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El Catoblepas, número 163, septiembre 2015
  El Catoblepasnúmero 163 • septiembre 2015 • página 1
Artículos

Hernán Cortés y la peripecia de sus reliquias

Iván Vélez

Donde se reconstruye la peripecia histórica del proceso de descubrimiento de las reliquias del conquistador

Hernán Cortés y la peripecia de sus reliquias

El pasado día 3 de junio de 2015, coincidiendo con la visita a México de los reyes de España, Jan Martínez Ahrens firmaba un breve artículo titulado, «La tumba secreta de Hernán Cortés», que vio la luz en las páginas del periódico español El País{1}. En él se daba cierta información que trataba de reconstruir el proceso del descubrimiento de tales reliquias corpóreas que tuvo lugar hace siete décadas. Dado que en el texto apenas se ahondaba en tan interesante asunto, en el presente artículo, parte de un trabajo de más largo alcance, nos proponemos reconstruir la peripecia de un cuerpo muerto: el de Hernán Cortés.

Unas pinceladas biográficas del último tramo de la vida del conquistador nos ayudarán a situarnos.

En 1546 Cortes se instala en Madrid. Cansado y desengañado, planea su regreso a México. La siguiente escala, que sería la última, será Sevilla. En la segunda quincena de octubre de 1546 Cortés viaja a Sevilla para recibir a su hija María, cuya venida de Nueva España se esperaba con la intención de contraer matrimonio con don Álvaro Osorio. Es allí donde, el 12 de octubre de 1547, dicta su prolijo testamento –en el que dejaba encargadas dos mil misas por sus compañeros muertos en la conquista de Nueva España– ante el escribano público Melchor de Portes y los testigos Juan Gutiérrez Tello, Juan de Saavedra, Antonio de Vergara, Diego de Portes, Juan Pérez y Pedro de Trejo; estos dos últimos notarios de la mencionada ciudad.

La muerte de Hernán Cortés, acaso producida por disentería, se produjo el viernes 2 de diciembre de 1547 en la localidad sevillana de Castilleja de la Cuesta. El conquistador contaba con 62 años y tenía una salud quebrantada, como señala Gómara al advertir que al partir hacia Sevilla «iba malo de cámaras e indigestión»{2}. Cortés, tras recibir los últimos sacramentos administrados por fray Pedro de Zaldívar, expiró en la casa de su amigo Alonso Rodríguez de Medina. Sus últimas palabras, según la tradición, aludían a sus pleitos con el Virrey y sus peticiones a Carlos V:

–¡Mendoza… nó… nó…Emperador… te, te lo prometo… 11 de noviembre… mil quinientos… cuarenta y cuatro!

Por lo que respecta a su cuerpo, en su testamento solicitaba ser enterrado en la iglesia de la parroquia donde muriese, aunque mostraba también su deseo de que se trasladara a la Nueva España. Sin embargo, tal documento fue modificado y se dio a los albaceas la libertad para decidir.

El 4 de diciembre de 1547 el féretro se depositó en una cripta familiar del monasterio sevillano de San Isidoro del Campo propiedad del duque de Medina Sidonia, con el que ya tenía trato desde su primer viaje a España. El epitafio se debió a su hijo Martín Cortés:

Padre cuya suerte impropiamente
aqueste bajo mundo poseía;
valor que nuestra edad enriquecía,
descansa ahora en paz, eternamente.

En su Historia general y natural de las Indias, Gonzalo Fernández de Oviedo habla del entierro y la primera tumba del conquistador:

… que don Juan Alonso Guzmán, duque de medina Cidonia, como gran señor y verdadero amigo de Hernán Cortés, celebró sus exequias y honras fúnebres la semana antes de la Navidad de Chripsto, Nuestro Redemptor, de Sevilla, é con tanta pompa é solempnidad como pudiera hacer con muy grand príncipe. É se le hizo un mausoleo muy alto é de muchas gradas, y encima un lecho muy alto, entoldado con todo aquel ámbito é a la iglesia de paños negros, é con incontables hachas é cera ardiendo, é con muchas banderas é pendones de sus ramas del marqués, é con todas las ceremonias é oficios divinos que se pueden é suelen hacer á un grand príncipe un día á vísperas é otro á misa, donde le dixeron muchas, é se dieron muchas limosnas á pobres. É concurrieron quantos señores é caballeros é personas principales ovo en la cibdad, é con el luto el duque é otros señores é caballeros; y el marqués nuevo o segundo del Valle, su hijo, lo llevó é tuvo el ilustrísimo duque é par de sí: y en fin, se hico en esto lo posible é sumptuosamente que se pudiera hacer con el mayor grande de Castilla.{3}

Sus restos, no obstante, hallarían poco descanso, como veremos, pues estos no estuvieron exentos de instrumentalizaciones vinculadas a diversos grupos que sostenían posiciones ideológicas a menudo enfrentadas, y para los cuales Cortés, vivo o muerto, seguía siendo útil.

Habíamos dejado sepultado a Cortés en el Monasterio de San Isidoro del Campo, donde fue enterrado en depósito junto al altar mayor, lugar escogido por los Duques para su propio entierro. Tal circunstancia hizo que sus restos fueran desplazados, «en una caja de palo», a los pies del altar de santa Catalina el 9 de junio de 1550. Doce años más tarde, en 1562, se presentó la primera oportunidad de que los restos pasaran a Nueva España, aprovechando el traslado de su hijo, Martín Cortés, al Virreinato. No obstante, parece que esto no se produjo hasta 1566, encontrando su primer acomodo en la Iglesia de san Francisco de Texcoco, donde estaban enterrados su madre y sus hijos Catalina y Luis. La discreción con la que llegaron los restos de Cortés a Nueva España es explicable por producirse en el contexto de la conspiración de su hijo, los Ávila y un conjunto de encomenderos descontentos con su situación.

En la iglesia de san Francisco en Texcoco reposó Cortés, no si algún cambio interior de ubicación, pues los franciscanos lo movieron dos veces, una al enterrarlo en un nicho detrás del Sagrario de la iglesia, y otra al colocarlo en la parte posterior del retablo.

La siguiente fecha que nos interesará será la el comienzo del año 1629. Es entonces, al morir don Pedro Cortés, IV Marqués del Valle y último descendiente masculino del conquistador, cuando se decide darle tierra en la iglesia de los franciscanos en la Ciudad de México, organizándose un solemne funeral el 24 de febrero de 1629 tras el cual quedaron los restos dentro de un conjunto funerario formado por «un lienzo representando al Conquistador, el escudo de sus armas, y donde se conservaba también el guión ó estandarte que se decía había servido en sus empresas bajo un dosel acompañado de un lienzo con su figura»{4}. Las pinturas –banderas, tarjas, armas, muertes, barandillas, pirámides, y basas– fueron obra de Estévan de Orona Celi también llamado Estévan de Baraona, vecino de la ciudad.{5}

La urna que contenía los huesos, con su escudo de armas pintado, quedó tras una puerta doble de hierro y madera dorada con cristal y la siguiente inscripción: Ferdinandi Cortés ossa servatur hic famosa. Las Actas del Cabildo de la Ciudad de México recogieron con detalle todo lo relativo a esta tumba y las ceremonias asociadas a la misma:

