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El Catoblepas, número 149, julio 2014
  El Catoblepasnúmero 149 • julio 2014 • página 9
Artículos

¿Qué es la conciencia? Materialismo de la conciencia VS internismo de la conciencia

Emmanuel Martínez Alcocer

Analizamos la idea de conciencia desde el punto de vista del materialismo filosófico, frente a posturas internistas y, por tanto, metafísico-sustancialistas.

Conciencia

Conciencia, estados cerebrales y dificultades para el «materialismo (subjetivo)»

¿Qué es el dolor?, o preguntado de otra forma, ¿qué es sentir dolor? Esta pregunta, y otras parecidas (¿qué es ser como un murciélago?, ¿qué es ver rojo?), es una cuestión relacionada con lo que hace ya tiempo vino en llamarse la «parte difícil» del «problema mente-cuerpo», que ha sido bastante recurrente en la filosofía de la mente de los últimos años. Uno de los filósofos más relevantes que han intentado dar una respuesta a dicho problema ha sido Saúl Kripke. En su trabajo Identidad y Necesidad Kripke analiza, a través del ejemplo del dolor, las teorías de la identidad en filosofía de la mente. Los defensores de la teoría de la identidad defienden que tener un dolor (X) es estar en un determinado tipo de estado cerebral (Y). Si bien, esta relación, dicen los defensores de la identidad, aunque debe darse de algún modo, no sería una relación necesaria, sino que sería una relación contingente, como en el caso de enunciados científicos como «El agua es H2O». Sin embargo Kripke, que niega que esta identidad se dé, argumenta que en caso de que tal relación se diese, debería ser una relación necesaria, esto es, que X = Y necesariamente, ya que intervendrían designadores rígidos. De modo que, si X = Y, como proponen los teóricos de la identidad, tanto X como Y tienen necesariamente las mismas propiedades, incluyendo las de tipo modal. Si el término «agua» designa una clase natural, entonces es un designador rígido. De la misma forma, diríamos que si «H2O» es una clase natural, es de nuevo un designador rígido. Por tanto habría que decir, para no caer en contradicción, que tanto «agua» como «H2O» son dos designadores rígidos, pues seleccionan a sus objetos esencialmente, no contingentemente. Tal selección de los designadores rígidos no puede ser contingente, debido a las propiedades mismas de los designadores rígidos.

Una vez hecho esto, Kripke nos propone que examinemos enunciados tales como «El que yo tenga dolor en tal o cual momento es que yo esté en tal y cual estado cerebral en tal y cual momento», o bien, «El dolor en general es tal y cual estado neuronal (cerebral)». Y afirma que estos enunciados, que, desde su dualismo, va a considerar erróneos, se postulan como contingentes sobre dos bases. La primera es que podemos imaginar que el estado cerebral existe aunque no haya una sensación de dolor; la segunda afirmaría que podemos imaginar un ser que tiene sensación de dolor pero que no cuenta con ningún estado cerebral específico, quizá no tenga siquiera cerebro. Aunque esto no signifique, dice Kripke, que podamos hablar del dolor como de algo totalmente contingente, pues «no se puede decir que ser un dolor sea una propiedad contingente del dolor que ahora tengo»{2}. Sin embargo, para Kripke tener un dolor es simple y llanamente tener la sensación de dolor, que una sensación sea sentida como dolor es lo que hace que sea dolor. Es decir, para Kripke el dolor no es un estado cerebral, no depende de un estado neuronal.

Si tanto «dolor» como «estado cerebral tal» designan rígidamente, entonces no puede tratarse de una identidad contingente, como diría el teórico de la identidad. Pero, según Kripke, podríamos imaginar dolor sin estado cerebral y viceversa. Por lo tanto, no es una identidad. Esto pondría en problemas a los defensores de la teoría de la identidad puesto que, desde la argumentación de Kripke, no pueden admitir que pueda darse un dolor sin un estado cerebral, y viceversa. Éste es un difícil reto al que debe enfrentarse el «materialista» defensor de la teoría de la identidad, dice Kripke, pues tiene que ser capaz de mostrar que cosas que entendemos que son posibles (como tener un dolor sin estar en un estado cerebral) no lo son en realidad.

Conciencia y zombis

Otro filósofo de relevancia que ha argumentado y tratado este tema por vías parecidas ha sido el australiano David J. Chalmers. Chalmers tampoco admite las teorías de la identidad, es decir, la tesis de que estar en un estado consciente es estar en un determinado estado neuronal. Pero tampoco admite el funcionalismo, es decir, la tesis de que los estados conscientes son estados funcionales, entendidos estos como los procesos en los cuales se recibe un input y se reacciona con un output, pasándose después a otro estado funcional. Según Chalmers todo superviene a lo físico, excepto la conciencia{2}. Para defender esta postura Chalmers recurre a un experimento mental conocido como el argumento o la corazonada zombi, que consiste en imaginar un mundo posible en el que pudiese existir un ser no consciente idéntico molécula a molécula de cualquier ser consciente en el mundo real. Este zombi sería física y funcionalmente indistinguible de su homólogo consciente, e incluso su comportamiento sería exactamente idéntico al que pudiese tener el homólogo consciente, sin embargo, carecería de cualquier tipo de experiencia consciente, esto es, carecería de cualquier tipo de qualia. Lo que pretenden demostrar con este tipo de situaciones posibles los defensores de la corazonada zombi, es que la mente es algo más que un cerebro o que un sistema funcional, que tiene un componente esencial e irreductible a lo material y a lo funcional, tanto desde el punto de vista ontológico como desde el epistemológico. Pero, además, afirman, el acceso a dicha experiencia consciente sería imposible más allá de la autoridad de la primera persona.

De modo que Chalmers nos pide que imaginemos a un gemelo zombi suyo en otro mundo posible, idéntico a él físicamente hasta en el más mínimo detalle, que se comporta como si tuviese experiencias conscientes iguales a las suyas, pero que carece de todo contenido consciente. El zombi tendrá la misma actividad funcional que él, es decir, procesará correctamente la información externa que le llegue, y responderá conductualmente de forma correcta a los inputs. De alguna manera será «consciente» en el sentido funcional, es decir, «estará despierto, será capaz de informar del contenido de sus estados internos, capaz de concentrar la atención en diversos lugares, etc.»{3}. Pero, además, será psicológicamente indistinguible de él, puesto que es capaz de oír, de degustar, de oler, etc., aunque, como hemos dicho, carecerá de los qualia, la experiencia consciente, que suelen acompañar a dichos actos. El mismo Chalmers admite que la existencia real de un ser de este tipo es bastante improbable, pero lo que realmente cuenta no es que sea real, sino que sea (metafísicamente) posible. Es aquí donde cobra gran importancia la noción de superveniencia a la que Chalmers recurre.

La superveniencia, o sobreveniencia, es el puntal lógico que utiliza Chalmers para apoyar su argumento de los zombis y para defender que la conciencia no superviene a lo físico, esto es, que no es algo «material»{4}. Para Chalmers es cierto que en un gran número de casos los hechos más básicos de nuestro universo, que serían según él los hechos físicos, determinan el resto de hechos del universo, como, por ejemplo, los hechos biológicos. Hay una compleja relación de dependencia entre los hechos de bajo nivel y los de alto nivel. Y la noción de superveniencia «proporciona un marco unificador dentro del cual pueden analizarse estas relaciones de dependencia»{5}. Es decir, que esta noción trata de formalizar la idea de que un conjunto de hechos puede determinar completamente a otro conjunto de hechos. La superveniencia por lo tanto se da entre dos conjuntos de hechos o propiedades, a un conjunto pertenecerán a los elementos de alto nivel (B) y a otro los de bajo nivel (A). Así, en una primera aproximación, las propiedades B supervienen a las propiedades A si y sólo si no se da algún par de «situaciones» posibles en que sus propiedades son idénticas respecto de A pero distintas respecto de B. Esto es, que para todo par de situaciones, si son idénticas en cuanto a sus propiedades A, entonces son necesariamente idénticas en cuanto a sus propiedades B. Por ejemplo, una o varias propiedades biológicas supervienen a una o varias propiedades físicas, más básicas, si no se da un par de situaciones posibles en que las propiedades físicas son idénticas pero no las biológicas.

