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El Catoblepas, número 165, noviembre 2015
  El Catoblepasnúmero 165 • noviembre 2015 • página 7
La Buhardilla

Ser y parecer: dos modos de vivir (2)

Fernando Rodríguez Genovés

Ser y parecer. Segunda y última parte del ensayo sobre ser y parecer. En la experiencia moral hay, entre otras, dos clases de individuos. Quienes se ocupan de las acciones y los que se preocupan por las actuaciones

Sic transit gloria mundi

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Valores para la modernidad

La modernidad, con sentido secular, construyó unos valores ilusionantes (sin dejar por ello de mantenerse en el continente de la ilusión) que son de este mundo, no cediendo propiedad ni protagonismo al reino del más allá (ni a sus representantes en la Tierra). Con los instrumentos de la razón y basándose en la experiencia, puede el hombre atender las demandas de interpretación, comprensión y acción sobre las cosas que nos rodean. Ahora bien, ¿por qué no habría de ser moderno hablar de gloria, moral, virtud, de verdad? ¿O de inmortalidad y eternidad?

¿La moral, todavía? Pues, claro: todo lo que hacemos para asegurarnos un proyecto racional con el fin de ser mejores y procurarnos mayor perfección y potencia humana. ¿Virtud? No faltaría más: reconocimiento de lo bueno y lo conveniente para el hombre, y ejercicio en lo que nos hace bien. ¿Verdad? Para qué nos vamos a engañar: es todo aquello que asegura autenticidad, rigor y realidad frente a la mentira, la farsa y la distorsión de las cosas. ¿Anhelo de inmortalidad y eternidad? Sí, pero no a cambio de renunciar a la vida ni a este mundo, sino profundizando en ellos y en los productos que mejor nos proyectan en la memoria larga de la especie: el pensamiento, el arte, la palabra, la sociedad, el humor.

¿Gloria? Pues, que no falte: la plena recompensa al esfuerzo, el talento y la creación humanos, así como la constatación de que no todo da lo mismo, que hay momentos gloriosos, que el buen vivir es vivir en la gloria, y que el que la consiga y merezca, que la disfrute (y si es póstuma, que la gocen los herederos).

El Españoleto, El poeta (1625)

La fama no debería considerarse como un fin más moderno, más actual,que la gloria, aunque sí sea más de nuestro tiempo. Si se prefiere aquélla a ésta es, hoy por hoy, por ser fácil de adquirir (siempre lo ha sido, pero en nuestros días más). La sociedad globalizada e interconectada («Sharing Cross») en la que estamos instalados, dibuja una realidad cada vez más virtual y escénica, en la que se vive por y para los medios, por y para las imágenes, por y para lo que se tiene y representa.

La facilidad para el acceso a la fama es directamente proporcional a su permanencia en cartel: he aquí el precio de la fama. Como la fama suele ser producto más del crédito que del mérito, dura mientras resista la solvencia prestada por la rabiosa actualidad, la cual exigirá el inmediato relevo de famosos, para que siga el espectáculo. Famosos de fin de semana; famosos de fin de temporada: la fama pasa, sólo la sombra del espectador continúa. El universo del espectador lo constituyen el espectáculo y la expectación, y éstos exigen renovación constante.

La fama es sencilla de conseguir, pero difícil de mantener. Y es que en la adquisición de la fama intervienen factores ciertamente aleatorios, así como circunstancias de azar, morbosidad y montaje, de oportunidad, escándalo y moda.

La ocurrencia del polifacético Andy Warhol consistente en calificar como más moderno quince minutos de fama, merced a la atención de los medios de comunicación, que toda una vida en el anonimato, ha constituido un presagio y una profecía de lo por venir y ya llegado. Warhol recomendaba asegurarse quince minutos de presencia mediática para lograr el objetivo de la celebridad, trasunto moderno de la trascendencia y la inmortalidad. Para quienes estos pocos minutos de notoriedad sólo le abran el apetito, en vez de saciar el hambre de fama, deberán incrementar las apariciones públicas, adquirir popularidad, estar (el mayor tiempo posible) en el candelero, bajo los focos, sobre las alfombras, instalarse en un plató permanente. Si los primeros momentos de éxito no fueron siempre merecidos, los de prórroga terminarán, con el tiempo, comúnmente, sin poder sortear la rutina y la repetición. Después, la caída y el olvido.

Llámase impropiamente «viejas glorias» a las personas llegadas a la edad que ya no confiesa los años, que un día fueron famosas, que han venido a menos. La otra cara de la moneda de este asunto son los denominados (con no mayor fortuna) «nuevos valores», de la literatura, el arte o el deporte: jóvenes, aupados en un visto y no visto, novelistas de sola novela, cineastas de sola película, poetas de un solo cuaderno y muchos sueños por realizar. ¡Detente, instante! Eres tan bello. (G. W. Goethe).

Labore Virtus, Virtute Gloria Paratur

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La sombra de la virtud o hacer sombra a la virtud

A diferencia de la fama, la gloria cuesta (más tiempo y esfuerzo) de alcanzar, resultando su logro más laborioso y su vigencia, más duradera. Quien alcanza la gloria, aun sin fama, aunque sólo fuere merced a una sola obra (pero, eso sí, excelsa, gloriosa), no necesitará renovar el fuego constantemente para mantener viva la llama de la memoria. Su brillo será inextinguible. Y no es extraño que el retiro de la vida pública fomente su recuerdo hasta elevarlo a la categoría de leyenda o mito. Ocurre que la gloria no vive del crédito (como la fama) sino del mérito; al decir de Arthur Schopenhauer: «Lo preciso no es la gloria sino merecerla». Esta circunstancia hace a la gloria aproximarse a las bondades de la virtud. Una y otra viven del obrar y sobreviven a menudo en la discreción. Mientras la fama vive de la discrecionalidad, cuando no de la llana indiscreción.

La gloria no es cosa famosa, ya que no cede a servidumbres. El famoso se justifica por todo lo que hace o no hace, y por ambas cosas siente mala conciencia. El hombre de gloria, en cambio, prefiere que su persona y su obra tengan significado, a ser un significante. En ellas cree y en ellas crece. Y si el público, los demás, no se lo reconocen, no le queda más que sentenciar, sin arrogancia pero con firmeza: ¡ellos se lo pierden!

Decía Cicerón: gloria virtutem tamquam umbra sequitur («La gloria sigue a la virtud como a su sombra»). Sucede que cuando el forjador de glorias bizquea hacia la fama, en vez de seguir el rastro de la virtud, su destino no será memorable sino pomposa insignia de miles gloriosus. Y es que cuando el hombre se ofusca por el tenue destello de la fama, cuando no mejora y mucho se justifica, entonces no entre en el panteón de la memoria ni logra el laurel de la gloria, sino que tan sólo escribirá, si acaso, un capítulo más en la historia de la infamia.

 

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