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El Catoblepas, número 164, octubre 2015
  El Catoblepasnúmero 164 • octubre 2015 • página 6
Filosofía del Quijote

El Quijote, ni sátira de la episteme renacentista ni anticipo de la clásica

José Antonio López Calle

Examen crítico de la interpretación foucaultiana del Quijote (III).
Las interpretaciones filosóficas del Quijote (40).

Examen crítico de la interpretación foucaultiana del Quijote

El Quijote no es una crítica del pensamiento analógico

En cuanto a la tesis que hace del Quijote una burla de la episteme renacentista de la semejanza no corre mejor suerte. En la medida en que esta tesis depende de la idea previa sobre la novela cervantina como reflejo de la episteme renacentista, ya discutida en la anterior entrega de El Catoblepas, cae con ella después de las objeciones entonces formuladas. Si el sedicente héroe cervantino no es un buscador de analogías, sino sólo ocasionalmente y en todo caso serían excusables por causa de su locura caballeresca y además adopta otras formas de pensar, las burlas de sus empresas y aventuras no pueden ser una crítica de lo que don Quijote no es en absoluto.

Otra dificultad relevante para la interpretación de Foucault de la novela como sátira del modo de pensar analógico es que el propio narrador utiliza frecuentemente el recurso de la analogía o de la semejanza, bien por cuenta propia o bien a través de personajes que utiliza como portavoces cualificados de sus propias concepciones o simplemente hace suyas las comparaciones hechas por sus personajes, cosa harto natural en una obra literaria. En cuanto a lo primero, ya desde el comienzo de la novela utiliza ese recurso para describir más gráficamente las acciones de don Quijote o lo que le sucede: las armas blancas (sin lema ni dibujo heráldico) que debía portar antes de armarse caballero se comparan con la blancura del armiño (I, 2, 34-5), el cansancio y el hambre le hacer ver una venta cercana al camino por donde iba como si fuera la estrella que guió a los reyes magos a los portales de Belén (I, 2, 36), la quema de los libros se representa como un castigo o la muerte de unos inocentes (I, 6, 61) y la decisión de quemarlos con la sentencia rigurosa de un juez (I, 7, 69), el molimiento a palos de don Quijote por un mozo de mulas en la aventura de los mercaderes se describe como parecido a la molienda de la cibera (I, 4, 4); o se emplea para describir las cualidades de otros personajes, como en la novela intercalada El curioso impertinente, dondeel narrador compara la posesión de una buena esposa, como Camila, con la posesión de una mina y sus riquezas (I,33, 344) o el incremento del menosprecio que Camila siente por su mal comportamiento con el descenso de los escalones de una escalera o el aumento de la estima de Anselmo de la virtud de su mujer cuando engañadamente cree que está rechazando las solicitaciones de Lotario con el ascenso a una cumbre (I, 34, 352); o para pintar el desarrollo de los hechos el narrador establece una analogía entre la manera como se suceden los acontecimientos que van a abocar a la deshonra y tragedia de Anselmo con el modo como se enlazan los eslabones de una cadena (ibid.).

En cuanto a lo segundo, cabe mencionar como interesante botón de muestra la serie de analogías sobre la mujer, con referencia especial a Camila, que Lotario, un caballero florentino, rico y cultivado, encadena para convencer a Anselmo de que desista de su absurdo propósito de poner a prueba la virtud de su virtuosa esposa Camila: a lo largo de su brillante plática con Anselmo Lotario compara sucesivamente las buenas prendas de Camila y de la mujer virtuosa en general con un finísimo diamante, con un armiño (que, según una leyenda muy extendida entonces, prefiere dejarse prender por los cazadores antes que ensuciar en el lodo su blanquísima piel), con un espejo de cristal luciente y claro, con un hermoso jardín lleno de flores y rosas, y finalmente, apropiándose de unos versos de un autor que no nombra (quizá invención del propio Cervantes) con un vidrio que podría quebrarse.

