia y estamos orgullosos de nuestro pasado. Otros no pueden decir lo mismo».

Idéntica actitud puede verse entre los comunistas españoles. Su nuevo líder, José Luis Centella, afirmó en la clausura del XVIII Congreso del PCE la inquebrantable voluntad de defensa de las señas de identidad de su organización política: «El Partido reivindica su pasado heroico y no tenemos que avergonzarnos ni pedir perdón por nada, sino que hay que luchar para que no nos quiten la memoria». Han leído bien: socialistas y comunistas no sólo tienen una conciencia sublime de su trayectoria histórica, sino que, a través de los movimientos de la memoria histórica, intentan imponer su propia visión del pasado al resto de la sociedad.

Ante esta ofensiva, la derecha oficial –y me refiero, por supuesto, al PP– ha callado; a lo sumo, se limita a identificarse con la Transición y con la figura de Adolfo Suárez, menos curiosamente con la de Manuel Fraga, aunque sin decirnos de donde venían los líderes de UCD y de AP. Sin duda, la derecha actual tiene sus orígenes en el régimen de Franco, y no podía ser de otra forma: la historia es la que es y no la que, en un momento dado, quisiéramos. Pero el régimen de Franco no fue un sistema político monolítico, sino plural, donde convergieron multitud de fuerzas políticas y sociales de la derecha. No sólo eso; fue igualmente un régimen político muy longevo, donde convivieron varias generaciones de españoles. Entre el franquismo fundacional de los años 1936 a 1945 y el tardofranquismo de los años sesenta y setenta existen profundas diferencias.

En ese sentido, el PP es heredero de los sectores liberales, tecnocráticos y aperturistas del franquismo de los años sesenta del pasado siglo; y no del «bunker» inmovilista reacio a los cambios sociales, económicos y políticos. Sin esta distinción no entenderíamos nada de la reciente historia de España. Claro que al PP no parece interesarle ni mucho ni poco la trayectoria histórica de sus ancestros; prefiere olvidarla. La II República, la guerra civil y el régimen de Franco son temas tabú para los intelectuales del PP. Hace ya varios años, utilicé el término de «retorno de la tradición liberal-conservadora» a la hora de analizar su discurso histórico-político. La edad de oro del Partido Popular es la España de la Restauración, con su Monarquía constitucional, su bipartidismo y su Constitución liberal. Un sistema, suele decirse, con indudables imperfecciones y defectos; pero susceptible de reforma. Nunca ha explicado de forma clara el por qué esas reformas, en el caso de que se plantearan, nunca se llevaron a efecto.

Y es que, en el fondo, se trata de su casi total incapacidad para explicarnos y explicar cómo y porqué se verificaron determinados acontecimientos: la caída de la Monarquía, la II República, la guerra civil o el longevo régimen de Franco. Esta historiografía no está, pues, en condiciones de penetrar en las causas que provocaron esos acontecimientos; y lo más grave es que se debe a un presupuesto de carácter ideológico. En el fondo, se basa en una especie de a priori, de hipótesis liberal-parlamentaria, que haría inteligible el proceso histórico que nos lleva al actual régimen político. Instalada en su buena conciencia liberal-conservadora, la derecha oficial es incapaz de enfrentarse a un análisis histórico de la guerra civil y del régimen de Franco. No olvidemos, sin embargo, que el PP, pese a que su elite dirigente tiene una indudable genealogía franquista, ha reclutado algunos de sus militantes entre gentes que en su juventud malgastaron sus horas en la lectura de Marta Harnecker y Louis Althusser; gentes que, aunque han cambiado sus ideas económicas, sostiene puntos de vista «progres» en asuntos morales, en usos y costumbres, y que, por supuesto, no tienen intención alguna de tocar una coma sobre leyes del divorcio, del aborto o del consumo de drogas. Tampoco en defender el régimen de Franco, al que, cuando tuvieron mayoría absoluta, no dudaron en condenar en el Congreso de Diputados. Incluso Manuel Fraga –émulo de Cánovas del Castillo– se ha presentado en más de una ocasión como una especie de «viejo topo» del régimen de Franco. Y, a lo mejor, hasta es verdad. En cualquier caso, la actitud del PP ante ciertos temas, como la memoria histórica o el aborto, nos deja un tanto perplejos. En alguna ocasión, parece como si viviera, a semejanza de la abeja Maya, en su mundo sin maldad; en otras, se diría que su silencio es una táctica hábil, que, hasta ahora, la he producido buenos réditos electorales. Lo que ocurre es algún día, quizás más pronto que tarde, se verá obligado a decidir; no podrá callar ni andarse por las ramas; lo veremos.

