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El Catoblepas, número 123, mayo 2012
  El Catoblepasnúmero 123 • mayo 2012 • página 7
La Buhardilla

Paisajes de España en el Seiscientos
(y de ahí en adelante)

Fernando Rodríguez Genovés

Breve panorámica de la cultura española en los siglos XVI y XVII, con una sucinta mención al movimiento de los novatores, a Feijoo y a Jovellanos

El Greco, Vista de Toledo (c. 1597-99)

En suelo español, las universidades no ganaban en importancia ni riqueza, sino sólo para disgusto de aquellos que se atrevían a vulnerar alguna pieza de su ordenamiento cuidadoso{1}. Sabido es que las ideas ilustradas, y el movimiento social y político a ellas asociado, se introdujeron en España con notable tardanza y prevención. La Iglesia monopolizaba de tal manera el saber que se erigía sobre sus hombros como un ángel custodio, que por acción de su fervor se tornaba feraz ángel exterminador. En las universidades siguió encontrando su campo de maniobras ideal, alternando sus tareas con las del Santo Oficio. En tan edificante marco de espiritualidad resultaba imposible el brote de alguna idea innovadora.

Es a finales del Seiscientos cuando en España se abre una brecha precursora de la modernidad a través principalmente del movimiento novatores. Tal denominación estaba revestida desde su aparición de connotaciones negativas, como grupo de oposición a las ideas tradicionalistas, representadas entonces por el escolasticismo y el neoaristotelismo adaptados a las peculiares necesidades doctrinarias de la universidad. En el Diccionario de la RALE todavía puede hallarse ese tono de insubordinación en el significado del término, al definirlo en su acepción de novador, ra: «Persona inventora de novedades. Tómase regularmente por la que las inventa peligrosas en materia de doctrina.»

El movimiento de los novatores reunía, así, una doble motivación. Por una parte, la superación de la tiranía intelectual del escolasticismo y del inmovilismo de las doctrinas tradicionales, y, por otra parte, la recepción y divulgación de concepciones e ideas científicas que estaban transformando el mapa cultural europeo, especialmente el cartesianismo, adoptado como espejo donde podía mirarse el intelectual moderno.

En cualquier caso, siempre se tomó como modelo de actuación el espíritu renacentista de recuperación de los textos clásicos en su sentido íntegro, no tergiversados ni manipulados por lecturas comentadas ni por la fiereza ideológica de la lectio. Semejante influencia renacentista se tradujo en la rica heterogeneidad del movimiento que agrupaba a médicos, astrónomos, literatos, matemáticos y también a filósofos, liberados del yugo de la toga o de la sotana, y empeñados en expurgar el sano nombre de sus antepasados de esencias de dogma e incienso.

Me interesa especialmente referir respecto a esta trascendental liga de librepensadores su carácter civil y los espacios donde se movían. Sin dependencia con la corte o la universidad, los novatores fueron los máximos animadores de las tertulias: reuniones de personas cultas y con ánimo de instrucción y recreo del espíritu. Las tertulias abarcaban todo género de temas, desde los más marcadamente científicos o literarios, celebrados en el domicilio del matemático Baltasar Iñigo, a los más distendidos o humorísticos, animados por el Marqués de Villatorcas.

Estos actos constituyeron un referente y un antecedente directo para las academias o asociaciones culturales y para las Academias (de la Lengua, de la Historia, de Bellas Artes, etcétera), que bajo la influencia apreciable de muchos de ellos, y de sus continuadores, se fundaron en España bajo la égida de los primeros Borbones, Felipe V y Carlos III, en clara pugna con las irreductibles universidades, inasequibles al desaliento, algunas de las cuales fueron cerradas por orden soberana al negarse a aceptar la mínima modificación de sus rutinas, vinieran de la exigencia histórica o de la voluntad del rey. Éste fue el caso de las universidades de Huesca, Lérida o de Valencia.

