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El Catoblepas, número 158, abril 2014
  El Catoblepasnúmero 158 • abril 2015 • página 3
Artículos

Antaki y la estética de la mexicanidad monstruosa

Manuel Llanes García

Se reconstruyen las líneas con las que en su momento se formuló una interpretación posible sobre la gestación, magnitud y significado histórico de la obra de Gustavo Bueno.

Ikram Antaki en una conferencia

En el dilatado catálogo del pensamiento en torno de la mexicanidad, Ikram Antaki (Damasco, 1948- México, DF, 2000) destaca con El pueblo que no quería crecer (1996), texto híbrido que, a decir de la misma autora, participa de la novela y del ensayo para aglutinar un conjunto de reflexiones acerca del problema de México.

Desde sus primeras páginas, en el prólogo escrito por su hijo, el también escritor Maruan Soto Antaki{1}, El pueblo que no quería crecer apela a su condición de polémica, con una autora de origen extranjero avecindada en México empeñada en revelarle a los mexicanos nada menos que la verdad acerca de ellos mismos: «su palabra se tomaría como un agravio en contra del pueblo que llegó a conocer incluso mejor que los nacidos en él, haciéndose más mexicana que ellos mismos» (Antaki 13), escribe Soto sin ambages. Más adelante, la misma Ikram Antaki, a través de la voz de su personaje de inspiración histórica, insistirá en que los mexicanos son refractarios ante la crítica, inmersos como están en un medio cifrado por la adulación y el inútil protocolo. De ahí que, como Soto nos explica, Antaki haya decidido publicar esta obra precisamente bajo un pseudónimo, el del segundo Polibio de Arcadia, cuyo antecedente sería el historiador hiparco de la confederación aquea, tutor de Escipión, nacido en Megalópolis e hijo de Lycortas{2} (102). Vamos a ver que el libro es un alegato escrito desde lo que aparenta ser el punto de vista de un historiador de otra tierra y otro tiempo («Yo nací entre los aqueos», 18), quien contrasta su idea de civilización con lo que ocurre en México, que sería un país incivilizado por excelencia en más de un sentido.

Desde el principio hasta el fin, el alegato de Polibio de Arcadia apela a un choque cultural, pero en realidad (diríamos nosotros, desde el materialismo filosófico), estaríamos ante la patente manifestación de cómo las instituciones de la antigua Grecia que él reivindica (e identifica con la Razón) no resultarían compatibles con las instituciones que en México se defienden, además de forma fanática. En todo caso y a reserva de la veracidad o no de esa premisa, no habría choque de culturas ni mucho menos de civilizaciones, sino una incompatibilidad entre rasgos culturales (Bueno, Etnocentrismo), algo que sí resulta evidente al menos en lo que respecta a la comparación que hace Polibio entre los dioses griegos y las divinidades prehispánicas, como se verá.

En el prólogo, se nos dice que la autora invita al lector a reflexionar acerca de su pasado, un reto «a pensar si las culpas que tanto cargamos tienen realmente su origen en la conquista, contra la que hemos venido peleando los últimos quinientos años, o en nuestra idiosincrasia que lucha contra los conceptos más elementales de la convivencia social» (14), un enfoque que de entrada resulta novedoso, en tanto que se aleja de las perspectivas negrolegendarias al uso, recurrentes entre nosotros al momento de pretender explicar las carencias de México: de España, ya se sabe, nuestro país habría heredado las peores taras. El pueblo que no quería crecer alude pronto a sus claves que, como hemos dicho, se centran entre el contraste entre la Grecia clásica y la vida en México; como declara Polibio:

«supe que había que revisar la historia de las relaciones entre el derecho y la vida. Entre la época en que los hombres inmolaban a una víctima en sacrificio y el momento en que ocurre un proceso y un juicio, la razón había caminado, pero ellos seguían viviendo en el tiempo de las víctimas» (18).