Tal es el contexto político e historiográfico en que se desenvuelve la polémica sobre la memoria histórica y los libros que comentamos. Los planteamientos del señor Vinyes y los de los colaboradores del Diccionario de memoria histórica convergen en ese deseo totalitario de controlar el pasado. En el fondo, se repite el fenómeno que en su día denunció el historiador italiano Renzo de Felice, con respecto al estudio del fascismo. Y es que el antifranquismo, lo mismo que en Italia en antifascismo, ha heredado de la dictadura su mentalidad de intolerancia, de atropello ideológico, del descalificación del adversario para destruirlo. Asistimos, a partir de estas premisas, al intento de instauración de una especie de religión civil que lleva inserta una narración y una interpretación histórica del reciente pasado español. La historia de España –o, como preferiría el señor Vinyes, del Estado español, dado que sostiene, entre otras cosas, que la nación española no existía en 1808– comprendería momentos verdaderos y falsos, heroicos y vergonzosos, según sea la izquierda, en sus diversas variantes, la que disfrute de la hegemonía política, ideológica y cultural.

En esta narración, la derecha y los conservadores en general no son más que una rémora, la materia inerte que impide la transformación social que nos ha de llevar a la felicidad. A pesar de su simplicidad y craso maniqueísmo, esta narrativa se encuentra presente en importantes medios de comunicación que forjan la opinión pública de una mayoría del pueblo español. Y es un muro de contención que impide pronunciarse con un mínimo de libertad, objetividad y desapasionamiento sobre el pasado más cercano. Es una ilustración más de las profundas diferencias existentes entre historia y memoria histórica. Porque como demuestran los libros que comentamos, historia y memoria histórica no son de igual naturaleza. En el fondo, se muestran radicalmente opuestas. Como ponen de relieve las poco matizadas disquisiciones del señor Vinyes y la de los pocos dotados intelectualmente colaboradores del Diccionario, la memoria histórica tiene como objetivo fundar una identidad o garantizar la supervivencia de un grupo humano concreto. Se trata de un modo de relación con el pasado de carácter afectivo y, con frecuencia, doloroso; lo que implica un culto al recuerdo y a la conmemoración obsesiva de ciertos sucesos. La memoria histórica es, además, selectiva por naturaleza, ya que tiene por base una selección partidista de los acontecimientos. En ese sentido, memoria histórica e historia representan dos formas antagónicas de relación con el pasado. La memoria histórica se sostiene en la conmemoración, mientras que la historia lo hace en la investigación. La primera está, por definición, al abrigo de dudas y de revisiones; la segunda admite la posibilidad de revisión, en la medida en que ambiciona establecer los hechos y situarlos en su contexto para evitar anacronismos. La memoria histórica demanda adhesión; la historia, distancia.

Con respecto a lo señalado por el filósofo Reyes Mate, hay que señalar, en primer lugar, que la denuncia de la barbarie de Auschwitz, totalmente necesaria y justa, obtendría un mayor grado de legitimidad y de credibilidad se a ella se sumasen otros genocidios, matanzas y barbaries, como el exterminio de los indios de las praderas en Estados Unidos, el de los armenios, Paracuellos del Jarama, el Gulag, Dresde/Hamburgo, Hiroshima/Nagasaki, Katyn, los sacerdotes asesinados en la España republicana, etc, &c. Sin embargo, está claro que la perspectiva del filósofo resulta ser deliberadamente selectiva y niega en todo momento la posibilidad de dicha equiparación; lo cual debilita su denuncia. En segundo lugar, podemos preguntarnos si esa insistencia agónica en la memoria –selectivamente perfilada, además– puede provocar no la solución de los conflictos históricos provocados por la barbarie, sino, como señalan dos intelectuales israelíes, Esther Bembaza y Jean-Christophe Attias, en su obra ¿Tienen futuro los judíos?, la perpetuación de la guerra y de las injusticias. Y es que, a su juicio, encerrar el genocidio judío «en una absoluta singularidad también hace que corramos el riesgo de frenar la emergencia de una receptividad, de una relación real con el dolor del otro». Y continúan: «Esta focalización sobre el genocidio judío tiene un efecto contrario, pero correlativo, que es la banalización. Todo se vuelve genocidio, todo el mundo se convierte en nazi en la justa verbal, en la polémica, en la prensa; las propias palabras han acabado por perder su sentido».