[…] en 30 de Enero de dicho año, acordó el Sr. Arzobispo de México, D. Francisco Manso de Zúñiga y el señor Virey de México, Marques de Cerralvo, que se hiciesen estos dos entierros juntos en uno, honrándolos principalmente á los huesos de Cortés: fué el entierro en San Francisco de México; salió de las casas del Marques del Valle; fueron adelante todos los estandartes de las cofradías; fueron todas las órdenes de frailes; fueron todos los tribunales de México; fue la audiencia de los oidores; iba el dicho Arzobispo y cabildo de la Catedral de México, y en este lugar iba el cuerpo del Marques D. Pedro Cortés en un ataud descubierto y detras los huesos de D. Hernando Cortés en un ataud de terciopelo negro, cerrado: llevaba á un lado un guion de raso blanco con un crucifijo, y Nuestra Señora, y San Juan Evangelista, bordado de oro; y del otro lado las armas del Rey de España, bordadas en oro, este guion á la mano izquierda de terciopelo negro: con las armas del Marques del Valle, bordado de oro; y los que llevaban los guiones iban armados; y detras del Señor Arzobispo con todos los prebendados, y detras los enlutados, y un caballo despalmado todo enlutado; todo lo dicho con mucho órden: luego proseguian todos los tribunales y la universidad, y tras estos iba la audiencia y el Virey, con mucho acompañamiento de caballeros; y tras de estos iban cuatro capitanes armados, con sus plumeros, picas en los hombros ; y tras estos iban cuatro compañías de soldados con sus arcabuces, y otros picas, y detras banderas arrastrando, y los tambores cubiertos de luto: llevaban los huesos oidores, y el cuerpo del Marques D. Pedro Cortés caballeros del hábito de Santiago: la concurrencia era inmensa, y hubo seis posas donde ponian los ataúdes, todas las órdenes de frailes en cada posa decian un responso.

La inquietud por los huesos de Cortés no cesaría. De este modo, el 14 de septiembre de 1790, el Virrey Revillagigedo, dirige un oficio al Barón de Santa Cruz de San Carlos, gobernador del Estado y Marquesado del Valle, solicitando fondos:

Gastos hay que aunque parezcan nuevos, no pueden menos de aprobarse y celebrarse por el mismo que debe hacer el desembolso: tal seria el de construir un magnífico sepulcro, cual corresponde al ilustre y esclarecido Hernán Cortés, cuyo nombre sólo excusa todo elogio, y aun cuando sus ilustres sucesores, herederos de su gloria, de sus honores y de sus cuantiosas rentas, no tuvieran con qué costearlo, contribuiría con gusto y satisfacción al efecto todo buen español, y desde luego yo seria el primero que ofrecerla mi caudal, persuadido á que este era el más digno objeto á que se pudiera destinar.

El oficio fue remitido a Madrid al Duque de Terranova y Monteleone, heredero de Cortés. Don Diego María Pignatelli, contestó el 22 de Octubre de 1791, disponiendo que al lado del Evangelio y en el presbiterio de la iglesia del Hospital de Jesús se erigiesen dos sepulcros, uno para el Conquistador y otro para su nieto D. Pedro.{6}

El 30 de abril de 1792 se contrató al Arquitecto D. José del Mazo, ejecutor de la obra realizada con «piedra de jaspe, sincotel ó villería y tecali, y ejecutando el busto y escudo de las armas en bronce dorado á fuego, D. Manuel Tolsa, Director de la Academia de San Carlos; importando todo 3,054 pesos, de los cuales recibió Mazo 1,554 y 1,500 Tolsa.»

La inscripción del sepulcro rezaba:

«Aquí yace el grande héroe Hernán Cortés, conquistador de este reino de Nueva España, gobernador y capitán general del mismo, caballero del orden de Santiago, primer marqués del Valle de Oajaca y fundador de este santo hospital é iglesia de la Inmaculada Concepción y Jesús Nazareno. Nació en la villa de Medellin, provincia de Extremadura en España, año de 1485, y falleció á 2 de diciembre de 1547 en la villa de Castilleja de la Cuesta, inmediata á Sevilla. Desde esta se le condujo al convento de la orden de San Francisco en la de Tezcuco, y de esto el año de 1629 á sus casas principales en esta ciudad de Mégico, con motivo de haber fallecido en las mismas á 30 de enero su nieto D. Pedro Cortés, cuarto marqués del referido título del Valle de Oajaca. En 24 de febrero de dicho año de 1629, habiendo precedido el fúnebre aparato correspondiente á tan grande héroe, con asistencia de los Sres. arzobispo y virey, real audiencia, tribunales, cabildo, clero, comunidades religiosas y caballeros, se depositaron en diferentes cajas abuelo y nieto, en el sitio en que se hallaban en la iglesia del convento de San Francisco de esta ciudad, de donde se traslado á este panteón en 2 de Julio de 1794, Gobernador el marqués de Sierra Nevada».

El 8 de noviembre de 1794 la urna se trasladó al Hospital de Jesús, colocándose treinta blandones de plata en el sepulcro{7}. La ceremonia se anunció con campanas por toda la ciudad y fue celebrada por el dominico fray José Servando de Mier Noriega y Guerra (1763–1827). En la homilía por el alma de Cortés, un sermón que por propia confesión en sus memorias era encargo del virrey, lo elogió por haber «destruido la idolatría, los sacrificios humanos sangrientos y traído y comunicado la luz del evangelio a los que moraban en las tinieblas de Egipto». La comparación con Moisés, como es sabido, no era nueva, pues ya la había establecido Mendieta.

Todo ello ocurría apenas un mes antes de que el 12 de diciembre de 1794, festividad de Guadalupe, el propio fray Servando pronunciara el célebre sermón{8} en el cual se afirmaba que Sto. Tomás Apóstol había cristianizado el continente en el siglo I y en el que también se asevera que la imagen de Guadalupe era «célebre y adorada en la cima plana de esta sierra de Tenanyuca donde la erigió templo, y colocó Santo Tomas». Una virgen que quedaba unida al propio santo, pues «la imagen de Guadalupe no está pintada sobre la tilma de Juan Diego sino sobre la capa de Santo Tomás Apóstol de este reino». La identificación entre Sto. Tomás y Quetzalcóalt estaba servida sin necesidad de ver en Cortés al viejo dios blanco y barbudo regresado.

La búsqueda de piezas que pudieran servir de base para afirmar una evangelización previa a la llegada de los españoles tiene precedentes como las actuaciones del abogado novohispano José Ignacio Borunda (1740–1800){9}, tan destacado en la excavación, en 1790, de la Plaza de Armas, o la más lejana, la del exjesuita Carlos de Sigüenza y Góngora, director de las excavaciones de Teotihuacán en 1675, que veía en Quetzalcóatl a Sto. Tomás.

Momento es de dar otro salto en el tiempo para situar en escena a Lucas Alamán dentro de un contexto político tan agitado que llegó al punto de que el gobierno mexicano propusiera que el 16 de septiembre de 1823{10} se exhumaran los restos de Cortés y fueran llevados al quemadero de San Lázaro. Conocida la noticia, la noche del 15 de septiembre de 1823, Lucas Alamán (1792–1853), administrador del duque de Terranova y Ministro del Interior y de Relaciones Exteriores, –quien señala la presencia de D. Fernando Lucchesi, apoderado del señor duque de Terranova y Monteleone, que dispuso de la caja con los huesos– junto al capellán mayor del Hospital, don Joaquín Canales, extrajeron los huesos del mausoleo y los colocaron bajo la tarima del altar Jesús, donde estuvieron al menos hasta 1827. El mausoleo fue desmantelado –en 1833 debido a la acción de la ley nacionalizadora de 26 de noviembre abolida por Santa Anna el 6 de julio de 1834– y el busto y armas de bronce dorado se enviaron a Palermo, haciendo creer que iban acompañados de los huesos. Alamán, en su Historia de Méjico (1849–1852) –nótese el uso de la j– considerará a Cortés el padre de la patria mexicana, tesis que sostendrán otros más adelante, entre ellos Vasconcelos.