En el ejemplo que Polibio proporciona hay una evidente incompatibilidad entre ambas instituciones, en este caso entre los sacrificios humanos del México prehispánico frente a la racionalidad del derecho. Efectivamente, el historiador insistirá acerca del supuesto imperialismo depredador de la Conquista («Este es su prejuicio») y trata de ponerlo en perspectiva: «No fue lo peor que les ha sucedido» (20). Para Polibio, además, el país no se ha sometido por completo a una influencia extranjera: «no fueron españoles, ni franceses, ni norteamericanos. Lejos de la versión cristiana, del concepto agustiniano y del neoplatonismo, no queda aquí sustrato alguno, ni nada que se opusiera a aquello» (24); una afirmación que parece orientar el contenido del libro en los derroteros de la filosofía, aunque como veremos luego esta perspectiva se adultera o bien se abandona.

En este sentido es muy importante la filiación genérica del texto. En el prólogo, Soto Antaki, al referirse a El pueblo que no quería crecer, habla de «un ensayo que bordee la novela antropológica y se nos acerque a través del pensamiento y no de los hechos. Por eso llega a molestar tanto» (15). Así, Ikram Antaki está más cerca de Octavio Paz que de un académico universitario al uso, por ejemplo, porque tiene en común con el autor de El laberinto de la soledad no solo la prosa de ecos poéticos de ciertos pasajes, sino la capacidad para echar mano de variadas disciplinas (Historia, Ciencia Política, Antropología…), sin el rigor que se exigiría en la academia universitaria a los exponentes de estas (Mondragón 128-29). Más adelante, el mismo Polibio aborda la cuestión, cuando dice que «ningún discurso sobre el mundo es física y matemática: es más bien novela; Leibniz{3} decía de las Meditaciones de Descartes que eran una novela física. Esta pequeña obra es una novela antropológica» (Antaki 33).

Sin embargo, hay una diferencia notable con el Paz ensayista, vinculada precisamente con los géneros literarios. Como se sabe, su ensayo Posdata (1970), que buscó precisar lo dicho en El laberinto de la soledad, causó una impresión muy negativa en ciertos sectores de la élite cultural, debido a que en él Paz llevó a cabo una interpretación mítica de la matanza de Tlatelolco, supuesta piedra de sacrificios de ese sucedáneo del gran tlatoani azteca, el titular del Ejecutivo que ocupaba lo más alto de la pirámide presidencialista, desde luego construida por el PRI. Krauze explica cómo los escritores afines a Carlos Monsiváis, en el suplemento cultural La Cultura en México (de la revista Siempre!), se organizan para protestar por medio de un número dedicado a Paz (si bien lo hacen dos años después de la publicación de Posdata, en 1972). Krauze entiende de esta forma las causas del reclamo del grupo:

«Por un lado, la interpretación surrealista en el capítulo final de Posdata. Pensaban que traer a cuento a los viejos dioses y mitos para explicar la matanza de Tlatelolco era, sencillamente, falso, además de políticamente irresponsable porque atenuaba la culpa de los asesinos. ¿Por qué no había escrito un poema en lugar de un ensayo? Los jóvenes críticos comenzaban a percibir en Paz, en su prosa, una estetización de la historia y una propensión a la abstracción y generalización». (239) (Las cursivas son nuestras)

Con ese precedente, pareciera que Antaki toma las debidas precauciones y se adelanta a una posible crítica que pudiera reprocharle no haber escrito un texto de ficción para su diagnóstico de los problemas nacionales. ¿Cómo? Por medio ya no solamente de un ensayo, sino además con una novela de corte antropológico en la cual las confesiones autobiográficas de Polibio de Arcadia toman forma ensayística. En su ensayo, Polibio pretende ser un historiador viajero que ha pasado varios años en México, una estadía que luego se nos presenta como dolorosa revelación. Así, como es de suponer, lo que Antaki tiene que decir a través de la voz de su personaje no es motivo de orgullo para los mexicanos, como se verá.

