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El Catoblepas, número 134, abril 2013
  El Catoblepasnúmero 134 • abril 2013 • página 4
Los días terrenales

Sobre Gonzalo Torrente Ballester

Ismael Carvallo Robledo

Con motivo de la lectura de La rosa de los vientos

Gonzalo Torrente Ballester

«Y siendo esto hecho con apacibilidad de estilo y con ingeniosa invención, que tire lo más que fuere posible a la verdad, sin duda compondrá una tela de varios y hermosos lazos tejida, que después de acabada, tal perfección y hermosura muestre, que consiga el fin mejor que se pretende en los escritos, que es enseñar y deleitar juntamente, como ya tengo dicho. Porque la escritura desatada destos libros da lugar a que el autor pueda mostrarse épico, lírico, trágico, cómico, con todas aquellas partes que encierran en sí las dulcísimas y agradables ciencias de la poesía y de la oratoria; que la épica también puede escrebirse en prosa como en verso.» Don Quijote de la Mancha, I-47.

Dice Aulo Gelio en el prefacio de sus maravillosas Noches Áticas que parte de su propósito es persuadir a sus lectores de que lo que en sus escritos se hallará puede no ser del todo magro ni frígido para alimentar el estudio o nutrir y deleitar el ánimo, y que pueden de hecho ser esa miscelánea y despensa de saberes de todo tipo de tal simiente y especie que, merced a ellas, acaso puedan hacerse a su vez ‘más vigorosos los ingenios humanos o más provista la memoria o más hábil el discurso o más incorrupto el lenguaje o más noble el deleite en el ocio y en el recreo’.

Pues bien, la lectura de La rosa de los vientos de Gonzalo Torrente Ballester me ha situado en una tesitura como la que Gelio configura como marco para su discurso y compendio, a través de la que es posible determinar una actividad, la de la lectura literaria, haciéndola colmar una de sus más difíciles tareas: la de mantener la tensión teorética en un estado de equilibrio muy característico, el de la contemplación de la belleza, con contenidos estéticos que son distintos –he aquí la cuestión– a los del estado científico o filosófico. Además del deleite poético que el ejercicio de su lectura comporta, el de Torrente Ballester es un tejido literario nutrido y denso a la vez que dócil y fluido, que alcanza registros de belleza e ingenio creativo tales que, activando el entusiasmo del entendimiento, te hacen amar al instante al español, como ocurre, pongamos por caso, con un Lezama, un Ortega o un Torres Bodet (Paradiso, Meditaciones del Quijote o Tres inventores de realidad: Stendhal, Pérez Galdós y Dostoievski son tan sólo tres ejemplos de esplendor y belleza de la lengua española cuyo desconocimiento constituye a estos efectos tan singulares un pérdida ciertamente lamentable y cuya lectura no dejaremos por tanto nunca de recomendar), y que, ensanchando el discurso, nutre y vigoriza el ánimo. Por supuesto que no es el único autor ni mucho menos que, a estos efectos concretos, alcanza niveles de despliegue, potencia apasionada y hermosura narrativos semejantes (Herman Broch, Thomas Mann, Jünger, Revueltas, Marechal o Malraux son también, por ejemplo, referencias fundamentales para nosotros), pero el suyo es sin duda un estilo que a nuestro juicio, por acabado y singular, es casi perfecto en tanto que destacado de los demás y distinguido en sus configuraciones internas, siendo el de la tristeza y una suerte no sé si de melancolía, como la que se respira en los otoños o los atardeceres nublados en los que se anuncia la lluvia, lo que se nos ofrece como sutil clave de impronta poética.