Puede añadirse que hay buenas razones para pensar que algunas de las analogías puestas en la boca de don Quijote son compartidas por el propio narrador, como, por la manera como lo dice, la arriba mentada sobre la similitud de un caballero sin dama a un jardín sin flores o una alma sin cuerpo, o la relativa al alma como tabla rasa, de la que, como ya vimos en el estudio sobre la epistemología de Cervantes según Castro, por su repetición en otras obras suyas y su frecuente uso indirecto o tácito a través de sus aplicaciones, no cabe duda de que responde a la forma de pensar de Cervantes sobre la naturaleza del alma; es también, desde el punto de vista de su significación en relación con el conocimiento de las cosas, una de las más relevantes de las analogías cervantinas. Entre éstas también está el famoso símil, ya mentado en otros lugares, con el que don Quijote nos invita a figurarnos el teatro como si fuese un espejo. Está bien claro también en este caso que el caballero está actuando como portavoz de las ideas de Cervantes sobre el teatro, como lo revela el hecho de que don Quijote habla de ello en una fase de lucidez y en que momentáneamente se deja aparte el asunto de caballerías. Del mismo modo está meridianamente claro que la no menos célebre analogía, muy común en la época, puesta también en boca de don Quijote, entre la vida humana y el teatro, a la que asimismo nos hemos referido en otros lugares y que Sancho acepta, cuenta igualmente con la aprobación de Cervantes; por su lado, Sancho considera que es asimismo una buena comparación la trazada entre la vida humana y el juego del ajedrez, que merece la aprobación de don Quijote.

Pues bien, visto el abundante uso de las analogías por Cervantes y en particular algunas tan relevantes como la del alma-tabla rasa, que compendia en ella toda una teoría del conocimiento, o la del teatro-espejo, que contiene toda una teoría sobre la naturaleza del teatro y aun de gran parte de la literatura en general, pues Cervantes la extiende también a la novela, o la de la vida humana-teatro o vida humana-ajedrez, en las que se condensa toda una concepción antropológica, cabe preguntarse si tiene algún sentido decir, como lo hace Foucault, que el Quijote la emprende contra el pensamiento analógico cuando el mismísimo autor de la novela se nos presenta como abogado de tal forma de pensar. ¿Es razonable sostener que quien da sobradas pruebas de apreciar el conocimiento analógico, convierta la misma obra en la que hace gala de ello en una burla sistemática y destructiva de lo que él mismo estima? Para el pensamiento de Cervantes, lejos de ser la analogía sólo una ocasión de error, es más bien un instrumento útil para el conocimiento, al que además por añadidura se le puede sacar un fructífero rendimiento literario.

Estas analogías, en especial las puestas en la boca de don Quijote, también se pueden utilizar como objeción contra la anterior o primera tesis hermenéutica de Foucault, pues no tienen nada que ver con los libros de caballerías, que supuestamente inspiran, según Foucault, el pensamiento analógico del héroe de la semejanza. Así que las más valiosas analogías del libro, que resultan ser aquellas de las que don Quijote es el abogado, aparecen al margen de la fuente inspiradora del pensamiento analógico de don Quijote.

Además, en el supuesto de aceptar que don Quijote es un buscador de similitudes, no sería correcto decir que la novela se burla del conocimiento analógico en sí mismo, sino sólo del conocimiento analógico disparatado. La burla cervantina no pone de manifiesto, como dice Foucault, que las similitudes engañan y llevan al delirio, sino sólo las analogías caballerescas de don Quijote fruto de su demencia caballeresca, que por ello, por su desatino, le conducen a la desventura y al fracaso; pero el Quijote no ridiculiza analogías como la del alma-tabla rasa, la del teatro-espejo o la de la vida humana-teatro o ajedrez, muy del gusto tanto de don Quijote como del propio Cervantes.

