El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas

El Catoblepas · número 181 · otoño 2017 · página 3
Artículos

Las Congregaciones de auxiliis y el interdicto sobre Venecia

Juan Antonio Hevia Echevarría

Estudio preliminar del traductor a la edición española de Gerhard Schneemann, Origen y desarrollo de la controversia entre el tomismo y el molinismo (1879-1880), Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2015

Gerhard Schneemann

A propósito de la obra del P. Gerhard Schneemann, S. I., Origen y desarrollo de la controversia entre el tomismo y el molinismo (Friburgo de Brisgovia, 1879-1880), su hermano de religión, Théodore de Régnon, en 1883 se expresaba de la siguiente manera:

Un teólogo sabio, el P. Schneemann, ha publicado recientemente en Alemania una obra de gran importancia […] el interés principal de esta obra reside en la publicación de dos documentos que resuelven de manera definitiva el debate histórico. Por un golpe de buena suerte, el P. Schneemann ha localizado dos manuscritos originales, salidos de manera incontestable de la pluma del papa Paulo V y que revelan de manera auténtica el espíritu y la intención con que el Pontífice puso fin al gran proceso entre las dos Órdenes religiosas{1}.

Ese «gran proceso» fue la controversia teológica que, durante casi diez años (1598-1607), mantuvo enfrentadas a la Orden de Predicadores y la Compañía de Jesús en las llamadas Congregaciones de auxiliis, que tuvieron por objeto determinar si acaso la Concordia del libre arbitrio con los dones de la gracia y con la presciencia, providencia, predestinación y reprobación divinas, del jesuita Luis de Molina{2}, era herética, errónea, sospechosa, temeraria, peligrosa, escandalosa y ofensiva para los oídos piadosos o bien se trataba de una obra conforme a la ortodoxia católica y a las doctrinas sobre la gracia de san Agustín y santo Tomás. La decisión final o, más bien, no decisión que finalmente tomó Paulo V es bien conocida. Tras la última congregación, celebrada el 28 de agosto de 1607, Paulo V mandó informar a los Generales de dominicos y jesuitas de que en su momento haría pública su decisión y que, entre tanto, disputadores, consultores y censores podían regresar a sus casas; al mismo tiempo, ordenaba terminantemente que nadie calificase o censurase el parecer contrario y que, en caso de que dominicos o jesuitas faltasen a este precepto, serían castigados severamente. Así pues, Paulo V decidía, al menos hasta un momento más oportuno, no condenar la Concordia de Molina. Pero esta «no condena» es un hecho bien conocido desde el mismo momento en que Paulo V comunica esta decisión a los Generales de ambas Órdenes, en septiembre de 1607, pocos días después de la celebración de la última congregación. Si lo importante, lo sustancial y lo determinante de esa última congregación fue la decisión de no condenar la Concordia, esos dos documentos a los que Théodore de Régnon alude ¿qué luz podían arrojar sobre un hecho que parecía hablar por sí solo, como la decisión de no condenar la Concordia? ¿A qué «debate histórico» se refiere el P. De Régnon? ¿Qué quiere decir cuando habla del «espíritu y la intención con que el Pontífice puso fin al gran proceso»? El «debate histórico» es el que inauguró en 1699 Jacinto Serry, O. P., con la publicación (bajo el seudónimo de Augustin le Blanc) de su monumental Historiae Congregationum de auxiliis divinae gratiae sub summis pontificibus Clemente VIII et Paulo V libri quatuor. Aquí Serry expondría de manera meridiana las «ocultas razones»{3} que habrían llevado a Paulo V a la decisión de no condenar la Concordia de Molina y que no serían otras que las consecuencias que, para la Compañía de Jesús, se siguieron tras el interdicto que Paulo V fulminó sobre la República de Venecia en 1606. El libro de Serry recibió una rápida respuesta por parte de Livino de Meyer, S. I., con su obra (publicada en Amberes en 1705, bajo el seudónimo de Teodoro Eleuterio) Historiae controversiarum de divinae gratiae auxiliis, sub summis pontificibus Sixto V, Clemente VIII et Paulo V, libri sex, en la que el jesuita niega que la decisión de Paulo V tuviese motivaciones de carácter político, sino que estaría completamente basada en razones de tipo dogmático y doctrinal. Estas dos magnas historias de las controversias de auxiliis serían, a partir del momento de su publicación, referencias inexcusables de toda historia posterior sobre la polémica, tanto por la gran cantidad de documentos que ofrecen, como por el hecho de que sientan las bases de toda interpretación posible acerca de la resolución de la gran controversia. En particular, en su Origen y desarrollo de la controversia entre el tomismo y el molinismo, Gerhard Schneemann sigue la línea interpretativa de Meyer, atribuyendo la decisión final de Paulo V a razones doctrinales, en un sentido que bien podría calificarse de idealista, frente a una interpretación materialista de la controversia y su resolución, en la línea de la expuesta por Serry, que vería en el trasfondo de la decisión del papa Borghese no razones puramente doctrinales de ortodoxia respecto a la dogmática católica, sino motivaciones de tipo más práctico y de conveniencia política en un momento en que la Santa Sede no podía permitirse el lujo de condenar en la persona de Molina a una Orden religiosa como la Compañía de Jesús –absolutamente comprometida en la defensa del teólogo español– que tan buenos servicios estaba prestando al catolicismo y al Papa en particular y que acababa de dar pruebas de su completa lealtad y fidelidad al Romano Pontífice con ocasión del conflicto que, por motivos jurisdiccionales, enfrentaba a la Santa Sede con la República de Venecia y que, para la Compañía de Jesús, finalmente tendría como consecuencia la expulsión de todos los jesuitas de la Serenísima República en 1606. Pero antes de entrar en detalles acerca de todos estos sucesos, vamos a ofrecer una sumaria presentación de la vida y obras más relevantes de Gerhard Schneemann, que tuvo el raro «honor» de haber sido el jesuita más citado en los debates que el Parlamento alemán mantuvo en 1872, a raíz de la política bismarckiana anticatólica de la Kulturkampf.

1. Gerhard Schneemann: vida y obras{4}

Gerhard Schneemann nació el 12 de febrero de 1829 en Wesel, ciudad del Estado federado alemán de Renania del Norte-Westfalia, en el seno de una familia católica, en cuyo recuerdo todavía estaban presentes los ataques de todo tipo que, durante siglos, los católicos de la antigua ciudad hanseática de Wesel hubieron de sufrir en un entorno muy marcado por el protestantismo. Alumno especialmente aplicado y dotado, tras finalizar el bachillerato con dieciséis años, Schneemann se traslada a Bonn, en cuya Universidad comienza en el otoño de 1845 estudios de derecho y economía política, que compaginará con algunas asignaturas de teología. Su cuarto año universitario lo cursa en la Universidad de Münster. En esta misma ciudad, en otoño de 1849, entra en el Seminario, recibiendo el 23 de febrero de 1850 la ordenación subdiaconal. Sintiéndose cada vez más atraído por la vida consagrada en el seno de una Orden religiosa, en otoño de 1850 se traslada a Roma, para estudiar filosofía en el Colegio Germánico de la Compañía de Jesús. En una larga carta fechada el 21 de marzo de 1851, Schneemann informa a sus padres de su firme intención de hacerse jesuita, a pesar de la oposición de sus progenitores:

Hace mucho tiempo que mi corazón se inclina hacia la Orden de los jesuitas […] Por esta razón, en parte, vine al Colegio Germánico, para poder conocerla de cerca […] Cuando llegué a Roma, ya hablé de esto con mi confesor y con el Reverendísimo Padre Rector […] que me aconsejaron que no tomase una decisión precipitada […] y me ofrecieron la posibilidad de quedarme en el colegio como alumno […] Mi deseo de entrar en la Orden se debe a que considero que formar parte de ella es el modo más seguro de procurarme a mí mismo y al prójimo la salvación […] Esta Orden es muy adecuada a mi idiosincrasia, porque no tengo el carácter de una persona independiente y, por esta razón, no podría desempeñar el oficio de los sacerdotes diocesanos, que en la actualidad están muy aislados. Siento la necesidad de unirme a otros y de estar bajo la dirección de otros; y esta es la razón por la que me gustaría entrar en una Orden religiosa […] En mi opinión, todo esto justifica mi inclinación hacia la Compañía de Jesús […] Vosotros mismos podréis reconocer, por la propuesta que ahora os hago, que en toda esta cuestión estoy procediendo de manera reflexiva y razonada, sin precipitarme ni dejarme llevar por mi fantasía […] ¿Por qué queréis impedirme que dé un paso más, con una prudencia y cuidado mayores de lo que jamás podríais pedir en este mundo?{5}

En efecto, los padres de Schneemann sólo consintieron a regañadientes la decisión tomada por su hijo, que el 24 de noviembre de 1851 entra en el noviciado jesuita Friedrichsburg en Münster. Finalizada la etapa de noviciado, vuelve a estudiar, en primer lugar, retórica, luego filosofía y, finalmente, teología. El 22 de diciembre de 1856 recibe la ordenación sacerdotal. Concluidos sus estudios de teología, se traslada a Colonia, donde desempeñará durante dos años labores pastorales. Entre 1860 y 1862 imparte clases de filosofía en Bonn y Aquisgrán. En otoño de 1862 vuelve a Friedrichsburg para completar su formación como jesuita con la tercera probación.

En ese momento, la Compañía de Jesús estaba reorganizando sus centros de estudios superiores en Alemania. Sobre todo, los centros de Aquisgrán y Paderborn se habían quedado pequeños y la Provincia de Alemania de la Compañía decide unificarlos. Para ello, adquiere la antigua abadía benedictina de Laach, situada en la sierra de Eifel (Renania-Palatinado), que a partir de ese momento pasará a denominarse abadía de Santa María-Laach. En ese lugar, en un entorno natural privilegiado, junto al lago de origen volcánico Laach, rodeado de bosques y montañas y lejos de todo, los superiores jesuitas creyeron encontrar el sitio ideal, en estado de completa soledad y apartamiento, para que estudiantes y profesores pudiesen concentrar todas sus fuerzas en los estudios y no se desviasen de ellos por las tentaciones mundanas. Aquí la Compañía fundó un nuevo Colegio Máximo. Se añadió una nueva ala a la antigua abadía benedictina de estilo románico y se construyó un edificio independiente para la nueva biblioteca, que albergaría más de 30.000 volúmenes, muchos de ellos de ciencias naturales. Schneemann se trasladó a Maria-Laach en mayo de 1863. Sin embargo, los jesuitas no podrían disfrutar mucho tiempo de ese locus amoenus, porque, en virtud de lo dispuesto por la segunda ley imperial de la Kulturkampf, del 4 de julio de 1872, la Compañía de Jesús sería expulsada de Alemania, trasladándose los jesuitas de Maria-Laach a los Países Bajos. Hasta el final de su vida, el P. Schneemann guardaría un grato recuerdo hacia Maria-Laach, lugar donde, según él mismo confesaba, habría recibido el estímulo para comenzar su labor como escritor, en lucha siempre contra el liberalismo.

La primera obra de Schneemann fueron los Estudios sobre la cuestión de Honorio, publicada en el verano de 1864. Pero los auspicios con que esta obra vio la luz, no podían ser peores. Hacía tiempo que en Alemania se estaban distanciando cada vez más dos orientaciones teológicas diferentes: una de ellas estaba enraizada en el pasado teológico y se esforzaba por seguir construyendo con el mismo espíritu y el mismo método que las escuelas medievales; la otra orientación era la moderna, que aplicaba la crítica histórica a la teología. Como autor representativo de esta segunda orientación, Ignaz von Döllinger, en Las fábulas sobre los papas en la Edad Media (Múnich 1863), pretendía demostrar la completa acriticidad de la teología medieval, al mismo tiempo que atacaba la infalibilidad papal como una innovación del ultramontanismo. En su obra Döllinger presentaba a los papas Liberio y Honorio de manera muy distinta a la habitual, apoyándose en una inmensa erudición. El P. Schneemann decidió salir al paso de esta obra y publicar sus estudios sobre Honorio, como él mismo explica:

Entonces yo era bibliotecario y, como las obras en Laach mantenían ocupadas todas nuestras fuerzas hasta tal punto que todavía no había podido pensarse en preparar los anaqueles para los libros, acumulé una gran cantidad de ellos en mi propia habitación, que todavía no tenía reclinatorio; por ello, coloqué algunos infolios sobre el suelo delante de mi mesa, para arrodillarme sobre ellos. Eran precisamente los volúmenes de d’Argentré, al que Döllinger citaba en su obra. Entonces pensé: «Ahí mismo puedes interrogar a las fuentes»; de modo que consulté esa obra y encontré que d’Argentré decía justamente todo lo contrario de lo que Döllinger le atribuía. Y sucedió exactamente lo mismo con otras citas […] Aunque expuse de manera completamente objetiva las razones que me habían movido a apartarme del parecer del maestro a quien yo tanto admiraba, no pude publicar mi trabajo en ninguna revista católica […] También en Laach algunos Padres se mostraron contrarios a que se publicase, aunque esto finalmente se consiguió y Herder se mostró dispuesto a su edición{6}.

El 8 de diciembre de 1864, junto con la encíclica Quanta cura, Pío IX publicó un apéndice, el Syllabus errorum, que contenía «la relación de los principales errores de nuestro tiempo». Esa publicación produjo una gran reacción adversa por parte de ateos y liberales, que, a juicio de los jesuitas, descalificaban esos dos escritos de manera tergiversadora e ignominiosa. Por ello, algunos jesuitas decidieron proceder a la exposición y defensa de las proposiciones del Syllabus. A la cabeza de esta empresa se puso el P. Florian Rieß, que dio el impulso y trazó el plan de elaborar una serie de tratados populares sobre los puntos doctrinales contenidos en la encíclica y en el Syllabus, con la finalidad de defender a la Iglesia y a la Sede Apostólica. Así, en 1865 nació la serie de tratados La encíclica del papa Pío IX del 8 de diciembre de 1864, publicada por Herder en Friburgo de Brisgovia. Schneemann escribió cinco de los doce estudios. En particular, como profesor de derecho canónico, el P. Schneemann recibió el encargo de elaborar el tratado acerca de las tesis 65-74 sobre el matrimonio; así, en Los errores sobre el matrimonio, el P. Schneemann expone en primer lugar los principios del derecho natural sobre el matrimonio; seguidamente explica la concepción cristiana del mismo, así como el influjo benéfico sobre él de las normas jurídicas del derecho canónico; por último, somete a examen los nuevos errores con relación al matrimonio. En otros tres tratados, Schneemann explica las proposiciones del Syllabus sobre la Iglesia y sus derechos; en el primero, La libertad e independencia de la Iglesia, desarrolla los principios fundamentales que demuestran que la Iglesia es una verdadera sociedad, perfecta y libre, defendiendo especialmente su derecho a la adquisición y posesión de bienes terrenales; en el segundo, se ocupa de la autoridad eclesiástica y sus titulares; en el tercero, defiende con un estudio histórico el primado del papa en la Iglesia romana.

El escrito sobre el papa como cabeza de la Iglesia, así como el inmediatamente anterior sobre la autoridad eclesiástica y sus titulares, fueron criticados muy duramente en la revista Theologisches Literaturblatt (1867, núms. 15, 17), publicada por la Facultad de Teología Católica de Bonn. Schneemann respondió a estas críticas con su obra La autoridad doctrinal de la Iglesia (Friburgo de Brisgovia 1868), en la que defiende la infalibilidad de la autoridad doctrinal de la Iglesia, lo que le conduce a la infalibilidad del papa. Esta obra de Schneemann recibirá críticas todavía más duras que las anteriores. Entre otros, Friedrich Michelis (Historia del Concilio Vaticano, Bonn 1877, vol. I, pp. 627, 837) reprocha a Schneemann haber «falsificado la doctrina de la tradición»; F. Rippold llega incluso a afirmar (Manual sobre la historia más reciente de la Iglesia, Elberfeld 1880, 3ª ed., vol. II, p. 725) que los jesuitas habrían sido los principales instigadores de la definición vaticana de la infalibilidad papal «guiados por Schneemann y Schrader». Tanto veterocatólicos como protestantes, en sus ataques contra el dogma de la infalibilidad pontificia, mencionan continuamente a Schneemann como uno de sus principales promotores.

Los jesuitas de Maria-Laach elaboraron una segunda serie de tratados, El Concilio Ecuménico, dedicados al Concilio Vaticano I (1869-1870), algunos de los cuales también llevan la firma de nuestro teólogo. En 1871, junto a Florian Rieß, Schneemann fundó la revista mensual Stimmen aus Maria-Laach, que sería la sucesora de las dos series mencionadas. Schneemann fue su director durante seis años (1879-1885), además de uno de sus principales colaboradores{7}.

Pero la obra magna de Schneemann, en la que trabajaría durante quince años, fueron las Actas y decretos de los concilios sagrados más recientes. Colección Lacense (7 vols., Friburgo de Brisgovia 1870-1892). Como profesor de derecho canónico, Schneemann era consciente de la gran importancia que los concilios más recientes tenían para el ordenamiento jurídico de la Iglesia católica. Sin embargo, considerando que esas fuentes normativas estaban completamente desaprovechadas en los manuales correspondientes, por la sencilla razón de que no existía una colección que las reuniese y permitiese consultarlas, Schneemann quiso poner fin a esa carencia. Para ello, trazó el plan de una obra ingente, de la que algunos hermanos jesuitas quisieron disuadirle, en la creencia de que le resultaría imposible reunir todos los materiales. Pero el P. Schneemann, impulsado por el deseo de hacer accesibles a todos las disposiciones promulgadas por los concilios más recientes confirmados por Roma, se puso manos a la obra. Enlazando con las colecciones clásicas de Philippe Labbe y Jean Hardouin, la nueva obra de Schneemann se dividiría en dos partes: la primera recogería los concilios celebrados entre 1682 y 1789; y la segunda los concilios celebrados entre 1789 y 1870. En primer lugar, recopiló los concilios de Italia, España, Francia, Inglaterra, Irlanda, Holanda, Alemania, Austria, Hungría, Transilvania, Polonia y Turquía; luego recogió los concilios de ultramar, a saber, Canadá, Estados Unidos, Indias occidentales, Colombia, Ecuador, Brasil, Asia Menor, Siria, Indias orientales, China y Australia. Todo lo que estaba en lengua extranjera, se tradujo al latín. Los superiores de Schneemann le liberaron de toda actividad docente, para que, ayudado por otros Padres, pudiese dedicarse completamente a la gran obra. El primer volumen se publicó a finales de 1869, los cuatro siguientes en la década posterior y el sexto en 1881; el séptimo volumen, dedicado al Concilio Vaticano I, apareció en 1890, muerto ya el P. Schneemann.

Nuestro teólogo también dio a la imprenta otras obras. En 1864, con ocasión del proceso De Buck en Bruselas, Schneemann escribió Sobre la captación de herencias por los jesuitas, en defensa de su Orden contra la acusación de captación de herencias. Posteriormente, tras los ataques contra el Concilio Vaticano I y sus resoluciones por parte de protestantes y liberales, escribió ¿A dónde va a parar esto? (Paderborn 1870). A continuación publicó las resoluciones y las actas principales del Concilio. En 1870 también apareció su Testimonio de san Ireneo sobre el principado de la Iglesia romana, como separata de la Colección Lacense. En 1872, ante la gran ola de difamación levantada por la Kulturkampf contra la Compañía de Jesús, Schneemann respondió con La Orden de los jesuitas, sus leyes, obras y secretos (Ratisbona-Nueva York-Cincinnati 1872). También dio a la luz un segundo escrito en el momento en que la Kulturkampf se abatía con mayor violencia sobre los católicos, a saber, Non possumus. No podemos ceder (Amberg 1874), denunciando las leyes de mayo de 1873, que privaban a los ciudadanos católicos de derechos y libertades reconocidos por la constitución prusiana de 1848. Todavía publicó dos obras más de carácter apologético, La Orden de los francmasones y las Órdenes religiosas de la Iglesia católica frente a la ley de asociaciones prusiana (Berlín 1875) y Las leyes de mayo prusianas y austríacas con relación a la fe y la conciencia (Amberg 1875). Al campo estrictamente teológico pertenece la obra que presentamos en este estudio introductorio, Origen y desarrollo de la controversia entre el tomismo y el molinismo (Friburgo de Brisgovia 1879 y 1880).

En los debates que tuvieron lugar en el primer Parlamento del II Imperio alemán con ocasión de la ley contra la Compañía de Jesús, Schneemann fue varias veces citado como uno de los jesuitas «iniciados» en los planes de la curia romana. En la sesión parlamentaria del 14 de junio de 1872, el diputado Hermann Wagener –político conservador que había apoyado a Bismarck en sus discursos sobre la constitución alemana y la Kulturkampf– se refirió precisamente a la interpretación que Schneemann hacía de una proposición del Syllabus, peligrosa, según Wagener, para el Estado alemán. Poco después (4 de julio de 1872) se aprobaba la ley por la que se expulsaba a los jesuitas de Alemania. Así pues, Schneemann y sus hermanos de religión debieron abandonar Maria-Laach.

En principio, nuestro teólogo se instaló cerca de la ciudad holandesa de Roermond. Poco después se trasladó, junto con los jesuitas de la redacción de Stimmen aus Maria-Laach, al castillo de Tervuren en Bruselas, puesto a su disposición como residencia por la condesa Robiano-Borsbeek. Aquí Schneemann asumió la dirección de la revista, que desde 1871 se publicaba de manera regular. En 1879 los jesuitas de Tervuren se trasladarían al castillo de Blijenbeek (Limburgo, Países Bajos), propiedad del conde Von Hoensbroech. A pesar de su salud, cada vez más quebrantada, Schneemann continuaría con su labor como director de la revista hasta el momento de su muerte, el 20 de noviembre de 1885, en el hospital de Kerkrade (Limburgo, Países Bajos). Sus restos fueron enterrados en el cementerio del castillo de Exaten –en las cercanías de Roermond—, al que se acababa de trasladar toda la redacción de Stimmen aus Maria-Laach. La revista sigue publicándose en la actualidad, bajo el nombre Stimmen der Zeit, adoptado tras el traslado de su redacción a Múnich en 1914, tres años antes de que Alemania aboliese la ley contra la Compañía de Jesús y permitiese el regreso de los jesuitas a tierras germanas.

2. Las Congregaciones de auxiliis

2.1. Las historias de las Congregaciones y el problema de las fuentes documentales

Un asunto que ha sido objeto de discusión recurrente, desde el momento de la aparición en 1699 de la monumental obra de Jacinto Serry, O. P., Historiae Congregationum de auxiliis divinae gratiae…, es el de las fuentes documentales, es decir, las «reliquias escritas»{8} a partir de las cuales se han elaborado las distintas historias sobre las controversias de auxiliis. De hecho, el mayor reproche que Livino de Meyer, S. I., en su Historiae controversiarum de divinae gratiae auxiliis… (Amberes 1705), hace a Serry, es haber recurrido a fuentes documentales de credibilidad, según él, muy dudosa o completamente nula. Las principales fuentes a las que Serry recurriera para elaborar su obra, son tres: las actas de Gregorio Núñez Coronel, agustino nombrado por Clemente VIII secretario de las Congregaciones de auxiliis; el diario de Francisco Peña, juez decano del Tribunal de la Rota romana; y las actas de Tomás de Lemos, religioso dominico que tuvo una participación muy destacada en las sesiones de las Congregaciones como disputador por parte de su Orden. En el momento en que la obra de Serry ve la luz, en 1699, todas las actas mencionadas ya se conocían y casi todas habían sido ya publicadas. Gregorio Núñez Coronel, en su calidad de secretario de las Congregaciones redactó cinco escritos distintos, recogiendo todas las actas, resoluciones, censuras y disputas celebradas bajo los pontificados de Clemente VIII y Paulo V; también, por orden de Paulo V, escribió un resumen de todo lo acontecido en las congregaciones celebradas bajo el pontificado de Clemente VIII, hasta la muerte de este último, que fue leído en la primera congregación celebrada en presencia de Paulo V; este informe salió a la luz, bajo el título de Brevis enarratio actorum omnium, incluido en la obra Tradition de l’Eglise Romaine sur la Prédestination et sur la grace, escrita por Pascasio Quesnel y publicada en Colonia en 1678 bajo el seudónimo de Germain. Por su parte, Francisco Peña, aunque no asistió personalmente a las Congregaciones, sí supo mantenerse informado en todo momento de lo acontecido en las mismas y lo fue registrando en un Diarium Congregationum, que salió a la luz en 1637; además de este diario, escribió otras obras sobre las Congregaciones de auxiliis, que están recogidas en Collectanea Francisci Pegnae (ms.). Finalmente, Tomás de Lemos, disputador en las congregaciones por parte dominicana, redactó unas Acta omnium congregationum et disputationum quae coram sanctissimis Clemente VIII et Paulo V summis pontificibus celebratae sunt… quas disputationes P. Thomas de Lemos… contra plures e Societate sustinuit, que sirven de base para el relato de las controversias que Lemos hace en su Panoplia divinae gratiae (Lieja 1676). Además de todas estas actas sobre lo acontecido en las Congregaciones, también existen otros documentos, como los diarios de varios miembros de las mismas –por ejemplo, el benedictino Jacques le Bossu—a los que Serry recurre como fuentes para la elaboración de su historia.

La principal crítica que Schneemann hace de la obra de Serry y de todas las que, con posterioridad, han seguido la misma línea argumental antimolinista, es la misma que ya planteara Livino de Meyer en su Historiae controversiarum de divinae gratiae auxiliis, a saber, la historia de Serry sería una historia falsa y errónea por basarse en unas fuentes documentales que la Santa Sede habría declarado nulas y sin valor. Así, Meyer nos recuerda el decreto del 23 de abril de 1654, por el que Inocencio X declara solemnemente y decide que no se puede otorgar ningún crédito a ciertas actas «que circulan», entre otros, de Francisco Peña y de Tomás de Lemos, y que no pueden citarse bajo ningún concepto:

Las palabras del Pontífice son: «Por lo demás, puesto que, tanto en Roma como en otros lugares, están circulando algunas “actas” manuscritas –quizás incluso impresas– de las congregaciones celebradas en presencia de los difuntos Clemente VIII y Paulo V, sobre la cuestión de los auxilios de la gracia divina –tanto bajo el nombre de Francisco Peña, que fue juez decano del Tribunal de la Rota romana, como del P. Tomás de Lemos, dominico, y de otros prelados y teólogos, quienes, según se dice, habrían asistido a las congregaciones mencionadas—, así como también cierto autógrafo o ejemplar de una “constitución” del propio Paulo V, definiendo la mencionada cuestión de auxiliis y condenando el parecer o pareceres de Luis de Molina, de la Compañía de Jesús, por todo ello, Su Santidad, por este decreto, declara y decide que a las mencionadas “actas” –tanto a las favorables al parecer de los hermanos de la Orden de Santo Domingo, como a las favorables al de Luis de Molina y otros religiosos de la Compañía de Jesús, así como al autógrafo o ejemplar de la mencionada “constitución” de Paulo V– no se otorgue ningún crédito; ninguna de las dos partes, ni nadie más, podrá ni deberá citarlas, sino que, sobre la cuestión mencionada, deberán observarse los decretos de sus predecesores Paulo V y Urbano VIII»{9}.

Inocencio X declara que «no se otorgue ningún crédito» a esas «actas», porque carecerían de toda validez a efectos jurídicos, ya que no habrían sido firmadas ni selladas por las autoridades competentes. Pero esto resulta completamente comprensible en la medida en que las susodichas «actas» contendrían varias censuras y condenas de la Concordia de Molina, así como incluso una bula condenatoria, y, sin embargo, como ya hemos visto, finalmente Paulo V decidió no condenar la Concordia. Por tanto, la declaración de Inocencio X resulta coherente con la decisión de Paulo V. Pero en toda la discusión sobre el problema de las fuentes habría que distinguir dos planos: el plano jurídico y el plano histórico. El primero está muy claro, porque Paulo V, tras nueve años y ocho meses de congregaciones, decidió poner fin a las mismas sin una resolución condenatoria y, por tanto, en la misma medida en que cualquier censura o bula condenatoria preparada en el transcurso de las congregaciones debía considerarse nula y sin valor, tampoco podía citarse posteriormente como documento con validez jurídica y oficial, siendo esto último lo que prohíbe el decreto de Inocencio X. Por consiguiente, el plano jurídico no parece entrañar ninguna dificultad, porque nadie había sostenido la condena oficial de la Concordia por Paulo V… hasta la aparición del jansenismo.

Cornelio Jansenio (1585-1638), como heredero del más rígido agustinismo que, en la doctrina de la gracia, ya defendiese Miguel Bayo (1513-1589) en las aulas de la Universidad de Lovaina, y como enemigo incansable y acérrimo de la teología escolástica de cuño aristotélico, en su afán de restituir en su prístina dignidad la teología agustiniana, hubo de enfrentarse con la Compañía de Jesús y especialmente con la doctrina molinista de la libertad, a la que en su Augustinus (Lovaina 1640) asimila con el semipelagianismo del monje masiliense Casiano; de este modo, Jansenio no perdería ocasión para menoscabar, infamar y denigrar el crédito del molinismo, como demostró en las dos ocasiones en que estuvo en España, en 1624 y 1626, comisionado por la Universidad de Lovaina para elevar ante la corte de Madrid una serie de demandas contra la Compañía de Jesús y tratar de lograr la adhesión a las mismas de las Universidades de Alcalá, Salamanca y Valladolid, aunque, a decir de Ricardo García-Villoslada, su misión habría sido un completo fracaso e incluso el propio Jansenio se habría visto en grandes dificultades, si hubiese permanecido más tiempo en España, porque la Inquisición había empezado a sospechar de ese doctor lovaniense con ínfulas de reformador eclesiástico{10}. Pero, según Schneemann{11}, Jansenio también aprovechó su estancia en España para visitar a los carmelitas descalzos de Salamanca, convenciendo al P. Antonio de la Madre de Dios –como previamente ya había hecho el doctor lovaniense con su amigo el oratoriano Guillermo Gibieuf– de que treinta censores habrían considerado herética la doctrina de Molina y los papas Clemente VIII y Paulo V habrían fallado en contra del jesuita; así, la misma especie de los treinta censores y la condena de Molina se vendía casi al mismo tiempo en París –en la obra de Gibieuf, De libertate Dei et creaturae (París 1630)– y en Salamanca, en el Cursus theologicus (Salamanca 1631) de los carmelitas salmanticenses. Los ataques de los jansenistas contra los jesuitas se redoblaron con ocasión de la aparición de la obra póstuma de Jansenio, Cornelii Iansenii Episcopi Iprensis Augustinus seu doctrina Sancti Augustini de humanae naturae sanitate aegritudine medicina adversus Pelagianos et Massilienses, publicada en Lovaina en 1640, dos años después de la muerte de su autor. Esta obra recibió los más encendidos elogios por parte de Jean Duvergier de Hauranne, visionario abad de Saint-Cyran y amigo íntimo de Jansenio desde sus años de estudiantes en París; tras haber leído el Augustinus en la prisión del castillo de Vincennes, donde permanecía recluido por orden del cardenal Richelieu –temeroso de que el jansenismo deviniera en un movimiento tan peligroso para la estabilidad del Estado francés como el de los hugonotes—, no dudó en afirmar que, después de san Pablo y san Agustín, nadie como Jansenio había hablado «de manera tan divina» sobre la gracia{12}. Por su parte, los jesuitas no tardaron en refutar las tesis jansenistas en un acto celebrado en su colegio de Lovaina en marzo de 1641, en el que se acusó a Jansenio de renovar la herejía de Calvino. En agosto de 1641 la Inquisición romana prohibió el Augustinus, al mismo tiempo que también imponía silencio a los jesuitas, porque estas nuevas disputas recordaban demasiado a la polémica de auxiliis y nada deseaba menos el papa Urbano VIII que la exhumación de los restos de la desabrida disputa que durante tanto tiempo había provocado la desazón y el tedio de sus predecesores Clemente VIII y Paulo V. De este modo, por la bula In eminenti, del 6 de marzo de 1642, Urbano VIII condenó el Augustinus de Jansenio por contener proposiciones de Bayo ya condenadas por Pío V y Gregorio XIII. No obstante, los jansenistas adujeron defectos de forma en la bula para no reconocerla como una bula papal e incluso tacharla de falsificación jesuítica. Pero el 2 de enero de 1644 la bula fue remitida a la Sorbona con la orden del rey Luis XIV de recibirla y observarla; en consencuencia, la Universidad de París prohibió la defensa de las proposiciones censuradas por Pío V, Gregorio XIII y Urbano VIII; como en 1649 algunos bachilleres de esta Universidad, desoyendo la orden recibida, sostuvieron proposiciones jansenistas, el síndico de la Facultad de Teología, Nicolás Cornet, resumió en cinco tesis las principales doctrinas heréticas contenidas en el Augustinus y pidió a la Sorbona que emitiese su juicio sobre las mismas. Finalmente, el clero francés remitió una carta, firmada por ochenta y cinco obispos, al papa Inocencio X, rogándole que definiese y emitiese su juicio sobre las cinco proposiciones jansenistas. Tras nombrar una comisión compuesta por varios cardenales y once consultores teólogos, que examinaron las cinco proposiciones durante dos años (1651-1653), el papa Inocencio X, por la bula Cum occasione del 31 de mayo de 1653, decidió condenar las cinco proposiciones de Jansenio, «sin pretender en modo alguno aprobar las restantes del Augustinus», como puntualiza Ricardo García-Villoslada{13}. Durante los dos años previos a la condena de las cinco proposiciones, los delegados jansenistas en Roma actuaron en todo momento conforme a la siguiente estrategia: el Augustinus sólo se dirigía contra la doctrina molinista de la libertad; esta doctrina ya había sido condenada por la Santa Sede; y la prueba de esta condena serían las censuras y la bula contenidas en las actas de Coronel, Peña, Lemos y Le Bossu. Tras la condena de las cinco proposiciones los jansenistas fingieron someterse, pero como siguieron apoyándose en las susodichas actas para defender el Augustinus y atacar el molinismo, el 23 de abril de 1654 Inocencio X promulgó el decreto ya mencionado, declarando que no podía otorgarse ningún crédito, así como tampoco citar, ciertas actas «que circulaban», nombrando expresamente a Francisco Peña y Tomás de Lemos. Sobre la finalidad que movía al Papa con este decreto, Schneemann, en una nota a pie de página, dice lo siguiente:

Evidentemente, con este decreto el Papa no sólo quiso negar la credibilidad de esas actas a efectos jurídicos y oficiales, que nadie había defendido. Sería muy sencillo para nosotros probar esto…{14}.