¿Qué es México? Para empezar, un país envuelto en el mito oscurantista de su exotismo: «aquella casa que han transformado en cárcel y que los viajeros europeos toman por cultura de esplendorosa novedad y saber de calurosa alegría» (23). La afirmación anterior recuerda el argumento de quienes quieren ver en los aspectos culturales de México la justificación de sus carencias, suerte de parque temático para extranjeros siempre deseosos de una dosis de barbarie y exotismo tercermundista, como hemos dicho en otra parte (Llanes, Idea) a propósito de uno de los parodistas de la mexicanidad, el escritor Juan Villoro.

No obstante, vamos a ver que la filosofía pronto es desplazada por la enunciación de los fenómenos que darían cuenta de los hábitos más perjudiciales del mexicano. «En México … ninguna ciencia, ninguna voluntad valen frente a la manifestación de los fenómenos» (98), asegura la autora. Como se ha dicho antes de los eslavos (Bartra) o de los españoles (Insua), Antaki verá en la pereza una de las taras del mexicano:

«Perezosos como solo un artista sabe serlo, su pereza gana porque siempre hace el recorrido mínimo. Cuando reina el combate, solo el perezoso tiene alguna oportunidad de sobrevivir; evita toda fuerza y violencia, escapa al movimiento perpetuo, duerme en su guarida y se despierta libre cuando los muros han caído. Mientras el combatiente siempre está despierto, ellos entraron en la competencia sin saberlo y sin saborearlo; jugarán y triunfarán a la hora en que el combate se levante de entre los muertos». (26)

Además de estar organizado en capítulos, El pueblo que no quería crecer se divide en rótulos que encabezan cada una de las secciones que, en su conjunto, hacen referencia a la problemática de lo mexicano: los antecesores, la infancia de un pueblo, la mentira, la forma… Especialmente relevante es esta última, porque remite a la falsa cortesía que también es expuesta en El laberinto de la soledad, en realidad engorroso protocolo que obstaculiza cualquier intercambio o debate. Es notorio como Antaki supone que el tratamiento que ella lleva a cabo de los problemas del mexicano es filosófico, pero, como advertíamos antes, muchas veces se trata de asuntos que remiten a la sociología, como la impuntualidad o la ya citada excesiva cortesía que a la autora tanto le molesta. Todo ello sin perjuicio de los elementos del ensayo que, efectivamente, remitan a una cierta filosofía.

México sería una tierra de apariencias falaces («Han vivido en un mundo donde los dichos reemplazan a los hechos», 42), en donde reinaría la vanidad y el rechazo de la crítica, con lo cual se ahonda en la condición de polémica del libro, por sus notables afanes, precisamente, de criticar, de hacer alusión, constantemente, a lo que en México quiere negarse: «Este pueblo pretende rechazar todo lo que se aleja un tanto del aplauso a favor suyo (41)», dice, como se explicaba antes a propósito del pseudónimo con el cual está firmado el libro. Y luego: «quienquiera que contradiga o discuta sus afirmaciones se vuelve su enemigo…» (74). O bien: «El recurso de la analogía con los demás pueblos daría resultados opuestos a los deseados, ya que la susceptibilidad nacional prohíbe severamente cualquier acercamiento analógico» (51-52). Vanidad, susceptibilidad, excesivo protocolo: «No son cortesía: aquí … la descortesía es la regla y la ley» (44).

Ahora, El pueblo que no quería crecer continuamente apela a la Razón, pero sin exponer una teoría en condiciones de la misma, salvo por la referencia a Aristóteles: «He buscado en el pensamiento mexicano las diferencias y los reencuentros, la demostración, la argumentación tal y como la hemos aprendido de Aristóteles; pero no la he encontrado» (45). Sin embargo, apenas una página después, para criticar la irracionalidad imperante en México Antaki sí encuentra de lleno la presencia de Aristóteles: «El discurso se pretende real porque sus partes son hechos reales: aquí estamos frente a un sistema de ideas donde nada es más que un pretexto. Es el “motor puro” del cual hablaba Aristóteles» (46). Es decir, la filosofía de Aristóteles se habría filtrado en la sociedad mexicana luego de la discriminación de algunas de sus partes: en el camino se habría perdido, casi nada, la capacidad de argumentar.