Sin una razón particular, llegué hace años, no recuerdo si cinco o seis, a GTB guiado por la atracción producida por las ediciones antiguas de la Editorial Bruguera. Digamos que llegué a él por afición de bibliófilo nada más. No sabía siquiera de quién se trataba hasta que, como si de un fragmento dirigiéndose hacia su imán se tratara, tomé nomás la vi, en una librería de viejo, se habrá de entender, la edición del volumen tercero de Los gozos y las sombras, La pascua triste, editado en efecto por Bruguera, en primera edición, en 1981. No sabía, ya digo, quién era Gonzalo Torrente Ballester hasta ese momento: y algo similar me ocurrió cuando, guiado en esta ocasión por la atracción que también me produce la argentina Editorial Sudamericana, me crucé con Las travesías, tomos I y II, editado en Buenos Aires, en 1961, del hasta ese preciso instante por mí desconocido Eduardo Mallea. Una vez descubiertos, Torrente y Mallea, me he dado a la paciente tarea de hacerme de todo cuanto de ellos sea posible encontrar, casi siempre, obvio es en realidad decirlo, en librerías de viejo de la ciudad de México.

Una vez acumulada la práctica totalidad de lo habido y editado de Gonzalo Torrente Ballester (en Plaza y Janés, en Alianza, en Círculo de Lectores, en Destino Áncora y Delfín; de Bruguera tengo en realidad solamente ese primer e iniciático tomo tres de Los gozos y las sombras; los tomos uno y dos los pude encontrar solamente en Alianza), poco a poco he ido dándome el tiempo, ‘algún resquicio en los negocios’ como dice Aulo Gelio, para ir «trabajándome» su obra. Y hay que decir que en realidad tampoco es que vayamos tan deprisa, que prisa es lo que, a estos efectos, los de la delectación literaria o poética, queremos decir, es lo que menos hay, como sí lo hay, si de ejemplos se trata, en el acometido de nuestras tareas de estudio y trabajo filosófico: hace años concebimos un plan y a él hemos estado sometidos.

Comencé pues con Quizá nos lleve al viento el infinito, hace más o menos cinco años. Después Don Juan por esas mismas fechas, y poco después La isla de los jacintos cortados. Hasta ahí nada más. No había podido volver a él en todo estos años, cuatro o cinco: ya digo que en estos menesteres prisa es lo que no hay ni puede haber. Hasta que el fin de semana pasado pude reservar las horas debidas, y pude encontrar también el ánimo propicio para, en dos o tres sentadas, terminarme La rosa de los vientos. Ocurrió lo mismo que en Quizá nos lleve…, que en La isla… y de alguna manera también en Don Juan: la advertencia de la impronta de una dulzura melancólica con la que Torrente Ballester se aproxima al hecho literario, confiriéndole a su obra y materia la apoyatura de su tono. Aquí hay un estilo. Y el estilo, en el arte, y en la vida, lo es todo.

La trama transcurre en los últimos años del siglo XIX en un pequeño país imaginario que no cuesta el menor trabajo situar en el extremo noroccidental de España, es decir, en Galicia, tierra de Torrente, presentándosenos además, nos parece, como metáfora misma de España, o quizá más bien de su sistema político por antonomasia: la monarquía. En el centro del discurso de La rosa de los vientos aparece el Gran Duque Ferdinando Luis, depuesto por su primo, el emperador centroeuropeo (y aquí la referencia, por ejemplo, a la casa de Austria), Carlos Federico Guillermo. Todo el material narrativo está constituido por una reconstrucción de los hechos por parte del monarca depuesto, a manera si se quiere de monólogo o memorias, entre medio de la cual va insertándose una serie de correspondencias, de cartas, que entre los distintos personajes (una emperatriz y unas hijas, militares, policías del reino, sirvientes, informantes, espías) hubieron de ser intercambiadas y a las que el Gran Duque tuvo –de todas ellas– acceso. El lienzo histórico es el de los acontecimientos políticos fundamentales europeos del diecinueve, en donde aparecen circunstancialmente un Napoleón o un Franz Liszt.