Uno de los crédulos de tal viaje fue el propio Carlos María de Bustamante, en gran medida contrafigura de Alamán –si bien salvaba de la herencia española el catolicismo–, que precisaba que los restos de Cortés no yacían ya en la iglesia:

… hoy están en Italia, y ya desapareció su sepulcro de la Iglesia de Jesús Nazareno. Nótese, que Cortés exhumó muchos cadáveres de caciques Mexicanos, por sacar de sus sepulcros tesoros.. Tampoco sus cenizas reposaron en paz: ¡juicios de Dios!{11}

Con los ánimos públicos más calmados, en 1836 Alamán manda abrir un nicho en el muro del lado del Evangelio, que se cierra sin referencia alguna. En este nicho reposarán en secreto los restos de Cortés durante 110 años. Siete años después, en 1843, el propio Alamán entrega a la Embajada de España una copia del «Documento del año 1836» que detallaba el lugar preciso del entierro del marqués. Esta copia se mantuvo en secreto hasta hacerse pública de manera inesperada.

El histórico movimiento de los huesos de Cortés no fue, hasta ese momento, un secreto, como podemos advertir en estas palabras de Luis de Solís y Manso, VI Marqués de Rianzuela (¿?–1892), en su obra La sombra de Hernan–Cortés, ó discurso que dirige a la nación el héroe de Nueva–España (Sevilla, 1857). En ella es el espectro del conquistador quien lanza esta lastimera queja:

Con esto y avanzado en años, viviendo en la escuridad, y devorando en silencio los crudos desengaños de la ingratitud, llamó á mis puertas la muerte mas ayna que pensaba, reclamando su presa; antes que en vida lo fuera de muchos envidiosos, que ni aun en la soledad de mi retiro dejaban de revolver mis huesos, haciendo negra anatomía de mi honra.{12}

Con los huesos de Cortés a buen recaudo, la ignorancia en cuanto a su lugar de reposo alimentó una polémica entre Luis González Obregón y Ángel de Altolaguirre.

En 1906, Luis González Obregón publica un ensayo: «Los restos de Hernán Cortés. Disertación histórica y documentada» (Anales del Museo Nacional, México 1906), que comienza comentando una noticia aparecida en The Mexican Herald que daba cuenta de una reunión celebrada en Madrid entre el Ministro de Relaciones y el Ministro de México en la que se abordó la posibilidad de trasladar los restos de Cortés a España. Es de suponer que el planteamiento de dicho traslado se realizaba con el conocimiento, restringido a círculos discretos, del lugar en el que se hallaban los huesos del conquistador. El proyecto, naturalmente, suscitó polémica. González Obregón opta por dejar los restos de Cortés en tierras mexicanas. Sin embargo, una pregunta comenzó a cobrar forma ¿Los restos de Cortés realmente estaban en México?

La cuestión no era nueva, pues –citamos de nuevo a González Obregón– El Popular de México, el 13 de octubre de 1903, aseveraba, citando un reciente telegrama, que los huesos, la urna que los contenía y el busto, junto al pedestal, se hallaban en la casa del procurador D. Sebastián Alamán, descendiente lineal de Cortés, domiciliado cerca del Hospital de Jesús, datos todos ellos negados por González Obregón.

El documento refutado también señalaba la congruencia entre la obra de Lucas Alamán, «nieto de Cortés» y las características del pedestal encontrado en tal domicilio. Pero sobre todo, lo que interesa de esa información es la afirmación de que los restos habían ido a parar a Italia en 1786, por decisión del tercer duque de Monteleón, si bien estos volverían a la iglesia de Jesús gracias al siguiente duque, permaneciendo en ella hasta el revolucionario 1824, error de fecha que señala Obregón.

Es entonces cuando Alamán y Monteleón, alarmados por las revueltas que se están produciendo, esconden los restos y comunican su ubicación al doctor Canalis, que a su vez permitiría que las reliquias volviesen a la casa de los Alamán, donde el bibliotecario nacional, señor Ágreda, los identificó. Sería precisamente el tal Sebastián Alamán quien sugeriría la idea de donar los restos para el panteón de hombres ilustres de la patria mexicana que se estaba construyendo.

La historia está bien trabada, si bien los restos de Cortés nunca pisaron Italia, como demostrará González Obregón reconstruyendo su itinerario y desmontando los muchos embustes contenidos en tal información. Sin embargo, esto no es esto lo más interesante del escrito, sino otra refutación, la que realiza a la afirmación de Pedro Sainz de Baranda de que los restos de Cortés nunca salieron de España. La tesis es sostenido en titulado «Castilleja de la Cuesta», del Diccionario geográfico, estadístico, histórico de España, publicado por Miñano, en el cual se afirma que los restos de Cortés se encuentran en España, sospecha fundada en que «el francés José I dispuso, en 21 de Junio de 1810, que fueran trasladados á Méjico, y no se tiene noticia de que el traslado se efectuara». No obstante, como subraya González Obregón, el viaje a México de los huesos está bien documentado en ambos lados del Océano.

Entre los testimonios, además de los de Bernal o Torquemada, cita la obra El Corregidor Sagas (1656), de Bartolomé de Góngora (c. 1578–1657), en la que aparece un curioso dato sobre el año de la muerte de Cortés y el cráneo del conquistador. En cuanto a la fecha del fallecimiento, dice que 1547 fue «año peligroso por ser climatérico superior»; por lo que respecta a su testa: «hoy está su cuerpo en S. Francisco de México y su calavera es de una pieza sin comezura, porque la naturaleza señaló al más señalado del Universo»

Prosigue González Obregón narrando la entrega del cuerpo y añade:

El Prior y algunos monjes de San Isidro, mandaron abrir la caja adonde venía el difunto, y abierta, le descubrieron el rostro para que fuese conocido de los presentes, el cual fue reconocido por el de D. Hernando Cortés, dándose por recibidos del cuerpo los frailes y el superior, para entregarlo «cada y cuando fuese pedido por su hijo ó su apoderado.»

Así concluye González Obregón su disertación, en la que introduce su interpretación y significado de la figura de Cortés:

Bien censuradas ya las máculas que tuvo el más célebre y el más afamado de los conquistadores castellanos; mejor elogiadas sus sobresalientes cualidades como hábil político y capitán valeroso; desechados los temores que pudieron haberse tenido de que sus restos hubiesen sido ó sean profanados; sería un acto de justicia reconstruír el monumento sepulcral que existía en el templo del Hospital de Jesús, ó levantarle otro monumento en algún sitio adecuado, para recordar á la posteridad que allí reposaban tranquilas las cenizas del fundador de una Colonia y de una Raza, que constituyeron más tarde la nacionalidad independiente de la hoy República Mexicana.

