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El Catoblepas, número 155, enero 2015
  El Catoblepasnúmero 155 • enero 2015 • página 11
Libros

De mitologías monárquicas y republicanas

José Andrés Fernández Leost

Comentario al libro de Jon Juaristi, A cuerpo de rey: monarquía accidental y melancolía republicana, editorial Ariel (2014).

A cuerpo de rey: monarquía accidental y melancolía republicanaA propósito del debate sobre la forma de gobierno que generó la abdicación del rey Juan Carlos en favor de su hijo -un debate revelado de momento circunstancial, aun impulsado sobre la corriente de fondo que suscita el tema- el profesor Jon Juaristi nos presenta en este libro una penetrante reflexión sobre la monarquía española, que entronca con un examen de la evolución sociológica del país desde -al menos- los estertores del franquismo hasta 2014. Probablemente los más llamativo del texto radique en el contraste que implica proponer una teoría mítica sobre tal monarquía, levantada sobre una documentada hermenéutica histórica, al tiempo que se revisan los avatares y la legitimidad de un reinado -el de Juan Carlos- consumado en un contexto de profunda transformación social (en toda Europa): una crisis no equivalente pero sí análoga -y he aquí el enganche- a la que conlleva toda sucesión dinástica. No obstante, el exotismo del contrapunto cobra su sentido a la luz del momento escogido por Juan Carlos para hacer pública su decisión, en vísperas del segundo centenario del «solemne capítulo extraordinario de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo», figura fundacional en la tesis del autor de la monarquía hispánica, en la que se condensa el fundamento de su teoría mítica.

Juaristi inicia su argumentación aludiendo a la obra de Ernst H. Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey, el mortal y el inmortal, pero para negar de inmediato su aplicación a nuestro caso, toda vez que en la España medieval no había reyes sagrados -sin perjuicio de su unción, garantía de sucesión- ya que el único cuerpo que se consideraba inmortal era el de Cristo, en puridad el verdadero rex. Lo que debe retenerse en todo caso consiste en la introducción tardía (comparativamente) del sistema hereditario (precisamente, vía unción real) en el modelo visigótico, de signo electivo y lógicamente inestable; peculiaridad que Juaristi aprovecha para evocar la zozobra de los reyes-sacerdotes del bosque de Nemi, según la hipótesis de la «sucesión por la espada» que James Frazer reproduce al inicio de La Rama Dorada. Ahora bien, todo empieza a cambiar a partir de la llegada al trono de Liuva I en el año 568 y, más en concreto, de su hermano Leovigildo, cuatro años después -padre de Hermengildo y Recaredo y, dato no menor, de creencias arrianas- empeñado en cambiar de modelo, pasando al hereditario, sin cambiar de fe. Ello no evitó que Hermenegildo, casado con la católica Ingunda, hija del rey franco Sigeberto y nieta a su vez de la madrastra de aquel (viuda de Atanagildo, Gosvinda casó posteriormente con Leovigildo), se convirtiese al catolicismo y se alzase en armas contra su padre, con bastante poca fortuna. Finalmente entregado, pese al abrazo paternal que al parecer recibió de Leovigildo, fue encarcelo y hecho muerto por su celador en Tarragona. El colofón de esta historia lo protagonizó Recaredo, quien después de haber hecho lo imposible para apaciguar los ánimos de los francos, encrespados por el destino de Ingunda, también se hizo católico (confesión por lo demás mayoritaria entre los hispanorromanos) y proclamó obediencia a la Iglesia en el III Concilio de Toledo, instaurando al fin el modelo hereditario.

El desenlace de la historia se convirtió sin embargo -en la exégesis del autor- en el origen de un mito, tricotado por Leandro de Sevilla en comandita con el papa Gregorio Magno, según el cual la muerte de Hermenegildo simbolizaría la génesis de una nueva era, de acuerdo con el esquema «sanguis martyrum semen christianorum» de Tertuliano. Un relato que ciertamente tardó en cuajar pero en el que Juaristi halla el núcleo de la mitología nacional-católica, desde el momento en el que la sangre seminal de Hermenegildo se trueca constitutiva de la nación española. La vindicación oficial en efecto se hizo esperar, dado que hasta la conquista de Sevilla por Fernando III en 1248 apenas se invocó a Hermenegildo, aunque acabó por consolidarse en tiempos de Felipe II, de mano de Ambrosio de Morales. Canonizado en 1639 por Urbano VIII como «patrón de los conversos», en lo que Juaristi interpreta como una sutil rechifla papal del mito fundacional, Hermenegildo aparece desde entonces iconográficamente unido a los reyes-santos Fernando III e Isabel de Portugal y, como ya se ha adelantado, inspira la creación en 1814 de la Real Orden Militar que lleva su nombre. En el resto del XIX la apropiación de la filiación visigótica no es privativa de los carlistas y así -saltando por encima de un turbulento siglo XX, que recuperaremos enseguida- llegamos al discurso de febrero de 2008 del Arzobispo Cañizares, en el que se plasma en todo su esplendor la mitología mentada. Y si bien lo hace retomando el discurso de Ratzinger en Ratisbona -basado sobre la racionalidad del cristianismo y el impulso unitario del Concilio de Toledo- deriva, siempre según Juaristi, en un alegato nacionalista en el que siguiendo la estela alterada del principio de Tertuliano se confunde religión y nacionalidad.

