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El Catoblepas, número 117, noviembre 2011
  El Catoblepasnúmero 117 • noviembre 2011 • página 2
Rasguños

La ‘Ciencia enfermera’ desde la TCC

Gustavo Bueno

Reconstrucción de la conferencia de clausura del 8º Congreso Nacional de Enfermería Quirúrgica, pronunciada en el Palacio de Congresos de Gijón el día 18 de noviembre de 2011.

8º Congreso Nacional de Enfermería Quirúrgica, Gijón noviembre 2011Florencia Nightingale 1820-1910

Introducción

Agradezco a los organizadores de este Congreso y muy especialmente al presidente de su Comité científico, don Javier González Requejo, no sólo la invitación para pronunciar la conferencia de clausura sino también su propuesta de título de la misma, formulado espontáneamente (es decir, sin intervención alguna de mi parte).

Desde luego, he aceptado la honrosa invitación, así como el título de la conferencia que me ha sido propuesto.

Interpreto este título, ateniéndome a la letra misma de su enunciado, constatando, ante todo, que el Congreso parte del supuesto del factum de la Ciencia enfermera (o de las Ciencias enfermeras) si es que aquel genérico comprende diversas especies, entre ellas la especialidad de la Enfermería quirúrgica. Que esto es así lo corrobora el mismo programa oficial del Congreso, que comienza por informar de la composición de su Comité científico, y continua refiriéndose, entre las «áreas temáticas» de su interés, a un área segunda: «Investigación: ¿qué investigamos las [personas] enfermeras quirúrgicas? [...] ¿Aplicamos la evidencia científica a nuestro trabajo?, ¿Cómo? Es también interesante saber si somos consumidores de la producción científica en general [acaso se alude aquí a la corriente de la llamada medicina fundada en la evidencia], y cómo accedemos a ella.»

Y esta «constatación» me lleva al reconocimiento, en los organizadores del Congreso, de su actitud reflexiva y crítica ante su propio supuesto del factum de la ciencia enfermera. Una reflexión crítica que les mueve a interesarse por la misma idea de ciencia que utilizan. Doy por evidente que los organizadores del Congreso son plenamente conscientes de que existen muy diversas ideas de ciencia o, dicho de otro modo, muy diversas teorías de la ciencia. Y si tienen noticia de la TCC no podía encerrar ningún misterio su interés por esta teoría, es decir, el interés por saber qué es lo que esta teoría puede decirles al respecto, puesto que este interés, en principio, sería el mismo que el que les moviera a indagar qué pudiera decirles un teórico descripcionista de la ciencia, o un teoreticista popperiano, o un teórico adecuacionista.

En realidad, estas diferentes teorías de la ciencia se definen las unas por las otras, porque cada una de ellas sólo se configura plenamente como negación de las restantes. Precisamente la TCC, huyendo de cualquier tentación de «autismo gnoseológico», incluye la fundamentación de un sistema polémico de teorías de la ciencia, es decir, una teoría de teorías de la ciencia establecidas lógicamente desde la perspectiva de la propia Teoría del Cierre Categorial.

En cualquier caso, debo expresar a los presentes mi convicción de que, efectivamente, la TCC por la que se interesan hoy, puede decir muchas cosas relativas a las cuestiones como las que se plantea el Congreso. Lo que no significa que todas estas cosas, dichas desde la TCC, puedan ser aceptadas por todos, sobre todo por quienes tienen o creen tener opiniones o evidencias gnoseológicas definidas.

No necesito subrayar la imposibilidad de responder, en los límites de una conferencia de clausura, a las cuestiones implícitas en el título propuesto por los organizadores. Mi objetivo no puede ser otro sino el de trazar un esbozo muy general e impreciso, con la esperanza de que él pueda servir al menos para mover a algunos o a muchos de los presentes hacia el interés por estas cuestiones.

§1. La Idea de ciencia de la TCC en cuando acepción denotada por el término «ciencia»

1. Las definiciones que se han dado o, en general, las definiciones que pueden darse de la ciencia, son muy diversas y corresponden a otras tantas acepciones del término. Pero pueden clasificarse en dos grandes tipos: (I) El de las definiciones connotativas «puras», es decir, establecidas al margen de cualquier denotación referencial; y (II) El de las definiciones que, sin excluir un componente connotativo (o intensional), contienen también componentes denotativos y, en el límite, llegan a excluir la expresión de cualquier dimensión intensional, convirtiéndose en definiciones puramente denotativas o deícticas (similares a la definición que Eddington dio, «señalando con el dedo», si no de la ciencia en general, sí de la ciencia física en especial: «Física es lo que se contiene en el Handbuch der Physik»).

Si atribuimos a las diversas acepciones de la idea de ciencia, aunque sea de un modo artificioso, el formato lógico de las clases (fundándonos en el hecho de que, en general, todas las ideas y conceptos generales asumen este formato), los dos tipos de definición de ciencia que acabamos de distinguir podrían redescribirse de este modo:

2. El tipo (I), como englobando aquellas definiciones connotativas de una clase sin denotación referencial, y no porque esta hubiera sido omitida, sino porque se ha excluido explícitamente. Lo que equivale a decir que estas definiciones connotativas puras ofrecen ideas de ciencia según el formato de la clase vacía. Ejemplos de estas acepciones de ciencia, en formato de clase vacía, podrían ser: el concepto aristotélico de la ciencia suprema como «ciencia que se busca» (zsetoumene episteme), por tanto, como ciencia que aún no se ha encontrado y, por consiguiente, que no puede señalarse con el dedo; o bien, el concepto escolástico de ciencia divina (ya fuera la «ciencia de simple inteligencia», ya fuera la «ciencia de visión», ya sea la ciencia divina que Molina llamó «ciencia media»), porque tampoco estas ciencias tienen denotación etic referencial (es decir, porque nadie puede «señalar con el dedo» a una ciencia divina). También la Idea de ciencia que Juan Teófilo Fichte ofreció en su Wissenschaftslehre puede considerarse como una clase vacía; o bien, para poner un ejemplo más reciente, la idea de la ciencia unificada, utilizada en el proyecto de Ciencia unitaria, que asumieron los epígonos del Círculo de Viena y que no hacía sino resucitar el proyecto leibniciano de mathesis universalis.

La misma ingenua pretensión, tan frecuente en nuestros días entre los científicos, de reducir todas las ciencias a la Química («todo es Química», es decir, no sólo todos los seres reales se reducen a estructuras químicas, sino que también todas las ciencias son Química o se resuelven en el campo de las categorías químicas) sólo puede señalar, hoy por hoy, a la clase vacía, porque el panquimicalismo es sólo una afirmación gremial, pero sin respaldo efectivo (las secuencias algebraicas de símbolos en una fórmula química, en la que se representan enlaces iónicos o covalentes entre las sustancias químicas correspondientes, no puede hacerse consistir en enlaces iónicos o covalentes entre los términos algebraicos mismos).

3. El tipo (II), como englobando a diversas acepciones de ciencia, cuyas definiciones, aún cuando sean muy precisas en el plano connotativo, sin embargo poseen un significado denotativo claro y distinto.

Dentro de este tipo (II) distinguiremos por lo menos cuatro acepciones o ideas de ciencia de larga tradición, que resumimos de este modo:

(1) Primera acepción: ciencia como «saber hacer». Una acepción genérica que engloba a múltiples especies, tales como la «ciencia del carpintero», la «ciencia del organero» (del fabricante de órganos), en cuanto contradistinta de la ciencia del organista (del artista que cultiva una de las cuatro disciplinas de Quadrivium), o bien la «ciencia del curandero», más cercana a la ciencia del mago que domina las ceremonias prescritas para aliviar una enfermedad (Frazer ya había sugerido la vecindad del «oficio de mago» y el «oficio de científico», fundándose en que ambos, por contraposición al «oficio del sacerdote», mantienen la actitud de quien conoce las leyes de la naturaleza inmutables y de algunos mecanismos de su control; es decir, una actitud contrapuesta a la del sacerdote, que procede siempre implorando la intervención de una voluntad superior a la cual puedan plegarse los acontecimientos naturales.

