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El Catoblepas, número 123, mayo 2012
  El Catoblepasnúmero 123 • mayo 2012 • página 2
Rasguños

Las Fuerzas del Trabajo
y las Fuerzas de la Cultura

Gustavo Bueno

Publicado en la revista Argumentos (Madrid),
nº 8, enero 1978, páginas 29-40.

Nuevas fuerzas de la cultura irrumpen en la lucha, Mundo Obrero, Madrid 30 de mayo de 1971

I
Introducción

El concepto de «Fuerzas del Trabajo y de la Cultura», presentado por Santiago Carrillo en Nuevos enfoques a problemas de hoy, Praga, B. I., junio 1967, págs. 95-ss) y utilizado en un contexto más amplio en su obra madura Eurocomunismo y Estado (Barcelona, Grijalbo, 1977, págs. 121-129, &c.), discutido ampliamente en el seno del Partido Comunista de España (en Revolución y Cultura, nº 2, febrero 1970; nº 3, abril 1970, o nº 4, junio 1970; nº 6, febrero 1971; nº 8, julio 1971; nº 10-11, julio 1972, &c., encontramos testimonios de estos debates) así como también fuera de él (por ejemplo, desde posiciones «tradicionalistas», José María Galán en Cuestiones varias del carrillismo, Madrid, Futuro, 1976, págs. 31-39); presupuesto como concepto fundamental para la elaboración de la nueva línea política del Partido (por ejemplo, el informe firmado por Emilio Quirós, Nuevas características del Frente teórico y cultural, contenido en las Actas del VIII Congreso, Bucarest 1972) así como para la interpretación de los sucesos políticos cotidianos («Nuevas fuerzas de la cultura irrumpen en la lucha» es el título de la primera página del Mundo Obrero de 30 de mayo de 1971; «Fuerzas de la Cultura en Acción», M. O., 28 de marzo de 1974; &c.) e incorporado al Manifiesto Programa de 1974, es, sin embargo, considerado con cierto recelo por otros muchos comunistas. Estos, reconocen en él acaso más la condición de un «concepto coyuntural» (mimético –el Mayo francés, la Revolución Cultural China–, oportunista –el aprovechamiento del potencial de protesta universitaria de la última fase del franquismo–, &c.) que la de un «concepto científico» (en el artículo de Daniel Lacalle, «Sobre los trabajadores intelectuales», en Materiales, nº 4, julio-agosto 1977, el término «trabajadores intelectuales» aparece claramente como sustitutivo del término «fuerzas de la cultura»).

Las reflexiones que siguen están destinadas a profundizar, a propósito del concepto de «Fuerzas del Trabajo y de la Cultura», en la naturaleza dialéctica de los «conceptos fundamentales» de la concepción marxista, mediante un tratamiento filosófico de los mismos. Mi tesis (seguramente muy ortodoxa, por lo demás, al menos en un principio) podría resumirse de este modo: los conceptos fundamentales del marxismo constituyeron un sistema dialéctico, y, por tanto, la alteración o modificación de alguno de ellos no solamente repercute en el conjunto del sistema sino que, a la vez, el alcance de la modificación sólo puede ser medido desde el sistema entero.

Pero cuando ocurre que una «modificación» –o la introducción de un concepto nuevo– ha sido el resultado (como es el caso, supongo, del concepto de «Fuerzas del Trabajo y de la Cultura») no de una ocurrencia gratuita, subjetiva o bien oportunista, sino de una exigencia objetiva, y no precisamente «coyuntural», entonces hay que pensar que es el «sistema» íntegro aquello que está modificándose. Hay que pensar que el nuevo concepto no será sólo una modificación de detalle, o un desarrollo particular de los principios (algo así como la determinación de «nuevos decimales» en los pesos atómicos) porque entonces esa modificación o ese desarrollo ni siquiera serían comprensibles en su verdadero significado. No se trata, a nuestro juicio, de una mera «cuestión semántica» (como decían los procuradores de las Cortes franquistas): no se trata de una denominación que pueda ser sustituida por otra; se trata de un concepto que (aunque fuera designable por otro nombre) ha abierto un determinado hueco en el sistema que no puede fácilmente acortarse, ampliarse o modificarse sin repercutir en el sistema en su conjunto.

La introducción del concepto de «Fuerzas del Trabajo y de la Cultura» tiene, según esto, para nosotros, el valor de un testimonio, el testimonio de ese cambio global de lo que podríamos llamar «sistema clásico» de los principios marxistas. Y si el sistema entero está cambiando, reorganizándose –entonces, recíprocamente, habrá que concluir que el concepto particular es intrínsecamente oscuro o difuso (por así decir: que ha dejado de ser posible definir su «ecuación dimensional») como lo será también forzosamente cualquier otro concepto alternativo (en nuestro caso el de «trabajador intelectual») propuesto por quienes, sin embargo, no desearían mantenerse encasillados en la rigidez dogmática de un sistema que resulta ser ya puramente escolástico.

En resolución, a propósito de estas reflexiones sobre los fundamentos del concepto de «Fuerzas del Trabajo y de la Cultura» y sobre su carácter «difuso» (y con esto queremos decir algo similar a lo que significaríamos al decir que era difuso, en virtud de su propia forma, el concepto de «Rayos X» en los tiempos de Roentgen, o el concepto de «extrañeza» en los tiempos de Nishijima) pretendemos demostrar que es el «sistema clásico» íntegro aquello que está mudando hacia un estado «difuso» y que, en modo alguno, cabe hablar hoy (salvo por inercia, o por envidiable ingenuidad) de «conceptos científicos del marxismo» en el estado actual en el cual el sistema clásico se encuentra. Nos parece imprescindible proceder a una crítica implacable que trate de llegar hasta los mismos fundamentos de los conceptos fundamentales del marxismo clásico que, en virtud de la variación de su marco originario, han quedado en una situación «flotante», «difusa», sin referencias ni ajustes precisos, se han «descontextualizado» («producción», «fuerzas productivas», «relaciones de producción», «hombre y naturaleza», «base-superestructura», «Estado», «clases sociales», «trabajo teórico», «aparatos del Estado», «teoría y praxis», «condiciones subjetivas y objetivas», «proletariado», «revolución», incluso: «comunismo»). Pero entonces, ¿qué significado puede tener el calificar de marxista o de comunista al propósito de quien comienza por declarar su proyecto de criticar trituradoramente los conceptos fundamentales del marxismo clásico? Mi respuesta (una respuesta que, por lo demás, me parece estar enteramente en línea, en su espíritu, con el espíritu de Eurocomunismo y Estado) sería de este tipo: el significado que pueda convenir a aquello que, sin embargo, pueda también declararse heredero del marxismo clásico, evolución interna del mismo –y, por consiguiente, algo distinto y aún opuesto a él. Ser fiel al marxismo, cuando las referencias del mismo subsisten, es asumir los principios y los conceptos del marxismo clásico, reconocer que la verdadera originalidad consiste entonces en mantenerse en tales principios (porque la originalidad verdadera no es una propiedad que pueda ser alcanzada por quien lo quiera, subjetivamente, sino por quien lo pueda y lo necesite –porque la necesidad de la variación brota de la variación de la materia). Ser fiel al marxismo cuando la materia ha cambiado será partir de los principios y conceptos marxistas y estar dispuestos a transformarlos (no solo a «transformar la realidad» con ellos, porque es la realidad misma la que ya ha sido transformada) incluso a darles la vuelta –a la manera como Marx fue verdaderamente hegeliano cuando dio la vuelta del revés a los principios de Hegel, y no porque buscase ser original, sino porque el material con el que había tomado contacto (el nuevo elemento, el proletariado) desbordada ya ampliamente el marco de los conceptos hegelianos. En realidad sospecho que el temor a plantear de este modo las cosas por parte de tantos comunistas se debe (al margen de las cuestiones de fidelidad, ortodoxia) a la influencia de un esquema lógico inadecuado en el que se estaría prisionero. Identificaríamos a este esquema lógico como un esquema «proposicionalista», axiomático (lógico-formal) según el cual el «sistema» del marxismo clásico estaría organizado como un conjunto de principios fundamentales (proposiciones, axiomas) inconmovibles, de suerte que, ante ellos, el marxista de hoy (definido como marxista precisamente porque comparte los principios fundamentales, sin que por ello pueda ser tachado de dogmático del mismo modo que tampoco puede ser llamado dogmático quien entiende y comparte los principios racionales de Newton) tiene como «trabajo teórico» la misión de desarrollar estos principios, derivar sus consecuencias, aplicarlos o interpretarlos. Y, si el sistema axiomático no se considera saturado, añadir alguno nuevo, o, lo que es más corriente, tratar de encontrarlo en los textos de Marx («ya Marx había formulado un concepto de máquina») o acaso de Lenin.

Constatamos así la situación casi desesperada de quienes creen tener que acudir a los supuestos axiomas marxistas aun reconociendo que en ellos no se encuentran criterios para tratar cuestiones actuales y que, por tanto, la reiteración de tales principios es poco menos que inútil, si descontamos su utilidad como «signo de identificación».

A nuestro juicio, la situación habría que plantearla de otro modo: el marxismo no es un sistema axiomático de principios, ni el materialismo histórico (con todos los respetos para Althusser) es una ciencia –lo cual no significa que no sea un sistema racional de conceptos o de ideas, una filosofía (lo que se llama «ciencia marxista» es la filosofía marxista en su forma académica). Este sistema de conceptos no tendrá entonces las características de los sistemas axiomáticos científicos, principalmente porque es abierto –no es un sistema cerrado, una ciencia (la Astronomía predice un eclipse con aproximación de milésimas de segundo; la teoría marxista, por muy teórico-práctica que sea, no puede predecir, ni con aproximación de lustros, la revolución en un país)– y, sobre todo, porque los conceptos se transforman en otros que a veces son opuestos a los conceptos clásicos y, sin embargo, deben seguir llamándose «marxistas» en atención a su génesis interna y sin necesidad de atenerse al contenido de la doctrina, del dogma.

Por ello, nosotros no pensamos tanto en una «nueva lectura» (no talmudista) de El Capital, ni siquiera en una «revisión» del mismo, cuanto en la transformación de los conceptos de El Capital exigida por la situación del presente, si realmente ésta es ya distinta respecto de la situación material en la que Marx estuvo envuelto. Y los conceptos, no por ser transformados y aun opuestos a los del marxismo clásico, serían menos marxistas, si pensamos en términos dialécticos efectivos (que incluyen precisamente el cambio, que aquí precisamente equivale al cambio de los conceptos) y no meramente verbales. Con esta fórmula además (creemos) no hacemos sino expresar el proceder efectivo del autor de Eurocomunismo y Estado.

Suponemos, esquemáticamente, que los «conceptos» –y, en especial, los conceptos fundamentales– no son meramente un reflejo especulativo (una imagen teórica, como la del espejo) de una realidad o materia. Puestos a utilizar metáforas, preferiríamos la analogía entre los conceptos y la aprehensión que, con las manos, se hace de una materia en el momento en que ésta es moldeada operatoriamente por aquellos. La analogía nos muestra aquí al concepto como si fuese una forma que introducimos (operatoriamente, prácticamente) en un material, conformándolo. Lo que ocurre es que este material está ya conformado previamente (no existe la materia prima, salvo como concepto límite o metafísico) y, por ello, el concepto es siempre un concepto que presupone conceptos anteriores, la forma es, en rigor, una materia considerada en relación con otras materias (forma y materia son «conceptos conjugados»). No hay conceptos primitivos, partimos siempre in medias res; toda conformación es una reorganización, toda definición es una redefinición, y de ahí la la necesidad de la Historia. Según esto:

1) Todo concepto que pueda ser formulado estará siempre dado en función de un material a su vez configurado previamente (marco material). Cuando se afloja el contacto con ese material o marco, el concepto se desvirtúa y pierde su significado, como lo pierde el concepto de «luz del orden de 4.861 Å», desvinculado totalmente del material «azul». Dentro de este concepto de material incluimos, desde luego, a los «intereses», a los múltiples impulsos, biológica o sociológicamente configurados del «material humano» y contrapuestos, de entrada, entre sí.

2) Todo concepto está en relación con otros conceptos de su escala («azul» en relación con «verde» o «amarillo» respectivamente). La relación de oposición binaria es sólo un caso particular.

3) Respecto de su material, y de los otros conceptos del sistema, todo concepto es necesariamente abstracto, es un fragmento o parte de un todo; por tanto, la apelación a la «realidad concreta» en la que necesariamente estamos siempre (y por ello tiene siempre algo de superfluo invocarla: lo que se invoca no es la realidad concreta sino «otra realidad») no podría entenderse como una alternativa distinta al uso de los conceptos abstractos. El «análisis» implica siempre conceptos abstractos, aunque ese análisis sea concreto y de una realidad concreta. En cierto modo, la expresión «análisis concreto de la realidad concreta», aparte de sus valores denotativos, no tiene mayor alcance conceptual que «la multiplicación numérica de los números multiplicados».