Además, Chalmers va a distinguir varios tipos de superveniencia. Si esas «situaciones» se consideran como individuos obtenemos la superveniencia local (dos individuos cualesquiera que instancian las mismas propiedades A instancian también las mismas propiedades B); si se consideran como conjuntos o mundos enteros tenemos la superveniencia global (las propiedades B supervienen a las propiedades A si los hechos A acerca del mundo determinan los hechos B; es decir, si no hay dos mundos posibles idénticos en A y que difieran en B). Además, según interpretemos la noción de posibilidad tenemos la superveniencia lógica (las propiedades B supervienen a las propiedades A si no hay ningún par de situaciones lógicamente posibles en las que las propiedades A son idénticas pero distintas respecto las propiedades B), o tenemos la superveniencia natural (las propiedades B supervienen naturalmente a las propiedades A si cualquier situación naturalmente posible con las mismas propiedades A tiene las mismas propiedades B).

Chalmers hace mucho hincapié en que la superveniencia de la que él habla no se define en términos de deducibilidad (entendida formalmente), sino que se definiría en términos de mundos (o individuos) metafísicamente posibles, y la noción de mundo metafísicamente posible es independiente de las consideraciones formales. Si bien, en general, si las propiedades B supervienen a las propiedades A, los hechos A implican los hechos B, siendo lógicamente imposible que los primeros sean verdaderos y falsos los segundos. Si la superveniencia lógica es válida, lo que implica que los hechos B sean como son es que los hechos A son como son. Un tipo más débil de superveniencia sería la superveniencia natural, ya que la posibilidad natural, a veces llamada posibilidad nomológica, corresponde simplemente a lo que consideramos una posibilidad empírica real, es lo que podría surgir en el mundo real si las condiciones son las correctas. Es decir, si entre todas las situaciones naturalmente posibles, las propiedades A y las B tienen la misma distribución, esto es, si los hechos acerca de A determinan naturalmente los hechos acerca de B, se da superveniencia natural. Así pues, cuando las mismas agrupaciones de propiedades A en nuestro mundo producen las mismas agrupaciones de propiedades B de forma no accidental sino legaliforme se dará superveniencia natural. Este es un requisito que, sin embargo, no tiene por qué producirse en toda situación metafísicamente posible, aunque sí en toda situación naturalmente posible. La superveniencia lógica, por tanto, implica la natural, pero no sucede a la inversa.

Es difícil, dice Chalmers, encontrar casos de superveniencia natural al margen de superveniencia lógica en el conjunto de las propiedades físicas, pero habría un elemento que sí puede proporcionar una ilustración útil: la conciencia. Para Chalmers «parece muy probable» que la conciencia sea naturalmente superveniente, local o globalmente, a las propiedades físicas. Sin embargo, «no es claro en absoluto» que la conciencia sea lógicamente superveniente a las propiedades físicas. Por tanto, Chalmers pretende concluir que «si esto es así, entonces la experiencia consciente superviene naturalmente pero no lógicamente a lo físico. La conexión necesaria entre la estructura física y la experiencia está asegurada sólo por las leyes de la naturaleza, y no por alguna fuerza lógica o conceptual»{6}. Para entender esto es esencial la distinción entre superveniencia lógica y superveniencia natural. Chalmers lo explica en estos términos: si las propiedades B supervienen lógicamente a las propiedades A, entonces cuando (hipotéticamente) Dios crea un mundo con unos ciertos hechos A, los hechos B le acompañan automáticamente. Por el contrario, si las propiedades B tan sólo supervienen naturalmente a las propiedades A, entonces, después de establecer los hechos A, Dios aún tiene unos hechos extra que realizar, los B. Y debe asegurarse de que exista una ley que relacione los hechos A con los B. Una vez que tenemos esta ley, queda establecida la relación automática entre hechos A y B, pero «podría ocurrir» que no tuviésemos esta situación. Es así que «es posible» concebir un mundo metafísicamente posible en el que exista un gemelo zombi, tal y como hemos descrito antes, de Chalmers, sin que se rompa a su vez la relación de superveniencia. Puesto que en cualquier mundo metafísicamente posible con los mismos hechos A ocurren los hechos B. La existencia (metafísicamente posible) en esos otros mundos de hechos B extra no contradice la superveniencia lógica en nuestro mundo, siempre que los hechos B que en nuestro mundo son verdaderos los sean en los demás.

Este es al argumento modal que Chalmers esgrime contra el materialismo{7} en defensa de un dualismo de propiedades. Si las propiedades B son supervenientes simplemente de forma natural a las propiedades A en nuestro mundo, entonces «podríaexistir» un mundo en el que los hechos A de este mundo fuesen válidos sin que lo fuesen los hechos B. Esto es, la conciencia no sería lógicamente superveniente a lo físico. Y el materialismo, tal y como lo entienden estos autores, ante esto tendría un difícil problema ya que, al centrarse tan sólo en los hechos positivos, debe defender, para ser verdadero, que todos los hechos positivos acerca del mundo son lógicamente supervenientes de forma global a los hechos físicos. Cosa que el argumento de Chalmers pone en entredicho.

Fisicalismo vs Dualismo

Como se habrá podido vislumbrar, hay ciertas tensiones respecto a las posturas que deben adoptarse ante el problema de los zombis y la superveniencia. Por ello creo que sería recomendable ver aquellas posturas predominantes en esta cuestión, así como los argumentos esgrimidos entre las mismas. Pero además, y antes que nada, debemos destacar y adelantar que este litigio en torno a la «corazonada zombi», encierra un problema más global e importante que no es planteado, y que nosotros no vamos a resolver todavía, a saber: ¿es posible una explicación internista de la conciencia como creemos que estas posturas pretenden?

Por un lado vamos a desarrollar la postura que llamaremos «fisicalismo». El fisicalismo lo distinguiremos, haciendo uso de la terminología que venimos empleando, por defender la tesis que afirma que las «propiedades mentales» (incluidas las conscientes) o bien son idénticas a, o bien supervienen lógicamente a, las propiedades físicas. Por otro lado, en contraposición al fisicalismo, hablaremos del neo-dualismo, y lo caracterizaremos por defender que dichas «propiedades mentales» (incluidas las conscientes), ni son idénticas a, ni supervienen lógicamente a, las propiedades físicas. El neo-dualismo cuenta con raíces cartesianas, pero actualmente puede adoptar varias formas: como dualismo sustancial, dualismo funcional, dualismo popular, o, como en el caso de Chalmers, dualismo de propiedades. Como vemos, son dos posturas filosóficas diametralmente opuestas que, con sus problemas propios, están en continua dialéctica, ya que una, el fisicalismo, tiende al monismo físico, mientras que la otra, como indica su nombre, aboga por la dualidad.

Las posturas fisicalistas en filosofía de la mente, como acabamos de señalar, pretenden explicar la conciencia como algo indesligable (esto es, idéntico o superveniente) de las propiedades físicas, ya sea centrándose en el cuerpo, ya señalando su relación intrínseca con el cuerpo (cerebro). Para ello en muchas ocasiones recurren al funcionalismo, es decir, a explicaciones de tipo causal. El razonamiento sería este: puesto que el mundo físico es un mundo gobernado por las relaciones causales, la conciencia, que no es nada externo al mundo físico, debe seguir el mismo patrón. Es decir, si explicamos causalmente, con modelos más o menos complejos, cómo ciertos estados neurofisiológicos son los responsables de la realización de las funciones psicológicas, entonces habríamos explicado también la conciencia. Esto suele ser un recurso muy utilizado en las ciencias cognitivas. Se desarrolla un modelo de la dinámica causal presente en la conducta de los sujetos que proporciona valiosas explicaciones de fenómenos psicológicos como el aprendizaje, la atención, la conducta lingüística, etc., y a partir de estos modelos podemos ver cómo ser realizan neurofisiológicamente estas funciones, no siendo necesario nada más. Sin embargo, los neo-dualistas, que tratan de explicar la conciencia postulándola como «algo más» que lo corporal, han señalado a menudo la arbitrariedad de dicha conclusión, y es que los estados conscientes, dicen, a diferencia de los estados psicológicos, no se caracterizan por el posible papel causal que puedan desempeñar. Esto es insuficiente para explicar la conciencia.