En todo caso, el Quijote no tiene como meta poner en solfa el pensamiento analógico, sea este correcto o disparatado, porque sencillamente su protagonista no piensa analógicamente, según ya hemos visto, de forma permanente, sino ocasionalmente y porque, tanto cuando es presa de la manía caballeresca o atraviesa una fase de lucidez, piensa de otras maneras: analiza, sintetiza (como, por ejemplo, en su discurso sobre el argumento o estructura de los libros de caballerías, en el que don Quijote hace una síntesis perfecta del argumento típico al que éstos se amoldan (cf. I, 21, 193-6) y clasifica. La forma analógica de pensar es sólo un porción muy restringida del pensamiento global de don Quijote y, en todo caso, a Cervantes no le importa la forma de pensar de su criatura, sino el contenido de su pensamiento, independientemente de que analogice, analice, sintetice o clasifique y no cualquier clase de contenido, sino sólo el que tiene que ver con la materia caballeresca, que es lo que le permite satirizar las pretensiones caballerescas de don Quijote y a través de ellas las novelas de caballerías. Don Quijote disparata igualmente, independientemente de que el contenido de su pensamiento se nos ofrezca en analogías o análisis, síntesis y clasificaciones, pues su manía caballeresca se adapta a todas estos modos de pensar y se desenvuelve perfectamente a través de ellos utilizándolos como vías de expresión de sus locas aspiraciones caballerescas, que es lo que realmente satiriza cómicamente Cervantes.

El Quijote no es la victoria de la episteme de la representación

Finalmente, pasamos a examinar la tercera tesis hermenéutica capital de Foucault, según la cual el Quijote no sólo tiene el lado negativo de presentarse como una crítica del conocimiento basado en similitudes, sino también el lado positivo de colocarnos ya con un pie dentro de la episteme clásica, cuya alma es la representación, de forma que la novela cervantina sería un ejemplo de esta episteme en tanto nos ofrece la representación de la historia de don Quijote, que además, por si fuera poco, incluye, sobre todo en la segunda parte, la conciencia de que se trata de una representación; estamos ante una obra en la que el lenguaje, la escritura o los signos, y las cosas ya no es asemejan, sino en la que los signos del lenguaje se limitan a representar, en este caso los hechos de don Quijote. De acuerdo con esto, en el gran libro cervantino asistimos al triunfo de la representación sobre la analogía que encarna don Quijote.

No negamos en este caso que se trate de una representación; lo que negamos es que en el Quijote la representación venga a imponerse sobre la analogía, pues en él hay más representación de la que a Foucault le gustaría que hubiese; lo que queremos decir es que en la novela cervantina no podemos asistir a la victoria de la representación porque sencillamente el propio don Quijote también se inserta en el terreno de la representación, ya que el narrador describe frecuentemente las operaciones cognitivas de don Quijote utilizando el concepto de representación. Recuérdese que ya hablamos de esto en el estudio y examen de la interpretación schopenhaueriana del Quijote a cargo de García Galiano, quien, precisamente para vincularlo con la epistemología de Schopenhauer en la que es fundamental la idea de representación, explotaba a fondo este filón recopilando una abundante muestra de su uso por el narrador (véase El Catoblepas, nº 142, pág. 6, Diciembre de 2013).

Ya al principio de la novela, en el segundo capítulo de la primera parte, donde se relata la primera salida de su protagonista, en dos ocasiones describe el narrador el acto de conocimiento de don Quijote como un acto de representación, que desde el punto de vista de don Quijote es una percepción y desde el del narrador una imaginación o fantasía. Este capítulo es importante no sólo porque con él comienza la primera salida de don Quijote al mundo en pos de aventuras y por el relato de la farsa de la ceremonia de su armadura como caballero, sino porque ofrece el modelo que el autor va a seguir a lo largo de la novela para describir la manera como el cerebro de don Quijote transmuta la realidad en la fantástica realidad caballeresca de los libros andantescos.