4) Sobre todo: la materia misma moldeada por el concepto no es una realidad quieta y fija, sino cambiante e incluso viviente. Por consiguiente, podemos afirmar que, tras un lapso de tiempo más o menos largo, determinado según las circunstancias particulares, los conceptos que moldean una materia dada serán rebasados y desbordados por esta –de donde la necesidad forzosa de nuevos conceptos que, en tanto proceden necesariamente de los anteriores, de su transformación, podrán legítimamente ser considerados de su misma estirpe.

5) La exposición de un nuevo concepto sólo tiene sentido cuando este aparezca en función, no solo de los conceptos precursores, «clásicos» (que, a su vez, habrá que remitir a un material propio) sino también cuando podamos determinar el nuevo marco material que, al mismo tiempo, habrá de ser presentado como aquello que está desbordando el concepto clásico, por medio del cual, en todo caso, pudo ser configurado.

II
Los conceptos precursores del sistema clásico

1. Marx (o bien: «los clásicos del marxismo») han organizado su sistema desde dentro de una situación material (que podemos tomar como el propio marco material de sus conceptos) bien conocida, a saber: la explotación casi infinita que el capitalismo en su fase del maquinismo (la revolución técnica, en cuanto contradistinta de la revolución científico-técnica de Bernal o Richta) necesita infligir al trabajador, al proletario. El ámbito del marxismo clásico podría definirse, según esto, por los mismos límites de una fase histórica que ha liberado inmensas fuerzas productivas y que, desarrolladas en el marco de una bien conocida estructura de relaciones de producción, ha acentuado hasta el extremo la explotación de los trabajadores industriales y, por supuesto, de los campesinos. Al aproximarse a este límite los trabajadores, a la par que siguen sometidos a la creciente explotación (crecimiento del ejército de reserva al variar la composición orgánica de capital, &c.) van adquiriendo conciencia de esta explotación y, a la vez, mediante la necesaria asimilación de la nueva tecnología, adquieren conciencia de su poder (la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo) organizándose como clase internacional. En alguna fugaz ocasión (la Comuna de París) llegan incluso a apoderarse del aparato del Estado y ensayan la primera forma de la dictadura del proletariado, por cierto, asombrosamente democrática. Pero, en cualquier caso, el marco material del marxismo clásico se superpone con la situación de la dominación de la burguesía, de la exacerbación de la explotación –por tanto, de la situación prerrevolucionaria cuyo límite ya se barrunta (gracias, en gran medida, al descubrimiento de los mecanismos de la plusvalía) aun cuando todavía no parece estar completamente maduro.

2. Uno de los conceptos más caracterizados del marxismo clásico es el concepto de la «división del trabajo en manual e intelectual». Este concepto y, sobre todo, el lugar central en el cual lo coloca el marxismo clásico, sería (me parece) incomprensible extraído del sistema contextual que lo envuelve rigurosamente y que, por cierto, suele permanecer escondido, incluso ignorado, por los expositores. Con ello, por cierto, la cuestión de la división del trabajo queda reducida, a lo sumo, al plano técnico de una división del trabajo, injusta sin duda, nociva para la salud física y mental de todos –pero sin que pueda advertirse en ello un nivel de problemática superior al de una problemática económica, biológica o ecológica, incluso terapéutica. Ahora bien: me parece que la importancia que han otorgado los clásicos del marxismo al concepto de esta división del trabajo puede comprenderse (y justificarse) muy bien solamente si la pensamos en función del sistema hegeliano y como precisamente uno de los puntos en los cuales este sistema está siendo vuelto del revés (el Umstülpung). Sólo desde esta perspectiva podemos advertir la importancia filosófica del tema; al margen de ella, el concepto de esta división se nos reduce al plano meramente «sanitario» pragmático-técnico, «positivista», tan importante, sin duda, como pueda serlo el tema de las ventajas de vivir en una atmósfera viciada o de respirar el aire libre, pero, al mismo tiempo, comparativamente ramplón. Al menos, para plantear el problema en este plano mitad médico, mitad moral (en el que todo el mundo estará, por lo demás, de acuerdo) no habría sido preciso el genio de Marx –hubiera bastado el talento de Augusto Comte.

3. Ahora bien: desde el punto de vista hegeliano (tal como podemos representárnoslo precisamente desde el marxismo) la división del trabajo en manual e intelectual no es un episodio secundario; sino un momento histórico en el que se refleja el proceso de transformación de la Naturaleza en Espíritu. Porque el trabajo manual, en cierto modo, representa, en el ámbito de la historia, a la Naturaleza: él provee, con la racionalidad característica que preside el desarrollo del mundo, a la satisfacción de las necesidades materiales, y biológicas; pero su misión es preparar el advenimiento del Espíritu –del Espíritu absoluto (de la Religión, del Arte y de la Ciencia). No tenemos tiempo de detenernos en este punto central: me limitaré a sugerir que el concepto de trabajo intelectual tiene como referencia principal (en el sistema de Hegel) aunque no única, precisamente el Espíritu Absoluto; y que el concepto de «cultura» –tal como aparece en el contexto que consideramos– tiene precisamente esta misma referencia y no, por ejemplo, el concepto de «cultura» de la Antropología de Tylor, por ejemplo, que, evidentemente, también envuelve al trabajo manual (E. B. Tylor, Primitive Culture, Londres 1871, vol. I, pág. 1). Por ello, cuando el concepto de «cultura» utilizado en el contexto de «fuerzas de la cultura» (o «Revolución cultural») intenta ser contextualizado en términos etnológicos, se desvirtúa por completo la cuestión y se incurre en flagrante ridículo –o, si se quiere, se pretende hacer incurrir en ridículo a quien opone «cultura» a «trabajo», como si no supiese que el trabajo es cultura (en su sentido antropológico-etnológico). Resulta, según esto, que la noción de Espíritu absoluto de Hegel, lejos de haber desaparecido ante el peso del marxismo, ha resucitado prácticamente en el seno del propio materialismo marxista bajo la forma, precisamente, de su concepto de «cultura».

4. Pero una de las más importantes concepciones que nos ha legado el marxismo clásico ha sido la crítica de la conciencia. En esta crítica, se ha llevado a un terreno nuevo –el terreno económico social, histórico– la crítica de la razón kantiana así como el primado kantiano de la Razón Práctica. Esta crítica de Marx determina una de las más importantes inversiones de Hegel. Lo que Marx ha enseñado es, precisamente, a ver a la conciencia absoluta no como el principio de la historia, sino como un resultado del «ser social», de los hombres, sometidos, ante todo, a sus necesidades materiales. Y en el terreno nuevo en el que esa crítica se ejerce, esta vuelta del revés equivale a considerar a quienes, con su trabajo, hacen posible la satisfacción de las necesidades básicas, primarias (y la creación de otras nuevas: «necesidades históricas»), es decir, a los trabajadores manuales y a los campesinos, como aquellos que se alinean al lado de la base del sistema social; por el contrario, la cultura, y el «trabajo intelectual» que se le coordina (el Espíritu absoluto) aparecerá como superestructura, reflejo de la base, y, por tanto, sin energía propia, en principio, pese a su importancia. La conciencia, como conciencia absoluta (hegeliana) es ahora, sobre todo, la falsa conciencia (y aquí encuentra su genuina realización la «abstracta» doctrina kantiana sobre la «ilusión transcendental» por la que se constituye la conciencia pura).

5. Pero si esta falsa conciencia, con todo lo que ella implica, se sostiene –si la autoconciencia se sostiene ilusoriamente como algo absoluto y que, por tanto, debe ser separado de la base (aun cuando se reconozca a esta «base» –como ya la reconoció Hegel– una prioridad histórica, cronológica)–, esto es debido precisamente a la división del trabajo en manual e intelectual, consecutiva a la división de la sociedad en clases, a la apropiación privada de los medios de producción, a la constitución del Estado. No se trata pues, de que Marx «haya enseñado» a los hegelianos que antes de la vida espiritual es preciso subvenir a las necesidades básicas –porque esto Hegel lo sabía perfectamente. Lo que Hegel había enseñado es que la separación de estos trabajos, tras una larga experiencia (un largo viaje, el que se relata en la Fenomenología del Espíritu), la separación de las clases, es el proceso regular por el cual el Espíritu alcanza la conciencia de sí mismo. Y lo que Marx nos dice es que, en esta separación, es en donde el hombre se oculta a sí mismo como falsa conciencia, como ideología y superestructura. Se trata de cambiar el mundo, no de interpretarlo. Pero se diría que al atribuir Marx a los filósofos del pasado la función de interpretar el mundo, ha sido, en parte al menos, víctima de un espejismo. Porque esta función, no es que sea errónea como proyecto, es que es irrealizable, es ella misma irreal. Si interpretar el mundo, entendiendo como misión suprema (la «consciencia gnóstica» hegeliana) es un proyecto de la falsa conciencia, ello será debido precisamente a que no es real –porque la conciencia falsa es falsa por ser irreal, por representarse lo que no es–. Luego entonces no puede decirse que los filósofos hasta ahora hayan interpretado solamente el mundo, porque entonces hubieran sido reales, y su conciencia no sería falsa conciencia. También esos filósofos habrán transformado el mundo, también habrán actuado prácticamente –por ejemplo, deteniendo «el progreso» o colaborando, como ideólogos, a su detención. La distinción no hay que ponerla, entonces, entre una supuesta conciencia (interpretativa, teórica) y una realidad (práctica) –sino entre una práctica dada en una dirección (por ejemplo, reaccionaria), y otra práctica dada en direcciones opuestas (por ejemplo, revolucionarias). Es muy torpe, desde el punto de vista conceptual, tratar de resolver estas dificultades construyendo conceptos híbridos como el de «práctica-teórica» o «teoría práctica», porque la «teoría» y la «praxis» son conceptos conjugados. El espejismo de Marx sería así similar a aquel que padece el racionalista cuando critica el concepto de revelación del teólogo: negando que pueda ser verdadera toda revelación sobrenatural, rechaza, como incompatibles o ininteligibles, los contenidos sobrenaturales del dogma y se despreocupa de ellos –pero con esto, les sigue otorgando, sin quererlo, un estatuto sobrenatural (porque el racionalista tiene que poder explicar el dogma sobrenatural y, por tanto, entenderlo como resultado de procesos naturales).

6. En todo caso, y desde el punto de vista marxista, no será posible ver ya (como Hegel los veía) a los «cultivadores de la conciencia» (a los funcionarios del Estado, a los artistas, a los sacerdotes, a los trabajadores intelectuales), como la «clase universal». La clase universal –concepto que Marx toma de Hegel, pero dándole una nueva referencia– serán ahora los trabajadores manuales, los que llevan adelante la producción, los proletarios. La clase universal de Hegel resulta ser ahora una clase superestructural, sin fuerza propia y sin justificación propia en cuanto tal clase universal. Sencillamente, la clase universal de Hegel, que representaba al Todo (al Estado) será entendida por Marx como una clase parcial. Una clase que sigue representando al Estado –pero en virtud de que el Estado, a su vez, ya no será considerado como el todo, sino como una parte, la parte opresora y explotadora de la sociedad. Los intelectuales serán así los representantes de las clases dominantes, los ideólogos de ese «Estado parcial». La transformación del Estado total hegeliano en el Estado parcial (parcialista) de Marx ¿está determinada por la reducción de los intelectuales, o es ésta reducción la que arrastra a la reducción del Estado? En todo caso, será el proletario la clase universal –pero no tanto con referencia al presente sino con referencia al futuro de la sociedad, cuando aquel precisamente desaparezca. Se diría, pues, que en su verdadero fondo –y permítaseme la paradoja– el marxismo representa la actitud más antiproletaria y más antiobrerista que quepa concebir y esta es su dialéctica: porque aquello que inspira al marxismo es precisamente la voluntad de que el proletariado desaparezca (junto con la burguesía), la voluntad de que los obreros, como trabajadores manuales, desaparezcan como clase separada de los trabajadores intelectuales. Y por ello nos atreveríamos a afirmar que el marxismo no tiene nada de «obrerismo» y que el «obrerismo» está más cerca del cristianismo democrático y aún de esto que se llama socialismo, en cuanto que es algo contradistinto del comunismo marxista. Sólo de este modo podríamos dar cumplida cuenta de la fórmula de Marx: que el proletariado sólo se justifica como clase revolucionaria –y no por ejemplo por sus esfuerzos musculares cuando, pongamos por caso, ajusta tornillos para fabricar una bomba para el Vietnam. Porque el proletariado, y no los intelectuales, constituyen la clase universal en la etapa de la madurez del capitalismo; es la clase capaz de llevar adelante la revolución y los intelectuales sólo tienen su futuro, en cuanto clase a su vez universal, cuando funden sus destinos con los del proletariado.