Con la primera oración (compuesta) Schneemann está diciendo tres cosas. Comienza afirmando que el Papa «no sólo» quiso negar credibilidad a las actas a efectos jurídicos –y esto es lo «primero» que dice—; luego, con la oración subordinada adjetiva «que nadie había defendido» –siendo esto lo «segundo» que dice—, Schneemann cae en contradicción flagrante con lo que sostiene en el cuerpo del texto, porque dedica las páginas 363-373 a demostrar precisamente lo contrario, a saber, los jansenistas habrían defendido la credibilidad de las actas a efectos jurídicos y oficiales, y así entre otras cosas dice:

Condenados por la Santa Sede, los jansenistas recurrieron a la siguiente estratagema: fingir que sólo querían combatir la «herejía» molinista. Naturalmente, nada podía complacerles más que las censuras recogidas en las actas y diarios de Peña, Lemos, Coronel y Le Bossu, así como la supuesta bula condenatoria de Paulo V. Esto último lo menciona el editor del Augustinus de Jansenio, Libert Froidmont (bajo el seudónimo de Vicente Lenis), en su escrito dirigido contra los jesuitas Pétau y Dechamps; él mismo dice haber visto la bula «en la que el Papa condena cincuenta proposiciones de Molina y falla toda la disputa en favor de san Agustín y santo Tomás, contrariamente a lo sostenido por Pétau y Ricardo [Dechamps]». Cuando se examinaron las cinco proposiciones de Jansenio, los jansenistas también se remitieron constantemente a esa supuesta censura de Molina{15}.

¿A qué se debe entonces esta contradicción evidente entre lo que Schneemann afirma en el cuerpo del texto y lo que dice en la nota a pie de página? Mientras que lo primero –a saber, lo afirmado en el cuerpo del texto– sería un modo de descalificar la obra del dominico Serry –porque como este último haría lo mismo que los jansenistas, a saber, recurrir a las actas de Coronel, Lemos, Peña…, y estas actas habrían sido declaradas por Inocencio X «completamente inverosímiles», en expresión de Schneemann, entonces la obra de Serry carecería absolutamente de valor—, con lo segundo –a saber, con lo que dice en la nota a pie de página, esto es, «no sólo quiso negar la credibilidad de esas actas a efectos jurídicos y oficiales, que nadie había defendido»– Schneemann estaría defendiendo la «inverosimilitud» de las actas en el plano jurídico, pero al mismo tiempo, como utiliza la locución «no sólo» –que es el primer término de la construcción copulativa intensiva «no sólo…, sino (también)» en la que el segundo término («sino (también)») acompaña correlativamente al primero, añadiendo de forma copulativa otro miembro a la cláusula previa—, en consecuencia, Schneemann parece estar dando a entender algo más de lo que afirma –y este algo más sería lo «tercero» que «dice», pero sin decirlo expresamente—, a saber, con ese decreto el Papa también habría querido otra cosa además de negar la credibilidad de esas actas a efectos jurídicos; y aquí debemos suponer lo segundo que Schneemann no se atreve a añadir, esto es, el Papa también habría querido negar credibilidad a las actas a otros efectos, a saber, como testimonios de valor histórico; es decir, según Schneemann, las actas no sólo serían «completamente inverosímiles» en el plano jurídico, sino también en el plano histórico. Así pues, con lo que dice en el cuerpo del texto, Schneemann pretende restar valor a la obra de Serry, a través del trámite de atribuirle un modo de obrar semejante al de los filoprotestantes jansenistas, porque al igual que estos últimos, también él recurriría a unos documentos que Inocencio X había declarado «completamente inverosímiles». Pero a continuación, en la nota a pie de página, Schneemann entra en completa contradicción con lo anterior, porque en la nota dice que nadie había defendido la veracidad de los documentos «a efectos jurídicos y oficiales». Creemos que Schneemann dice esto en su nota a pie de página por dos razones: en primer lugar, porque, como la semejanza o el paralelismo que Schneemann establece entre Serry y los jansenistas sólo es admisible en la medida en que Serry recurre a las actas al igual que los jansenistas, sin embargo, como no lo hace con la misma finalidad, porque los jansenistas utilizaban las actas para demostrar la condena oficial del molinismo por la Santa Sede, mientras que Serry nunca sostiene en su obra que Paulo V condenase el molinismo, en consecuencia, puesto que a la crítica de Schneemann podría respondérsele que Serry no reconoce la veracidad de las actas a efectos oficiales, sino sólo como documentos históricos, entonces si Schneemann quiere continuar con su crítica a Serry, resultará mucho más efectivo por parte del jesuita sostener que Inocencio X no sólo quiso negar la credibilidad de las actas a efectos jurídicos y oficiales, sino que también se la habría negado como fuentes de conocimiento histórico, ya que este es el uso que Serry hace de las actas; en segundo lugar, porque si nadie ha defendido nunca la credibilidad de las actas a efectos jurídicos y oficiales, entonces defender su credibilidad como documentos históricos resultará mucho más difícil, porque resulta incontrovertible que si un documento de carácter jurídico ha sido confirmado y promulgado por la autoridad competente, nadie podrá poner en duda su veracidad como documento histórico, pero si la única prueba de la veracidad histórica de unos documentos que, siendo de tipo jurídico y conteniendo en particular constituciones apostólicas –como es el caso de las actas que estamos considerando—, finalmente, no habrían sido promulgados, es su verdad material tanto de forma como de contenido –como sin embargo creemos que pueden reivindicar para sí mismas las actas mencionadas—, entonces, sin lugar a dudas, resultará menos fácil defender la credibilidad de esos documentos. Por esta razón, en la nota a pie de página Schneemann sostiene que nadie habría defendido la credibilidad de las actas «a efectos jurídicos y oficiales». Pero además, después de afirmar que con ese decreto el Papa no sólo quiso negar la credibilidad de las actas a efectos jurídicos y oficiales, sino que también –añadiremos nosotros– quiso negar su credibilidad como fuentes de conocimiento histórico, Schneemann dice que le resultaría muy fácil probar esto –es decir, probar que el Papa también quiso negar la credibilidad de las actas como fuentes de conocimiento histórico—, pero que se abstendrá de ello «por falta de espacio». Resulta curioso cuando menos que Schneemann dedique once páginas (pp. 363-373) a demostrar que los jansenistas habrían recurrido a las censuras y a la bula contenidas en las actas de Coronel, Peña, Lemos, Le Bossu…, para probar que la Santa Sede habría condenado el molinismo, siendo esto algo falso a todas luces, además de que Serry nunca lo habría sostenido, y, sin embargo, diga que «por falta de espacio» se abstendrá de demostrar que Inocencio X con su decreto también habría querido negar la credibilidad de las actas como fuentes de conocimiento histórico. Pero esto es lo que Schneemann tendría que haber demostrado, porque el autor al que constantemente critica en su Origen y desarrollo de la controversia entre el tomismo y el molinismo, es decir, Serry, en ningún momento afirma que las actas tengan valor a efectos jurídicos y oficiales, a diferencia de lo sostenido por los jansenistas como táctica dentro de su estrategia general de defender el Augustinus atacando el molinismo. Schneemann tendría que haber demostrado algo que no se menciona expresamente en el decreto del 23 de abril de 1654, ni se puede deducir de su contenido. Por tanto, si con este decreto Inocencio X también quiso negar toda credibilidad a las actas como fuentes de conocimiento histórico, Schneemann tendría que haberlo demostrado, máxime cuando para desacreditar completamente la obra de Serry, argumenta que ésta se basaría en unas actas que Inocencio X habría declarado «completamente inverosímiles», según las palabras que el propio Schneemann utiliza. De todos modos, supongamos en primer lugar que Inocencio X, a pesar de estar ocupado en otras cuestiones más urgentes o perentorias para el papado, hubiese dedicado energías, esfuerzo y tiempo a investigar o mandar investigar la veracidad de esas actas como documentos históricos o su grado de verdad como fuentes de conocimiento histórico de una polémica acaecida cincuenta años antes y que yacía sepultada en silencio por orden de Paulo V; supongamos en segundo lugar que, tras llegar a la conclusión de su falsedad, con su decreto hubiese declarado expresamente a las actas, además de «completamente inverosímiles» a efectos jurídicos y oficiales, también absolutamente carentes de credibilidad como fuentes de conocimiento histórico y, por ello, hubiese prohibido citarlas; pero entonces no habría sido suficiente una declaración por parte del Papa, sino que también habría sido necesaria una demostración de su falsedad, porque si bien para negar la credibilidad de las actas a efectos jurídicos y oficiales bastaba una simple declaración –pues de la pura autoridad papal dependía que los documentos contenidos en las actas, como las censuras y la bula, revistiesen un carácter jurídico, oficial y vinculante para todos los católicos—, sin embargo, su falsedad como documentos históricos que demostrarían lo muy cerca que el molinismo habría estado de haber sido condenado por la Santa Sede, tendría que haberse probado con argumentos y razones y no con una simple declaración y por decreto, porque difícilmente se habría podido convencer de otro modo a quienes supuestamente se dirigía el decreto, a saber, a los historiadores estudiosos de las controversias de auxiliis. Lo cierto es que el decreto de Inocencio X es prácticamente del mismo tenor que otros decretos, como, por ejemplo, el redactado por la Congregación del Concilio y promulgado el 2 de agosto de 1631 por Urbano VIII y el preparado por la Congregación de Ritos y promulgado el 11 de agosto de 1632 por el mismo Papa, en los que se manda y ordena que nadie cite, ni otorgue ningún crédito, a una serie de declaraciones y resoluciones de las susodichas Congregaciones, y, sin embargo, esto no fue óbice para que fueran mencionadas y citadas por distintos canonistas como documentos de valor histórico{16}. Pero además Schneemann, en su nota a pie de página, tras decir que sería muy fácil para él demostrar que Inocencio X con su decreto también quiso negar la credibilidad de las actas como documentos históricos, pero que por falta de espacio se abstendrá de ello, añade que se considera tanto más justificado para obrar así cuanto que su relato, en conjunto, sería completamente independiente de la verdad o falsedad de las actas. No obstante, en la medida en que su relato, aunque se base en otras fuentes, también incluye numerosas críticas a los «subterfugios» de Serry{17}, Schneemann no debería haberse abstenido de probar con razones y argumentos la falsedad de las actas, sobre todo porque él mismo intenta convencernos de la existencia de una filiación entre Serry y los filoprotestantes jansenistas, si bien él mismo pone al descubierto esta argucia cuando en su nota a pie de página afirma que nadie habría defendido la credibilidad de esas actas a efectos jurídicos y oficiales –por tanto, tampoco Serry, añadiremos nosotros—, y, entonces, para poder criticar el verdadero uso que Serry hace de las actas como fuentes de valor histórico y no, a diferencia de los jansenistas, como documentos de valor jurídico y oficial, debe pasar a sostener que Inocencio X no sólo habría negado la credibilidad de las actas en este último sentido, sino también en el primero. En consecuencia, su afirmación de que su obra es completamente independiente de la verdad o falsedad de las actas no se compadece con la realidad de sus críticas a la historia de Serry, porque si éstas pudiesen justificarse, entonces las actas tendrían que ser falsas y, por tanto, la obra de Schneemann no podría ser «completamente independiente» de la falsedad de las actas, ya que esta última sería necesaria para la verdad de la primera; por otra parte, si sus críticas no pudiesen fundamentarse con razones y argumentos, entonces la obra de Schneemann tampoco podría ser «completamente independiente», en este caso, de la verdad de las actas, porque ésta supondría la falsedad de la propia obra del jesuita, en la medida en que el P. Schneemann sostiene que la Santa Sede nunca habría tenido intención de condenar la Concordia de Molina y, sin embargo, los documentos contenidos en las actas sobre las que se basa la historia de Serry, demostrarían lo contrario, a pesar de que, finalmente, Paulo V decidiese no condenar la Concordia por las razones que más adelante expondremos.

Pero entonces, si en su Origen y desarrollo de la controversia entre el tomismo y el molinismo, aduciendo el decreto de Inocencio X, Schneemann rechaza como «completamente inverosímiles» las actas de Coronel, Peña, Lemos y Le Bossu, ¿a qué documentos recurre para elaborar su historia de la controversia? Básicamente a los mismos que Livino de Meyer ya utilizase en sus Historiae controversiarum de divinae gratiae auxiliis… libri sex, a saber: principalmente los memoriales y discursos de los jesuitas que intervinieron en las Congregaciones de auxiliis, como Gregorio de Valencia, Fernando Bastida, Cristóbal de los Cobos y Pedro Arrúbal; pero también a las cartas de nobles y aristócratas en defensa de la Compañía –como el duque de Baviera, la archiduquesa de Austria y otros príncipes alemanes—, a los dictámenes de universidades de España, Francia y Alemania, a los edictos de nuncios apostólicos, a las cartas sobre la controversia dirigidas al Papa por cardenales y obispos y a testimonios de magistrados y consejos reales{18}. De todos modos, a pesar de la prohibición papal de citar las actas mencionadas, Meyer y Schneemann tampoco tienen reparos en acudir a ellas –por ejemplo, para referir los discursos de los jesuitas que disputaron en las Congregaciones– en defensa de los intereses de su Orden. En consecuencia, no será muy atrevido aventurar qué uso habrían hecho los jesuitas de las actas, si no hubiese sido cierto lo que Gabriel de Henao, S. I., afirmó, después de buscar por todas las bibliotecas documentos en defensa de la causa jesuítica, a saber: «No hay actas que nos favorezcan»{19}. Resulta comprensible que los jesuitas mostrasen cierta prevención hacia los escritos «de parte», como las actas del dominico Tomás de Lemos, que actuó como disputador por parte dominicana en las Congregaciones y que bien podía levantar sospechas de parcialidad. Pero ¿acaso también eran parte interesada Le Bossu, Peña y Coronel? El benedictino Jacques le Bossu fue consultor en las Congregaciones de auxiliis bajo el pontificado tanto de Clemente VIII como de Paulo V y sólo se puede especular acerca del interés que podía tener en presentar un relato de los hechos falso y engañoso. Francisco Peña, juez decano del Tribunal de la Rota romana, fue muy respetado por los jesuitas, especialmente por la defensa que de ellos hizo en su escrito dirigido contra el Parlamento de París con ocasión del atentado perpetrado por Jean Châtel contra Enrique IV; pero todos sus méritos a ojos de los jesuitas desaparecieron en el mismo momento en que salió a la luz su Diarium Congregationum, en 1637. En cuanto a Gregorio Núñez Coronel, agustino portugués, fue nombrado secretario de las Congregaciones de auxiliis por Clemente VIII y confirmado por Paulo V; asistió durante los nueve años que duraron las Congregaciones a todas sus reuniones, salvo a la última y decisiva del 28 de agosto de 1607, en la que participaron exclusivamente el Papa y los cardenales y en la que se tomó la decisión última y definitiva sobre la controversia; puso por escrito todo lo acontecido durante esos nueve años en una serie de actas, resoluciones y decisiones, que se redactaban a la par que se desarrollaban las Congregaciones, haciéndose copias de todas ellas y distribuyéndose entre los distintos miembros de la Congregación, incluidos el Papa y los cardenales; el 14 de septiembre de 1605, por orden de Paulo V, Coronel presentó ante la Congregación una relación de todo lo acaecido bajo el pontificado de Clemente VIII ante los mismos miembros de la Congregación que habían asistido en persona a los hechos relatados; por consiguiente, si se quiere dudar de la veracidad de todos los protocolos redactados por Coronel, será en la misma medida en que se desconfíe de la rectitud del proceder como jueces de los miembros de la Congregación, porque, de otro modo, ¿sería concebible que Coronel presentase un relato de los hechos falaz, espurio y engañoso ante las mismas personas que los habían presenciado, salvo que estos últimos también fuesen jueces inicuos y parciales?; además, una vez finalizadas las Congregaciones y en reconocimiento de la labor realizada en ellas como secretario, Coronel fue creado obispo de Castellane por Paulo V, aunque el agustino finalmente renunció a esta dignidad{20}; pero ¿acaso habría sido designado para este alto cargo de la Iglesia, si Paulo V no hubiese estado plenamente satisfecho con el trabajo realizado por el agustino y las actas y protocolos redactados por él no hubiesen reflejado lo realmente acontecido, sino que hubiesen respondido a un propósito torticero, detractor e injurioso que sólo buscase denigrar la doctrina y el proceder de los jesuitas en las Congregaciones y, por tanto, no hubiesen merecido «ningún crédito», según las palabras de Inocencio X? Por todo lo señalado, no creemos que las actas y documentos mencionados deban excluirse sin más, y mucho menos por el decreto papal –ya que, para poner en duda la autenticidad o veracidad de unos documentos, a un historiador no le puede bastar una simple declaración en la que se manifiesta que no se les debe otorgar crédito, si no se acompaña de la necesaria demostración de su falsedad con argumentos y razones de tipo histórico, filológico, &c., es decir, si no se demuestra que, por su forma o contenido, no son veraces—, sino que, como cualesquiera otros documentos, su verdad o falsedad deberá aquilatarse conforme, por ejemplo, a las coincidencias o contradicciones que mantengan entre sí o con otros documentos cuya veracidad histórica sea menos controvertida o esté más establecida, o en caso de que estén impresos, acudiendo a los originales manuscritos y cotejándolos con éstos y, a su vez, comparando estos últimos con otros manuscritos del mismo autor para confirmar su autoría y autenticidad, &c. Así pues, no creemos que todas estas fuentes históricas deban rechazarse sin más, sino que, en todo caso, si alguna de ellas realmente suscitase dudas fundadas sobre su autenticidad o veracidad –que fuesen más allá de las sospechas que en los jesuitas Meyer y Schneemann levantaban por el simple hecho de «no favorecerles», como decía Gabriel de Henao, porque no creemos que la simple prohibición de Inocencio X habría bastado para que no recurriesen a ellas, si hubiesen sido favorables a su causa, si bien es cierto que, en este caso, evidentemente, Inocencio X no tendría que haber ordenado que no se les otorgue «ningún crédito», puesto que los jansenistas no las habrían aducido para atacar a los jesuitas—, debería someterse a un examen pormenorizado, que, desde luego, excede las posibilidades del presente estudio introductorio. Por nuestra parte, no vamos a rechazar, ni a excluir todos esos documentos, sino que todo lo que expongamos de aquí en adelante va a basarse en ellos en la medida en que así lo creamos necesario. Ahora bien, esto no es incompatible con la obligada cautela con que hay que proceder con relación a algunos de ellos, especialmente los escritos «de parte», como las Acta omnium congregationum de Tomás de Lemos, dominico disputador en las Congregaciones en representación de su Orden, si bien es cierto que ni siquiera los escritos que se suponen menos parciales que los escritos «de parte» –escritos «de parte» en los que también habría que incluir todos los documentos en los que Meyer y Schneemann se basan para la elaboración de sus historias—, como las actas y diarios de Coronel, Peña y Le Bossu, pueden reclamar para sí una completa imparcialidad, en la medida en que ni siquiera cabría atribuir este carácter a los propios jueces de la controversia, a saber, el Papa y los cardenales de la Congregación de auxiliis. En cuanto a la cuestión más teórica de la necesaria imparcialidad del historiador, como consideramos imposible añadir nada más al exhaustivo y sutil análisis que Gustavo Bueno ya ha realizado sobre la imparcialidad del historiador y sus géneros, remitimos a su excelente artículo «Sobre la imparcialidad del historiador y otras cuestiones de teoría de la Historia»{21} a todo aquel que esté interesado en profundizar en la cuestión acerca de los condicionantes que determinan los límites de la imparcialidad y el partidismo del historiador, que sin lugar a dudas no sólo estarían actuando en los historiadores que, con posterioridad a las Congregaciones de auxiliis, se ocuparían de ella, entre ellos el propio Gerhard Schneemann, sino también en los autores de las actas e incluso en los propios cardenales y el Papa, que habían de juzgar la controversia.

2.2. La doctrina de Molina frente al tomismo

Con su Origen y desarrollo de la controversia entre el tomismo y el molinismo, Gerhard Schneemann básicamente se propone demostrar que la «no condena» de la Concordia de Molina no se habría debido a las «ocultas razones» –de tipo práctico y de conveniencia política– a las que Serry atribuye que Paulo V finalmente decidiese no condenar la Concordia, sino a razones de carácter puramente doctrinal. En su obra Schneemann pretende demostrar esto de dos maneras: en primer lugar, tratando de hacer ver que la doctrina de la libertad de Luis de Molina no entra en contradicción con el dogma de la eficacia de la gracia divina, ni con el pensamiento de san Agustín o santo Tomás, sino que, por el contrario, concuerda plenamente con ellos; y, en segundo lugar, publicando dos documentos autógrafos de Paulo V, que demostrarían que este último habría decidido no condenar la Concordia de Molina, porque, según el propio Papa escribe, «los jesuitas se diferencian de los pelagianos en que éstos ponen en nosotros el comienzo de la salvación y aquéllos sostienen todo lo contrario»{22}. Schneemann dedica buena parte de su obra a demostrar lo primero, ofreciendo en varios capítulos y en el apéndice final abundantes pasajes de las obras de san Agustín, santo Tomás y otros doctores y maestros escolásticos, con la finalidad de mostrar que la doctrina molinista de la libertad no contradice el pensamiento de estos teólogos, a diferencia del tomismo. Pero aquí debemos explicar qué entiende Schneemann por «tomismo». Cada vez que el jesuita mienta el «tomismo», no quiere dar a entender la doctrina de santo Tomás, sino la interpretación especial y, según Schneemann, errónea, que el dominico Domingo Báñez haría de ella. En consecuencia, el término «tomismo», cada vez que Schneemann lo utiliza, bien podría sustituirse por este otro: «bañecianismo». Por tanto, el propio título de la obra de Schneemann podría haber rezado de la siguiente manera, Origen y desarrollo de la controversia entre el bañecianismo y el molinismo. De este modo, la controversia entre el tomismo y el molinismo no es una disputa entre santo Tomás y Molina, puesto que, según Schneemann, en este caso no sería difícil decidir a quién dar la razón, sino una polémica entre los discípulos de santo Tomás que siguen la particular interpretación bañeciana de la doctrina del Aquinate y los jesuitas defensores del molinismo.

Pero ¿cuál fue el objeto de esta controversia? ¿Qué se discutía en la polémica de auxiliis? Según Schneemann, la cuestión a la que se intentaba dar respuesta es la siguiente: ¿cómo se puede conciliar la infalibilidad de la gracia eficaz con la falibilidad natural del libre arbitrio?{23} Mientras que los jesuitas recurren a la ciencia media, es decir, la ciencia divina de los futuros libres y condicionados, los bañecianos hablan de una predeterminación física por la que Dios movería al hombre a realizar unos actos que ya habrían sido determinados por la voluntad divina con anterioridad a toda previsión de los mismos por parte de Dios. A diferencia de los bañecianos, que en su explicación de las acciones libres del hombre parten del obrar divino, para dar cuenta de esas acciones Molina comienza por lo más conocido a nosotros, que es nuestro propio modo de obrar; así ofrece la siguiente definición de la libertad humana: obra libremente aquel que, puestas todas las condiciones para actuar, puede igualmente actuar que no actuar, así como hacer una cosa o la contraria; y en esto el agente libre se diferencia del agente natural, que actúa por naturaleza, es decir, no tiene potencia para actuar o no actuar, sino que, una vez dadas todas las condiciones para actuar, actúa necesariamente, sin que pueda omitir su acción o hacer lo contrario. Ahora bien, según Molina, sin la gracia sobrenatural, el hombre no puede realizar ninguna acción dirigida al fin sobrenatural establecido por Dios. En este punto, según Schneemann{24}, Molina se diferencia de pelagianos y semipelagianos, porque niega toda proporción entre las obras naturales y la obtención de la gracia. Así pues, con el concurso general divino el hombre sólo puede realizar acciones de orden natural, no conducentes hacia el fin sobrenatural. Por ello, en virtud de los méritos de Cristo, Dios habría decidido conceder su gracia al hombre, sin denegar nunca su gracia previniente a todo aquel que hace lo que está en él para obrar con rectitud; esta gracia hace que la voluntad pueda actuar y le estimula a ello, pero dejando al hombre completa libertad para cooperar o resistirse a ella; así puede suceder, según Molina, que habiendo recibido dos hombres una gracia previniente exactamente igual, uno de ellos decida cooperar con ella y el otro se niegue a hacerlo. Pero Dios ya conoce esto con anterioridad, porque en virtud de su ciencia divina de las acciones libres condicionadas –es decir, de la ciencia media, que se encuentra en un término medio entre el conocimiento de las cosas posibles, o ciencia de simple inteligencia, y la ciencia de las cosas que realmente van a acontecer en un momento determinado del tiempo, también llamada ciencia de visión—, Dios ya sabe lo que un hombre haría en unas circunstancias determinadas. Así, Molina explica la predestinación de la siguiente manera: conociendo por ciencia de simple inteligencia todos los órdenes, circunstancias y hombres posibles y, por ciencia media, todo lo que cada uno de ellos haría en cualquiera de los innumerables órdenes de cosas en que la voluntad divina podría ponerlo, Dios decide poner a un hombre en un orden determinado de circunstancias y con unas gracias determinadas, con las que este hombre cooperará y alcanzará la felicidad, tal como Dios ha previsto. Por consiguiente, la predestinación presupone la ciencia media, del mismo modo que ésta presupone que el libre arbitrio, dadas unas circunstancias determinadas, actuará de un modo y no de otro; y aunque Dios no esté determinado por lo que prevé, sin embargo, lo tiene en cuenta. Por tanto, Dios proyecta y predefine todas las buenas obras, pero no así los pecados, que sólo son permitidos por Él.

En su exposición de la doctrina molinista de la libertad, Schneemann intenta demostrar en todo momento que esta doctrina no se aparta del pensamiento de santo Tomás{25}, porque aunque, según Molina, Dios y el hombre actúen como concausas en la acción de este último –no siendo el concurso divino un influjo sobre la causa, sino un influjo inmediato sobre el acto, además de ser un concurso indiferente, porque no tiene lugar, si el hombre no obra—, sin embargo, no actúan como concausas en un mismo orden; pues si bien el acto procede en su totalidad del concurso divino y también en su totalidad del concurso humano, no obstante, Dios actúa como causa principal y el hombre como causa subordinada. De este modo, Molina niega con santo Tomás que Dios y el hombre obren en un mismo orden.

En su intento de demostrar que la doctrina molinista de la libertad no contradice a los Padres de la Iglesia, Schneemann trata de salvar a Molina de la acusación –que los bañecianos dirigían contra él– de apartarse del pensamiento de san Agustín y de negarlo completamente, sosteniendo que el santo de Tagaste, en su lucha contra los pelagianos, nunca se habría ocupado de la verdadera cuestión que se estaba discutiendo en la polémica de auxiliis –a saber, de dónde procede la infalibilidad de la gracia eficaz y cómo se puede conciliar esta infalibilidad con la falibilidad del libre arbitrio{26}– y que, por consiguiente, Molina no podía alejarse del pensamiento de san Agustín, porque este último no se habría ocupado de la verdadera cuestión que se estaba debatiendo. Pero al mismo tiempo Schneemannn también trata de justificar que Molina pudiese haberse apartado del pensamiento agustiniano, señalando que el obispo de Hipona, siendo el «pensador» más grande que habría existido, sin embargo, resultaría en bastantes ocasiones difícil de entender por la propia profundidad de su pensamiento y por expresarse con frecuencia de manera asaz oscura; Schneemann añade incluso que, en el «ardor de su combate» contra los pelagianos, a san Agustín le habría impulsado su «fantasía ardiente de africano»{27}, lo que podría haber nublado su razón. De este modo, a pesar de que Schneemann pretende negar que Molina se aparte de la doctrina de san Agustín, como al mismo tiempo con sus argumentos da a entender que el santo de Tagaste no poseería una autoridad doctrinal infalible, con esto parece justificar que en ocasiones Molina tuviese que contradecir a san Agustín, siendo esto precisamente lo que Schneemann intenta negar. Así pues, en su afán de defender a Molina de la acusación que los bañecianos dirigían contra él, Schneemann no tiene ningún reparo en afirmar una cosa y la contraria de la siguiente manera: Molina no se aparta de san Agustín, pero como este último es un pensador demasiado oscuro y casi insondable en su profundidad, resulta comprensible que en ocasiones Molina tuviese que alejarse de él. En consecuencia, si bien la finalidad que Schneemann persigue con su obra es demostrar que Paulo V habría decidido no condenar la Concordia de Molina por razones de tipo puramente doctrinal –entre otras, que Molina no contradiría el pensamiento de san Agustín—, sin embargo, con su modo de argumentar no hace más que confirmar lo que ya Serry sostuviese, a saber: la no condena del molinismo por parte de Paulo V no se habría debido a la ortodoxia de la doctrina del jesuita, sino a «otras» razones. De todos modos, a pesar de sostener que san Agustín no es un pensador «infalible»{28}, Schneemann intenta demostrar que entre las doctrinas de Molina y san Agustín no habría contradicción. Pues al igual que Molina, san Agustín también afirma que, siendo dos hombres afectados en cuerpo y alma por un mismo objeto, en virtud de su libertad uno de ellos consentirá y el otro no; y esta decisión de la voluntad del hombre es una condición de la previsión de ese acto por parte de Dios; en consecuencia, según san Agustín, el hombre no peca porque Dios haya previsto sus pecados futuros, sino que Dios los prevé porque el hombre pecará libremente en algún momento{29}. El hombre se debate, en virtud de su libre arbitrio, entre el bien sobrenatural y el pecado y libremente puede dirigirse hacia uno u otro, porque escuchar la llamada de Dios depende completamente de su voluntad. Pero al mismo tiempo Dios puede dirigir la voluntad del hombre hacia donde quiera, porque posee un tesoro de innumerables gracias de toda clase, entre las que se encuentra la gracia eficaz, por la que Dios llama a la voluntad de tal modo que ésta no rechace su llamada; y esta sería la misma doctrina que defiende la Compañía de Jesús{30}, según Schneemann, que en su intento de conciliar la doctrina agustiniana con la molinista, añade que la gracia eficaz de san Agustín es una gracia excitante que impulsa a la voluntad hacia el bien por el propio deleite que infunde en ella; asimismo, esta gracia ilumina el entendimiento, de tal modo que Dios puede atraer a la voluntad pero sin ejercer violencia sobre ella; por tanto, concluye Schneemann, la definición de la gracia eficaz como una vocación que, tal como Dios ya ha presabido, atrae a la voluntad de tal modo que ésta no la rechace, sería la misma que la definición defendida por los jesuitas. Aquí Schneemann concluye su argumentación completando la doctrina agustiniana con el concepto de ciencia media, de la siguiente manera: si Dios atrae de modo eficaz con su gracia excitante, infundiendo en la voluntad un deleite especial hacia el bien, pero al mismo tiempo puede suceder que, en virtud de su libre arbitrio, el hombre decida no hacer aquello que le deleita en grado máximo, entonces la infalibilidad de la gracia divina sólo puede deberse a que Dios ya sabe, por ciencia media, si esa gracia finalmente será rechazada o no. Así pues, según Schneemann, Molina no se apartaría del pensamiento de san Agustín, porque la coherencia de la doctrina de este último requeriría completar su sistema con el propio concepto molinista de ciencia media{31}. Pues san Agustín sostiene que sin presciencia no puede haber predestinación, que sería la «previsión y preparación de las buenas obras por las que todos los que se salvan, lo hacen de la manera más segura»{32}; por consiguiente, la previsión es necesaria para la predestinación y preparación de las gracias eficaces y, sólo por ella, la predestinación y las gracias poseerán certeza e infalibilidad. Pero el pensamiento agustiniano de la gracia y la predestinación debe entenderse siempre dentro del marco de la polémica que san Agustín mantuvo con los pelagianos. Frente a la distinción que Pelagio establecía entre la potencia que el hombre posee por naturaleza y el querer en virtud de su libre arbitrio, según la cual dicha potencia podía concebirse como un regalo de Dios igual que la naturaleza, pero no así el querer, porque la voluntad puede querer tanto el bien como el mal, san Agustín argumentaba que también el querer es un regalo de Dios a través de su gracia, porque sin esta última el hombre no podría querer nada conducente a su salvación, incluido el comienzo de la fe; pero de esta manera san Agustín sólo defiende la necesidad de la gracia previniente para todo acto de la voluntad dirigido a alcanzar la salvación y esto –subraya Schneemann– sería justamente lo mismo que sostienen los jesuitas, incluido Molina. Exclusivamente por su misericordia y con anterioridad a todo mérito humano, Dios concede su gracia previniente a un hombre, tras prever que este último cooperará con su gracia; pero también el réprobo podría haber cooperado con su gracia, si así lo hubiese querido, de modo que habría obtenido la gracia eficaz. Por consiguiente, según Schneemann, Molina no se aparta de san Agustín, porque de la misma manera que el primero explica la acción del hombre a partir de dos concausas, divina y humana –siendo cada una de ellas total dentro de su orden respectivo, a saber, divino y humano, estando el último subordinado al anterior—, también san Agustín, cuando afirma que con una misma gracia previniente un hombre puede cooperar y otro no, explica este modo distinto de obrar a partir del libre arbitrio como causa parcial por la que uno decide cooperar con la gracia y el otro no; ahora bien, el primero no lo hace en virtud exclusivamente de sus fuerzas naturales, sino apoyado y elevado por la gracia, que sería la otra causa parcial de la obra salvífica. La propia perseverancia final concedida a los predestinados gracias a la misericordia divina a la que Cristo redentor nos hizo merecedores, que supone no sólo la posibilidad de perseverar hasta el final en la justicia, sino la perseverancia efectiva, no excluye la participación del libre arbitrio en la realización del acto de perseverancia final, porque sería un don que Cristo habría ganado para el hombre sólo bajo la condición de que éste coopere con las gracias individuales que forman parte de ese don. Por consiguiente, en la misma medida en que san Agustín no considera superfluo, sino necesario, el libre arbitrio en el acto de salvación, Molina tampoco se habría apartado del pensamiento agustiniano, porque el jesuita también sostendría lo mismo. De este modo, por todas las razones mencionadas, Schneemann cree poder concluir que la doctrina de la libertad tal como Luis de Molina la expone en su Concordia, no contradiría en absoluto el pensamiento de san Agustín y, en consecuencia, así habría sido reconocido en la última y decisiva reunión de las Congregaciones de auxiliis, en la que Paulo V habría decidido no condenar el molinismo.