Esta primera acepción de la idea de ciencia se corresponde muy de cerca con los conceptos tradicionales de técnica (cuyo correspondiente latino es el arte, como recta ratio factibilium) y de praxis (definida como recta ratio agibilium). Tiene ciencia, según esta primera acepción, quien domina el arte o la técnica de la producción arquitectónica, pero también quien se orienta por los principios y reglas de la prudencia política. El ars medica (tekhné iatriké) es el arte que imita a la naturaleza en su tendencia a la curación, a la vis medicatrix naturae.

El saber hacer (sea arte, sea prudencia) se corresponde muy bien con lo que en nuestros días se conoce como «profesionalidad» de un operario dado. «Profesionalidad de un fontanero», «profesionalidad de un curandero» o «profesionalidad de un cirujano» equivale, ante todo, a reconocimiento de la posesión de un arte o de una praxis (fruto de la disciplina y de la experiencia) que les permite controlar el campo de sus actuaciones. En un caso, prescindiendo incluso de los resultados –y en esto se diferencia el arte (la técnica) de la prudencia–. Un curandero o un mago puede ser un profesional, y sin embargo sus resultados pueden ser inadmisibles fuera de su cultura o de su círculo de actuación. Un pianista profesional puede interpretar una partitura sustituyendo sistemáticamente las notas escritas por otras escritas a dos o tres intervalos de distancia: el resultado inadmisible, desde el punto de vista estético, demuestra sin embargo la «profesionalidad» o el «arte» del pianista.

La TCC supone que las ciencias, en su sentido estricto (la tercera acepción), proceden de las técnicas y no de la filosofía. La Geometría procede de la agrimensura, la Aritmética de la contabilidad, la Química de la metalurgia y de la cocina. Se rechaza así la tesis de la filosofía como «madre de las ciencias». La filosofía estricta, como saber de segundo grado, no brota de la ignorancia, presupone ya saberes científicos, por ejemplo, la Geometría.

Las relaciones de las ciencias con las técnicas precursoras aconsejan la distinción entre técnicas (precientíficas) y tecnologías (que ya incorporan resultados científicos). La TCC subraya cómo las ciencias del presente tienden cada vez más a confundirse con las tecnologías, o, si se prefiere, a «demostrar» sus identidades sintéticas en el terreno tecnológico.

(2) Segunda acepción: ciencia como sistema de proposiciones organizadas según principios que, de algún modo, no son demostrables mas que fuera de la ciencia misma. Denotativamente esta segunda acepción de ciencia podría expresarse señalando deícticamente a los libros o tratados en los cuales se exponen las ciencias de referencia.

Esta es la acepción que Aristóteles ofreció en los Segundos analíticos, y la que se aplicó, en la época del cristianismo, a la Teología dogmática.

(3) Tercera acepción: ciencia en el sentido estricto de lo que llamaremos ciencias reales, representadas en la época antigua por la Geometría de Euclides y en la época moderna por la Mecánica newtoniana, la Química de Lavoisier o Dalton, la Física nuclear de Bohr o la Biología de Darwin.

(4) Cuarta acepción: ampliación del rótulo ciencia a los campos que no lograron alcanzar el estado de ciencias reales, pero sí una organización del mismo similar a la que es propia de las ciencias reales o efectivas. Estas ampliaciones se produjeron a partir de los siglos XIX y XX: ciencias lingüísticas, ciencias históricas, ciencias geográficas, ciencias económicas, ciencias políticas... y, por supuesto, ciencias de la información o incluso «ciencias gastronómicas».

4. Para la TCC la ciencia, desde una perspectiva denotativa, significa en primer lugar las ciencias comprendidas en la tercera acepción y, en segundo lugar, alguna de las ciencias comprendidas en la cuarta acepción, a saber, aquellas que logran organizar sus campos respectivos según estructuras que se aproximan a las que en sus campos propios organizar las ciencias reales o efectivas. Sin duda también las ciencias ampliadas son ciencias reales, en cuanto se oponen a las ciencias irreales (como pueda serlo la Teología dogmática).

§2. Idea connotativa de ciencia desde la TCC (correspondiente a las acepciones denotativas de la tercera y de la cuarta acepción)

1. La idea de ciencia, implícita en la TCC, pretende cubrir a los grupos de disciplinas científicas que históricamente fueron segregándose del «bloque» constituido por las «ciencias filosóficas», la teología dogmática y las ciencias matemáticas, y que la tradición aristotélica y escolástica había ido consolidando a lo largo de los siglos. Un bloque que todavía se mantiene en el cartesianismo, pero que comienza a presentar fisuras cada vez más profundas con la constitución, a lo largo de los siglos XVI y XVII de las ciencias astronómicas modernas (Copérnico, Kepler, Galileo), y con la mecánica de Newton.

Los primeros indicios de la fractura de este bloque podrían ponerse ya en la antigüedad, en la oposición entre las ciencias matemáticas (ciencias del segundo grado de abstracción) y las ciencias metafísicas (ciencias del tercer grado de abstracción). La fractura se consumaría cuando las ciencias físicas tradicionales (las del primer grado de abstracción), es decir, los ocho libros de la Física de Aristóteles, los tratados de alteración y corrupción, y el tratado de Anima –ciencias que se consideraban como subalternadas a las ciencias metafísicas– fueron siendo sustituidas sucesivamente por las ciencias positivas modernas (Mecánica, Química, Termodinámica, Teoría cinética de los gases, Biología celular, &c.). El reconocimiento más explícito de esta fractura (si bien desde supuestos idealistas) tuvo lugar en la Crítica de la Razón pura, de Kant. La fractura entre ciencia y filosofía (metafísica) intentó reducirse, una y otra vez (desde La ciencia de la lógica de Hegel, hasta La filosofía como ciencia rigurosa de Husserl), pero tomó carta de naturaleza a lo largo de los siglos XIX y XX, con el positivismo y el neopositivismo. Las ciencias positivas se reconocieron como ajenas a la metafísica y aún a la filosofía. Otra cosa es que las teorías de las ciencias positivas acertaran siempre a establecer la naturaleza de su autonomía frente a la filosofía metafísica o de cualquier otra índole. La tendencia muy generalizada a poner como fundamento de las ciencias positivas a la experiencia empírica, fracasaba en el caso de las ciencias matemáticas, y en el caso de las ciencias axiomáticas, como podrían serlo la Mecánica celeste, en las cuales no era fácil establecer la conexión entre los «principios del empirismo» y la estructura axiomática de estas ciencias.

2. La definición denotativa que hemos dado de las ciencias en su tercera acepción, o en su cuarta acepción, ya expresa una característica connotativa de las acepciones de referencia de la idea de ciencia que nos ocupa, a saber, la que podemos denominar (por oposición a la idea de una ciencia unitaria) «ciencia pluralista».

Esta característica no es secundaria, accidental o contingente, sino primaria y esencial a la idea de ciencia, puesto que atribuye a esta idea el formato lógico de una clase o totalidad distributiva, y no el formato de un individuo (o de una única totalidad atributiva).