Los autores que comentamos inciden en este error banalizador, coincidiendo en calificar al bando nacional y al régimen nacido de la guerra civil como «genocida». Se trata de una acusación muy grave, que no fundamentan con la debida precisión. No deja de ser significativo que ninguno de ellos mencione las matanzas de sacerdotes ocurridas a lo largo de la guerra civil en la España revolucionaria. Si hubo un genocidio fue el de la persecución anticlerical, tal y como lo define el sociólogo Michael Mann en su obra El lado oscuro de la democracia. Un estudio de la limpieza étnica. Se trató de un acto criminal interiorizado cuyo propósito era liquidar a todo un grupo, no sólo física, sino culturalmente mediante la destrucción de iglesias, bibliotecas, museos, imágenes, &c. De ahí que sea una auténtica vileza que el señor Vinyes acuse a la Iglesia católica de culpabilidad en el asesinato de sus fieles al no escuchar los llamamientos del gobierno Negrín. ¿Podía la Iglesia católica reconocer a un régimen que había asesinado a miles de sacerdotes y destruido sus templos? La represión franquista fue, sin duda, brutal y despiadada, pero no puede ser conceptualizada con un mínimo de rigor como genocida; a eso no llega ni tan siquiera Paul Preston, modelo de historiador vulgar. Lo que ocurrió después de la contienda estuvo más próximo a lo que Mann ha denominado «represión general organizada», es decir, dirigida contra grupos que se consideran rebeldes, agitadores, enemigos; y que se les inflingen castigos sanguinarios oficiales con el objetivo de obligar a la mayoría del grupo a someterse.

Está tenebrosamente claro que uno de los objetivos del señor Vinyes y de los colaboradores del Diccionario es transplantar a la realidad española presente el modelo de institucionalización de la memoria antisfascista dominante en los regímenes de socialismo real hasta su caída o en países como Italia, Francia, Alemania, &c. En Italia, la instauración de la memoria antifascista como remedo de religión civil, tan criticada por el eminente historiador Renzo de Felice, no evitó la supervivencia del Movimiento Social Italiano; la subida al poder del Silvio Berlusconi, quien, por otra parte, no ha dudado en utilizar gesto mussolinianos en sus mítines, ante Alessandra, la nieta del Duce; y la participación en el gobierno de un partido «posfascista», Alianza Nazionale. El historiador Enzo Traverso, hombre de izquierda, ha señalado que ese modelo ha fracasado y que ha tenido «consecuencias lesivas para la investigación histórica». En Francia, tampoco ha impedido que el Frente Nacional de Jean Marie Le Pen haya sido –y sea– un partido muy influyente en la sociedad y en la política francesa. Y la legislación al respecto, especialmente la Ley Gayssot, ha sido muy contestada por parte de los historiadores. Es muy conocido el manifiesto titulado Liberté pour l´histoire, firmado, entre otros, por Marc Ferro, Jacques Julliard, Pierre Nora, Mona Ozouf, Pierre Vidal-Naquet, &c.; y donde se decía: «En un Estado libre no corresponde ni al Parlamento ni a la autoriodad judicial definir la verdad histórica. La política del Estado, incluso animada de las mejores intenciones, no es la política de la historia». A ese respecto, el historiador liberal Timothy Garton Ash ha dicho: «Los hechos históricos se establecen precisamente mediante su discusión y su verificación frente a las pruebas. Sin ese proceso de discusión –incluido el extremo revisionista de la negación completa– nunca descubriríamos qué hechos son verdaderamente sólidos». Y es que, como señaló en su día Renzo de Felice, fórmulas como el «mal absoluto» o «locura histórica», no sólo carecen de valor heurístico, sino igualmente pedagógico. Lo fundamental, en una democracia liberal digna de tal nombre, es la posibilidad de debate crítico en una esfera pública sin cortapisas.

