Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 119, enero 2012
  El Catoblepasnúmero 119 • enero 2012 • página 2
Rasguños

Identidad y Unidad (1)

Gustavo Bueno

Se ensaya en este rasguño la exposición de las más importantes diferencias y analogías que, desde las coordenadas del materialismo filosófico, cabría establecer entre las ideas de Unidad y de Identidad
1 · 2 · 3

Identidad y Unidad en la alanina enantiomorfa

§1. Crítica al tratamiento metafísico
de las ideas de Identidad y Unidad

1. En el número 25 de El Basilisco (enero-marzo 1999) se publicó, firmado con mi nombre, un artículo titulado «Predicables de la identidad» (un artículo considerado por los lectores más benévolos como excesivamente largo).

Sin embargo, y a pesar de su prolijidad, este artículo no ofreció (contra lo que una parte de los lectores pudiera haber pensado) una formulación o representación clara y distinta, desde las coordenadas del materialismo, de la distinción que el propio materialismo podría establecer entre las ideas de Identidad y de Unidad. El artículo se mantenía, sin duda, en las coordenadas del materialismo, pero, de hecho, eludía tomar «posición doctrinal» sobre la distinción titular. Su principal objetivo era el de contribuir a poner freno al desaforado incremento que por aquellos años había experimentado la apelación a la identidad, no sólo en el terreno político, sino también sociológico, psicológico, estético, &c. Se acuñaron o se divulgaron expresiones tales como «cuestiones identitarias» o «señas de identidad».

Quienes, en aquellos años de revueltas políticas, más o menos apreciaban los anuncios del declive y aún derrumbamiento de la Unión Soviética, y de las postrimerías postmodernas de los «grandes relatos», levantaban sin embargo la bandera o las pancartas de la identidad. «¡Reivindicamos la identidad del pueblo kurdo!», o bien: «¡Defendamos la identidad de Euskalherría!», o la «identidad armenia», o la chechena, &c. Esta defensa de la identidad, asociada generalmente a grupos sociales designados ideológicamente como «comunidades», se llevaba a cabo presuponiendo que la identidad era el atributo más profundo, en realidad absoluto, que cualquier proyecto político, moral o ético debía reivindicar. Apelar a la identidad era una última ratio, considerada ella misma como inapelable. Los kurdos, los chechenos, los armenios, los vascos, los aimaras –también los catalanes, los gallegos, los corsos, los irlandeses, los croatas, los serbios, los bosnios, los maoríes, los hutus...– reclamaban la identidad de su comunidad, de su cultura, de su «comunidad cultural». La reclamación de su identidad era considerada como un «imperativo sacrosanto», que todos, se suponía, habrían de reconocer. En todo caso, los atributos de la identidad (lingüísticos, religiosos, culturales...) eran también reivindicados, pero en la medida en que ellos desempeñaban el papel de «señas de identidad»; es decir, no se justificaban tanto por sí mismos, sino como expresión de una identidad sacrosanta, se suponía, que alentaba tras ellos.

La crítica a la identidad, así entendida (como una «idea fuerza» suprema, unívoca, vinculada a la libertad, en cuanto a su potencia justificadora y reivindicadora), estaba planteada, en el artículo citado sobre los «Predicables de la identidad», como una crítica a la sustantivación de la idea unívoca de identidad. Y por ello la preocupación central de aquel artículo consistía en mostrar sistemáticamente la mayor cantidad posible de acepciones de la identidad, sobre todo si ellas eran no sólo diversas, sino incongruentes o incompatibles entre sí, sobreentendiendo que la simple constatación de esta diversidad sería el instrumento más eficaz, necesario y suficiente, para aniquilar las pretensiones metafísicas de quienes invocaban (o de quienes siguen invocando) a la identidad como razón ontológica suprema, capaz de justificar la realidad y aún la potencia de cualquier proyecto susceptible de acogerse a la Idea.

Es evidente que esta finalidad polémica facilitaba (por no decir: obligaba) a mantener el análisis de la identidad en una perspectiva eminentemente doxográfica, es decir, como análisis de las diversas acepciones emic de la identidad que pudieran determinarse en las más diferentes doctrinas jurídicas, científicas, religiosas, políticas, literarias o filosóficas, académicas o mundanas. Una perspectiva que además se ofrecía, de hecho, con una intención sistemática, puesto que no había por qué suponer que la diversidad doxográfica sólo pudiera exponerse desordenadamente, o a lo sumo, siguiendo un orden cronológico, geográfico o incluso alfabético. También era posible ensayar una exposición doxográfica ajustada a una determinada taxonomía que, para el caso (en el artículo de referencia), se inspiró en criterios gnoseológicos, en la determinaciones de la idea de identidad que pudieran constatarse en cada una de las nueve figuras –tres figuras sintácticas, tres semánticas y tres pragmáticas– del espacio gnoseológico.

