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El Catoblepas, número 151, septiembre 2014
  El Catoblepasnúmero 151 • septiembre 2014 • página 5
Voz judía también hay

La hipérbole como indicador

Gustavo D. Perednik

El vocabulario utilizado contra uno de los países delata un fenómeno antiguo.

Michael Gove

Dos verdades frecuentemente soslayadas han sido recientemente esgrimidas por Michael Gove en el Parlamento británico:

· que la judeofobia es un «virus mutante y letal» resurgido bajo la forma del boicot contra Israel, y

· que la equiparación de las acciones de Israel con la maquinaria genocida del nazismo es un modo de negar el Holocausto.

Las dos aseveraciones resumen la judeofobia contemporánea y, si hubiera que sintetizarlas aún más, podrían englobarse bajo el título del libro clásico de Robert Wistrich: Una obsesión letal (2010).

En efecto, de puro obsesivos los judeófobos no notan que boicotean siempre a un solo país, implícitamente el peor de los doscientos existentes. Otra vez por obsesivos, cuando despotrican contra su ubicuo boicoteado lo hacen en un lenguaje tan hiperbólico que los delata en su irracionalidad. En tal medida, que quien es inconsciente de su odio podría reconocerlo con sólo revisar el vocabulario que utiliza: un arsenal lingüístico que les reserva en exclusividad a los judíos y a su país.

A mediados de este mes de septiembre, un docente de geografía del Colegio Andrews de Río de Janeiro, de nombre Joao Gabriel Monteiro, incluyó en un examen escrito para sus alumnos (de catorce años de edad) una curiosa pregunta: ¿a quién consideraban peores, a los nazis o a los judíos?

De este modo, los afiliados al brutal movimiento que batió todos los récords de la crueldad; los militantes que persiguieron encarnizadamente y masacraron en cámaras de gases a seis millones de judíos, es decir la morralla de los nazis, fue puesta en la balanza para ser comparada con sus víctimas, las que constituyen el grupo que padeció el peor calvario que registre la historia y que, en buena medida, sigue defendiéndose de los que explícitamente se han propuesto aniquilarlos.

El lector podrá suponer que el docente ése encarna un caso excepcional de atolondramiento extremo o de un impar odio militante. Sin embargo, desafortunadamente la referencia al nazismo para calificar las acciones bélicas de Israel (y sólo las de Israel) no son infrecuentes en los medios.

Se apela muchas veces a una batería de asociaciones judeofóbicas que consiguen demonizar al país hebreo (y reitero, sólo a éste). Así, cuando terroristas palestinos se apoderaron de la Iglesia de la Natividad en Belén en 2002, y el ejército israelí, a fin de evitar irrumpir en un recinto sagrado para la cristiandad, se apostó fuera de la iglesia a la espera de que los terroristas se rindieran, uno de los diarios más importantes de Europa publicó una ilustrativa caricatura. En ella el niño Jesús pregunta a la Virgen «si lo van a matar otra vez». Pocas veces un dibujo concentró tanta judeofobia. Israel se defendía con máxima cautela y, lejos de cosechar encomios, era presentado como el Estado de los deicidas.

De modo similar, cuando en 2008 el sacerdote nicaragüense Miguel D'Escoto presidió la Asamblea General de la ONU declaró que amaba a Israel a tal punto que no permitiría que «crucifiquen a los palestinos». Israel se defiende de los que anuncian que han de destruirlo y, además de ser vituperado por ello, pasa a ser demonizado como deicida, nazi, o genocida. La hipérbole de sus «críticos» es suficiente para delatar la ausencia de toda crítica racional, y revelar en su lugar la abundancia del odio. Esta hiperbólica descalificación tiene una larga historia.

A fines del siglo IV Juan Crisóstomo (un santo aún venerado por la Iglesia) «criticaba» a los judíos con esta retahíla: «miserables, lascivos, rapaces, codiciosos, pérfidos, bandidos, asesinos empedernidos, destructores, endiablados, que superan la ferocidad de las bestias salvajes, sacrifican a sus hijos a los demonios y sólo saben emborracharse, matarse y mutilarse unos a otros».