Pero, según Schneemann, la doctrina molinista no sólo no sería contraria al pensamiento de san Agustín, sino tampoco a la teología de santo Tomás, a pesar de todas las acusaciones, censuras y reproches que los «tomistas», es decir, Báñez y sus discípulos, habrían dirigido contra ella. Schneemann comienza preguntándose si acaso santo Tomás trató expresamente la verdadera cuestión que se estaba discutiendo en la polémica de auxiliis y si realmente expuso y defendió la predeterminación física bañeciana{33}. Sobre este segundo punto, Schneemann cree poder afirmar que santo Tomás no habría defendido la predeterminación física, porque incluso el Maestro General de los dominicos, el P. Turco, en el Capítulo General de la Orden celebrado en Valencia en 1647, se habría manifestado contrario a la misma, declarando además que no había ningún texto de santo Tomás que demostrase claramente la tesis de la predeterminación física. Así pues, ¿cómo podía acusarse a los jesuitas de no reconocer como doctrina de santo Tomás una tesis que tampoco los propios dominicos admitían como tal?

Según Schneemann, santo Tomás no sólo no sostendría la tesis de la predeterminación física de los «tomistas», es decir, los bañecianos, sino que se mostraría mucho más de acuerdo con la doctrina de los jesuitas. Pues mientras que los bañecianos utilizan la expresión «predeterminación física» para designar el influjo divino sobre la voluntad humana, santo Tomás nunca la utiliza y sólo recurre a la palabra «determinar» para referirse al influjo divino sobre la naturaleza o también al influjo sobre la voluntad humana por el que Dios infunde al hombre una inclinación necesaria y natural hacia el bien en general{34}. Según Schneemann, cuando santo Tomás quiere explicar de qué modo inclina Dios a la voluntad hacia sus actos libres, utiliza otros términos, como «mover», «hacer», «obrar» o «aplicar». Pues santo Tomás sostiene que Dios, como un motor universal, mueve hacia el objeto universal de la voluntad, que es el bien; y el hombre no puede querer nada sin esa moción universal, siendo el hombre quien se determina en virtud de su voluntad, previo juicio de la razón, a querer una cosa u otra; pero además, por medio de su gracia, Dios mueve a la voluntad a realizar un acto determinado conducente a la salvación, pero sin arrebatarle su indiferencia natural, de modo que la voluntad, haciendo uso o no de la gracia, puede determinarse a seguir u oponerse al movimiento divino. Así, santo Tomás pone la libertad en la no determinación de la voluntad; pues sólo actúa con libertad quien se determina a sí mismo{35}. Schneemann añade que, en el mismo pasaje en que santo Tomás habla de la relación entre el obrar divino y el obrar libre del hombre, el Aquinate no atribuye la determinación del acto a Dios, sino al hombre, porque para que haya libertad es indispensable una autodeterminación. De aquí Schneemann concluye que el sistema de Molina no se opone a la doctrina de santo Tomás, sino que, por el contrario, es más deudora de ella que la tesis «tomista» de la predeterminación física.

Por otra parte –añade Schneemann– santo Tomás rechaza completamente la distinción habitual a la que los bañecianos recurren para explicar la libertad de arbitrio –a saber, «sentido compuesto» y «sentido dividido»—, según la cual la voluntad es libre porque, en sentido dividido, tiene la capacidad de no actuar, aunque en sentido compuesto, es decir, una vez recibida la moción divina, es imposible que no actúe; pues el Aquinate sostiene que Dios mueve la voluntad sin determinarla completamente de necesidad{36}, porque, de otro modo, no podría ser contingente y no necesario el acto de la voluntad; por consiguiente, esta contingencia –entendida como la posibilidad de que la voluntad no realice el acto al que Dios la mueve– es esencial para la libertad. De este modo, según Schneemann, santo Tomás se opone a la predeterminación física, porque un acto es contingente si puede suceder que no se produzca, pero la predeterminación física bañeciana, por la propia naturaleza de su moción y de manera independiente de toda presciencia divina, siempre hace que el acto tenga lugar, siendo esto contrario a la esencia de la libertad, que santo Tomás pone en la contingencia del acto de la voluntad.

Schneemann también reproduce el pasaje de la Summa Theologiae en el que santo Tomás sostiene que la voluntad eficacísima divina hace que no sólo acontezca lo que Dios quiere, sino como Dios quiere; y como ha querido que algunas cosas acontezcan de manera necesaria y otras de manera contingente, en consecuencia, para algunos efectos ha establecido causas necesarias –que no pueden no darse—, a partir de las cuales los efectos se producen de manera necesaria, y para otros efectos ha dispuesto causas contingentes y defectibles, a partir de las cuales los efectos se producen de manera contingente{37}. Por consiguiente, Dios sería la causa de la contingencia de los efectos, por haber decidido aplicar causas próximas defectibles a la producción de los efectos contingentes; así pues, como el propio acto conducente a la salvación es un acto contingente cuyas causas deben ser, por tanto, contingentes, y la gracia eficaz estaría incluida en ellas, en consecuencia, sólo la defectibilidad de esta gracia puede preservar la contingencia del acto de la voluntad, que es esencial para que pueda haber libertad. Schneemann señala que esta sería también la doctrina de los jesuitas y, por consiguiente, la doctrina molinista de la libertad no se apartaría de la teología de santo Tomás, sino que sería completamente conforme a sus principios. A continuación vamos a presentar el pasaje del De veritate de santo Tomás, en el que Schneemann cree ver claramente la afinidad entre la doctrina del Aquinate y la concordia molinista entre la infalibilidad de la gracia y predestinación divinas y la libertad de la voluntad humana:

Un orden puede ser composible con respecto de algo de dos maneras. Primera: cuando una causa singular produce su efecto en virtud del orden de la providencia divina. Segunda: cuando, en virtud del concurso de muchas causas contingentes y defectibles, se produce un efecto; para la consecución de este efecto, Dios ordena cada una de esas causas de tal manera que, si una de ellas falta, otra la sustituya […] Pues el libre arbitrio puede no alcanzar la salvación, pero para aquel a quien Dios predestina, Él le prepara tantas ayudas que no caerá o, si llega a caer, se levantará; se trata de ayudas como la protección de las oraciones, el don de la gracia y otras semejantes, con las que Dios ayuda al hombre a alcanzar la salvación. Por tanto, si consideramos la salvación con relación a la causa próxima, esto es, el libre arbitrio, entonces no posee seguridad, sino contingencia; pero con relación a la causa primera, que es la predestinación, posee seguridad{38}.

Según Schneemann, este pasaje demostraría la gran afinidad existente entre las doctrinas de santo Tomás y de Molina en la manera de conciliar la infalibilidad de la gracia y la predestinación divinas con la libertad humana. Pues del mismo modo que santo Tomás atribuye la infalibilidad de la predestinación al gran número de gracias que, aun siendo falibles por naturaleza, sin embargo, serían tan abundantes que la eficacia de una supliría la ineficacia de otra, de tal modo que finalmente el hombre perseveraría en la justicia y alcanzaría la salvación, así también –añade Schneemann– Molina atribuye la infalibilidad de la predestinación y de la gracia eficaz a la providencia divina y a la gran cantidad de gracias que Dios posee, porque, siendo tan numerosas, con toda seguridad alguna de esas gracias conseguirá que la voluntad coopere con ella y, de este modo, se convertirá en eficaz, siempre que Dios se la conceda al hombre. Pero santo Tomás no habla en ningún lugar de una ciencia media; no obstante lo cual, de modo semejante a como hace con la doctrina de san Agustín, Schneemann no tiene ningún empacho en endosarle la ciencia media también a santo Tomás, de la siguiente manera: sería absurdo pensar que Dios procede con las gracias por ensayo y error hasta dar con la que será eficaz para el predestinado; por el contrario, antes de preparar sus gracias, Dios ya sabe cuál es aquella con la que el predestinado cooperará para alcanzar la salvación; ahora bien, Dios no puede saber esto por ciencia de visión, que es posterior al decreto de la gracia, ni por ciencia de simple inteligencia, ya que con ésta Dios conoce absolutamente todas las posibilidades de éxito y fracaso de las gracias, pero no sabe con exactitud cuál de ellas será la realmente exitosa; por tanto, concluye Schneemann, la coherencia doctrinal del sistema de santo Tomás sólo puede salvarse, si éste se completa con la ciencia media, es decir, la previsión de los futuros condicionados, por la que Dios sabe qué gracia será realmente eficaz y, por consiguiente, cuál es la gracia que debe conceder al hombre, para que este último alcance la salvación de manera infalible. Schneemann finaliza su demostración sobre la afinidad entre el sistema molinista de la libertad y la teología de santo Tomás, sosteniendo que Molina se acercaría mucho más al verdadero pensamiento del Aquinate que los «tomistas» o bañecianos, porque ni un solo pasaje de las obras de santo Tomás demostraría de manera incontrovertible la tesis bañeciana sobre la conexión interna y necesaria entre la predeterminación o premoción divina y el acto libre de la voluntad. En consecuencia, según Schneemann, habría sido completamente injustificable que el molinismo hubiese sido condenado sobre la base de su supuesto antitomismo, como a la postre demostraría la «no condena» de la Concordia por Paulo V.

Seguidamente Schneemann pasa a ocuparse de quien, en su opinión, sería el máximo responsable de la difusión de la idea de que la Compañía de Jesús era contraria al pensamiento de santo Tomás sobre la gracia y que se acercaba más al semipelagianismo, a saber, Domingo Báñez, en palabras de Schneemann, «uno de los más grandes teólogos de la Orden de los dominicos en el siglo XVI», que desempeñó la cátedra de prima de teología de la Universidad de Salamanca entre 1580 y 1604. Schneemann lo presenta como un teólogo realmente notable, de gran constancia, energía y fortaleza de carácter. Su autoridad y prestigio en la Universidad de Salamanca eran tales que todos seguían su parecer sin reservas. Ese poder de subyugación que poseía la figura de Báñez, queda bien patente en las palabras que una embelesada santa Teresa refiere acerca de quien fuera su confesor:

No hay que seguir extrañándose de que el amor de Dios pueda todo, porque el amor del P. Domingo posee tanta fuerza que todo lo que a él le parece bien, también a mí me lo parece; lo que él quiere, también yo lo quiero; y no sé lo que aún ha de resultar de este hechizo{39}.

Esa misma irresistibilidad que la santa abulense encuentra en el «amor del P. Domingo» –por el que «todo lo que a él le parece bien», también a ella se lo parece—, Báñez se la atribuirá a la omnipotencia divina. De hecho, como señala Schneemann, «la piedra angular de su sistema es su idea acerca de la energía sin miramientos de Dios»{40}, que se extendería a todo, incluida la acción libre del hombre. Pues toda criatura necesita que Dios la determine a obrar de manera eficaz, porque lo contrario –es decir, la determinación, modificación o impedimento del influjo divino por parte de la criatura– supondría la mayor de las imperfecciones y en Dios no puede haber imperfección. Por tanto, «Dios determina sin que nada lo determine a Él»{41}. Del mismo modo, nada externo a Dios puede determinar su conocimiento; por tanto, Dios sólo conoce los actos libres del hombre en la propia decisión de su voluntad divina de determinarlos. Y esta determinación se extiende tanto a los actos buenos como a los pecaminosos; pero Dios sólo es causa directa del pecado considerado como actividad, porque, en cuanto acto culposo, Dios sólo actúa de manera permisiva, de tal modo que, en la medida en que el concepto de pecado incluye la culpa, no puede considerarse a Dios sin más causa del pecado{42}. Báñez fue el mayor crítico con la doctrina molinista; así, rechazaba el parecer según el cual, habiendo recibido dos hombres un auxilio igual de la gracia divina, uno de ellos se convierte y el otro no; esto sería completamente falaz, porque, en tal caso, el hombre, en virtud de su libre arbitrio, estaría modificando la ayuda divina y determinándola a obrar en mayor o menor medida, y así se estaría cayendo de nuevo en el error de los semipelagianos. Frente a esto, Báñez atribuye la infalibilidad de la gracia eficaz a la irresistibilidad de la omnipotencia divina, de tal modo que no se pueden poner en un mismo plano, como si fuesen dos causas parciales del mismo acto de justificación, la actividad del hombre como causa material y la actividad de Dios como causa eficiente –tal como hace Molina—, sino que, según Báñez, Dios es la única causa tanto de la justificación como del consentimiento que el hombre ofrece a la gracia; por tanto, el acto de la justificación no procede del libre arbitrio del hombre, sino que es un acto de origen divino. Pero entonces ¿cómo puede el hombre conservar su libertad? Báñez recurre a la distinción ya mencionada entre «sentido compuesto» y «sentido dividido»; pues, en sentido dividido, la ausencia de la gracia eficaz hace imposible que se actualice la potencia para realizar el acto de la justificación por parte del libre arbitrio del hombre, pero esta potencia hace que el hombre sea culpable por no hacer lo que libremente podría hacer y que, de hecho, nunca hará sin la gracia eficaz; y, en sentido compuesto, la concesión de la gracia eficaz hace imposible que el hombre actualice su potencia para omitir el acto de la justificación, pero el hecho de que, a pesar de recibir la gracia eficaz, el hombre no pierda la potencia para disentir de ella, hace que aquél realice con libertad el acto al que la gracia eficaz lo mueve; por tanto, la distinción entre «sentido compuesto» y «sentido dividido» permitiría, según Báñez, conciliar la predeterminación divina con la potencia del hombre para no actuar –aunque no con la omisión real del acto– y, por la existencia de esa potencia, podría decirse que el hombre actúa libremente cuando obra. Pues Dios no sólo quiere que el hombre realice el acto, sino que lo haga con libertad; y, por esta razón, Dios obra suavemente, sin dañar una libertad que, según Báñez, tendría su raíz en la indiferencia de la razón o en el juicio que la razón se forma acerca de la indiferencia del objeto de un acto dirigido a un fin querido por Dios para el hombre necesariamente; siempre que exista esa indiferencia de la razón, la voluntad realizará libremente su acto. Y, a pesar de la determinación del acto por parte de Dios, mientras el hombre mantenga su indiferencia de juicio, no perderá su libertad de arbitrio.

En su exposición del sistema bañeciano de la gracia y la libertad, Schneemann se centra especialmente en su doctrina de la reprobación, para poner de manifiesto su dureza. Pues del mismo modo que la predestinación supone una elección de algunos hombres por parte de Dios para que alcancen la salvación, también cuando Dios reprueba, elige a otros hombres, pero con vistas a su condenación eterna, permitiendo que caigan en pecado, es decir, negándoles la gracia eficaz, necesaria para alcanzar la vida eterna. La razón de esta doble elección por parte de Dios sería manifestar en los predestinados su misericordia y en los réprobos su justicia punitiva. Además, esta decisión divina de determinar a los predestinados al bien y de permitir que los réprobos se condenen, sería anterior a toda previsión de los méritos humanos; por tanto, Dios conoce todos los actos, incluidos los pecaminosos, en los decretos de su voluntad de determinar o no al hombre. Según Schneemann, el sistema bañeciano es excesivamente indigno para con la bondad y clemencia divinas, pero sobre todo supone una intepretación completamente errónea de la teología de santo Tomás, a diferencia de la doctrina molinista, que sería intérprete fiel y continuadora del verdadero pensamiento del Aquinate. Una de las principales críticas que los jesuitas dirigieron en su momento contra el sistema de Báñez, y que Schneemann repite, es que la doctrina bañeciana suprime la libertad necesaria para que pueda atribuirse responsabilidad moral a los actos del hombre, porque, para que esto sea posible, no basta con que la voluntad humana posea la potencia para disentir de aquello hacia lo que Dios la impulsa, sino que realmente tendría que poder actualizar esa potencia; sólo de este modo el hombre sería verdaderamente libre y, por tanto, sujeto de atribución de responsabilidad moral. Asimismo, los jesuitas también rechazan la tesis bañeciana de que Dios sólo conocería las acciones libres en la propia decisión de su voluntad de determinar al hombre a obrar, siendo esta decisión, según Báñez, la razón por la que esas acciones poseerían una verdad infalible y cognoscible desde la eternidad, de modo que la causa de esas acciones futuras estaría en la decisión de la voluntad de Dios, siendo el conocimiento divino dependiente de ella y siendo, en consecuencia, verdadera la siguiente proposición: algo va a acontecer, porque Dios lo conoce. Frente a esta tesis, los jesuitas aplicarán el principio opuesto, ya sostenido por san Agustín, de que los actos libres no tienen lugar porque Dios los haya previsto, sino que, por el contrario, Dios los ha previsto porque tendrán lugar en algún momento del tiempo; ahora bien, con esto no se quiere decir que los actos del hombre sean la causa de la previsión divina, sino tan sólo que la verdad de estos actos es la condición de la presciencia divina; y esta presciencia divina sería la ciencia media, a través de la cual Dios conocería las acciones libres y condicionadas del hombre. Como ya hemos señalado anteriormente, Schneemann considera necesario recurrir a la ciencia media para una cabal comprensión y como consecuencia lógica tanto del pensamiento agustiniano como de la teología de santo Tomás en materia de gracia y libertad. En la medida en que el concepto de ciencia media es completamente contradictorio con el sistema bañeciano y, sin embargo, sería, según Schneemann, el complemento necesario de las doctrinas de san Agustín y santo Tomás, nuestro autor no dudará en presentar a Molina como deudor y verdadero continuador del pensamiento teológico tradicional de los Padres de la Iglesia, en especial san Agustín, y de la sistematización del mismo por parte de santo Tomás; por el contrario, el «tomismo» o bañecianismo sería en realidad una desviación de la verdadera doctrina de estos Doctores de la Iglesia. Por consiguiente, la denuncia elevada por los bañecianos, con el propio Báñez a la cabeza, contra la Concordia de Molina, carecería de todo fundamento doctrinal y, según Schneemann, esta sería la razón por la que, finalmente, Paulo V habría decidido no condenarla. El gran hallazgo del P. Schneemann –a saber, las notas autógrafas de Paulo V sobre la última y decisiva reunión de las Congregaciones de auxiliis, celebrada el 28 de agosto de 1607, con todos los votos de los cardenales consignados en ellas—no haría sino reafirmarle completamente en su «temprana convicción»{43} de que la no condena del molinismo no se habría debido a las «ocultas razones» de las que habla Serry, sino a razones de tipo puramente dogmático y doctrinal. Así dirá Schneemann que «nuestros adversarios obran de manera muy injusta, cuando recurren a motivos políticos para explicar el modo de actuar del Papa. La acusación de que, en esta cuestión profundamente dogmática, la Santa Sede sólo habría actuado en función de motivaciones políticas, carece completamente de fundamento»{44}; en consecuencia, añade Schneemann, «no hay que buscar razones políticas para explicar que el Papa no mostrase la más mínima intención de promulgar un fallo dogmático»{45}. Según el jesuita, la única razón por la que Paulo V no habría querido condenar a Molina estaría expuesta bien claramente en sus notas autógrafas, tan ponderadas por el P. Théodore de Régnon, porque «resuelven de manera definitiva el debate histórico» y «revelan de manera auténtica el espíritu y la intención con que el Pontífice puso fin al gran proceso entre las dos Órdenes religiosas»{46}; a saber, Paulo V no condenó el molinismo, porque no merecía ser condenado por razones dogmáticas y doctrinales; pues, para utilizar las palabras del Papa, del mismo modo que «la opinión de los dominicos difiere mucho de la calvinista», también «los jesuitas se diferencian de los pelagianos». Por consiguiente, esas notas autógrafas demostrarían la verdad de todo lo sostenido por Schneemann en su obra, «que es, en esencia, una apología»{47}, que tendría por finalidad mostrar que «las duras acusaciones contra nuestra doctrina […] carecen de toda legitimidad»{48}. Y la gran prueba que lo demostraría, sería el manuscrito autógrafo con las palabras del propio Paulo V, que son del siguiente tenor:

… en la gracia del Señor, el Concilio definió que es «necesario que Dios mueva el libre arbitrio»; la dificultad es la siguiente: «¿lo mueve de manera física o moral?»; y aunque sería deseable que en la Iglesia no hubiese esta controversia, porque de las controversias a menudo se siguen errores y, por esta razón, es bueno definirlas completamente, sin embargo, no nos parece que esto sea ahora necesario, porque la opinión de los dominicos difiere mucho de la calvinista ─pues los dominicos dicen que «la gracia no destruye el libre arbitrio, sino que lo perfecciona» y hace que «el hombre actúe a su manera, es decir, libremente»─ y [porque] los jesuitas se diferencian de los pelagianos en que éstos ponen en nosotros el comienzo de la salvación y aquéllos sostienen todo lo contrario. Así pues, como no hay una necesidad estricta de proceder a una definición, se podría aplazar el asunto, para que el tiempo sea nuestro consejero. Con relación a la propuesta de promulgar una constitución en la que se definan las proposiciones que no son objeto de controversia, no nos parece buena, porque no es necesario y ofrecería a los herejes ocasión de cavilar, y si las proposiciones fuesen malas, entonces la Inquisición podría proceder contra los defensores de algunas de ellas.

En consecuencia, se podría reflexionar con mayor detenimiento sobre esta cuestión de las proposiciones, así como también hablar de este asunto con universidades y otros teólogos.

Que los consultores regresen a sus casas y los secretarios se queden […] que nadie diga nada sobre los discursos y resoluciones de la Congregación, sino tan sólo que ya comunicaremos más adelante nuestra resolución; que censores y disputadores se marchen; que los censores &c. tampoco hablen con los consultores{49}.

2.3. Cronología de las Congregaciones de auxiliis

Antes de pasar a exponer algunos hechos relevantes que demostrarían que la decisión final de Paulo V de no condenar el molinismo no se compadece muy bien con lo acaecido en las Congregaciones de auxiliis, en este punto vamos a ofrecer una cronología de las mismas, porque las propias fechas en que se desarrollaron las Congregaciones, especialmente sus últimas sesiones, son muy elocuentes, ya que nos permiten situarlas en un momento del tiempo muy complicado para la Compañía de Jesús, como fueron los años 1606 y 1607, en que, al mismo tiempo que parecía inevitable e inminente la condena del molinismo –en cuya defensa se había comprometido toda la Orden, con su Prepósito General Claudio Aquaviva y el cardenal Belarmino al frente—, la Compañía de Jesús también debía sufrir «en sus propias carnes» las consecuencias –en forma de expulsión del territorio veneciano– por haber obedecido fielmente las órdenes recibidas del Papa, a raíz del conflicto jurisdiccional que mantenía enfrentados a los Estados Pontificios con la República de Venecia y que condujo a Paulo V a fulminar un interdicto sobre la Serenísima República. Más adelante veremos de qué modo pudo influir la suerte que la Compañía corrió en Venecia sobre el desenlace de las Congregaciones y demostraremos que, más allá de una simple coincidencia temporal, con toda probabilidad también hubo una relación de tipo causal entre los sucesos venecianos y la decisión final de Paulo V de no condenar el molinismo. Pero repasemos antes la cronología de las Congregaciones de auxiliis, porque en todo este asunto la cuestión de las fechas no es un tema menor.

Todavía no había aparecido la Concordia de Molina, cuando a oídos de Domingo Báñez llegó la noticia de que en Portugal el jesuita Luis de Molina pretendía publicar una obra que contenía los mismos errores que ya habían sido defendidos por Prudencio de Montemayor, S. I., en Salamanca en 1582 y que ya habían sido condenados por la Inquisición española. Báñez elevó ante el Inquisidor General de España y arzobispo de Toledo, Gaspar de Quiroga, distintas acusaciones contra Molina, sobre todo la de renovar la herejía pelagiana y sostener tesis ya condenadas por la Inquisición española, pidiendo que se prohibiese la publicación de la obra. Esto dificultó la aparición de la Concordia y, a pesar de haber sido aprobada por la Inquisición portuguesa –tras el examen del dominico Bartolomé Ferreira—, el cardenal inquisidor Alberto, archiduque de Austria, a quien estaba dirigido el libro, todavía pidió a Molina que escribiese una refutación de todas las acusaciones, que se añadió a la Concordia en forma de «Apéndice», tras lo cual el cardenal Alberto autorizó su publicación, a pesar de que la Inquisición española había pedido que se prohibiese. Previamente Molina se había dirigido a los Consejos Reales de Castilla y Aragón, que tras conocer la aprobación de la obra por parte de la Inquisición portuguesa, también otorgaron su permiso para la difusión de la Concordia en España. De este modo, la Concordia del libre arbitrio con los dones de la gracia y con la presciencia, providencia, predestinación y reprobación divinas, que ya había sido impresa en Lisboa en 1588, por fin pudo recibir la licencia definitiva en abril de 1589.

Tras unas disputas mantenidas por dominicos y jesuitas en Valladolid en la primavera de 1594, que dieron mucho que hablar por los improperios vertidos y su tono desabrido, el Inquisidor General y arzobispo de Toledo, Gaspar de Quiroga, temiendo que las escaramuzas iniciales deviniesen guerra abierta entre las dos Órdenes religiosas, escribió al papa Clemente VIII, informándole de todo lo acontecido. El Papa respondió al escrito del arzobispo con un breve dirigido a este último y a su nuncio en España, por el que se reservaba el fallo de la causa y ordenaba que las dos partes en litigio le remitiesen sus posturas de manera fundamentada; asimismo, mandó que las universidades, obispos y teólogos más doctos de España pusiesen por escrito sus pareceres sobre la doctrina y el libro de Molina; en total, se elaboraron diecinueve informes, que no llegaron a Roma hasta marzo de 1598.

En noviembre de 1597, Clemente VIII nombró una comisión de ocho consultores con la tarea de examinar la Concordia de Molina. Las sesiones de esta comisión comenzaron el 2 de enero de 1598 y, tras mantener once reuniones, el 13 de marzo los consultores expresaron su juicio, según el cual la Concordia debía prohibirse, porque contradecía la doctrina de san Agustín, santo Tomás y otros Padres, además de ser contraria a las Sagradas Escrituras y las resoluciones de los concilios. Pero todavía hubieron de examinar todos los documentos de jesuitas y dominicos, así como los dictámenes y pareceres que Clemente VIII había ordenado a universidades, obispos y teólogos españoles y que acababan de llegar a Roma desde España. Tras ocho meses de estudio y treinta reuniones, el 22 de noviembre los censores expresaron de nuevo un juicio negativo contra la Concordia. El secretario de la comisión, Gregorio Núñez Coronel, preparó la censura condenatoria del libro de Molina, que fue firmada por todos los consultores, a excepción de uno de ellos, el 12 de marzo de 1599. Esta fue la primera censura de las Congregaciones contra la Concordia de Molina.

Tras conocer el resultado desfavorable de la censura de los consultores, los jesuitas solicitaron del Papa permiso para poder conferenciar con los dominicos, a fin de determinar si sus doctrinas realmente diferían o si podía alcanzarse algún acuerdo en lo sustancial. Clemente VIII accedió a esta petición. Las conferencias, en las que cuatro jesuitas y cuatro dominicos debatieron en presencia de tres cardenales, comenzaron el 22 de febrero de 1599 y finalizaron el 20 de abril de 1600 con el fallecimiento del cardenal Madruzzo, que presidía las conferencias, sin que las partes pudiesen alcanzar ningún acuerdo.

Ante el fracaso de las conferencias entre jesuitas y dominicos, el Papa convocó de nuevo a los consultores, encargándoles que revisasen la censura preparada por Coronel –precisando las proposiciones censurables en la Concordia– y se la entregasen resumida y firmada por ellos. Las reuniones de los consultores se extendieron desde abril de 1600 a septiembre del mismo año. Se rechazaron como heréticas veinte proposiciones de la Concordia. El 12 de octubre, el Papa recibió la censura, firmada por todos los censores, a excepción de dos de ellos.

Los jesuitas en cinco días remitieron tres memoriales a Clemente VIII, quejándose de que la mayor parte de las proposiciones censuradas se atribuían falsamente a Molina. El Papa, accediendo una vez más a las peticiones de los jesuitas, mandó un nuevo examen de las veinte proposiciones. A las reuniones, además de los consultores, asistirían dos teólogos por ambas partes. A la primera sesión, celebrada el 23 de enero de 1601, también asistió el Papa, que ordenó que se investigase si realmente Molina sostenía tesis pelagianas. En estas congregaciones, los jesuitas estuvieron representados por Cristóbal de los Cobos y Pedro de Arrúbal; por parte dominicana debatieron Diego Álvarez y Tomás de Lemos. En treinta y siete sesiones, que se extendieron hasta el 31 de julio de 1601, se examinaron de nuevo las veinte proposiciones censuradas. Los consultores persistieron en su parecer y todos ellos, a excepción de dos, condenaron estas proposiciones como heréticas y pelagianas. El 5 de diciembre Clemente VIII recibió la nueva censura.

Los jesuitas instaron al Papa por todos los medios –cartas de recomendación, memoriales, apelación a un posible concilio general– a que sometiese todo el asunto a una nueva revisión, aduciendo sobre todo que los consultores carecerían de la preparación necesaria para juzgar una causa tan difícil. Clemente VIII cedió y ordenó que se realizase una nueva investigación, a la que él mismo asistiría como juez. Junto con él, estarían presentes los cardenales de la Inquisición. Se nombraron cuatro censores más. También asistirían los Generales de jesuitas y dominicos. Por los jesuitas, disputaron Gregorio de Valencia, Pedro de Arrúbal, Fernando de la Bastida y Juan de Salas; por los dominicos, Diego Álvarez en las primeras congregaciones y Tomás de Lemos en las últimas. En la primera congregación, celebrada el 20 de marzo de 1602, Clemente VIII tuvo palabras muy duras contra los jesuitas, acusándoles de querer introducir el pelagianismo en la Iglesia. Se celebraron sesenta y ocho sesiones, la última de ellas el 22 de enero de 1605. El Papa, a pesar de tener la firme intención de poner fin a la causa, no llegó a hacerlo, porque murió el 3 de marzo de 1605.