Muy interesante resulta averiguar lo que dice Polibio de Arcadia acerca de los indígenas, al menos desde el siglo XIX, garante de la mexicanidad: «Aquí los más leales a su historia presentan el perfil atormentado de seres que pretenden ser fortalezas». Y luego: «Ni buenos ni malos, son más bien herméticos. Garantes de una pretendida autenticidad…». Así, Polibio cuestiona su rol de iconos de la mexicanidad, al mismo tiempo que ofrece explicaciones para sus problemas: «La ilusión del pasado se encontraba en ellos tan sólida como la más contemporánea de las razones, y el resentimiento era el pan cotidiano de su oficio de pobres» (65-66). Unas carencias que para Antaki tendrían que ser contrarrestadas por medio del fundamentalismo democrático, que quiere ver instrumentado entre los indígenas: «A pesar de todo lo que podría decir de él la opinión pública, este sistema que llamamos república es, de lejos, el más avanzado de todos» (67).

Sin embargo, es en sus reflexiones acerca de la estética donde el libro alcanzará su culmen. Para ello, Polibio/Antaki se ocupa de diseccionar cada uno de los baluartes del México nacionalista, entre ellos el muralismo: «Cuando algunos de sus pintores ampliaron sus realizaciones hasta cubrir los muros, creyeron ver en ellos la grandeza que les faltaba. No era más que la monstruosidad que conocían con creces» (94). Una monstruosidad que, para la autora, se remonta de nuevo al México prehispánico y sus deidades:

«Todos los pueblos del mundo han embellecido a sus dioses, les han tratado de dar figuras y rostros perfectos, salvo aquí: la divinidad era fea, monstruosa, temible, jamás parecida a ellos. No ha sido nunca la madre a la cual podían parecerse; no podía siquiera ser sus hijos; no podían amarla ni ser amados por ella; solo les mostraba el espejo de una crueldad conocida y prometida. El culto del horror se volvió referencia divina; había que temer; había que ser temido» (94).

De nuevo, como en su intento de aludir a la leyenda negra antiespañola y luego el indigenismo, así como la estética de los muralistas, Antaki se sitúa a contracorriente de la ideología del México del siglo XX y su imponente Museo de Antropología e Historia, consagrado a honrar a las deidades prehispánicas, reducidas en El pueblo que no quería crecer a su condición de monstruos. Su mención de los dioses prehispánicos refuerza más que otros de sus elementos la intersección entre el ensayo y la narrativa de carácter sobrenatural, como explicaremos a continuación.

La mexicanidad se confunde con lo fantástico

A principios del siglo XX, la narrativa fantástica en México pasa por un período de transición, que ha sido dividido en dos tendencias: una es la tradicionalista; la segunda, la renovadora{4}. Así, en la primera de ellas destacará la recuperación de los temas del Virreinato, en una suerte de prolongación del siglo XIX. Además, aparece el asunto que nos interesa a propósito del México indígena:

Un elemento que conviene señalar dentro de esta vertiente de acento nacionalista es la incorporación de asuntos sobrenaturales que implican directa o indirectamente el pensamiento mágico indígena; Manuel Romero de Terreros, el Dr. Atl y José Juan Tablada son los tres autores que mejor ejemplifican este filón temático (Corral 21).

Por medio de esos pasajes de su ensayo, Antaki se vincula con una tradición de gran calado en México y que nace de la relación entre lo fantástico y las deidades prehispánicas, un fenómeno que se remonta hasta 1922, con la aparición de «El papagayo de Huichilobos», del marqués de San Francisco, Manuel Romero de Terreros, atraviesa la obra de Carlos Fuentes (Morales, México; Identidad) y llega hasta autores como Pablo Soler Frost y Mauricio Molina (Corral 306-25), nacidos ya en la segunda mitad del siglo XX. Este tipo de relato fantástico ha sido llamado por Louis Vax con el nombre de «horda de los monstruos adormecidos y de los dioses muertos»; para José Miguel Sardiñas, estamos ante «la horda de los dioses muertos» (apud Morales, México XXXIII).