Ahora bien: la característica plural de clase distributiva de las ciencias no es externa. Históricamente no cabe hablar en singular del factum de la ciencia, porque el factum de la ciencia ha de entenderse como plural. Y la pluralidad de las ciencias es esencial a estas ciencias, no es un mero «hecho empírico» o efímero. Porque precisamente esa pluralidad es la que permite establecer la idea del campo propio de cada ciencia, de los límites de ese campo, según un criterio gnoseológico, inmanente a las ciencias, y no epistemológico o metafísico. Precisamente porque cualquier campo es en gran medida común a ciencias positivas distintas, es por lo que podemos concluir que cada ciencia no agota íntegramente su campo categorial. Conclusión decisiva en todo cuanto concierne a los contextos de investigación, y por tanto a la distinción entre las ciencias cerradas y las ciencias clausuradas. La pluralidad de las ciencias, es decir, la pluralidad de sus campos respectivos, establece una discontinuidad gnoseológica, que es un caso particular de la symploké de las categorías: es imposible demostrar, partiendo de los principios geométricos, las leyes de composición de los elementos químicos, o viceversa.

Otra consecuencia gnoseológica derivada de la naturaleza categorial de las ciencias es esta: que si se presupone al Universo como la totalidad de todas las cosas, como la omnitudo rerum, tendremos que concluir que no cabe hablar de una «ciencia del universo», pretensión asumida más o menos por la Cosmología de nuestros días, o por otras ciencias con pretensiones imperialistas, como es el caso de la Química o el de la Neurología.

Las ciencias categoriales se circunscriben a campos o dominios de contornos específicos, lo que no excluye la posibilidad de reunirlos en círculos genéricos próximos o remotos. En cualquier caso, la discontinuidad entre los campos categoriales de las diversas ciencias no excluye las involucraciones entre ellos.

3. Los campos categoriales de las ciencias pueden inscribirse en un espacio gnoseológico organizado según tres ejes «ortogonales», cada uno de los cuales engloba tres sectores, a los que corresponden otras tantas figuras gnoseológicas. Un eje sintáctico, en el que distinguimos las figuras de los términos, la figura de las operaciones y la figura de las relaciones; un eje semántico, en el que distinguimos las figuras de los referenciales, la figura de los fenómenos y la figura de las esencias o estructuras; y un eje pragmático que comprende la figura de los autologismos, la figura de los dialogismos y la figura de las normas.

4. La idea de cierre categorial es definible, en el eje sintáctico, como un cierre técnico (o tecnológico), es decir, establecido ya en función de una única operación (o «ley de composición»); un cierre técnico que es previo a un cierre categorial, pero que se mantiene antes en el plano técnico del saber hacer que en el plano de la ciencia real. Los cierres técnicos se corresponden, aproximadamente, a lo que los matemáticos llaman estructuras algebraicas. En el dominio N constituido por la serie infinita de números enteros, tomados como términos, la operación «por» (x) introduce un cierre técnico en este campo, un cierre equiparable a una institución técnica, por la cual el producto de dos o más términos cualesquiera de este campo determina otros términos que también pertenecen al campo, y con el cual los términos factores mantienen relaciones aritméticas ‘<’, ‘>’, ‘=’.

Nos acercamos a un campo categorial cuando en un conjunto de términos dados actúan dos o más operaciones, cuando el dominio técnico asume la estructura de un álgebra o, en terminología de Birkhoff-MacLane, un «dominio de integridad»; o la estructura de un grupo, o la de un anillo (cuando dado un grupo abeliano conmutativo, se le suministra una segunda ley de composición interna), o la de un cuerpo.

La TCC extiende el concepto sintáctico de cierre técnico al caso de múltiples operaciones tales que, en determinados contextos semánticos y pragmáticos, permiten estructurar un dominio real del Universo, de forma que su «contorno» quede disociado (si no separado) de otros dominios del Universo y a la vez vinculados internamente (en sus partes formales) por nexos de identidad sintética en las cuales pone la verdad científica. De este modo podríamos decir que no es tanto un dominio o un campo preexistente el que da lugar al cierre de ese dominio o campo, sino que es el cierre operatorio el que determina la constitución de un dominio o de un campo del universo como una categoría gnoseológica, correspondiente a una ciencia positiva (como pueda serlo la Geometría de Euclides o la Física de Newton).

Ahora bien: no era la primera vez que, como buscando un criterio para la clasificación de las ciencias, se había pensado en la lista de categorías de Aristóteles (que concebía las categorías como la expresión de los diferentes contenidos en los que se repartía el Universo o el Ser): «tantas ciencias como categorías», como si las categorías ontológicas determinasen el recorte de las categorías gnoseológicas. Pero cuando partimos del supuesto de que los dominios o campos del Universo fenoménico no preexisten a las ciencias operatorias, sino que son los cierres los que las delimitan, determinando por tanto unos dominios o campos frente a los otros, habrá que concluir que serán los cierres establecidos de hecho en el material del Universo aquellos que podrían servir de criterio para establecer las categorías de la realidad: «tantas categorías como ciencias». Y esta es la razón por la cual hemos llamado cierres categoriales a los cierres gnoseológicos, es decir, a las ciencias que delimitan los campos cultivados por cada ciencia respecto de los campos de otras ciencias. En cualquier caso esta decisión no resultaba en modo alguno extravagante respecto del uso ordinario del término categoría, sobre todo a partir de las concepciones del positivismo clásico que hablaba ya de categorías geométricas, de categorías astronómicas, de categorías físicas, de categorías químicas, de categorías biológicas o de categorías sociológicas.

Las categorías, redefinidas en función de las ciencias positivas, no tendrían por qué entenderse como esferas autónomas que introdujeran discontinuidades absolutas en el Universo, porque las involucraciones entre las categorías o, si se prefiere, los puntos de intersección entre las «esferas» serían la regla y no la excepción. La razón es que las ciencias categoriales no agotan los campos o dominios que cultivan, y esto significa que, sin perjuicio de las categorías, quedan muchos contenidos comunes a diferentes dominios, campos o categorías.

Dicho de otro modo: los campos categoriales no han de concebirse como conjuntos de términos pertenecientes a una misma clase homogénea de términos; antes bien, los términos de un campo categorial habrán de entenderse como enclasados en clases diferentes, lo que nos lleva a ver los campos categoriales no como esferas homogéneas o lisas, sino como agregados heterogéneos, en los cuales se han logrado establecer clasificaciones pertinentes. Es lo que la tradición escolástica reconocía, a su modo, al distinguir entre el objeto material (los agregados heterogéneos) y el objeto formal (quo o quod) de las ciencias, resultado de la selección de los contenidos materiales.

En cualquier caso, una ciencia positiva ya no podrá definirse por su «objeto formal» (la Geometría por el espacio, la Biología por la vida...), ni tampoco por su «objeto material», sino por los términos enclasados, delimitados en el campo categorial, que son a la vez partes formales y partes materiales de ese campo (la Geometría no se define por «el espacio», sino por las partes formales con las que trata, tales como circunferencias, diámetros, triángulos equiláteros, dodecaedros o razones dobles; la Biología no se define por «la vida», sino por las partes formales de su campo, tales como células, mitocondrias, cromosomas, cilios, garras o vísceras).