Como quiera que la idea de los predicables, en la tradición porfiriana, se entendía precisamente como un análisis de los modos de identificación de los predicados con el sujeto, parecía muy plausible ensayar las posibilidades de tomar como criterios de clasificación de las acepciones de identidad las nueve figuras gnoseológicas, con la esperanza de encontrar, en cada una de ellas, una acepción o refracción característica de la propia idea de identidad.

Por otra parte se comprende, al menos retrospectivamente, la gran probabilidad de que la perspectiva sistemática, inspirada en el espacio gnoseológico, que se suponía incorporada al sistema del materialismo filosófico, pudiera enmarcar la perspectiva propiamente doxográfica del artículo de referencia, y justificar su interpretación como una «exposición doctrinal» de las ideas de Identidad y de Unidad.

De este modo el carácter taxonómico asumido por aquella exposición doxográfica pudo producir en muchos lectores la impresión de que se les estaba ofreciendo una doctrina sistemática de la identidad, desde las coordenadas del materialismo filosófico; pero esta impresión era engañosa y, en todo caso, la taxonomía doxográfica no tenía por qué «comprometerse» con los principios del materialismo.

¿Cómo evaluar el alcance ontológico de las diferentes acepciones analizadas en el ensayo taxonómico sobre los predicables de la identidad?

El presente rasguño sobre la Identidad y la Unidad pretende delimitar la idea de Identidad que, por contraste con la idea de Unidad, pueda considerarse más comprometida, salvo mejor opinión, con los propios «principios» del materialismo filosófico. En consecuencia, en modo alguno cabe interpretar el ensayo presente como un «resumen» del anterior artículo sobre los predicables de la identidad que, por otra parte, tomamos como presupuesto doxográfico.

La posibilidad de delimitar las ideas de Identidad y de Unidad, cuando queremos analizarlas desde el punto de vista de la ontología, requiere también fijar criterios metodológicos estrictamente materialistas, y no solamente doxográficos.

2. No es nada fácil establecer los criterios metodológicos capaces de diferenciar el análisis de las ideas de Unidad y de Identidad, tal como se ofrecen desde la perspectiva de la ontología tradicional (especialmente la de tradición aristotélica y escolástica, en sentido ampliado, que envuelve a los grandes sistemas escolásticos «modernos», tales como el kantiano, el hegeliano, el husserliano y aún el heideggeriano), y el análisis de las ideas de Unidad y de Identidad inspirado en la ontología materialista.

Acaso la diferencia más importante, tanto desde el punto de vista semántico como desde el punto de vista pragmático, sea la que pueda mediar entre las pretensiones de imparcialidad o de neutralidad de las metodologías que reivindican, en nombre de la verdad, los escolásticos tradicionales o modernos (neutralidad ante disyuntivas tales como materialismo/espiritualismo, o bien realismo/idealismo, o bien ateísmo/teísmo) y el reconocimiento, por parte del materialismo, de un partidismo metodológico, que no quisiera confundirse con el parcialismo propio de los «doctrinarios autistas», que prefieren ignorar o despreciar las posiciones de los adversarios. Pues el partidismo no consiste en ignorar o despreciar a los adversarios, sino en definirse dialécticamente en función de ellos. Y esta pretensión «dialéctica» lleva a la metodología de la «toma inicial de partido», como condición para la posibilidad misma de la argumentación ante disyuntivas del estilo de las citadas (por ejemplo, una toma de partido inicial por el materialismo, el realismo o el ateísmo). Se supone también, desde luego, que este partidismo metodológico inicial (que escandaliza a las metodologías de la filosofía ordinaria, más tolerante, comprensiva y aún democrática), en cuanto contradistinto del parcialismo fanático, deja abierta la eventualidad a una rectificación, en todo o en parte, de las propias tesis partidistas iniciales.

La actitud de neutralidad o de imparcialidad metodológica que atribuimos a la ontología tradicional o, si se prefiere, a la metafísica (en honor de Aristóteles, o de Espinosa, o de Hegel), incluye sin duda componentes subjetivos o pragmáticos muy importantes («antes de tomar partido conviene considerar sin prejuicios el estado de la cuestión», o bien: «vayamos a las cosas mismas, dejando aparte todo prejuicio»), pero no se funda en ellos. Para atenernos a las corrientes mejor definidas en la tradición: la neutralidad de la metafísica general (como doctrina jorismática respecto de las cuestiones propias de la metafísica especial, a la cual van referidas las disyuntivas que hemos citado: espiritualismo/materialismo, teísmo/ateísmo, &c.) pudiera derivarse de la doctrina misma que supone que las ideas de Unidad y de Identidad han de entenderse ante todo como modulaciones de otras ideas envolventes, y muy especialmente de la idea de Ser.