Juan de Cabriada, Carta filosófica, médico-química (1687)

En Valencia, el movimiento de los novatores tuvo especial relevancia, destacando Juan de Cabriada, autor de la Carta filosófica, médico-química (1687), Tomás Vicente Tosca, cuyas ocupaciones en matemática y arquitectura no le impidieron escribir el año 1721 su Compendium philosophicum, y Andrés Piquer, cuya obra Lógica moderna (1747) representa una autentica innovación en el estudio metodológico de las ciencias y en la teoría del conocimiento por entonces practicada. Un vivo retrato de este bizarro movimiento intelectual y cívico ha sido realizado por uno de los más notables estudiosos de la ciudad mediterránea y de sus acontecimientos culturales, Manuel Sanchis Guarner:

«Las nuevas inquietudes intelectuales vinculadas al ambiente preilustrado no se desarrollaron dentro de las aulas de la tradicionalista Universidad Valentina del Seiscientos, cuyas cátedras estaban ocupadas por aristotélicos y galenistas acérrimos. Los novatores valencianos se aglutinaron al margen de la Universidad, en tertulias, academias y bibliotecas, surgidas bajo el mecenazgo de un noble ilustrado, como las celebradas por el Conde de Cervelló y del Marqués de Villatorcas, donde asisten científicos, filólogos, historiadores y bibliógrafos, poseídos todos de amplia curiosidad y de riguroso sentido crítico. Estos núcleos eruditos de los últimos decenios del siglo XVII, ajenos a la caduca ciencia oficial, constituyen, como dice Peset, la raíz autóctona del esfuerzo que se realizará en el siglo XVIII.»{2}

La Ilustración española, si es que podemos hablar de ella como impacto contemporáneo, no revistió carácter de movimiento compacto sino de acción fragmentaria de personajes eminentes que se imponían a un ambiente cultural y a unas circunstancias muy poco favorables, en un siglo que con prisa pedía paso a la transformación. En su Carta filosófica, Juan de Cabriada lamentaba esta situación de retraso: «Que es lastimosa y aun vergonzosa cosa que, como si fuéramos indios, hayamos de ser los últimos en recibir noticias y luces públicas que ya están esparcidas por toda Europa.» Difusión de conocimiento y empeño reformador se convertían así en las urgencias inmediatas de la cultura española. Benito Feijoo y Jovellanos protagonizaron de modo especialmente notorio este esfuerzo, con un resultado y un tinte determinados en gran medida por los espacios desde donde emplazaron su punto de mira y su territorio de acción.

Benito Jerónimo Feijoo

El fraile benedictino Benito Jerónimo Feijoo revela con bastante claridad la tensión y las contradicciones inherentes a una obra meditada y elaborada con denuedo, conducente a la renovación en las ideas filosóficas y los estilos literarios, mas sin renunciar al dogma cristiano y al reducto cerrado del saber. Feijoo compone su magno Teatro crítico universal desde el lado interior de las bambalinas, sin actuar en el escenario público, sin abrirse al gran teatro del mundo donde se juegan los hombres su vida y su destino. Feijoo decide llevar una vida de encierro, que transcurre desde la celda del convento de San Vicente en Oviedo a las aulas del mismo y más tarde a las de la Universidad asturiana. Singular modo de promover meditaciones y contenidos de corte moderno y antiescolástico, sin voluntad de abandonar el continente propio donde su adversario ha anidado y echado raíces, el monasterio y la lección, cobijos de lo más conforme para una existencia concentrada en la docencia y el estudio.

No es, pues, de extrañar la ambigüedad y el diletantismo que se ha percibido en la obra del fraile, su falta de originalidad de pensamiento en el valioso océano de páginas en que se compendia, comentario éste, que hay que interpretar, libre de reproche y con independencia de su reconocimiento como personaje indispensable en el pensamiento español. No puede haber reproche alguno en un autor que sabía lo que quería y lo expresaba con decisión: «Estoy y he estado siempre en que la mejor filosofía es la que más claramente está acorde con la religión.» (Cartas eruditas).

No podemos olvidar, con todo, que para encaminarse con provechoso y coherente paso hacia la Ilustración era necesario alguna renuncia al pasado y muchas incorporaciones al escenario civil, emancipado de legados del pasado. Y, por otra parte, que de una actividad docente de dedicación exclusiva poco más puede esperarse que erudición y producción excelente, como sin duda acontece en este caso, aunque provenga de segunda mano.

Francisco de Goya, Gaspar Melchor de Jovellanos (c. 1798)

Si Gaspar Melchor de Jovellanos se inserta mejor en el espíritu ilustrado y coopera de manera más decisiva en su promoción, se debe al hecho, no exclusivo mas sí decisivo, de su destino encarrilado desde su juventud hacia la actividad pública, donde puso en práctica un ideario de cambio social e intelectual. Para ello hubo de apartarse muy pronto de la carrera eclesiástica hacia la que iba encaminado y desilusionarse de la carrera universitaria que le excluyó, para fortuna de la cultura española.