Tras el breve pontificado de León XI, Camilo Borghese fue elevado al solio pontificio, tomando el nombre de Paulo V. Éste decidió retomar las Congregaciones con la intención de no demorar mucho más tiempo el fallo de la causa. El 2 de septiembre de 1605, el nuevo Papa, que había asistido a todas las congregaciones anteriores, mandó llamar a los dos secretarios de la Congregación, Gregorio Núñez Coronel y Anastasio Carpidonelo –este último había sido nombrado segundo secretario el 20 de marzo de 1602—, para encargarles un informe de todo lo acontecido en las congregaciones anteriores. El 14 de septiembre de 1605, se celebró la primera congregación, presidida por Paulo V y con la asistencia de los cardenales de la Inquisición y los consultores; en ella Coronel leyó su informe sobre todos los sucesos acaecidos con relación a las disputas sobre la gracia hasta la última congregación presidida por Clemente VIII. Bajo la presidencia de Paulo V se celebraron diecisiete reuniones, la última de ellas el 1 de marzo de 1606. El 8 de marzo, tras deliberar con los cardenales de la Congregación, Paulo V tomó la decisión de poner fin a toda la causa con una definición apostólica; todos los cardenales estuvieron de acuerdo, a excepción de dos, Du Perron y Belarmino.

La última reunión se celebró el 28 de agosto de 1607. A ella sólo asistieron el Papa y los cardenales. Tres días después, Paulo V entregó un breve escrito a los Generales de dominicos y jesuitas, por el que les hacía saber que en su momento haría pública su decisión, que entre tanto disputadores y consultores podían regresar a sus casas y que prohibía terminantemente que, en materia de gracia, ninguna de las partes censurase a la otra.

Así pues, estas Congregaciones, de las que se celebraron ochenta y cinco –sesenta y ocho durante el pontificado de Clemente VIII y diecisiete durante el de Paulo V– y que se alargaron durante nueve años y ocho meses –desde el 2 de enero de 1598 hasta el 28 de agosto de 1607—, finalizaron, «en consideración a las circunstancias del momento»{50}, con la decisión de Paulo V de posponer su fallo ad kalendas Graecas.

2.4. Las Congregaciones contra Molina

Los jesuitas recibieron exultantes la noticia de la no condena del molinismo por parte de Paulo V. Antonio Astrain, S. I., menciona algunos de los actos festivos con que celebraron esa decisión y dieron rienda suelta a su alegría desbordante:

Los jesuitas españoles, al oír la resolución de Su Santidad, no pudieron moderar ciertos alegrones excesivos, e hicieron algunos actos, imprudentes sin duda, pero muy explicables atendida la tensión de ánimos en que entonces se hallaban. En Salamanca se escribieron grandes cartelones por las paredes con estas palabras: Molina victor. En Villagarcía hubo una corrida de novillos para festejar el fin de este pleito. En otros colegios hubo máscaras y cohetes y se hicieron extraordinarias muestras de regocijo{51}.

El P. Astrain intenta explicar esos «alegrones» excesivos, sin duda, para unos hombres consagrados a la vida religiosa y disciplinados en una contención y moderación de formas, por la gran «tensión de ánimos» en que se encontraban, habida cuenta de que, desde el principio de todo el proceso contra Molina, su condena siempre había parecido inminente e inevitable. Si bien la decisión de Paulo V de «aplazar el asunto» no podía considerarse una absolución en toda regla u oficial, sino oficiosa, los jesuitas la tomaron por lo que en la práctica suponía de no condenar como herética la Concordia y, por tanto, considerarla de modo tácito conforme a la ortodoxia del dogma católico. Muy pocos, incluso entre los jesuitas, habrían vaticinado que la controversia finalizaría de este modo. Si en todo momento el fallo condenatorio les pareció tanto a dominicos como a jesuitas, así como a todos los que intervinieron en el gran proceso contra Molina, su desenlace más probable, fue porque casi todo lo acontecido en las Congregaciones de auxiliis, desde el momento de sus preparativos hasta la última congregación, no inducía a pensar lo contrario.

Podemos comenzar mencionando los informes que –en 1594, tras ser informado por Gaspar de Quiroga, Inquisidor General de España, de la polémica cada vez más enconada que enfrentaba a dominicos y jesuitas– Clemente VIII manda elaborar a universidades, obispos y teólogos españoles. Se trata de doce dictámenes, de los que siete (Universidad de Salamanca, obispo de Coria, obispo de Cartagena, obispo de Mondoñedo, Pedro de Castro canónigo de Toledo, doctor Sierra canónigo de Burgos y Miguel Salón O. S. A.) censuran y condenan la doctrina de Molina, por contener proposiciones «heréticas, erróneas, escandalosas y temerarias»; cuatro (Universidades de Alcalá y de Sigüenza, obispo de Plasencia y Luis Coloma prior de los agustinos de Valladolid) absuelven a Molina de errar, pero censuran la novedad y temeridad de su doctrina, al mismo tiempo que se adhieren al parecer más probable de los dominicos; uno de ellos (obispo de Segovia) censura las doctrinas tanto de Molina como de Báñez{52}. El 23 de octubre de 1597, la Inquisición española remitió a Roma una gran caja, que, conjuntamente con todas estas censuras, contenía los escritos que tanto dominicos (Apología de los hermanos dominicos contra la Concordia de Luis de Molina{53}) como jesuitas habían preparado en defensa de su postura; sobre el contenido de esta caja, el propio Báñez hizo la siguiente observación: «Serían necesarios dos años sólo para leer los tomos de cada parte y las censuras de universidades, prelados y obispos españoles sobre la controversia»{54}; el 28 de marzo de 1598, la gran caja llegaba a Roma, cuando ya se había dado por perdida y por perecido en el camino el encargado de traerla, el obispo de Gaeta, tanto era el retraso que acumulaba.

Además de estos dictámenes, Clemente VIII encargó más informes a otros teólogos y doctores, algunos no españoles. Serry menciona nueve: dos censuras del jesuita Enrique Henríquez, en las que se condena la doctrina molinista de la ciencia media y se acusa a Molina de querer reintroducir en la Iglesia el pelagianismo; censura del obispo de Hierapetra y Sitia en la isla de Creta, en la que se condena la doctrina de la ciencia media; censura de Francisco Lamata, deán de la Iglesia metropolitana de Zaragoza, en la que se defiende la eficacia sustancial de la gracia; censura del mercedario Francisco Zumel, en la que éste se presenta como defensor de la verdad católica frente a Molina; censura de Silverio Losio, en la que se denuncia la doctrina molinista como contradictoria con el dogma católico; censura del franciscano Juan de Rada, en la que se defiende la eficacia sustancial de la gracia; censura del agustino Leonardo le Coq, contraria a la ciencia media; censura del minorita Juan de Cartagena, en la que se denuncia el pelagianismo de Molina{55}.

Así pues, de un total de veintiún dictámenes, dieciséis censuran y condenan como herética y errónea la doctrina de Molina; cuatro la absuelven de la acusación de herejía, pero la censuran como temeraria y novedosa; finalmente, un dictamen censura tanto a Molina como a Báñez{56}. No es de extrañar que, desde estos primeros preparativos con vistas a las Congregaciones de auxiliis –que no auguraban precisamente un desenlace propicio para los intereses jesuíticos—, los ánimos en la Orden de san Ignacio comenzasen a «tensionarse» ante un más que probable fallo condenatorio, que podía suponer un golpe mortal de necesidad para la Compañía de Jesús por el gran descrédito que traería consigo.

Sin haber llegado todavía a Roma los documentos procedentes de España, el 2 de enero de 1598 se celebró la primera congregación de consultores, nombrados por Clemente VIII con objeto de someter a examen la Concordia de Molina, bajo la presidencia de los cardenales Madruzzo y Arrigoni. Los consultores designados fueron: Propercio Resta de Capelli, obispo de Cariati y Cerenzia, franciscano; Julio Santucci, obispo de Santa Águeda de los Godos, franciscano; Lelio Lando, obispo de Nardò; Enrique Silvio, Vicario apostólico de la Orden de los carmelitas; Francisco Brusca, Procurador General de la Orden de San Francisco; Juan Bautista Piombino, Procurador General de la Orden de San Agustín; Gregorio Núñez Coronel, doctor en teología, agustino; Luis de Creil, doctor por la Sorbona; Jacobo le Bossu, benedictino y doctor por la Sorbona; Juan Antonio Bovio, rector del Colegio de los carmelitas en Roma{57}. En la congregación tercera, celebrada el 16 de enero, se redujo la doctrina de Molina a cuatro tesis fundamentales, a las que se añadieron noventa proposiciones tomadas de la Concordia. En la undécima congregación, celebrada el 13 de marzo, los consultores expresaron su juicio, según el cual la doctrina de Molina renovaba el semipelagianismo de Casiano y Fausto, además de ser contraria tanto a san Agustín y santo Tomás, como a las Sagradas Escrituras y las resoluciones de los concilios. En consecuencia, los consultores juzgaron que la Concordia debía prohibirse y los Commentaria in primam Divi Thomae partem de Molina debían suspenderse, hasta que fuesen examinados y depurados de sus proposiciones novedosas y temerarias por teólogos competentes. El 28 de marzo de 1598, llegaba a Roma la gran caja con todos los dictámenes, informes, censuras y apologías procedentes de España. Los consultores hubieron de dedicar ocho meses a su lectura y estudio, tras los cuales se reanudaron las congregaciones. Los dictámenes procedentes de España no hicieron sino confirmar a los consultores en su primer juicio. De este modo, el 22 de noviembre manifestaron de nuevo su parecer favorable a la prohibición de la Concordia. El secretario de la Congregación, Gregorio Núñez Coronel, fue el encargado de preparar la censura condenatoria, que fue firmada por todos los consultores, a excepción del carmelita Juan Antonio Bovio, el 12 de marzo de 1599{58}. Esta fue la primera censura de la Concordia por parte de la Congregación. Con razón los jesuitas, conscientes de la gran amenaza que se cernía sobre ellos en forma de fallo condenatorio, se encontraban cada vez más inquietos y temerosos. Esto les llevó a responder dirigiendo una gran cantidad de acusaciones contra Báñez, en una maniobra de distracción destinada a desviar la atención de la doctrina de Molina hacia la bañeciana. Sin lugar a dudas, cundían los nervios en la Compañía de Jesús.

Tras el fracaso de las conferencias entre dominicos y jesuitas, que finalizaron el 20 de abril de 1600 con el fallecimiento de su presidente, el cardenal Madruzzo, Clemente VIII, atendiendo a las quejas de los jesuitas, ordenó de nuevo a los consultores que revisasen su censura. El 12 de octubre de 1600, el Papa recibió la nueva censura –que rechazaba como heréticas veinte proposiciones de la Concordia– firmada por todos los censores, a excepción de dos, Juan Antonio Bovio y Juan Bautista Piombino. Así pues, los censores persistían en su juicio condenatorio y los ánimos de los jesuitas se «tensionaban» cada vez más.

Clemente VIII ordenó a los censores un nuevo examen de la doctrina molinista, al que asistirían y en el que debatirían dos teólogos por ambas partes. Tras mantener treinta y siete reuniones, todos los consultores, a excepción de los dos anteriormente mencionados, de nuevo condenaron las mismas veinte proposiciones de la Concordia como heréticas y pelagianas. El 5 de diciembre de 1601, el Papa recibió la nueva censura. Los jesuitas se agitaban cada vez más.

Pero no sólo los consultores eran partidarios de condenar la Concordia. Tampoco Clemente VIII era favorable al molinismo. El propio Schneemann lo reconoce, cuando dice que «Clemente VIII mantuvo una postura contraria a Molina»{59}. Según el historiador jesuita, esto se habría debido en buena parte al carácter severo y estricto del Papa, que le haría más proclive al bañecianismo{60}. Asimismo, otro motivo que haría a Clemente VIII contrario al molinismo, sería la antipatía que el Papa sentía por el Prepósito General de los jesuitas, Claudio Aquaviva; este sentimiento contrario al General de la Compañía se manifestó claramente en el discurso que Clemente VIII pronunció en la clausura de la Congregación General que la Compañía de Jesús celebró en 1593 y en la que Aquaviva recibió el apoyo de toda la Orden; en su discurso el Papa les recomendó seguir la doctrina de santo Tomás, dando a entender con esto que no lo hacían. Por otra parte, a la antipatía por Aquaviva se contraponían en los sentimientos del Papa la simpatía y los lazos de amistad que le unían con el dominico cardenal Alejandrino –que tanto le había favorecido al comienzo de su carrera eclesiástica– y que le harían inclinarse por la doctrina dominicana. Que en las congregaciones presididas por Clemente VIII –sesenta y ocho sesiones en total, celebradas entre 1602 y 1605—, este último mantuvo en general una postura contraria al molinismo, puede advertirse claramente por las palabras que dirigió a los jesuitas en la sesión inaugural del 20 de marzo de 1602:

El ruido de la polémica que os enfrenta desde hace ya demasiado tiempo, se ha extendido tanto por toda Europa […] que está en peligro la paz de la Iglesia cristiana […] Pues con vuestras nuevas doctrinas o, mejor dicho, viejas doctrinas, que la Iglesia ya condenó y enterró hace doce siglos, habéis traído a los ánimos de los católicos tanta turbación que habéis destruido la paz y desgarrado la túnica del Señor sólo para introducir de nuevo en la Iglesia la herejía pelagiana. ¿O acaso no estáis introduciendo el pelagianismo, cuando desprecíais y rechazáis completamente la autoridad de los antiguos Padres, de san Jerónimo, san Ambrosio, san Próspero y otros muchos, que no escatimaron esfuerzos día y noche para combatir valerosamente el pelagianismo, para sacar a la luz sus intrigas y el veneno de sus herejías y para revelar la falsedad de sus dogmas y refutar sus argumentaciones? ¿Acaso no inficionáis de nuevo la Iglesia con el pelagianismo, cuando desprecíais a doctores de la Iglesia tan santos y eruditos y seguís a otros doctores de nombre mucho menor o incluso inexistente, sólo para defender vuestra nueva doctrina? ¡Pero ¿qué estáis haciendo?! Sólo para defender a Molina ¡no tenéis escrúpulos en introducir ocultamente en la Iglesia los errores de Pelagio!{61}

Así pues, la suerte del molinismo en las Congregaciones de auxiliis parecía echada, atendiendo a estas palabras del Papa. Pero ¿por qué entonces Clemente VIII habría ordenado hasta cinco exámenes de la obra de Molina, que se habrían extendido desde 1598 a 1605? Contradiciendo a Schneemann, podría aducirse que, en realidad, Clemente VIII se mostraba muy remiso a condenar la Concordia y que, con tantos exámenes, sólo esperaba que alguno de ellos por fin absolviese a Molina. Sin embargo, lo más probable es que su actitud remisa más bien respondiese, en primer lugar, a un celo excesivamente escrupuloso en el desempeño de las funciones inherentes a la dignidad pontificia, que le habría llevado a realizar un estudio profundísimo de la teología de los Padres de la Iglesia, para poder estar en condiciones de juzgar la doctrina molinista de manera cabal y ecuánime –siendo Clemente VIII legista de formación y no teólogo—, como se espera de un juez justo. Pero, sobre todo, lo que esta remisión por parte del Papa estaría denotando, es el gran poder que ya en ese momento había alcanzado la Compañía de Jesús en el seno de la Iglesia y que, por una parte, hacía que el Pontífice siempre terminase cediendo ante las constantes peticiones y reclamaciones por parte de los jesuitas –a las que se sumaban las cartas de recomendación de la nobleza y realeza europeas, así como los dictámenes de universidades favorables a la postura jesuítica– y, por otra parte, hacía inconcebible una condena del molinismo –en cuya defensa se había comprometido toda la Compañía—, salvo fundamentada con todo rigor. Así pues, los jesuitas no cejaban en su empeño de conseguir la absolución de Molina. En este sentido hay que señalar el papel tan destacado que jugó en las Congregaciones uno de los jesuitas más ilustres de su tiempo, especialmente por su saber teológico, el cardenal Roberto Belarmino. A pesar de que en un principio Belarmino trató de disuadir a Aquaviva de su intención de que la Compañía asumiese como propia la defensa de Molina, entre otras razones porque el propio Belarmino había mantenido tesis antimolinistas en su principal obra Disputationes de controversiis fidei adversus huius temporis haereticos, sin embargo, desde el momento en que toda la Compañía se comprometió en la defensa de Molina, Belarmino no dudó en obedecer las órdenes de su General Aquaviva, alineándose completamente con sus hermanos de religión en una defensa cerrada de Molina. Como juez árbitro, junto con el cardenal Bernerio, Belarmino asistió al anciano cardenal Madruzzo, de ochenta y ocho años, en su tarea de presidir las conferencias que dominicos y jesuitas mantuvieron entre el 22 de febrero de 1599 y el 20 de abril de 1600; tras ser creado obispo de Capua el 21 de abril de 1602, Belarmino dejó de asistir a las Congregaciones; pero con Paulo V volvió a participar en ellas. Con toda seguridad, creando obispo a Belarmino, Clemente VIII quiso alejarlo de Roma y especialmente de las Congregaciones de auxiliis, en las que el jesuita estaba influyendo demasiado con su gran autoridad; así sucedió, sobre todo, en las conferencias mantenidas entre dominicos y jesuitas, en las que Belarmino, aprovechando la debilidad del anciano Madruzzo, hizo causa común con sus hermanos de religión e intentó alejar el debate de la obra de Molina, tratando de presentar a los dominicos como acusados en lugar de acusadores. Belarmino era muy consciente de que, si las Congregaciones seguían su curso, con toda probabilidad finalizarían con un fallo condenatorio de la Concordia, tanto por el parecer contrario al molinismo de los consultores y cardenales de la Congregación, como por el propio juicio de Clemente VIII. En repetidas ocasiones Belarmino trató de disuadir al Papa de tomar una decisión. En este sentido es muy significativa una carta que el cardenal remitió al Papa a finales de 1602, en la que le anima a no fatigarse con el estudio de la controversia y a dejar su resolución para las universidades católicas o para un sínodo de obispos. Pero oigamos a Belarmino:

Ahora, tras todo el estudio y esfuerzo que Vuestra Santidad ha hecho, lo más aconsejable es ordenar una deliberación pública, ya sea por un sínodo de obispos, ya sea por una asamblea de doctores de distintas universidades; y aunque sería mejor que ya hubiese tenido lugar esa deliberación pública, sin embargo, todavía puede ordenarla y no esperar Vuestra Santidad a haber leído todo lo que se propone leer; pues, como ya hemos dicho, no es necesario un esfuerzo tan grande por parte de Vuestra Santidad, porque ya ha visto y leído suficiente. Sus benditos predecesores no se esforzaron en penetrar las profundidades de los dogmas recurriendo al estudio y a reflexiones sesudas, sino que se guiaron por el parecer común de la Iglesia y particularmente de los obispos y doctores; por esta razón, los papas, empezando por san Pedro, se han servido habitualmente de los concilios para definir las verdades de la fe. Aún digo más: muchos papas, sin necesidad de fatigarse estudiando, acertaron condenando muchas herejías con ayuda de concilios y universidades; y otros, habiendo estudiado mucho, sólo resultaron molestos para sí mismos y para la Iglesia […] Pero entre tanto, antes de que la causa concluya, suplico a Vuestra Santidad de todo corazón haga cerrar la boca a quienes dicen que Vuestra Santidad ya está convencido, que se inclina completamente hacia una de las partes y que no quiere ni oír a la otra. Pues si este fuese el caso, entonces nadie se atrevería ya a decir lo que piensa. Y confieso a Vuestra Santidad que, después de que llegasen a mis oídos algunas palabras importantes que, según algunos, Vuestra Santidad habría dicho contra la ciencia de los futuros condicionados como suele enseñarse en las escuelas […] decidí retirarme y no volver a hablar de este asunto con nadie. Y si yo, siendo cardenal creado por Vuestra Santidad y habiéndome dedicado durante treinta años a estos temas, pierdo el valor y me retiro para no dar que hablar, ¿qué harán los demás?{62}

Por tanto, resulta evidente que si Belarmino había asumido, junto con toda su Orden, la defensa de Molina y escribe a Clemente VIII una carta en la que intenta disuadirle de seguir estudiando la controversia y de tomar una decisión, aconsejándole dejar en manos de universidades y obispos la resolución de la causa, esto se debería a que los jesuitas sólo podían esperar de la Congregación y de Clemente VIII un fallo condenatorio de su doctrina, con las consecuencias que ello tendría de completo descrédito para la Compañía. Así también Schneemann reconoce que Clemente VIII estaba decidido a fallar la causa. No obstante, una cosa es querer hacer algo, o incluso poder y querer hacer algo, y otra muy distinta conseguir realmente hacerlo. En varias ocasiones –incluso en presencia del propio Clemente VIII—, Belarmino puso en duda que el Papa realmente llegase algún día a definir la causa. Así dice Schneemann:

El propio Clemente VIII… cambió de actitud respecto a Belarmino, porque este último había intentado impedir que fallase la causa. El gran cardenal también estaba firmemente convencido de que el Papa, aunque podía y también quería, sin embargo, nunca promulgaría una definición. Y esto lo decía con franqueza, incluso en presencia de Clemente VIII. Pues cuando en cierta ocasión el Papa le dijo que quería fallar la disputa, Belarmino le respondió confiadamente que no lo haría. Y cuando el Papa, herido en su orgullo por esto, volvió a repetir con más fuerza que tenía la firme intención de fallar la causa, el cardenal le replicó con la misma contundencia que nunca lo conseguiría{63}.

Unas palabras muy semejantes dirigirá Belarmino al cardenal del Monte, diciéndole que Clemente VIII nunca fallaría la causa y que, si lo intentase, moriría antes de dictar sentencia. El cardenal del Monte presentó en una declaración jurada el siguiente diálogo mantenido con Belarmino:

Estaba yo en cierta ocasión asistiendo a una misa solemne en la iglesia de San Marcelo, cuando le comenté al cardenal Belarmino, que también estaba presente, que el Papa por fin había tomado una decisión con relación a la disputa que mantenían dominicos y jesuitas. A esto Belarmino replicó: «El papa Clemente nunca fallará esa causa». Yo le pregunté: «¿Por qué no? Sin duda, puede y también quiere». Belarmino respondió: «No niego que pueda y que también quiera; sólo digo que no lo hará; y si quisiera hacerlo, antes moriría». Lo dijo con tanta convicción que me dejó asombrado, sobre todo porque entonces nadie pensaba en la muerte del Papa; pues gozaba de una salud excelente{64}.

También Schneemann reproduce este «vaticinio» de Belarmino, no sabemos si autocumplido, porque de hecho Clemente VIII murió sin haber definido la causa. Pero, más allá de las capacidades «proféticas» del jesuita, lo significativo de sus palabras estaría en el hecho de que, con ellas, Belarmino querría dar a entender que Clemente VIII, a pesar de tener la potestad, en virtud de su dignidad pontificia, de condenar el molinismo y a pesar de tener la intención y realmente querer condenarlo, sin embargo, en realidad nunca lo haría por la siguiente razón: si bien alguien que crea en hechos «sobrenaturales» o de origen «divino», puede intentar disculpar o explicar unas palabras pronunciadas por un cardenal que, en realidad, suenan a auténtica amenaza y, por tanto, resultan completamente impropias o inauditas y escandalosas en boca de un alto prelado de la Iglesia, aduciendo alguna misteriosa relación de origen «sobrenatural» o «divino» entre el hecho de querer decidir la controversia y el hecho de morir –en el siguiente sentido: puesto que la decisión tomada por Clemente VIII no agradaría en absoluto a Dios y sería tan firme que sólo podría evitarse con la propia muerte del Romano Pontífice, no le quedaría otra opción a Dios que llamar al Papa a rendir cuentas ante Él, es decir, Dios estaría con la Compañía y no con el Papa—, sin embargo, como esta explicación sólo puede proponerse desde un espiritualismo ingenuo –que no se puede atribuir a Belarmino—, pero resulta no ya falsa –en el sentido de impostura engañosa con apariencia de verdad—, sino completamente disparatada para un materialista, en consecuencia, por nuestra parte, el único sentido que podemos otorgar a las palabras de un espiritualista no ingenuo como Belarmino es el de una velada amenaza, reveladora del gran poder que la Compañía de Jesús había alcanzado en el seno de la Iglesia, aunque esa «muerte» de Clemente VIII probablemente debiese de entenderse más bien en sentido metafórico o figurado que en sentido real o físico. Como es natural, estas palabras de Belarmino disgustaron profundamente al Papa y, aunque había sido el propio Clemente VIII quien le había creado cardenal –porque «nadie en la Iglesia de Dios le supera en saber teológico»{65}—, sin embargo, decidió nombrarle arzobispo de Capua, para alejarlo de Roma; este nombramiento causó una gran decepción a Belarmino, que se lo tomó como un verdadero castigo; de este modo, en abril de 1602, el cardenal jesuita partía hacia Capua, dejando así de formar parte de la Congregación de auxiliis, aunque volvería a ella, cuando, muerto ya Clemente VIII, el 14 de septiembre de 1605 se reanudaron sus sesiones, bajo el pontificado de Paulo V. Una vez alejado Belarmino de Roma, Clemente VIII incluyó en la Congregación a los cardenales de la Inquisición, entre ellos el dominico Ascoli.

Con estos cambios de jueces, la condena del molinismo parecía ya próxima e inevitable. Conscientes de las dificultades cada vez mayores de su causa, la agitación, el nerviosismo y la tensión de ánimos entre los Padres de la Compañía no podían sino aumentar. Ante esta situación, los jesuitas comenzaron a criticar abiertamente a Clemente VIII en sus disputas académicas. Así, en Francia defendieron la siguiente tesis: «El Papa no puede equivocarse; pero Clemente VIII puede equivocarse»{66}. Sin embargo, serían los jesuitas españoles los que sostendrían la tesis más controvertida. En un acto público celebrado en Alcalá y presidido por el jesuita Luis de Torres, el también jesuita Diego de Oñate defendió la siguiente tesis: «No es una verdad de fe que un papa determinado, por ejemplo, Clemente VIII, sea sucesor de san Pedro». Esta tesis causó un gran escándalo en Roma, pues se consideró que con ella se estaba animando a desentronizar a Clemente VIII del solio pontificio. Por orden del Papa, su nuncio en España elevó sus quejas más vehementes ante la Inquisición española, que ordenó la detención de cuatro jesuitas: los susodichos Torres y Oñate, así como el rector del colegio de los jesuitas en Alcalá y su ilustre profesor Gabriel Vázquez. Estos dos últimos fueron rápidamente puestos en libertad, pero Torres y Oñate hubieron de sufrir arresto domiciliario en la casa profesa de Toledo durante todo el tiempo que duró su proceso{67}. Sin lugar a dudas, lo más significativo de todas estas disputas académicas, con sus controvertidas tesis, es que responden al mismo propósito intimidatorio para con el Papa que puede apreciarse en las palabras mencionadas de Belarmino. Así pues, mientras Belarmino se atrevía a asegurar, en presencia del propio Clemente VIII, que este último nunca definiría la causa y, en diálogo con el cardenal del Monte, que el Papa, si quisiese fallar la causa, moriría antes, al mismo tiempo los jesuitas franceses defendían que Clemente VIII podía equivocarse y los españoles que no debía creerse como verdad de fe que este Papa fuese sucesor de san Pedro. Por tanto, resulta evidente a todas luces que los jesuitas, dando su causa cada vez más por perdida, habían decidido recurrir de manera orquestada a la táctica de amenazar al gran juez de la controversia, infundiéndole el temor de que pudiese terminar «muerto» –para utilizar las palabras de Belarmino—, naturalmente como papa, si finalmente decidía fallar la causa. Pero Clemente VIII respondió a la amenaza de manera decidida, «desterrando» a Belarmino de Roma y sustituyéndolo en la Congregación de auxiliis por el dominico cardenal Ascoli, al que acompañarían los demás cardenales de la Inquisición. En las reuniones celebradas en presencia de Clemente VIII, todos ellos se mostraron muy críticos con la doctrina de Molina, juzgando que su Concordia debía prohibirse, como atestigua el cardenal Pinelli en el voto{68} que emitió en la última sesión de las Congregaciones de auxiliis, celebrada el 28 de agosto de 1607. En consecuencia, sobre los jesuitas se cernían nubes muy oscuras en forma de fallo condenatorio, como el propio Schneemann reconoce:

No parecía ya que ninguna acción humana pudiera evitar la condena del libro de Molina{69}.

Pero, el 3 de marzo de 1605, Clemente VIII murió, «hastiado de la vida»{70} y sin haber logrado fallar la causa que enfrentaba a dominicos y jesuitas, como predijo Belarmino. Tras el breve pontificado de su sucesor León XI, el 16 de mayo de 1605 fue elegido nuevo papa Camilo Borghese, que, con el nombre de Paulo V, subió al solio pontificio completamente decidido, entre otras cosas, a terminar con la desabrida controversia que tanto estaba dando que hablar y tanto disgusto y desazón estaba produciendo en la Iglesia, para regocijo de protestantes. Bajo el nuevo papa, las Congregaciones de auxiliis se reanudaron el 14 de septiembre de 1605. Presididas por Paulo V se celebraron diecisiete, la última de ellas el 1 de marzo de 1606. Siete días después, Paulo V se reunió con los cardenales miembros de la Congregación, a saber, Domingo Pinelli, Jerónimo Bernerio Ascoli, Inocencio del Búfalo, Pedro Aldobrandini, Anne d’Escars de Givry, Fernando Taverna, Lorenzo Blanchetti, Pompeyo Arrigoni, Roberto Belarmino, Anselmo de Monopoli, Jacques Davy du Perron y Antonio Zapata. Tras una prolongada deliberación, se decidió poner fin a la controversia con una definición apostólica; sólo disintieron los cardenales Du Perron y Belarmino. Seguidamente, Paulo V ordenó que cada uno de los consultores indicase por escrito cuál era el parecer correcto en materia de gracia y qué proposiciones eran erróneas y condenables, así como el modo en que debía procederse en la preparación de la bula que daría a conocer el fallo apostólico; los consultores habían de ejecutar esta orden guardando el mayor de los secretos, bajo pena de excomunión automática en caso de no hacerlo{71}. Así pues, Paulo V estaba firmemente decidido a condenar el molinismo; pues sólo así puede entenderse la orden dada a los consultores con relación a la preparación de la bula.

En septiembre el Papa recibió los escritos de los consultores. Todos ellos coincidían en que debía condenarse la doctrina de los jesuitas, pero diferían en el modo de presentar sus pareceres y argumentos. Por ello, el 5 de octubre de 1606, Paulo V ordenó que los consultores se pusiesen de acuerdo con relación a las tesis condenables en la bula. A lo largo de los meses de octubre y noviembre de 1606, los consultores elaboraron una lista con las tesis condenables, en las que coincidieron todos ellos, a excepción del carmelita Juan Antonio Bovio, y presentaron un borrador de bula al Papa. Paulo V, considerando que ésta no era lo suficientemente breve, ordenó que los dos secretarios, Gregorio Núñez Coronel y Anastasio Carpidonelo, junto con Juan de Rada, arzobispo de Trani, y Pedro Lombardo, arzobispo de Armagh –estos dos últimos se habían unido a los consultores en 1601 y 1602 respectivamente—, preparasen la versión definitiva de la bula condenatoria. Estos trabajos se extendieron hasta julio de 1607 y se realizaron bajo la constante supervisión del Papa. En sus actas, el secretario de la Congregación, Gregorio Núñez Coronel, presenta un relato muy pormenorizado de todos los trabajos llevados a cabo por los consultores durante 1606 y 1607 y de cómo Paulo V no dejó de impartir órdenes, para que la bula, en su versión definitiva, fuese lo más correcta posible. Por consiguiente, está fuera de toda duda que, todavía en julio de 1607, Paulo V tenía la intención de condenar el molinismo; pues de otro modo resultaría incomprensible que el propio Papa se hubiese tomado tanto esfuerzo en supervisar los trabajos preparatorios de una bula que finalmente no iba a promulgarse. Con la bula condenatoria ya lista, sólo restaba una última y definitiva reunión del Papa con los cardenales, a la que no asistirían consultores ni secretarios y en la que finalmente se decidiría qué hacer.

2.5. 28 de agosto de 1607: la última congregación

Sobre la última y decisiva congregación, celebrada el 28 de agosto de 1607, no existen actas, porque a ella no asistieron los consultores ni los secretarios y, por tanto, Gegrorio Núñez Coronel no pudo elaborar ningún protocolo o acta sobre lo acontecido en ella, por lo que el secretario sólo pudo informar de su celebración, con las siguientes palabras:

El lunes 28 de agosto del año del Señor de 1607, la congregación se celebró en presencia de Nuestro Santísimo Señor en el palacio del Quirinal. Una vez consagrada por Su Santidad, presentes los Eminentísimos y Reverendísimos Señores Cardenales e implorada la gracia del Espíritu Santo, Nuestro Santísimo Señor pidió que cada uno expusiese su parecer sobre el modo de poner fin a la controversia sobre los auxilios divinos, tan penosa y que tanto se había prolongado; también les preguntó si consideraban conveniente, sobre todo en estos tiempos, proceder a una definición apostólica{72}.