La conciencia, afirman los neo-dualistas, no puede explicarse igual que puede explicarse un fenómeno como el calor, por ejemplo. Al margen de las complicaciones acerca de la idea de causalidad, nosotros podemos conseguir una explicación funcional acerca de cómo se produce el calor: movimiento acelerado de las moléculas, etc. Pero ¿qué pasa con la experiencia del calor?, ¿cómo explicar de ese modo nuestra sensación de calor? En este caso no podríamos hablar de relaciones causales. De modo que, para los dualistas, cualquier concepción física de los fenómenos mentales en términos funcionales es incompleta, existiría una «brecha explicativa» entre las concepciones fisicalistas funcionalistas y la conciencia. Para cualquier modelo cognitivo que se desarrolle siempre podemos seguir preguntando por qué en su realización la conciencia fenoménica, esto es, la conciencia de las percepciones que el sujeto tiene o experiencia consciente, está presente. Estos modelos cognitivos, aunque explican los estados psicológicos no explican la experiencia consciente, la cual es en gran medida independiente de lo físico, según los neo-dualistas.

Puesto en otros términos la cuestión puede enfocarse así: las posturas fisicalistas sostienen que dado el notable avance de las ciencias cognitivas y físicas durante las últimas décadas, hay buenas razones para creer que gran parte de los fenómenos naturales pueden explicarse recurriendo a explicaciones reductivas, es decir, explicaciones de los fenómenos en términos más simples, a un nivel inferior, y que por tanto es posible una explicación reductiva de la conciencia, en la que los fenómenos conscientes se explican reductivamente apelando a fenómenos físicos como los neurofisiológicos, bioquímicos, etc. Es decir, según las explicaciones reductivas, la conciencia podría ser lógicamente superveniente a los fenómenos físicos, en concreto los neurofisiológicos, bioquímicos, etc. Las explicaciones reductivas neurobiológicas también han recibido también mucho auge en los últimos años como explicaciones del surgimiento de la conciencia. Han aportado importantes datos acerca de los procesos cerebrales que podrían estar correlacionados con la conciencia. Pero las posturas dualistas niegan que esto sea posible, es decir, niegan que la conciencia pueda explicarse reductivamente, porque, afirman, estos estudios no nos dicen, de nuevo, por qué todos estos procesos darían origen a la conciencia, no nos dicen cómo se da exactamente esa superveniencia lógica. Efectivamente, diría un neo-dualista, una concepción adecuada de los hechos de nivel inferior produce automáticamente una explicación de los hechos de nivel superior, en esto los fisicalistas estarían en lo cierto, pero hay que tener en cuenta, han señalado algunos neo-dualistas como Chalmers, que una explicación reductiva no es necesariamente una explicación esclarecedora. Lo que haría la explicación reductiva sería «eliminar el misterio», pero no lo resuelve. La explicación reductiva elimina cualquier apariencia de profundidad u oscuridad de los fenómenos de alto nivel, pero no los explica adecuadamente. Otro inconveniente de la explicación reductiva de los fisicalistas es que es muy particular, da cuenta de instancias particulares de un fenómeno, pero no de todas las instancias, como cabría esperar. En definitiva, las posturas neo-dualistas achacan a las fisicalistas que sólo si se da una superveniencia lógica la explicación reductiva es posible. Si no hay una superveniencia lógica en las explicaciones reductivas, lo cual está lejos de demostrarse para los neo-dualistas, ninguna explicación de este tipo puede explicar adecuadamente los hechos de alto nivel, y mucho menos las experiencias conscientes. La conciencia sería, por tanto, desde posturas neo-dualistas, uno de los fenómenos de alto nivel que escapa a una explicación reductiva.

Han habido otros argumentos neo-dualistas contra el fisicalismo como el experimento mental de Nagel, en su ya clásico artículo What is it like to be a bat?, que quiere mostrar, contra el fisicalismo, sobre todo contra las teorías de la identidad, el carácter intrínseco o interno de la conciencia; o el argumento del conocimiento de Jackson, que también defendería, en su artículo de 1982 Epiphenomenal qualia, que se necesita «algo más» que lo físico a la hora de hablar de la conciencia. El experimento de Nagel entronca directamente con la parte difícil del problema mente-cuerpo del que hablamos al inicio, pues trata de defender la imposibilidad de experimentar la conciencia, o cualquier otra cosa, desde una perspectiva distinta a la primera persona, lo cual dificulta cualquier tratamiento científico del asunto, ya que si se redujese a un asunto científico, dice Nagel, se perdería la experiencia fenomenológica esencial de las experiencias conscientes. Por ello, se trata de un argumento importante contra el fisicalismo. Porque según Nagel, el conocimiento del sistema físico que es el murciélago, no nos dice nada de cómo son sus experiencias subjetivas. Puesto que no podemos sentir como un murciélago, no podemos saber qué es ser como un murciélago, no sabemos cómo experimenta el mundo un murciélago. De los hechos físicos del murciélago, sólo podemos inferir más hechos físicos del murciélago, pero no podemos inferir su experiencia consciente, pues ésta sólo es posible desde la primera persona.

Por la misma vía se desarrolla el conocido argumento del conocimiento de Jackson, que nos pide que imaginemos la situación hipotética en que la neurociencia ha sido terminada y sabemos todo lo necesario acerca de los procesos neurológicos responsables de nuestra conducta que ocurren en el cerebro. La científica María sabe todo lo que hay que saber sobre el color, sin embargo, excepto el blanco y el negro que ha experimentado durante toda su vida por vivir en una habitación de esos dos colores, no ha tenido experiencia de ningún otro color. Determinado día, María finalmente sale de la habitación en blanco y negro en la que ha vivido siempre, y comienza a tener experiencias de color, entre ellas, la experiencia de color rojo. Así, adquiere un nuevo tipo de conocimiento al tener la experiencia de rojo. De modo que, paradójicamente, María hasta ese momento no sabe qué es ver el color rojo, es decir, no conoce el quale rojo, al no tener experiencia de algo rojo, aunque científicamente (desde el punto de vista de la neurociencia) supiese todo lo necesario sobre ello. Por lo tanto, arguye Jackson contra el fisicalismo, no todo el conocimiento es conocimiento de hechos físicos (neurológicos). O dicho de otra forma, Jackson concluye que es imposible que la experiencia subjetiva de la experiencia consciente de los colores pueda deducirse de los hechos físicos (o dicho según la terminología que nosotros venimos usando, la experiencia subjetiva del color no es idéntica a, ni superviene a, los hechos físicos). Según esto, el conocimiento de los colores o similares no surge sólo del conocimiento de los hechos físicos. Como vemos, tanto para Nagel como para Jackson las explicaciones fisicalistas serían insuficientes para hablar de la conciencia. Las explicaciones fisicalistas del mundo serían incompletas, pues dejarían fuera la experiencia subjetiva.

Como puede apreciarse, el debate entre fisicalistas y dualistas tiene múltiples puntos de contacto en los que el acuerdo se hace imposible, es de suponer que, siendo esto así, el fin de las discusiones entre ambas posturas está bastante lejos.