No puede extrañar que a continuación, entrando de lleno en el siglo XX, el autor ensaye la hipótesis de un Franco identificado con Hermenegildo, un Hermenegildo vencedor. Bajo este ángulo Franco, leal a la corona pero profundamente decepcionado por Alfonso XIII, habría resuelto levantarse en 1936 contra los «arrianos» (masones y comunistas) proclamándose dux electivo (elegido por sus pares) según la fórmula visigótica, reinando sin corona pero ungido por la «gracia de Dios». Comportándose como tal, nombró sucesor a Juan Carlos («su Recaredo» particular), al que pasó por el capítulo de San Hermenegildo, restituyendo así a su gusto -conforme a un filtro «selectivo»- el modelo hereditario que él mismo vulneró. Y es que «cuando está en juego el valor supremo de la unidad (católica) de España, es lícito rebelarse contra la autoridad legítima», pauta que asimismo habría orientado el proceder de Juan Carlos en la Transición. Aunque muy suavemente, de «la ley a la ley» y justificado por la lógica de una renovada teoría nacional, la del normalizador Julián Marías, en el que Juaristi ve al intelectual orgánico del juancarlismo por antonomasia. Primero, al respaldar mediante su noción de inteligibilidad la visión de una historia de España homóloga a la de las naciones vecinas{1}, mitigando pues la pregnancia de la leyenda negra. Tolerando a continuación la, diríamos, positividad del sistema legal franquista que hizo rey a Juan Carlos, carente de una legitimidad dinástica y democrática que Don Juan y la Constitución de 1978 le otorgaron en última instancia. Incorporando además la premisa de la continuidad étnica (lingüística y geográfica) de la nación. Y, por último, haciendo descansar en la idea orteguiana de generación -verdadero sujeto de la historia- la garantía de una continuidad sin crisis: continuidad casi sinónima aquí a la idea de estabilidad, al contrario de lo que sugería Kantorowicz en tanto era únicamente el cuerpo inmortal del rey lo que aseguraba la continuidad en un mundo que cambia sin cesar.

Tal sería por tanto el soporte argumentativo de normalidad que andaría detrás de las proclamaciones sin duda anómalas de Juan Carlos I y Felipe VI, y la conclusión provisional de un libro que en adelante va a centrarse en cuestiones más de actualidad, constatando el recorrido bastante limitado del debate monarquía/república. Previamente, como aspecto que sirve de gozne modular entre pasado y presente, resulta oportuno reflejar la opinión de Juaristi en torno al 23-F, incidente que al igual que apuntaló la legitimidad social del rey Juan Carlos, parece valer ahora para deslegitimarle, insinuando su conchabanza velada. Esta versión conspirativa, propalada por la extrema derecha para consumo masivo de la extrema izquierda («contraria sunt circa eadem») destila -como razona el autor- inverosimilitud por todos lados, no solo porque esté modelada sobre la falsilla del relato promorriverista, «dictablanda» que al contar con el beneplácito de Alfonso XIII terminó por tumbar a la monarquía. Sino ante todo porque no acaba de entenderse que, de consuno con los fácticos del tardo-franquismo, el rey conspirase contra una Constitución impuesta... por los fácticos del tardo-franquismo. Pero es que incluso aceptando lo improbable, la consecuencia del golpe fue la opuesta a la que invita el infundio, con la plana mayor anti-constitucionalista barrida: conclusión que hace de la conspiración un asunto insignificante.