Como se ha dicho, el militar e historiador español Ángel de Altolaguirre (1857–1939) terció en la polémica sirviéndose del Boletín de la Real Academia de la Historia –Tomo 48 (1906), pp. 410–412–para acusar al mexicano de no haber sido capaz de precisar el momento en que se trasladaron los restos al Nuevo Mundo, a pesar de que este apunte a una fecha anterior al año 1568. La conclusión más contundente es que Obregón tampoco indica dónde están los restos…

Así quedó la cuestión de los huesos de Cortés hasta que en el año 1946, en el seno del colectivo republicano español exiliado en México, saltó la sorpresa al aflorar, de manera irregular, la documentación entregada por Alamán el siglo anterior. A continuación se exponen una serie de documentos que debo a don Alonso J. Puerta, Presidente de la Fundación Indalecio Prieto. Todos ellos estaban conservados en el archivo personal de Prieto.

El primero de ellos, «Cómo se violó el secreto Cortés», es un recorte de Prensa Gráfica (México, D.F., jueves 28 de noviembre de 1946), y en él se narra la conducta del subsecretario de la Presidencia del Consejo de Ministros, José de Benito, quien sustrajo los documentos de la caja fuerte en que se conservaban, siendo neutralizado antes de salir con ellos en dirección a Europa. La búsqueda del nicho en el que reposaba Cortés vendrá dada, finalmente, por la extravagante participación de Fernando Baeza, quien no reveló de qué modo llegó a sus manos una copia de los mismos. En cualquier caso, la rocambolesca escena sirvió para hallar los huesos tantas veces manipulados:

Cómo se violó el secreto de Cortés

Revuelo por el Robo de los Documentos Depositados en la Embajada Española en México

Ha correspondido a nuestro fraternal colega LA PRENSA el destacar los aspectos más apasionantes del reciente descubrimiento de los huesos de Hernán Cortés; efectivamente, ayer anunciaba que en torno al documento que permitió la identificación de los restos, iba a estallar un escándalo de desmesuradas proporciones.

El documento en cuestión fue robado de la Embajada española; aunque gracias a los cuidados del actual Embajador pudo recuperarse. Personas poco escrupulosas hicieron, sin autorización de quien podía darla, una copia del mismo, y fue la que permitió descubrir los restos.

He aquí una síntesis de este sensacional acontecimiento:

Los huesos de Hernán Cortés fueron enterrados subrepticiamente en 1836, comprometiéndose a guardar el secreto las personas que en este acto tomaron parte: entre ellas el célebre historiador don Lucas Alamán.

El secreto fué desde entonces, transmitida de padres a hijos. En la época en que estaba en México el general Prim, una de las personas por aquel entonces conjuradas, depositó en la Embajada de España una copia del acta que, al hacerse el entierro clandestino, se levantó.

Este depósito fue considerado tradicionalmente, en la Embajada Española, como sagrado. Por el edificio de las calles de Londres han desfilado personajes de raigambre monárquica como Polavieja; republicanos como Gordon Ordás; socialistas como Alvarez del Vayo; por encima de todas las ideologías quedaron ligados por el secreto diplomático y nadie reveló jamás el contenido de aquellos documentos, que para muchos de ellos eran incluso, desconocidos.

Tampoco el actual Embajador señor Nicolau d´Olwer, uno de los intelectuales más destacados entre los españoles de ahora, competentísimo historiador y muy versado en Humanidades, ha sido quien rompiera el secreto tan celosamente guardado durante un siglo, de acuerdo con las tradicionales normas del espíritu caballeresco español.

Tan triste sino –aunque los resultados del mismo hayan sido nada menos que el descubrimiento de los restos del Conquistador– ha correspondido a un auténtico «metiche», que responde al nombre de José de Benito. Según informes que han sido proporcionados por Indalecio Prieto, ese señor, político segundón y arriviste, siempre en busca de la protección de los que mandan, que jamás ocupó en España puestos de responsabilidad alguna, aunque actualmente sí lo tenga en el Gobierno republicano español, aprovechó la confianza que en él se depositó para revisar los documentos que estaban depositados en la Embajada Española.

Dándose cuenta de la importancia de los mismos, los llevó a su casa y según se dice, intentó llevárselos a Europa, cuando el gobierno de Giral se trasladó a París, no sin antes por interpósita persona, sondear las posibilidades que había de realizar con los mismos alguna operación comercial.

Gracias a la entereza y diligencia del Embajador español, los documentos volvieron adonde jamás debieron salir.

Entre estas personas figura Fernando Baeza, un joven refugiado, íntimo de José de Benito. Este Baeza es conocido en los medios españoles por su escaso seso y menor preparación. Aunque presume de «intelectual» no se conoce ninguna actividad suya que pueda darle fama de tal.

Con un grupo de sus amigos discutió la importancia de ese documento y decidieron ponerlo en conocimiento del historiador mexicanos Alberto María Carreño, quien, como se sabe, llevó a cabo el resto de las investigaciones.

En los medios de republicanos españoles existía esta mañana un gran disgusto al ser conocidos los detalles que han quedado expuestos y que, repetimos, adelantó LA PRENSA. Una prominente personalidad republicana nos manifestó que el hecho de que ese secreto hubiera sido revelado solamente puede atribuirse a la reconocida impreparación y ligereza del señor De Benito, que contrasta con la de otros funcionarios que también tenían conocimiento de la existencia de ese documento que, sin embargo, jamás se atrevieron a violar.

El Documento que ha permitido localizar los restos de Hernán Cortés se encontraba depositado en la Embajada española (abajo). Un funcionario, el señor José de Benito (que aparece en la foto superior acompañando al Embajador Nicolau d´Olwer) ha revelado el secreto guardado celosamente por la misión diplomática española durante un siglo. Gracias a la diligencia del señor Nicolau d´Olwer el documento en cuestión ha vuelto a su primitivo lugar de depósito.

El siguiente es un artículo de Indalecio Prieto, aparecido en Novedades ese mismo día, 28 de noviembre de 1946, en el que, además de contar todas las citadas vicisitudes, se hace un encendido elogio de Cortés, apoyándose en ocasiones en palabras de Salvador de Madariaga{13}. El artículo se cierra con la reproducción de un discurso del siempre patriota Prieto pronunciado el 16 de diciembre de 1940, en el que exalta las virtudes civilizatorias del Imperio español, entre ellas su condición católica, que suponen una refutación de muchos de los contenidos de la Leyenda Negra, y que resultarán chocantes cuando no enteramente indigeribles, a muchos de los que actualmente militan en el partido de Prieto, refundado en los años 70.

En cuanto a Cortés, Prieto lo considera tan español como mexicano, y pide su glorificación:

Mano española violó el secreto de los restos

El acta del último enterramiento de ellos, estaba depositada en la embajada de España en México.

Por Indalecio Prieto

Mexicanos: Os habla un español que, por carecer de toda representación, puede y debe hablaros con entera libertad; un español –nada más, pero nada menos– y consiguientemente un hermano vuestro. Hermano no sólo por vínculos de raza y de idioma sino, además, por lazos de gratitud. También la gratitud crea hermandades, y la mía es inmensa por haber hallado hospitalaria acogida en vuestro suelo, cuando la desventura, como a tantos otros, me arrojó hacia él.