Porque a raíz de sus frustradas intentonas de ejercer en el magisterio escolar o eclesiástico, que lo hubieran convertido en un anónimo catedrático o un oscuro monje, Jovellanos se introduce en la magistratura y los asuntos políticos de la villa y corte, incorporándose con prontitud en las Academias más afamadas de entonces (de Historia, de San Fernando, de la Lengua, de Cánones y de Derecho), en donde expuso sus ideas reformadoras en los campos de la política, el derecho y la educación, haciendo de él un personaje público e influyente.

Tanto Feijoo como Jovellanos colaboraron en la regeneración de la cultura española, pero de sus actitudes derivaron consecuencias distintas. El primero recibió la protección de su orden religiosa y del mismo monarca, Fernando VI, que lo nombró consejero real y amparó sus libros bajo su manto de púrpura. Jovellanos, en cambio, arriesgó más al salir a la arena pública, con el resultado de persecución y destierro por parte del poder. Con la llegada al trono de Carlos IV, busca refugio en su tierra natal, pero no para encerrarse sino para inaugurar el Instituto Asturiano, centro de estudios científicos y politécnicos, en el que intentó llevar a cabo su programa de instrucción pública inspirada en bases prácticas y utilitarias, es decir, «los buenos estudios y especialmente el de aquellas ciencias que se llaman útiles.» (Discurso sobre los medios de promover la felicidad en Asturias). Tal proyecto educativo tardó más de trece años en poder llevarse a cabo, desde la inicial aceptación hasta su definitiva apertura el año 1794, debido a las reticencias y frenos que recibía por parte de las instituciones locales y centrales, especialmente de la Universidad de Oviedo, al advertir en aquél un plan tan intrépido que podía oscurecer, o más bien iluminar, su propia mediocridad y monopolización.

De teorías fortalecidas por la razón y de ocupación práctica consagrada al servicio público habla Jovellanos, sembrando un ideal que costó tiempo cosechar. De utilidad en la vida efectiva y pública de los hombres hablaba ya en el siglo XVII Francisco Gutiérrez de los Ríos, tercer conde de Fernan Núñez, en el instruido y didáctico libro El hombre práctico (1686). En el discurso que dedica a la «Filosofía en general» acusa a la filosofía aprendida en las escuelas, sujeta al tedioso e improductivo ciclo de las querellas internas en torno a las mil maneras de cocinar el aristotelismo y el tomismo, más atenta a la cicatera gloria que produce quedar victorioso en la refriega entre expertos que «al conocimiento perfecto de las cosas naturales, corrección de costumbres y demás usos de la vida activa o práctica».

El siguiente fragmento informa sobre la encrucijada en que estaba la filosofía, así como una valiente propuesta de discernimiento de su ámbito de relaciones:

«Y si contra esto se alegare que este género de filosofía y sus disputas sirven de introducción y basta para mantener las de la sagrada teología y santos misterios de la religión contra las falsedades de los que en ella quieren introducir novedades o sectas, concluiremos que se mantenga en buena hora para tan santo fin y quede su estudio meramente para las personas eclesiásticas dedicadas a la contemplación y necesarias para impugnar los errores contra la religión. Y que los demás que profesasen una vida activa y práctica no se embarquen en nada de esto que pueda abstraerlos de la práctica o confundir en ella sus operaciones.»{3}

Lástima que no fuera atendida tan razonable demanda ni resuelta con coraje la disyuntiva que se ofrece a los que todavía pretenden una dedicación al quehacer filosófico: elegir entre consagrarse a un género orientado a la devota especulación y a la ancestral servidumbre a la Teología o arriesgarse a salir de su red y de sus aposentos y tomar parte de la vida «activa y práctica».

Notas

{1} Texto incluido en mi libro Saber del ámbito. Sobre dominios y esferas en el orbe de la filosofía (Parte II. Ámbito y civilidad), Síntesis, Madrid, 2001, págs. 81-86.

{2} Manuel Sanchis Guarner, La ciudad de Valencia. Síntesis de Historia y de Geografía urbana, Ayuntamiento de Valencia, Valencia, 1983, pág. 332.

{3} Jesús Gómez (Ed.), El Ensayo español, Los orígenes: siglos XV a XVII, Vol. 1, Páginas de Biblioteca Clásica, Crítica, Barcelona, 1996, pág. 211.

 

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