Estados neurológicos, conciencia e internismo

Como acabamos de ver, la discusión —quizá estéril— está servida. Hay una polémica feroz entre fisicalistas y dualistas, sin embargo, como en toda discusión, ambas posturas no dejan de compartir algunos elementos comunes, pues si no fuese de esta manera, ni siquiera se podría discutir el asunto. Creo que este elemento común puede introducirse y comprenderse mejor a partir de la exposición breve de otros puntos de discusión, uno de los cuales puede ser este: ¿son los estados neurológicos relevantes para hablar de experiencia consciente?, ¿son «lo que hay que tener en cuenta» para hablar de conciencia?, o, preguntado de otra forma, si la conciencia se puede explicar físicamente, o en la terminología que hemos usado, si la conciencia es idéntica a, o superviene a, lo físico, ¿cuáles son las propiedades físicas relevantes? La respuesta entre los fisicalistas suele ser: de los estados neurológicos, ya que éstos son idénticos a, o supervienen lógicamente a, la conciencia. Por su parte, los dualistas, aunque no quieren hablar sólo de estados neurológicos, no dejan de reconocer que éstos pueden jugar un papel muy estrechamente relacionado con la conciencia. Entonces, dada esta oposición, ¿en qué podrían coincidir ambas posturas? Ambas posturas coinciden en que las propiedades físicas más relevantes son aquellas propiedades que el cerebro (también podríamos decir: el sujeto internamente) puede instanciar, aunque para los neo-dualistas después haya que añadir «algo más» —a saber, que la conciencia superviene naturalmente (emerge), no lógicamente, de las propiedades neurológicas. Y es que incluso desde la perspectiva neo-dualista, aunque se argumenta contra el proyecto fisicalista que trata de establecer que la conciencia es idéntica a, o superviene lógicamente a, los estados neurológicos de un sujeto, al admitir «la posibilidad» de una superveniencia natural se está dando de algún modo carta blanca a dicho proyecto al dar la mayor relevancia a la búsqueda en el individuo —en su interior, en su cerebro— de los hechos o propiedades mediante los que explicar (reductivamente) la conciencia. Y es precisamente este individualismo metodológico, este internismo de la conciencia, el elemento común a ambas posturas.

De modo que, desde este individualismo metodológico, el cerebro de un sujeto (su organización neuronal) es entendido como un sistema donde se producen interacciones causales entre sus diversas partes, y, además, entre estas partes y las, valga la redundancia, entradas «internas» y las salidas «externas». Con lo que, situados en un nivel «suficientemente fino», se suele admitir ampliamente por ambas partes que la organización neuronal determina las capacidades psicológicas. De modo que dos sistemas organizados neuronalmente del mismo modo estarían, en situaciones iguales, en el mismo estado neuronal y, por tanto, reflejarían la misma conducta. De este modo, hasta dualistas como Chalmers, que niegan que la conciencia sea algo físico o supervenga lógicamente a lo físico, pueden llegar a afirmar que «la experiencia consciente surge de una organización funcional de grano fino»{8}. Que, aunque se trata de una tesis emergentista, y signifique lo que signifique eso de «grano fino», no deja de destacar el papel altamente relevante de la organización neuronal, interna, del sujeto.

Así, tenemos que nuestra situación es esta: tanto fisicalistas como neo-dualistas, a pesar de su polémica sobre la identidad o la superveniencia lógica de la conciencia a lo físico, comparten el individualismo metodológico, esto es, comparten una concepción internista de la conciencia. Es así que tanto las posturas fisicalistas como neo-dualistas que hemos visto, cuentan con un punto de partida común, y es la consideración de la conciencia como algo «interno», incluso podríamos decir, «intracraneal»{9}. Conciben, postulan o imaginan, y aquí va a estar el punto de apoyo principal de nuestra crítica, la conciencia como un estado o propiedad (esférica, cerrada) que se desarrolla en el propio sujeto, «dentro de él», a la que él y sólo él tiene acceso y que se da de una vez por todas. Es decir, la conciencia, en estas concepciones internistas, es concebida como algo individual, aislado y sincrónico, como dada de una vez y para siempre (esto es, ajena incluso a toda consideración relativa al desarrollo del sujeto).

Como conciencia interna, sería algo «individual e intransferible», propiedad de un sujeto y sólo de ese sujeto, como algo sobre lo que sólo el sujeto tiene pleno acceso y control. El desarrollo de dicha conciencia, y por tanto las determinantes influencias «externas», queda fuera de este planteamiento. Aunque no se niegue, tampoco se considera el «mundo entorno» en el que el sujeto se desarrolla y permanece. De modo que, desde el internismo, el sujeto consciente puede entenderse casi como si de una mónada leibniziana se tratase. Pero incluso aún más aislado si cabe, pues desde el individualismo metodológico, cada sujeto es considerado independiente de los demás, y lo que ocurra en los demás sujetos, no afecta o influye esencialmente en él. Además, esta conciencia individual es conciencia hic et nunc, es decir, no cuenta con un desarrollo sincrónico (histórico), no se contempla en lo más mínimo, de nuevo, el desarrollo del sujeto, es decir, el desarrollo de su conciencia, sino que esa conciencia se entiende de alguna forma acabada, completa, perfecta.

Esto, a su vez, se mueve en torno a la ambigua y dudosa división entre «lo interno» y «lo externo», en la que lo interno será todo aquello que ocurre en el sujeto consciente en cuestión, en su cerebro, es decir, lo más relevante van a ser sus estados internos. Lo externo, por su parte, será todo aquello que se opone a lo interno, lo que tiene que ver «con el mundo», que no cae bajo control del sujeto, ya que éste únicamente tiene pleno dominio respecto de lo que ocurre en «su conciencia», esto es, en «su interior»{10}. Lo relevante, según esto, a la hora de hablar de la conciencia serán principalmente los estados internos, que serán los estados neurológicos del sujeto para el fisicalismo, y los estados que sobrevienen naturalmente a (emergen de) lo neurológico para el dualismo. Lo demás sólo puede ser considerado como «lo que hay fuera», pero no es concebido como algo que sea relevante, al menos no esencialmente, en el desarrollo y origen del sujeto consciente ni, por tanto, de la propia conciencia, pues ésta es considerada como individual e independiente desde su origen (es sustancializada por tanto). Está ya dada en el sujeto, lo único que le quedaría es «funcionar».

Materialismo de la conciencia vs Internismo de la conciencia

De modo que, según lo anterior, tenemos que desde el internismo (desde el individualismo metodológico) compartido por fisicalistas y neo-dualistas, la conciencia, que sería eminentemente subjetiva, es algo constituido anteriormente a cualquier interacción con el «mundo entorno» y con el resto de sujetos conscientes, sería una «esfera» individual, completa y cerrada. Teniendo en cuenta todo lo dicho, para mayor precisión y refinamiento podríamos establecer una tesis central que abarque toda la concepción internista que pretendemos criticar. Dicha tesis central podría ser esta: para el internismo el sujeto es consciente de sus propios estados conscientes (diríamos, es autoconsciente) mediante actos internos de reconocimiento (por ejemplo, introspección), pues es capaz de reconocer, por poner ejemplo sensorial, que una sensación de rojo es su sensación de rojo. Sostener esta tesis obliga también a sostener otras tesis, y sacarlas a la luz ayudaría a aclarar más ésta. Una de ellas sería que, según esto, la conciencia estaría estructurada, dada, con anterioridad a cualquier interacción con el medio o con el resto de sujetos operatorios (conscientes){11}, pues es el propio sujeto consciente el que, internamente, introspectivamente, mediante sus actos internos de reconocimiento, es capaz de dar razón de su estructura interna, por sí mismo. Además, el internista también tendría que sostener que la conciencia es experiencia consciente en la medida en que percibe sus propias sensaciones y estados; de nuevo, no necesita nada más. Pero además, esta tesis internista viene acompañada de una metodología acorde, que no es otra que el individualismo metodológico que ya hemos mencionado más de una vez. Este individualismo metodológico propone que en el estudio (incluso en el estudio científico) de la conciencia, únicamente se requiere atender a los estados internos de un sujeto tomado aisladamente, esto es, el individualismo metodológico, al centrarse preferentemente en el cerebro, supone que es posible estudiar al sujeto independientemente de su contacto con el medio (social, cultural, el umwelt, etc.) y con el resto de sujetos conscientes —y aunque en ocasiones lo tenga en cuenta, no lo considera central para el análisis fundamental de la conciencia. Esto supondría, en el caso del fisicalismo, que lo único relevante sería atender a los estados neurológicos de un sujeto; en el caso del dualismo supondría que lo relevante es atender tan sólo a los estados internos que sobrevienen naturalmente, o emergen de lo neurológico.