Unida a este proyecto se encuentra una clara falsificación del lenguaje político. Cuando el señor Vinyes y los colaboradores del Diccionario hacen referencia a la democracia, no puedo por menos que recordar la denuncia que Ortega y Gasset realizó, en los años cincuenta del pasado siglo, sobre la utilización de ese término por parte de algunos totalitarios. Para el filósofo madrileño, la palabra «democracia» se había convertido en una «ramera» que cohabitaba con varias y antagónicas significaciones. Las alabanzas del señor Vinyes a los comunistas, al PSUC y a otras formaciones de extrema izquierda, que no pueden ser leídas sin rubor, van en esa dirección y hacen temer lo peor. Y es que los partidarios de la República no defendieron, en realidad, la legalidad del 14 de abril. Esa legalidad murió en el momento en que el gobierno presidido por Giral repartió armas entre el «pueblo», es decir, entre los sindicatos revolucionarios. El bando denominado republicano defendió, pura y simplemente, la revolución, ya fuese socialista, ya fuese comunista, ya fuese anarquista. Los liberales o se exiliaron o, muchos de ellos, como Ortega y Gasset, Marañón, Lerroux, Pérez de Ayala, o García Morente, apoyaron al general Franco.

Históricamente hablando, resulta muy difícil, por no decir imposible, defender que Largo Caballero, Durruti, Alvárez del Vayo, José Díaz, Dolores Ibárruri, García Oliver, &c., defendieran la Constitución de 1931, la democracia liberal y parlamentaria. Eso tal sólo he podido leerlo en el libro Fascismo y franquismo del profesor Ismael Saz Campos, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Valencia. Una opinión que ha vuelto a sostener en una servil réplica a mi crítica al libro de Paul Preston, El Holocausto español. En defensa, por supuesto, del inefable historiador británico. Y es que para presentarse como demócrata no hay que mostrar únicamente el carnet de antifascista de toda la vida; hay que ser igualmente, y con idéntico vigor, anticomunista, antianarquista y, en definitiva, antirrevolucionario, porque, como señaló Raymond Aron, la democracia parlamentaria y liberal resulta, por principio, incompatible con la revolución. Y es que ni tan siquiera es cierto, como defiende Vinyes y, en otro artículo inserto en Estado y memoria, el historiador Pere Ysás, que la izquierda asumiera, en el tardofranquismo y la transición, los valores de la democracia liberal.

Para llegar a esta conclusión basta con leer El debate sobre la dictadura del proletariado en el Partido Comunista Francés, con un estudio introductorio del escritor y filósofo entonces althusseriano Gabriel Albiac, y en el que participaron varias organizaciones marxistas y leninistas españolas. Este libro fue publicado en 1975. Aún hoy la editorial El Viejo Topo no ha dudado en sacar a la luz una apología de Stalin escrita por el filósofo comunista italiano Domenico Losurdo; y otro del húngaro Ivan Meszaros en contra del parlamentarismo. Akal publica las obras de Zizek donde se mofa de la democracia liberal y hace apología de Lenin. Fidel Castro sigue siendo uno de los ídolos de la izquierda española. Y así todo.

Las elucubraciones jurídicas de algunos de los colaboradores del Diccionario no tienen desperdicio. Respondiendo al señor Escudero Alday, hay que decir, en primer lugar, que «nulidad» e «ilegitimidad» no son términos equiparables. «Nulidad» se contrapone a validez; ilegitimidad a legitimidad. Validez y nulidad pertenecen al ámbito jurídico; legitimidad e ilegitimidad al ámbito sociológico. La validez hace referencia a la legalidad vigente en un momento dado, prescindiendo de la opinión a favor o en contra de su legitimidad. Por otra parte, la declaración de nulidad –sólo posible a través de una ley, quizá orgánica– tendría que ser genérica y afectando a toda la legislación. Esta labor conduciría a declarar la nulidad de todo el ordenamiento jurídico existente a lo largo del período franquista, con todo lo que ello conlleva. Desde luego, desaparecería la seguridad jurídica. El momento preciso para llevar a cabo tales proyectos hubiera tenido que ser cuando se elaboró la Constitución de 1978, señalando en el texto el alcance y el ámbito de la nulidad. Que yo sepa nadie lo planteó en aquel momento.