A esta última congregación, presidida por Paulo V, asistieron nueve cardenales, a saber, Ascoli, Givry, Blanchetti, Arrigoni, Belarmino, Búfalo, Du Perron y Taverna, y aunque se celebró en el mayor de los secretos y una gran reserva rodeó a todas sus deliberaciones, sin embargo, fue imposible mantener un sigilo absoluto sobre la misma, de tal modo que a Coronel le llegaron algunas filtraciones, al menos, sobre el objeto de deliberación en la sesión, del que el secretario informa en sus actas, a saber, cómo poner fin a la controversia y, ante todo, si era conveniente, especialmente en esos tiempos, «proceder a una definición apostólica», es decir, ¿había que condenar la Concordia de Molina con un fallo apostólico promulgado por medio de una bula papal? Tres días más tarde se conoció el resultado de las deliberaciones. Paulo V mandó llamar al Prepósito General de los jesuitas y al Vicario General de los dominicos, para entregarles una carta escrita por él mismo, en la que les comunicaba que disputadores y consultores podían regresar a sus casas y que en su momento haría pública su decisión, ordenando que, en el ínterin, ninguna de las partes calificase o censurase a la otra, bajo pena de severísimo castigo, de lo que los superiores de ambas Órdenes debían informar a sus hermanos de religión. También el Inquisidor General de Roma remitió este mismo escrito del Papa a los nuncios apostólicos en los distintos países. Pero todo esto es algo bien sabido desde el mismo momento en que el propio Paulo V entrega su escrito a los superiores de dominicos y jesuitas. Entonces, ¿qué aporta Schneemann en su obra para que Théodore de Régnon diga de ella que resuelve de manera definitiva el debate histórico? Recordemos que, cuando De Régnon habla de «debate histórico», se está refiriendo a la discusión acerca de las razones que habrían llevado al Papa y a los cardenales a no condenar la Concordia; pues ya se sabía cuál había sido el fin de la controversia, pero no qué lo había motivado. Ya mencionamos las «ocultas razones», de carácter político, que, según Jacinto Serry, finalmente habrían llevado a Paulo V a no condenar el molinismo. Sin embargo, según De Régnon, la obra de Schneemann aporta dos documentos –concretamente, dos manuscritos autógrafos de Paulo V; el primero, con las notas tomadas por el Papa en la reunión del 28 de agosto de 1607, junto con los originales de los votos del cardenal Pinelli y de Bovio; y el segundo, con unas notas escritas también de puño y letra del Pontífice, a modo de esquema de discurso para una audiencia al embajador de España, celebrada el 26 de junio de 1611– que zanjarían el debate y desmentirían completamente esas «ocultas razones», porque demostrarían que la decisión papal de no condenar la Concordia se habría debido a razones estrictamente dogmáticas y doctrinales.

Hay quien ha querido negar la autenticidad de estos documentos, insinuando incluso que podrían ser una falsificación perpetrada por el propio Schneemann. Así, el dominico Hippolyte Gayraud, en su Thomisme et molinisme (Toulouse 1889), expresó sus dudas acerca de la autenticidad de estos documentos, especialmente de las notas autógrafas tomadas por Paulo V en la congregación del 28 de agosto; sobre este documento, según Gayraud, había quien creía que su autenticidad no estaba sólidamente demostrada; él mismo, por su parte, prefería «tomarlo por lo que valía»{73}. Cornelis van Riel se expresa de manera todavía más contundente en su Beitrag zur Geschichte der Congregationes de auxiliis (Constanza 1921). La primera razón que Van Riel aduce para dudar de la autenticidad de estos documentos, es que Schneemann no menciona signatura, ni lugar de hallazgo{74}; tras encontrar en la obra de Théodore de Régnon, Bañes et Molina (París 1883), una primera pista sobre el lugar de hallazgo, a saber, el Fondo Borghese del Archivo Secreto Vaticano, Van Riel pidió a los encargados del archivo que comprobasen la existencia de los documentos mencionados, recibiendo como respuesta que, tras proceder a un minucioso examen de toda la colección de documentos autógrafos de Paulo V existentes en la sección Borghese I, los documentos requeridos no habían podido localizarse, a pesar de que la letra de los documentos fototípicos publicados por Schneemann era idéntica a la de los manuscritos de Paulo V existentes en el Fondo Borghese. Pero también habría razones internas para dudar de la autenticidad de estos documentos, especialmente el lenguaje utilizado en los mismos, según Van Riel, de indudable regusto jesuítico e imposible de atribuir a los cardenales y al Papa{75}. Van Riel concluye exigiendo a los jesuitas que presenten públicamente estos documentos autógrafos, para que personas de reputación intachable puedan confirmar su autenticidad, porque, de otro modo, deberían rechazarse como dudosos{76}. Cinco años más tarde, Wilhelm Hentrich, S. I., respondió a Van Riel que su exigencia era del todo superflua e innecesaria, puesto que nueve años antes de la aparición de su Beitrag zur Geschichte der Congregationes de auxiliis (Constanza 1921), el P. Raoul de Scorraille, en François Suarez (París 1912), ya había indicado{77} el lugar exacto de hallazgo de los documentos, junto con su signatura, a saber: Archivo Secreto Vaticano, Fondo Borghese, Codex I 370, A. fol. 94-96 (actualmente fol. 89-91){78}. Por consiguiente, como la exigencia planteada por Cornelis van Riel a los jesuitas ya había sido satisfecha nueve años antes de que el propio Van Riel la planteara, consideramos injustificable toda sospecha con relación a la supuesta falsedad de los documentos descubiertos por el P. Schneemann.

El primer y fundamental documento que Schneemann presenta, son las notas autógrafas tomadas por el propio Paulo V en la última y definitiva congregación del 28 de agosto de 1607, en las que aparecen consignados los votos de los cardenales. Según estas notas, acerca del modo más conveniente de poner fin a la controversia, los cardenales se habrían expresado de la siguiente manera: para el cardenal Pinelli, debían hacerse más diligencias; según el cardenal Ascoli, la decisión a tomar debía ser conforme al juicio de los consultores, es decir, habría que condenar las cuarenta y dos proposiciones censuradas por ellos, señalando que aparecen en el libro de Molina; según el cardenal Givry, habría que considerar el asunto de manera más detenida; para el cardenal Blanchetti, debían hacerse más diligencias; según el cardenal Arrigoni, no estaría bien condenar el libro de Molina; según los cardenales Belarmino y Du Perron, no debía condenarse el libro de Molina, sino los escritos de Báñez; el cardenal Búfalo declararía probables ambas doctrinas; y el cardenal Taverna dejaría estar la causa. En sus notas autógrafas, Paulo V termina señalando que, en su opinión, del mismo modo que la opinión de los dominicos difiere mucho de la calvinista, también los jesuitas se diferencian de los pelagianos, de manera que podía aplazarse toda la causa, para que el tiempo fuese el mejor consejero de la decisión a tomar. El Papa concluye sus notas, señalando que debía guardarse un gran secreto sobre los debates y resoluciones de la Congregación, que ya comunicaría en su momento su decisión y que, finalmente, todos podían regresar a sus casas. Así pues, de nueve cardenales, sólo uno, el dominico cardenal Ascoli, se habría manifestado favorable a la condena de la Concordia. Recordemos que el cardenal Pinelli, en su voto emitido en esta última congregación –documento también descubierto por Schneemann junto con el manuscrito autógrafo de Paulo V{79}—, dijo que, en tiempos de Clemente VIII, casi todos los cardenales juzgaban que había que prohibir la Concordia. Este parecer contrario a la doctrina de Molina todavía trasluce en los votos emitidos por algunos cardenales en la última congregación, según las notas de Paulo V. Por ejemplo, el cardenal Givry no dudaba en manifestar su preferencia por la doctrina que atribuía «mayor poder a Dios»{80}, es decir, la de Báñez; a Blanchetti el parecer de los dominicos «le gustaba más»{81}; por su parte, Arrigoni explica que anteriormente se había pensado «suspender el libro de Molina»{82}.

Por consiguiente, está fuera de toda duda que el juicio de los cardenales en la postrera y definitiva congregación del 28 de agosto de 1607 había mudado en signo contrario respecto del parecer expresado en congregaciones anteriores –particularmente, en tiempos de Clemente VIII—, pero por razones muy difícilmente atribuibles a las investigaciones, exámenes, conferencias, debates y deliberaciones habidas a lo largo de casi diez años en el seno de la Congregación de auxiliis; pues en 2.4. («Las Congregaciones contra Molina») ya hemos demostrado que, por todo lo acontecido en las congregaciones hasta la última y secreta reunión del 28 de agosto de 1607, sólo de manera irreflexiva se podía conjeturar que finalmente Paulo V no condenaría la Concordia. Por tanto, la causa del cambio radical en el juicio de los cardenales y de Paulo V habría que buscarla más allá de la Congregación de auxiliis, concretamente –sostendremos aquí– en las penosas consecuencias que para la Compañía de Jesús, por su obediencia al Papa, se siguieron del conflicto que marcó los dos primeros años del pontificado de Paulo V y en el que los jesuitas se vieron envueltos muy a su pesar, a saber, el enfrentamiento por razones de tipo jurisdiccional entre los Estados Pontificios y la República de Venecia, que desembocaría en un interdicto papal sobre esta última y la expulsión de los jesuitas del territorio de la Serenísima República.

3. El interdicto sobre Venecia

3.1. Los jesuitas en Venecia

Desde el momento de su fundación, la Compañía de Jesús mostró el mayor interés en establecerse en la República de Venecia. Ya en 1523 Ignacio de Loyola había acudido a la ciudad lagunar como etapa en su viaje de peregrino hacia Tierra Santa. En 1535 Ignacio volvió a Venecia, creyendo encontrar aquí el ambiente ideal para su labor de apostolado entre un grupo de hombres que propugnaban la necesidad de una renovación eclesiástica que debía demostrar que la Iglesia católica era la auténtica depositaria de la verdad cristiana{83}. Durante dos años residió en Venecia como huésped de Andrea Lippomano, miembro de una de las familias más papistas del patriciado veneciano. En enero de 1537, sus nueve compañeros parisinos –Pedro Fabro, Francisco Javier, Diego Laínez, Alfonso Salmerón, Nicolás de Bobadilla, Simão Rodrigues, Claude le Jay, Jean Codure y Paschase Broët– se reunieron con él en la ciudad lagunar. Mientras esperaban hasta poder embarcarse en dirección a Tierra Santa, los diez se dedicaron con todo fervor a tareas apostólicas en Venecia y en los dominios de Tierra Firme. El 24 de junio de 1537, en la ciudad lagunar Ignacio y sus compañeros recibieron la ordenación sacerdotal de manos de Vincenzo Nigusanti, obispo de Arbe{84} residente en Venecia. Continuaron con sus labores apostólicas en los territorios de la Serenísima República, pero como la guerra entre Venecia y el Imperio otomano les impedía dar cumplimiento a su proyectado peregrinaje a Tierra Santa, decidieron encaminarse a Roma, donde finalmente Paulo III aprobaría su Orden en 1540. Dos años después, la Compañía de Jesús abría en la República de Venecia, concretamente en la ciudad de Padua, un colegio para estudiantes jesuitas, que era el segundo de la Compañía en toda Italia.

En un principio la Compañía de Jesús fue acogida con benevolencia en los dominios de la «Serenísima». Como señala Gaetano Cozzi en su relato sobre la fortuna y los infortunios de los jesuitas en Venecia{85}, su gran protector en esos primeros años fue Andrea Lippomano, canónigo lateranense y prior del complejo de iglesia y convento de la Trinidad, que ya había hospedado a Ignacio durante dos años (1535-1537) en su priorato, haciendo lo mismo en 1542 con Diego Laínez. Posteriormente, Lippomano renunció al priorato de Santa María Magdalena en Padua, del que también era titular –renuncia aceptada por Paulo III en 1546—, para que sus rentas se destinasen a sufragar los dos colegios fundados por la Compañía, el primero en Padua y el segundo, poco después, en Venecia. Además, en 1550 Lippomano cedió a la Compañía la mitad del palacete de La Piedad, que estaba contiguo a su casa, y la capilla de La Humildad, consagrada a la Santísima Virgen. Todo este conjunto se encontraba en el área urbana de Venecia llamada Punta de la Trinidad, en Dorsoduro, detrás de los almacenes públicos de sal{86}. Durante cincuenta y seis años, Santa María de la Humildad será la sede de la Compañía de Jesús en Venecia.

Otro de los protectores de la Compañía en esos primeros años fue Piero Contarini, director del Hospital de los Incurables de Venecia, que había tenido la experiencia de hacer los ejercicios espirituales ignacianos bajo la dirección del propio fundador de la Compañía. Los ejercicios espirituales fueron una nueva práctica que san Ignacio introdujo en la devoción católica y en Venecia alcanzaron una gran relevancia, hasta el punto de que se llegó a informar al Prepósito General de que, en Venecia, patricios muy poco devotos se habían transformado completamente después de hacer los ejercicios y estaban plenos de fervor religioso{87}. El mejor servicio que Piero Contarini prestó a los jesuitas, fue ponerles en contacto con el cardenal Gasparo Contarini, que era la cabeza visible del movimiento por la renovación eclesiástica. Tras asistir a los encendidos debates que habían tenido lugar en el Senado veneciano a propósito de las relaciones entre Venecia y Roma, cada vez más tensas, Gasparo Contarini creía que la única manera de mejorar estas relaciones era influyendo sobre la clase dirigente veneciana y encauzándola por la vía de la renovación eclesiástica, para cuya labor estaba convencido de que la Compañía de Jesús era el instrumento idóneo. Gracias a la mediación de su valedor Gasparo Contarini, san Ignacio consiguió del papa Paolo III la primera aprobación oral de la Compañía de Jesús en 1539 y, posteriormente, el 27 de septiembre de 1540, el definitivo reconocimiento solemne por la bula Regimini militantis Ecclesiae. Otro de los protectores de la Compañía en esos años fue Matteo Dandolo, gran orador y dotado de fuerte personalidad, que con su oratoria y carisma podía suscitar entre los senadores movimientos de opinión capaces de determinar el sentido del voto en las distintas decisiones a tomar en un Senado veneciano en el que las resoluciones se adoptaban por mayoría.

Durante la segunda mitad del siglo XVI, la Compañía de Jesús se estableció en la Serenísima República fundando: un colegio, exclusivamente para jesuitas, en Padua en 1542; un colegio, para jesuitas y estudiantes externos, en Venecia en 1550, que en 1568 se transformaría en casa profesa; una residencia para jesuitas en Bassano en 1552; una misión en Chipre en 1560; un colegio, primero para estudiantes externos y luego también para jesuitas, en Brescia en 1567; una misión en Verona en 1576 y en 1578 un colegio para estudiantes externos; una misión en Creta en 1584; y una residencia en Vicenza en 1599{88}.

Una de las principales actividades de la Compañía de Jesús en la República de Venecia, a la que se dedicó con todo empeño, fue la educativa. A pesar de que en la ciudad lagunar los jesuitas desarrollaron sobre todo actividades como prédicas, confesiones y ejercicios espirituales –pues era conocida la escasa inclinación hacia el estudio por parte del patriciado veneciano—, sin embargo, finalmente cedieron a las presiones de los patricios más adeptos a la Compañía, que consideraban que esta última –como máximo exponente del programa contrarreformista de la Iglesia postridentina– en mayor medida que los preceptores habituales, laicos o eclesiásticos, estaba en condiciones de impartir una educación de calidad a los jóvenes venecianos, destinada a formar a las nuevas clases dirigentes, que –en un momento en que ya era perceptible el declive inexorable de la República de Venecia como potencia marítima y económica y la sustitución paulatina de sus tradicionales actividades mercantiles por otras más ligadas a la explotación de la tierra, sólo accesibles, no obstante, para las grandes fortunas– debían estar preparadas para garantizar la paz social y prevenir las previsibles revueltas futuras, para todo lo cual era necesario mejorar las relaciones con Roma; así pues, en 1550 los jesuitas abrieron en Venecia un colegio, que estuvo operativo hasta 1565, en que se transformó en noviciado, convirtiéndose tres años más tarde en casa profesa; en 1603 la Compañía también abrió un colegio para nobles, pero tuvo que cerrar en 1606 cuando, como consecuencia del enfrentamiento entre Roma y Venecia, los jesuitas fueron expulsados de los dominios de la Serenísima República{89}.

No obstante, centraron en Padua sus mayores esfuerzos en el plano educativo. Aquí, en 1542, la Compañía abrió su primer colegio en Italia. Tras recibir de Julio III la facultad de conceder grados académicos{90}, en el centro patavino comenzaron a enseñarse gramática, retórica y humanidades, materias muy descuidadas en los curricula de las universidades italianas, pero a las que el colegio de la Compañía prestó especial atención –sobre todo a la retórica—, siguiendo el ejemplo de la Universidad de París. En 1573 empezó a impartirse un curso de teología, al que se añadiría un segundo y una cátedra de casos de conciencia, así como la enseñanza, en 1579, de la filosofía –articulada en las materias de lógica, física y metafísica—, en la que se retomaría la tradición escolástica más ortodoxa del pensamiento aristotélico, sobre todo en lo concerniente a la tesis de la inmortalidad del alma, frente a las interpretaciones más heterodoxas de la filosofía del estagirita que en la Universidad de Padua habían defendido primero Pietro Pomponazzi y más tarde Cesare Cremonini. El colegio de la Compañía se ubicó muy próximo a las instalaciones de la Universidad Patavina y en él se impartió una educación de alto nivel, parangonable al menos a la de esta última. Los jesuitas adoptaron algunos usos idénticos a los de la Universidad del Bo, como la costumbre de señalar el comienzo de las lecciones con el tañido de una campana y, al inicio del curso, publicitar sus actividades por toda la ciudad con la afixión de carteles con las materias de enseñanza y los nombres de los profesores, encabezados por el título Gymnasium patavinum Societatis Iesu, con evidente voluntad emulativa, pues Gymnasium venetum era la denominación oficial de la Universidad de Padua; así también, las clases en el centro de los jesuitas se impartían a las mismas horas que en la Universidad del Bo{91}, igualmente con clara intención antagonista. A esto se añadía que, en el Gymnasium de los jesuitas, el número de clases era mayor que en la Universidad. En todo esto las autoridades de la Universidad Patavina no podían dejar de ver la clara voluntad de los jesuitas de entrar en competencia con ellos por la captación de alumnos. Como señala Gaetano Cozzi{92}, este modo de proceder por parte de la Compañía de Jesús era el habitual también en otras partes de Europa. Los jesuitas solían ubicar sus centros de educación superior junto a las antiguas universidades y, frente a las enseñanzas tradicionales de estas últimas, la Compañía de Jesús ofrecía un método educativo novedoso, basado en la Ratio studiorum, en constante reelaboración hasta su aprobación definitiva en 1599. Una de las primeras muestras de los recelos y del abierto rechazo que la institución jesuítica estaba generando en Padua, se expresó bajo la forma de ataque goliardesco. El 12 de julio de 1591, según refieren los denunciantes, unos jovenzuelos ensabanados se dirigieron hacia el Gymnasium de los jesuitas y, llegados a él, se despojaron de las sábanas y, en cueros y a modo de mojiganga, se dedicaron a lanzar insultos contumeliosos contra los Padres jesuitas y sus estudiantes, además de embadurnar las paredes con obscenidades{93}. A este acto manifiestamente hostil contra el colegio jesuítico habían precedido otros de naturaleza similar. Unos días antes, en ese mismo mes de julio de 1591, hacia las tres de la mañana, se rompieron a pedradas los cristales de las ventanas más bajas del colegio que daban a la calle, se arrancaron las hojas de sus quicios y se lanzaron al suelo con enorme estrépito, mientras se daban voces injuriosas contra los jesuitas, sin que finalmente se llegase a identificar a estos émulos de los vándalos{94}. Pero la protesta más enérgica –y eficaz a la postre– contra la Compañía vino de la Universidad de Padua, que en diciembre de 1591 envió a Venecia una comisión encabezada por uno de sus más insignes profesores, el filósofo averroísta Cesare Cremonini –que en poco tiempo se había hecho muy célebre en Padua por defender la mortalidad del alma—, para que expusiese sus quejas ante el Dogo y el Senado veneciano. Cremonini argumentó que el modo de proceder de los jesuitas no había sido autorizado por el Senado y que estaban concediendo grados académicos en la República de Venecia exclusivamente sobre la base de una bula promulgada en Roma. Finalmente, se atendió la súplica de Cremonini y, el 23 de diciembre de 1591, el Senado veneciano decretó que el Gymnasium de la Compañía sólo acogiese estudiantes jesuitas.

Pero, sin lugar a dudas, lo que más desconfianza y mayores sospechas levantó entre las autoridades venecianas, fue la implicación de los jesuitas en asuntos de naturaleza política. Desde la llegada al poder en 1583 de los giovani, la acción de gobierno de la República de Venecia en política exterior había adoptado una orientación claramente antiespañola y había asumido un compromiso mayor en la resolución de las guerras de religión que, desde 1562, estaban devastando Francia, a la que el gobierno veneciano veía como el único poder capaz de contener la hegemonía de España en Europa y, en particular, en la península itálica. A los giovani no podía dejar indiferentes el apoyo incondicional que los jesuitas ofrecían a la Liga Católica, porque el único que parecía capaz de poner fin a las guerras de religión en Francia era el hugonote Enrique de Navarra, nombrado sucesor al trono por Enrique III, que a la postre moriría sin descendencia. Tras el asesinato de este último en 1589, a manos de un católico fanático, la República de Venecia fue el único Estado europeo que reconoció a Enrique de Navarra como nuevo y legítimo rey de Francia. Hasta que el Borbón fue reconocido como rey por el papa Clemente VIII en 1595 –dos años después de la abjuración del primero—, los jesuitas siguieron fielmente los dictados de la Santa Sede en lo relativo a esta cuestión –negándose, por ejemplo, a dar la absolución a sus penitentes senadores que habían votado por el reconocimiento como rey de Enrique de Navarra—, favoreciendo de este modo los intereses españoles y suscitando contra ellos una aversión todavía mayor por parte del gobierno veneciano de los giovani, que igualmente fue haciéndose extensiva a otros grupos de patricios. A esto se añadía la llegada a Venecia en 1587 de un jesuita «incómodo», el mantuano Antonio Possevino, uno de los jesuitas más significados de su tiempo como controversista católico y defensor del programa contrarreformista. Entre otras obras, por orden de Pío V escribió Il soldato cristiano, impreso en Roma en 1569 y distribuido entre las tropas papales antes de la batalla de Lepanto. Entre 1578 y 1585, Possevino intervino como legado papal de Gregorio XIII en varias cortes de países bálticos. Especialmente destacada fue su legación en la corte del zar de Rusia Iván el Terrible, como mediador en las negociaciones mantenidas entre el rey de Polonia y gran duque de Lituania, Esteban Báthory, y el zar, que pondrían fin a la guerra de Livonia con el tratado de Yam Zapolski del 15 de enero de 1582. En sus sueños misionarios, Possevino no dejó también de apoyar a Dimitri I el Impostor, sedicente hijo de Iván el Terrible –se trataba del monje renegado Grigorij Otrepev, según Boris Godunov– y zar de Rusia durante casi un año hasta 1606; pero la intención de Dimitri I de convertir a Rusia al catolicismo con la ayuda de los jesuitas y establecer una alianza con Roma y con Polonia, le granjeó el odio de la Iglesia ortodoxa y de los boyardos, que finalmente lo asesinaron, para completo descrédito de Possevino{95}. Así pues, este jesuita se significó sobre todo como defensor dentro de su Orden de la necesidad de una mayor implicación de la Compañía en toda cuestión de naturaleza política que afectase a los lugares en los que aquélla se establecía, siempre «con vistas a una suerte de relanzamiento espiritual de la cristiandad»{96}. En este convencimiento Possevino encontró en Venecia el apoyo de su hermano de religión Aquiles Gagliardi. Pero el gobierno veneciano no podía dejar de contemplar con recelo esta implicación de la Compañía en cuestiones de naturaleza estrictamente política, sobre todo cuando la toma de posición de los jesuitas iba en perjuicio de los intereses de la República. Frente a ese «relanzamiento espiritual de la cristiandad», el gobierno veneciano de los giovani no dudó, por razones de cálculo estrictamente político, en reconocer a un protestante como rey de Francia, dejando de lado toda consideración de ortodoxia religiosa, en su empeño de encontrar un contrapoder que pudiese oponerse a la potencia española. Por su parte, los jesuitas se negarán a reconocerlo incluso después de que Enrique de Navarra hubiese manifestado, el 25 de julio de 1593, que «París bien vale una misa», considerándolo ilegítimo hasta que no recibiese la absolución pontificia y alimentando la doctrina del tiranicidio, que encontraría su formulación más precisa en la obra del jesuita español Juan de Mariana, De rege et regis institutione (Toledo 1599). Esto llevó a la Universidad de la Sorbona a remitir –el 12 de mayo de 1594– una súplica al Parlamento de París instando a la expulsión de los jesuitas por sediciosos y filoespañoles{97}. Tras el discurso del rector de la Universidad ante el Parlamento, reclamando la expulsión, Antoine Arnauld –padre del famoso «solitario» de Port-Royal—, legista del Parlamento de París y consejero de Estado de Enrique IV, sostuvo un discurso acusatorio contra los jesuitas, poniendo todo el acento en la cuestión nacional y repitiendo las ideas ya expuestas por él cuatro años antes en su Antiespagnol{98}; además de la implicación política de la Compañía, Arnauld denunciaba que a los jesuitas, más que el perfeccionamiento personal y religioso, les movía la búsqueda de una eficacia práctica y un éxito mundano que trataban de lograr por medio de la disciplina regular{99}. No obstante, los jesuitas no fueron expulsados de Francia, de momento. La fortaleza del partido católico francés y la necesidad de Enrique IV de obtener el reconocimiento de Clemente VIII, impidieron que se tomase ninguna medida contra la Compañía. Pero el 27 de diciembre de 1594 sucedió algo que complicaría todavía más la situación de los jesuitas en Francia. Ese día el joven Jean Châtel atentó de manera fallida contra la vida de Enrique IV. En cuanto se descubrió que el regicida había estudiado en el colegio de los jesuitas de Clermont en París, perdieron todos sus apoyos quienes no sólo estaban alentando a la resistencia contra el rey Enrique IV, sino que directamente justificaban el tiranicidio. Así nada pudo impedir que, en la misma sentencia por la que se condenaba a Châtel a morir despedazado, se ordenase la expulsión de los jesuitas de Francia. Sin embargo, no tardaron mucho en regresar, porque una vez que el calvinismo fue legalizado en Francia por el edicto de Nantes de 1598, no parecía conveniente para Enrique IV que en un Estado católico se tolerase a los calvinistas pero no a los jesuitas. De este modo, la Compañía fue readmitida en Francia por el edicto de Rouen de 1603. Todos estos sucesos no hacían sino reafirmar al gobierno veneciano en sus sospechas sobre la profunda implicación de los jesuitas en asuntos tocantes a la esfera de la política, como finalmente podría comprobarse con ocasión del interdicto sobre Venecia.

3.2. Los Estados Pontificios contra la República de Venecia

A principios del siglo XVII la República de Venecia ya no era la gran potencia económica de antaño. Situada en un emplazamiento estratégico que la hacía completamente inexpugnable tanto por tierra –pues la profundidad de la laguna veneciana hacía imposible cualquier ataque de infantería o caballería– como por mar –al estar completamente protegida frente a todo ataque naval por las islas que rodean el golfo de Venecia—, la ciudad lagunar se convirtió durante la Alta Edad Media en una gran potencia económica gracias a su singular ubicación –al norte del mar Adriático, entre las penínsulas itálica y balcánica– y a la creación de una gran flota, que le permitieron controlar el comercio entre Europa y Oriente Medio. Tras expandirse por las costas de Istria y Dalmacia y dominar todo el comercio con el Imperio bizantino, durante la primera mitad del siglo XV la República de Venecia alcanzó su apogeo como gran potencia económica, militar y política, llegando a controlar casi todo el Véneto (Dominios de Tierra Firme), así como las islas de Corfú, Cefalonia, Creta y Chipre, entre otras. La caída de Constantinopla en manos de los turcos en 1453 y las nuevas rutas comerciales atlánticas abiertas por portugueses y españoles, determinaron el progresivo declive de la República de Venecia y el gradual alejamiento y sustitución de sus tradicionales actividades mercantiles por nuevas fuentes de riqueza asociadas a la tierra, como la agricultura. Pero para esto era necesario que el dominio de la tierra fuese de propiedad laica y, sin embargo, el propio cardenal Belarmino llegó a admitir que una cuarta parte de la propiedad de bienes raíces en la República de Venecia estaba en manos de la Iglesia{100}, por lo que una gran proporción de las rentas procedentes de estos bienes acababa en Roma, en perjuicio de la economía veneciana. Según estudios actuales, un 30% del territorio veneciano era propiedad de la Iglesia{101}.

Estas nuevas circunstancias determinarían un cambio en la política veneciana y nuevas luchas por el poder entre dos grupos del patriciado veneciano: los vecchi y los giovani. Los vecchi eran los miembros de la antigua nobleza, rica y conservadora, más transigentes en las relaciones con Roma y defensores del programa contrarreformista. Los giovani representaban a familias de reciente acceso a la nobleza, menos acomodadas que los vecchi, además de antipapistas y defensores de una religiosidad más «intimista»{102}. Estos últimos, entre los que se contaban Leonardo Donà, Antonio Querini y Nicolò Contarini, comenzaron a articular un programa político de oposición a los vecchi durante el decenio posterior a la batalla de Lepanto de 1571, logrando alcanzar el poder en 1583. Los giovani atribuían la decadencia de Venecia a la España de Felipe II, por lo que impulsaron una política antiespañola, que era también antipapista, en la medida en que consideraban que, en política exterior, el Papa estaba completamente sometido a los intereses españoles, como contrapartida al ejercicio del poder espiritual que el rey de España le garantizaba{103}. De esta política antiespañola y antipapista a la postre serían víctimas los jesuitas; sobre ellos cayó una constante sombra de sospecha, porque empezaron a ser vistos casi como agentes de potencias extranjeras, por ser la Compañía de Jesús una Orden religiosa fundada por españoles y por añadirse a esto el cuarto voto, de obediencia al papa, que hacían sus miembros. Especialmente preocupaba a los giovani el gran número de penitentes que los jesuitas habían captado entre los miembros del Senado veneciano; pues iba en contra de toda prudencia política pensar que unos senadores que se confesaban con los jesuitas una vez a la semana y que los tenían como Padres espirituales, no estarían bajo su influencia y no les tendrían al tanto de las cuestiones de gobierno que se estuviesen debatiendo, a pesar de que estaban obligados a guardar secreto sobre las mismas; a esto se añadía que los propios jesuitas, con su actitud aprobatoria o reprobatoria, podrían influir de manera decisiva sobre el comportamiento que los senadores tendrían en las deliberaciones y votaciones del Senado. El embajador francés Philippe Canaye de Fresnes, en carta dirigida a su rey Enrique IV el 23 de junio de 1606 –un mes y trece días después de la expulsión de la Compañía de Venecia—, llegaba incluso a afirmar que se habrían encontrado algunos documentos que los jesuitas, con la premura de la partida, no habrían podido ocultar ni quemar y que demostrarían que habrían mantenido un registro en el que consignarían todas las cosas de las que se enteraban en el confesionario, entre ellas el carácter, la inclinación y el modo de vivir de algunas de las personas más influyentes de Venecia, así como también los medios de vida de las familias en particular y los recursos del Estado en general, todo lo cual, según el embajador, respondería a algún importante plan secretamente orquestado, para el que se requeriría la ejecución de esta tarea tan minuciosa{104}. Los propios jesuitas informaban complacidos a sus superiores de que, entre sus penitentes, se encontraban algunos prohombres de la política veneciana{105}. De hecho, ya en 1551 –es decir, sólo un año después de abrir el colegio de Venecia– las autoridades de la República se habían planteado retirar el permiso de residencia a los jesuitas –entre los que no había ningún veneciano y eran poquísimos los italianos—, no tanto por el método pedagógico utilizado en su escuela, sino por la frecuencia con que confesaban a sus penitentes y por su costumbre de mantener conversaciones privadas con destacados miembros del patriciado veneciano{106}. No obstante, los jesuitas justificaban este proceder por el compromiso de la Compañía de impartir una profunda formación cristiana tanto a jóvenes, como a miembros del patriciado. Esto supondría, como escribe el jesuita Ludovico Gagliardi al Prepósito General Aquaviva, imbuirles en una virtud y un temor de Dios tan grandes que aprendiesen a conducirse en todo momento por «vía de conciencia» y no por «máximas mundanas» y «razón de Estado»{107}. Por tanto, en última instancia, los jesuitas estaban formando súbditos fieles a la República, pero sobre todo a Dios, de tal manera que, en un determinado momento y ante una situación de abierta hostilidad entre la República y Roma, podrían terminar poniéndose del lado de esta última. Ahora bien, para las autoridades venecianas, como reconoce Gagliardi, esto sería perniciosísimo y «abría el camino a la destrucción de la República». Así también, en febrero de 1583, el embajador de Francia en Venecia, André Hurault de Maisse, escribía a su gobierno informando de que los jesuitas «poseían» las «conciencias» de algunos de los senadores más influyentes de la República hasta tal punto que podían convencerles de todo lo que querían{108}. En consecuencia, no era infundada la sospecha de que los jesuitas, por medio de su actividad como confesores, podían llegar a conocer secretos de Estado e incluso influir sobre las deliberaciones del Senado. De hecho, se sabía que, al día siguiente del reconocimiento por parte de la República de Venecia de Enrique de Navarra como rey de Francia, algunos senadores se habían dirigido presurosos a ser confesados por los jesuitas; pero éstos, defensores acérrimos de la Liga Católica –a la que también apoyaban el Papa y Felipe II—, no dudaron en negar su absolución a los senadores que habían votado a favor del reconocimiento, persistiendo en su negativa hasta que el 17 de septiembre de 1595 el propio Clemente VIII reconoció al abjuro Enrique de Navarra como rey de Francia, tras darle su absolución.