Acaben de ser descubiertos los restos de Hernán Cortés, ocultos hasta ahora por temor a venganzas inflamadas de odio. Salvador de Madariaga, hablando de quien con cuatrocientos hombres y dieciséis caballos conquistó un imperio, dice que «en cuanto su propia grandeza le hubo elevado por encima del común de sus compatriotas, fue blanco favorito de la injuria, la calumnia, la insidia, todos los ruines sentimientos con que los bajos e impotentes procuran nublar a los ojos del pueblo sencillo la odiosa encarnación de un éxito para ellos demasiado evidente». Y añade: «Puede afirmarse, sin temor a torcer los hechos ni un ápice, que Cortés fue el primer hombre que sintió latir en su corazón un patriotismo mexicano. La primera cláusula de su testamento estipula que se enterrarán sus huesos en Coyoacán. Abundan los trozos de sus cartas e informes en que expresa su clara visión de una Nueva España donde vivirán españoles y mexicanos en paz y prosperidad, es decir, un México moderno, esencialmente mestizo de espíritu, aun en aquellos mexicanos que son o indios puros o europeos puros de origen». «¿Cómo podía adivinar –dice de Cortés su elocuente panegirista– que en la entraña de razas y naciones viven ocultos océanos de instintos, de emociones y de oscuras, pero tenaces memorias, y de que preparaba para la Nueva España siglos de tormentos morales y mentales?¿Cómo podía adivinar que un día vendría en que habría que proteger con el secreto de sus cenizas, enterradas por expreso deseo suyo, en la Nueva España, contra la furia de las multitudes de la nación que había fundado, revuelta en frenesí destructora de sí misma contra el hombre a cuya visión debía su existencia?» Pero el secreto se ha roto. ¿Subsiste tal furia vengativa? Debemos creerla ya extinguida, aunque todavía perduren algunos posos.

¿Cómo se ha roto el secreto? Yo os lo diré mexicanos, alumbrando el punto oscuro donde se pierden entre tinieblas las informaciones periodísticas. No ha obedecido el descubrimiento a pesquisas fatigosas de ninguno de vosotros, movidas por afanes históricos ni mucho menos por deseos de venganza. Mano española ha sido la violadora del secreto. Lo confieso con sonrojo, porque a todos nosotros, dada la forma en que los hechos han ocurrido, nos salpica la vergüenza.

El acta del último enterramiento de Hernán Cortés conservábase aquí en la Embajada de España, celosamente guardada dentro de la caja de caudales de dicho centro, junto con otros importantísimos documentos, originales e inéditos, estrechamente relacionados con la historia de nuestra patria y de la vuestra, hermanos de México. Todos los embajadores –monárquicos y republicanos– mantuvieron impenetrable reserva acerca del sagrado depósito, y cuando se sucedían, transmitíanse, como consigna de centinelas en el relevo, el compromiso de honor de seguir sosteniendo el secreto, también impuesto a consejeros o secretarios a cuyo cargo quedaba la caja. Nunca se supo nada hasta ahora que se ha sabido todo.

Adelantaré que la culpa no alcanza al caballeroso embajador actual, don Luis Nicolau D´Olwer, ni a ninguno de sus subalternos; pero sí, según las trazas, a un alto funcionario de nuestra República, al subsecretario de la Presidencia del Consejo de Ministros, José de Benito. Este, desde que fué nombrado en agosto de 1945 hasta que marchó a Francia recientemente, mangoneó, con su osadía característica, cuanto pudo mangonear. En la primera página de un diario mexicano, cierta diligente informadora registró el hecho, sin dejar de comentarlo, de que habiendo ido varios periodistas a entrevistar al jefe del Gobierno, don José Giral, fuera, en presencia de éste, el subsecretario, José de Benito, quien, interponiéndose irrespetuosamente, contestara las preguntas reporteriles. En documentación publicada por el Grupo Parlamentario Socialista aparece comedida protesta contra la absurda ingerencia de dicho funcionario arrogándose facultades superiores, y en mi archivo particular hay testimonio de otra queja contra actuaciones intolerables en cualquier régimen que no esté presidido por la irregularidad. Mas tantas y tan leales advertencias, resultaron inútiles. La osadía, lejos de ser castigada, se premió. Suprimidos en el nuevo presupuesto del Gobierno republicano español los subsecretarios –auxiliares superfluos de ministros ociosos–, se ha hecho una excepción a favor de José de Benito. Es la suya la única subsecretaría que continúa. Veremos si también ahora, caso de que el expediente ya iniciado confirme lo que aquí se narra, la aprobación superior asegura otra vez la impunidad. Creemos que no, porque el Gobierno no querrá sumar a su previsible fracaso una inesperada vergüenza.

José de Benito, sin que las funciones de su cargo le autorizaran a ello, puso mano en los papeles encerrados en la caja de caudales de la Embajada, y el acta del enterramiento de Hernán Cortés salió de ella. El embajador, señor Nicolau D´Olwer, prevenido de la desaparición y de que José de Benito, sin permiso de nadie, se llevaba consigo el documento a Europa, con la inseguridad de portarlo como cualquier cosa baladí entre su equipaje particular, sujeto a rigurosos registros aduaneros en fronteras de países que no han reconocido al Gobierno español, pudo proceder a tiempo, y supo hacerlo con energía, obligando a José de Benito a sacar el acta de sus valijas, y a entregárselo a él, que debía ser su custodio. El documento volvió a la caja donde siempre lo guardaron fuertes herrajes, más el honor de los representantes diplomáticos de España. Pero se habían obtenido copias, y una quedó en poder del español Fernando Baeza, amigo de José de Benito. Lo demás lo conoce el lector con verídicos detalles. Como el acta fijaba con exactitud centimétrica el lugar del muro de la iglesia de Jesús, donde, protegida por empaques de madera y plomo, se empotró la urna con los restos del Conquistador, fué tarea harto fácil dar con ésta. Y como también reseñaba minuciosamente urna y envoltorios, la identificación tampoco ofreció dificultad.

El pueblo de México está ya en posesión de los restos mortales de tan gigantesca figura humana. No sólo porque cuanto hay en suelo de México pertenece a los mexicanos, sino porque además, según su voluntad postrera, el Conquistador yacerá para siempre aquí, en la patria que fundó, en unión de los nobles indios, aquí deben quedar los huesos. Pero han de quedar dignamente, glorificándolos, elevando sobre ellos un majestuoso monumento. ¿Obra sólo de los mexicanos? No, obra de mexicanos y españoles. Hernán Cortés es vuestro, mas también nuestro, muy nuestro. ¿Por qué no hermanarnos, más aún, en torno a su glorificación?