Destaca igualmente el cinismo de Vinyes a la hora de describir el motivo conductor del célebre Memorial Democrático de Cataluña, cuando afirma que éste excluye la implantación de un relato histórico único. En todo caso, excluiría tan sólo la terminología. Pero el relato único es el que ya ha establecido el propio Vinyes con su peculiar «lectura» de la guerra civil y del franquismo. En ese ágora, o lo que sea, sólo podrían tener participación aquellos que aceptan esa «lectura» y todo lo que lleva consigo. Desde tal lógica, podría distinguirse entre amigos y enemigos. Los primeros serían la izquierda en general –socialistas, comunistas, anarquistas y nacionalistas de la Esquerra-, que podrían dirimir amistosamente sus diferencias y articular sus particulares señas de identidad. Los segundos serían, sin duda alguna, los excluidos, es decir, los franquistas, los «antidemócratas» y los derechistas en general, Lliga incluida. Y, todo hay que decirlo, buena parte de la intelectualidad catalana de la época: ¿En qué bando de la guerra civil estuvieron Josep Pla, Salvador Dalí o Eugenio D´Ors? ¿Qué papel tendría en el Memorial un nieto de los doce mil catalanes asesinados en Barcelona durante la guerra civil por el simple hecho de ser curas, burgueses, católicos o fascistas? ¿Y un familiar de algún represaliado del POUM?

No deja de ser significativo que las críticas al proceso de transición defendidas por estos autores se centren paradójicamente en sus aspectos más positivos. Al régimen político nacido de aquel proceso puede reprochársele muchas cosas, y yo y otros autores lo han hecho: la partitocracia, el Estado de las autonomías, la desnacionalización, la ineficacia en la gestión económica, la escasa calidad de las elites políticas, &c. Curiosamente, los defensores de la memoria histórica no inciden para nada en estos problemas. Sin embargo, el régimen actual fue muy lúcido a la hora de tratar el problema de la memoria, en el intento, en parte desgraciadamente fracasado, de crear las condiciones de una vida pública y social compartida. Eso es lo que les disgusta a los profetas de la memoria histórica. Y es que sus escritos exudan rencor, resentimiento e iconoclastia. Su concepto de «democracia» se asemeja a una especie de Moloch insaciable que devora y destruye todo lo que se le opone o entra en contradicción con sus estrechos planteamientos. Pretende destruir no ya todo lo que proceda del franquismo, sino todo lo que huela a católico y tradicional.

En ese aspecto, la colaboración en el Diccionario del señor Castro Berrojo resulta aterradora. A ese ímpetu iconoclasta no llegó el régimen de Franco. Y es que, finalizada la guerra civil, los carlistas propugnaron la desaparición del callejero de los nombres de los generales liberales. Sin embargo, los nombres de Narváez, O´Donnell, Espartero, Oráa, Dulce o la estatua del Marqués del Duero permanecieron. Incluso, la estatua de un republicano tan representativo como Emilio Castelar, con sus signos masónicos por medio, permaneció en pleno centro de Madrid. Claro que esa iconoclastia tan sólo se recomienda para los símbolos del franquismo. Ahí están, en Madrid, las estatuas de Indalecio Prieto y de Francisco Largo Caballero. Las calles dedicadas a Pablo Iglesias o Dolores Ibárruri; el monumento que se proyecta a las Brigadas Internacionales en la Ciudad Universitaria; o, en el País Vasco, el monumento a Sabino Arana, o a conocidos etarras. La ley del embudo. Y una agresión simbólica para multitud de españoles.

Por otra parte, es preciso señalar que, a lo largo del mandato de José Luis Rodríguez Zapatero, la memoria histórica se ha convertido, a todos los niveles, en un buen negocio; y no sólo en términos económicos. Exposiciones, museos, películas, novelas, todo eso ha servido de parafernalia a tal impostura. Sus defensores han disfrutado de influencia y fama. Cualquiera de ellos ha tenido a su servicio espacios radiofónicos y televisivos, al igual que tribunas de opinión en periódicos como El País y Público. Algunos de ellos han disfrutado, como veremos a continuación, de influencia política.