7. Con esto, podría fácilmente sobrentenderse que Marx ha iniciado el camino de la crítica de los intelectuales, en el sentido del irracionalismo de la praxis, del sadomasoquismo de quienes van a comenzar el «asalto a la razón», de quienes conciben a la conciencia y a los intelectuales como epifenómenos (desde James a Paretto, desde Nietszche o Sorel, a Spengler). Muchas veces se han deslizado los discípulos de Marx por este camino en nombre de la praxis o de la «realización de la filosofía», por un lado, o del populismo, por otro. Pero la concepción marxista es mucho más compleja y genuinamente dialéctica. Precisamente Marx ha visto en estos intelectuales (entre los cuales se cuenta él mismo) el cauce por el cual la «teoría revolucionaria» puede llegar a ser formulada –así como ha visto a los artistas, esclavistas o burgueses, como el cauce a través del cual obras imperecederas de la humanidad han llegado a ser construidas. Pero así como el proletariado sólo alcanza su condición de clase universal cuando asume la misión de anular las clases, así el intelectual sólo alcanza su verdadera realización (no epifenoménica) cuando se anula como clase separada, poniéndose al servicio del proletariado.

Ambos procesos están llamados a confluir, y no por azar. Las condiciones mismas del desarrollo del capitalismo –que incluye el desarrollo necesario de muchas ciencias– como nuevas fuerzas productivas, por tanto, por otro lado, la aparición de «trabajadores e intelectuales» –ingenieros, científicos–, la educación de los trabajadores intelectuales en el saber politécnico, permite afirmar el fin del capitalismo y su transformación en una sociedad sin clases, en la cual, las superestructuras como tales serán paulatinamente disueltas. Pero no porque regresemos al nivel del trabajador reducido a la condición de una pieza de máquina –sino, por el contrario, porque los trabajadores manuales desaparecerán como clase a la par que desaparecerán como clase los trabajadores intelectuales.

De este modo, y a consecuencia de la liberación de las nuevas inmensas fuerzas de la producción, se diría que cabe esperar la recuperación de los contenidos del Espíritu absoluto hegeliano –de la Cultura–. En una sociedad sin clases, la producción prevee a las necesidades básicas y aparece un ocio socializado y, precisamente porque se ha alcanzado la anulación de la división del trabajo en manual e intelectual, todos los hombres podrán desarrollar sus virtualidades superiores, podrán satisfacer sus necesidades históricas más elevadas, que son así el resultado de la producción, de la base material, su fruto más maduro, según entiende Engels al surgimiento de la conciencia. Y es curioso que entre estas nuevas capacidades, los clásicos del marxismo cuenten también con la capacidad de interpretar al mundo, cuenten con la capacidad de interesarse por el conocimiento puro –como puede surgir en ellos la necesidad del «arte puro»–. Se diría que se trata de una recuperación de los contenidos del «Espíritu absoluto» hegeliano proyectado en el futuro, en el comunismo. La diferencia con Hegel, en el plano de los principios, se anula ahora casi por completo y hay que ir más bien, para mantenerla, al modo de realización. Mientras que Hegel enseñaba que el Espíritu absoluto (fin supremo de la humanidad) supone el ocio conseguido por el trabajo de los demás, y necesita, por ello, para su vida, al Estado burgués, al «estado de división en clases», Marx y Engels vienen a enseñar también que el Espíritu absoluto, la Cultura, son el fin de la humanidad y de la materia; la Cultura es también el fruto del ocio, pero del ocio que viene tras la jornada de trabajo y que conviene a todos en una sociedad sin clases.

8. Por lo demás, el proceso del proletariado, en cuanto arrastra en su marcha a los intelectuales más clarividentes, es entendido como un proceso necesario y global por respecto de la humanidad entera, un proceso que conduce ineluctablemente hacia el comunismo. La perspectiva del marxismo clásico se diría es claramente monista: la unidad de la humanidad primitiva (de la comunidad primitiva) se supone como algo real. Esta unidad se ha roto, pero en virtud de una dialéctica interna que conduce de nuevo hacia el encuentro del hombre consigo mismo. No menoscaba la perspectiva monista la circunstancia de que se admitan diversas sociedades en el punto de partida, múltiples comunidades primitivas. Descontando ciertas diferencias modales, se supondrá, a la manera de Morgan, que todas esas comunidades primitivas han de seguir un desarrollo paralelo –y de ahí el evolucionismo (en su sentido etnológico) de Engels–. El paralelismo de los ciclos de la evolución de las diversas sociedades puede interpretarse a la luz del monismo antropológico. En ciertos estadios de la evolución, y dada la finitud del planeta, las líneas paralelas «convergen» en una sociedad única. Esta sociedad se enuncia en el capitalismo, que busca extender sus mercados en toda la Tierra. Anuncio dialéctico, porque el capitalismo se mueve obligado por la necesidad de aumentar la explotación: pero se consuma en el comunismo, que nace en el seno del propio capitalismo, en el que cobró vida el proletariado, su propio enterrador.

III
La variación del «marco material» del marxismo clásico

1. Ha transcurrido más de un siglo desde las formulaciones del marxismo clásico. Son muchos años para que la materia (económica, política, social, cultural) que aquellas formulaciones modelaron pueda seguir siendo la misma. Adviértase que, según nuestro planteamiento, no tratamos de sumarnos a quienes afirman que las centenarias formulaciones marxistas hayan envejecido, porque ellas conservan todo su vigor, toda su fuerza, en relación con el material al que estaban proporcionadas. Tratamos de decir mucho más, que es el material mismo el que ha cambiado. Por ejemplo: no que el concepto marxista de «proletariado» deba revisarse (a la manera como se revisaban los conceptos que J. J. Thomson tenía sobre el átomo de Hidrógeno a fin de adaptarlos mejor a una materia que seguía siendo la misma); lo que ha cambiado es el proletariado mismo, no su concepto (ni, menos aún, su denominación) –y ha cambiado, en gran medida, a consecuencia de las formulaciones de Marx–. Y esto es lo que obliga a transformar el marxismo clásico, –es la variación del marco material lo que nos obliga–.

Pero, ¿cómo formular estas variaciones? Puesto que toda formulación implica, desde luego, un sistema implícito de conceptos desde los cuales pueda ser establecida, entonces, es pertinente considerar las relaciones que los sistemas de conceptos que quieren formular la variación del material en relación con los conceptos marxistas, puedan guardar respecto del propio marxismo clásico.

Ante todo, habrá que referirse a la posibilidad de contemplar esta «crisis del marxismo clásico» como testimonio o prueba de su error. Sencillamente, el marxismo clásico habría fracasado en su diagnóstico de la sociedad capitalista y en los pronósticos acerca de su futuro. Descontando la defensa de este punto de vista desde posiciones derechistas, creo que habría que clasificar en esta rúbrica a los críticos del marxismo desde la izquierda –por ejemplo, desde el anarquismo–. En particular, nos atrevemos a aproximar a esta rúbrica a los críticos radicales de la Unión Soviética o de China Popular, a aquellos que contemplan al Estado derivado de la revolución de Octubre como una prolongación de los sistemas de dominación, de poder burocrático (en el sentido de Max Weber), a aquellos que subrayan la posibilidad de conjunción de las relaciones de poder, de dominación, y la ausencia de propiedad privada (como en los Imperios asiáticos: K. Wittfogel), a quienes (incluido Trotsky) consideran que la Unión Soviética, sin perjuicio de la socialización de la producción, ha continuado, perfeccionado y fortalecido, hasta límites que parecen inconcebibles, la estructura de la dominación, de la burocracia (Lobrot). Porque ello es tanto como reconocer prácticamente que el marxismo –las «predicciones de Marx»– no se han cumplido en absoluto, que el sistema clásico fracasó en toda la línea en el diagnóstico y en el pronóstico de la sociedad capitalista. Si el capitalismo no se ha muerto, sino que goza de buena salud, y si los países socialistas no son socialistas, sino sistemas de poder burocrático que reeditan el modo del despotismo oriental, o del poder asiático, ¿qué tipo de verdad puede atribuirse al marxismo clásico, salvo, a lo sumo, el de una suerte de bondad moral en sus predicaciones utópicas? ¿Acaso no habrá que pensar con Glucksmann, que el marxismo es en sí mismo malo y falso?

Aquí presuponemos que quien reconoce en el marxismo una verdad profunda (que no se reduce a la bondad de una prédica moral) ha de reconocer también (aún sin necesidad de recaer en el dogmatismo talmúdico, ni siquiera en la tesis de la Unión Soviética como «patria del socialismo») que el marxismo clásico ha debido realizarse («cumplirse») de algún modo, y que este cumplimiento o realización tiene que ver precisamente con la variación del material que, dialécticamente, obliga a transformar el propio sistema realizado.

Ahora bien: nos arriesgamos a afirmar que es preciso distinguir dos modos, esencialmente opuestos, y aún irreconciliables entre sí (en virtud de su diferente inspiración y pese a que en muchos puntos particulares pueda darse la impresión de que marchan de acuerdo) de reconocer la verdad del marxismo clásico, es decir, su realización: un primer modo, que llamaremos monista y al que nos atrevemos a atribuir una inspiración metafísica («armonista»); un segundo modo, aquel que consideramos más genuinamente dialéctico.

A) El marxismo que llamamos monista subraya en Marx su concepción del capitalismo como modo de producción superior que ha liberado un potencial casi infinito de nuevas fuerzas de producción y, en particular, ha promovido la segunda revolución técnica (en el sentido de Bernal). Esta revolución técnica y científica ha reducido el peso tradicional del campesinado y aún el del propio proletariado industrial de tipo tradicional; ha generado nuevas fuerzas de trabajo y nuevos trabajadores –aquello que suele llamarse, con terminología americana, el sector terciario y, por supuesto, los científicos, los ingenieros, los «trabajadores intelectuales», que hay que considerar como situados en el mismo nivel productivo de los obreros industriales–. De este modo, el concepto marxista de «obrero colectivo» se habrá realizado, con la automación, de un modo infinitamente más rico de lo que podría haber calculado el marxismo clásico. También el socialismo soviético se contempla fundamentalmente a la luz de esta idea de la revolución técnica y científica. Incluso se da por descontado que la Unión Soviética va por delante en lo que se refiere a las tasas de incremento de la producción (Radovan Richta, La Civilización en la Encrucijada, Madrid, Artiach, 1972, pág. 41). El socialismo soviético no es, desde luego el comunismo: pero es un paso adelante hacia el comunismo, hacia una meta a la que el propio sistema capitalista está llamado a desembocar, sin necesidad de conmociones globales o excesivamente violentas.

Si consideramos metafísicas a estas perspectivas es debido, principalmente, y ante todo, a la concepción de la Producción como un proceso armónico, que conduce internamente a un desarrollo progresivo que, pasando por la revolución científico técnica ha de desembocar en una sociedad universal de productores y consumidores satisfechos, inundados de bienestar (Richta, págs. 34, 64, &c.), a una sociedad a la que se habrá llegado mediante la armónica identificación del interés y del deber (Richta, pág. 93). También consideramos metafísica (monista, armonista) esa supuesta «armonía preestablecida» entre los cursos del capitalismo y los del socialismo –una armonía que permite incluso afirmar que, desde el «capitalismo inteligente» ha de llegarse a desear el socialismo. Metafísicas (y tautológicas), no dialécticas, son las «leyes» de Oskar Lange asumidas por el grupo de Richta.

Evidentemente, sin embargo, desde esta perspectiva monista se está en condiciones de formular de algún modo la variación del marco material del marxismo clásico. La novedad de la nueva situación podría descomponerse principalmente en estos tres planos:

a) Un cambio del proletariado en el área capitalista, y un cambio del concepto de la dictadura del proletariado.

b) Un cambio del concepto de plusvalía, en cuanto ésta ha cambiado de sentido (Richta, pág. 37).

c) Un cambio de la situación económico política en las áreas socialistas.

B) Pero cabría mantener la tesis de la realización del sistema clásico marxista desde una perspectiva no monista, no metafísica, sino pluralista, que subraya la oposición (y aún el incremento de esta oposición) entre el capitalismo y el socialismo y que interpreta de otro modo los resultados de la revolución técnica y científica, así como los resultados de la revolución de Octubre.