Una idea que fue erigida en la idea primitiva y originaria, en los estadios primeros de la metafísicas presocrática, por la idea eleática del Ser (όν) –heredera a su vez de la idea de unidad pitagórica, o de la idea de arjé, como principio único de los milesios–. Una idea llamada a ser utilizada ampliamente, no sólo por el materialismo corporeísta del atomismo democríteo (los átomos entendidos como seres eleáticos, eternos e indivisibles, sólo que «flotando» en el vacío, interpretado como «no-ser», «μη-όν») sino también por el espiritualismo platónico (al menos en la interpretación de Natorp). No podemos olvidar que entre las cinco Ideas primitivas propuestas por Platón ocupa el primer lugar la Idea de Ser (όν), a la que luego siguen las Ideas de στάσις, κίνησις, ταύτόν, έτερον (Reposo, Movimiento, lo Mismo y lo Otro).

Y, por su parte, la Idea de Ser mantiene su primacía en el realismo pluralista aristotélico: un Ser que, sin embargo, no es una idea unívoca sino análoga («que se dice de muchas maneras»), al que muy pronto le fue asignado el papel de «objeto» o «asunto» de la filosofía primera –lo que luego se llamó metafísica general–. Es decir, el ser como acto puro, el ser de las sustancias inmóviles (entendiendo la inmovilidad en el terreno de la sustancia, y no en el terreno del «movimiento denso» (continuo) que afectaba a las categorías de la cantidad, de la cualidad y del ubi). Dejamos aquí de lado la cuestión de la reinterpretación del sustancialismo pluralista de Aristóteles, como una reformulación en el terreno del hilemorfismo, del atomismo del Demócrito, como expresión «distante» del pluralismo metafísico. La «justificación» acaso más estricta de la metodología neutralista no reside tanto en consideraciones pragmáticas («necesidad del diálogo», tolerancia democrática a las opiniones ajenas...) sino consideraciones que tienen que ver con la misma naturaleza atribuida al Ser, que se supone envolviendo a distancia a todas las demás ideas, y entre otras a las ideas de unidad y de identidad.

Nos referimos a la concepción del ser, propia de la metafísica general, como ser común, trascendental e indiferente, a las determinaciones (presentes en la Metafísica especial: en la Cosmología racional, en la Psicología racional, incluso en la Teología natural, que Ch. Wolff, siguiendo una tradición que se remonta a Domingo Gundisalvo, incluyó en la Metafísica especial) tales como las que se dan en las oposiciones finito/infinito, corruptible/incorruptible, divino/humano, espiritual/material, ideal/real... Se trata del Ser como (según se dirá más tarde) objeto formal del entendimiento humano, como primum cognitum, desde un punto de vista no sólo ontológico sino también genético-epistemológico. Es el ser indiferente («neutral») necesariamente confuso o borroso, porque ni siquiera puede alcanzar a sus determinaciones subjetivas (mentales) vinculadas al primum cognitum, puesto que este ser como primum cognitum envuelve también al ser real o extramental.

Esta cuestión –aunque giraba en torno al concepto de ser más que a los principios– estaba vinculada sin embargo a la cuestión sobre los primeros principios del conocimiento científico o filosófico, planteada especialmente en torno al debate acerca del primado del principio de no contradicción o bien del principio de identidad (primado defendido por los escolásticos modernos, cuyo precursor –recogiendo tradiciones del escotismo y del occamismo– habría sido Francisco Suárez).

Pero lo que verdaderamente nos importa aquí es esto: que el ser común, el ser trascendental, precisamente por desbordar o trascender todas sus determinaciones, nos arroja a una perspectiva ella misma imparcial. Por ejemplo:

(1) Entre las oposiciones tan importantes como la que se propone en la distinción entre el Ser real y el Ser de razón, el Ser común, en la época anterior al idealismo, contendrá también al Ser de razón, y lo contendrá como una determinación más del Ser (porque el ser de razón, en cuanto ser, tiene la realidad del mismo Ser). Santo Tomás dice (I,85,2): «Et sic species intellecta secundarie est id quod intelligitur; sed id quod intelligitur primo est res, cujus species intelligibilis est similitudo.» Manser (La esencia del tomismo, CSIC, Madrid 1947, pág. 300) comenta así este texto: «La primera idea del ser excluye que el sujeto cognoscente conozca primero la idea de ser y luego saque de ella el conocimiento del ser, como han afirmado siempre los subjetivistas. Porque antes de que pueda conocer la idea de ser, tiene que haber conocido algo, es decir, el ser, pues, de lo contrario, tampoco puede tener ninguna idea del ser. Por eso es muy verdadero que el objeto del primer conocimiento, es decir, el ser, tiene que ser extramental, real.»