En mi opinión, el texto central de esta tendencia sería «La fiesta brava», de José Emilio Pacheco, escrito en la estela ideológica del El laberinto de la soledad. Y esa sería precisamente la cuestión central: la forma en la cual el ensayo de identidad nacional, cuya pretensión es aludir a contenidos no ficcionales (nada menos que la identidad cultural de un país), se vale de los mismos mecanismos de la ficción fantástica hasta confundirse con ella, en su intentona de dar con una esencia nacional. Es decir, el uso de metáforas espaciales que representan fronteras entre mundos, umbrales que al ser traspuestos dan lugar al problema de lo fantástico (Morales, Identidad 69). Ya lo dice una de las etimologías de «lo subime», categoría estética que se convierte en raíz de la novela gótica: «El término sublime —en griego hýpsous significa cima, altura— parece provenir etimológicamente de sublimis, alto, elevado; aunque otros autores señalan su origen en sub-limen «bajo el umbral»» (González 30).

En Posdata, la mexicanidad surge del inframundo, «bajo el umbral» (como los dioses prehispánicos que atormentan a los personajes de Fuentes y Pacheco), algo que tanto molestó a Monsiváis y su grupo. Con su descripción de los dioses del pasado, que ella identifica con una mexicanidad primigenia cuya estética sería monstruosa, Antaki participa también de ese fenómeno, como nos parece ilustra esta cita de su ensayo: «la capa arcaica, profunda, solidificada, que da sustento a su ser, resistió y rechazó la realidad del mundo» (102). En nuestro país, aludir a ese México profundo es más que una simple metáfora.

No obstante, Antaki aborda estos asuntos no sin contradecirse, como ocurre en esta cita de El pueblo que no quería crecer: «El pensamiento pagano hace y amplía su camino tejiendo una relación mágica entre la naturaleza y el espíritu. Cuando aquella mecánica introduce el arte, el resultado es hermoso. En la vida real, esto se vuelve una pesadilla» (47). ¿Y la mencionada monstruosidad del arte prehispánico? De hecho, si profundizamos en lo anterior, para Antaki México nunca ha asumido del todo la religión terciaria (Bueno, Animal), exactamente por esa recurrencia de la religión secundaria:

«Este pueblo jamás ha sido monoteísta. El cristianismo ha sido sumado a la cosecha pagana, y la aventura homérica tampoco ha alcanzado estas tierras. La crueldad con la cual se tratan los unos a los otros recuerda una de las razones esenciales de su derrota ante los españoles: aquellos que alimentaban a sus hermanos de raza para luego sacrificarlos como animales, no podían esperar de esos mismos hermano ni lealtad ni solidaridad». (113)

Claro que esa perspectiva entra en conflicto con afirmaciones previas de Antaki, como su referencia a lo que ella llama el «motor puro» de Aristóteles, cuya supuesta potencia en México no se entendería sin la referencia al cristianismo, con San Justino, Santo Tomás y San Agustín (Bueno, Fe).

El pueblo que no quería crecer busca en la sociología de ropajes filosóficos el medio idóneo para clasificar el problema de la identidad nacional, aunque cuando es situado en la tradición del relato fantástico mexicano surge una de sus facetas más interesantes, ya no como sociologismo o psicologismo, sino como reparo estético. Estamos ante una reflexión novelesca que plantea de nuevo un conflicto añejo, aunque con la posición novedosa de buscar al villano entre las víctimas: la experiencia de atestiguar cómo renace el ídolo prehispánico, que se pensaba reducido a escombros; una divinidad cuya recurrencia tiene lugar por medio de la narración fantástica y el ensayo identitario.

Obras citadas

Antaki, Ikram. El pueblo que no quería crecer. México: Joaquín Mortiz, 2012. Impr.