Zanjado esto, el interrogante que enfilando el tramo final del libro se plantea Juaristi consiste en responder para qué sirve la monarquía en la actualidad, como institución disfuncional en apariencia, pero que pervive al compás de la reiterada renovación de sus tradiciones. En este afán acude a dos obras (La persistencia del Antiguo Régimen, de Arno Mayer, y El salario del ideal, de Jean-Claude Milner) que nos ilustran acerca de la coalición de intereses que se produjo entre las dinastías reales y la nobleza (estamento desemejante a las aristocracias: supranacionales, endogámicas y anteriores a la monarquías) a la que se sumó la complicidad de una burguesía emergente, deferencial y obsequiosa, deseosa de ennoblecerse. Pues bien, la situación en nuestros días habría llegado a un punto inverso, de «deferencialidad descendente», que conduce a los miembros de la realeza a comportarse como burgueses y a contraer matrimonios morganáticos. Entretanto, las clases burguesas han experimentado una acusada mutación, pasando de ser de patrimoniales a asalariadas, e incluso en el presente a subretribuidas, cuando la inversión educativa no garantiza hoy el sobresalario al que la burguesía remunerada accedía en el siglo XX. Y todo -según Milner- para prolongar entonces la existencia de una clase en extinción, pues nada menos burgués que un trabajador asalariado; no hablemos ya del precarizado{2}.

No obstante, Juaristi se detiene en el análisis de la burguesía remunerada para explicarnos su asunción monárquica en el mismo momento, ya posterior a la II Guerra Mundial, en el que las casas reales se inclinan hacia el guiño socialdemócrata, en un ejercicio de aquiescencia mutua nunca definitivo y cuya clave civil se halla en el pragmatismo accidental, esto es, en un funcionalismo fundamentado en la doctrina accidentalista de ascendencia católica que considera lícito (no pecaminoso) ser republicano. Aplicado al caso español, ello se confundió con el posibilismo expresado por el partido socialista (equívoco que se asemeja a la ambigua identificación citada entre continuidad y estabilidad), de acuerdo con la entrevista extractada a Enrique Múgica. Una realidad manifiesta desde la Transición hasta nuestros días, en tanto suerte de éxito «en diferido» de la teoría de la monarquía social de Von Stein que, combinada con la exigua presencia de un republicanismo robusto de derechas (Castro-Villacañas), ha contribuido a orillar la opción republicana (al cabo, una «reconstrucción melancólica») al margen izquierdo de la izquierda, por más que ésta se enmascare ahora en un «pijoprogresismo» que habla en nombre de la burguesía subretribuida («burguer-sía» que a juicio del autor no cabe pensar seducida por el neocomunismo). Así las cosas, hoy la monarquía tendría en la reina a su máxima valedora, como símbolo de una ciudadanía libre, al menos mientras logre mantener el laborioso equilibrio entre la tentación mayestática y la populista.

Más allá del alcance de estas últimas consideraciones, el libro conserva la virtud de compaginar erudición, agilidad y desenfado, aunque sorprenda la omisión a la «teoría sacrificial» de René Girard, de la que tan tributario es el pensamiento de Juaristi. Dejemos como punto para un debate más reposado el de la tesis sobre la cristalización del mito nacional-católico, en un momento en el que España se configuraba no como nación sino como imperio (de vocación precisamente universal, «holótico») y de su reutilización posterior, en el intricada adaptación de una nación «post-imperial»{3} al entorno europeo, que ya en el franquismo y parafraseando la doctrina del «socialismo en un solo país» acaso cabría llamar, con toda reserva, distancia y mínima licencia, de «catolicismo en un solo país».

Notas

{1} Validada por hispanistas de la talla de John H. Elliot, Raymond Carr o David Ringrose.

{3} Circunstancia por cierto que pone entre paréntesis la sostenida hipótesis de la connivencia entre capitalismo, democracia y burguesía, cuando menos en Occidente. Por lo demás, los casos chino y ruso, más avanzados, podrían estar empezando a sacar de su letargo a la ciencia política, toda vez que: «Durante la Guerra Fría, los académicos, convencidos de la bondad absoluta y única de la democracia, abandonaron el estudio tradicional de las formas no democráticas de gobierno, como monarquía, aristocracia, oligarquía y tiranía… [Pero] …sin duda la gran sorpresa en la política mundial desde el fin de la Guerra Fría no fue el avance de la democracia liberal sino la reaparición de formas clásicas de gobierno no democrático» (Mark Lilla, «The truth about our libertarian age. Why the dogma of democracy doesn't always make the world better», The New Republic, junio 2014).

{3} «La nación popsimperial. España y su laberinto identitario", José Álvarez Junco, Revista Circunstancia nº 9, 2006.

 

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