Asimismo cabría decir que el criterio más seguro para determinar el momento de constitución histórica de una ciencia categorial, en su proceso de transformación desde un dominio técnico al campo categorial propio de la ciencia, será la consideración de los términos del eje sintáctico en el cual tiene lugar el cierre. Según este criterio no podríamos hablar de ciencia química (sino de protoquímica y aún de alquimia) cuando, sin perjuicio de situarnos en escenarios operatorios precursores (hornos, redomas, balanzas, transformaciones técnicas de elementos, por fusión, vaporización, cristalización...) todavía no podemos encontrar el comienzo de la escala adecuada de los elementos químicos (el aire deberá descomponerse en oxígeno, nitrógeno, CO2, &c.; el agua en H, O, &c.). Esto justificaría la tesis de los historiadores que, en lugar de retrotraer el origen de la Química a la metalurgia del neolítico, retrasan la constitución histórica de la Química científica hasta finales del siglo XVIII o el XIX, la época en la que Priestley, Lavoisier y sobre todo Mendeleiev o Lothar Meyer hubieran determinado los que se llamarían elementos químicos.

Lo que acabamos de decir puede servirnos también para advertir de que el cierre categorial establecido en un campo determinado (como pueda serlo el de la Química clásica de los elementos) no equivale a la «fecha de clausura» de esa ciencia, sino precisamente a su comienzo, debido a que los términos complejos que pueden seguir definiéndose operatoriamente por composición de los términos elementales («átomos») son cada vez más abundantes, como también lo son los términos que pueden obtenerse por división o partición de los propios elementos.

5. La TCC permite establecer una clasificación de las ciencias fundada en criterios internos sintácticos estrictamente gnoseológicos, al margen de las clasificaciones semánticas (por ejemplo, la clasificación de las ciencias en formales y reales, o bien la clasificación de las ciencias en naturales y humanas) o pragmáticas (por ejemplo la clasificación de las ciencias en puras y aplicadas).

La clasificación sintáctica interna de las ciencias (porque afecta a su misma cientificidad) que ofrece la TCC es la clasificación en ciencias alfa (clase que engloba a todas las ciencias o partes de una ciencia que haya logrado la neutralización de las operaciones) y ciencias beta (clases que engloban a todas las ciencias o partes de una ciencia en las cuales la neutralización de las operaciones no tiene lugar). Sin embargo, la neutralización de las operaciones no equivale, sin más, al acceso a un campo en el que no fuera posible hablar de operaciones (como es el caso de las ciencias α1, porque también habría que reconocer campos en los cuales, aún manteniendo las operaciones, logran su neutralización, bien sea porque se consigue equipararlas a situaciones genéricas (ciencias I-α2) bien sea porque los cierres logran una neutralización específica (ciencias II-α2).

Las ciencias β por su parte, o bien logran neutralizar las operaciones de su campos en función de los propios objetos que ellas consideran (I-β1) –son las ciencias que pueden ponerse bajo el rótulo del verum factum– o bien logran neutralizarlas bajo otras operaciones (II-β1).

Las llamadas ciencias humanas (en sentido temático, no en el sentido etiológico, según el cual todas las ciencias son humanas) corresponden a las ciencias que alcanzan los estados II-α2 y I-β1 (o también II-β1).

En el caso en el cual las operaciones presentes en el campo de una ciencia no puedan ser neutralizadas, ya no podríamos hablar de ciencias, sino de tecnologías o prácticas β2. Son técnicas o praxeologías que utilizan resultados de ciencias α o β y, por tanto, pueden considerarse en parte subalternadas a estas ciencias, sin perjuicio de una autonomía técnica o práctica de grado muy alto. Es el caso de las llamadas ciencias jurídicas, políticas, económicas o ingenieriles, tal como son practicadas por jueces, magistrados, políticos, economistas o ingenieros en activo. Son ciencias que cabe incluir en la primera acepción, el saber hacer profesional, con un componente científico estricto de tipo α.

Este sería el caso de la medicina, es decir, de las ciencias médicas y de las tecnologías o praxis médicas (entre ellas las ciencias enfermeras), respecto de las ciencias biológicas o de las ciencias antropológicas.

§3. Medicina y Biología: interdisciplinariedad conflictiva

1. Es de opinión común el reconocimiento de la afinidad entre la Medicina (o las disciplinas médicas) y la Biología (o las disciplinas biológicas). Esta afinidad podría traducirse al «lenguaje gnoseológico» por «interdisciplinariedad». En efecto, es opinión común que la Medicina y la Biología son instituciones que mantienen entre sí vínculos de interdisciplinaridad.

Hablando en general cabría afirmar que el concepto de interdisciplinariedad no presenta mayores dificultades cuando va referido a disciplinas institucionalizadas muy diferentes, cuya coordinación práctica sea requerida para una gestión eficaz de determinados proyectos en campos que no son exclusivos de una ciencia categorial dada. La extinción de un gran incendio forestal requiere la coordinación interdisciplinar de diferentes oficios o disciplinas institucionalizadas, como puedan serlo la de los meteorólogos, la de los bomberos, pilotos de helicópteros, ingenieros de montes, servicios sanitarios, etólogos, urbanistas, medios de comunicación o de información, &c.

Pero cuando la interdisciplinariedad intenta ser referida a un conjunto o subconjunto de disciplinas científicas –es decir, a un conjunto de ciencias categoriales en función pragmática– entonces la idea de interdisciplinariedad se oscurece. Más aún, al menos cuando examinamos esta idea desde la Teoría del Cierre Categorial, la idea de interdisciplinariedad aparece como una idea fantasma, o como una idea ficción (como un baciyelmo, si utilizamos la fórmula cervantina de la cual se sirvió Marcelino Suárez Ardura en su profundo análisis gnoseológico de las disciplinas geográficas, en sus recientes lecciones en la Escuela de Filosofía de Oviedo).

En efecto, la idea de interdisciplinariedad presupone dada la realidad institucional de las disciplinas de referencia. Pero cuando estas disciplinas son precisamente «ciencias cerradas categorialmente», cualquier posibilidad de colaboración o de coordinación entre ciencias diversas entendidas como un proceso requerido para la resolución científica de sus problemas, se anula, porque los problemas o proyectos de cada ciencia sólo pueden plantearse en el ámbito ellas mismas, sin que la «colaboración con otras ciencias» pueda servir para la resolución científica (no ya práctica, extracientífica) de los problemas. Dicho de otro modo: la «convergencia» enciclopédica de diversas ciencias ante una materia dada no constituye una ciencia categorial, del mismo modo a como la acumulación enciclopédica de sillares poliédricos regulares de los cinco géneros en un edificio tampoco da lugar a un nuevo tipo de poliedro regular.

Un problema de Geometría, que permanece acaso durante siglos sin resolver, no puede ser resuelto apelando a la colaboración de la Química, de la Neurología o de la Biología, o a cualquier otra «estrategia interdisciplinar». Y no porque no sea posible en absoluto una convergencia interdisciplinar entre diferentes disciplinas científicas. Tal convergencia es obligada cuando el «punto de aplicación» no forma parte del campo de alguna de las ciencias de referencia, sino cuando tal punto de aplicación se mantiene fuera de los campos categoriales respectivos, es decir, cuando consiste en un «dominio del Universo» que no está definido según criterios gnoseológicos, sino tecnológicos o praxiológicos. Por ejemplo, «el mar» –muchas veces propuesto como tema de interés irrenunciable para algunas universidades emplazadas en las proximidades de un océano que tenga capacidad económica y académica para dotar una cátedra titulada «ciencias del mar»– es sin duda un ámbito interdisciplinar, en el que han de coordinarse oceanógrafos, geólogos, vulcanólogos, químicos, biólogos, geógrafos, ingenieros, economistas, juristas, historiadores... sin contar con los técnicos de la navegación marítima. Sin embargo esta obligada interdisciplinariedad, aunque haya dado importantes resultados prácticos, no autoriza al reconocimiento de una nueva ciencia, la Talasología (por cierto, esta denominación ha sido ya reivindicada por algunas otras ciencias, como parte suya; pero seguramente en estas decisiones priman los intereses gremiales sobre los gnoseológicos).