El 16 de diciembre de 1940, para festejar la Independencia de México, aquel día conmemorada, hablé a los mexicanos desde una estación radiodifusora. De aquel discurso son estas palabras:

«¿Quién puede negar la grandeza a la obra de España en América? ¿Y quién puede negar la grandiosidad de esa misma obra en las tierras de México? Los templos, los palacios, las casonas andaluzas y extremeñas del tiempo colonial, esa arquitectura maravillosa en que, asegurada la comodidad, el arte, para ornarla, se entretuvo en exquisiteces, eso ¿qué es, sino español? Mientras las soberbias catedrales se levanten en vuestro suelo, y permanezcan erguidos los magníficos palacios, hasta no derrumbarse las casas de bello patio interior que recuerdan a Andalucía; en tanto todas esas edificaciones subsistan, España estará aquí, amorosamente, no imperiosamente, pero estará, y la huella de su genio resultará imborrable. Pensemos, dejando desbordar alocadamente la imaginación, que un fenómeno telúrico o una gigantesca ola de odio derribara tanta muestra del genio español. ¡Pues no bastaría para borrar la traza de España aquí! Tendrían vuestros literatos que romper las plumas con que escriben en castellano, y tendríais vosotros todos, mexicanos, que enmudecer. Porque en tanto habléis nuestro viril idioma, limpio de acentos duros, de gangosidades confusas, y de dulzarronerías empalagosas, este idioma sonoro y bello en que cada palabra parece un diamante y todo él una joya majestuosa, en tanto lo habléis, que lo hablaréis siempre, no podréis negar la huella de lo español en México… ¿Qué es, sino español, el magnífico respeto a la inteligencia y a la sabiduría que figura en vuestras fórmulas sociales cuando decís: Sr. Ingeniero, Sr. Licenciado…? Esa es una vieja costumbre española, que en nuestra patria fue extinguiéndose. ¿Qué es, sino española, vuestra delicada cortesía, que tiene, aun entre las clases humildes, extraña expresión?... Yo, que no milito en la Iglesia Católica, y que acaso crea que ésta perdió mucho de su pureza fundacional inspirada en las doctrinas de Cristo, ahogándola, en parte, entre la pompa excesiva de sus ritos, afirmo que la Iglesia Católica ha sido y es una soberbia congregación de abnegaciones y un ejemplo excelso de disciplina. Pues bien, este hombre descreído no puede menos de reconocer la inmensa superioridad de la religión católica sobre los cultos idolátricos practicados por las razas que poblaban México cuando el país fué conquistado, porque en los altares católicos no hay inmolaciones, no se sacrifican vidas humanas, no se depositan, en holocausto a los ídolos, dioses o no de la guerra, corazones palpitantes de hombres a quienes al pie del ara se les desgarraban las entrañas para el sacrificio. Idioma, costumbres, cultura, religión, todo eso trajo España a México. Pero, además, cualesquiera que sean las salpicaduras crueles de la conquista, y que se hayan repetido durante la dominación –¿qué conquista y qué dominación están libres de ellas?– queda aquí un testimonio irrecusable del sentido humano que tuvo la empresa española. ¿Cuál es ese testimonio? Los millones de indios que todavía pueblan el territorio mexicano. España no los exterminó, sino que respetó su vida».

Todo esto vuelvo a evocarlo al plantearse al plantearse el destino que debe darse a los restos de Hernán Cortés. Hacer un llamamiento a vuestra hidalguía, mexicanos, sería más que ocioso, sería ofensivo. Mi llamamiento es a la colaboración en la empresa glorificadora. México –perdonadme que os lo diga con ruda franqueza– constituye el único país de América donde aún no ha muerto del todo el rencor originado por la conquista y la dominación. Que no se diga que los restos del sin par Cortés los ha descubierto a destiempo de una infidencia, y que iras ancestrales pueden ultrajarlos. No, mexicanos. Prosternémonos juntos ante el prócer que la Historia ha colocado en cumbres rayanas con el sol. Os lo pide de corazón un hermano, un español.

Un día más tarde, Prieto dirigió una carta al director de Tiempo, que reproducimos.

México, D.F., 29 de Noviembre 1946

Sr. D. Martin Luis Guzman

Director Gerente de «Tiempo»

Ciudad.

Querido amigo:– Esta mañana vino a visitarme en nombre de usted un redactor de «Tiempo» para pedirme le dijera algo nuevo acerca de cómo se descubrieron los restos de Hernán Cortés. Señalé a mi visitante el nombre de persona que. a querer, podría informarle muy detalladamente; y, por mi parte, le dije breves palabras que no merecen ser recogidas; pero por si lo fueran, como soy del oficio y sé que a veces, sin mala fé, se tergiversan las declaraciones, quisiera que las mias, caso de ser objeto de reproducción, apareciesen en la siguiente forma, que fue la empleada por mi:

«Nada tengo que añadir ni nada que quitar al relato que hice en mi articulo publicado en el diario «Novedades» respecto a cómo se divulgó el acta que sobre el último enterramiento de los restos de Hernán Cortés se guardaba sigilosamente en la Embajada de España. Con cierta rectificación que mañosa y debilmente opone a mis rotundas manifestaciones uno de los promotores del escándalo pretende una coartada que creo no podrá prosperar, por parecerme imposible que funcionarios, con pleno y directo conocimiento de los hechos, contribuyan a ella negándolos ó desvirtuándolos, en oposición a muy terminantes afirmaciones suyas hechas en el terreno particular. El expediente que se instruye, si los testigos que en él deben deponer ratifican esas afirmaciones, y es de esperar que asi procedan comprobará totalmente mi relato de conductas a virtud de las cuales un secreto mantenido durante muchísimos años por personas respetabilisimas, lo llevo algun mozalbete como tema a tertulias de café».

Anticipándole las gracias le saluda afectuosamente su amigo y s.s.

Por último, reproducimos el artículo «Los Huesos de D. Hernán», publicado en Tiempo el 6 de diciembre de 1946, en el que se hace una buena reconstrucción de los enterramientos de Cortés y de lo ocurrido en la embajada española. En él se entiende lo que Prieto decía en su carta en relación con la coartada que trataba de desmontar su reconstrucción de los hechos. Llamamos la atención sobre el final del mismo, en el que diversas personalidades consultadas a propósito de lo que se debía hacer con los huesos encontrados, muestran sus inclinaciones ideológicas. Destacan las propuestas de los ideológicamente opuestos, Vicente Lombardo Toledano (1894–1968) y Jesús Guisa y Azevedo (1899–1986).

Ambas hacen buena la observación del historiador Arturo Arnaiz y Freg: «Los restos de Hernán Cortés no nos dicen nada nuevo sobre el conquistador, pero sí, en cambio, nos permiten conocer cosas nuevas sobre nuestros contemporáneos».

Los Huesos de Dº Hernán

Hernán Cortés murió en Castilleja de la Cuesta, España, el 2 de Dic. de 1547. Un día después, ante el escribano García de Huerta, se abrió y leyó el testamento que el conquistador había redactado en Sevilla meses antes. «Mando a mi sucesor –dejó dicho Cortés– … llevar mis huesos a la Nueva España, lo que yo le encargo que así haga dentro de 10 años, y antes si fuere posible, y que los lleven a la villa de Coyoacán, y allí les den tierra en el monasterio que mando hacer y edificar en la dicha villa, intitulado de la Concepción, del Orden de San Francisco, en el enterramiento que en el dicho monasterio mando hacer para este efecto…»

Ni este monasterio para mujeres ni el colegio para estudiantes de teología y derecho que el conquistador mandó fundar en Coyoacán, llegaron a construirse. Sí, en cambio, el Hospital de Nuestra Señora de la Concepción, en la ciudad de México, también inspiración suya, y llamado ahora de Jesús.

El cuerpo de Cortés fue sepultado en la iglesia de San Isidoro, en Sevilla. En 1562 los huesos se trajeron a México, y no existiendo el monasterio de Coyoacán, fueron guardados en San Francisco de Texcoco. Cuando, 67 años después, murió el 4º marqués del Valle, quisieron el virrey y el arzobispo de la Nueva España que los huesos del conquistador reposaran junto a los restos del último de sus herederos varones. Así, tas 9 días de solemnísimas honras, la urna que contenía los huesos de Cortés quedó depositada en un nicho abierto detrás del sagrario de la iglesia de los franciscanos.