En el primer capítulo, don Quijote llega a la conclusión, tras secársele el cerebro por culpa de su lectura, de que los libros de caballerías son libros históricamente veraces y que él mismo está llamado a ser un caballero andante con la misión histórica de resucitar la orden de la caballería andante, pero su locura todavía no afecta a las realidades que entran en su horizonte caballeresco. Esto es lo que sucede por vez primera en el segundo capítulo, donde cada elemento de la realidad en que se halla don Quijote por obra de su locura se transforma en el correspondiente elemento de la realidad caballeresca conformada según el dictado de sus lecturas literarias: el mesón, el mesonero, las sirvientas, el porquero pasan a ser realmente, según el caballero en ciernes, castillo, alcaide, doncellas o damas y enano. El narrador utiliza el verbo “representar” para designar la percepción por don Quijote del mesón como castillo y del porquero como enano que anuncia su llegada y para designar su percepción de las dos sirvientas como bellas damas y del ventero como alcaide o castellano emplea un verbo prácticamente sinónimo, “parecer”.

Pues bien, aunque en otros capítulos donde asistimos a semejantes procesos de transfiguración o transmutación perceptiva o, simplemente, de percepción ilusoria o alucinatoria, el narrador utiliza otros recursos lingüísticos para presentarlos, no cabe duda de que, si se pueden describir con el término “representación” en el primer caso, lo mismo puede hacerse en general. Por tanto, puede afirmarse legítimamente que, desde el punto de vista del narrador, las percepciones de las cosas de don Quijote, tanto cuando son imaginarias como cuando son verídicas, son representaciones, un término muy usado en la escolástica medieval y que pasó en español a convertirse en una palabra de uso general

Cervantes utiliza el concepto de representación con el mismo significado que Descartes, cuando habla, en las Meditaciones metafísicas, de la representación, en referencia a las ideas, como imágenes de las cosas, de forma que las ideas, según él, son representaciones de las cosas tal como lo son las imágenes; también para Cervantes son imágenes o figuras de las cosas. Que en Descartes las representaciones sean indirectas, en el sentido de que son el contenido del que directamente es consciente el sujeto, y en Cervantes son directas, esto es, nos remiten de forma inmediata al mundo real, es una cuestión secundaria e irrelevante para el caso. Así, pues, la analogía y la representación conviven en el Quijote, sin que la segunda venga a invalidar a la primera.

Tampoco difiere el uso cervantino del concepto de representación en el Quijote, tanto en referencia a la propia novela como un todo como a la descripción de las operaciones de conocimiento de don Quijote, del que utilizan los autores de la Lógica de Port-Royal, Arnauld y Nicole, muy influidos por Descartes. Lo que ellos hacen es transferir la noción de representación con la que Descartes caracteriza a las ideas o pensamientos a los signos. Foucault se complace en resaltar, como si fuese una innovación extraordinaria, el que el primer ejemplo que allí se da de signo, para ilustrar su concepción representacionista del signo, no es la palabra o el símbolo, sino la representación espacial y gráfica, como un dibujo, un mapa o un cuadro, el cual no tiene otro contenido que lo que representa (cf. Las palabras y las cosas, págs. 70-71).

Pero la idea tanto de representación entendida en sentido gráfico como la aplicación de la misma a los signos se remonta, cuando menos a la Edad Media, lo que constituye un prueba más de la arbitrariedad de Foucault al considerar la representación como algo característico en exclusiva del Clasicismo. Por citar un ejemplo, en el siglo XIV los físicos de las escuelas de Oxford y París que utilizaban una representación gráfica en forma de coordenadas rectangulares para describir las diversas clases de movimiento desde el punto de vista cinemático interpretaban los elementos de la gráfica como representaciones de las correspondientes cualidades del movimiento; asi Nicolás de Oresme, en el pasaje en que expone la prueba geométrica del teorema de la velocidad media con una representación gráfica mediante figuras geométricas (puntos, líneas rectas, triángulos y rectángulos), los diversos elementos de la gráfica los interpreta como signos o figuras que representan determinadas cualidades o propiedades del movimiento (cf. Crombie, Historia de la Ciencia: De San Agustín a Galileo, 2, Alianza Editorial, 1974 -1ª ed. del original inglés, 1959-, págs. 87-88 y 90-91).