Sin embargo, desde la posición filosófica del materialismo filosófico, esta concepción de los sujetos conscientes, de la experiencia consciente y esta metodología son totalmente erróneas. Desde nuestra posición es imposible tratar la conciencia al margen de toda consideración histórica, temporal (respecto del individuo) o social{12}. Es decir, creemos que se incurre en un grave error al intentar determinar la conciencia (aunque sea siquiera la «conciencia fenoménica» o la experiencia consciente) de forma «fijista» e individualista, al margen de los elementos históricos, culturales y, por tanto, sociales. Podemos decirlo con Marx, cuando afirma que el ser social del hombre es el que determina la conciencia y no la conciencia la que determina el ser social —aunque, nosotros, podríamos decir que, efectivamente, una conciencia no, pero el conjunto de conciencias que componen esa sociedad, o grupos de dicha sociedad, en función de su mayor o menor fuerza, sí que pueden determinar la conciencia social—.Por ello, defendemos que la perspectiva que debe adoptarse a la hora de hablar de la conciencia no es una perspectiva que investigue (sólo) acerca de los estados neurológicos del sujeto, o acerca de cómo el sujeto es «autoconsciente» a través de sus propias sensaciones mediante un puro acto individual de reconocimiento o autoconocimiento. Tampoco creemos que la solución sea la reducción de la conciencia a estados físicos (neurológicos), o a alguna forma funcionalista del estilo de las antes señaladas, cayendo así en el más flagrante fundamentalismo científico{13}. La perspectiva que creemos que hay que adoptar a la hora de abordar la idea de conciencia es la perspectiva de la antropología filosófica{14}, que nos obligará a adoptar una forma de externismo, esto es, de materialismo, y que nos obligará también a una determinada perspectiva epistemológica de la conciencia ­—en cuanto en tanto también es esencial la relación Sujeto/Objeto—, una perspectiva que será hiperrealista. Y es que la idea de cualquier conjunto de estados conscientes, de cualquier conjunto de emociones, sensaciones, creencias, percepciones, etc., al margen de las relaciones entre el par sujeto/objeto y al margen de una cultura y un desarrollo (individual y colectivo) en términos temporales es altamente cuestionable. ¿Cómo explicar emociones tan complejas como, por ejemplo, los celos al margen de toda consideración cultural, social?, recordando a Wittgenstein, ¿cómo podemos entender el dolor al margen de sus «manifestaciones externas»?, ¿cómo entender que hablemos del color rojo y de su percepción al margen de un lenguaje y de un desarrollo histórico-cultural del mismo? Todas estas preguntas, y muchas más, son cuestiones que, desde posturas internistas, es imposible responder adecuadamente; dado su individualismo metodológico, el internismo tiene cortado en todo momento la «vía externa». Creemos que el internismo, por tanto, no es una buena opción para definir la conciencia, porque creer que podemos dar con qué sea la conciencia buscando su génesis en el cerebro, en «su mente» o en donde se quiera «dentro» del sujeto es partir de una perspectiva ya errónea y que está pidiendo el principio, está suponiendo ya la conciencia dada, como algo necesario y de una vez por todas —se hablará a veces incluso de «la conciencia humana» en general. Para determinar qué sea la conciencia, si se puede, debemos partir in media res, no ante re.

De lo que se trata entonces es de abandonar en la investigación filosófica —y, por supuesto, en la científica— la falsa idea de que la conciencia es un ámbito de experiencias y fenómenos internos, que tienen lugar «en el interior del sujeto», cuando no directamente «en el interior de la cabeza». Pero esto es totalmente erróneo, pues, parafraseando una sentencia conocida, «la conciencia no está en la cabeza». El sujeto consciente no es abstracto, no es un sujeto absoluto (aislado y autosuficiente, autónomo), sino que está totalmente inserto en la dialéctica de los procesos sociales e históricos y determinado por estos. Al igual que dice don Gustavo de la idea de persona, podríamos decir lo mismo sobre la idea de conciencia, a saber, que esta surge «como un proceso que sólo puede tener lugar a través de un largo y sinuoso curso evolutivo, histórico-dialéctico, que nada tiene que ver con un acto de creación o con un acto de emergencia{15}

La perspectiva que vamos a adoptar nosotros va a ser una perspectiva crítica de la conciencia, es decir, una perspectiva que renuncia a hablar tanto de los sujetos operatorios, y su experiencia consciente, como de los objetos («el mundo») como términos aislados, cerrados, separables —sin que con ello se vaya a proponer la correlación absoluta entre ambos términos. Y ello sólo es posible desde una perspectiva epistemológica que no hipostatice ni al sujeto y ni al objeto, sino que, muy al contrario, los multiplique. Así la relación binaria (S/O) pasaría a ser n-aria, con la multiplicación de los sujetos (S1, S2, S3….Sj) y con la multiplicación de los objetos (O1, O2, O3….Oj). Determinándose unos a otros, sujetos y objetos, a través de dichas relaciones n-arias. Por tanto, en lugar de esquemas tipo (S/O) o (O/S), tendíamos esquemas del tipo (Sa, Ok, Sb, Oq) o (Sm, Ok, Sn, Oq). De modo que los sujetos estarán dispuestos diaméricamente a través de objetos, y los objetos, a su vez, dispuestos diaméricamente a través de los sujetos. Esto, puesto en otros términos, significa que: el sujeto consciente se encuentra inserto siempre entre conjuntos de objetos (máquinas, edificios, árboles, etc.) y de sujetos (una pandilla, una familia, una tribu, una clase) que compondrán una sociedad. Y, además, estos grupos o conjuntos de sujetos estarán en enfrentados con otros grupos de la misma sociedad o de otras sociedades. El sujeto consciente, por tanto, tendrá una conciencia originariamente dialéctica, no aislada, introspectiva o independientemente estructurada.Debemos señalar además que a cada una de estas clases o grupos en los que el sujeto consciente (operatorio) está inserto, cabe atribuirles unos patrones específicos y diferenciales de conducta rutinaria, normalizada, que los sujetos adquieren por aprendizaje (en muchas ocasiones, o en la gran mayoría, de tipo coactivo). Esto no excluye la presencia de patrones de conducta comunes a individuos de otras sociedades o, en el límite, de todas las sociedades, pero en ese caso se trataría tan sólo de eso, de conductas, lo que se mantiene a un nivel etológico-zoológico. Cosas muy distintas son por ejemplo una ceremonia, que se encuentra atravesada y conformada por las instituciones culturales.

De lo anterior se deduce fácilmente que todos los autologismos que realizan los sujetos y por los que van determinándose, y, por tanto, a su conciencia, requieren de anamnesis de operaciones previas (propias o ajenas). Esto supone también la intervención de dialogismos —y por tanto, también de otros sujetos—, en cuanto que la propia operatividad humana (praxis) está atravesada por normas —o bien da lugar a ellas.Por tanto, todo sujeto consciente, se encuentra siempre inserto en una cultura mofodinámica (cuyas instituciones podrán chocar con las de otras culturas, arrastrando por tanto a las conciencias a ese choque) que tiene un desarrollo histórico, y, además, una cultura que está inscrita en una sociedad determinada (compuesta de diversos y contrapuestos grupos humanos). Es de estos elementos, por tanto, de donde la conciencia de cada sujeto «bebe» en el desarrollo de su conciencia. Por ello aquí cobra especial y esencial importancia la cuestión del aprendizaje, pues es a través del aprendizaje —cuyos contenidos, repetimos, son sociales, y que debe de estar necesariamente conectado con objetos intersomáticos o/y extrasomáticos—, como cada individuo «se desarrolla», o, si se prefiere, sólo así «desarrolla su conciencia».