En mayo de 2011, el consejo de ministros aprobó la creación de una comisión de expertos que debería decidir qué hacer en el Valle de los Caídos y, sobre todo, si los restos de Francisco Franco deberían permanecer o no en el mausoleo. El ministro de la presidencia, Ramón Jáuregui, constituyó la comisión, cuyos doce miembros representaban, según fuentes de la Moncloa, «todas las sensibilidades». Algo, como tendremos oportunidad de ver a continuación, completamente falso. Por de pronto, la Iglesia católica rehusó estar presente en la comisión. La presidencia recayó en el socialista Virgilio Zapatero, miembro de la Fundación Pablo Iglesias y biógrafo de Fernando de los Ríos. A su lado se encontraban representantes de la izquierda historiográfica española: Alicia Alted, Hilario Raguer , Carmen Molinero, y el propio Ricard Vinyes. Tambièn estaba presente Reyes Mate; y la filósofa Amelia Varcárcel. Tan sólo podían ser considerados conservadores Pedro González Trevijano, rector de la Universidad Rey Juan Carlos; y Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, tránsfuga del PP y muy relacionado últimamente con los nacionalismos periféricos. Con su designación, Vinyes debió creer que había llegado su hora de la venganza y en una entrevista concedida a La Vanguardia afirmó que «derribar un monumento no es acabar con el patrimonio». No menos radical se mostró la Federación de Foros por la Memoria, que demandó la voladura de la Cruz, por considerarla «equivalente a la svástica». Sin comentarios.

Un tanto patética ha resultado igualmente la participación en los debates sobre la memoria histórica de viejas glorias de la historiografía española. Es el caso de Josep Fontana Lázaro, quien hace tiempo que, intelectualmente hablando, ha pasado a mejor vida. El historiador catalán tuvo su etapa de plenitud en el período del tardofranquismo y la transición, con sus obras dedicadas a la crisis del Antiguo Régimen y la Hacienda liberal. Sin embargo, ha sido incapaz, al menos en nuestra opinión, de sobrevivir a la caída del Muro de Berlín y a la crisis del pensamiento marxista. Lejos ya de la investigación histórica, se ha dedicado al ensayismo superficial y a la polémica historiográfica. Siempre se ha considerado un historiador comprometido, para quien la historia forma parte de un proyecto de transformación revolucionaria de la sociedad. Incluso en sus obras de carácter más académico, su retórica era agresiva, despectiva y ferozmente insultante. Cualquier historiador no afín a sus planteamientos marxistas era calificado de «paranoico». Dedicado toda su vida a la crisis del Antiguo Régimen y al liberalismo, ahora pretende pontificar sobre la II República, la guerra civil y el franquismo, con los resultados previsibles de un amateur. Sus conclusiones no ofrecen, como de costumbre, la menor duda. Las derechas españolas no se enfrentaron, en julio de 1936, a ninguna amenaza revolucionaria, sino a un proyecto reformista que no aceptaban. La matanza de Badajoz fue un «anticipo de Auschwitz». No sabemos lo que fue, a su entender, Paracuellos del Jarama. El franquismo resultó ser una ruina a nivel económico; lo que no sabemos es lo que hubiera sido de la sociedad española de llevarse a cabo los supuestos marxistas que siempre ha defendido Fontana. Ese si que es el misterium tremendeum de la historia contemporánea española. No obstante, la labor del historiador catalán a favor del proyecto de memoria histórica no ha sido teórica, porque este hombre no está ya, a nivel físico y mental, para esos trotes; ha sido editorial, ya que, a través de Crítica, ha publicado las obras de Francisco Espinosa, Moreno Gómez, Angel Viñas, &c.