Cervantes no habla en el Quijote expresamente, aunque sí indirectamente, de representación en relación con dibujos o cuadros, aun cuando en su tiempo era muy común referirse a éstos en términos de representación. Pero sí encontramos el uso de esta palabra en relación con otra cosa o algo que también cabe describir con las palabras de Foucault como una representación espacial y, si no gráfica en sentido literal, al menos gráfica en vivo. Se trata de las obras de teatro o, en el lenguaje de la época, comedias, cuya exposición o ejecución ante el público se nos presenta, por boca de don Quijote, como una representación, pero también nos dice de ellas que son representaciones de cosas, concretamente de las acciones de la vida humana, de lo que somos y de lo que debemos ser, lo cual nos representan, nos dice, a la manera de un espejo; y de los actores se dice que representan (II, 12, 631) y en la aventura de la carreta de comediantes se llama a éstos representantes, término que también incluía a los directores y empresarios teatrales (II, 11). Asimismo al final de la primera parte, esta vez usando como portavoz de sus ideas al cura, se habla de las comedias como representaciones en el doble sentido de genitivo objetivo, en que representación de la comedia es ponerla en escena, y de genitivo subjetivo, en cuyo caso la representación de la comedia quiere significar que ésta representa acciones o cosas, que, según el cura, ha de representar miméticamente (I, 48, 495-498). La comparación del teatro con un espejo entraña una aproximación mayor aún a la idea de representación gráfica a la manera de un dibujo o cuadro.

Para quien, como Cervantes, concibe el teatro como representación a la manera gráfica de un espejo y además, como ya hemos visto en otros lugares, extiende esta concepción al género novelístico, quedan ya allanadas cualesquiera dificultades para hablar igualmente de la novela en los mismos términos y, por tanto, del Quijote como representación tan gráfica como lo pueda ser la imagen de un espejo. Siendo esto así, no cabe duda de que, si no directamente, sí tácitamente alude al Quijote mismo como representación cuando al comienzo de la segunda parte Sansón Carrasco, en la plática con don Quijote y Sancho sobre la reacción del público lector a la publicación de la primera parte de la novela, utiliza el término “pintar” para describir la manera como el autor del libro de la historia de don Quijote retrata muy al vivo sus grandes virtudes caballerescas (gallardía, grandeza de ánimo en acometer los peligros, paciencia en las adversidades, honestidad y continencia en los amores) y relata sus hazañas, para lo cual es indiferente el que Sansón Carrasco hable de ello en tono irónico (II, 3, 568). Y lo mismo hace más adelante al hablar de don Quijote como el más pintado de toda la historia, aunque parte del público requería que a la segunda persona de la historia se la oyese más que “al más pintado de toda ella” (II, 3, 570).

Todo eso sugiere la concepción del papel del autor de la novela como una especie de pintor y el Quijote como una pintura o cuadro y, por tanto, una representación, la de la historia del hidalgo manchego. Don Quijote se muestra conforme con esta visión del bachiller Sansón Carrasco del relato de su historia como si de una obra pictórica se tratase y lo único que el preocupa es que el cuadro de su vida esté mal pintado, que esté escrito por un ignorante, más que por un sabio autor, a ciegas y sin discurso o criterio, que el escritor de su historia sea, pues, un mal pintor y que le haya salido una pintura oscura y confusa, como le sucedía a Orbaneja, un mal pintor de Úbeda, que, cuando la gente, incapaz de averiguar o descifrar qué estaba plasmando en el cuadro, le preguntaba qué pintaba, respondía que lo que saliere; y lo mismo podría suceder con el relato-pintura de su historia, que sea tan poco clara que haya necesidad de un comentario para entenderla. Sansón Carrasco le tranquiliza diciéndole que la pintura de su historia es tan clara que no hay nada en ella que no se entienda, esto es, que se trata de una excelente pintura que todo el mundo puede entender y disfrutar (II, 3, 571-2).