Bartra, Roger. La jaula de la melancolía. Identidad y metamorfosis del mexicano. México: Grijalbo, 1986. Impr.

Bueno, Gustavo. El animal divino: Ensayo de una filosofía materialista de la religión. Oviedo: Pentalfa, 1996. Impr.

—. «Etnocentrismo cultural, relativismo cultural y pluralismo cultural». El Catoblepas 2 (2002): 3. Web. 07 jun 2014.

—. «La fe del ateo». Salón de Actos UEMC, Valladolid. 17 oct. 2007. Conferencia.

Corral Rodríguez, Fortino. Senderos ocultos de la literatura mexicana: La narrativa fantástica del siglo XIX. Madrid: Ed. Pliegos, 2011. Impr.

González Moreno, Beatriz. Lo sublime, lo gótico y lo romántico: la experiencia estética en el romanticismo inglés. Cuenca: Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2007. Impr.

Insua Rodríguez, Pedro. «España en Babia, un año después». El Catoblepas 38 (2005): 1. Web. 21 sep 2014.

Krauze, Enrique. Redentores. Ideas y poder en América Latina. México: De Bolsillo, 2013. Impr.

Llanes García, Manuel. «Idea de Hispanoamérica en la obra de Juan Villoro». El Catoblepas 139 (2013): 1. Web. 21 sep. 2014.

—. «Religión primaria y caza angular en un cuento de Vasconcelos». El Catoblepas 147 (2014): 3. Web. 22 dic. 2014.

Morales, Ana María, selecc. y pról. México fantástico: Antología del relato fantástico mexicano. El primer siglo. México: Oro de la noche eds.; CILF; Fonca; Conaculta, 2008. Impr.

—. «Identidad y alteridad: del mito prehispánico al cuento fantástico». Hipertexto 7 (2008): 68-76. PDF.

Mondragón Sánchez, Berenice Adriana. «Una reflexión en torno a la identidad del mexicano a través de ‘El laberinto de la soledad’». Tesis de maestría. UNAM, 2005. PDF.

Notas

{1} Cito por la edición de 2012 para Joaquín Mortiz, en el cual Maruan Soto Antaki describe las circunstancias en las cuales se publicó originalmente el ensayo de su madre, Ikram, en 1996: El pueblo que no quería crecer fue firmado, por prudencia, con un pseudónimo, Polibio de Arcadia. Hacia el final del ensayo, Soto explica que, de cualquier forma, el ensayo fue mal recibido: «A ella se le acusó de cobarde por criticar al país en el que hizo carrera, como si hacerlo significara una injusticia. Otros llegaron a tachar, de manera pontificia, al libro como una nula comprensión, alejada de nuestra realidad» (Antaki 16). Esperamos que no se considere este análisis nuestro en ninguna de las opciones citadas.

{2} Hay una edición de Las Historias de Polibio de Megalópolis (1970), publicada por la Universidad de Chile y Andrés Bello, misma que incluye un texto biográfico: ahí se lee que Polibio (no se sabe con certeza) habría nacido en Megalópolis entre los años 210 y 206 a.C., así como aproximada es la fecha de su muerte, cerca de los años 129 y 125 a.C.

{3} Como puede apreciarse, el segundo Polibio de Arcadia puede hacer referencia a Leibniz y Descartes, anacronismo que se deriva de su condición de historiador de la Grecia clásica invocado por una ensayista del siglo XX por medio de una novela antropológica.

{4} En otra parte (Llanes, Religión), hemos abordado más ampliamente esta tendencia, que se encuentra representada por los escritores del Ateneo de la Juventud, de manera ejemplar con José Vasconcelos (Corral 325-28). El fenómeno de la recurrencia del México prehispánico en pleno siglo XX va a ser detectado también por Vasconcelos, quien critica ese tipo de telurismo en varios de sus trabajos, entre ellos su novela Ulises criollo, así como en varios de los textos de su volumen misceláneo La sonata mágica.

 

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