El punto de partida es la duda en torno al concepto global y armónico de Producción –principalmente porque se duda que la distinción entre base y superestructura sea una distinción rigurosa. La producción no nos remitiría a una naturaleza uniforme, común a todos los hombres («evolucionismo») y que estructura previamente la unidad del «destino histórico de la humanidad». La producción básica es, en si, una entidad abstracta, que solamente se desarrolla en ámbitos culturales diferentes y heterogéneos. Aquello que en la perspectiva monista son superestructuras segregadas de la clase, son ahora marcos, previos muchas veces, al mismo proceso productivo, a quien incluso señalan su curso. Y estos procesos no son siempre conmensurables entre sí: cabría hablar de una «lucha por la vida» entre estos marcos («estilos de vida», «patrones de conducta» vinculados a culturas –no sólo a pueblos– muy diferentes, ya prefigurados desde el neolítico) y no sabe, en principio, predecir en muchos casos, en nombre de un «desarrollo científico y técnico» abstracto (compartido tanto por URSS como por USA, por China y por Japón) cual ha de prevalecer. El sistema clásico marxista, sin embargo, apoyándose en el análisis económico y social del siglo XIX y principios del siglo XX, habría previsto el fin del capitalismo, no en general y absolutamente (en virtud de una profecía mística o de una condenación moral) sino en función de las leyes de ese capitalismo, en tanto comporta un incremento de la acumulación y un incremento del ejército de reserva consecutivo a la variación de la composición del capital. Desde esta hipótesis, la estrategia más razonable para un país socialista que, habiendo alcanzado un potencial económico relativamente significativo (respecto de los países capitalistas) sigue fiel a la política de coexistencia pacífica, será no ya esperar, con los brazos cruzados, que el área capitalista se disuelva bajo el efecto de sus propias contradicciones, sino colaborar a esa disolución, y no ya tanto minando el sistema (disminuyendo su presión) cuanto aumentando sus dimensiones y, con ello, agravando las contradicciones mediante la inversión masiva de capitales socialistas en el interior del sistema mismo capitalista. Desde esta perspectiva, la política soviética de propagación de sus multinacionales en el área capitalista, lejos de significar la escandalosa conculcación de los principios de la Economía política marxista, equivaldría al reconocimiento pleno de estos principios, a la utilización a fondo de unas reglas de juego de naipes que se supone van a conducir a la desintegración de las cartas.

Las predicciones de Marx, se habrían realizado:

a) Ante todo, con el advenimiento de la Revolución de Octubre, entendida, no como un resultado armónico (contemplada a la luz de la revolución científica técnica, por ejemplo) sino como una victoria violenta que, aplicando el potencial militar ofrecido por la coyuntura política de la Primera Guerra Mundial a una materia políticamente preparada, logró implantar, precisamente en el «eslabón más débil» la dictadura del proletariado (o, en todo caso, una dictadura que contó con la entusiasta ayuda de una gran parte del proletariado). Fue esta dictadura (o, si se quiere, la dictadura estalinista), aquella que, por la violencia (revolución agraria, planes quinquenales) logró incorporarse a la «revolución científica y técnica», fundamentalmente, asimilando los métodos del capitalismo y aún los del fascismo, en cuanto a la revolución técnica, administrativa y científica se refiere (desde el taylorismo en un principio, hasta los científicos atómicos y espaciales nazis después). Ahora bien: por precario que sea el socialismo de la Unión Soviética, es evidente que su instauración ha significado, por sí solo, un cambio del marco material del marxismo clásico. Por ejemplo, y sin haber alcanzado el comunismo, es lo cierto que no puede hablarse en la Unión Soviética de un proletariado, en el sentido que alcanzaba este concepto en el área capitalista. Acaso Marx no pudiese considerar la Unión Soviética como una República Socialista; pero tampoco podría seguramente ver allí una «explotación del proletariado», ni siquiera una «dictadura del proletariado», en una sociedad en la que todos los trabajadores son ciudadanos que no pueden detentar propiedad privada de los medios de producción, en la que no hay «burguesía» (salvo en su sentido metafórico). «En el país soviético se han logrado ya resultados muy sensibles (decía Krutschev en su informe del 6 de enero de 1961) en la paulatina eliminación de las diferencias esenciales entre el trabajo manual y el intelectual, como resultados de la grandiosa revolución cultural.» El enjuiciamiento de la Unión Soviética desde las categorías del marxismo clásico, se diría que es prácticamente imposible, pese a los esfuerzos del Diamat (teoría de la «acumulación originaria socialista»). Se nos presenta así una primera paradoja dialéctica: que es precisamente en el lugar en donde las transformaciones sociales más profundas de nuestro siglo se han llevado a efecto tomando como guía los conceptos del marxismo clásico, en donde se han creado situaciones nuevas que los propios conceptos clásicos no pueden enjuiciar.

b) Pero también, y de un modo mucho más paradójico, podríamos considerar realizadas las previsiones marxistas en el mundo capitalista –y no en la dirección, apocalíptica o no, del Diamat (la crisis del capitalismo, su inminente desaparición, sea por transformación lenta, sea por una crisis abrupta), sino precisamente en la dirección opuesta, cuando preveemos todavía la posibilidad de siglos para el sistema capitalista–. Abreviando, diríamos que, en gran medida, como reacción a la Revolución de Octubre, el capitalismo ha cambiado de táctica, porque ha aprendido la lección marxista y ha acatado su diagnóstico y su pronóstico, si no en términos categóricos, sí en términos hipotéticos: «Al proseguir el incremento de la plusvalía, el aumento del ejército de reserva, &c., el capitalismo labrará su propia tumba.» Pero justamente el capitalismo, aceptando la implicación marxista (p → q) habría rectificado el supuesto (q), es decir, habría racionalizado la producción al modo keynesiano, distribuido la plusvalía (reduciendo la jornada laboral, socializando muchos servicios), descargando así la presión del proletariado. Estaría así realizando puntualmente las líneas del pensamiento marxista –pero precisamente para alcanzar objetivos opuestos, no para confluir, según «el sentido de la Historia», con el socialismo. Sin embargo «el capitalismo de monopolio estatal (dirá Lenin) es la preparación material más completa para el socialismo». Pero sus efectos podrían ir en sentido opuesto, en virtud de la misma revolución técnica y científica que, a su vez, ha permitido, tras la S.G.M. la incorporación del «Tercer Mundo» al área de expansión capitalista. Según esto, la revolución técnica y científica, que en el marco de los países socialistas habría permitido superar la dictadura del proletariado (sustituyéndola, si se quiere, por una dictadura burocrática) y, sobre todo, el proletariado mismo (consolidando ese «socialismo aún no comunista»), es la misma que en el marco de los países capitalistas habría hecho posible la recuperación de sus economías, remontando las crisis, y cambiando también (aunque de otro modo) la significación del proletariado clásico.

2. En resolución, y por lo que a nuestra argumentación general atañe: desde la hipótesis misma de la realización del marxismo clásico, podría reconocerse la variación del marco material del sistema y, por tanto, la necesidad de la transformación de sus conceptos, a tenor de la transformación de una realidad que sigue siendo, aunque en otro plano, completamente distinta, tan compleja y conflictiva como lo era en los tiempos de Marx –una realidad en la que el «estado final» se nos presenta mucho más lejano de lo que a Marx mismo pudo parecerle.

IV
El nuevo concepto de «Fuerzas de la Cultura» en el contexto de la variación del marco material del marxismo clásico

1. El nuevo concepto de «Fuerzas de la Cultura», elaborado a partir de las ideas presentadas por Santiago Carrillo en Nuevos enfoques a problemas de hoy de 1967, no creemos pueda reducirse a la condición de un mero concepto denotativo, a una fórmula oportunista, porque este concepto está desempeñando un papel central en el conjunto del nuevo sistema de conceptos por medio de los cuales el autor de Eurocomunismo y Estado formula un marco material también nuevo –y únicamente desde donde cabe trazar, al parecer, las líneas estratégicas del Partido Comunista. «La misión del Partido (Comunista) es contribuir a que las fuerzas del trabajo y de la cultura conquisten la hegemonía política social» (pág. 129 de Eurocomunismo y Estado). Los «intelectuales» (que formarían parte de la clase universal hegeliana), ya no representan al Estado –sino al Pueblo.

El concepto de «fuerzas de la cultura» implica así, por ello mismo, una precisa formulación de aquella «variación del material» a la que nos hemos referido.

Esta formulación ¿es de signo monista (en el sentido en que antes hemos empleado esta expresión) o bien es de signo dialéctico? No nos atreveríamos a dar una respuesta terminante. Las posiciones de Santiago Carrillo, cuando se analizan desde las coordenadas anteriores, se nos revelan ambiguas (acaso porque, podría decirse, esas coordenadas son meramente abstractas). Sin embargo, vamos a utilizarlas para ensayar que es lo que puedan dar de sí.

Desde luego, la posición de Carrillo, su tonalidad, no es la de Richta: aquella tendencia a la divinización de la producción, que creíamos advertir en Richta, y sin perjuicio de generosos reconocimientos («el desarrollo de la lucha de clases ha ido por detrás del de las fuerzas productivas» dice en la pág. 27 de Eurocomunismo y Estado) ha desaparecido en Carrillo («la técnica no es una nueva divinidad», ibid., pág. 30). Seguramente la tonalidad característica está dada ahora por lo que, en términos del sistema clásico, llamaríamos «factores subjetivos», políticos, que se han desarrollado también históricamente. En torno a ellos se teje el concepto de democracia entendida como conquista histórica irrenunciable, anterior ya a la revolución burguesa. La desatención, y aun el desprecio, de estos factores subjetivos (los de las «sociedades agrícolas») habría sido aquello que dio lugar a las «degeneraciones» del Estado soviético (ibid., pág. 194). Evidentemente, esta tonalidad prolonga la tradición interpretativa del marxismo de Kautsky (en su concepción de la democracia, en su teoría de las cuatro capas del proletariado) o de Bernstein, por un lado (tradición que parece maldita desde el punto de vista leninista, es decir, soviético, no eurocomunista y que por ello sería ridículo reprochar a quien precisamente comienza por distinguir, con gran finura, la situación rusa y la europea: Carrillo mismo tiene buen cuidado de compartir los reproches de Lenin a Kautsky, cuando se metía a dar consejos a los rusos, es decir, cuando perdía el punto de vista «preeurocomunista»). Pero estas discrepancias con Kautsky no tienen por qué borrar la tradición kautskyana del eurocomunismo –y esa tradición no creo que deba tomarse como un deshonor–. Quien, no siendo ruso, mira con Lenin a Kautsky únicamente como un «renegado» padece un acceso de ingenuidad similar al de quien, no siendo español ve como «pirata» a Drake. Por otro lado, con la tradición de Gramsci. Se resaltan, de este modo (como en Garaudy), los factores subjetivos (es interesante constatar, en este contexto, que en el informe de Quintero al VIII Congreso, las superestructuras, de las que Gramsci fue el gran «teórico», se clasifican entre los factores subjetivos, lo cual es sumamente discutible).

Acaso fuera posible decir que la tonalidad (poco «leninista», más «marxista», Cotarelo, «Sobre la teoría marxista del Estado», Sistema, nº 20, pág. 9) desde la que se percibe la nueva situación, por medio del concepto de Democracia, es de índole latina (romana, mediterránea) –la conciencia de unos derechos individuales que la persona ha conquistado (la democracia formal tiene siempre algún componente real) en su vida social y que son irrenunciables. No se especifican estos derechos; pero es de presumir que no se reducen al voto. Incluyen, además de habeas corpus, la libertad de opinión, de asociación, de residencia; el derecho al bienestar, que parece implicar la propiedad de los bienes de consumo según parámetros determinados (¿Viviendas? ¿Coches?), es decir, derechos que no son pensables como algo intemporal o abstracto, puesto que están ligados a unas determinadas formas históricas de cultura mediterránea, europea, urbana –que significan muy poco en el ámbito de ciertas culturas orientales o incluso africanas, pongamos por caso–. La ambigüedad de estos derechos democráticos, y el carácter difuso de su concepto, quedan patentes cuando, por ejemplo, se intenta precisar las relaciones de este individuo democrático con la familia, dado que, en esta altura mediterránea, es imposible disociar la figura del individuo democrático de la institución familiar. Santiago Carrillo se acoge (con las debidas reservas) a la fórmula althusseriana, según la cual la familia es un «aparato ideológico» del Estado –pero evidentemente con esto nada resolvemos–. (La fórmula de Althusser, por lo demás, nos parece uno de los más patentes ejemplos de sustantificación metafísica de lo que, en principio, es sólo una metáfora más o menos pedante; porque la institución familiar, al margen de sus funciones de «integración», &c., no puede resolverse en semejante función: tanto o más podría afirmarse que es el Estado el que desempeña la función de «aparato ideológico» de la familia, de la sociedad de familias.)