Por consiguiente, no es de extrañar que los jesuitas pareciesen peligrosos agentes al servicio de una potencia extranjera como los Estados Pontificios, que desde finales del siglo XV venían incrementando notablemente su extensión. Así, Alejandro VI (1492-1503), en una serie de exitosas campañas militares dirigidas por su hijo César Borgia, había conquistado Romaña, las Marcas y Umbría. Más tarde, Julio II (1503-15013), al frente de los ejércitos pontificios, reconquistó Perugia y Bolonia. Tras consolidar el dominio de los Estados Pontificios en el centro de la península itálica, en 1508 Julio II creó la Liga de Cambrai con el objetivo de contrarrestar la hegemonía veneciana en el norte. Esta alianza antiveneciana estaba formada principalmente por los Estados Pontificios, Francia, Sacro Imperio Romano Germánico y España, a los que se sumaron Ferrara y Mantua. Ante esta poderosa alianza, el 14 de mayo de 1509 el ejército veneciano sufrió una humillante derrota en Agnadello (Lombardía), lo que supuso para la República de Venecia la pérdida de los territorios lombardos de Brescia, Bérgamo y Cremona. Posteriormente, las desavenencias entre Julio II y Luis XII de Francia provocaron la disolución de la Liga. Esto salvó a la República de Venecia de su completa aniquilación. Pero los Estados Pontificios continuaron incrementando sus territorios a lo largo del siglo XVI, alcanzando su máxima extensión con la incorporación de Ancona en 1532 y de Ferrara en 1598, convirtiéndose así en vecinos fronterizos de la República de Venecia, con el consiguiente aumento en las fricciones y tensiones entre los dos Estados.

El interdicto que Paulo V fulminó sobre Venecia en 1606, vino precedido durante el pontificado de Clemente VIII (1592-1605) de una serie de disputas entre los Estados Pontificios y la República de Venecia, que si bien no fueron de gran entidad, sin embargo, sí que crearon un estado de creciente hostilidad por ambas partes. Recién elevado Clemente VIII al solio pontificio, hubo un primer enfrentamiento por los uscoques. Éstos eran piratas dálmatas de origen esclavón, de extremada crueldad, que estaban creando muchos problemas a los comerciantes de la «Serenísima» en sus viajes por el Adriático. Para remediarlo, el general veneciano Ermolao Tiepolo tuvo la idea de tomar en servicio de la República a quinientos de los más sanguinarios bandidos que infestaban los Estados Pontificios, para enviarlos a luchar contra los uscoques. Pero como estos últimos estaban constantemente en guerra con los turcos, Clemente VIII exigió la devolución de sus bandidos, a lo que el Senado veneciano finalmente accedió{109}. De nuevo los uscoques fueron motivo de desavenencias entre ambos Estados en 1596. Clemente VIII quería organizar una cruzada contra el Imperio otomano. Para este proyecto necesitaba la participación de Austria, Polonia y Venecia. Con el propósito de forzar a esta última a participar en la cruzada, Clemente VIII suministró armas y munición a los uscoques, esperando que así lograría enfrentar a Venecia con los turcos, porque éstos creerían que la ayuda a los uscoques habría provenido de sus antiguos enemigos los venecianos. Pero el Senado de la República expresó sus más enérgicas protestas y el Papa tuvo que disculparse, aunque de nuevo instó a la República a participar en la cruzada. Sin embargo, nada podía estar más lejos de las intenciones de la «Serenísima», porque en ese momento mantenía relaciones comerciales fluidas con los turcos y de ningún modo estaba dispuesta a sacrificar sus ganancias en el altar de la religión{110}. A esto se añadió otra disputa por el pequeño condado de Ceneda, cercano a Treviso. Desde el año 962, en virtud de una concesión del emperador Otón I, el poder temporal sobre Ceneda era detentado por su obispo con la dignidad de conde. Esta situación se mantuvo incluso después de que Ceneda pasase a formar parte de los dominios venecianos en 1388{111}. En 1586 el nuevo obispo de Ceneda, Marco Antonio Mocenigo, asumió el título de príncipe en lugar del de conde, con el propósito de no reconocerse como feudatario de la República de Venecia y aumentar el dominio útil sobre Ceneda, con el consiguiente perjuicio tanto jurisdiccional como fiscal para la República{112}. Numerosos habitantes de Ceneda, descontentos por nuevos gravámenes, elevaron una queja al Senado veneciano. Por su parte, el obispo recibió el apoyo de Clemente VIII, que lanzó varios monitorios y excomuniones contra la población de Ceneda. Como parece que esto no impresionó a los cenedeses, Clemente VIII no insistió y permitió que las cosas volvieran a su estado anterior. No obstante, las desavenencias por Ceneda seguirían. Por otra parte, en 1595 la Santa Sede promulgó una bula por la que prohibía a todos los italianos, bajo pena de excomunión, viajar a países protestantes. Esto perjudicaba sobremanera los intereses comerciales de Venecia, por lo que su gobierno no se planteó en ningún momento aplicar la bula en sus dominios. De todos modos, para evitar más disputas con Roma, el Senado se limitó a impedir que la Inquisición veneciana recibiera ninguna denuncia al respecto. Asimismo, el Papa exigió al gobierno veneciano que se dejasen de imprimir y publicar libros incluidos en el Index librorum prohibitorum, pero este era un importante negocio al que los venecianos no estaban dispuestos a renunciar y dejaron bien claro que no iban a permitir que consideraciones de ortodoxia religiosa interfirieran en sus actividades mercantiles. Otro motivo más de enfrentamiento fue la incorporación del ducado de Ferrara a los Estados Pontificios en 1598. Desde 1196 la Casa de Este había sido titular del marquesado de Ferrara, elevado a ducado en 1471 por el papa Paulo II{113}. Tras el fallecimiento de Alfonso II de Este en 1597 sin descendencia y extinta la línea directa de sucesión, Clemente VIII se negó a reconocer como nuevo duque al primo de Alfonso II, César de Este, reivindicando Ferrara para los Estados Pontificios. Ante la negativa de César a renunciar al ducado, Clemente VIII lo excomulgó, fulminó un interdicto sobre Ferrara y movilizó el ejército pontificio, lo que hizo que los ferrareses abandonasen la causa de César, viéndose este último obligado a renunciar{114}. El propio Clemente VIII acudió en persona para tomar posesión del nuevo territorio, el 30 de enero de 1598. De este modo, los Estados Pontificios y la República de Venecia se convertían en Estados fronterizos, para consternación de los venecianos. A partir de ese momento, serán una constante las disputas entre ambos Estados por razones –entre otras– de tipo aduanero y arancelario. A esto se añadiría una nueva desavenencia, por la investidura del patriarca de Venecia. En 1600, tras el fallecimiento del patriarca Lorenzo Priuli, el Senado veneciano eligió como sucesor a Matteo Zane. Contrariamente a lo que venía siendo la costumbre desde tiempos muy lejanos, Clemente VIII insistió en que el nuevo patriarca debía acudir a Roma para ser examinado y, en su caso, recibir la aprobación y consagración papal. Sin embargo, esto equivaldría por parte veneciana a renunciar a su antiguo privilegio de investir al titular de la dignidad eclesiástica más importante dentro de sus dominios, algo con lo que el Senado veneciano no estaba dispuesto a transigir. Como en otras disputas, de momento sólo pudo llegarse a una solución de compromiso, por la que el nuevo patriarca debería acudir a Roma, pero sólo para mostrar sus respetos al Papa, sin que pudiese ser examinado ni ratificado por el Romano Pontífice{115}.

A todas estas disputas, que exacerbaron los ánimos y aumentaron los recelos y la desconfianza por ambas partes, se añadiría otra más por las nuevas leyes fundiarias aprobadas por el Senado veneciano, así como también por razones de tipo jurisdiccional, que acabarían desembocando en abierto enfrentamiento y la imposición por Paulo V de un interdicto sobre Venecia. Como ya hemos señalado, la competencia creciente de otros países en el sector mercantil, la apertura de nuevas vías de comercio y las dificultades cada vez mayores para mercadear en el Mediterráneo oriental, obligaron a los venecianos a diversificar su economía y buscar otras fuentes de riqueza, que encontraron en la explotación de la tierra, concretamente en el sector primario, en actividades de tipo preindustrial y en el arrendamiento de bienes raíces. Pero para ello era necesario que los fundos fuesen de propiedad laica. Con este propósito había que lograr reducir la gran cantidad de propiedad inmobiliaria que acumulaba la Iglesia –cercana al 30% de los territorios venecianos– o, por lo menos, impedir que siguiera aumentando. Con vistas a ello, el Senado veneciano aprobó tres leyes. Por la primera, del 23 de mayo de 1602{116}, se anulaba el derecho de tanteo de la Iglesia sobre los bienes enfitéuticos, argumentando que las tierras dadas en arriendo por la Iglesia a laicos por medio de contratos enfitéuticos a largo plazo, eran objeto de mejoras sustanciales por el arrendatario y, en consecuencia, se prohibía que la tierra volviese a sus propietarios eclesiásticos; esta ley tenía la finalidad claramente económica de que los beneficios por la explotación de los fundos no saliesen del territorio de la «Serenísima», pero además en su virtud podía llegar a argüirse contra la no enajenabilidad de la propiedad eclesiástica{117}. Por la segunda ley, del 10 enero de 1604, se prohibía toda nueva construcción de iglesias, monasterios u hospicios sin permiso del Senado; esta ley extendía a todo el territorio de la República una norma que ya se aplicaba en la ciudad lagunar desde mediados del siglo XIV y, aunque no se dirigía expresamente contra ninguna Orden o Congregación religiosa en particular, sin embargo, como señala William J. Bouwsma{118}, lo más probable es que el gobierno veneciano no quisiese que la Compañía de Jesús –conforme al deseo expresado por su santo fundador{119}– multiplicase sus iglesias en los dominios de la «Serenísima». Por la tercera, del 26 de marzo de 1605, se prohibía la enajenación de la propiedad laica en favor de la Iglesia; de nuevo esta ley extendía al resto del territorio de la República una norma que ya se venía aplicando en la ciudad de Venecia desde 1536{120}; según esta nueva ley, los laicos sólo podían transferir a la Iglesia el dominio de su propiedad durante dos años; transcurrido este tiempo, la propiedad debía venderse a un laico, recibiendo la Iglesia una contraprestación dineraria por la transmisión de la propiedad; por parte veneciana, se argumentaba que el motivo de esta ley era satisfacer la necesidad creciente que la República tenía de ingresos, siendo injusto que las cargas para el sostenimiento del Estado recayesen sobre un número cada vez menor de propietarios laicos, sobre todo teniendo en cuenta las graves amenazas a las que la «Serenísima» debía hacer frente en política exterior; ante la Iglesia, las autoridades venecianas argumentaban que la cristiandad necesitaba una Venecia fuerte, para que fuese capaz de contener el peligro turco, como ya hiciera en Lepanto en 1571; pero la verdadera preocupación del gobierno veneciano era la amenaza militar de España y Austria.

A esta disputa por el perjuicio que tales leyes causaban a la propiedad eclesiástica y a la implantación de la Iglesia en territorio veneciano, se añadió otra por motivos jurisdiccionales, que sería la causa última del interdicto que Paulo V fulminó sobre Venecia. En septiembre de 1605, el Consejo de los Diez –órgano de gobierno responsable de la seguridad del Estado veneciano, también con poderes judiciales– ordenó la detención de Escipión Saraceno, canónigo de Vicenza, perteneciente a una de las familias más importantes del patriciado local. Este canónigo, primo de un obispo residente en Venecia, ya había infringido la ley por romper los sellos de San Marcos con que las autoridades competentes habían precintado los documentos del obispo de Vicenza, fallecido poco tiempo antes. Pero fue otro acto suyo criminoso el que llevó al Consejo de los Diez a ordenar su detención y encarcelamiento. En Vicenza había una noble dama de gran belleza, pariente del canónigo, a la que este último había intentado seducir por todos los medios. Pero como la dama rehusase todas sus indecentes proposiciones, el canónigo decidió vengarse de ella mancillando su honor de la peor manera posible para una mujer virtuosa en aquellos tiempos. Según el relato de Andrea Morosini, el canónigo «manchó la puerta de su casa de la manera más infame y con nocturnidad»{121}. Aunque Morosini no entra en los detalles del «infame» acto, en su época debía de ser lo suficientemente grave y oprobioso para que la dama, decidida a defender su buen nombre, inmediatamente denunciase el hecho en Venecia ante el Consejo de los Diez. Estos últimos consideraron intolerable que actos de semejante naturaleza pudiesen acontecer en ciudades tan importantes como Vicenza y, en consecuencia, ordenaron investigar el ignominioso acto y descubrir a su perpetrador. Numerosos testigos denunciaron al canónigo, que fue detenido y, de este modo, tuvo que rendir cuentas no sólo del caso de los sellos, sino también por su comportamiento deshonesto con la dama. El obispo primo del canónigo elevó sus quejas a Roma por la detención, con el argumento de que las autoridades venecianas no eran competentes para detener y encarcelar a un religioso salvo en casos de crímenes atroces y el delito cometido por el canónigo no podía considerarse un crimen atroz, por lo que había que exigir a los magistrados venecianos que liberasen a Saraceno y lo pusiesen bajo custodia del nuncio apostólico, como venía siendo costumbre en Venecia desde tiempos inmemoriales. Pero el canónigo no sólo no sería liberado –pues su modo de proceder con los sellos de San Marcos se consideraba crimen de lesa majestad{122}—, sino que pronto sería acompañado en los calabozos del Palacio Ducal de Venecia por otro religioso, el conde Brandolino Valdemarino Furlano, abad de Nervesa, en la diócesis de Treviso. Los crímenes de los que se le acusaba a este último, propios de un asesino en serie, eran tantos y tan horrendos que convertían en peccata minuta el delito afrentoso del canónigo. El abad de Nervesa había convertido su abadía en un reducto feudal, del que se enseñoreaba causando el terror en todo el entorno. Andrea Morosini, en su historia de Venecia, dice que sus crímenes eran tan nefandos que prefería callar sobre sus atrocidades{123}. Sin embargo, el servita, antipapista y antijesuítico Paolo Sarpi, en su historia sobre el interdicto de Venecia, no tiene reparos en entrar al detalle sobre los crímenes de Brandolino. Según Sarpi, el abad de Nervesa había sido acusado de ejercer una tiranía despótica sobre las tierras próximas a su abadía; entre otras cosas, se le acusaba de tomar de cualquiera todo lo que quería al precio que él mismo establecía; estupraba y violaba a toda clase de mujeres; con este propósito no dudaba en realizar actos de brujería; además, él mismo se jactaba de ser un excelente envenenador; con estas malas artes había matado a su propio hermano, a un sacerdote agustino y a uno de sus sirvientes; al primero por rivalizar con él y a los otros dos para que no le denunciasen; también envenenó a su padre, que estuvo a punto de morir; asimismo, mantenía comercio carnal con su propia hermana y envenenó a una sirvienta para que no le descubriese; mató del mismo modo a otros adversarios suyos; e igualmente cometió otros asesinatos y maldades{124}. Así pues, en octubre de 1605 las autoridades venecianas mandaron detener y encarcelar a Brandolino por crímenes abominables, que incluían parricidio, fratricidio e incesto.

3.3. El interdicto sobre Venecia

Como ya hemos señalado, las detenciones de religiosos en Venecia iban en contra de la costumbre, sancionada por practicarse desde tiempos muy lejanos, de que sólo el nuncio apostólico era competente para detener y encarcelar a los religiosos venecianos, sin que requiriese para ello de ningún permiso por parte de los magistrados civiles, siempre que no hubiesen cometido crímenes atroces. A pesar de que en el caso del abad Brandolino los crímenes cometidos justificaban su detención por las autoridades civiles, en cuanto Paulo V fue informado del encarcelamiento del canónigo y del abad, ordenó al nuncio apostólico en Venecia que exigiese de inmediato que los religiosos fuesen liberados y puestos bajo su custodia –por ser su detención por las autoridades civiles un acto contrario a la inmunidad eclesiástica—, así como que se revocasen las leyes contra la propiedad eclesiástica. El 1 de diciembre de 1605, el Senado veneciano respondió al nuncio que, en asuntos de naturaleza temporal y no divina, la República no reconocía por encima de ella otro poder que el de Dios; en consecuencia, no le entregaría los prisioneros, porque estaban encarcelados con toda justicia, y tampoco revocaría las leyes fundiarias, porque si lo hiciera, perjudicaría a la República. El Senado veneciano tomó esta decisión con el voto favorable de todos los senadores, de lo que también se informó al nuncio, para mostrarle la unanimidad reinante en Venecia respecto a esta cuestión, contrariamente a lo que los jesuitas habrían comunicado al Papa{125}. Ante esta respuesta del Senado veneciano, Paulo V ordenó preparar dos breves, denunciando en uno las leyes fundiarias e instando a su revocación y exigiendo en el otro la liberación de los religiosos encarcelados y su puesta bajo custodia del nuncio, con la amenaza de excomulgar al Senado e imponer un interdicto sobre todo el territorio veneciano, si no se daba cumplimiento a sus exigencias. El 10 de diciembre, los breves fueron remitidos –por duplicado y por distintos itinerarios, con objeto de minimizar las probabilidades de extravío– a su nuncio en Venecia, para que éste a su vez se los entregase al dogo, Marino Grimani. Dos días después, Paulo V informó en consistorio a los cardenales de la remisión de los breves, como respuesta a la violación de la libertad eclesiástica por parte de la República veneciana con sus leyes y al encarcelamiento de los religiosos, manifestándoles también su firme voluntad de excomulgar al Senado veneciano, en caso de que sus exigencias no fuesen atendidas; pero no hubo votación, ni el Papa permitió que los cardenales expresasen su parecer, lo que provocó no pocas murmuraciones entre Sus Eminencias{126}. En cuanto el Senado tuvo noticia de los dos breves, escribió a sus embajadores en las principales cortes de Europa, para que informasen de lo acontecido y, sobre todo, justificasen el proceder de la República. El 25 de diciembre, el nuncio apostólico en Venecia, Orazio Mattei, acudió al Palacio Ducal para hacer entrega de los breves al dogo Marino Grimani, pero éste no pudo recibirle, porque estaba gravemente enfermo e incluso agonizante. Ante la imposibilidad ya de tratar ningún asunto con Grimani, el nuncio se reunió con los Sabios del Collegio –órgano del poder ejecutivo—, que también estaban en el Palacio Ducal, acompañando al Dogo en sus últimos momentos de vida, y les hizo entrega de los dos breves. Los Sabios respondieron al nuncio que no los abrirían hasta que no eligiesen al nuevo Dogo que habría de sustituir a Grimani. Éste falleció al día siguiente. A pesar de que el Papa intentó impedir la elección del nuevo Dogo, argumentando que el gobierno veneciano se encontraba en rebeldía y bajo censura eclesiástica, finalmente, el 10 de enero de 1606, fue elegido nuevo dogo Leonardo Donà, representante destacado del grupo de los giovani y significado antipapista. En la primera reunión del Collegio tras la elección del Dogo, se abrieron los breves y, para sorpresa de los Sabios, los dos decían lo mismo. El nuncio Mattei, que había recibido los breves por duplicado, se había equivocado y había entregado al Collegio dos cartas de contenido idéntico, que repetían las condenas papales a las leyes fundiarias. Los Sabios del Collegio, perplejos ante el error, pero dispuestos a no perder ni un momento en la irresolución, decidieron actuar del mismo modo que ya se había hecho con ocasión de la guerra de Ferrara (1482-1484) y también contra Julio II (1509-1510), a saber, buscando apoyo legal a su postura. En consecuencia, consultaron acerca del mejor modo de hacer frente a la amenaza romana a los doctores en leyes Erasmo Graziani y Marco Antonio Pellegrini, así como también al servita veneciano Paolo Sarpi. Este último respondió por escrito que se podían hacer dos cosas: en primer lugar, prohibir la publicación de las censuras y evitar su puesta en ejecución y, en segundo lugar, apelar a un futuro concilio; de todos modos, según Sarpi, de momento sería mejor no recurrir a la segunda opción, para no irritar todavía más al Papa y porque también parecería que, apelando a un concilio, estarían suscitando dudas acerca de la justicia de su causa. Esta respuesta se leyó en el Senado el 28 de enero de 1606 y gustó tanto a los senadores que nombraron a Sarpi consejero teológico y canonista al servicio de la República, con una retribución anual de doscientos ducados{127}; a su labor como asesor del gobierno, se añadiría también la de apologista del mismo a través de una serie de obras publicadas con ocasión del interdicto para justificar la actuación del gobierno. Ese mismo 28 de enero, el Senado mandó su respuesta a Paulo V en una carta firmada por el Dogo, expresando sus más enérgicas protestas por la condena papal de las leyes fundiarias venecianas y manifestando que estas leyes no tenían por objeto limitar los derechos de la Iglesia, sino evitar el debilitamiento de la República. El 25 de febrero, el nuncio del Papa se presentó de nuevo ante el Collegio de Sabios con el segundo breve, en el que se instaba a la liberación y entrega de los religiosos encarcelados. El 11 de marzo, el Senado remitió al Papa su respuesta, haciendo profesión de devoción fervorosa hacia la Santa Sede, pero defendiendo sus derechos jurisdiccionales sobre las personas de condición religiosa, que estarían justificados por las aprobaciones –que no concesiones– recibidas por los predecesores de Paulo V en el solio pontificio.

El 30 de marzo, el embajador francés se presentó ante el Collegio de Sabios, para informarles de que Su Cristianísima Majestad estaba dispuesta a prestar toda su ayuda como mediadora, con objeto de que ambas partes pudiesen llegar a un acuerdo satisfactorio que pusiese fin a la disputa. Lo cierto es que, una vez concluida la paz de Lyon en 1601, Francia ya no tenía ningún peso militar en Italia, donde la única influencia que podía ejercer era de tipo diplomático y a través de alianzas con príncipes italianos{128}. A pesar de que los venecianos deseaban sobremanera el apoyo de Francia a su causa, sin embargo, a Enrique IV le interesaba presentarse como neutral en la disputa, porque de esta manera alejaba las sospechas de que la elección de Camillo Borghese como Romano Pontífice había supuesto una victoria de los muñidores franceses sobre la facción española en el cónclave celebrado en la primavera de 1605; además, un apoyo decidido de Francia a Venecia obligaría a Roma a establecer una alianza con España y esto a Enrique IV no le interesaba, porque su verdadero objetivo era aumentar su influencia tanto en Roma como en Venecia, para contrarrestar de este modo la hegemonía española en Italia{129}. Por su parte, España se presentaba en el conflicto como principal aliado de Roma, ofreciendo incluso ayuda militar, aunque de manera bastante vaga e indefinida, porque la corona española se encontraba en graves problemas financieros, viéndose recientemente obligada a firmar dos paces, con Francia en 1598 (tratado de Vervins) y con Inglaterra en 1604 (tratado de Londres), al mismo tiempo que negociaba una tregua con los rebeldes de los Países Bajos; no obstante, el duque de Lerma consideraba altamente improbable que la disputa desembocase en un conflicto bélico y, en consecuencia, podía animar al Papa a adoptar una línea dura en la disputa e incluso ofrecer ayuda militar, pero siempre sin terminar de definirla. Pues aunque el cardenal Escipión Borghese, sobrino del Papa y secretario de Estado, informase al embajador francés de la intención de apoyar con armas «temporales» las «espirituales» y aunque incluso los banqueros de Génova se mostrasen dispuestos a prestar al Papa el dinero necesario en caso de conflicto armado con sus enemigos los venecianos, sin embargo, nada podía estar más lejos de las intenciones de ambas partes que convertir la disputa en un enfrentamiento militar; de hecho, Paulo V, legista de formación y gran estudioso del derecho, a diferencia de Julio II, pretendía conseguir una victoria por la pura fuerza de las leyes; coadyuvando a este propósito, desde Roma se puso en marcha una campaña literaria y propagandística sin precedentes contra la República de Venecia.

El 17 de abril, Paulo V reunió de nuevo a los cardenales en consistorio, para anunciarles que si en tres semanas el gobierno veneciano no había revocado las leyes fundiarias y entregado a los religiosos encarcelados al nuncio apostólico, excomulgaría al Senado e impondría un interdicto sobre todos los territorios de la República. Los cardenales –a excepción de los prelados venecianos y del francés Jacques Davy du Perron, que excusaron su ausencia del consistorio por encontrarse «enfermos»{130}– votaron a favor del ultimátum del Papa, aunque, a decir de Sarpi, sin gran convicción y en muchos casos por «propio interés»{131}. Seguidamente, Paulo V remitió un monitorio a todo el clero veneciano, exponiendo las razones de las censuras eclesiásticas, declarando nulas e inválidas todas las disposiciones del gobierno veneciano contrarias a la propiedad y la inmunidad eclesiásticas y concluyendo con las sentencias de la excomunión y el interdicto. Si en sus dos breves anteriores remitidos al gobierno veneciano, Paulo V se expresaba con palabras de benigno paternalismo, en su monitorio ya no se dirigía a las autoridades de la República, sino directamente al clero y, en tono áspero, ordenaba con su interdicto la suspensión de los oficios divinos y la administración de los sacramentos en la totalidad del territorio veneciano, si el gobierno de la República no atendía las exigencias papales. Pocos días después, el Senado informó al nuncio de que no permitiría que ningún poder extranjero limitase sus derechos jurisdiccionales y que se defendería del modo que le pareciese más conveniente a sus intereses. El 8 de mayo, ante la negativa del Senado a ceder a las exigencias papales y a punto de entrar en vigor la excomunión y el interdicto, el nuncio apostólico abandonó Venecia. A partir de ese momento, todas las decisiones que se tomaron en el Senado concernientes a la disputa con Roma, fueron adoptadas por abrumadora mayoría. Sin duda, la idea de ser excomulgados no inquietó lo más mínimo a los senadores venecianos; ciertamente, es muy probable que a la altura ya del siglo XVII fuese muy relativo el efecto de intencionado terror que una amenaza de excomunión, con las consiguientes penas del infierno, podía causar sobre individuos como los del patriciado veneciano, pertenecientes a una clase social activa, emprendedora e instruida; pues los patricios eran muy conscientes de que toda la disputa con el papado no se debía a razones de tipo espiritual, sino que, detrás de este enfrentamiento, lo que había era una lucha por el poder secular, al que también aspiraban –y en la mayor medida posible– los Estados Pontificios, como demostraban sus recientes anexiones territoriales. Asimismo, a tenor de que la mayor parte del clero, tanto regular como secular, no observó el interdicto, es muy probable que tampoco a ellos les turbase la perspectiva de una condenación eterna a padecer las penas infernales y prefiriesen obedecer al gobierno veneciano antes que mantenerse fieles al Papa y observar el interdicto; no obstante, con toda seguridad, también algo tuvo que ver con ello el hecho de que el gobierno veneciano ordenase a todo el clero continuar con el desempeño del ministerio sacerdotal y la administración de los sacramentos, so pena de muerte en caso de desobediencia. Pero eran las capas de la sociedad más humildes y menos instruidas a las que más podía turbar la imposibilidad de seguir recibiendo los sacramentos y las que, a la postre, más problemas podían ocasionar a las autoridades, siendo este el objetivo que Paulo V buscaba con su interdicto. Por esta razón, el gobierno veneciano tuvo muy claro desde el principio que seguiría el consejo de Sarpi y pondría en práctica una «estrategia de la negación», según expresión que Filippo de Vivo utiliza para designar el modo de actuar del gobierno veneciano con ocasión del interdicto{132}. Como señala De Vivo, el monitorio de Paulo V iba dirigido expresamente al clero veneciano, pero sus destinatarios últimos eran todos los fieles de la República, en una clara estrategia por parte de Paulo V de sublevar al pueblo veneciano contra sus gobernantes{133}. Para evitar este peligro, el gobierno de la República intentó mantener todo en secreto, prohibió la publicación del monitorio del Papa y ordenó al clero continuar con los oficios divinos y la administración de los sacramentos, con las puertas de las iglesias abiertas para que todos los fieles pudiesen recibirlos. Así pues, con su «estrategia de la negación», las autoridades venecianas no pretendían refutar el monitorio, sino directamente censurarlo e impedir su difusión. Incluso antes de que Paulo V remitiese su monitorio al clero veneciano, ese mismo mes de abril el Senado ya había ordenado a todos los religiosos que entregasen sin abrir todas las cartas procedentes de Roma; también prohibió la afixión de cualquier documento en sus iglesias. La misma orden fue dada de nuevo a principios de mayo, pero esta vez bajo pena de muerte para quien no la cumpliera{134}, por lo que el nuncio apostólico sólo pudo conseguir que el monitorio se publicase en lugares próximos a la frontera de la República. Asimismo, el 31 de mayo, el Senado ordenó a los gobernadores de Padua y de las principales ciudades de los dominios de Tierra Firme que tomasen medidas para que, a las puertas de entrada a las ciudades, todo religioso procedente del exterior fuese registrado para comprobar si portaba algún documento o papel sospechoso; tampoco debería admitirse ninguno que pudiese causar problemas en la ciudad, sino que sería expulsado de los territorios de la «Serenísima». Frente a estas medidas de las autoridades venecianas, destinadas a evitar la difusión del monitorio papal en sus territorios, por parte romana no se escatimaron esfuerzos para penetrar el «anillo de hierro»{135} que la República había dispuesto alrededor de sus dominios; se imprimieron miles de copias del monitorio en italiano y se enviaron a las ciudades más cercanas a las fronteras con la República, para poder introducirlas en ella clandestinamente; ciudades como Mantua y Bolonia se convirtieron en verdaderos centros de agitación contra el gobierno veneciano y desde ellas se remitieron toda clase de panfletos y mensajes secretos dirigidos al clero.

El gobierno de la «Serenísima» puso todo su empeño en impedir este «contrabando» de bulas. De esta manera, el clero veneciano, al no tener conocimiento cierto del interdicto, podía excusar ignorancia, para seguir cumpliendo con los oficios divinos y la administración de los sacramentos, de suerte que podía obedecer al gobierno veneciano sin desobedecer formalmente al Papa. Así, por ejemplo, los benedictinos metieron todas las cartas sin abrir en un baúl acerrojado, para «salvar sus conciencias con la ignorancia»{136} frente al monitorio del Papa, pero sobre todo para no poner en riesgo sus vidas desobedeciendo al gobierno veneciano. No obstante, como señala Filippo de Vivo, la «estrategia de la negación» planteaba el siguiente problema a las autoridades venecianas: ponerla en práctica suponía publicar las órdenes, pero publicar las órdenes significaba dar visibilidad al conflicto y, en consecuencia, ir en contra de la propia estrategia; por tanto, para seguir manteniendo al pueblo veneciano en la ignorancia del interdicto, todas las órdenes debían darse a los religiosos oralmente{137}. Así, el prepósito de los jesuitas en Venecia, el P. Bernardino Castorio, informó a sus superiores de haber pedido una copia de las órdenes que el 5 de mayo le diese personalmente el secretario del Dogo, aduciendo que tenía la memoria debilitada por la edad, pero el secretario le respondió que se las repetiría todas las veces que fuesen necesarias, incluso si para ello debía emplear todo el día, pero que no podía entregárselas por escrito{138}.

Sin embargo, a pesar de la «estrategia de la negación», el 6 de mayo, el gobierno veneciano hizo público su primer escrito oficial sobre la disputa con el Papa. Ese día el Senado aprobó un Protesto preparado por Sarpi, que de inmediato se publicó –con el encabezamiento «Leonardo Donà, dogo de Venecia por la gracia de Dios»– y que, como documento público, se imprimió en latín y en italiano, se exhibió por afixión en los lugares públicos más concurridos –incluidas las iglesias—, se proclamó al son de trompetas en todos los territorios de la República e incluso se distribuyó entre el pueblo en forma de octavillas, para que su difusión fuese lo más amplia posible. Este Protesto hacía referencia a los múltiples intentos por parte del gobierno veneciano de solucionar el enfrentamiento con el Papa, al mismo tiempo que insistía en el interés de las autoridades venecianas por garantizar el bienestar del pueblo con un buen gobierno; en cambio, describía la actitud del Papa como obstinada y reacia a atender a razones. Pero, a diferencia de las órdenes ya dadas, en el Protesto no se exigía obediencia, ni se amenazaba con castigos. Éstos se dejaban para las órdenes directas dadas oralmente. El gobierno hizo muy explícita la amenaza de que cualquier religioso que se negase a celebrar misa, sería condenado a muerte, aunque lo cierto es que, a la postre, ninguno lo sería. Al mismo tiempo, el Senado aseguraba que defendería en cualquier circunstancia a todos los religiosos que permaneciesen fieles a la República y continuasen con el culto divino. El gobierno veneciano sabía que esto era esencial para evitar desórdenes, tumultos y sublevaciones por parte de la población. De todos modos, contra eventuales disturbios, las autoridades situaron trescientos hombres en puntos clave de la ciudad lagunar. Asimismo, se nombraron nuevos generales de la armada y del ejército de tierra y se reclutaron tres mil soldados, que aumentarían a doce mil en los meses posteriores, con el objetivo de hacer frente a cualquier amenaza militar de los Estados Pontificios o de sus aliados. Para disuadir a sus enemigos de cualquier ataque, durante el período del interdicto el ejército veneciano también realizó numerosas maniobras como demostración de fuerza.