Y en el supuesto de que «el mar» pudiera convertirse en un campo categorial cerrado, es decir, en el supuesto de que la Talasología llegase a ser una ciencia en sentido estricto, la interdisciplinariedad también desaparecería, porque entonces «el mar» se habría convertido en un campo categorial dado a una escala tal que los nuevos conceptos, relaciones y operaciones «talasológicos» no se confundirían con los conceptos, relaciones y operaciones de los químicos, geólogos o biólogos involucrados.

Sin duda los campos categoriales no son esferas mutuamente aisladas o absolutamente disyuntas; son campos constituidos por dominios heterogéneos, muchas veces con partes comunes a otros campos, sin reducirse a ellos. El organismo estudiado por un biólogo no es sólo un compuesto de partes formales suyas (mitocondrias, células, tejidos, vísceras) sino también por partes materiales (átomos o moléculas de C, O... o macromoléculas de ADN). Las partes materiales están involucradas en el campo biológico, y el biólogo necesita sin duda la investigación bioquímica a fin de proseguir sus propias investigaciones en su escala característica. Pero la «Bioquímica» no es interdisciplinar, sino que es Biología aplicada a organismos susceptibles de ser analizados mediante conceptos químicos, o bien es Química aplicada a situaciones en las cuales los materiales químicos se encuentran incorporados a marcos biológicos. Si controlo regularmente mi automóvil es porque «controlo» sus partes formales pertinentes (dadas a escala operatoria de la conducción: volante, dirección, frenos, iluminación...); sin duda el automóvil sólo puede ser conducido cuando en él tienen lugar las reacciones químicas entre los gases del motor, o las interacciones mecánicas de la tracción, pero el análisis de aquellas reacciones o de estas conexiones se dan según escalas especiales, las escalas a las que trabajan «interdisciplinarmente» los técnicos especialistas del taller, o «enfermería» de mi automóvil, en revisión o en reparación de una avería. En cualquier caso, la conducción regular del automóvil involucra las reacciones químicas del motor y las conexiones mecánicas, pero estas reacciones químicas o aquellas conexiones no involucran a la conducción, que en modo alguno se deduce de aquellas.

2. La interdisciplinariedad implica afinidad entre las disciplinas pertinentes, pero esta afinidad no presupone siempre armonía, sino también conflicto. La afinidad indudable entre las llamadas, desde Max Müller, «religiones del Libro» (judaísmo, cristianismo, islamismo –sin contar con el hinduismo o el budismo–) no garantiza la armonía entre ellas, sino también los conflictos, incluso las guerras de religión, derivadas precisamente de su afinidad.

La Biología y la Medicina son afines, sin duda. Y muchos subrayan la «armonía interdisciplinar» derivada de esta afinidad. En los planes de estudio de las Facultades de Medicina figuran disciplinas indiscutiblemente biológicas, como puedan serlo la Microbiología, la Histología, la Anatomía o la Fisiología. En los hospitales suele haber laboratorios o expertos analíticos, cuya metodología es indudablemente biológica.

Sin embargo también es cierto que la afinidad entre Biología y Medicina incluye relaciones de incompatibilidad muy profunda, que da lugar a conflictos permanentes que no se dirimen, en todo caso, en el terreno científico, sino gracias a la apelación a principios extrínsecos de índole jurídica o deontológica (legislación pertinente, derechos humanos, comités de Bioética).

En cierto sentido cabría afirmar que la Biología y la Medicina, sin perjuicio de su afinidad, en lo relativo a los contenidos «escalares» de sus campos respectivos (los cuerpos vivientes), mantienen en el proceso de sus desarrollos direcciones «vectoriales» opuestas. Por ejemplo, la Biología, en cuanto se acoge a la doctrina de la evolución darwiniana, considera a los organismos como sujetos a mutaciones naturales que, sin perjuicio de sus anomalías respecto de las normas estadísticas, no pueden considerarse exclusivamente como «enfermedades». Una infección bacteriana o un tumor, o bien las manos con seis dedos de un feto, o los gemelos siameses, desde el punto de vista biológico son, antes que enfermedades, episodios de la evolución y transformación de las especies y de la lucha de las especies. El biólogo, en cuanto tal, no podría «tomar partido» por las bacterias, como tampoco el etólogo toma el partido de la oveja antes que el partido de lobo, o viceversa: simplemente observa, describe y analiza sus enfrentamientos, se interesa por el curso espontáneo de la lucha por la vida entre vivientes de diferentes especies, géneros, órdenes, &c. El biólogo podrá ver en un tumor maligno un caso interesante y hermoso de proliferación celular, cuyo curso espontáneo deseará estudiar científicamente. Y únicamente el médico, ante una mano con seis dedos se planteará inmediatamente el problema de amputar el dedo excedente, o ante unos hermanos siameses tenderá desde luego a separarlos, en una dirección opuesta a la del biólogo. Asimismo el biólogo no tendrá inconveniente alguno, en cuanto tal, en experimentar los resultados de una infección del organismos con estreptococos, a fin de comprobar los resultados de esta «batalla», y considerará una limitación de su libertad de investigación la prohibición de sus experiencias. La «sagrada libertad» de investigación científica encuentra sus límites en la «legislación vigente», que prohíbe vivisecciones, experiencias con células madre, experiencias mediante cobayas humanos o intentos de estudiar la creación de híbridos de humanos y ratones.

En suma, mientras el biólogo evolucionista (como antaño el médico galénico) se enfrenta con los vivientes, no sólo observando simplemente (si es naturista) sino también experimentando con ellos, pero en un sentido no conservador (que algunas veces llaman progresista) el médico de estirpe hipocrática se enfrenta a los vivientes humanos desde una perspectiva conservadora del hombre sano considerado como un organismo perfecto (según el canon de perfección que se presuponga). Por ejemplo, el canon de Policleto, que no admite experimentos de variación o transformación. Las únicas transformaciones permitidas en Medicina son aquellas que se orientan hacia la salud de los cuerpos humanos vivientes, pero no las que se orientan hacia la producción de híbridos, de especies o tejidos obtenidos fuera de cualquier canon taxonómico, por manipulación genética o por cualquier otro procedimiento (que por otra parte es habitual en biología botánica o zoológica).

3. La afinidad entre las disciplinas biológicas y las disciplinas médicas se basa, sin duda alguna, en el hecho de que sus campos respectivos no son esferas absolutamente disyuntas (sin ningún contenido común), sino esferas «intersectables», a través precisamente de los cuerpos vivientes humanos (y por ampliación, por las reliquias de estos cuerpos vivientes humanos, tales como momias o esqueletos).

Ahora bien, esta franja de intersección entre la Biología y la Medicina no tiene límites bien definidos, ante todo porque los cuerpos vivientes humanos no son homogéneos, ni a escala filogenética (a esta escala los vivientes humanos constituyen un género, el Genus Homo de Linneo) ni a escala ontogenética. El género hombre tiene especies muy diversas, que van desde el Homo sapiens sapiens al neandertal, el antecessor, el australopiteco, &c. Tampoco son homogéneos a escala ontogenética, y se discute apasionadamente sobre la línea divisoria que puede señalar la frontera entre un cigoto que sólo fuera humano a escala biológica, y el germen, embrión o feto que ya se considera humano a escala médica o jurídica.

La afinidad entre los dos conjuntos de disciplinas, biológicas y médicas, se establece por tanto en función del concepto o de la idea de «hombre», pero este es precisamente el concepto o idea que no está definido. Ni siquiera cuando el hombre o lo humano se considera designando al campo o al espacio de una nueva disciplina que, en la época moderna, comenzó a recibir una denominación propia, a saber, Antropología, nombre llamado a sustituir a los tradicionales tratados De Homine (denominación todavía utilizada por Bacon o por Descartes).