2. Ahora bien: sin perjuicio de estas diferencias de tonalidad (en virtud de las cuales la tecnología de Richta, los factores objetivos, resultan mucho menos divinizados que la democracia, que los factores subjetivos) es lo cierto que se constata, como en Richta, en la tecnología científica (el «crecimiento fulgurante» de las fuerzas productivas) la realidad de una situación nueva que obliga a plantear de un modo distinto la estrategia comunista. Y ahora, las convergencias con Richta aumentan en todo cuanto se refiere a la interpretación del nuevo «modo de producción» del capitalismo avanzado. Nuevas fuerzas productivas han sido liberadas por la revolución científico técnica. Con ellas, nuevas capas sociales entran en el cómputo político: los ingenieros, los técnicos, los ejecutivos, los administrativos –que ya no pueden ser reducidos a la condición de «meros contables»– los profesores, indispensables para la «reproducción» de estas nuevas capas sociales y que, a su vez, pasan a formar parte de ellas. El peso político de los campesinos, decrece. A la vez, el desarrollo tecnológico científico hace posible y necesaria la transformación del Estado capitalista en el Estado de los grandes monopolios, de la producción a gran escala. Este proceso incluye dos efectos opuestos y simultáneos:

A) Por un lado, la concentración monopolista hace más claramente del Estado un aparato del gran capitalismo, del capitalismo monopolista de Estado. Las nuevas capas sociales, junto con los trabajadores clásicos, experimentan su distancia respecto de un aparato que se distancia él mismo, el Estado, anteriormente tenido, aunque fuera ideológicamente, como algo que era de todos (diríamos que en virtud de una situación que podría ser ocultada por la ideología), en cuya manipulación no pueden intervenir. Y, de este modo, se encuentran unidos entre sí, interesados en la liquidación de algo que no les concierne, que les es ajeno y aún les aplasta: tal es la situación que podríamos categorizar en el concepto gramsciano de bloque histórico. Evidentemente, este bloque histórico no constituye la base para una «alianza de obreros y campesinos» de corte leninista. El nuevo bloque histórico se compone de los obreros, sin duda, y (aunque se siguen citando a los campesinos) sobre todo de las nuevas capas sociales que precisamente son aquellas que Carrillo globalizará bajo el concepto de «fuerzas de la cultura». No son contextualizadas, por tanto, mediante las fórmulas del sistema clásico (los «intelectuales») ni mediante las fórmulas de Richta (técnicos, ingenieros, científicos, es decir, «trabajadores intelectuales»). En realidad, el concepto de «fuerzas de la cultura» cubre un espectro mucho más amplio cuyo denominador común es de índole institucional, acaso algo así como el nivel universitario de estos profesionales. El concepto de «fuerzas de la cultura», considerado extensionalmente, no es ya un concepto superponible, por tanto, al «sector terciario», ni al concepto de los White collars, a los empleados y «contables». Extensionalmente, se ajusta más al radio de los «profesionales» de nivel universitario: ingenieros, médicos, científicos, profesores, economistas, sociólogos, artistas –incluso oficiales del Ejército (de un Ejército que debiera –dice Carrillo– disponer de oficiales con estudios universitarios, similares a los de un ingeniero o un científico). Nada se dice del clero –pero es de suponer que también el clero habría de computarse entre las «fuerzas de la cultura», al menos en una sociedad democrática, y aún socialista, que admite la posibilidad de la religión en la esfera privada de los ciudadanos. En esta sociedad, los especialistas religiosos atienden a las demandas culturales de los ciudadanos que libremente buscan la cultura religiosa de su espíritu, a la manera como los especialistas en música atienden a las demandas musicales de los ciudadanos melómanos en sus tiempos de ocio. Gramsci ya había clasificado a los párrocos, frailes, &c., entre los intelectuales tradicionales; conceptuarlos como fuerzas de la cultura, acaso no sea muy ortodoxo desde un punto de vista teológico estricto (si se tiene en cuenta que la religión pertenece al orden de la Gracia ofrecida gratuitamente por Dios y no al orden de la Cultura, producto humano) –pero evidentemente este escrúpulo teológico no tendría por qué preocupar a un marxista–. (La equiparación de los párrocos a los maestros nacionales, en algunos Concordatos, realiza, sin embargo, la clasificación del clero al lado de las fuerzas de la Cultura.) De todas formas, no deja de tener gracia una variación de los conceptos marxistas clásicos –«La religión es el opio del pueblo»– tal que obligue a incluir al clero entre las «fuerzas de la cultura», fuerzas que se alinean en una Kultur kampf cambiada de signo, porque ya no combate a la religión sino a la ignorancia. En cualquier caso, las «fuerzas de la cultura» junto con las «fuerzas del trabajo» procedentes de etapas anteriores y a las que se les reconoce aún un papel de vanguardia, integrarán el «bloque histórico» sobre el que podrá constituirse una Alianza.

B) Por otro lado, la nueva forma del Estado monopolista procede, paradójicamente, siguiendo direcciones objetivamente socialistas –tanto en la producción socializada de las grandes factorías automatizadas, como en la distribución de la plusvalía que el Estado se ve forzado a realizar: las indemnizaciones a los agricultores franceses afectados por la sequía de 1976; los seguros familiares, las viviendas sociales, son testimonio de que, de hecho, la actividad privada se considera por el Estado desde una perspectiva pública, desde la perspectiva de la sociedad en su conjunto.

La convergencia de los dos procesos anteriormente referidos (de una parte), la confluencia de las fuerzas del trabajo y de la cultura ante un Estado cada vez más parcial y clasista en cuanto a la forma de su gestión; de otra parte, el proceder objetivo cada vez más socializado de ese Estado, tanto en la producción como en la distribución, permite pensar en la posibilidad del paso pacífico al socialismo –a un socialismo pluralista y democrático–. Permite pensar incluso en la necesidad del advenimiento de este socialismo cuando todas sus condiciones hayan madurado. La transformación socialista de la pequeña y mediana empresa, por ejemplo, se produciría de una forma voluntaria, tras largos años de prosperidad –dice Ramón Tamames (Nuestra Bandera, nº 88-89, pág. 17), como si, en el límite, pudiera establecerse, al modo de Richta, la confluencia armónica de las llamadas condiciones subjetivas y las objetivas. (Nosotros sospechamos que un estado económico tal en el que la voluntariedad es aquello que determina el paso del capitalismo al socialismo, no está propiamente definido en términos económicos; se trata de un estado de equilibrio, reversible, es decir, un estado en el que cabe la transformación recíproca del socialismo al capitalismo; por tanto, un estado en el que la socialización de la propiedad privada ha perdido su carácter revolucionario. No vemos la razón económica en virtud de la cual empresarios prósperos hubieran voluntariamente de inclinarse hacia la socialización de su empresa: su voluntad estaría impulsada por motivos morales, muy nobles, pero extraeconómicos. Por último, en el supuesto de que esa prosperidad de la pequeña y mediana empresa se produjera, la presión del capitalismo monopolista disminuiría y, con ello, la tendencia hacia la socialización.)

La tendencia hacia el socialismo de esas sociedades capitalistas avanzadas, no haría, con todo, superflua la acción del Partido Comunista, como podría objetar quien aplicase la «teoría del eclipse». Podemos predecir el advenimiento pacífico del socialismo –pero contando, para la predicción, con la Alianza de las fuerzas del trabajo y de la cultura. A través de la acción del Partido (juntamente con la de otros Partidos democráticos) a la nave que va camino hacia el puerto, arrastrada por la misma corriente podrá llegar a él cuando cuente con quienes retiran los obstáculos eventuales que puedan surgir, con quienes reparen las vías de agua que han de abrirse, con quien disponga los aparejos y, desde luego, con quienes sean capaces de amarrarla y desembarcar en la tierra firme.

3. «Fuerzas de la Cultura» no es, según esto, una denominación de detalle, una fórmula más o menos afortunada que pueda ser en cualquier momento sustituida por otra dentro del mismo sistema de conceptos. Es el nombre de un concepto, sin duda difuso, pero cuyo largo alcance podemos medir cuando lo comparamos con otros conceptos afines que incluso pudieran ser propuestos como conceptos alternativos.

a) Ante todo, las «fuerzas de la cultura» no son ya, ni de lejos, los «intelectuales» del marxismo clásico que, cuando no representaban estructuras reaccionarias del régimen burgués, parece que sólo quedaban justificados por la identificación con los proletarios, a quienes, acaso, habrían de suministrar la teoría revolucionaria –una teoría que estaba destinada a desaparecer al realizarse el socialismo, reabsorbiéndose, por así decir, en él–, las teorías que, ahora, las fuerzas de la cultura puedan configurar ya no tendrán por qué entenderse exclusivamente como «teorías de la revolución», teorías prácticas en el sentido consabido: son teorías, o bien: obras artísticas, o técnicas, de algún modo «sustantivas», que han de ser pensadas también para «después de la revolución» y cuya practicidad o utilidad se hará consistir, muchas veces, en su mera capacidad para ser consumidas en el tiempo de ocio, a fin de que los trabajadores «desarrollen multilateralmente sus virtualidades».

b) Tampoco las fuerzas de la cultura pueden confundirse con los intelectuales orgánicos en el sentido de Gramsci. El concepto de «intelectual orgánico» de Gramsci es muy claro –pero tiene una claridad similar a la del concepto de la virtus dormitiva; porque el intelectual orgánico es un concepto que supone un organismo ya dado al que representa, cuando resulta que es en esa representación (muy confusamente definida) en donde se constituye precisamente como organismo. Y con esto no se trata de subestimar la importancia del concepto gramsciano en otros muchos servicios suyos que aquí no es posible analizar.

c) Tampoco cabe identificar las fuerzas de la cultura con esas nuevas fuerzas productivas de las que el grupo Richta ha hablado largamente. Se diría que el concepto de fuerzas de la cultura ha reducido al plano de la subjetividad (al plano político, social) un concepto que designa una entidad objetiva, abstracta. Se produce así una personificación o dramatización, una prosopopeya de lo que en el análisis de Richta no puede tratarse en términos personales. Las «fuerzas de la ciencia» de Richta (La civilización en la encrucijada, Artiach, 1972, pág. 59), «las más eficaces de todas las que la comunidad humana ha conocido» –por tanto: fuerzas que se conciben en el contexto de la revolución científica técnica en la misma línea que las fuerzas de las máquinas, incluso que la «fuerza del trabajo» del trabajador que produce plusvalía– al ser personificadas en el mismo contexto de esta revolución científico técnica, se convierten en individuos vivientes, que se agitan, protestan, suscriben documentos como el de los intelectuales del caso Dreyfus, establecen alianzas o militan en partidos políticos: «Puede decirse que las Universidades y centros docentes registraron en ese momento un salto de gran parte de las fuerzas de la cultura...» (Eurocomunismo y Estado, pág. 44).

d) ¿Podría ser sustituido el concepto de Fuerzas de la Cultura por el concepto de «Trabajadores intelectuales» más en la línea de Richta? No creemos que ambos conceptos sean intercambiables –puesto que la organización del campo que cada uno implica es por completo diferente–.

En primer lugar, porque el concepto de «fuerzas de la cultura», en cuanto opuesto al concepto de fuerzas del trabajo, obliga a considerarlas como fuerzas que no son fuerzas de trabajo; por tanto, las fuerzas de la cultura, personificadas, no son propiamente los trabajadores, que constituyen las fuerzas del trabajo. El concepto de trabajador intelectual, según su propio formato, debiera clasificarse entre las fuerzas del trabajo y no entre las fuerzas de la cultura. Podría pensarse que la cuestión se resuelve distinguiendo entre el trabajador manual y el trabajador intelectual. Pero ¿en qué plano se establece esa distinción? Atendiendo a sus términos, esta distinción es entendida como una distinción susceptible de ser dibujada en el plano psicofisiológico (el trabajador manual es el que utiliza predominantemente los músculos; el intelectual utiliza fundamentalmente el cerebro, la mente, &c.). Ahora bien, esta distinción, trazada en el plano fisiológico o psicofisiológico, nos parece enteramente impertinente al asunto, como lo demostraría el hecho de que, si se toma en serio, habría que plantear preguntas como las siguientes: ¿A qué tipo de músculos nos referimos? ¿A los músculos estriados o a los músculos lisos? Es impertinente, no sólo porque el trabajador manual también utiliza el cerebro (¿cómo podría, sin la intervención de las células piramidales, mover las manos?) y porque el trabajador intelectual también utiliza los músculos estriados (¿cómo podría si no escribir, pintar, tocar el piano, danzar?). Decir que en un caso la componente muscular es mayor que en el otro es algo enteramente gratuito (un danzarín mueve más los músculos estriados que un tractorista); sino porque hay trabajadores intelectuales (desde el punto de vista de una definición fisiológica, por aproximativa que sea) que no son evidentemente clasificables como fuerzas de la cultura (los «contables», por un lado, a pesar de los complejísimos cálculos que tengan obligación de realizar; pero también los técnicos de programación de ordenadores destinados acaso a hacer nóminas y que, junto con los científicos, pueden considerarse como «mano de obra intelectual»). Por eso Daniel Lacalle, en una importante contribución («Sobre los trabajadores intelectuales», Materiales, julio-agosto, 1977, nº 4) se ve forzado a reconocer que el concepto de trabajador intelectual es puramente negativo, por cuanto se determina por una doble negación (no manuales, no administrativos). Pero un concepto negativo, y aún doblemente negativo, es un concepto puramente extensional, y su contenido intensional es intrínsecamente amorfo (como puede serlo el concepto de «animal no vertebrado y no unicelular»).