No menos estrambótica ha sido la participación de Angel Viñas en las polémicas suscitadas por esta problemática histórico-política. A Viñas se le perdonan sus tremendos exabruptos por sus aportaciones, de indudable calidad, al estudio de la reciente historia de España, como el oro de Moscú o la participación de la Alemania nazi en la guerra civil española. Su trilogía sobre la contienda española es, sin duda alguna, enormemente erudita; pero viene lastrada, en mi opinión, por un pathos combativo que termina invalidándola tanto desde el punto de vista intelectual como en el ético-político. Viñas lee mucho; pero «ve» muy poco. Sus conclusiones son más que discutibles. Viñas interpreta la guerra civil como producto de la pugna fascismo/antifascismo, cuando, a nuestro modo de ver, ha de ser en la de revolución/contrarrevolución. Su último libro, La conspiración del general Franco, no sólo no añade nada a su prestigio como historiador, sino que resulta una extravagancia. En sus páginas, Viñas pretende ejercer de Sherlock Holmes e incluso de teólogo, criticando los cánones de Trento. Franco aparece no como el doctor Moriarti, sino como una especie de Jack El Destripador, por hacer referencia a asesinos británicos. Claro que, al final, nadie supo nunca quien fue el destripador. En el caso de Viñas, la sentencia estaba dada de antemano: Franco asesinó al general Balmes. Y es que Viñas es un hombre previsible, sin secreto. Parece como si el conjunto de su obra fuese una pugna con el general Franco, cuya figura trata de destruir históricamente. Pero carece de sutileza; su sectarismo y su total ausencia de empatía resultan demasiado evidentes. En el fondo, se presenta como un émulo de Thomas Carlyle, y ha encontrado en Juan Negrín a su héroe, a quien ha comparado nada menos que con Winston Churchill y Charles de Gaulle. Como si eso fuese posible en una guerra civil. Claro que luego, en una entrevista concedida a Público, afirma que esa opinión resulta exagerada.

Pero no es eso lo que nos interesa ahora y aquí; en sus planteamientos sobre la política de la memoria, es más radical que Vinyes. A su particular entender, el franquismo no ha sido derrotado «a nivel metapolítico y sociológico». Y esa es la misión histórica que Viñas se autoatribuye. Toma como ejemplo Alemania, donde la apología del nazismo es un delito. Equiparando demagógicamente nazismo y franquismo –algo que ningún historiador serio puede sostener– viene a propugnar una especie de política de reeducación con el objetivo de destruir social y políticamente a no sé sabe bien quién, ya que ninguna fuerza política significativa reivindica hoy la figura de Franco ni al franquismo. Viñas pone como ejemplo igualmente a Italia, pero no menciona, quizás porque lo desconoce, quizás porque no le conviene para sus objetivos, la escuela de Renzo de Felice, que, si bien no puede ser considerada de ningún modo profascista, ha puesto en solfa todos y cada uno de los dogmas de la vulgata antifascista; lo mismo que Furet acabó con la Vulgata marxista-leninista sobre la Revolución francesa, con gran dolor y disgusto de Josep Fontana. Mucho me temo, y celebro, que los proyectos de Angel Viñas –que ahora se encarga de legitimar a las Brigadas Internacionales; puro Orwell–, no sólo resultan quiméricos, sino que serán contraproducentes para la causa que pretende defender. Su apología, deudora del impresentable Paul Preston, de la actuación de los socialistas durante la II República y la guerra civil, no tiene desperdicio e ignora las aportaciones de multitud de historiadores, nada conservadores por cierto, como Santos Juliá, Manuel Macarro, Andrés de Blas, Fernando del Rey, &c.

Es fácil polemizar con indocumentados como Pío Moa o con plagiarios como César Vidal; pero no con eminentes representantes de la historia académica. Su apología no tiene desperdicio, llega al esperpento y cae en el ridículo. Para Viñas, la represión en la zona republicana «no fue en los primeros meses tan radical como suele presentársela». Los seis mil sacerdotes asesinados son, por lo visto, una leyenda o, a lo sumo, un accidente. Paracuellos del Jarama nunca existió; fue un invento del franquismo. Las invocaciones revolucionarias de Largo Caballero eran puramente verbales y asustaron «a las derechas que querían asustarse». Como si el lenguaje no creara realidad política; como si la revolución de octubre de 1934 fuese una especie de gamberrada juvenil propia de los «chicos de la gasolina» de Javier Arzallus; como si hubiese consistido en arrojar bombas fétidas en un teatro o en el metro. ¿Para qué seguir?