Esta conclusión, decimos por nuestra parte, sólo mantiene su fuerza cuando «se pide el principio», al modo del realismo, del primado del ser real; si «se pide el principio» al modo del idealismo, del primado del ser de razón, la conclusión sería: «por eso es muy verdadero que el objeto del primer conocimiento, es decir, el ser, tiene que ser intramental, de razón

(2) Otro tanto diríamos de la disyuntiva entre el ser (exclusivamente) material (del materialismo) y el ser (exclusivamente, es decir, no asertivamente) espiritual (del espiritualismo). El ser común o trascendental se mantiene «neutral» o indiferente, a distancia, ante el materialismo o el espiritualismo; la unidad o la identidad, como atributo del ser, afecta tanto a la materia como al espíritu.

(3) Análogamente procederíamos ante la disyuntiva teísmo/ateísmo: la unidad y la identidad como atributos del ser afectan tanto a Dios como a las criaturas.

Según esto parece evidente que cuando asumimos la perspectiva trascendental, desde la cual consideramos al ser como análogo –aquella perspectiva que según Aristóteles se alcanza por el entendimiento cuando éste logra elevarse al «tercer grado de abstracción», que deja de lado toda materia para atenerse al ser precisiva o positivamente inmaterial, y por ello puede actuar en un grado de abstracción más alto que el segundo, el de la abstracción matemática, que deja de lado la materia sensible para atenerse a la materia inteligible y que, a su vez, viene después del primer grado de abstracción, que deja de lado la materia individual y se atiene a la materia sensible–, asumimos también una perspectiva neutral o imparcial, al menos si dejamos de lado las «peticiones de principio» similares a las que hemos advertido en la cuestión de la disyuntiva entre el ser real y el ser de razón. En cualquier caso, la perspectiva trascendental abriría el camino a una ontología general o tratado del ser, previo a las ontologías especiales (que en sistema de Wolff se repartían en los tratados sobre el Mundo, sobre el Hombre y sobre Dios).

A lo sumo habría que añadir: abrirá el camino a una ontología general pluralista, es decir, la que presupusiera la pluralidad de los seres (entes) y las diversas maneras de decir el ser. Cuando este pluralismo no fuera presupuesto, sino incluso rechazado, la viabilidad misma de una ontología general quedaría comprometida. Tal habría sido el caso de la ontología eleática. A partir de la concepción monista absolutista del ser, Parménides se habría visto imposibilitado para desplegar (más allá de un Poema que abarca algunas docenas de hexámetros) una ontología general. El eleatismo sólo podrá desbordar la disyuntiva (1), entre el ser real y el ser de razón, postulando que «ser y pensar son lo mismo».

Pero no podría siquiera establecer razonadamente, deductivamente, la determinación del ser como uno (según el principio ens et unum convertuntur). La unidad del ser no puede ser deducida del ser de Parménides, sólo postulada. Si unidad (trascendental, no ya sólo numérica) significa el ser «en cuanto es indiviso en sí mismo y diviso (o distinto) de cualquier otro» es porque presuponemos que el ser es simple (sin partes, y único), un ser tal como el que pudiera predicarse de los entes espirituales y, sobre todo, del ente divino de Aristóteles.

En el supuesto del ser eleático no cabe afirmar trascendentalmente que el ser sea indiviso en sí, porque la continuidad del ser está implícita en su Idea –«lo ente toca a lo ente»–. Por tanto, habría de ser postulada «gratuitamente». En efecto, el ser eleático no puede oponerse a ninguna división del ser, porque esta no cabe en él; tan solo podría tener sentido una división respecto del no ser (que es lo que Parménides supone al reconocer las dos vías que le propone la diosa, la del ser y la del no ser). Pero el propio Parménides declara la vía del no ser como impracticable.

El no ser no es nada; el vacío, que algunos consideran, todavía hoy, como la manifestación física del no ser (por su veraz apariencia), es en realidad una apariencia falaz, y aquí descansa aquello que Hegel llamó «acosmismo de Parménides». La contraposición eleática entre el ser y el no ser, incluso la definición del ser por la negación del no-ser (que sería defendida, en su momento, por Duns Scotto y su escuela, con la consecuencia de la ecualización unívoca de todas las diferencias entre los entes, por su común oposición al no ser) o del ser como «presencia ante la nada» (que prefigura la tesis del «ser para la muerte» como «sentido del ser» de Martin Heidegger, antiguo novicio jesuita, buen conocedor de Duns Scotto), carece de sentido desde la perspectiva del monismo eleático.