A fines del siglo XVIII el virrey conde de Revillagigedo inició la construcción de «… un magnífico sepulcro, cual corresponde al ilustre y esclarecido Hernán Cortés, cuyo nombre solo excusa todo elogio». En 1794 el Arq. José del Mazo y el escultor Manuel Tolsá dieron cima a la obra, y, el 8 de Nov. los huesos del conquistador fueron colocados en la urna del monumento erigido en el Hospital de Jesús. «Parecía –escribió Dº Lucas Alamán– que Cortés debía haber hallado un asilo en que sus huesos reposasen seguros, en un edificio sagrado y dé pública utilidad, construido a sus expensas; pero las vicisitudes políticas vinieron a inquietarlos hasta en él».

Dº Lucas Alamán (1792–1853), historiador y brillante hombre público, fue jefe del partido conservador y, varias veces, miembro de los gobiernos reaccionarios.

En 1822 se propuso en el Congreso la destrucción del sepulcro, y al año siguiente, próximos a ser traídos a esta capital los restos de los héroes de la Independencia, diversos impresos pidieron al pueblo que extrajera los huesos de Cortés y los llevara a quemar a San Lázaro. Para evitar una profanación, la urna se escondió provisionalmente bajo la tarima del hospital; pero como la agitación continuara, se la cambió nuevamente de sitio, y se hizo secreto el lugar preciso de su ubicación.

«Por una inconsecuencia bastante común en las revoluciones –escribiría Dº José María Luis Mora–, los descendientes de los españoles, en odio de la conquista que fundó una colonia a la cual ellos y la república mexicana deben su existencia natural y la política, con una animosidad a que no se puede dar nombre ni asignar causa alguna racional, hicieron desaparecer este monumento, y aun se habrían profanado las cenizas del héroe, sin la precaución de personas… que, deseando evitar el deshonor de su patria por tan reprensible e irreflexivo procedimiento, lograron ocultarlas de pronto y después las remitieron a Italia…»

Dº José María Luis Mora (1794–1850) fue uno de los más ardientes defensores y propagadores de las ideas liberales en México. Promovió ideológicamente las reformas de 1833, que lo hacen precursor de las doctrinas que culminaron en la época de Juárez.

Los huesos del conquistador no se enviaron, como sugiere Mora, al duque de Terranova, heredero del marquesado, que entonces residía en Palermo, sino que se quedaron en México. El secreto de la exacta ubicación de las reliquias lo compartieron muy pocas personas, y éstas sólo lo confiaron a sus descendientes o sucesores. «Cuando en España se intentó pedir los restos –cuenta Carlos Pereyra–, en México no faltó quien viera con ojos gratos la ocasión de entregar el depósito…» La tumba de Cortés –dijo entonces un insigne español– sólo se concibe en México. Con la urna funeraria necesitarían enviarnos los ahueheutes, los volcanes y el cielo».

Sabíase, pues, con certeza, que los huesos se hallaban ocultos en esta ciudad. A fines de la 3ª década de este siglo Antonio Pignatelli, hijo del duque de Monteleone declaró que tanto él como los miembros del patronato del Hospital de Jesús sabían a ciencia cierta dónde se encontraban los restos. Y, desde hace algunos años, José C. Valadés realizó una búsqueda infructuosa en la capilla de aquella institución benéfica y apenas erró el lugar por 25 cm.

El descubrimiento de la tumba del capitán extremeño vino a realizarse, en medio de circunstancias especialmente irregulares, la tarde del domingo, 24 de Nov. Ese día, 4 personas excavaron el muro izquierdo del templo anexo a la casa pía que fundó el conquistador, hasta dejar al descubierto la caja –negro y oro– que contenía las reliquias. Una de esas personas, Fernando Baeza –español trotamundos, de 26 años de edad–, había conseguido algunas semanas antes, por medios que se negó reiteradamente a revelar, una copia de la información testimonial que en 1936{14} levantaron las autoridades eclesiásticas al consumarse, en secreto, el último enterramiento de Cortés.

Baeza comunicó su hallazgo al joven historiador Manuel Moreno, cubano, de 26 años, becado por el Colegio de México; y como ambos eran extranjeros, decidieron bien pronto mexicanizar la empresa del rescate. Así, el 11 de Nov. se reunieron con Francisco de la Maza, miembro del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional, y con Alberto María Carreño, viejo historiador confesional que luego quiso adjudicarse la discutible gloria del descubrimiento.

Hasta el día en que se exhumaron los restos todo parecía ser el desarrollo de una investigación histórica seria y honorable, pese al hecho de continuar en reserva el origen del documento que proporcionó la pista. Este último punto lo dejó en claro, el jueves, 28 de Nov. el político español Dº Indalecio Prieto, con un artículo en que dijo, entre otras cosas:

«El acta del último enterramiento de Hernán Cortés conservábase aquí en la Embajada de España… José de Benito, sin que las funciones de su cargo (SubSrio de la Presidencia del Consejo de Ministros) le autorizaran a ello, puso mano en los papeles encerrados en la caja de caudales…, y el acta salió de ella. El embajador, Sr Nicolau D´Olwer…, pudo proceder a tiempo, y supo hacerlo con energía, obligando a JdeB a sacar el acta de sus valijas y a entregársela a él, que debía ser su custodio… Pero se habían obtenido copias y una quedó en poder de Fernando Baeza…»

Siendo así, José de Benito, que no goza fama de hombre serio ni tiene bien ganada fama de hombre ponderado, resulta ser el verdadero autor del descubrimiento, y los otros 4, simples beneficiarios de una substracción nada airosa. Fernando Baeza se apresuró a rectificar a Prieto, no sin antes romper lanzas en favor de JdeB. «El documento revelador –dijo– fue descubierto en otros parajes que no son la embajada de España y si el lugar y el texto se han ocultado y se siguen ocultando a la opinión pública, ello se debe a poderosas y singulares razones».

Insistió Prieto el día 29:

Con cierta rectificación que mañosa y débilmente opone a mis rotundas manifestaciones, uno de los promotores del escándalo pretende una coartada que creo no podrá prosperar, por parecerme imposible que funcionarios, con pleno y directo conocimiento de los hechos, contribuyan a ella negándolos o desvirtuándolos, en oposición a muy terminantes afirmaciones suyas hechas en el terreno particular.

El expediente que se instruye, si los testigos que en él deben deponer ratifican esas afirmaciones, y es de esperar que así custodia del Instituto Nal. de Antropología.

La polémica –la misma, vieja y mal planteada polémica que enfrenta al hombre con el civilizador– renació en México apenas se conoció el descubrimiento. Dijo, en brillante síntesis, el historiador Arturo Arnaiz y Freg: «Los restos de Hernán Cortés no nos dicen nada nuevo sobre el conquistador, pero sí, en cambio, nos permiten conocer cosas nuevas sobre nuestros contemporáneos». Estos opinaron:

«El Lic. Vicente Lombardo Toledano: «Los restos de Hernán Cortés deben ser enterrados junto con los huesos de Franco».

Jesús Guisa y Azevedo: «Si la opinión sensata prevalece, esos restos deberían tener un lugar de honor. Según la verdad oficial, Cortés fue un aventurero y esos restos deben echarse al mar».