Pero lo que aquí nos interesa subrayar es que esta nueva denominación fue utilizada sobre todo por los médicos, con intención de designar, en principio, a la anatomía humana (el Anthropologium, de Magnus Hundt, en 1501); como anatomía no ya de un organismo animal más, sino de un organismo considerado superior en la Scala Naturae, un organismo que recapitularía, como un microcosmos, a todos los organismos vivientes (una idea, la del organismo humano como microcosmos, que puede encontrarse ya en los médicos antiguos, pero que persiste en la misma «ley de recapitulación biológica» de Haeckel).

Si nos circunscribimos a España, el médico fundador del primer Museo antropológico, en 1875, Pedro Gómez Velasco, presentó a la nueva Antropología en el discurso inaugural de este Museo como el cimiento más firme de la Antropología general. Conviene tener presente que ya en 1865 se había constituido la Sociedad Antropológica Española (la Sociedad Antropológica de Sevilla se fundó en 1871, pero desapareció con la Restauración). En estas sociedades de Antropología se dibujó ya el conflicto entre la Antropología naturalista y la Antropología médica (un conflicto muy bien estudiado por Elena Ronzón en su libro Antropología y antropologías, Pentalfa 1992).

El conflicto entre Biología y Medicina tomó la forma de un conflicto entre Facultades universitarias, a saber, entre la Facultad de Ciencias Naturales y la Facultad de Medicina. Este «conflicto de Facultades» no era otra cosa sino la expresión institucional de un conflicto filosófico de mucho mayor calado. El Hombre, «objeto de la Antropología», ¿era una especie (o un género) de vivientes que debía formar parte desde luego del Reino Animal –así lo había considerado Linneo, pero también Buffon o Blumenbach– o bien constituía un reino aparte (de acuerdo con la tradición del espiritualismo cartesiano: Malebranche, por ejemplo, había llegado a repudiar la definición aristotélica del hombre como «animal racional»)?

La Facultad de Ciencias Naturales reclamaba la cátedra de Antropología, puesto que a esta Facultad correspondía el cultivo de la Zoología, y el hombre formaba parte del reino animal. Pero fueron los médicos quienes se resistieron (aún considerando a veces al hombre como una especie animal más alta) a la reducción de la Antropología a Zoología, invocando los componentes no zoológicos del hombre, como pudieran serlo, si no su racionalidad, que muchos (Quatrefages, principalmente, por la influencia que ejerció entre los médicos españoles) ya reconocían también en los animales, sí la moralidad y la religiosidad.

La Sociedad de Antropología y el Museo se había fundado en los años del debate en torno al origen del hombre, suscitado por la obra de Darwin. Tanto en la Sociedad como en la Revista estuvieron representadas las posiciones darwinistas y las antidarwinistas, sin que este par de posiciones opuestas correspondieran necesariamente a la oposición entre materialismo y espiritualismo. El conflicto que aquí más nos interesa se estableció entre las corrientes naturalistas (que defendían la concepción de la Antropología como ciencia natural, cuyo objeto principal es el estudio del cuerpo humano y de las diversas razas, en el sentido de Blumenbach, que se inclinaba por la clasificación del hombre en un género distribuido en diferentes razas pertenecientes al Reino animal) y la corriente médica, que se inclinaba hacia el reconocimiento de un Reino Hominal o humano.

Cabe hablar por tanto de una Antropología biológica y de una Antropología médica. La proyectada cátedra de Antropología fue creada en 1892 en la Facultad de Ciencias: don Manuel Antón fue el primer catedrático de Antropología. Lo que no significó que la nueva disciplina no fuera también reivindicada por algunos miembros de la Facultad de Medicina (singularmente por el doctor Julián Calleja, al menos para los estudio de Doctorado). Antón defendió la Antropología como disciplina zoológica sin dejar por ello de reconocer los caracteres diferenciales del hombre. Antón consideraba que la división tradicional de la naturaleza en tres reinos (mineral, vegetal y animal) había sido alterada por primera vez por Geoffroy Saint-Hilaire, que subrayó la distancia o alejamiento del hombre respecto de los animales, por sus facultades morales o intelectuales (Joaquín de Hysern, médico que fue presidente de la Sociedad antropológica española en 1874, introdujo el criterio objetivo que, a nuestro entender –remitimos a nuestro artículo «Por qué es absurdo ‘otorgar’ a los simios la consideración de sujetos de derecho», El Catoblepas, nº 51, mayo 2006– tiene más peso en el momento de establecer las diferencias entre el hombre y los otros animales –y ulteriormente de los hombres entre sí–: el criterio de la «capacidad del hombre de someter a los propios animales»).

De la escuela de Antón salieron los libros de Etnografía (de Hoyos Sainz y de Telesforo de Aranzadi), entendida como descripción de las razas humanas, y de Etnología (que se ocupaba de los pueblos y de sus culturas).

La Antropología no dejó de ser cultivada como disciplina médica por médicos, a veces catedráticos de la Facultad de Medicina, como Rafael Martín Molina, Julián Calleja y, sobre todo, por José de Letamendi, con su proyecto de «Antropología integral», que intentaba superar la animalidad humana y la parcialidad zoológica (Ronzón, op. cit., pág. 404).

4. Concluimos: el conflicto interdisciplinar entre Antropología médica y Antropología biológica (zoológica) no es un conflicto entre disciplinas científicas, sencillamente porque la Medicina (o las disciplinas médicas) no son, en cuanto tales, científicas. La Medicina no es, en cuanto tal, una ciencia, ni siquiera un tipo de ciencias que se mantuviera a escala β1 operatoria. A lo sumo habría que entenderla como una tecnología (en términos tradicionales: como un arte, o, dicho en griego, como tekhné iatriké) o como una praxiología, orientada hacia fines no estrictamente científicos, a saber, la transformación de los organismos humanos en organismos sanos y otras transformaciones de las que hablaremos después.

La Medicina, según esto, se inspira en principios que no pueden considerarse como estrictamente científicos. Sus principios incluso limitan el desmedido amor por el conocimiento, en nombre de un amor al cuerpo, si nos acogemos a la definición de medicina que propuso Platón en El Banquete (186c: episteme ton tou somatos erotikon), es decir, «la ciencia de las cosas concernientes al amor del cuerpo». Se sobreentiende: al amor de los cuerpos humanos, en cuanto contradistintos de los cuerpos de los animales, que quedan fuera y a distancia de la Medicina, y no tanto por razones científicas (por el contrario, la investigación en animales ha resultado ser imprescindible para la propia investigación médica) sino por razones de principio (entre ellas la propia tradición gremial de nuestra cultura en la cual el médico visita al enfermo en la cama mientras que el veterinario lo hace en la cuadra).

La Medicina como tekhné iatriké se inspira en principios éticos y morales, establecidos jurídicamente (como puedan serlo los derechos humanos recibidos por los diversos parlamentos, o las normas bioéticas de los ministerios o consejerías correspondientes). También en motivos estéticos, que habrán de modularse según los cánones de cada cultura; pero no en principios científicos.

En consecuencia, la Antropología médica, en el sentido de Letamendi, no es una ciencia α1 sino una convergencia de ciencias orientadas a los fines prácticos «concernientes al amor al cuerpo». (Será la Antropología cultural aquella disciplina que, aún partiendo de situaciones β, podrá alcanzar estadios científico del nivel I-α2 y II-α2.)