Recuperará su sentido con el pluralismo de Demócrito, pero al precio de reinterpretar el vacío (κενος) como no-ser (μη-όν), contraponiéndolo a los átomos en función de entes eleáticos (indivisibles, ingénitos, &c.) multiplicados infinitamente.

Desde el pluralismo, Platón habría advertido la conveniencia de «englobar» en el heterón (opuesto al tautón) tanto al no-ser absoluto (en el contexto ser/no-ser) como al no-ser relativo (en el contexto ser/ser). Porque el ser diviso de otro ser ha de ser algo posterior al ser uno. Suárez, sin embargo (Disputación 4,1,16-17), sugirió que la división o distinción del ente respecto de cualquier otro no entraña formalmente «la razón de uno», porque así como no puede convenir al ente uno que sea otro, necesariamente le conviene para no ser otro, es decir, distinto de cualquier otro.

Se discutió ampliamente en las escuelas si la razón de uno (la unidad trascendental del ser) era adecuadamente positiva (tesis atribuida a una «tradición avicenista», seguida por los franciscanos –San Buenaventura, Alejandro de Hales, Scoto–) o si lo que lo uno añadía al ser era propiamente algo negativo (tesis atribuida a la tradición tomista, a Capreolo y a Cayetano, pero también a Fonseca y Suárez).

En cualquier caso, y reconociendo el ser como primum cognitum (no sólo en sentido genético, sino también en sentido lógico y gnoseológico), la metodología de la ontología general o metafísica general de Wolff (con muchos precedentes, incluyendo en ellos a Gundisalvo, a Bacon, a Leclerc, a Hurtado de Mendoza, &c. –remitimos a nuestro prólogo al Diccionario Filosófico de Pelayo García Sierra), se desarrolló caudalosamente por vía deductiva (more geometrico); lo que no tenía nada de extraño si se mantuviera el supuesto de que el entendimiento humano «respirando desde el principio en el ser trascendental», una vez alcanzado el tercer grado de abstracción, abriera la puerta a un análisis cuasi a priori, puesto que cualquier determinación del ente habría de darse necesariamente «en el ser». Es decir, en las virtualidades que el Ser encerraba, aunque sólo pudieran ser determinadas históricamente tras seculares debates entre los cultivadores del mismo campo.

Así, después de establecer y declarar la «idea confusa» del ser común primum cognitum en sus atributos trascendentales –ya fuera en sí mismo (esencia, existencia, unidad), ya fuera en relación a otros, o bien porque se distinguía de ellos («cosa» o res, algo, aliquid) o bien porque se mantiene en conexión con ellos (con el entendimiento, verum, o con la voluntad, bonum)– la «escuela» pudo ir desplegando la idea de unidad, por oposición a la idea de multitud o pluralidad. Despliegue de los diferentes géneros de unidad: unum per se/unum per accidens; unidad de simplicidad/unidad de composición; unidad real/unidad lógica; unidad trascendental/unidad predicamental. Y, dentro de esta, las modalidades correspondientes a la unidad numérica y al concepto de número, la unidad individual y el concepto de individuo; y, de aquí, el planteamiento de la cuestión sobre el principio de individuación, tanto de las sustancias como de los accidentes.

Asimismo la unidad y la multitud se presentaban como involucradas en las ideas de identidad y de distinción, semejanza y diversidad, igualdad y desigualdad. La unidad tendía a entenderse como la indivisión propia de cualquier ente real, como la imposibilidad de división de un ente en sus partes sin destruir su sustancia o su esencia.

La identidad, en cambio, sería presentada con frecuencia (citando a San Agustín, in Psalm., 121-5) como idea que «todos sentimos» –sentir en su acepción objetiva, que constatamos en la expresión de la lengua española «he sentido abrirse la puerta»–) como opuesta a la idea de distinción formando con ella un par (según Santo Tomás, en sus comentarios a la Metafísica, libro quinto, lectio 12, initio) vinculado a la sustancia (idem quae est unum in substantia [lo que implica que la distinción es entendida, ante todo, como distinción de sustancias], como lo semejante y lo desemejante, se vinculan a la cualidad, y lo igual y lo desigual a la cantidad).

La identidad, tal como era tratada en la tradición escolástica, por tanto, parecía presuponer a lo uno, pero en cuanto tiene que ver con la distinción con otros entes unos. Algunas veces parece que el fundamento de la identidad fuera la unidad: lo que añadiría a la unidad la identidad sería alguna comparación con los otros. Pero la ambigüedad de la idea de identidad, en la tradición, era la norma; ambigüedad que se manifestaba también en el lenguaje ordinario.