El punto de la dificultad, a nuestro juicio, estriba sencillamente en que la distinción entre el trabajador manual y el intelectual procede de una formulación extrínseca, metonímica. Es una distinción que no es fisiológica, sino economicopolítica, o incluso de índole más general, por ejemplo, la distinción entre el trabajo productivo básico, y el trabajo superestructural. El trabajador manual, según esto, no se caracterizaría tanto por el órgano con el cual trabaja (las manos, los pies) –porque este órgano depende de la etapa histórica en que consideremos una tecnología dada– sino por la naturaleza de los objetos productivos. Aplicar aquí un concepto fisiológico del trabajo sería algo así como aplicar el concepto físico (fuerza × espacio × coseno de α) basados en la circunstancia de que la «potencia humana», como decía Bacon, Locke o Dalton, estriba en aproximar o separar objetos corpóreos. Toda acción sobre cuerpos, toda operación que los aproxima o los separa, sería un trabajo y sería un trabajador, tanto el que mueve la pluma (desplazándola a lo largo del papel, en ciertas condiciones) como el que arrastra un bloque de ladrillos. En cambio, el que sostiene un peso (mayor incluso que ese bloque de ladrillos) no sería un trabajador (porque no lo desplaza) aunque el sostenerlo suponga un esfuerzo y un gasto de energía exigidos como partes del «contrato de trabajo». (Mucho menos podría llamarse trabajador, en este sentido, al especialista religioso que permanece inmóvil y silencioso ante los fieles extáticos, en el servicio divino.) Se trata sencillamente de tener en cuenta que el concepto de trabajo (en el contexto de la distinción: trabajador manual y trabajador intelectual) no ha de entenderse en el plano fisiológico (el de la «Ergología») ni en el plano jurídico (el contrato de trabajo, que afecta tanto al contable como al peón, tanto al profesor como al artista de cine) ni en el plano físico –sino en el plano de la Economía Política–. Es aquí en donde se estableció la oposición, por ejemplo, entre el trabajo productivo (de plusvalía) y el trabajo que no es productivo (y que se indemniza mediante el consumo de renta). Y esta oposición tiene que ver con la oposición entre las fuerzas productoras básicas y las superestructurales, con la oposición entre el tiempo del trabajo y el tiempo del ocio. Ahora bien: el desarrollo de las condiciones del capitalismo clásico en la sociedad industrial avanzada ha obscurecido hasta tal punto estas oposiciones que sería enteramente «suicida» pretender aclarar algo acerca de aquella distinción mediante éstas en el estado en que se encuentran. En condiciones muy elementales (las que se contemplan en la Fábula de las Abejas de Mandeville) podrá tomarse el trabajo orientado a producir los objetos necesarios para satisfacer las necesidades primarias como trabajo básico productivo –lo demás es superestructural, un excedente. Pero cuando el desarrollo histórico ha creado «necesidades históricas» tales que ellas mismas (el tabaco, según Marx) pueden considerarse primarias, entonces el criterio se hace inaplicable, por falta de parámetros. La producción de objetos físicos ya no puede llamarse básica (la producción de cirios pascuales es un trabajo manual que produce objetos físicos, que incluye sobretrabajo, que genera plusvalía –y sin embargo, se trata de un proceso que habría que clasificar en la superestructura). Ni siquiera tiene ya sentido considerar como trabajadores intelectuales a aquellos que producen obras dedicadas a ser consumidas en el tiempo de ocio de los trabajadores industriales –porque la industria del ocio es tan industria como la industria pesada–. Los trabajadores manuales, en todo caso, en tanto también producen obras culturales, ahora en el sentido etnológico (¿qué es una silla, sino un objeto cultural?) militarían también entre las fuerzas de la cultura, con el mismo derecho que aquellos artistas que producen obras de arte llamadas «inútiles» (¿con arreglo a qué criterio presentable puede decirse que una silla es útil y un «elepé» es inútil?). En el plano jurídico y laboral («contrato de trabajo») los trabajadores manuales y los intelectuales también están equiparados.

En segundo lugar, porque el concepto de fuerzas de la cultura, en cuanto opuesto al concepto de fuerzas del trabajo, contiene él mismo una ambigüedad intrínseca de origen:

a) Por un lado, en cuanto recoge esa dramatización, antes mencionada, de las «fuerzas de la ciencia» liberadas por la revolución científico técnica, y en cuyo caso, las «fuerzas de la cultura» parece que habrían de designar precisamente a los nuevos trabajadores productivos (ingenieros, técnicos, científicos...) que están presentes en la misma cadena de los trabajadores manuales clásicos, aun cuando sus salarios sean en general (y sólo en general) más altos.

b) Por otro lado, en cuanto incluye mucho de los antiguos «intelectuales» que no se consideraban como fuerzas productivas –artistas, escritores, cómicos, directores de cine–, el concepto de fuerzas de la cultura permanece fuera del marco de la revolución científico técnica y por tanto, la razón de su soldadura con la «mano de obra intelectual» permanece en la más completa oscuridad.

¿Pretende el concepto de «fuerzas de la cultura» precisamente nivelar a ambos grupos a) y b)? Pero, ¿cuál podría ser la razón de esta nivelación? ¿No sería puramente superficial u oblicua (cultura universitaria, por ejemplo)? Y sobre todo, ¿acaso un criterio más profundo, capaz de envolver en una unidad a a) y b) no ha de envolver también a los trabajadores manuales, considerados también como fuerzas de la cultura? ¿No estamos entonces ante un concepto que anuncia la desaparición efectiva de la división entre el trabajo manual y el trabajo intelectual? Pero si esta división se anula, ¿por qué se distinguen? ¿Cuál es el fundamento por el que oponemos las fuerzas del trabajo o las fuerzas de la cultura?

4. El significado de la distinción entre fuerzas del trabajo y fuerzas de la cultura (supuesto que no sea una mera distinción superficial o puramente denotativa), parece, según lo que precede, que no puede captarse en todas sus implicaciones por los procedimientos de análisis que venimos utilizando hasta ahora –procedimientos que se mantienen en la esfera de los propios términos dados y que nos arrojan continuamente resultados puramente denotativos, y aún triviales. Ello es debido, sobre todo (nos parece) a que la distinción no puede agotarse contemplándola solamente en la perspectiva de la sociedad de clases, es decir, en aquella sociedad en la que hay división del trabajo manual o intelectual. Debe también ser contemplada en la perspectiva de la sociedad socialista en la que suponemos ha desaparecido esta división (digamos: «después de la revolución»). Es esta la perspectiva más adecuada para medir la profundidad de cualquier distinción que aparezca en el ámbito político, económico o social, para separar sus manifestaciones dadas «antes de la revolución». Así como la diferencia entre hombres y mujeres, contemplada en la perspectiva de «después de la revolución» subsiste (salvo para quien mantenga utopías del estilo de Máximo el Confesor, que pensaba que, tras la resurrección de la carne, el cuerpo celeste será asexuado), aunque desaparezcan las elaboraciones de las diferencias propias de la sociedad de clases (problemas del feminismo); y así como cuando se discute de hecho sobre la significación de la religión o de la filosofía en el marxismo, suele apelarse a la perspectiva de «después de la revolución» (por ejemplo, cuando se dice que la filosofía se realiza, desapareciendo, en el comunismo). Este método nos empuja a la necesidad de regresar a distinciones más profundas que puedan mantener significado en la sociedad socialista, para, desde ellas, tratar de medir el alcance de la distinción que nos ocupa. Si se prefiere: utilizaremos estas distinciones más profundas como resonadores y trataremos de constatar de qué modo la distinción entre fuerzas del trabajo y fuerzas de la cultura suena (o resuena) cuando las sumergimos en la atmósfera vibrante de otras distinciones que suponemos son significativas: hemos escogido aquí dos «resonadores»: A) La distinción entre base y superestructura, B) La distinción entre sábado y domingo.

Que la primera distinción parece pertinente pocos lo discutirán; en cambio, podrá parecer extemporánea (y ajena a las discusiones habituales de los temas marxistas) la utilización de un método que trata de aclarar una distinción política (fuerzas del Trabajo y fuerzas de la Cultura) mediante una distinción teológica (sábado y domingo), y sin embargo, como trataré de demostrar, es a la luz de esta última distinción donde más claramente van a despejarse las nieblas que ocultan los significados escondidos de la distinción que nos ocupa; una distinción que nos va a permitir advertir quizá algunas de sus implicaciones más profundas, precisamente en sus relaciones con el concepto del «eurocomunismo». Pero no se trata de interpretar un concepto «marxista» a la luz de ciertos conceptos teológicos –en la línea de quienes interpretan al marxismo como un mesianismo o como una religión–. Para nosotros, las cuestiones religiosas no son ellas mismas teológicas –puesto que nos mantenemos en una perspectiva materialista–. Pero esta perspectiva, lejos de anestesiar el interés por las distinciones teológicas nos obliga al intento de reexponerlas en su significado no teológico –nos obliga a reexponer la distinción entre sábado y domingo a la luz de la distinción entre las fuerzas del trabajo y las fuerzas de la cultura.

a) La distinción base/superestructura es una de las distinciones más complejas del marxismo, y en modo alguno procede aquí estudiarla de frente. Me limitaré a manifestar mi opinión (que he expuesto, aunque, fragmentariamente, en algún otro lugar) según la cual al concepto de base, si bien no puede hacérsele corresponde unos contenidos absolutos, fijos, «sustancializados» (sino variables históricamente) sí le corresponde un contenido funcional, estrictamente objetivo (una función objetiva cuyos valores cambian). Este contenido funcional está relacionado con la misma legalidad material-natural (con la «naturaleza») tal como se desarrolla a través de la producción humana (pongamos por caso: las fuerzas nucleares «desatadas» por la ciencia y la tecnología de nuestro siglo). Según esto, los contenidos básicos, a la vez que soportes de todo el orden cultural y social, no pueden ser concebidos como contenidos previos o primeros (cronológicamente) –como sugiere la metáfora arquitectónica (Aufbau)– sino como un «esqueleto» que va él mismo configurándose en el seno de los restantes tejidos (las «superestructuras»), conforme ellos mismos se desarrollan de un modo viviente. No se trata, por tanto, de que las superestructuras «broten» de la base, y puedan, sin embargo, reaccionar sobre ella, gozar de cierta autonomía –porque este esquema sigue siendo metafísico (implica la sustantivización del concepto de «base»). Se trataría de ver en las superestructuras el marco mismo en el cual los contenidos básicos brotan cuando a su forma, sin perjuicio de su función soportadora (en relación con las legalidad natural-objetiva). En efecto: no cabe señalar ni un solo contenido básico (ni siquiera los más primarios, desde un punto de vista biológico) que no está ya envuelto, dentro de la historia humana por contenidos supraestructurales. La producción de trigo (el trigo de los economistas clásicos) puede ser considerada como un contenido básico, dentro de una etapa histórica, en tanto que el trigo subviene a las necesidades primarias de la alimentación, a la satisfacción de esas necesidades que se «reproducen diariamente», como dice Marx; pero el trigo, su contenido energético, está siempre «envuelto» en formas («culturales») muy precisas (por ejemplo, como pan, y el pan dado a su vez según formas más precisas, redondas, alargadas). Que el trigo, por su contenido energético (genérico, abstracto) sea independiente (neutral) respecto de sus especificaciones culturales, no significa que sea posible aislarlo («sustantivarlo»). Su genericidad es sólo neutralidad ante alguna de sus especificaciones (frente a las otras), no ante todas. Pero esas especificaciones tienen mucho que ver con las superestructuras, pongamos por caso, con las superestructuras artísticas. Según esto, el orden superestructural tiene sus leyes de desarrollo de algún modo autónomo –pertenece a otra escala que el orden de la base– pero tiene unos límites en este desarrollo impuestos precisamente por las legalidades básicas que, sin embargo, no están prefiguradas. La distinción entre base y superestructura se nos manifiesta de este modo como una distinción abstracta, como la distinción de dos perspectivas o escalas en las que se nos descompone el mismo proceso de la producción –pero subrayando que este proceso, al ser descompuesto en estos dos planos abstractos, se nos revela como un proceso dialéctico, porque los contenidos dados desde cada perspectiva o plano no son «conmensurables».