No es una novela histórica ni mucho menos. Es algo más complicado, que exige, digámoslo así, si se nos permite, lectores de mayor catadura. Es una obra de ficción en donde, sobre un bastidor con horizonte histórico concreto, Torrente Ballester, con una soberanía narrativa al tiempo que potente delicada, se permite ser a la vez épico, lírico, trágico o cómico, con esa tristeza o melancolía siempre como nervio con el que se hilvana, para ofrecernos en un tejido complejo y suntuoso la vida de un pueblo, de un pueblo como puede ser, eso sí, el español, en función de sus grandes pasiones, de sus grandes miedos, de sus grandes empeños, y también de sus grandes ideas. Eso es todo en realidad. No hay ninguna historia o trama espectacular o llena de suspenso, no hay desenlace dramático, no hay rupturas o dislocaciones o giros en la historia a través de los que el lector se mantenga en tensión permanente. No hay nada de eso. Lo que hay es el trazado fino y denso con el que se nos muestra la manera de configurarse, en sus múltiples planos y registros, las distintas pasiones humanas: la política, el amor, la traición, la soberbia, el poder, el secreto, el miedo y la superstición. Todo ello discurre a través de las cartas a las que el Gran Duque tiene acceso, pero sin que todo ello constituya necesariamente una trama «interesante», mucho menos «dinámica» o, lo que es peor, «entretenida»: ¿pero quién puede atreverse a preguntar si Paradiso, La muerte de Virgilio, Adán Buenosayres, Moby Dick, Bajo el volcán, Los días terrenales, o La rosa de los vientos, son obras que entretienen?

El epígrafe proviene de W.H. Finke, historiador alemán, según hemos podido descubrir, y dice: La Historiografía no es más que una parodia de la opereta. Y es que acaso sea ésta la clave de inspiración o de detonación de la novela de Torrente, según se indica en el subtítulo, pues lo que se nos dice es en efecto que en La rosa de los vientos están dispuestos unos Materiales para una opereta sin música.

En la Justificación –y las justificaciones o introducciones de Torrente Ballester son siempre singulares y, digamos, abstractas, destinadas más que nada a delimitar un tempo, una tesitura, una impronta– se destacan dos observaciones: la poesía y el mal.

Por cuanto a la poesía, dice así nada más (apréciese la sutileza y belleza de la metáfora, propia solamente de artesanos):

«Volviendo, sin embargo, al poema, necesito confesar que me gustó traducirlo, y que, gracias a semejanzas musicales del español y el portugués (que, para mí, pasan siempre por el gallego), la versión quedó bastante cerca del ritmo original, aunque en las palabras portuguesas palpite a veces un temblor como ese de la mar tranquila, que yo no he logrado reproducir ni trasladar. Pruébese soplando en la superficie del poema, y se verá que no se mueve: lo contrario del mar, jamás inmóvil. Creo, no obstante, que la función orientadora la cumple lo mismo. Aunque, ¿quién sabe si no es precisamente ese temblor que dije lo que la esconde? De la poesía nunca se puede estar seguro; levanta esos misterios ante la inteligencia irritada, y encuentra en ellos su justificación. ¡Lástima que por ese temblor ausente, por esa incapacidad de transmitirlo, mi traducción del poema resulte bastante opaca!» (página 13 de La rosa de los vientos, Ediciones Destino Áncora y Delfín, primera edición de 1985, la cuarta es de 1995, Barcelona, España.)

El poema es el siguiente, y con él inicia La rosa de los vientos:

LA REFLEXIÓN XIII
 
A los amores les llegó el momento.
Lávate el corazón y las palabras.
Cuando saques del alma una, cualquiera,
mira si resplandece,
o si, al menos, calienta; desconfía
de aquellas que coruscan en lo oscuro;
detrás yace el engaño.
Es misión de la mente
traerte la esperanza o el recuerdo:
su brillo mate anuncia
que envía su fulgor a las entrañas,
las de sangre y ensueño; sangre digo,
la sangre reclamada por el otro.
No pienses que del alma se prescinde,
tampoco que el amor es sólo cuerpo:
acaba todo en él lo que allí empieza;
pero, dónde transcurre, no se sabe:
¿lugar?, ¿tiempo?, ¿razón?, ¿melancolía?,
el ansia del amor se engendra dentro:
desde el silencio íntimo
progresa vena a vena
por las capas internas de la vida
hasta que el roce duele y hace sangre.
Entonces, sale el ansia.
Salta a los ojos o por ellos salta,
salta como una llama o una angustia,
como un suspiro que no busca un nombre
o el temblor de una mano sin objeto.
Ya no remueve dentro, ya no espera
nada del alma ni de su congoja.
Muchas veces se engañan con el goce
este anhelo, y el ansia;
pero el placer les deja sólo arenas
en los labios resecos.
Ese placer es siempre solitario,
aunque al lado esté el otro.
Nunca sabes el nombre del que gime
como tú, junto a ti, y entrambos cuerpos
tierra yerta serán, tierra sin riego:
a las arenas se las lleva el viento.
¿Por qué no muerdes esa huella fría
y le sacas la sangre a los recuerdos?
¿Por qué no buscas, en el aire, al otro?
Está lejos, pasado el horizonte,
donde no puede estar y donde puede:
alto, si dice hondo;
claro, si dice oscuro,
y si dice mañana, será nunca,
aunque ese nunca en el amor no exista,
aunque sea ese nunca de la nada:
pero él está allí, te está esperando.
No me respondas que ya no me entiendes:
confuso, en el amor, es como claro,
y las lenguas de amor no se adivinan.
¿Por qué no hablar de amores, sin embargo?
Las historias de amor son infinitas,
felices unas, desdichadas otras:
es lo que dicen los que nos las cuentan,
como si las hubieran presenciado.
Nadie sabe qué dicen los amantes
cuando se miran silenciosamente;
nadie sabe qué hacen, o si hicieron
algo más que llamarse por sus nombres.
¿Para qué quieren más, si eso les basta?
El amor es, por dentro, misterioso.
Esas manos de amantes, que resbalan
por la pared de piedra, al alejarse,
y empiezan a esperar desde ahora mismo;
esas manos crispadas, que retienen
cada una la huella de la otra,
son silencio de amor, son esperanza.
Pero, el resto…, ¿quién sabe qué es el resto?

¿Qué tiene que ver esta Reflexión XIII con la historia que está por contar el Gran Duque Ferdinando Luis en La rosa de los vientos? De manera directa nada quizá; pero de manera oblicua dispone el ánimo del lector a un ámbito determinado, a un cauce poético dentro de cuyos linderos se sostiene una tensión estética como fundamento de la lectura literaria.

Ahora bien, por cuanto al mal, según hemos indicado, lo que hace Torrente Ballester es anunciar la instrumentalización que del él hace en su novela como dispositivo de detonación dialéctica de problematizaciones de todo tipo: moral, político, histórico, vital y hasta teológico; como figura –o, si se quiere, contrafigura– imprescindible para poder lograr tener una cabal y equilibrada comprensión, para hacer en definitiva más inteligible, en su más desarrollado sentido antagónico y dialéctico, a la totalidad. Cuando se lee la precisión inicial acaso no se puede apreciar con total claridad el significado de su indicación. Es sólo en el transcurso y final de la obra cuando aparece como variable narrativa dispuesta en perspectiva para la configuración entera del cuerpo novelesco. Y esto implica, como he dicho ya, que el lector de GTB deba ser por necesidad un lector exigente, pero exigente en la medida precisa en que el escritor también lo es. La reminiscencia fáustica, mefistofélica, se hace entonces patente, porque el mal aparece encarando, como no puede ser de otra manera, en la figura del diablo. Dice Gonzalo Torrente Ballester, página 15 de su Justificación (atiéndase a la referencia que se hace en el subtítulo de la novela al hecho de que se trata de una opereta):