En español, «idéntico» apunta inequívocamente a la identidad esencial, cuando utilizamos el término idéntico como adjetivo: «este individuo es idéntico a mi primo», o bien: «este mueble es idéntico al que tengo en mi casa». Idéntico viene a significar el grado máximo de semejanza entre el original y sus «clones». Urráburu dice (en su Ontología, §98, comentando a Aristóteles y a Santo Tomás): Fundamentum itaque identitatis est unitas, neque enim affirmari unum de alio potest, nisi ambo sint unum... videtur addere supra unitatem comparationem ac relationem aliquam. Sin embargo, esta acepción de identidad (que es aliorelativa) no concuerda con el significado del término cuando se toma en sentido reflexivo (que apunta a la identidad sustancial, como es el caso, por ejemplo, de «no se ha logrado establecer la identidad del atracador»). El diccionario de la RAE, edición 22, recoge ambas acepciones, sin preocuparse de su contradicción.

Esto sugiere una correspondencia de la unidad de los aristotélicos con el tautón platónico, y de la identidad de los aristotélicos con el heterón platónico, aunque entendiendo este heterón dialécticamente, no como una mera negación del tautón, sino como una negación por la que se define la unidad que incluso se especifica por él (en el lenguaje político: «ser de izquierdas es no ser de derechas»).

La identidad se analizaba ulteriormente distinguiendo la identidad de razón («Pedro es idéntico a Pablo según la razón de hombre») de la identidad real («Pedro es hombre»). La identidad de razón se subdividía en genérica y específica; como intermedio entre la identidad real y la identidad de razón introducían los escotistas la distinción formal ex natura rei (más próxima a lo que otros llamaban distinción virtual o distinción de razón raciocinada, en cuanto contradistinta a la distinción de razón raciocinante).

La distinción formal, como la identidad formal, se tomaba en razón de la identidad. Se concebía como una distinción que aunque no estaba en acto (puesto que requería la «intervención de la mente»), sin embargo no brotaba de la razón (ex ratione), sino de la realidad (ex natura rei). Se explicaba acudiendo a la teoría de las formalidades implicadas en los entes reales.

Según esto la identidad no se establecería sólo entre cosas, sino entre formalidades de la misma cosa, como pudieran serlo los llamados grados metafísicos (tales como «cuerpo», «viviente», «animal», «racional», en el hombre). El autor principal de la doctrina de las formalidades fue el franciscano Antonio Sirectus (muerto en 1490, y autor de Formalitates moderniores de mente clarissimi doctoris Scoti, 1520), conocido como Magister formalitatum. También Juan Ponce (el irlandés John Punch, 1603-1672/73, otro franciscano, en su Integer philosophiae cursus ad mentem Scoti, 1643) se ocupó ampliamente de las formalidades y distinguió tres géneros de identidades positivas: primero el de aquellos entes que pueden existir por sí, sin otros, como entes completos, tales como Pedro y Pablo; segundo el de aquellos entes que no pueden existir independientemente, pero pueden llegar a transformarse en otros según sus capacidades (es el caso de las relaciones y de otros accidentes); y en el tercer género se colocaban aquellos entes que no pueden ser por sí independientes ni transformarse por sí mismos en otros, como son los grados metafísicos (animalidad, racionalidad, naturaleza, individuación). Y, dice Ponce, se llaman formalidades a los entes del tercer género, en cuanto que la forma denomina formaliter al sujeto en el que ella está, como la blancura (albedo) a la pared, o la animalidad a Pedro en cuanto animal. Y se llaman formalidades, y no formas, para diferenciarlas de las formas propias que se distinguen realmente de los sujetos.

Otros muchos análisis de la identidad encontramos en la literatura escolástica. Por ejemplo la distinción entre la identidad adecuada (la identidad del todo con el todo, como por ejemplo, la identidad entre «hombre» y «animal racional») y la identidad inadecuada, que es la que se establece entre el todo y alguna parte suya (como es el caso de la identidad del hombre con el animal). Se reconocía la posibilidad de grados de semejanza (la semejanza podía ser perfecta o imperfecta) y se contraponía a la diversidad (las cosas disímiles que no tienen similitud o conveniencia) y a la diferencia (entre las cosas que en parte convienen y que en parte discrepan).

3. La «época moderna» fue dejando de lado los análisis escolásticos de las ideas de unidad y de identidad que, durante siglos, se pusieron bajo la jurisdicción de la ontología o metafísica general. El «objeto propio» de esta ontología general, como hemos dicho, era precisamente el Ser, en su acepción de ser común o trascendental, investigado, con «plena y necesaria imparcialidad», respecto de cualquier referencia concreta, desde su propio «horizonte». Los resultados de la investigación serán las determinaciones posibles de las ideas o atributos trascendentales del ser. Ideas tales como algo, realidad («cosa», relacionada con causa), bondad, verdad, incluso belleza (ens, unum, aliquid, res, bonum, verum, pulchrum).