A la cita de la memoria histórica no podía faltar el activo y omnipresente Juan José Tamayo, más conocido, en ciertos ambientes católicos, como «el teólogo de Bibiana Aído», crítico implacable de la Iglesia católica, desde una curiosa, reiterativa y frecuentemente cómica heterodoxia doctrinal. Cuando alguien lee a Tamayo, y siempre suele decir las mismas cosas, uno se pregunta la razón por la que se sigue considerando católico. Nuevo Savonarola teñido de marxismo y de sociologismo barato, lo más lógico es que fundara una iglesia diferente, antagónica de la católica. Una Iglesia de la pobreza o del sincretismo cristiano-islámico-budista. Lo demás es esquizofrenia pura. La teología política de este individuo, que de joven militó en la ORT maoísta, es portadora de unos radicales contenidos utópicos, escatológicos y quiliásticos, que, de llevarse a cabo, nos conduciría a un sistema político-social de acusados perfiles totalitarios. Tamayo critica a la Iglesia católica, al neoliberalismo, al conservadurismo, al tradicionalismo –a quien uno de sus maestros, Metz, alabó–; nunca al marxismo-leninismo o al socialismo real. Hace poco publicó, por cierto, una obra dedicada al islamismo, titulada Islan, cultura, religión y política, muy criticada por algunos historiadores españoles, como Antonio Elorza; pero que mereció el Premio Mundial para los Estudios Islámicos, que el autor recibió en Túnez de la mano del dictador, hoy universalmente aborrecido tras su caída, Abidine ben Alí. Lo cual no le impide acusar a la Iglesia católica de «complicidad con el franquismo»; exigir su condena; y, lo que es más grave, negar la calidad de mártires a los sacerdotes asesinados por los republicanos revolucionarios en la guerra civil. Así, dijo: «No dudo de la ejemplaridad de muchos de los beatificados, por quienes siento un profundo respeto.

De lo que dudo es que merezcan el reconocimiento de mártires, sobre todo cuando lo que estaba en juego no era la religión, sino la lucha ideológico-política del totalitarismo de Franco contra el régimen democrático republicano y cuando algunos de los beatificados no fuesen modelo de actitudes evangélicas en su vida sacerdotal». El teólogo no se atreve a dar el nombre de aquéllos que, a su entender, no merecían la beatificación. Debería haberse mojado, aunque solo hubiese sido un poco. En cualquier caso, no pondremos a este curioso personaje en la lista de historiadores de la II República y de la guerra civil; tampoco en el campo de los moralistas. Por lo visto aquellos que asesinaban sacerdotes, quemaban iglesias, colectivizaban industrias y tierras e instalaban «checas» en las ciudades son los representantes de la democracia y la libertad. Claro que todo tiene, en este caso, una explicación. Y es la curiosa y tópica no interpretación, sino invención que Tamayo Acosta realiza de la figura de Jesucristo, convertido en anticlerical y revolucionario. Seguramente, para el teólogo radical, comunistas, socialistas y anarquistas eran los genuinos representantes del espíritu cristiano, como Thomas Muntzer y otros. De lo que no hay duda es que el contenido de sus alegatos teológico-políticos demuestra que el síndrome de la memoria histórica ha calado igualmente en las cabezas huecas.

Y termino. Resulta previsible, hoy por hoy, que los movimientos reivindicativos de la llamada memoria histórica entren, dada la nueva coyuntura política y económica, en decadencia. Sin apoyo institucional y de los partidos políticos, en particular del PSOE, es posible –y deseable– que se disuelvan como azucarillo en el agua. Seguirán, sin duda, clamando, protestando y molestando; pero su voz será cada vez menos escuchada. No obstante, el Partido Popular, si finalmente llega al poder por mayoría absoluta, debería privar a estos movimientos de su coartada moral, que les ha legitimado ante un importante sector de la opinión pública. No resulta excesivamente difícil la tarea; consiste en aplicar a la práctica política el sentido común, al que tantas veces ha apelado Mariano Rajoy: atender las demandas de los familiares para buscar, exhumar e identificar y dar sepultura a las víctimas de los crímenes perpetrados en la guerra civil. Algo obligado; pero sin espíritu vindicativo ni resentimiento. Todo un programa.

Nota

{1} Ricard Vinyes (ed.), El Estado y la memoria. Gobierno y ciudadanos frente a los traumas de la historia, RBA, Barcelona 2009. Ricard Vinyes, Asalto a la memoria. Impunidades y reconciliaciòn. Símbolos y éticas, Los Libros del Lince, Barcelona 2011. Rafael Escudero Alday (coord.), Diccionario de memoria histórica. Conceptos contra el olvido, Catarata, Madrid 2011.

 

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