Así pues, como ya hemos mencionado anteriormente, lo que más le interesaba al gobierno veneciano era mantener la lealtad de sus súbditos y para esto necesitaba controlar al clero. En términos generales, puede decirse que consiguió su objetivo. No obstante, la fidelidad del clero hacia la República debía visualizarse y el mejor momento llegaría con ocasión de las procesiones que se celebraban en Venecia entre la Pascua y el día del Corpus Christi. Así, el 25 de abril, poco después de que Paulo V lanzase su monitorio, tuvo lugar sin ninguna incidencia la procesión del día de San Marcos –como representación simbólica de la especial relación existente entre la República y su santo patrono—, con asistencia del propio nuncio apostólico, razón por la cual, según se dice, este último cayó en desgracia ante el Papa{139}. Sin embargo, el momento en que mejor se pudo visualizar la gran religiosidad del Estado y la unidad reinante entre autoridades, clero y pueblo, fue con ocasión del día del Corpus Christi. Como era habitual, ese día se celebraron dos procesiones, con las que tradicionalmente se pretendía representar la unidad del cuerpo terreno del Estado con el cuerpo místico de Cristo. Las dos procesiones de ese año de 1606, como señala Filippo de Vivo, fueron especialmente solemnes y suntuosas, así como de un simbolismo más explícito alrededor de la sagrada hostia, porque el interdicto papal prohibía la eucaristía, no obstante lo cual, esta última se celebró sin problemas, con asistencia de los embajadores extranjeros, llegando el gobierno incluso a ordenar que la sagrada hostia fuese portada en procesión a todas las ciudades de la República, como manera de mostrar que el clero veneciano permanecía fiel a la «Serenísima» y que, por tanto, el interdicto papal no había tenido efecto alguno. Así se confirmaban las palabras que el papa Julio II pronunciase cien años antes, cuando afirmó que las bulas de excomunión sólo podían enviarse a los soberanos ensartadas por las puntas de las lanzas{140}.

3.4. La «guerra de escrituras»

Por parte veneciana también dio comienzo otra suerte de guerra, una «guerra de escrituras», a decir del fraile servita Paolo Sarpi{141}. A pesar de que este último atribuye su inicio, en el mes de agosto de 1606, a los escritores papistas, de hecho fue el servita quien, en unas primeras escaramuzas, «declaró» la «guerra de escrituras» con la edición del Trattato et resolutione sopra la validità delle scommuniche del teólogo conciliarista francés Jean Gerson, que apareció impreso el mismo día del Protesto, el 6 de mayo de 1606, traducido a la lengua italiana, con un prefacio anónimo y falsamente firmado en París, porque en realidad se debía a la pluma de Paolo Sarpi. Jean Gerson (1363-1429), rector de la Universidad de París y uno de los teólogos más significados en tiempos del Concilio Constantiense (1414-1418) por su defensa a ultranza de la primacía del concilio sobre el papado, en su Trattato trazaba los límites del poder eclesiástico de imponer excomuniones, describiendo una serie de situaciones teóricas en que las excomuniones y censuras eclesiásticas suponían un abuso de poder y, en consecuencia, eran nulas y carentes de valor y no habría ninguna obligación de observarlas; su prefacio anónimo –en realidad, escrito por Sarpi– pretendía contribuir todavía más a sembrar duda y confusión acerca de la veracidad de la excomunión y el interdicto impuestos sobre Venecia por Paulo V{142}. Dos semanas más tarde aparecieron en Venecia otros dos escritos. El primero se trataba de una carta dirigida por san Bernardo al papa Eugenio III, escrita en torno al 1150, en la que se denunciaba la corrupción del poder eclesiástico{143}. El segundo{144} apareció sin indicación de autor, aunque sabemos que, bajo la forma de respuesta a la carta de un religioso romano, fue escrito por el jesuita apóstata Giovanni Marsilio, denunciando la nulidad de las censuras impuestas por Paulo V. Tanto el Trattato de Gerson como el escrito de Marsilio aparentaban haberse publicado fuera de Venecia y ambos carecían de licencia, por lo que su distribución fue limitada y hubieron de venderse secretamente, aunque no sin la connivencia de las autoridades venecianas. Tampoco Paulo V en principio vio con buenos ojos una guerra de imprentas. Sin duda, tanto en Venecia como en Roma se temían las consecuencias, potencialmente peligrosas, que podían seguirse de una polémica pública. Sin embargo, todas las dudas de Paulo V se disiparon tan pronto como tuvo noticia de la publicación de los primeros escritos provenecianos. La Inquisición romana los prohibió todos, incluido el Protesto oficial de la República. Seguidamente, los más insignes escritores papistas de la época pusieron sus plumas al servicio de la causa pontificia. El cardenal Baronio, en su Paraenesis ad rempublicam Venetam (Roma 1606), lanzó un ataque frontal contra el grupo de los giovani, llegando a invocar la ira divina y vaticinando las penas del infierno para todos ellos{145}, si no volvían a la antigua prudencia y devoción de la República, declarándose a continuación estupefacto por el hecho de que el Protesto hubiese sido promulgado en nombre de todo el Senado, cuando, según él, no todos los senadores lo aprobaban, especialmente los prudentes{146}. El cardenal Belarmino, en un tono más mesurado, también escribió varias obras en respuesta a los escritos venecianos{147}; en su Risposta a due libretti (Roma 1606), Belarmino refuta los escritos de Marsilio y Gerson; sobre el primero, compara a su autor con Marsilio de Padua, alertando además del gran peligro que para la fe podía seguirse de la publicación de escritos de temática religiosa de forma anónima, sin licencia de superiores eclesiásticos y sin indicación de lugar ni fecha de impresión{148}, y haciendo notar que el escrito de Marsilio exaltaba el poder del dogo en detrimento de la libertad de los patricios, sin duda con la intención de que estos últimos se alzasen contra el dogo Leonardo Donà; sobre el segundo escrito, Belarmino no duda en parangonar a su editor con Lutero y Calvino, además de ofrecer toda una relación de herejías contenidas en los escritos venecianos{149}. En la «guerra de escrituras», por parte romana también «combatieron» el cardenal Ascanio Colonna, con su Sententia contra Reipublicae Venetae episcopos (Roma 1606), el jesuita Possevino, así como el carmelita miembro de la Congregación de auxiliis, Juan Antonio Bovio; incluso Tomás Campanella escribió contra la República; todos ellos sostenían las mismas tesis: el poder temporal está subordinado al espiritual y el Papa tiene derecho a excomulgar y destronar reyes, liberando a sus súbditos de su obediencia, así como al clero. De nuevo, por parte veneciana, Paolo Sarpi replicó al escrito de Belarmino con unas Considerazioni sopra le censure di Paolo V contro la Repubblica di Venezia (Venecia 1606) y con una Apologia per le opposizioni fatte dal cardinal Bellarmino alli Trattati di Giovanni Gersone sopra la validità delle scommuniche (Venecia 1606); además, en colaboración con otros seis teólogos, Sarpi sacó a la luz un Trattato dell’Interdetto di Papa Paolo V (Venecia 1606). En apoyo de Sarpi, su colaborador y hermano de religión, fray Fulgenzio Micanzio –que, tras la muerte del primero, le sucedería como consejero teológico de la República—, escribió una Confermazione delle considerazioni del P. Maestro Paolo di Venezia contro le opposizioni di Giovanni Antonio Bovio Carmelitano (Venecia 1606). Entre los laicos que asumieron la defensa de la República, destacó Antonio Querini, importante patricio veneciano del grupo de los giovani, que escribió un Avviso delle ragioni della Repubblica di Venezia intorno alle difficoltà promosse da Paolo V (Venecia 1606), en el que exigía que la Iglesia se ocupase exclusivamente de asuntos de naturaleza espiritual y no intentase condicionar las decisiones de gobierno, porque éstas respondían a las necesidades de la República; aunque en un principio el Senado no autorizó la publicación de este escrito, probablemente para que no se airease aún más la polémica, finalmente, el 4 de agosto, aprobó por mayoría aplastante su publicación, así como la de los escritos de otros autores, llegando a ordenar la distribución del Avviso de Querini a todos los representantes de la República en las cortes extranjeras. En su Istoria dell’interdetto, Paolo Sarpi resume la doctrina de todos estos escritos de la siguiente manera: Dios ha establecido dos gobiernos en el mundo, uno espiritual y otro temporal, cada uno de los cuales es supremo e independiente del otro; el primero es el ministerio eclesiástico y el otro el gobierno político; del espiritual se han hecho cargo los apóstoles y sus sucesores y del temporal los príncipes, no pudiendo los unos entrometerse en los asuntos de los otros; por ello, el papa carece de potestad para anular las leyes que los príncipes promulgan sobre las cosas temporales, así como tampoco puede privarles de sus Estados, ni liberar a sus súbditos de su sujeción; por otra parte, los religiosos no poseen inmunidad por ley divina, sino por concesión de los príncipes piadosos, no obstante lo cual, estos últimos tienen una potestad sobre las personas y bienes de los religiosos, pudiendo hacer uso de ella cuando así lo requiera la república; en cuanto a la pretensión de la infalibilidad papal, en todo caso ésta sólo podría darse en cuestiones de fe; pero cuando el papa impone censuras a príncipes, es lícito considerar si acaso yerra o no; y si sucede lo primero, entonces el príncipe puede oponerse a ellas para salvaguardia de la república{150}. La Inquisición romana, que el 27 de junio de 1606 ya había condenado y prohibido la impresión del Trattato de Gerson, el 30 septiembre condenó todos los escritos venecianos mencionados, por «heréticos, erróneos y escandalosos», añadiendo la condena y prohibición de impresión para cualquier otro que apareciese en adelante conteniendo las mismas tesis contrarias al interdicto. Esta «guerra de escrituras» alcanzó proporciones inauditas para la época, con 155 títulos publicados en 321 ediciones.

3.5. Expulsión de los jesuitas

Aunque el gobierno veneciano, gracias a las duras medidas adoptadas, consiguió controlar a la mayor parte del clero, comenzando por el patriarca de Venecia, que no dejó de oficiar misa ni de ordenar sacerdotes durante el tiempo que duró el interdicto, sin embargo, algunas Órdenes religiosas se mostraron menos obedientes, señaladamente la Compañía de Jesús, que en principio –y en conexión constante con el nuncio apostólico Orazio Mattei– ofrecía al Papa la estructura más eficiente para transmitir y hacer cumplir en Venecia las disposiciones papales. Para ello, como señala Vittorio Frajese, los jesuitas disponían de un instrumento valiosísimo, el confesionario, por medio del cual podían difundir y obligar a cumplir los preceptos papales{151}. Pero antes era necesario conocerlos con certeza. Sin embargo, a día 24 de diciembre de 1605, el prepósito de la casa profesa en Venecia, P. Bernardino Castorio, informaba al General de los jesuitas, Claudio Aquaviva, de que en Venecia todavía no se habían hecho públicos los breves del Papa, a pesar de lo cual él ya había reunido a los Padres y les había informado de la situación y de cómo debían actuar tanto en el confesionario como fuera de él{152}. Lo cierto es que, hasta mayo de 1606, los jesuitas venecianos mantuvieron una actitud contemporizadora en su ambigüedad. El 19 de abril –es decir, dos días después de que Paulo V lanzase su ultimátum de excomulgar al Senado e imponer un interdicto sobre todos los territorios de la República—, los superiores de las Órdenes religiosas en Venecia fueron llamados a comparecer ante el Consejo de los Diez; en una tensa reunión, a los religiosos se les informó de la prohibición, bajo pena de muerte en caso de desobediencia, de difundir o divulgar cualquier bula hostil a la «Serenísima», así como también –en caso de recibirla– la obligación de entregársela de inmediato a las autoridades; seguidamente, tras preguntar a los religiosos su parecer sobre el caso, uno de los capi del Consejo se dirigió con rudeza al P. Bernardino Castorio, demandándole de qué modo pensaban actuar los jesuitas, a lo que el P. Castorio respondió que harían todo lo posible por satisfacer lo que se les requería{153}, no gustando esta respuesta al Consejo. El 24 de abril, llegaron a Ferrara las primeras copias de la bula papal con la orden de su publicación. El P. Bernardino Confalonieri, provincial del Véneto, consciente del peligro que comportaría su difusión, informó el 27 de abril a los superiores jesuitas de la provincia véneta de la conducta a seguir, en función de las distintas medidas que podría adoptar el gobierno veneciano; entre otras, el P. Confalonieri contemplaba la posibilidad de que se obligase a los jesuitas a permanecer en territorio veneciano y a no observar el interdicto bajo la amenaza de pena de muerte. Algunos jesuitas, como los hermanos Ludovico y Achille Gagliardi, superiores en Verona y Brescia, consideraron que, en tal caso, con seguridad no sería la voluntad del Papa que se observase el interdicto hasta sus últimas consecuencias; más aún, sería una verdadera temeridad; en cambio, podría seguirse una vía intermedia que permitiese eludir la severidad del castigo sin violar el interdicto y sería excusar ignorancia o conocimiento insuficiente de la bula. Sin embargo, en general, los jesuitas venecianos estaban absolutamente resueltos a obedecer las órdenes papales, incluso a costa de la propia vida o de ser expulsados de los dominios de la «Serenísima»; de todos modos, hasta no recibir órdenes concluyentes de sus superiores, no se atrevían a adoptar ninguna decisión firme. En este estado de irresolución, el 28 de abril, el prepósito veneciano, P. Bernardino Castorio, fue llamado a comparecer ante el dogo Leonardo Donà, que de nuevo –como ya habían hecho los capi del Consejo de los Diez– le intimó a no hacer pública ninguna bula hostil a la «Serenísima», así como a continuar en su iglesia con los oficios divinos y la administración de los sacramentos, informándole también de que, si finalmente decidiesen no atender este requerimiento, tendrían la «puerta abierta» para marcharse de la «Serenísima», pero lo harían sin llevarse nada, porque todo lo que tenían, lo habían recibido de la República y sus ciudadanos; por el contrario, si decidiesen quedarse y obedecer, serían bien vistos y tendrían la protección del gobierno; a esta intimación el P. Castorio respondió que los jesuitas, conforme a su vocación, siempre habían estado al servicio de los lugares y las personas que les acogían y que era ajeno a su instituto inmiscuirse en asuntos de gobierno{154}. Pero ese mismo día, 28 de abril, el procurador general de la Compañía, P. Lorenzo Paoli, en audiencia con el Papa, recibía de este último las órdenes concluyentes que los jesuitas venecianos esperaban para saber cómo actuar; concretamente, Paulo V manifestó con toda claridad al P. Paoli su voluntad de que el interdicto fuese observado a cualquier precio y que prefería que la Compañía abandonase el territorio veneciano a que lo infringiese; el P. Paoli le recordó al Papa la intimación que los capi del Consejo de los Diez les habían hecho de continuar con los oficios divinos y la administración de los sacramentos, bajo pena de muerte en caso de interrumpirlos; a esto el Papa respondió: «Queremos que el interdicto se observe»{155}. Al día siguiente, 29 de abril, Paulo V llamó de nuevo al P. Paoli, para comunicarle que no quería que, bajo ningún pretexto o ardid teológico, se violase el interdicto; con toda claridad Paulo V le manifestó de nuevo su voluntad de que el interdicto se observase y de que, si esto no fuese posible, deberían abandonar el territorio veneciano o incluso morir, ya que esto último era mejor que cometer pecado mortal{156}. Ese mismo día, el P. Paoli escribió al provincial del Véneto, P. Confalonieri, informándole de las órdenes del Papa y dándole algunas indicaciones sobre el modo de hacer pública la bula; el P. Paoli consideraba que, tras las medidas adoptadas por la República, sería muy difícil conseguir que las copias de la bula pasasen la frontera de manera inadvertida, pero en caso de lograrlo, deberían proceder a su afixión disfrazados, con nocturnidad y en algún lugar alejado de la casa de los jesuitas{157}; pero aquí deberían obrar de acuerdo con el nuncio. El 5 de mayo, el dogo envió un secretario a la casa profesa de los jesuitas para recordarles: que si decidiesen seguir en Venecia y cumplir las órdenes ya recibidas, bajo pena de muerte en caso de desobediencia, serían bien tratados y protegidos; que debían continuar en su iglesia con los oficios divinos y la administración de los sacramentos; que si alguno de ellos no quisiese obedecer, era libre de marcharse, pero nunca más se le permitiría volver a poner pie en territorio veneciano; y que quien tomase esta decisión, debía comunicar su nombre, apellido y día de partida, sin que pudiese portar con él cosa alguna perteneciente a la iglesia ni a la casa. Al día siguiente, el P. Castorio acudió, acompañado de otros tres jesuitas, ante el dogo y le respondió que, como ya había dicho anteriormente, intentarían hacer todo lo posible por satisfacer lo que se les requería. El dogo insistió en que quería que se le respondiese, de manera explícita, con un «sí» o un «no», a lo que el P. Castorio dijo de nuevo que necesitaban tiempo para poder dar una respuesta definitiva, porque todavía no conocían la bula, ni habían recibido comunicación alguna de sus superiores. Pero ese mismo día 6 de mayo, el provincial P. Confalonieri mandaba un correo a Venecia, para informar a los jesuitas de la voluntad inexorable de Paulo V de que su interdicto fuese observado a cualquier precio. En cuanto esta carta fue recibida, el 7 de mayo, en cumplimiento de su cuarto voto –de obediencia al papa—, los jesuitas abandonaron su actitud ambigua y dubitativa. Al día siguiente, 8 de mayo –el mismo día en que el nuncio apostólico abandonaba Venecia, por estar a punto de entrar en vigor el interdicto—, el P. Castorio, en compañía de otros tres jesuitas, compareció de nuevo ante el dogo, para informarle de su decidida voluntad de observar rigurosamente el interdicto, ya que así lo mandaba el Papa, aunque esto debiese costarles la vida; el dogo comenzó a lanzar violentas invectivas contra Paulo V por la gran injusticia que estaría cometiendo y terminó diciendo a los jesuitas que se lo comunicaría todo al Senado y que si finalmente abandonaban Venecia, no podrían llevarse consigo sus bienes. El 9 de mayo, el vicario patriarcal, dos ecónomos y el secretario principal de la Signoria –órgano central de gobierno, formado por el dogo y el Consejo Menor– se presentaron en la casa profesa de los jesuitas en Venecia, para inventariar los bienes de la sacristía y la biblioteca; les pareció que la sacristía estaba muy vacía, aunque no así la biblioteca; cuando finalizaron, cerraron con llave las dos estancias, para que nadie pudiese llevarse nada.

Al día siguiente, 10 de mayo, de buena mañana –según puede leerse en la relación que el P. Bernardino Castorio, ya en el destierro, remitirá al Prepósito General, P. Claudio Aquaviva{158}—, a la casa profesa de la Compañía en Venecia acudió un capitán con sus soldados, para informar a los jesuitas de la orden de expulsión de los dominios venecianos; debían abandonar Venecia ese mismo día por la noche; inmediatamente los jesuitas, presurosos, comenzaron a preparar todo lo necesario para su partida; todo ese día hubo un gran ir y venir de personas a la casa profesa, entre ellas muchas damas y caballeros afectos a la Compañía, demandando si acaso los rumores de expulsión eran ciertos; a las siete de la tarde, el secretario de la Signoria acudió para advertir a los jesuitas de que el dogo no permitiría escándalos de ningún tipo y que debían desalojar a toda la gente que se había congregado, tanto en la Iglesia –especialmente, damas penitentes que querían confesarse por última vez– como en la casa profesa y en la plazuela frente a ella, donde se había formado una gran concurrencia, tanto de curiosos como de individuos que sólo querían mofarse y disfrutar del espectáculo; el P. Bernardino Castorio hizo todo lo que pudo por que toda esa gente se retirase, pero le resultó imposible, por lo que el capitán entró en la iglesia con sus soldados, para desalojar de ahí a todas las mujeres que lloraban la marcha de sus confesores, haciendo lo mismo a continuación con todas las personas ajenas a la Compañía que se encontraban en la casa profesa; seguidamente, el capitán cerró con llave la iglesia y la casa profesa, quedando los jesuitas retenidos en ella; el capitán no permitió que nadie saliera, ni entrara, y sólo con gran dificultad pudo conseguirse que algún jesuita saliera a comprar pan; el propio embajador de España, que acudió a las nueve de la noche para despedir a los jesuitas y ofrecerles su ayuda en la partida, tuvo que esperar una hora hasta poder entrar y esto tan sólo después de habérselo pedido insistentemente al Collegio; mientras tanto, hasta la hora de la partida, dos capitanes con sus soldados permanecieron en la plazuela para evitar desórdenes en el momento de la marcha; finalmente, a las doce de la noche, llegaron cuatro barcas de propiedad pública, en las que los jesuitas metieron sus cosas como pudieron, porque los soldados les dificultaban la tarea; el embajador español puso a su servicio su góndola, en la que metieron algunos libros que se habían quedado fuera de la bilbioteca; seguidamente, los jesuitas entraron en su iglesia y rezaron unas letanías en presencia del vicario patriarcal, que acababa de llegar acompañado de los ecónomos; por fin, a las dos de la madrugada y tras ser informados por el vicario del itinerario que seguirían en su marcha de los dominios venecianos, los jesuitas subieron a las barcas sin poder hablar con nadie y con gran dificultad, por el gran número de góndolas y de personas que se habían congregado a esa hora de la noche; Galileo Galilei se encontraba entre los curiosos que presenciaban la partida de los jesuitas y en una de sus cartas explicó cómo todos ellos se habían marchado «con un crucifijo al cuello y un candil en la mano»{159}; al día siguiente, 11 de mayo, a las seis de la tarde, los jesuitas llegaron a la frontera de los territorios venecianos –hasta donde les acompañó un capitán con sus soldados—, dirigiéndose a continuación hacia Ferrara.

Este relato de la expulsión de los jesuitas, basado en la relación remitida al Prepósito Aquaviva por el P. Castorio desde Ferrara tres días después de su partida, difiere sustancialmente del ofrecido por Paolo Sarpi en su Istoria dell’interdetto. Siendo el primer relato un informe «de parte» –aunque de parte presente en los hechos que se narran, a diferencia, que nosotros sepamos, del caso de Sarpi, salvo que este último se encontrase, de incógnito, entre la multitud de curiosos que acudieron a presenciar la partida de los jesuitas—, parece conveniente cuando menos añadir otra relación, como la del servita, puesto que si bien no es de esperar que dicha relación sea un dechado de imparcialidad, sin embargo, por una parte, su confrontación con la del P. Castorio nos permitirá concluir de las coincidencias entre ambas la verdad de los sucesos narrados y de las divergencias si no qué relato es más veraz sí al menos qué actitud adoptar –de necesaria prevención o cautelosa reserva– ante la discrepancia en la narración de los sucesos y, por otra parte, como Sarpi fue, en calidad de consejero teológico y canonista al servicio de la República, uno de los principales promotores de la expulsión de los jesuitas, su relato nos puede servir como ejemplo de abundamiento en las razones que en último término llevaron a decidir la expulsión de la Compañía, sin que con ello pretendamos otorgar veracidad a las acusaciones –o al menos no a todas ellas—contra los jesuitas, sino levantar acta, por así decir, de los motivos y el estado de opinión antijesuítico que, más allá de su mayor o menor justificación, determinaron de manera efectiva la expulsión y que, en el breve relato de Sarpi, se presentan de manera compendiosa. Según el servita{160}, fueron los jesuitas quienes concitaron tumultuariamente a sus devotos y penitentes, sobre todo para conseguir de ellos todo el dinero posible, que finalmente, según Sarpi, se elevó a una cantidad bastante considerable; para reunir el mayor número posible de devotos, antes de su partida, los jesuitas habrían salido a modo de procesión detrás de un Cristo; ya caída la noche, habrían pedido a las autoridades unos guardias para su protección, lo que les fue concedido; pero también habrían pedido lo mismo al embajador de Francia, que no lo juzgó conveniente al haber ya guardia pública; finalmente, los jesuitas partieron a las dos de la madrugada, cada uno con un Cristo al cuello, para mostrar a todos «que Jesucristo se marchaba con ellos»{161}; una gran multitud de gente acudió a presenciar el «espectáculo», tanto desde tierra como a bordo de barcas, y cuando el prepósito de los jesuitas, que fue el último en embarcar, pidió su bendición al vicario patricarcal, que había acudido para tomar posesión de la iglesia y la casa profesa, se elevó una voz de entre la multitud, que en lengua veneciana dijo: «¡Marchaos en mala hora!»{162}; Sarpi continúa diciendo que los jesuitas habrían ocultado por toda la ciudad todo tipo de cálices y ornamentos valiosos de la iglesia, así como enseres domésticos y muchos libros, dejando casi vacía la casa; durante todo el día siguiente a su partida, todavía habrían estado humeando los restos de dos hogueras, donde se habría quemado una enorme cantidad de escritos, muchos de ellos pertenecientes a un supuesto registro en el que, según Bianchi-Giovini{163}, los jesuitas consignarían las confesiones de sus penitentes; también habrían dejado algunos crisoles para fundir metales, lo que, en cuanto se supo en la ciudad, habría causado un enorme escándalo, incluso a los devotos de los jesuitas; el P. Possevino escribió en una de sus cartas que no utilizaban los crisoles para fundir oro o plata, como se calumniaba contra ellos, sino para ahormar las birretas; en la casa profesa de Venecia no quedó casi nada, salvo la biblioteca del difunto obispo de Treviso, Luigi Molino, donada a los jesuitas, y una caja de libros prohibidos; sin embargo, según el relato de Sarpi, «en Padua se encontraron muchas copias de un escrito que contiene dieciocho reglas, bajo el título Regulae aliquot servandae ut cum orthodoxa Ecclesia vere sentiamus; en la décima séptima se ordena no predicar ni inculcar en demasía la gracia de Dios, y en la tercera creer en la Iglesia jerárquica»{164}.

Tras su expulsión, las autoridades venecianas todavía tomarían más medidas contra la Compañía. El 14 de junio, el Senado promulgó un decreto por el que la Compañía era desterrada de manera perpetua de los dominios de la República, motivando esta decisión: en la enorme ingratitud de los jesuitas hacia la «Serenísima», que tanto les había favorecido{165}; en su desobediencia a las órdenes recibidas del gobierno con ocasión del interdicto; en el mal ejemplo que con su conducta habían dado a otros religiosos –particularmente, a capuchinos y teatinos, que también fueron expulsados de Venecia por observar el interdicto, tras conocer que los jesuitas iban a cumplirlo—; en la ocultación y extracción clandestina{166} de la mayor parte de los adminículos destinados al culto divino, que sus devotos venecianos les habían confiado para servicio y gloria de Dios, sacándolos de las «vísceras» de su propio patrimonio; así como en las ideas «perversas» que, en diversas ocasiones, habían sembrado en muchas personas de ambos sexos, con el consiguiente peligro tanto para la religión como para el Estado{167}; en resumen, por sediciosos. A esto se añadía que el destierro perpetuo de la Compañía se había decretado bajo unas condiciones tales que hacían prácticamente imposible su readmisión en un futuro; pues esta decisión debería tomarse, en primer lugar, por el Consejo de los Diez de manera unánime y después ser aprobada por el Consejo Mayor –compuesto al menos por 180 senadores– por mayoría de cinco sextos{168}. Además, el Senado encargó a dos Sabios del Collegio la creación de un registro{169} que contuviese todos los documentos relacionados con la Compañía, para que no se perdiese el recuerdo de las razones por las que se la había expulsado y desterrado a perpetuidad{170}. El 18 de agosto, considerando que, tras la expulsión de los jesuitas, estos últimos no habían dejado de hablar contra la República de manera «insidiosa y perniciosísima», tratando de sublevar contra ella a sus súbditos, especialmente por medio del comercio epistolar que mantenían con muchos nobles y ciudadanos venecianos, así como con mujeres de todas las ciudades de los dominios vénetos, el Senado prohibió a todos los ciudadanos, de cualquier clase, condición y sexo, mandar o recibir cartas de los jesuitas, con la obligación de entregarlas a las autoridades en caso de recibirlas y no mantener ninguna relación con ellos{171}; asimismo, también se ordenó que todos aquellos ciudadanos que tuviesen hijos, nietos u otros parientes estudiando en colegios de la Compañía fuera de la República, los hiciesen regresar a sus casas{172}. Tras haber sufrido todos estos infortunios por mantenerse leal al Papa, a diferencia de la mayor parte del clero veneciano, el 4 de septiembre de 1606 Paulo V agradeció a la Compañía de Jesús su fidelidad por medio de la bula Quantum Religio Societatis, con la que confirmaba el instituto de la Orden en su integridad, así como todas las facultades y privilegios concedidos por sus predecesores, en particular Gregorio XIII y Gregorio XIV{173}.

3.6. Final del interdicto

Durante algunos meses las dos partes en conflicto parecieron completamente irreconciliables; pues antes de comenzar ninguna negociación, el Papa exigía la revocación de las leyes fundiarias y la entrega de los religiosos encarcelados; y el Senado veneciano, por su parte, declaraba que sólo negociaría la resolución del conflicto después de que el Papa hubiese levantado sus censuras; pero ninguna de las partes se avenía a transigir con las demandas de la parte contraria{174}. A partir de octubre de 1606, el Papa comenzó a ceder. En primer lugar, propuso la creación de una comisión –de la que también formarían parte teólogos venecianos– que debería estudiar las demandas de ambas partes y dar una solución al conflicto, aunque siguió exigiendo la anulación de las leyes fundiarias y la entrega de los religiosos, así como el compromiso por parte del gobierno veneciano de aceptar lo que la comisión decidiese. Ante la negativa veneciana, seis semanas más tarde el Papa ofreció revocar sus censuras, siempre que el Senado veneciano retirase su Protesto y readmitiese a los religiosos expulsados de su territorio. En enero de 1607, el Papa llegó incluso a proponer al gobierno de la República la promulgación de unas bulas papales del mismo tenor que las leyes venecianas, siempre que éstas fuesen retiradas; de este modo, se reconocería la autoridad papal sin que la «Serenísima» renunciase a los beneficios económicos que las leyes comportaban.

Por su parte, el gobierno veneciano comenzó a temer las consecuencias que podían seguirse en caso de mantener su postura de resistencia y contraria a toda negociación; cada vez más miembros del patriciado alertaban de la posibilidad de una guerra en la que Venecia debería enfrentarse a España y los Estados Pontificios y además sin aliados; en ese momento ya eran mayoría en el Collegio, con el propio dogo a la cabeza, quienes consideraban que lo mejor era suspender –no revocar{175}– las leyes fundiarias; el dogo Leonardo Donà justificó ante el Senado su cambio de postura con el argumento de que las circunstancias también habían cambiado y la supervivencia política del Estado hacía más aconsejable adoptar una postura de prudente flexibilidad que de rígida adhesión a sus principios{176}, porque esto sólo traería una guerra y una invasión por ejércitos extranjeros. Pero todavía hubo en el Senado quienes no estaban dispuestos a negociar con el Papa y abogaban por mantener la misma postura de resistencia; así, Alvise Zorzi respondió al dogo en un discurso minimizando la probabilidad de una guerra; Nicolò Contarini defendió el derecho de la República a establecer sus propias leyes; en toda Venecia la propuesta del dogo fue acogida con frialdad; finalmente, tampoco fue aprobada por el Senado; en consecuencia, se rechazaron todas las propuestas papales y el dogo se vio obligado a repetir que la República sólo negociaría después de que el Papa hubiese retirado sus censuras.