§4. Las ciencias de la Enfermería

1. Las ciencias de la Enfermería parecen quedar englobadas plenamente en las ciencias de la Medicina.

Ahora bien, la Medicina, en cuanto arte sanador, se orienta hacia campos constituidos por cuerpos vivientes humanos clasificados según los dos estados por los cuales puede pasar en su desarrollo ontogenético o filogenético: el estado de sano y el estado de enfermo (estados que Platón establece ya formalmente en El Banquete, 186b: «para los cuerpos, en efecto, el estado sano –ΰγιες– y el estado de enfermedad –νοσουν– son, todo el mundo conviene en ello, dos estados distintos y que no se parecen en nada»).

Las transformaciones practicables en estos campos podrían clasificarse en los cuatro tipos siguientes:

(1) Transformaciones del estado enfermo en estado sano.
(2) Transformaciones del estado sano en estado sano.
(3) Transformaciones del estado enfermo en estado enfermo.
(4) Transformaciones del estado sano en estado enfermo.

La Medicina, como arte circunscrito a los cuerpos vivientes humanos, puede entenderse según cualquiera de los tres primeros tipos de transformación, pero ha de abstenerse de practicar en los cuerpos humanos transformaciones del tipo cuarto que, en cambio, están abiertas, incluso de modo obligado, a las ciencias biológicas. Leemos en el llamado Juramento de Hipócrates: «Consideraré sagrados mi vida y mi arte;... y cuando entre en una casa, entraré solamente para el bien de los enfermos y me abstendré de toda acción injusta.»

Sin duda el concepto «bien de los enfermos», tomado en general, es totalmente inservible en la práctica dada su vaguedad, puesto que ella permitiría considerar como un bien no ya a la vida («el delito mayor del hombre es haber nacido», en expresión calderoniana) sino a la propia muerte (acaso eutanásica) del enfermo, o a su transformación en ave. Habría que sobreentender que el bien del enfermo ha de ajustarse en todo lo posible al canon antropológico presupuesto. Con razón se ha dicho que el juramento hipocrático es, ante todo, un documento ético. Y lo es, en efecto, si entendemos, al modo de Espinosa, la ética como la acción de los hombres que se orienta a mantener la fortaleza de su cuerpo (virtud que es firmeza cuando va referida a uno mismo, y es generosidad cuando va referida a los demás vivientes humanos), entonces la Medicina, al menos la de tradición hipocrática, se orientaría ante todo a evitar que un ser humano sano (fuerte, firme, generoso) se debilite o caiga en enfermedad (infirmitas), y en hacer lo posible para que el enfermo recupere su fortaleza, su firmeza y su generosidad. Por ello el arte médico se abstendrá de cualquier intervención sobre los vivientes humanos que pueda asemejarse a un intento de transformación incluido en el tipo cuarto que hemos considerado.

Tendrá en cambio que practicar transformaciones del tipo (1), es decir, transformaciones del enfermo en sano, pero también transformaciones idénticas del tipo (2), es decir, las transformaciones del ser humano sano en ser humano que mantenga su fortaleza (una fórmula que sirve para redefinir la llamada medicina preventiva). También la medicina incluirá las transformaciones idénticas, mucho más paradójicas, a saber, las transformaciones del tipo (3), del ser humano enfermo en enfermo.

Son las transformaciones de este tercer tipo las que más nos acercan a la ciencia de la enfermería, en la medida en la cual las ciencias (técnicas, praxis) enfermeras, por sí mismas, se mantendrían en el horizonte de los enfermos. Es decir, que si esas ciencias enfermeras no se entendieran como envueltas por la Medicina, podrían degenerar en una práctica orientada a mantener indefinidamente al enfermo en su condición de tal (intentando, eso sí, en la fórmula de Florencia Nightingale, «conservar la energía vital de los pacientes», como garantía del futuro de su propio oficio).

De cualquier modo la idea de unas transformaciones idénticas del tipo (3) también cubre otras muchas «estrategias» del arte médico, por cuanto ellas terminan siendo sólo un modo indirecto de llevar a cabo las transformaciones del primer tipo, es decir, de aquellas que se orientan a transforman directamente el cuerpo viviente enfermo en cuerpo sano. Me estoy refiriendo a la llamada Nosoterapia, como «estrategia» de tratamiento de una enfermedad consistente en provocar un proceso morboso capaz de redirigir el curso de aquella enfermedad. Por ejemplo, la llamada Piroterapia («inventada» por el médico austriaco Julio Wagner von Jauregg como terapia contra la parálisis producida por la sífilis, quien empleó el paludismo como fuente productora de la fiebre reparadora, por lo que fue recompensado en 1927 con el premio Nobel de Medicina) es un método nosoterápico que se vale de la fiebre provocada por la inyección de plasmodios, vacunas o diatermia. También es nosoterápica la técnica del llamado absceso de fijación, producido artificialmente por una inyección de trementina para «fijar» allí una infección aguda grave. Podrían asimismo considerarse nosoterápicas las técnicas quirúrgicas agresivas, o la administración médica de la metadona a drogadictos de determinada clase. En todos estos casos se trata de producir transformaciones de unas enfermedades en otras enfermedades que conduzcan a la salud del enfermo, o por lo menos que le permitan mantener su «energía vital» en su propia situación de enfermo.

2. Sin embargo, acogerse al hecho del englobamiento (institucional) de las ciencias de la enfermería en la Medicina no agota la cuestión de la naturaleza profunda de este «englobamiento institucional» tal como se manifiesta en la normativa legal y reglamentaria. Las dificultades aparecen en el momento de determinar no ya el puesto o estatuto institucional y jurídico de la Enfermería en el marco de la Medicina, sino en el momento de determinar la perspectiva desde la cual se establece tal estatuto.

La perspectiva más común, acaso porque se considera como idéntica a lo que el «sentido común» establece (precisamente porque ese sentido común es el que se atiene al estatuto institucional de nuestra tradición hipocrática) es la que interpreta tal estatuto como expresión de la natural subordinación jerárquica de la Enfermería a la Medicina, en cuya red normativa, los enfermeros son meros ejecutores. Y esto a la manera como tantos arquitectos (comenzando por Alberti) consideran a los obreros, oficiales y aún al maestro de obras –es decir, a quienes manipulan directamente los sillares, los hierros y el hormigón– como meros ejecutores de los planes y directrices establecidas por el arquitecto, que se mantiene a distancia de la obra «sin mancharse las manos». En su De re aedificatoria (1485) decía Alberti: «Y llamo arquitecto al que con un arte y método seguro [el de la Geometría] es capaz de concebir y realizar mediante la ejecución [a cargo de los operarios que tallan los sillares y los mueven, no a cargo del arquitecto] todas aquellas obras que, por medio de los movimientos de las grandes masas y de la conjunción y acomodo de los cuerpos, pueden adaptarse con la máxima belleza a los usos del hombre».

¿Cómo olvidar entonces el famoso aforismo Aegri curantur in libris, et moriuntur in lectis? Es decir: los enfermos se curan en los libros pero se mueren en los lechos –o en los quirófanos–. Aforismo que, por lo menos, señala la diferencia de escala, al parecer insalvable, que media entre los principios de la Medicina y los principios de la Enfermería.

Sin duda los planos del arquitecto o los libros de los médicos no se repliegan sobre sí mismos, sino sobre los sillares o los cuerpos vivientes a los cuales aquellos planos y estos libros van referidos. Pero, ¿decimos algo al interpretar estos repliegues en términos de una ejecución de los planos instituidos por parte de quienes manipulan los cuerpos, ya sean estos sillares duros, ya sean de barro o de hormigón, ya sean los cuerpos enfermos?