Aunque en el supuesto de que se alcanzase la atenuación o eliminación de las diferencias entre el trabajo manual y el trabajo intelectual (las diferencias jurídicas, económicas, sociales) siempre subsistiría la posibilidad de distinguir (no ya tomando como referencia el trabajador, sino a sus productos) entre un trabajo productivo (que podíamos coordinar con el trabajo básico –el que produce los valores básicos) y un trabajo no productivo (coordinable con los valores superestructurales). Ambos tipos de trabajo se «realimentan», se «implican», y sus líneas divisorias se hacen cada vez más sutiles y abstractas, aunque no menos reales. Si resulta relativamente sencillo clasificar a la producción bruta de trigo como trabajo productivo, básico, no es tan sencillo clasificar como trabajos productivos a los trabajos absorbidos por la industria pesada, cuyos productos se transforman tanto en tractores como en objetos de lujo o incluso en material de guerra, en material destructivo. Las líneas según las cuales un trabajo es productivo y otro no lo es no pueden establecerse sino considerando globalmente el proceso –y no por ello la distinción es menos objetiva, en principio.

Ahora bien: ¿pondremos en correspondencia las fuerzas del trabajo con las fuerzas productivas de contenidos básicos y las fuerzas de la cultura con aquellas que producen contenidos superestructurales? Al menos, la ambigüedad de todas estas distinciones alcanza un grado similar. Globalmente, en «promedio», por decirlo así, las fuerzas del trabajo corresponden evidentemente a las fuerzas productivas (incluyendo a los trabajadores científicos y siempre que la ciencia funcione como fuerza productiva, puesto que puede funcionar como «fuerza superestructural»: amplias áreas de la ciencia matemática o de la Paleontología, no tienen relación directa «con la producción»; son, en este sentido, puramente especulativas; sin contar con la mayor parte de las ciencias culturales). Mientras, las fuerzas de la cultura podrían redefinirse (al menos en una sociedad en la cual también son trabajadores aquellos que producen formas superestructurales) precisamente en función de la superestructura.

Si mediante la coordinación que hemos ensayado (fuerzas del trabajo / fuerzas de la cultura y trabajo productivo / superestructural) –y que está propuesta por modo problemático, para mostrar más bien su imprecisión– parece que es posible redefinir la distinción que nos ocupa en términos más abstractos, sin embargo, en modo alguno se nos descubre su significado práctico último; incluso subsiste la duda de si no estaríamos trazando una distinción neutral por respecto de cualquier tipo de socialismo, en particular sin especial significado respecto del eurocomunismo. Esta indeterminación se suprime al introducir el segundo «resonador» que habíamos anunciado, la distinción entre sábado y domingo.

b) En cuanto a la distinción entre el sábado y el domingo, es obvio que se toma aquí en relación con la distinción entre el tiempo de trabajo y el tiempo libre, el tiempo de ocio. Comenzamos constatando hasta que punto la distinción entre el tiempo del trabajo y el tiempo del ocio se presentó (en cuanto distinción económico política) prácticamente como distinción entre el tiempo del trabajo encadenado, enajenado y el tiempo propio (el tiempo libre, en particular, el «día libre»). Por consiguiente, la distinción, en el contexto del capitalismo, es eminentemente pragmática, operatoria, puesto que está pensada en términos de su modificación (reducción del tiempo de trabajo; reivindicación de la semana de 60, de 50, de 40 horas). De aquí no hay más que un paso para pensar utópicamente que esta distinción desaparece en el estado final, en el sentido de que allí todo el tiempo será libre, como en las Islas del Sol de que nos habla Diodoro Sículo. Marx, sin embargo, al exponer su doctrina de la plusvalía, ya había hecho observar profundamente cómo en el trabajo esclavo, todo el tiempo parece «tiempo para el señor» (lo que oculta la parte del tiempo que el esclavo trabaja para sí mismo); e inversamente, en el trabajo asalariado capitalista, todo el tiempo parece trabajo para sí mismos (en virtud de los términos del contrato de trabajo) cuando hay una parte que es tiempo para el capitalista. Suponemos que, desde el punto de vista marxista, la oposición entre el tiempo de trabajo y el tiempo libre no se agota en el contexto del capitalismo, no es una distinción que haya de perder todo su sentido en el comunismo (aunque sí se alteran profundamente sus determinaciones). Subsistirá una distinción entre tiempo laborable (que concretamos en los días laborables) y el tiempo de ocio (que concretamos en los días festivos). Y entonces, la distinción toma inmediatamente contacto con otras distinciones anteriores al modo de producción capitalista (a la manera como también la democracia es anterior –según la profunda exposición de Santiago Carrillo– al modo de producción capitalista), particularmente con la distinción entre los días de trabajo y los días de fiesta.

Y ahora advertimos de inmediato, y no sin asombro, que los problemas teológicos tradicionales (digamos: correspondientes a otros «modos de producción») en torno a la interpretación de los días festivos y a su relación con los días laborables son coordinables con los problemas que plantea el socialismo en relación con el concepto de tipo de ocio –de suerte que aquellos problemas teológicos se aclaran por estos y recíprocamente–.

Abreviando: la oposición principal en la interpretación teológica es la oposición entre el sábado y el domingo. El sábado (según la tesis de Meinhold) habría sido instituido en tiempos del cautiverio de Babilonia y su contenido sería el abandono completo del trabajo, el descanso. El sábado (procedente a su vez de las culturas mesopotámicas), habría sido aceptado por la comunidad judía en el siglo II a.C., como día festivo, relacionándolo con un mandato directo de Yahveé. Los judíos aprovecharon el descanso para reunirse en las sinagogas y consagrarse al culto religioso. Ahora bien: el cristianismo significó una variación completa en la interpretación del día festiva: «No se ha hecho el hombre para el sábado, sino el sábado para hombre.» Esto puede interpretarse aquí de este modo: el día festivo no consiste en el descanso, sino en el día del culto a Dios. Por eso, los cristianos, para separarse de los judíos, escogerán otro día, al que llamarán «Día del Señor» (Dies Domini, Domingo) o también «Día del Sol». El lugar del nuevo día festivo, que era el primer día después del sábado, fue elegido en memoria de la Resurrección del Señor. Ahoga bien: mientras que el Día del Señor, el Domingo, no habría comportado, en principio, cesación del trabajo (descanso) sino algo positivo: culto al Señor (que implica necesariamente reunión de los cristianos, asamblea), en la Edad Media, ante los «bárbaros francos», se introduce la idea del domingo como el «sábado cristiano», es decir: indicando cesación del trabajo. Era el único modo de someter a una disciplina religiosa a los campesinos, de hacerles reunir regularmente en las Iglesias, para recordarles que «no sólo de pan vive el hombre». Lutero significa otra vez un cambio total: para el hombre piadoso todos los días son festivos, o, de otro modo, no hay por qué considerar la cesación del trabajo como contenido del domingo. Sólo para los débiles, para los niños de la fe, conserva la Iglesia el sábado-domingo. Después de la venida de Cristo, una vez que la verdad está cumplida, todos los días son de fiesta. La institución del domingo es más bien una cuestión práctico administrativa –cuestión de técnica orientada a conseguir mayor facilidad para que los creyentes se reúnan a escuchar la palabra de Dios (Advertencia sobre el oficio eclesiástico, y Contra los sabatistas, 1538).

¿Cómo interpretar, desde un punto de vista marxista, los días festivos de la sociedad socialista? ¿Son sábados o son domingos? La situación es diferente antes y después de la revolución. En la sociedad capitalista (o desde el punto de vista capitalista) el domingo es descanso (reposición de fuerzas) –es el sábado judío, secularizado. Desde el punto de vista del trabajador, es el día libre, y no es sólo día de descanso: es el día de reunión en el que ya no tanto se da culto a Dios, cuanto se cultiva el espíritu («día de la cultura») y se intenta lograr la instalación de la libertad –la reunión es ahora el mitin, la asamblea (y esto no significa tanto que el mitin sea una misa cuanto que la misa fuera ya un mitin). Pero en la sociedad socialista, cuando la producción es ya tarea de todos, podría decirse (como Lutero) que todos los días son días de la libertad; todos los días son festivos –y, si los días de fiesta subsisten, al margen del descanso, será porque ellos también incluyen el trabajo–. Este trabajo ya no será el propio (del de la propia especialidad) sino el trabajo de los demás, los trabajos que los especialistas de la industria del ocio ofrecen a los especialistas en los trabajos productivos, así como estos últimos le ofrecían los suyos a aquellos en los días laborables, en un flujo de circulación permanente. Los días libres, que eran días de culto a Dios, son ahora los días de la Cultura: la comunión es ahora el consumo de los bienes culturales; las fuerzas de la cultura desempeñan la función de los antiguos especialistas religiosos (los «ministros del culto»). El reino de la Gracia es ahora el reino de la Cultura.

En términos hegelianos: el reino del Espíritu absoluto. Lo que viene a postularse es algo así como que la vida de este reino germinará floreciente en el tiempo del ocio socialista. Es una pura inepcia pasar por alto estas conexiones con el sistema hegeliano, en nombre de un «corte epistemológico» con el hegelianismo. La cuestión, y esto si que es importante, aparece no en el momento de eliminar el Espíritu absoluto, sino en el momento de invertir el orden de sus componentes. Se diría que hay una tendencia constante, en la práctica del socialismo, a invertir el orden de los momentos del Espíritu Absoluto hegeliano: Arte, Religión, Saber absoluto (Filosofía), más que a suprimirlo. En el eurocomunismo, en Richta, el saber absoluto apenas se menciona; al proclamar la «libertad filosófica» en el pluralismo democrático, se diría que la Filosofía pasa a ocupar el lugar inferior, abandonándose a la vida privada de la minoría de trabajadores que, en sus tiempos de ocio, tengan el capricho de filosofar (a la manera como otros pueden tener el capricho de estudiar las lenguas muertas): pero la Filosofía no parece que tenga que jugar un papel especial en el conjunto de los ciudadanos, como actividad pública. La Religión mantiene su puesto «secundario» –si suponemos que aquellos ciudadanos que tengan preocupaciones escatológicas (y lo supondrán los creyentes militantes) han de ser siempre más numerosos que aquellos que tengan sólo preocupaciones filosóficas. En el grado más alto, evidentemente, la política socialista tiende a poner el Arte –a la Música, a la Danza, al Teatro, al Deporte– en cuanto ocupación de masas y «entretenimiento» del tiempo libre.

Pero así como el reino de la Gracia se sobreañade al reino de la Naturaleza (presuponiéndolo, pero incorporándolo a una esfera más alta que, con todo, conserva la autonomía de sus leyes) así el reino de la Cultura parece sobreañadirse ahora al reino de la Naturaleza (o al reino de la Producción básica) a quien incorpora y confiere una tonalidad más profunda y «humana», libre. Desde perspectivas múltiples (económicas, jurídicas, sociológicas) habrá desaparecido en el socialismo la distinción entre el trabajo manual y el trabajo intelectual, incluso entre las fuerzas del trabajo, sino porque todo trabajo es libre, a la manera como en el cristianismo luterano, todos los días laborables, «salvo para los débiles y los niños de la fe», eran festivos. Ahora bien, si se mantiene la diferencia, será en la medida en que se mantiene una diferencia entre la cultura y la legalidad natural, así como si se mantiene (incluso en Lutero) una diferencia entre trabajo y oración será en la medida en que se distingue entre la Naturaleza y la Deidad, entre la Tierra y el Cielo. Y esto nos permite inesperadamente descubrir un aspecto, de otro modo oculto, del eurocomunismo, e interpretar la significación que en él pueda tener el respeto hacia los «creyentes», el respeto hacia las creencias religiosas como contenido alternativo del tiempo del ocio, del domingo (e incluso como condición neutra, compatible con la de militante en el Partido, incluso «en su Comité Central»).