No fue el fanatismo medieval el único combustible, ya que catorce siglos después del susodicho, no un creyente sino el prohombre de las Luces: Voltaire, nos denominaba «el pueblo más imbécil de la faz de la Tierra, enemigos de la humanidad, el más obtuso, cruel, absurdo». La hipérbole es elocuente de por sí. Medio siglo más tarde, otra lumbrera, el filósofo Johann Fichte, clamaba que sólo se podría dar derechos a los judíos si se «cortaban una noche todas sus cabezas y se las reemplazaba por otras que no contuvieran ni un solo pensamiento judío».

La obsesión del siglo XXI

A la sazón comenzaba el siglo XIX, durante el cual la obsesión letal se extremó. Los diversos principados y Estados alemanes se avenían a unificarse en un solo país, y la judeofobia actuaba de aglutinante para la autoafirmación nacional. En ese contexto, una inquietud alucinatoria agitaba a los alemanes: la Judenfrage o «cuestión judía», que no pasaba de ser un amasijo de fantasías sobre la pequeña comunidad que, dispersa y débil, no llegaba a constituir ni un 1% de la población del país.

A pesar de dicha exigüidad, se inflaba su importancia hasta proporciones monstruosas. Los debates parlamentarios se dedicaban una y otra vez a la cuestión judía: si había que emancipar a los israelitas, si otorgarles derechos era viable, si era apropiado, si era justo. En el Estado de Renania la hipérbole batía récords y se afirmó allí que el «problema judío afecta el mundo entero».

Atónito ante esta desproporción, el escritor Ludwig Bôrne, que para huir del embrollo se había bautizado, compartió su sorpresa en una carta de 1832: «Lo he experimentado cientos de veces y sin embargo sigue siendo nuevo para mí. Algunos me culpan por ser judío, otros me perdonan, un tercer grupo me alaba, pero todos piensan en el asunto. Es como si estuvieran hechizados en este mágico círculo judío, del que ninguno puede salir». Daniel Goldhagen muestra que en el último tercio del siglo XIX, se dedicaron a la investigación del «problema judío» no menos de mil doscientas publicaciones alemanas.

Hoy la hipérbole se vocifera contra Israel, del que cada acción es un crimen y cada operación un genocidio. Se sabe bien: un genocidio es la matanza deliberada de un pueblo entero. Se sabe bien: si Israel abrigara intenciones de esa calaña los palestinos ya habrían muerto de a centenares de miles. Se sabe también (porque así lo reconoce públicamente el Hamás) que la muerte de civiles palestinos en la guerra contra Israel se debe a que son utilizados como peones por sus líderes.

Y a pesar de todo lo que se sabe, cuando un niño palestino muere, no solamente se saltea la culpa del Hamás (que anuncia en su carta orgánica el deber religioso de matar a todos los judíos), sino que además se lanzan contra los judíos todos los dardos hiperbólicos de «masacres, destrucción, nazis, deicidas, violentos, vengativos».

A sólo unos pocos kilómetros de distancia de Gaza son asesinados cientos de miles de civiles, y ello se denomina guerra civil o enfrentamiento. Pero los que caen en Gaza despiertan la expedita solidaridad de víctimas del genocidio y la barbarie. Debido a la última campaña defensiva de Israel, el presidente boliviano Evo Morales dictaminó que el judío «es un Estado terrorista». Y el único, claro está. La hipérbole desborda las posibilidades del abordaje equilibrado.

Para describir la destrucción en Gaza durante la operación Margen Protector del mes pasado, una publicación de filosofía de la Universidad Nacional de Córdoba en Argentina cubrió su tapa casi enteramente con el título de «la muerte de una civilización». Toda una civilización había sido arrasada por el pérfido entre los países. Toda una tapa para alertar sobre una galaxia de masacres, una violencia que afecta al universo en su conjunto. Israel hereda al judío como objeto de la obsesión letal contemporánea, y algunos debates en las Naciones Unidas parecen un remedo de los de Renania hace dos siglos. El problema global ahora es «la cuestión sionista». En el seno de la familia de las naciones persiste un elemento extraño, y por ello habría que admitir como legítimos los intentos de extirparlo.

 

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