«La mención del diablo, hecha con tanta seriedad, me resulta utilísima, aunque semejante personaje no sea ninguna novedad cuando se trata de Paganini, que tuvo con él tratos y conciertos secretos y, en cierto modo, conjeturales. Otros pasajes podría citar, de este poeta y de sus contemporáneos, e incluso de algunos posteriores, en que se muestra la facilidad, la frecuencia y la familiaridad de las gentes de espíritu con el diablo, y cómo a éste se le tenía por factor importante en el entendimiento e imaginación del Universo. ¡Siglos, y aun milenios, llevaba en su situación de privilegio, contrapeso del Otro, y, según la más exacta definición que conozco, su esnob! Fue, sin embargo, una definición tardía. De conocerse a tiempo, hubiera evitado la deformación de su imagen por mentes sucias, inventoras de repugnantes aquelarres y de ridículas, aunque criminales, misas negras. Su expulsión y olvido en nombre del racionalismo y del realismo no tuvo otra consecuencia que propiciar la concepción de arquitecturas cósmicas desequilibradas, de interpretaciones de los hombres que acaban convirtiéndose en un gato que se envolvió en su propio ovillo y que, cuando intenta salir de él, no encuentra mejor solución que irse comiendo el hilo. Con el diablo, las cosas resultaban mucho más inteligibles: los «complejos» iluminan las cosas hasta cierto punto, más allá del cual permanecen las almas a oscuras; la lucha entre la gracia y la tentación aclara hasta los últimos rincones, y no es ni más verdadera ni más falsa que la psicología. ¿Quién, sin el diablo, se atreve a explicar la vida y la genialidad de Paganini, aquel forzado de galeras que se salvó con la venta de su persona entera al Infierno y al Maligno?»

En fin, es imposible, y por eso no osaré hacerlo aquí, intentar glosar o sintetizar el contenido entero de una obra como La rosa de los vientos, o, para los efectos, de cualquier otra pieza narrativa o poética de envergadura de la que haya ocasión o necesidad de hablar. No creo que sea esa –imposible que así acontezca– la tarea de la crítica o, para decirlo sin tanta pedantería, del comentario literario. Todo esto no ha sido otra cosa que, como se indica con toda propiedad en título y subtítulo, un comentario sobre Gonzalo Torrente Ballester con motivo de la lectura de La rosa de los vientos. Es una variación si se quiere, para seguir con la metáfora musical, que tan fértil para tantas otras cosas es, por lo demás.

Y si me preguntan por qué se llama la novela La rosa de los vientos, mi respuesta es que en realidad no lo sé. Aunque quizá tampoco importe demasiado. Siendo en todo caso más afín Torrente Ballester a las constelaciones que a las trayectorias, y si es que mi sistema de referencias no me falla, acaso haya querido él insinuarnos el título tan sólo al final, muy al final de su novela –como hizo con Quizá nos lleve el viento al infinito, que, siendo el título, no aparece en ningún otro lado más que como frase final–, cuando, a unas líneas tan sólo de llegar a su fin, dice lo siguiente:

«Cerca del coche, la figura del Almirante bien le sacaba un palmo a los demás, y, a su lado, una especie de rosa de encajes recibía el saludo de Úrsula Cristina, recibió sus sonrisas. Tardaron, ellos y Guntel, en llegar hasta el coche, y la Emperatriz les invitó a que se alzasen en el estribo para mejor y con más ostentación distinguirlos, un beso a su presunta hermana, que era la rosa, y la mano al viejo lobo de mar y al joven poeta, a quien miraban las mujeres con miradas de gula…»

¿La rosa de los vientos? A saber. Lo que sí digo es que la de Gonzalo Torrente Ballester es una obra que, digerida con calma y a su tiempo, me hace amar al español como pocos lo han logrado hacer. Y también digo que, cuando lo leo, me siento sometido siempre también a la tristeza propia de las postergaciones del otoño o de los atardeceres donde, a veces, entre las nubes, se anuncia la lluvia. Esto es indicativo de que este hombre tenía un estilo. Y el estilo, en el arte, y en la vida, ya digo, lo es todo.

 

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