Hecho el descubrimiento de las reliquias, del que fueron don Manuel Toussaint, director de monumentos coloniales del INAH; el doctor Pablo Martínez del Río, director de la ENAH y del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM; don Rafael García Granados, presidente de la Sociedad de Estudios Cortesianos; el licenciado Bernardo Iturriaga, representante de la SHCP; don Manuel Romero de Terreros, marqués de San Francisco, y don Felipe Tena Ramírez, secretario del Patronato del Hospital, el 9 de julio de 1947 se reinhumaron los restos, colocándose tras una placa de bronce (1,26 x 0.85 m.) con su escudo de armas y la lacónica inscripción: «Hernán Cortés 1485–1547».{15} Nada se hizo, sin embargo un año después, en 1947, al cumplirse cuatro siglos de su muerte.

El sellado del nicho tampoco sirvió para poner punto y final a la polémica, que se trasladó al terreno artístico, como veremos.

En 1921, Diego Rivera regresó a México, donde representó un papel determinante en el renacimiento de la pintura mural iniciado por otros artistas y patrocinado por el gobierno. El célebre muralista se dedicó a pintar grandes frescos sobre la historia y los problemas sociales de su país en los techos y paredes de edificios públicos, ya que consideraba que el arte debía servir a la clase trabajadora y estar a su alcance. Dentro de este plan, Diego Rivera (1886–1957) inició los murales del Palacio Nacional, pero al salir a la luz los huesos del conquistador lo pintó como un individuo disminuido. El mural, titulado Desembarco de Cortés en Veracruz, fue realizado en 1951. Según su confesión, el artista se inspiró en los estudios del criminólogo Alfonso Quiroz Cuarón (1910–1978){16} –elaborados a partir de fotografías de los huesos–, en los que se apunta que en los restos de Cortés «se observan evidentes estigmas degenerativos que corresponden a un padecimiento: el enanismo por sífilis congénita del sistema óseo». Este dictamen fue instrumentalizado por los indigenistas, que presentaron a un Cortés sifilítico o tuberculoso sin reparar en que el conquistador tenía 34 años en 1521 y murió con 62. Otros estudios concluyeron que padecía de osteosis, lo que explicaba las deformaciones, si bien todo parece indicar que tales modificaciones fueron debidas al contacto que tuvieron los huesos por su contacto con el terreno durante su ocultamiento.

Como contrapunto a la corriente muralista de Rivera, el pintor y cartelista español, miembro del Partido Comunista de España, Josep Renau Berenguer (1907–1982), es autor del mural realizado en el Hotel Casino de la Selva construido en la década de los cuarenta por el también arquitecto valenciano Félix Candela. La obra, hoy destruida, se tituló España hacia América, y fue iniciada iniciado en 1946 para finalizarse en 1950. La parte superior la ocupa una alegoría de la Hispanidad –nombre con el que también es conocido–, la inferior la conforman distinguidos personajes. El mural, ubicado en el hotel en el que se desarrolla la novela Bajo el volcán, de Malcom Lowry, fue parcialmente destruido en 2001, cuando la empresa norteamericana Costco adquirió el inmueble.

El Casino de la Selva, en Cuernavaca, había sido adquirido en 1931 por Manuel Suárez y Suárez (1896–1987), empresario asturiano que adquirió fama haciendo negocios con los políticos mexicanos. A Suárez se debe la decisión de levantar la primera estatua ecuestre que se hizo en México a Hernán Cortés, obra del ceramista español Florentino Aparicio hoy retirada y objeto de controversia.

Sirva este artículo para arrojar un poco de luz sobre unos hechos y un personaje histórico de talla universal siempre sujeto a nuevas reinterpretaciones como las que sin duda podrán darse en los próximos años, al acercarse el quinto centenario del punto de arranque de su trayectoria como conquistador, al alcanzar en 1519 las costas del continente americano que quedaría transformado decisivamente tras su paso.

Notas

{1} http://elpais.com/elpais/2015/06/02/opinion/1433248831_400598.html

{2} López de Gómara, Historia de la conquista, cap. CCLI.

{3} Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia General y Natural de las Indias, tomo 3 °, Lib. XXXIII, cap. LVI, p. 555.

{4}Anales del Museo Nacional, Segunda Época, Tomo III, p. 17.

{5}...y todo lo demás que fué necesario para el entierro de los señores D. Pedro Cortés y D. Femando Cortés, su abuelo, marqueses que fueron del Valle de Oajaca; en que puse manufactura, recaudos de colores y papeles que fué necesario, en que gasté mucho tiempo, trabajo, dineros y cuidado, lo cual estimo en mas de cien pesos; porque pinté ocho banderas de ambas partes con las armas de su señoría, y otras tres de papel de marca, doce pliegos la una y las otras dos en seis; doce muertes grandes de á siete pliegos cada una; tres –docenas chicas, plateadas, en pliego: dos docenas de calaveras plateadas; tres docenas de tarjas; otra docena de muertes para las basas de las pirámides, y toda la pintura del túmulo.— Por lo que á Vm. pido y suplico mande se me paguen por lo menos dichos cien pesos». Así se dirigía el pintor a Doctor D. Juan de Canseco, miembro del consejo de S. M. su oidor en esta real audiencia.

{6} Según reza una lápida que se conserva en el lugar, el 6 de octubre de 1643, don Juan de Correa y don Andrés Martínez de Villaviciosa, realizaron en el Hospital de Jesús, las primeras «anathomias humanas» para la enseñanza de los estudiantes de la Real y Pontificia Universidad de México.

{7} Recientemente se ha restaurado el pañuelo mortuorio de Cortés, un lienzo de lino y seda de 72x73 centímetros adornado en sus extremos con figuras fitomorfas bordadas formando una cruz lobulada en el centro.

{8} Pueden consultarse los Apuntes al sermón de 12 de diciembre de 1794

{9} Véase la página a él dedicada elaborada por Gustavo Bueno Sánchez: http://www.filosofia.org/ave/001/a300.htm

{10} El viajero inglés Bullock vio los restos en ese mismo año de 1823, declarando lo siguiente: «Examiné atentamente el cráneo de este personaje extraordinario; pero no vi nada que pudiera distinguirlo de cualquiera otro. Por esta reliquia puede suponerse que el resto del cuerpo era pequeño. Algunos de los dientes había perdido, sin duda, antes de su muerte.» Cit. Los restos de Hernán Cortes. Disertación histórica y documentada por Luis González Obregon, México1903.

{11}Carlos María de Bustamante, Los Tres Siglos de México, tomo I, México 1836, p. 150.

{12}Luis de Solís y Manso, La sombra de Hernan–Cortés, ó discurso que dirige a la nación el héroe de Nueva–España, Sevilla, 1857, pp. 17–18.

{13} Tanto Madariaga como Baeza terminarían años más tarde incorporados al anticomunista Congreso por la Libertad de la Cultura.

{14} se trata de una errata, debía poner 1836.

{15} Pese a que este es el dato comúnmente aceptado, Hugh Thomas sostiene que la fecha de nacimiento de Hernán Cortés pudo ser 1482 (La conquista de México, p. 149).

{16} El criminólogo intervino en el caso de Ramón Mercader, asesino de Trotsky, colaborando en la detención del criminal.

 

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