Acaso lo más característico del análisis de las Ideas de unidad y de identidad al que llegaba la ontología general o metafísica general podría cifrarse en su proceder teóricamente libre de la consideración de cualquier tipo de referencias que, a lo sumo, podrían figurar a título de ejemplos didácticos, pero no a título de «pruebas». En efecto, la unidad y la identidad pretendían ser definidas a partir de la misma idea de ser común, en sus modulaciones. Cuando, por ejemplo, el Ser se consideraba como indiviso en sí, alcanzaría la idea de unidad, y cuando el Ser uno se considerase distinto de otros seres nos conduciría hacia la idea de identidad. Las «demostraciones» racionales de los resultados de este análisis de la idea de Ser (al margen de toda referencia) pretendían mantenerse independientemente de cualquier determinación referencial, independencia exigida, por otro lado, por el mismo «horizonte del Ser».

Al Ser trascendental se le concedía, en efecto, la capacidad suficiente para «borrar», desdibujar o «ecualizar» con su luz cualquier ente determinado. Por tanto, cualquier referencia cuyas peculiaridades ontológicas habría que suponer a priori, recogidas en el Ser, como determinaciones internas suyas. Por ello los ejemplos o las referencias, en la metafísica tradicional, representaban siempre una paradoja insalvable, que sólo podía resolverse atribuyéndoles un papel meramente pragmático (didáctico o dialógico), pero no demostrativo en el terreno sintáctico o semántico.

Este proceder habría sido lo que confirió al método escolástico de análisis metafísico general el aspecto de un discurso apriorístico, mejor dicho, jorismático, es decir, separado de cualquier referencia tomada de la metafísica especial (es decir, de la Pneumatología, de la Cosmología o de la Teología natural). Un aspecto jorismático o apriorístico similar al que, en su género, correspondía al discurso geométrico respecto de la realidad física, al menos tal como lo concibieron algunos geómetras (Von Staudt, por ejemplo), que consideraron a las figuras gráficas como meros recursos didácticos válidos para principiantes, pero indignos de una geometría racional pura.

Quienes, asombrados críticamente, desde coordenadas positivistas, de los métodos jorismáticos que parecían constitutivos de la por otra parte caudalosa en novedades metafísica general escolástica (en el sentido amplio en que utilizamos esta expresión), no por ello se atrevían a impugnar siempre, en bloque, los resultados de los análisis escolásticos. En consecuencia, tenían que concederles algún apoyo empírico referencial. Era obligada la tarea de buscar estos apoyos. Una gran corriente crítica creyó haberlos encontrado en «el lenguaje».

De este modo, a las preguntas: ¿de qué se ocupa en realidad la metafísica general escolástica?, ¿de dónde saca sus caudalosos contenidos?, podría responderse: del lenguaje, una vez rechazada la autoconcepción de la metafísica como «ciencia del ente en cuanto ente», que toma al ente, en palabras de Francisco Suárez (Disputación 2,4), como «predicado esencial».

El positivismo antimetafísico sólo encontraba una respuesta: «la metafísica general no se ocupa del ser, sino del lenguaje que habla del ser». Esta conclusión sería interpretada por algunos en sentido peyorativo («la Metafísica es mera palabrería, logomaquia», que son las acusaciones que Schopenhauer, Popper o Piaget dirigían aún contra Hegel). Otras veces, en cambio, el sentido de esta conclusión no era peyorativo, sino que, por el contrario, llegaría a asumir el tono de una «veneración». No se alejó mucho de esta perspectiva el propio M. Heidegger cuando se le ocurrió definir a la poesía como «la fundación del ser por la palabra».

La metafísica general se ocuparía por tanto del análisis de ciertos dominios léxicos (la constelación léxica que contenía términos tales como ser, ente, unidad, identidad...), delimitada en un lenguaje natural históricamente dado (sánscrito, griego, latín, español o alemán), o bien en algún lenguaje artificial ad hoc, como pudiera serlo el Álgebra lógica de relaciones (que pretende definir, de modo definitivo, la idea de identidad mediante la fórmula que contiene la «constante I» de identidad: [(x)xIx].