Al final de la segunda parte el narrador vuelve sobre ello y es ahora a Sancho a quien corresponde comparar al autor de la historia de las hazañas de su señor y de él mismo con un pintor y habla de ésta como si fuese un cuadro o pintura:

«Yo apostaré que antes de mucho tiempo no ha de haber bodegón, venta ni mesón o tienda de barbero donde no ande pintada la historia de nuestras hazañas; pero querría yo que la pintasen manos de otro mejor pintor que el que ha pintado a éstas [se refiere a unas malas pinturas que adornan la sala del mesón en que se alojan]». II, 71, 1087

Don Quijote responde ratificando la opinión de Sancho y sólo le preocupa, como a Sancho, la calidad del escritor-pintor del libro que cuenta la historias de sus hazañas y aprovecha la oportunidad para descalificar una ves más al “pintor o escritor, que todo es uno, que sacó a la luz la historia de este nuevo don Quijote que ha salido”, esto es, el Quijote apócrifo de Avellaneda, que acababa de ver hacía muy poco en la visita a la imprenta de Barcelona, a cuyo autor tilda, recordando de nuevo la historieta de Orbaneja, que es tan mal pintor como éste (ibid.).

Y si no hay pasaje alguno en la novela en que diga que un cuadro es una representación, sí hay uno en que pintar y representar se utilizan, en un contexto literario, como términos intercambiables, prácticamente equivalentes. Se trata del pasaje del final de la primera parte en que el canónigo, en conversación con el cura, después de descalificar y rechazar los libros de caballerías como un género literario nocivo, tanto literaria como moralmente, propone como alternativa un nuevo tipo de género narrativo de caballerías, en que el autor dispone de mucho espacio para realizar su tarea de “describir”, “pintar” y “representar” la materia literaria (cf. I, 47, 491-492). Es evidente que utiliza tres verbos distintos simplemente por variedad de estilo y que podría haber usado las tres veces indistintamente cada uno de ellos. Y es igualmente evidente que esta equiparación, desde el punto de vista de la técnica literaria, de describir, pintar y representar, es exportable al Quijote, que se nos ofrece así como un cuadro o pintura que describe o representa la historia de don Quijote y Sancho.

Ahora bien, el problema para Foucault es que no sólo la novela como tal se nos presenta como una pintura o espejo que representa la historia de don Quijote, sino que los propios procesos de conocimiento de éste, ciertamente muy influidos por las escrituras andantescas, se describen como representaciones y para el caso es irrelevante la verdad o falsedad de éstas. Este hecho impide que el pensador francés pueda presentar el Quijote como una contienda entre la episteme de la representación y la de la semejanza, en la que la primera vence, pues también don Quijote discurre o piensa en términos de representación y no siguiendo el cauce de que las cosas sean signos o de que las palabras se asemejen a las cosas precisamente porque también son signos.

¿Significa esto último que el libro de Cervantes ha de ser reinterpretado como un producto entero de lo que el autor francés denomina la episteme clásica? Ésa es la única alternativa que le queda a Foucault para mantener su exégesis en este punto. Pero este escape lo bloqueamos por nuestra parte echando mano de la crítica a la doctrina de las epistemes y en este caso particularmente de la episteme clásica. Puesto que no cabe admitir, por las muchas razones expuestas, la existencia de una episteme clásica, cuya alma sea la representación, en los términos en que Foucault la describe, negamos que el Quijote sea el producto y expresión de ninguna episteme foucaultiana. El Quijote es, puestos a relacionarlo con grandes periodos histórico-culturales, un exponente del Renacimiento tardío, sin que pueda ser interpretado con las categorías de la doctrina foucaultiana de las epistemes, ni con las de la episteme del Renacimiento ni con las de la del Clasicismo, cuya aplicación, lejos de iluminar el sentido real de la novela, lo que hacen es oscurecerlo con el sometimiento de la lectura del Quijote a la hermenéutica de la arqueología epistémica, la cual, lejos de desenterrar el estrato más profundo tras el cual se halla sepultado el sentido más hondo del gran libro, lo que hace es dejarlo tapado y aun, peor todavía, mostrarlo desfigurado.

 

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