Y es que esta cuestión introduce un elemento temporal y objetivo en la construcción de todo sujeto. Cada uno de nosotros, insertos simultáneamente en varios grupos sociales, es y ha sido educado por otros miembros de nuestra misma sociedad. Esta sociedad cuenta con un desarrollo histórico, que se concentra principalmente en lo que llamamos tradición —en un sentido amplio—, una tradición compuesta por una serie amplísima de ortogramas. Los ortogramas, de los cuales muchos de ellos serán inconmensurables entre sí, son aquellas materias formalizadas capaces de funcionar como «moldes activos» o programas en la conformación de unos materiales dados (que también están conformados, puesto que no existen materias desprovistas de forma). Las materialidades dadas ya están siempre conformadas de algún modo, esto es, no existe algo así como una «materia prima». O dicho de otra forma, los ortogramas serían pautas, mecanismos, programas que quedan grabados o fijados en los sujetos operatorios, como producto, entre otras cosas, de la influencia de otros sujetos operatorios. Ejemplos de ortogramas podrían ser un programa algorítmico, una regla gramatical, un mito, un idioma.... Podríamos definirlos en definitiva como una suerte de a prioris kantianos, pero no preexistentes o dados en la mente, sino dados por el entorno sociocultural.

Así, el sujeto va a ser educado por los demás individuos de su sociedad en una serie de ortogramas que pertenecen a una tradición común que dan forma a lo que llamamos su conciencia. De modo que la conciencia es siempre «conciencia objetiva», esto es, conciencia social, supraindividual, o dicho de otro modo: no es posible entender la conciencia operatoria de un sujeto al margen de otras conciencias.Todo sujeto desarrolla su conciencia, incluso lo que los internistas llaman su experiencia consciente{16} —que no sería otra cosa que la conciencia de las percepciones o las sensaciones—, por intervención del resto de sujetos que le rodean. Pero no hay que entender esto en el sentido de una «conciencia sin sujeto», sino en el sentido de una conciencia que se impone al sujeto «desde fuera de su cabeza», en tanto que el propio sujeto está siendo moldeado por otros sujetos de su mismo grupo social, de su misma tradición. De modo que podemos definir la conciencia como el resultado de la confluencia —a menudo polémica, pues la reforma del entendimiento no es algo sencillo— de una amplísima cantidad de ortogramas, aunque finita, que el individuo ha asimilado y automatizado como producto de la influencia de su tradición cultural y, por supuesto, de los individuos que pertenecen a ella. Esa conciencia supondrá la percepción de la diferencia entre los propios ortogramas que la componen, con lo que sería siempre conciencia práctica. Esto no excluye por supuesto la falsa conciencia, que la haríamos consistir en el aquel sistema de ortogramas, aquella conciencia, que es incapaz de rectificar sus propios errores (ejemplo canónico de esto serían los individuos ideologizados).

Desde esta concepción de la conciencia es posible, aun a pesar de nuestra crítica, darle en parte la razón al neo-dualismo cuando critica al fisicalismo que la conciencia sea idéntica a, o supervenga lógicamente a, lo físico, pues como se habrá podido ver no creemos que sea así (es decir, que la conciencia no es una «emergencia» a partir de lo físico). Sin embargo, también es posible conceder al fisicalismo, contra el neo-dualismo, que la conciencia no puede entenderse correctamente si no es teniendo en cuenta la corporeidad del propio sujeto consciente (puesto que este sujeto siempre es un sujeto operatorio). Pero a su vez, nos es posible realizar la crítica a ambas concepciones dado su internismo, y su individualismo metodológico, ya que desde aquí no se tiene en cuenta el hecho crucial de la determinación «externa», a través de la enseñanza (en un sentido general y sin límites de tiempo, excepto la muerte), de todo sujeto. Sin tener en cuenta este aprendizaje (de los ortogramas) que los sujetos de una misma cultura se imponen (normativamente) unos a otros, creemos que es muy difícil desarrollar una concepción adecuada de la conciencia. Ya que los sujetos humanos, insertos en la dialéctica social e histórica de sus culturas y sus grupos sociales, no sólo aprendemos en nuestro entorno socio-cultural —por tanto, público, externo— una historia determinada, por ejemplo, o un lenguaje determinado, o una matemática determinada, etc. Sino que también aprendemos determinados actos, formas de percibir, formas de expresión, etc. En definitiva, asimilamos (a veces no feliz y pacíficamente) una tradición cultural y comunitaria que conforma nuestra conciencia.

De modo que, como dice Gustavo Bueno: «El ser y la conciencia no son dos ideas meramente opuestas, son dos ideas conjugadas. Con esto queremos decir que: cualquier forma de conciencia (de la conciencia objetiva, no en el sentido mentalista) está ya puesta en conexión con una situación real (social, económica) que la determina, sin duda (y aquí el materialismo es la crítica a la sustantivación de la conciencia, al tratamiento de sus programas o fines como brotando de una conciencia pura). Pero también cualquier situación real del campo histórico al que nos estamos refiriendo ha de ponerse en conexión, a su vez, con una forma de conciencia»{17}. Nuestras concepciones actuales, y, por tanto, nuestra conciencia, son históricas, y desligarlas de sus génesis históricas (aunque tampoco tenemos que reducirlas a ellas) sería sustancializarlas. Y nuestro modo de percibir el mundus adspectabilis está ya determinado por esto, dicho de otra forma: el mundo (compuesto por una heterogeneidad de materiales en conflicto continuo) está hecho a escala del hombre, una escala que se construye operatoria e históricamente. No es algo que «emerja» necesariamente de las conexiones sinápticas cerebrales, o quizá de un cielo uránico, por una suerte de acto sublime y misterioso pero indubitable. De la misma forma, la conciencia material de los sujetos operatorios es una resultante dialéctica y funcional, esto es, un resultado determinado por las propias conductas operatorias que el propio sujeto va realizando, con, contra y a través de otros sujetos y objetos que le rodean, y de ahí adquieren su sentido.

Materialismo y desarrollo de la conciencia:

Llegados a este punto, creo que no sería malo volver a señalar un punto importante que ya se ha comentado antes. La aceptación de la problemática concepción internista de la conciencia implica una metodología determinada, esto es, el individualismo metodológico. Según esta metodología, para el internismo es posible, digo más, es suficiente para hablar de la conciencia, con el estudio de los procesos internos de un individuo, bien sea para centrarse en sus estados neurológicos, bien en sus procesos funcionales o bien en los estados que sobrevienen naturalmente a, o emergen de, lo neurológico. Los «datos relevantes» serían aquellos datos que un individuo, aislado, independientemente de su entorno social, podría darnos. Pero, retomando algo que ya mencionamos al principio, para este individuo aislado ¿qué es el dolor?, ¿cómo podría desde esta perspectiva definirse el dolor?, ¿cómo podemos saber según esta metodología cuándo este individuo tiene una sensación como el dolor, o está celoso o envidioso? Si es un sujeto absoluto e independiente, con pleno conocimiento de sí mismo, él debería ser capaz de darnos la respuesta a estas preguntas. Dicho de otra forma, dado el individualismo metodológico propio del internismo, la respuesta a estas preguntas tendría que buscarse únicamente en el estudio de los estados y procesos internos del sujeto. Pero nos asalta otra pregunta: ¿es posible hacer tal cosa?, o preguntado de otra manera, ¿podemos estar seguros de que la respuesta podemos encontrarla en los estados y procesos internos de un sujeto? Porque, y aquí está la cuestión, este sujeto, para respondernos no puede más que recurrir, en este caso, a «sus propias sensaciones», a sus estados internos, sean de un tipo o de otro. Sin embargo, ¿cómo ha aprendido qué es una sensación?, ¿le quedaría algún camino aparte del recurso a la definición ostensiva? En definitiva, ¿puede darse un desarrollo de un sujeto, de su conciencia, aisladamente?