En efecto: lo que consideramos esencial en la situación ideal reconstruida, es esa continuidad (conmensurabilidad, armonía) entre el reino del trabajo y el reino de la cultura, por tanto, entre las fuerzas del trabajo y las fuerzas de la cultura socialistas. Esta continuidad o conmensurabilidad implica, a nuestro juicio, el monismo. Pero el monismo no es algo que pueda reducirse a la condición de una mera concepción «cosmogónica» (la teoría de la reconciliación final entre el Hombre y la Naturaleza –tesis invocada, por cierto, explícitamente, por Richta en la exposición de su famoso libro) sino que se revela también en la confianza («práctica») de que todo los cursos del desarrollo social, cultural, económico y político confluyen hacia el socialismo (hacia el estado final, como estado estacionario) en virtud de una suerte de armonía preestablecida. El monismo está presente prácticamente también en esas fórmulas que remiten beatamente «a la praxis» la resolución de los problemas teóricos, porque confían que la práctica (las prácticas) resolverá aquellos problemas que ni siquiera se saben plantear (entre otras cosas a consecuencia de esos conceptos degenerados de «práctica teórica» y de la «teoría práctica teórica»). El monismo es así un armonismo y su paralelo teológico es el armonismo católico, diríamos, más bien que luterano; un armonismo según el cual se vive como si todos los cursos mundanos condujeran hacia el reino de Dios, hacia la salvación (porque no dependen de una voluntad arbitraria de Dios, sino del orden mismo de la naturaleza de las cosas, fijado por la inteligencia divina desde la eternidad). Todas las cosas conducen a la revolución –todas las cosas (el trabajo, el arte, la teoría, la técnica) se justifican también, antes del socialismo, en cuanto conducen a la revolución.

Ahora bien: un armonismo «de la base y de la superestructura» en virtud del cual todas las categorías básicas (económicas, sociológicas, tecnológicas) y las superestructurales (arte, religión, saber) se supone que confluyen «preestablecidamente» hacia un estado de ajuste en el cual las contradicciones antagónicas habrán sido resueltas, equivale a un reduccionismo categorial, «positivizado», de las perspectivas revolucionarias. Y este reduccionismo categorial no es fácilmente conciliable con un punto de vista materialista. En efecto, materialismo significa, en este contexto, la referencia a la naturaleza inagotable del material político («el hombre»), un material que no puede considerarse agotado y satisfecho en sus determinaciones categoriales. Sólo cabe hablar de un armonismo de las categorías cuando se da por supuesto que ese material está ya expresado, cerradamente, en ellas. Cuando se da por supuesto que la Antropología o la Historia son ciencias categoriales. Pero el materialismo es dialéctico: porque la tesis de la inagotabilidad del material humano, equivale a poner en cuestión el armonismo, precisamente porque se contemplan, como componentes de la misma realidad, las inconmensurabilidades y conflictos que, en todo momento, y a consecuencia del propio desenvolvimiento del material, pueden sobrevenir en el desarrollo mismo de las categorías. Mientras para el marxismo clásico la revolución está siempre contemplada como un proceso que traspasa las categorías históricas y sociológicas dadas, está siempre contemplada como una revolución trascendental (sin perjuicio de que esta transcendentalidad contemplada desde el materialismo filosófico, aparezca formulando metafísicamente sus objetivos: el «Hombre nuevo», el «Hombre total») y, por ello, incluye una moral (la «moral socialista»), ahora la revolución se mantiene más bien en el plano categorial (que no es necesariamente el económico –el economicismo– sino también el sociológico y el psicológico, el plano de la felicidad y del bienestar). Se diría que la revolución no es trascendental y que tiene que ver más con la bondad (con el bienestar, con la justicia) que con la verdad. Y no es que, por nuestra parte, desde el materialismo filosófico, echemos de menos, en esta reducción categorial, determinados objetivos metafísicos (la «transcendencia», sea la «transcendencia transcendente» o la «transcendencia inmanentizada» y determinada como utopía y como esperanza, de la que habla Manuel Ballesteros en su artículo de Nuestra bandera, nº 88-89, pág. 92, y que nos parece completamente vacía). Lo que subrayamos es la desaparición de la dialéctica, la reducción de los problemas de la dialéctica política al plano de la tecnología pragmática (no precisamente economicista: también sociologista, psicologista) de la «administración prudente de las cosas y de las personas». Esta reducción, por de pronto, al poner entre paréntesis todo cuanto se refiere a la verdad, y por mucho que subraye lo concerniente a la justicia y al bienestar, suprime cualquier tipo de interés profundo y filosófico a la política –porque la política, de ahora en adelante, podrá creer que no hay más realidades que las que se manifiestan en las categorías existentes, ignorando las profundidades escondidas que la materia infinita contiene, y sólo una parte de las cuales llega a su superficie. No se trata, por tanto, de proponer una alternativa escatológica a esta reducción categorial del socialismo (o del comunismo): se trata de denunciar el carácter superficial del armonismo categorial, su ocultamiento de las capas profundas de la materia humana, los peligros que pueda encerrar la confianza benevolente en el desarrollo del capitalismo, el carácter utópico e ideológico, por tanto, que pueda encerrarse en el irenismo democrático, dada la naturaleza dialéctica de toda suerte de relaciones humanas y las implicaciones de esta dialéctica en cuanto se refiere a la violencia, a la coacción, a la educación (en cuanto opuesto a cualquier tipo de pensamiento espontaneísta en la sociedad comunista, incluso en el comunismo universal).

La reducción de las cuestiones políticas a términos estrictamente categoriales supone también una subestimación, de hecho, de las superestructuras, del Espíritu absoluto. Si la política permanece neutral ante estas superestructuras; si les concede un lugar para su desarrollo, pero absteniéndose en todo lo que se refiere a los contenidos, confiando, desde el armonismo, en que cualquier desarrollo de estos contenidos será inofensivo –esto significa que el pluralismo oculta, a la vez que un genuino espíritu democrático, un desinterés por los mismos contenidos que se dicen respetar–.

a) Así, en lo que se refiere al Arte (en su sentido más generalísimo) la política «categorial» se abstrendrá de todo dogmatismo y abandonará a la vida privada (es decir, a la subjetividad, al ocio enmarcado) la determinación de su contenido. La política de administración de las cosas se abstendrá de entender nada acerca del arte (no querrá «equivocarse» de nuevo proponiendo los modelos del realismo socialista). Pero entonces, tanto la música sinfónica como el rock más subdesarrollado, quedarán nivelados en la tabla de valores de la política socialista: la libertad democrática entre estos valores está aquí a dos pasos del desprecio o de la indiferencia por los mismos. El armonismo confía simplemente en que la contracultura no brotará jamás del espontaneo cultivo del arte en la sociedad socialista: subestima el componente dionisíaco de la materia humana y da explicaciones superficiales (de puro reduccionismo económico, por ejemplo) a los movimientos contraculturales, confiando en que un cambio en las situaciones económicas los extinguirá suavemente. Desde un punto de vista dialéctico-trascendental, en cambio, no podrá menos de reconocerse la posibilidad de que estas corrientes contraculturales (en formas enteramente imprevistas) puedan brotar torrencialmente y extender su potencia aniquiladora de la cultura misma de la que habían manado, en cualquier momento. El dirigismo en arte (dirigismo que no necesita de formas violentas, «coactivas») por tanto, no es sólo un resultado del centralismo rígido y pedante; puede ser también visto como resultado de una visión dialéctica de la materia humana. Sólo porque aprecia la fuerza de las corrientes dionisiacas y nihilistas, el dirigismo es algo más que una pedantería –es, aún en el medio de esta pedantería, él mismo trágico.

b) El armonismo tolera también, evidentemente, la Religión, relegándola a la vida privada, al ocio, al domingo. Desde el punto de vista del creyente, este reconocimiento del derecho a la religión privada en el tiempo del ocio tiene ya un significado trascendental, en cuanto en esta vida religiosa se desbordan (por los sacramentos) las categorías y se toma contacto con la deidad. Pero esta perspectiva, aunque respetada, no puede ser mantenida por ningún materialista, porque ella implica la subversión del materialismo. Entonces ¿qué alcance puede tener el reconocimiento del derecho a la religión en la sociedad socialista, el reconocimiento del derecho a la fe cristiana, musulmana, la fe de los Testigos de Jehová o a la de los Niños de Dios? Tan sólo el de una concesión prudencial, que revela a lo sumo una indiferencia –pero en modo alguno el del reconocimiento de una «posibilidad de principio», porque, entonces, la política materialista sería contradictoria consigo misma. Ahora bien: el desentenderse de las cuestiones de la religión, abandonándola a la vida subjetiva, privada (cuando la intencionalidad de esa vida es ser pública, proselitista) es significativo, creemos, no tanto por la importancia que pueda tener para el socialismo el eliminar «los últimos reductos de la superstición» (como si de esa eliminación hubiera de seguirse inmediatamente alguna ventaja decisiva en la marcha hacia el socialismo). Cuando estos reductos se consideran como una «cantidad despreciable», cuando los creyentes tampoco son considerados como «retrasados mentales» que fuera preciso curar, entonces, sería puro fanatismo vincular consecuencias importantes a su eliminación. La significación de la neutralidad emanada del armonismo, en relación con la religión, la pondríamos en otro lado: en los que ella tiene de testimonio de la actitud general de indiferencia por todo cuanto no se reduzca a ciertas categorías. En realidad, el deísmo, el «vago deísmo» que muchos marxistas parecen profesar (pensamos en Elio) interesa políticamente, más en cuanto testimonio del armonismo, del monismo, en cuanto signo de la tonalidad confiada, más metafísica que dialéctica (creemos), que en cuanto a «dolencia» que fuera preciso inmediatamente eliminar. Pero el confinar la vida religiosa al ocio, a la subjetividad, es confiar en que el «juego de las categorías» mantendrá también confinada a la religión en el marco de la vida subjetiva de los trabajadores piadosos. Pero el materialismo filosófico ha de reconocer la posibilidad de que esa vida religiosa, hoy casi extinguida, o al menos desarrollándose de un modo, en líneas generales, lánguido e inofensivo, se inflame de nuevo en el seno mismo del socialismo y del comunismo –porque la llama religiosa se alimenta de instintos profundos que transcienden las categorías y solamente si atendemos a apagar todo rescoldo (y ello no significa tanto «una nueva Inquisición», llevada a sangre y a fuego, pero sí una política de educación filosófica racionalista, entendida como un servicio público) podemos tener la seguridad de que, por ahí, al menos, los torrentes dionisíacos o nihilistas de la materia de fondo de los hombres no va a desbordarse, a tomar la forma de un nuevo fanatismo teológico. Confiar en el carácter dulce y pacífico que la mayor parte de las religiones han adquirido en nuestros días es olvidar que este carácter está determinado por sus posiciones de repliegue; y es confiar de nuevo en que el material humano está «agotado» en el juego de las categorías no superficiales, es ignorar el significado trascendental de las religiones superiores. (¿Acaso el reconocimiento de las fuerzas demoníacas, y la dialéctica que ellas determinan frente a todo supuesto de un estado estacionario, no se pone de manifiesto en la Unión Soviética por la importancia concedida a la demonología de los extraterrestres –demonología que en modo alguno puede confundirse con un sustitutivo de la religión, porque los démones, los extraterrestres, son antes enemigos potenciales de los hombres que amigos suyos, o en todo caso son pensados como positivos y determinados, no como infinitos–?).

c) Por último, el armonismo también tiende a confinar al saber absoluto, a la Filosofía, dentro de la vida del ocio, dentro de la subjetividad de los ciudadanos que eventualmente puedan interesarse por ella. Pero este confinamiento sólo puede estar justificado, a su vez, en la hipótesis de que los problemas «públicos» quedan agotados en las categorías científicas, económicas, sociológicas, armónicamente concurrentes. Es dar por supuesto que no interesa públicamente la profundización trascendental de estas categorías y que las tareas de esta profundización, considerada como inofensiva («teórica-teórica») tan sólo pueden ser reconocidas como actividad privada, subjetiva.

Una política que se reconoce dialéctica; una política que se reconoce materialista, ¿cómo podrá dejar de ser trascendental? ¿En nombre de qué podrá confiarse en el juego espontaneo de las categorías a partir de las cuales, en todo caso, es preciso operar, a partir de las cuales hay que trazar los caminos? Quien traza las caminos hacia la revolución, con inspiración materialista, no puede olvidarse de la enseñanza de Heráclito: «Jamás te encontrarás, en tu camino, los límites del alma, ni aunque recorras todos los senderos, tan profunda es su medida».

Oviedo, 11 de noviembre de 1977

 

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