La metafísica general (a veces la lógica, en cuanto mímesis, en expresión de Aristóteles, de la metafísica) se ocuparía del análisis lingüístico, y también del dibujo de las filigranas, arabescos o logomaquias que brotan del seno de los lenguajes. La «teoría de las Ideas» de Platón, por ejemplo, habría que entenderla como un «análisis de los clasemas» de la lengua griega clásica. Otros afirmarán que a las diferentes lenguas corresponderán diferentes metafísicas o «concepciones del Mundo». ¿Acaso es posible hoy la metafísica, llegará a preguntar Heidegger, al margen de la lengua alemana? A raíz de la victoria, en la Segunda Guerra Mundial, de los aliados angloparlantes se consolidará la llamada «filosofía analítica», entendida como «análisis del lenguaje», pero practicada en función de la lengua inglesa, bajo la inspiración de la célebre sentencia 5.6 del Tractatus de Wittgenstein: «Los límites de mi lenguaje son [significan, bedeuten, mean] los límites del mundo.»

No entramos aquí en la cuestión del intento de reducción de la metafísica general al terreno del análisis de los lenguajes naturales o artificiales. Tan solo señalamos el estrecho parentesco entre este proyecto de reducción y la perspectiva epistemológica que (en cuanto contradistinta de la perspectiva gnoseológica) giró siempre en torno a la oposición S/O. La llamada filosofía lingüística aprovechará, en efecto, las posibilidades de «positivizar» el sujeto S en el campo del lenguaje utilizado por S (o por los S1, S2, S3... Sn); y no hay que olvidar que la oposición sujeto/objeto fue el eje en torno al cual había girado el idealismo alemán, desde Kant a Fichte, o Schelling (sobre todo en el sistema que éste llamó «filosofía de la identidad»).

Pero nos parece conveniente advertir (con referencia a los «lenguajes naturales») que el intento de reducción de S al lenguaje constituye una petición de principio, porque el lenguaje de un S dado, sobre todo como lenguaje dialógico (Si/Sj) requiere siempre, salvo apelar a la telepatía, el trato con las cosas corpóreas, con los objetos O (Wörten und Sachen). El reconocimiento de este punto equivale a impugnar la tesis de que la palabra Ser (o Ente) expresa originariamente la idea subjetiva de Ser o de Ente, y no una idea objetiva (la del ser común a las cosas objetivas reales y a los sujetos que, en su pensamiento, están en contacto con ellas). Este era el fondo de la tesis tomista del Primum cognitum, a la que antes nos hemos referido.

Y en cuanto a los lenguajes artificiales, me limitaré a recordar aquí la crítica del propio Wittgenstein (Tractatus, 5.5302-5.5303) a la definición de identidad de Russell, mediante el signo «=», utilizando los recursos de la lógica algebraica. Es obvio –dice– que la identidad no es una relación entre objetos, como se ve claro al considerar la proposición «(x):fx.⊃.x=a». «Decir que dos cosas son idénticas es un sinsentido y decir que una cosa es idéntica consigo misma no es decir nada».

Añadiremos por nuestra parte: no es decir nada cuando nos referimos a una cosa o ente individual absoluto, que tiene «en el Ser» la estructura ontológica de una sustancia aristotélica, puesto que, en este caso, la relación de identidad del ente (cosa, objeto) consigo mismo es una relación de razón (que supondría el «desdoblamiento ideal» de la cosa en los dos objetos entre los que ponemos la identidad); y la relación de razón es una no-relación (real). Pero todo cambia si tomamos como referencia, no cualquier ente-sustancia que se nos ofrece «en el tercer grado de abstracción» (en el cual está implantado el propio Wittgenstein, cuando utiliza los términos Dingen o things), sino una cosa corpórea individual, como pueda serlo la molécula de alanina o el rectángulo del «grupo de transformaciones del rectángulo». En este caso la transformación idéntica I, correspondiente a su rotación de 360º, que deja invariante al rectángulo (o bien, el producto de dos transformaciones sucesivas AxA=I, de 180º), nos ponen delante de una identidad real, a saber, la identidad propia de las transformaciones idénticas que no van referidas a sustancias o cosas inmóviles (aunque fueran rectangulares), consideradas «en sí mismas», sino a cosas rectangulares, en este caso, que se mueven por rotaciones o giros. Lo que ocurre es que, en estos casos, más que hablar de relaciones de identidad entre objetos (o entre un objeto inmóvil y él mismo) tendríamos que hablar de conexiones entre las partes de ese objeto (el rectángulo del ejemplo), es decir, de las conexiones entre sus vértices, lados, ángulos, semirectángulos, &c. Conexiones que mantienen invariante la estructura del rectángulo y que más que la identidad del mismo expresan su unidad, la unidad topológica de sus partes en el curso de las transformaciones idénticas del grupo (que no son por sí relaciones, sino operaciones).

 

El Catoblepas
© 2012 nodulo.org