Desde nuestra perspectiva, creemos que todas estas preguntas revelan una serie de deficiencias y apuros harto difíciles de salvar desde el internismo, y, por ello, implícitas o convenientemente silenciadas en muchas posturas internistas, tanto fisicalistas como neo-dualistas. Y es que si el internismo quiere responder a alguna de estas preguntas no le queda otro camino que recurrir, por ejemplo, para definir el dolor, a mecanismos tales como la definición ostensiva. Es decir, para el internismo es el sujeto el que «tiene ya toda la información en y sobre sí mismo», y es únicamente él, o su cerebro, el que puede proporcionárnosla. Pero desde nuestra perspectiva creemos que esta «información» es previa, anterior, al propio sujeto y, por tanto, conformadora del mismo. Del mismo modo, no creemos que sea posible defender adecuadamente la posibilidad del desarrollo de la conciencia de un sujeto de forma aislada, pues desde el individualismo metodológico ¿de qué se «alimentaría» este sujeto, por decirlo así, si no es de sí mismo? Llegamos así a la cuestión ya tiempo atrás señalada y discutida, a mediados del siglo pasado, por Ludwig Wittgenstein. En efecto, Wittgenstein argumentó acerca de la imposibilidad de definir sensaciones tales como el dolor al margen de un lenguaje, de unas normas y de una forma de vida. Y es que hay una cuestión esencial que el propio Wittgenstein señala, a saber: «¿cómo se refieren las palabras a las sensaciones?» o, por preguntarlo con otra cita, «¿pero cómo se establece la conexión del nombre con lo nombrado? La pregunta es la misma que ésta: ¿cómo aprende un hombre el significado de los nombres de sensaciones?»{18}. Esta es, sin duda, una cuestión esencial.

Todo sujeto, para aprender qué es una sensación, para ser consciente de ella, requiere de otros sujetos, de una sociedad que le enseñe qué es una sensación (por mucho que biológicamente pueda tener, por ejemplo, la sensación de miedo con tales o cuales fines útiles para la supervivencia, etc., otra cosa distinta es que consiga ser consciente de que tiene miedo); todo sujeto necesita de una sociedad que le proporcione normativamente, esto es, externamente, una serie de ortogramas con los que conformar su conciencia. Si no es inserto ya, desde su mismo origen, en una sociedad o cultura, es imposible concebir cómo un sujeto puede aprender qué es una sensación, no puede aprender qué es «ver rojo», no puede tener conciencia de qué es un dolor, ya que si todo ello requiriera únicamente «de sí mismo» no habría criterio externo alguno, no habría tampoco experiencia consciente.Por decirlo por otra vía, el lenguaje que habla cada sujeto es anterior a cada sujeto y determinante del mismo, «así, por ejemplo, cabría decir que el sujeto corpóreo operatorio, o su lenguaje, pero no la «conciencia pura», es la condición trascendental de la racionalidad de las obras por él producidas»{19}. Sin que esto suponga, por supuesto, la negación de la capacidad de desarrollo o cambio que los sujetos operatorios tienen de dichos ortogramas anteriores a ellos y determinantes de ellos, cambio sin el cual sería inexplicable, en gran medida, el curso histórico de las culturas y de las sociedades humanas.

Como ya señalara Wittgenstein, si cada sujeto recurriese únicamente a sus procesos y estados internos no podría haber criterio al que recurrir, dado que los criterios, para serlo, deben ser objetivos y normativos, y ello sólo es posible en la intersubjetividad, que implica la «correctibilidad» mutua, esto es, la capacidad que los sujetos tienen de guiarse, corregirse o enseñarse mutuamente, según unos parámetros (ortogramas) comunes. Por lo que diremos que la verdadera conciencia, frente a falsa conciencia, es aquel sistema de ortogramas en ejercicio que es capaz de rectificar sus errores, desechando unos ortogramas por otros que no impliquen contradicciones con los restantes, lo que implica, de nuevo frente a la falsa conciencia, que no cualquier material procedente del entorno al que pertenece esa verdadera conciencia será asimilable en su sistema.De ahí que, a su vez, para nosotros el internismo resulta del todo absurdo. Por supuesto, todo ello sin negar la individualidad o subjetividad de cada sujeto, ya que el sujeto no es un mero engranaje en una máquina. Pero creemos que en modo alguno podría dar ese sujeto absoluto, esa «conciencia aislada», respuesta a ninguna de las preguntas planteadas antes. Cada uno de nosotros, desde niño, como miembro de una sociedad determinada, es educado en una serie de ortogramas objetivos y sólo gracias a ellos desarrollamos nuestra propia conciencia. La conciencia no se puede entender de un modo formal, sino que la conciencia es la propia urdimbre de los contenidos de la conciencia (los ortogramas).

Para ver esto con más claridad recurramos a un ejemplo. Imaginémonos la situación en la que un niño de no más de un año o año y medio le regalan un juguete diseñado para que aprenda las formas geométricas. Está compuesto por unas formas tridimensionales y una caja con dichas formas exactas para que sean encajadas. El niño no sabe qué hacer con ello, pues aunque percibe el objeto, no sabe bien qué percibe. Simplemente coge las formas y juega con ellas, quizá las tire, quizá se dé cuenta de que hay unos huecos en la caja, él no sabe para qué sirven ni cómo, pero a veces, en lugar de tirarlas intenta introducirlas, pero no sabe que dichas formas deben ser las mismas para poder hacerlo, el niño lo intenta, incluso golpea las formas contra la caja con todas sus fuerzas, pero no consigue introducir ninguna figura si no es de forma fortuita. Si bien, su madre lo ve e intenta ayudarlo a hacerlo adecuadamente. Le habla, le nombra cada figura y le señala la diferencia entre cada una de las figuras, sus distintos colores, y le muestra cómo encajan e intenta que el niño la imite. Es de suponer que el niño apenas si entenderá nada de lo que se le dice, pero dada la repetición día tras día de esas enseñanzas (no sólo de su madre, sino también de su padre, de su tío, de un niño más grande, una abuela, o la profesora de la guardería), el niño irá asociando las formas, irá «siendo consciente» de dichas formas y de la función que tienen los huecos de su juguete. Hasta que finalmente, el niño aprenda, asimile, qué son las formas geométricas y por qué y mediante qué operaciones tiene que colocarlas en el lugar adecuado para que caigan dentro de la caja. ¿Podría haber hecho esto al margen de las enseñanzas de los individuos que le rodean y que le han enseñado? La respuesta creemos que es clara: no. De nuevo, ¿habría adquirido conciencia de las formas geométricas?, ¿habría aprendido a percibirlas por sí mismo atendiendo a sus estados internos (suponiendo que pudiese hacer eso)? La respuesta, creemos, es de nuevo la misma. Es imposible que el niño hubiese aprendido sin ayuda de los que le rodean, no habría podido desarrollar nunca, incluso cuando creciese, una conciencia verdadera de dichas formas por sí mismo atendiendo sólo a sus estados internos.