3. La razón de esta pregunta podría encontrarse en esta otra: ¿acaso los sillares, las vigas o el hormigón, cuando se mezclan y entrelazan en el edificio, no se mantienen en un orden de concatenación propio, «inmanente» y distinto (desde luego, dado a escala distinta) del orden de concatenación de los dibujos del plano y de las directrices que los acompañan? ¿Acaso el maestro de obras lee las páginas de los inextricables cálculos intercalados que acompañan a los planos, cuando lo que en realidad hace para interpretarlos es traducirlos al lenguaje técnico-artesanal que él ha aprendido de maestros constructores que trabajaban no con planos, sino con modelos o maquetas construidos por ellos mismos?

¿Y acaso los cuidados que los enfermeros practican a los enfermos postrados en el lecho o en el quirófano no se mantienen también en un orden de concatenación exigido por los propios cuerpos (y no ya a título de derechos de los enfermos, sino de deberes de los enfermeros para con aquellos)? Un orden de concatenaciones que está dado ya antes de que la medicina hipocrática hubiera formulado sus principios, un orden que ya habría sido ofrecido a los sanadores o a los curanderos precientíficos.

¿Acaso el orden de estas concatenaciones, a lo largo de su historia compacta, no se mantiene sino como una selección (en el conjunto de todos los cuerpos vivientes) de aquellos cuerpos que se consideran como enfermos y que son segregados de los demás cuerpos (humanos, animales, inanimados) que consideramos no enfermos, sino sanos?

Ocurre que los criterios de esta selección de los cuerpos enfermos respecto de los no enfermos o sanos no son los mismos en las diversas tradiciones.

Dejemos de lado, si así se prefiere, las tradiciones que defienden el carácter ilusorio de la distinción platónico entre el estado de enfermo y el estado de sano, pero en nombre, no de la irrealidad de este último estado, sino en nombre de la irrealidad de aquel (al modo como lo hacían las sectas próximas a la de Mary Baker Eddy).

En la tradición de la Medicina científica, simbolizada en Hipócrates, el criterio de distinción en los cuerpos vivientes humanos de los dos estados consabidos, salud y enfermedad, descansa en unos presupuestos metafísicos (incluso ontoteológicos) muy precisos: la Naturaleza es sabia, y ella misma, en el caso de las naturalezas vivientes, tiene su propia vis medicatrix. Lo que equivale a interpretar a la Medicina como un arte de primera especie, aquella especie de arte que ya estaría prefigurada en la Naturaleza, a la cual el arte deberá imitar. Por ello el cuerpo humano enfermo, se llegará a decir, tiene sus propias exigencias, que se traducen en derechos de los ciudadanos, y concretamente en el derecho a ser atendido para alcanzar o recuperar la salud, el derecho inalienable a la vida, sin duda a una vida fuerte, firme y generosa, el derecho a la libertad e incluso a la conquista de la felicidad (en los propios términos de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, en el Congreso de 4 de julio de 1786, vigente en nuestros días: «Todos los hombres han sido creados iguales, todos han sido dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre los cuales están el derecho a la Vida, a la Libertad y a la búsqueda de la Felicidad»).

Ahora bien: ¿acaso esta metafísica de los derechos –que se perpetuarán en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Asamblea francesa de 1789, y en la Declaración de los Derechos Humanos por la Asamblea general de la ONU de 1948– puede ser algo más que una prosopopeya que sustantiva los deberes de algunos respecto de otros? ¿Cómo puede entenderse que la vida sea un derecho, o que lo sea la libertad? La vida o la libertad son hechos, antes que derechos, y el considerarles derechos (como contrapartida de determinados deberes) es tanto como degradarlos, si los derechos son siempre concedidos por los demás, por «el Pueblo». Yo tengo sin duda el deber, acaso económico, de cuidar de mi automóvil, pero ¿acaso este deber puede fundarse en el derecho del automóvil a ser cuidado?

Y lo que decimos del automóvil puede decirse también del óvulo humano recién fertilizado por un espermatozoide, o de un adulto en coma profundo irreversible, que no tiene más «conciencia» que la que pueda tener el automóvil.

Pero la enfermedad y la Enfermería, en cuanto tal, ¿no están inmersas en esta cadena de los cuerpos enfermos a los que cuidan como tales, al margen de los principios de la Medicina hipocrática, que presuponen la realidad de las naturalezas sanas, a las que consideran como canon de todo cuerpo humano viviente? Es decir: ¿acaso la Enfermería, como tal, requiere otros principios para guiar sus transformaciones que el principio tercero que anteriormente hemos expuesto, el principio de la transformación de los estados de enfermedad en otros estados de enfermedad?

Sin duda, este principio podría acogerse a otra metafísica que en nada tiene que envidiar, por su condición de tal, a la metafísica de la naturaleza sabia y sanadora de los seres humanos. A la metafísica (llamada pesimista desde la metafísica del optimismo) de la enfermedad, la que atribuye la enfermedad a la propia naturaleza humana.

Esta metafísica tiene también raíces muy antiguas. Por ejemplo, la encontramos en el mito de Epimeteo, expuesto por Platón en su Protágoras; tiene también raíces gnósticas (Marción), pero también raíces cristianas (el «pecado original» con el que dio comienzo, según San Agustín, la historia del hombre). Tiene raíces budistas (el Sermón de Benarés y las cuatro sublimes verdades, la primera: «todo es dolor»). La metafísica que volvió a levantarse, en ámbitos académicos, y aún científicos, en los años de entreguerras (1918-1939), los años de la definición del hombre como un «mono mal nacido», prematuro (teoría de la neotenia de Bolk), del hombre como un paso en falso de la naturaleza, que requiere de una ortopedia insoportable (que llamamos cultura) para sobrevivir; los años en los cuales maduró la metafísica existencialista, la concepción del hombre como «ser para la muerte» de Martin Heidegger.

No estoy defendiendo la perspectiva de la metafísica pesimista por sí misma, sino la virtud que ella tiene para descubrir el carácter metafísico –y no científico– del optimismo de la tradición hipocrática. Para sugerir que los principios éticos de la Enfermería (o de la Medicina en general) podrían formularse no ya como principios de una ética inspirada en los supuestos derechos humanos, sino como una ética de la «compasión» (para utilizar la fórmula de Schopenhauer), fundada antes que en los derechos en las necesidades reconocidas a los enfermos y manifestadas como deberes de los enfermeros.

Necesidades que Virginia Henderson (1897-1996) fijó en su famosa tabla de las catorce necesidades básicas que ratificó en 1971: «1. Ayudar al paciente en las funciones respiratorias, 2. Ayudar al paciente a comer y a beber, 3. Ayudar al paciente en las funciones de eliminación, 4. Ayudar al paciente para que mantenga la debida posición al caminar, sentarse y acostarse, y para cambiar de postura, 5. Ayudar al paciente en el descanso y en el sueño, 6. Ayudar al paciente en la selección de ropa de cama y al vestirse y desvestirse, 7. Ayudar al paciente a mantener la temperatura del cuerpo dentro de los límites normales, 8. Ayudar al paciente en la higiene y el aseo personal y en la protección de la piel, 9. Ayudar al paciente para evitar los peligros ambientales y protegerlo de cualquier peligro posible derivado del propio paciente, 10. Ayudar al paciente a comunicarse con otros para expresar sus necesidades y sus sentimientos, 11. Ayudar al paciente a practicar su religión o a actuar de acuerdo con sus ideas del bien y del mal, 12. Ayudar al paciente para que trabaje en alguna cosa o se ocupe de algo constructivo, 13. Ayudar al paciente en actividades recreativas, 14. Ayudar al paciente a adquirir conocimiento.»

Y por mi parte, no tengo nada más que decir. Muchas gracias por su atención.

 

El Catoblepas
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