Planteándolo de otra forma, ¿por qué es imposible que el niño aprenda solo?, ¿por qué el niño no puede desarrollar él sólo los conceptos geométricos que hemos señalado, o cualquier otro? Porque, como ya hemos señalado, dichos conceptos son ortogramas, y, por tanto, entre otras cosas, son patrones de discriminación, y en cuanto discriminativos son externos y normativos, puesto que un patrón es una norma, lo cual requiere criterios externos (y, por tanto, también de una sociedad en que cristalicen históricamente dichos criterios). En todo sujeto se da un largo transcurso «progresivo» de su conciencia a medida que va asimilando y automatizando todos aquellos ortogramas que conforman su conciencia y que la sociedad en la que él vive, en la cual nace y que es anterior a él, le proporciona. Sin embargo, desde posturas internistas no es posible dar cuenta de este fenómeno, ya que incluye toda una serie de presupuestos problemáticos que, dado su individualismo metodológico, impiden «salir del sujeto» o de su cerebro. Efectivamente, ¿cómo dar cuenta de todo lo señalado antes a partir de los estados internos, de los estados que sobrevienen naturalmente a, o emergen de, lo neurológico, o simplemente desde nuestra organización neuronal? Es imposible. Desde el individuo flotante{20} no podemos dar cuenta de gran cantidad de elementos que son constitutivos del sujeto, de su conciencia, que no pueden darse ni explicarse sin recurrir a la sociedad y tradición cultural en la que se encuentra. Y es que, ¿cómo sería posible entender todas las conductas operatorias normadas que constituyen a los sujetos al margen de la historia de las mismas? No sería posible, porque es «el mismo proceso histórico el que moldea o determina a esos sujetos operatorios»{21}. Así, son los individuos que rodean al niño los que, a través de las instituciones presentes en su sociedad, le enseñan cómo jugar con las formas geométricas, cómo entenderlas, cómo percibirlas. Son estos ortogramas históricos los que conformarán y determinarán su conciencia.

Notas

{1} Kripke, S., Identidad y Necesidad, en La búsqueda del significado, Ed. Luis Ml. Valdés Villanueva, Tecnos, Madrid, 1991, p. 127.

{2} En seguida daremos algunas nociones acerca de la noción de superveniencia.

{3} Chalmers, D.J., La mente consciente. En busca de una teoría fundamental, Editorial Gedisa, Barcelona, 1999, p. 133.

{4} Ponemos entre comillas la palabra «material» porque, aunque no abundaremos en el tema, queremos destacar que desde nuestra perspectiva creemos que autores contemporáneos como Kripke, Chalmers, y otros muchos más manejan una noción de materia y, consecuentemente, de materialismo, demasiado estrecha, por no decir grosera. Normalmente la materia es concebida por ellos como lo físico, lo corporal, es decir, están cayendo en un formalismo primogenérico. Desde el materialismo filosófico la materia se entiende de un modo muy distinto. Para profundizar en esto recomiendo leer Ensayos Materialistas o también Materia de Gustavo Bueno Martínez.

{5} Chalmers, D.J., Op.cit., p. 59.

{6} Chalmers, D.J., Op.cit., p. 66.

{7} Entendiendo aquí por materialismo tanto posturas funcionalistas como de teorías de la identidad que estos autores de los que hemos hablado sostienen.

{8} Chalmers, D.J., Op.cit., p. 317.

{9} Al referirme a esta «conciencia intracraneal» estoy refiriéndome principalmente a las críticas al funcionalismo realizadas por Putnam, que acusa al funcionalismo de encerrar a la mente en la cabeza.

{10} Aunque no vamos a extendernos en esto, tenemos que señalar que esta división entre interno y externo es una división errónea. La distinción que habría que hacer sería más bien entre apotético (lejos) y paratético (cerca), en lugar de dentro o fuera. Se trata de una distinción que, en términos epistemológicos, permite evitar los problemas de las concepciones que hablan de una «proyección» de aquellas imágenes o conceptos formados «dentro del sujeto» (sea por la vía que sea: cerebro, entendimiento, razón, etc.), hacia «la realidad o el mundo fuera de nosotros». Pues entendemos que, por ejemplo, un concepto, en tanto que ligado a la percepción es algo apotético (más que interno). Por ello sería un error de bulto identificar lo apotético y lo paratético meramente con lo distal o lo proximal fisiológicamente. Por ejemplo, una conducta de acecho de un animal es apotética, pero también lo es un símbolo o la captación o percepción de los comportamientos de otro sujeto. Igualmente, serían paratética, por ejemplo, la digestión que el animal realiza tras la ingesta del animal cazado.

{11} A partir de ahora vamos a introducir nuestra propia terminología, de modo que cuando hablemos de sujeto consciente debemos tener en cuenta de que estamos concibiendo a ese sujeto consciente como un sujeto operatorio.

{12} Queremos con esta precisión resaltar la operatividad institucional, por tanto, social y cultural, que atraviesa todas las operaciones conscientes de los sujetos, pero sin caer en el sociologismo.

{13} Cuando hablamos de fundamentalismo científico, no queremos referir a otra cosa que a la creencia acrítica, acusada sobre todo entre los fisicalistas (aunque también entre neo-dualistas (Chalmers)), de que «la ciencia», y muy principalmente la física, en estos asuntos tiene la última (cuando no la única) palabra. Pues, aunque, por supuesto, las reflexiones sobre la conciencia no pueden hacerse al margen de las ciencias pertinentes, la reflexión que corresponde en cuanto idea es una reflexión filosófica.

{14} Entendiendo por tal a una disciplina filosófica, que en modo alguno puede ser independiente de un sistema filosófico.

{15} Gustavo Bueno, El sentido de la vida, Pentalfa, Oviedo, 1996, p. 175.

{16} Puesto que los hechos (objetos) que los sentidos nos presentan están ya cultual o socialmente preformados de dos modos: a través del carácter histórico del objeto percibido y a través del carácter histórico del órgano percipiente. Ambos no son sólo naturales, sino que además están determinados por la actividad operatorio-histórica humana. Los órganos sensibles han experimentado un proceso evolutivo, no hay dificultad en aceptar esto. Pero también lo han sufrido todos los objetos que entran dentro de la cognición humana. La propia realidad que se percibe es ya producto del trabajo social histórico, como diría Horkheimer. Del mismo modo, la conciencia de cada sujeto, incluso a la hora de «autopercibirse» sería ya producto de ese trabajo social histórico, por lo que no puede ser algo «interno». O dicho de otra forma, no hay diferencia ninguna entre los sentidos y el «entendimiento», pues percibir ya es entender. Y el modo en que los hombres pueden percibir dependerá en gran medida también del propio moldeamiento social que le ha enseñado a ello. Un ejemplo que podría ilustrar bastante bien cómo el desarrollo cultural o social determina la forma de percepción, y por tanto la conciencia fenoménica, de los sujetos pertenecientes a dicha sociedad, sería la conocida capacidad de los esquimales para distinguir una variedad muy amplia de blancos que otros sujetos pertenecientes a otras sociedades, dadas en entornos distintos, no tienen.

{17} Gustavo Bueno, El individuo en la Historia, Universidad de Oviedo, Oviedo, 1980, p. 84.

{18} Wittgenstein, L., Investigaciones Filosóficas, Editorial Crítica, grupo editorial Grijalbo, Barcelona, 1988, §244.

{19} Gustavo Bueno, El sentido de la vida, Pentalfa, Oviedo, 1996, p. 52.

{20} Me refiero al famoso argumento del individuo flotante de Avicena, que nos pide que imaginemos a un individuo que desde su nacimiento está flotando en un vacío, sin contacto con nada ni con nadie, siquiera ha sentido alguna vez la sensación del tacto. Sn embargo, según Avicena, este individuo, por sí mismo, a partir de sus pensamientos (que no se sabe muy bien de dónde vendrían), por introspección (que tampoco se sabe muy bien cómo aprendería), es capaz de «darse cuenta de sí mismo», llegaría a la conclusión de que existe tan sólo atendiendo a sus estados internos (que tampoco se sabe cómo se producirían). Claramente este argumento es más una fantasía que otra cosa, sin embargo, llevado no muy al extremo, el internismo puede conducir a situaciones similares.

{21} Gustavo Bueno, España Frente a Europa, Alba, Barcelona, 1999, p. 267.

 

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