La situación se había enquistado tanto que ambas partes aceptaron de buen grado la mediación del Rey de Francia, cuyo interés en la resolución del conflicto era máximo, ya que no podía permitirse que estuviesen enfrentados los dos aliados con que contaba para tratar de acabar con la hegemonía española en Italia. La propuesta de Enrique IV consistía básicamente en que el Papa retirase sus censuras y el Senado su Protesto; entonces las autoridades venecianas le entregarían los religiosos encarcelados, que él a su vez pondría bajo la custodia del Papa. En febrero de 1607, el embajador francés Canaye logró que el Senado veneciano aceptase como mediador en representación del Rey de Francia al cardenal François de Joyeuse, que fue acogido benévolamente en Venecia después de que manifestase que no actuaba en representación de la curia romana, sino del Rey de Francia, que no admitiría ningún acuerdo perjudicial para la dignidad, el honor y los intereses venecianos. Una de las mayores dificultades que Joyeuse encontró para lograr un acuerdo entre ambas partes, fue la decidida voluntad de Paulo V de lograr la readmisión de los jesuitas. Pues el Papa no podía permitir que «se hubiese hecho tanto ruido por dos sacerdotes y al final se perdiesen dos mil»{177}. Pero aunque el Senado veneciano, por un decreto del 19 de marzo, mostraba su disposición a ceder en algunos puntos, sin embargo, no se movió ni un ápice de la resolución tomada con respecto a la Compañía de Jesús. Como fracasaron todos los intentos por parte de Joyeuse de lograr que Paulo V dejase de considerar la readmisión de los jesuitas condición necesaria para cualquier acuerdo, finalmente, fue el cardenal Du Perron –que gozaba de gran prestigio en la curia romana y ya en tiempos de Clemente VIII había conseguido que este último diese su absolución a Enrique IV– quien quebró la resistencia de Paulo V, convenciéndole de la necesidad, dadas las circunstancias, de dejar a los jesuitas fuera del acuerdo –a pesar de las presiones en sentido contrario de la diplomacia española– con el argumento de que lo primero que había que hacer era restablecer la autoridad papal en Venecia, una vez conseguido lo cual sería más fácil lograr la readmisión de los jesuitas{178}. Por fin, el 2 de abril, el embajador Canaye informó al Senado de que Joyeuse se acababa de poner en camino desde Roma en dirección a Venecia con el breve que revocaba el interdicto y la excomunión del Senado. La promulgación formal del breve tuvo lugar el 21 de abril de 1607; ese mismo día, los prisioneros fueron entregados a las autoridades francesas, el gobierno veneciano retiró su Protesto y los religiosos que habían decidido observar el interdicto, fueron liberados. Joyeuse intentó por última vez conseguir la readmisión de los jesuitas, pero en este punto el Senado veneciano se mostró completamente inexorable a todo ruego y Joyeuse abandonó toda esperanza al respecto. Sin embargo, no se dijo nada sobre las leyes fundiarias que estaban en el origen del enfrentamiento, de tal modo que en última instancia la República de Venecia apareció como vencedora en la disputa con el Papa{179}; pues de hecho mantuvo sus leyes y, en los meses subsiguientes, también detuvo y procesó a otros religiosos; no obstante, se evitaron todo fasto y ostentación triunfales y del mismo modo que no se había querido reconocer públicamente el conflicto, tampoco se hizo pública su conclusión, procediéndose exclusivamente a informar de manera oficial de la revocación del Protesto. El Senado veneciano se negó a celebrar el fin del interdicto con una misa solemne, como proponía Joyeuse, y tampoco quiso recibir ninguna absolución por parte del Papa, para que no pareciese que había incurrido en alguna culpa. Joyeuse, por su parte, absolvió a diez sacerdotes que no habían observado el interdicto, los cuales a su vez dieron la absolución a los demás. A pesar de que en Roma se elevaron voces críticas con el acuerdo final, Paulo V lo consideró preferible a la opción de haberse embarcado en una guerra, que habría terminado con los Estados Pontificios en una situación de completa sumisión y dependencia respecto de España. Nunca más un Romano Pontífice volvería a fulminar un interdicto sobre un Estado soberano. La Compañía de Jesús hubo de esperar hasta el año 1657 para ser readmitida en la República de Venecia{180}.

3.7. Paolo Sarpi

No podemos finalizar esta breve historia del interdicto sobre Venecia, centrada especialmente en las penosas vicisitudes que con ocasión del mismo hubo de sufrir la Compañía de Jesús, sin trazar una semblanza lo más reveladora posible de una de las personas a las que más responsabilidad cabe atribuir en la creación de un estado de opinión en Venecia contrario a la Compañía, que se haría extensivo a un número cada vez mayor de venecianos y que, en último término, se manifestaría políticamente en la decisión final de expulsar a los jesuitas de Venecia; nos referimos al servita, antipapista, antijesuítico y filoprotestante Paolo Sarpi. Nacido en Venecia el 14 de agosto de 1552, Pietro –nombre que cambiaría por el de Paolo al entrar en la Orden de servitas– Sarpi fue hijo de un comerciante friulano establecido en la ciudad lagunar y de madre perteneciente a una familia pudiente, aunque no aristocrática{181}. Se educó en una escuela dirigida por un tío materno, en la que tuvo por compañeros a jóvenes nobles destinados a desempeñar un papel importante en la política veneciana, como Nicolò Contarini o Andrea Morosini, a los que Sarpi estaría unido por lazos de amistad durante toda su vida. Con doce años es puesto bajo la tutela del erudito servita Gian Maria Capella, matemático y teólogo escotista, que influiría de manera decisiva en el joven Sarpi, tanto por la naturaleza de los estudios a los que éste más se aplicaría –matemáticas y ciencias naturales– como por su decisión de entrar, a la edad de trece años, en la Orden de los Siervos de María o servitas. Sarpi fue un estudiante precoz; a los quince años ya mantenía disputas públicas y con dieciocho era lector de derecho canónico y teología positiva{182}. Sus intereses como estudioso abarcaban el griego y el hebreo, las ciencias naturales y la historia, el derecho canónico y el civil, así como la filosofía escolástica. En 1575, por orden de sus superiores, comenzó a enseñar filosofía en el convento de los servitas en Venecia. En 1578, se doctoró en Padua; en esta ciudad conoció y entabló relación con importantes científicos y eruditos. Con veintisiete años fue elegido Provincial de su Orden; un año más tarde, en 1580, fue designado para formar parte de la comisión encargada de reformar las constituciones de los servitas; para el desempeño de esta labor, tuvo que viajar a Roma y permanecer en ella durante algunos meses; tras ser nombrado Procurador General de su Orden, volvería a residir en Roma entre los años 1585 y 1588; durante este tiempo, además de estudiar en profundidad la estructura institucional de la Iglesia, entablaría amistad con importantes eruditos, como Martín de Azpilcueta, o prelados influyentes, como el cardenal Giovanni Battista Castagna –futuro papa Urbano VII– o el cardenal Roberto Belarmino{183}. En Venecia Sarpi conocería y mantendría una estrecha relación con los embajadores franceses Arnauld du Ferrier y André Hurault de Maisse, con los que le interesaba estar en contacto, para conocer en detalle todos los sucesos acaecidos con ocasión de las guerras civiles en Francia y porque la política francesa de incipiente galicanismo era para Sarpi un ejemplo y un motivo de inspiración para el modo en que, según el servita, la propia República de Venecia debía actuar con relación a la Santa Sede; Sarpi también cultivó la amistad de hugonotes notorios, como Isaac Casaubon, para el que consiguió una copia del Corán, o el médico Jacques Asselineau; en la propia Venecia entró en relación con otros protestantes, especialmente los que se reunían en el negocio conocido como «El barco dorado»{184}. No es de extrañar que pronto levantase sospechas entre las autoridades eclesiásticas; durante una breve estancia en Milán al servicio de Carlos Borromeo, con poco más de veinte años, Sarpi ya fue denunciado ante la Inquisición por haberse atrevido a sostener que del primer capítulo del Génesis no podía deducirse el dogma de la Santísima Trinidad{185}; posteriormente, sería acusado de tener tratos con judíos, de hacer comentarios jocosos sobre la eficacia del Espíritu Santo, de escribirse con herejes, de cantar mal el Salve Regina al final de la misa e incluso de llevar mal puesta su birreta; a esto se añadió la denuncia, hecha por el nuncio apostólico en Venecia, de participar en el reducido círculo de Morosini, «escuela plena de errores», según el nuncio{186}. Finalmente, todas estas acusaciones no prosperarían, por lo que, de momento, permanecían intactas las esperanzas que Sarpi tenía de llegar a formar parte de la misma estructura jerárquica de la Iglesia contra la que más tarde él mismo dirigiría sus críticas más acerbas. Así, deseoso probablemente de huir del mundo frailuno, con sus mezquindades conventuales y sus interminables letanías, entre 1592 y 1601 hasta en tres ocasiones{187} Sarpi puso todo su empeño y movilizó a sus amistades más influyentes para obtener un obispado, cuyas rentas le permitiesen dedicarse de manera desahogada a sus estudios. En la primera ocasión, el cardenal Santa Severina, protector de la Orden de los servitas, le recomendó ante el Papa para el obispado de Milopótamos en Creta; pero no se le concedió, porque el gobierno veneciano y el Papa ya habían llegado al acuerdo de unir ese obispado con el vecino de Rétino; Sarpi se llevó una gran decepción al fracasar en este primer intento de convertirse él mismo en prelado de la Iglesia. En 1600, quedó vacante la sede del obispado de Caorle, localidad costera situada al norte de Venecia en dirección hacia el Friuli, de 6.000 habitantes, extremadamente pobre y de rentas muy inferiores a las de otros obispados vénetos; Sarpi consiguió que las autoridades venecianas le propusiesen para la sede vacante; pero por recomendación del nuncio apostólico en Venecia, el Papa finalmente designó al confesor del nuncio, un fraile franciscano, como obispo de Caorle; así pues, Sarpi sumaba una nueva decepción a la anterior. Al año siguiente, quedó vacante la sede de otro pequeño obispado, el de Nona{188} en Dalmacia; de nuevo los amigos patricios de Sarpi intercedieron para que éste fuese el designado, pero Clemente VIII pretirió su recomendación y nombró a otro. Más tarde, el cardenal Belarmino lamentaría profundamente que Clemente VIII no hubiese satisfecho las aspiraciones de Sarpi, porque de este modo la Iglesia habría ganado un prelado del que se podían haber esperado grandes servicios o, cuando menos, no se habría ganado un enemigo tan sañudo como el servita{189}.

Como ya hemos señalado anteriormente, el 28 de enero de 1606, Paolo Sarpi fue nombrado consejero teológico y canonista al servicio de la República de Venecia. Esta designación supondría un verdadero punto de inflexión en la vida de Sarpi, ya que a partir de ese momento abandonaría el estudio de las matemáticas y las ciencias naturales, para involucrarse de manera activa en asuntos políticos. El primer encargo que recibió del Senado, previo incluso a su nombramiento como consejero, fue preparar la defensa de las leyes venecianas denunciadas por el Papa en el primer breve entregado por el nuncio al Collegio; Sarpi argumentó que estas leyes no se dirigían contra los intereses de la Iglesia, porque sólo afectaban a las propiedades de los laicos; además, la actividad legislativa de la República era una facultad exclusiva del Estado y la Iglesia no tenía nada que decir al respecto, ya que esto iría en detrimento de la soberanía de la «Serenísima»; en consecuencia, según Sarpi, del mismo modo que las autoridades venecianas podían prohibir toda construcción sin licencia, también podían prohibir que se construyesen iglesias sin licencia; y de la misma manera que podían prohibir la enajenación de propiedades, también podían prohibir la transmisión de dominios a la Iglesia{190}. En la segunda consulta planteada por el Senado, Sarpi se ocupó de la fuerza y validez de las excomuniones justas e injustas; la recomendación de Sarpi fue ignorar la excomunión del Papa, como ya se había hecho en ocasiones anteriores, porque era completamente injusta, ya que las leyes venecianas eran útiles y necesarias para la supervivencia del Estado; en cuanto al interdicto, según Sarpi, se trataría de algo que no tendría precedentes en la Iglesia primitiva y que sería extremadamente perjudicial para la devoción del pueblo y muy beneficioso para las herejías{191}.

Si bien en un primer momento durante el desarrollo de los sucesos a que dio lugar el enfrentamiento entre la República de Venecia y los Estados Pontificios, la figura de Sarpi no suscitó especial atención y permaneció relegada a un segundo plano –así, por ejemplo, en la relación general preparada por el prepósito de los jesuitas en Venecia, P. Bernardino Castorio, a Sarpi tan sólo se le menciona como uno más de los consejeros del gobierno veneciano, poniendo todo el énfasis en Leonardo Donà como promotor de la política antipapista—, sin embargo, ya en el verano de 1606 empieza a verse a Sarpi como el verdadero instigador de todas las disensiones{192}; en un panfleto, el jesuita Possevino le atribuía el parecer de que Aristóteles no creía en la inmortalidad del alma, añadiendo que tales opiniones estaban corrompiendo a la juventud veneciana; en otro documento de orientación papista, se describía a Paolo Sarpi como el líder de los consejeros venecianos, tachándoselo de tan venenoso como Lutero y tan impío como Marsilio de Padua{193}. Desde ese momento hasta el día de hoy, los jesuitas siempre han considerado a Sarpi el principal instigador de su expulsión. Así, en tiempos recientes el P. Mario Zanardi, S. I., escribía que Paolo Sarpi había sido uno de los críticos o jueces de parte más encarnizados e incisivos contra los jesuitas e inspirador de su expulsión del Estado véneto{194}.

Una de las principales razones que las autoridades venecianas aducían para justificar la expulsión de los jesuitas y su negativa a readmitirles una vez revocado el interdicto, era el mal uso que éstos, supuestamente, harían de las confesiones; pues sabrían cómo explotar las debilidades de sus penitentes –especialmente, senadores y otros devotos suyos del patriciado—, para conocer secretos de Estado, en perjuicio de la debida reserva sobre los mismos que era necesaria para la salvaguardia del Estado y sus instituciones. Esta es también la crítica que Sarpi, en un plano más genérico, hacía de la confesión; para el servita, tanto en la teoría como en la práctica, la confesión era absolutamente deletérea para la conciencia de los fieles y peligrosísima para el conjunto de la sociedad y el Estado; sería un «arcano del papado», mediante el cual se instilaría «con dulzura» toda clase de doctrinas beneficiosas para los intereses de la Santa Sede y que no podrían proponerse de manera pública por su naturaleza «violenta y sediciosa»; pues si al menos se expusiesen por escrito, podrían conocerse y refutarse sus «maldades», pero en el confesionario resultaba imposible que los penitentes se planteasen la más mínima duda al respecto y, de este modo, según Sarpi, se difundían e inculcaban las doctrinas más provechosas para el papado, que podían incluso llegar a «sublevar a un reino entero contra su legítimo príncipe»{195}. Pero en particular, según Sarpi, serían sobre todo los jesuitas los más expertos en el lucroso y pernicioso arte de la confesión; pues, por medio de ésta, sus colegios y ellos mismos se enriquecían con donaciones en vida y legados de muertos; asimismo, en muchas ocasiones los sacerdotes y –según Sarpi– en especial los jesuitas, con su habilidad en el confesionario, conseguían entrar en las casas y muñir matrimonios, trastornar negocios o incluso satisfacer sus propias «aficiones y placeres secretos»{196}.

Igual de pernicioso para el Estado sería, según Sarpi, el tipo de educación impartida por los jesuitas, tal como se describiría en sus constituciones y como de hecho la practicarían, porque tendría por objeto «expoliar» al alumno de toda obligación para con el padre, la patria y el príncipe, haciéndole volcar todo su amor y temor en el «Padre espiritual»; esta educación sería útil para la «grandeza de los eclesiásticos» –sobre todo, de los jesuitas, que serían expertos en «manejarla»– y cuanto más les beneficiase a ellos tanto peor sería para los gobiernos «que tienen por finalidad la libertad y la verdadera virtud»{197}. También en defensa del Estado, Sarpi no desaprovechó la ocasión para censurar la Concordia de Molina, cuando el Senado veneciano le consultó su parecer sobre la controversia de auxiliis, que enfrentaba a dominicos y jesuitas, y el servita consideró que la doctrina jesuítica acercaba a Dios al hombre y lo hacía escrutable y de comportamiento previsible; en cambio, para Sarpi Dios se encontraría en una posición tan elevada que al hombre le resultaría completamente indescifrable su modo de actuar; en el plano político, este parecer servía para limitar las pretensiones de la jurisdicción eclesiástica, así como para justificar el derecho del Estado al pleno ejercicio de la suya{198}.

Así pues, Sarpi no duda en considerar a los jesuitas los mayores enemigos de la República y los principales aliados del papado. En su Istoria dell’interdetto señala que el nuncio apostólico en Venecia acudía con asiduidad a la casa de la Compañía, donde residían algunos jesuitas muy conocidos por sus servicios al papado en actividades sediciosas contra distintos Estados; por ejemplo, el prepósito de la casa profesa en Venecia durante el tiempo del interdicto, el P. Bernardino Castorio, había sido también prepósito en la casa de París, cuando los jesuitas fueron expulsados de Francia; el P. Antonio Possevino había destacado por sus «manejos y negociaciones» en la corte de Moscú y en Polonia; el P. Giovanni Barone, natural de Venecia, no permitía que se hiciera nada importante en esta ciudad sin su intervención; en cuanto al P. Gioan Gentes, jesuita versadísimo en casos de conciencia, era experto en encontrar siempre algo reprensible en toda acción realizada sin la participación de los jesuitas y en justificar cualquier acción de sus devotos; junto con ellos, se encontraban otros muchos Padres «ejecutores del cuarto voto»{199}. Incluso una vez expulsados de Venecia, Sarpi no deja de estudiar y vigilar con toda atención sus movimientos, aunque no quiere penetrar los «arcanos de los jesuitas» por vana curiosidad, sino por tratarse de algo útil, necesario y acorde a los requerimientos del momento; pues los jesuitas ya habrían logrado establecer una «corrupción universal», ya que anteriormente el mal se toleraba, pero ellos habrían pasado a excusarlo y, finalmente, «a aprobarlo e incluso alabarlo»{200}; el gran temor de Sarpi –que «no prevé las insidias que traman los jesuitas, sino que realmente las ve»– es que logren provocar una guerra, que sería tanto civil como exterior; así pues, el gran enemigo son los jesuitas, porque, según Sarpi, estarían más unidos y serían más constantes, ardorosos, insidiosos y coléricos que cualesquiera otros{201}. El propio lenguaje utilizado por el servita para describir las acciones de los jesuitas, hace pensar en un verdadero enfrentamiento bélico; pues los colegios que construyen no lejos del territorio veneciano, serían «ciudadelas»; y sus intentos de retorno a Venecia serían «baterías» que intentarían abrir «brechas». Además, representarían un peligro mayor que el de la curia romana, porque estarían más unidos y serían más eficaces y aguerridos que los cardenales{202}; por esta razón y porque el papado tiene su mayor apoyo en la Compañía, «una vez vencidos los jesuitas, Roma estará perdida»{203}.

Pero hay que encuadrar la hostilidad de Sarpi contra los jesuitas en el marco más general de su pensamiento político, que identifica a la Compañía de Jesús como símbolo y realidad efectiva de la estrecha alianza entre el catolicismo contrarreformista y la monarquía española. En la Europa descrita por el servita, España se enseñorea de sus destinos en alianza con el papado, que no es más que un instrumento en manos de la monarquía universal española; a esta alianza, particularmente en Italia, España contribuye con su gran poder militar y financiero –que le permite mantener «pensionados» en todas las ciudades– y el papado con su autoridad moral y espiritual{204}; controlando al papa, España también controla a los jesuitas; más aún, según Sarpi, jesuita y español son una y la misma cosa{205}. En esta Europa, con una República de Venecia completamente rodeada y amenazada por la Casa de Austria, el único aliado con que puede contar la «Serenísima» es Francia, a cuyo rey el servita no duda en calificar de amigo, siendo su mayor temor que acabe mediatizado por los jesuitas, que destacan por su ubicuidad. Sarpi también sigue con gran preocupación las noticias sobre la progresión de españoles y jesuitas en las Indias occidentales y orientales, creyendo que los métodos utilizados por los jesuitas de ultramar prefiguran la estrategia que querrían aplicar en Europa para imponer su dominio. El servita centra toda su atención en los acontecimientos de ultramar, porque considera que, en adelante, la hegemonía de la monarquía española también deberá combatirse en el océano Atlántico y en el Índico. Tampoco duda en señalar los tres campos de batalla sobre los cuales los españoles podrán ser vencidos, a saber, en el Mediterráneo por los turcos, en las Indias por ingleses y holandeses y en Italia por los alemanes{206}; se trataría de una guerra mundial, que Sarpi pronostica para principios del siglo XVII y que sería el único modo de lograr su gran objetivo de vencer a España y Roma. Este discurso bélico se intensifica en la correspondencia de Sarpi durante los tres años siguientes al interdicto sobre Venecia; durante todo este tiempo, en su actividad jurídica, política e intelectual al servicio de la República de Venecia, el servita no dejará de embarcarse en otra suerte de guerra, una guerra de palabras que, empero, según el servita, podría acabar desencadenando una guerra de armas{207}. Sin embargo, a pesar de sus esperanzas y de sus deseos de guerra contra España y el papado, la Europa de 1609 era una Europa en paz y esto a Sarpi le resultaba insoportable{208}, porque esta paz era una manifestación y consecuencia de la hegemonía española.

La respuesta desde Roma a las palabras y los escritos de Sarpi no se hizo esperar. En septiembre de 1606, la Inquisición romana sometió a examen las obras del servita publicadas con ocasión del interdicto, declarándolas «temerarias, calumniosas, escandalosas, sediciosas, erróneas y heréticas»{209}; se instó a Sarpi a comparecer ante el tribunal de la Inquisición en Roma, bajo pena de excomunión en caso de no presentarse; el servita decidió no acudir y permanecer en Venecia, haciendo pública por escrito su respuesta a las acusaciones, de modo que finalmente fue excomulgado. Pero el odio y resentimiento suscitados en Roma contra el servita, tanto por sus escritos como por su actividad como consejero de la «Serenísima», todavía habrían de manifestarse de manera mucho más cruenta. Pues el 5 de octubre de 1607, cuando Paolo Sarpi se dirigía, caída ya la noche, hacia el convento servita desde el Palacio Ducal, acompañado por un fraile de su Orden y un anciano patricio, los tres fueron atacados por una banda de sicarios: al anciano lo inmovilizaron sujetándolo del cuello, al fraile lo maniataron y, mientras tanto, a Sarpi le apuñalaron, dos veces en el cuello y una en la cabeza, entrando el puñal por debajo de la oreja, llegando a asomar por la nariz y quedando inserto en la cabeza; el servita cayó al suelo como muerto; ante el alboroto producido, unas mujeres dieron la voz de alarma y los sicarios escaparon, disparando al aire para crear más confusión. Según el relato de Bianchi-Giovini{210}, algunos de ellos lograron abandonar los territorios venecianos por medio de una barca que les estaba esperando en el Lido, pero otros fueron capturados y, a la mañana siguiente, ya comparecían ante el Consejo de los Diez. Inmediatamente se supo quién lideraba la banda de sicarios: se trataba de un tal Ridolfo Poma, un mercader dedicado al comercio de aceites entre Apulia y Venecia, que se había arruinado; en Roma, adonde Poma había acudido para tratar de cobrar algunas deudas, se había encontrado con un sacerdote llamado Alessandro Franceschi, que anteriormente había intervenido como comisionista en algunos negocios de Poma y que en ese momento residía en Roma, haciendo creer que había tenido que exiliarse de Venecia a causa del interdicto; Franceschi había entrado en relación con el sobrino del Papa, el cardenal Borghese, y con el obispo de Sovana; tras mantener algunas reuniones con Franceschi, Poma comenzó a escribir a sus amigos venecianos, contándoles que pronto sería muy rico; aunque el proyecto inicial era secuestrar al servita y traerlo vivo a Roma, sin embargo, si este primer plan fracasaba, la opción alternativa era asesinarlo, como finalmente trataron de hacer. El Consejo de los Diez puso todo su empeño en capturar a los demás miembros de la banda, dando a conocer todos sus nombres y anunciando grandes recompensas para quienes proporcionasen información sensible que permitiese detenerlos. Tras una breve estancia en Ancona, Poma logró llegar a Roma, donde recibió la protección del cardenal Colonna. A pesar de que el Papa había declarado que no permitiría que permaneciese ni una hora en Roma, finalmente, Poma disfrutó de su refugio romano durante un año entero. Posteriormente, el nuncio en Nápoles logró que el virrey español permitiese que Poma residiese en sus dominios, recibiendo además 1.500 coronas al año; pero Poma, sintiéndose inseguro en Nápoles y temiendo por su vida, regresó a Roma, refugiándose de nuevo en la casa del cardenal Colonna. El mercarder fracasado y torpe sicario, encontrándose en un estado cada vez más degenerado –con sus facultades mentales perturbadas– y hablando más de la cuenta, finalmente, fue detenido y encarcelado en la prisión de Civitavecchia, donde terminaría sus días. En cuanto al servita, se recuperaría completamente de sus heridas, quedándole tan sólo como recuerdo del aciago y criminal acto unas aparatosas cicatrices. Paolo Sarpi continuaría todavía durante muchos años con sus actividades al servicio de la República de Venecia, muriendo el 15 de enero de 1623. Dos años antes había fallecido Paulo V.

4. Conclusión

Vamos a finalizar este estudio introductorio a la obra de Gerhard Schneemann, Origen y desarrollo de la controversia entre el tomismo y el molinismo, extrayendo las consecuencias más plausibles de todo lo que hemos expuesto hasta aquí. Como ya señalamos al comienzo de nuestro estudio, el P. Théodore de Régnon se felicitaba por el descubrimiento y publicación por parte de Schneemann de los manuscritos autógrafos de Paulo V, que, según el P. De Régnon, zanjaban «de manera definitiva el debate histórico»{211} acerca de las razones que finalmente habrían conducido a Paulo V a no condenar la Concordia de Molina. Por lo demás, ese «debate histórico» resultaba completamente razonable y justificado, en la medida en que, como ya hemos expuesto en 2.4. («Las Congregaciones contra Molina»), durante nueve años y hasta la última congregación celebrada el 28 de agosto de 1607, nadie pensó que la gran controversia finalizaría con la no condena de la Concordia, como se supo tres días después de la postrera congregación, cuando Paulo V dio a conocer que difería su decisión final ad kalendas Graecas, ordenando entre tanto que disputadores y consultores regresasen a sus casas y prohibiendo que, en materia de gracia, ninguna de las dos partes censurase a la otra. Pero ¿realmente podía considerarse que el descubrimiento de los manuscritos autógrafos de Paulo V zanjaba el debate? Pues ¿qué otra cosa podía esperarse de unos manuscritos con los votos consignados de los cardenales salvo lo que aparece en los documentos publicados por Schneemann, esto es, unos votos de los cardenales y un juicio del Papa que no estarían en contradicción, sino en consonancia, con la decisión que se hizo pública tres días después de la celebración de la última congregación del 28 de enero de 1607? Por otra parte, de no haber sido así, es decir, si los votos de los cardenales hubiesen sido favorables a la condena de la Concordia y, en consecuencia, hubiesen estado en contradicción con la decisión final del papa Borguese, ¿habría publicado Schneemann unos manuscritos que demostrarían que Paulo V, por tanto, no había tomado su decisión por razones puramente dogmáticas, sino por interés político, y que, por consiguiente, darían la razón a autores como el dominico Serry, que ya había defendido esta tesis? Su decencia como historiador le habría obligado a ello, pero habría sido en perjuicio de la consideración de la Concordia de Molina como obra conforme al dogma católico y del crédito de su propia Orden, que se había comprometido en su defensa, dando siempre pruebas de ello en sus Congregaciones Generales. Ahora bien, resulta completamente ocioso plantearse una cuestión tal, porque habría sido muy ingenuo por parte del Romano Pontífice consignar por escrito las «ocultas razones» que le conducían a no condenar la Concordia. Así pues, sólo nos hemos planteado esta posibilidad, porque un documento tal sí que habría zanjado el debate, pero unos documentos como los schneemannianos –a pesar de que en ellos los cardenales se expresen en sentido completamente contrario al manifestado con frecuencia durante el desarrollo de las congregaciones y, por consiguiente, permitan justificar la decisión final del Romano Pontífice, así como también defender el parecer de que la resolución última se habría tomado por razones puramente doctrinales—, en realidad, difícilmente pueden zanjar nada, puesto que, una vez conocida la decisión final de Paulo V, ¿habría sido concebible hallar algún documento que demostrase que el juicio último de los cardenales habría sido contrario a la decisión final tomada por Paulo V, es decir, que habría sido contrario a la no condena de la Concordia por razones doctrinales? ¿Podría acaso haberse esperado de los cardenales otra cosa que no fuese, con respecto al juicio manifestado a lo largo de las congregaciones, una modificación radical del mismo en un sentido consecuente con las expectativas en relación con este juicio por parte del Romano Pontífice? Y, sin embargo, De Régnon admite que el debate existe. Pero si existe, entonces la tesis de Serry sobre las «ocultas razones» para la no condena de la Concordia, debería tener cuando menos algún viso de veracidad, puesto que, en caso contrario, es de suponer que De Régnon no sólo no habría admitido la existencia del debate, sino que incluso habría negado su propia posibilidad, en la medida en que no sería concebible que Paulo V hubiese tomado su postrera decisión por razones completamente espurias, es decir, políticas en este caso. Pero entonces podría estar perfectamente justificado arrojar una sombra de duda sobre los motivos últimos de la decisión del Romano Pontífice para no condenar la Concordia. Ahora bien, siendo esto así, de nuevo cabría plantearse: ¿demuestran los documentos schneemannianos la falsedad de la tesis sobre las «ocultas razones» de la decisión última de Paulo V? Una respuesta negativa a esta pregunta encontraría su justificación sobre la base de la propia inconsistencia del modo de argumentar por parte de De Régnon, porque de la misma manera que, a pesar del carácter público, notorio e incontrovertible de la decisión última de Paulo V de no condenar la Concordia, De Régnon admite la existencia del debate y, por tanto, la posibilidad de unas «ocultas razones» o una motivación espuria, es decir, política, para no condenar la Concordia, así también, ¿por qué la existencia de un documento como el schneemanniano, por convertir en público, notorio e incontrovertible el juicio último de los cardenales expresado en la congregación postrera, debería zanjar el debate y hacernos suponer que la motivación de los cardenales para expresar este juicio no habría sido también espuria o igualmente debida a unas «ocultas razones» –del tipo que fuesen, políticas por ejemplo, pero también de cualquier otra clase—, sino que, por el contrario, se habría debido a razones de carácter exclusivamente doctrinal? Por consiguiente, creemos que si hay motivos para dudar de que la razón última que llevó a Paulo V a decidir no condenar la Concordia, fuese de carácter estrictamente doctrinal, también los habría para hacerlo en el caso del juicio que los cardenales expresan en los documentos schneemannianos y, por tanto, creemos que, a diferencia de lo sostenido por De Régnon, estos documentos no zanjarían el debate. El manuscrito autógrafo descubierto y publicado por Schneemann, sólo confirma lo que ya podía deducirse a partir de la decisión dada a conocer por Paulo V, a saber, que en la última congregación los cardenales se habrían mostrado de acuerdo en no condenar la Concordia. Pero ¿era acaso previsible que finalmente coincidiesen en la decisión de no condenar la obra de Molina, sobre todo teniendo en cuenta lo que el cardenal Pinelli dice en su voto –a saber, que en tiempos de Clemente VIII casi todos los cardenales juzgaban que había que condenar la Concordia—, por no mencionar todas las demás razones que ya hemos expuesto en 2.4. («Las Congregaciones contra Molina») y que llevarían a considerar como desenlace más probable de la gran controversia un fallo condenatorio del autor de la Concordia? Y, en caso de responder negativamente, ¿qué podía haber hecho que, en el último momento, los cardenales decidiesen cambiar de opinión y abstenerse de emitir un voto favorable a la condena de la Concordia? Precedido por el propio cambio de parecer de Paulo V con respecto a una posible condena de la obra de Molina, el cambio en el sentido del voto de los cardenales podría explicarse por razones muy semejantes a las que Sarpi menciona para explicar el apoyo que, en el consistorio del 17 de abril de 1606, los cardenales dieron a la propuesta de excomunión e interdicto sobre Venecia, suficientemente satisfechos con que Paulo V demandase su parecer, probablemente para evitar que los cardenales volviesen a «murmurar», como ya hicieran tras el consistorio del 12 de diciembre de 1605, en el que el Papa sólo les informó, sin permitir que votasen, de la remisión de los dos breves en respuesta a las leyes fundiarias de la República de Venecia y al encarcelamiento de los dos religiosos. Así se expresaba Sarpi:

No se podía esperar otra cosa de los cardenales, salvo que apoyasen la decisión del Pontífice: algunos por propia inclinación […] pero otros, por propio interés, por sus pretensiones al pontificado […] otros no querían contradecir al Papa en nada, para no verse privados de la esperanza de obtener alguna ganancia para sí mismos y los suyos; alguno incluso se excusó diciendo que si hubiese dicho algo contrario al pensamiento del Papa, sólo se habría perjudicado a sí mismo{212}.

Por razones semejantes, los mismos cardenales que en tiempos de Clemente VIII consideraban que había que condenar la Concordia, finalmente, en la última congregación del 28 de agosto de 1607, habrían juzgado lo contrario, secundando así el propio parecer que Paulo V manifiesta en su manuscrito autógrafo, cuando dice que «del mismo modo que la opinión de los dominicos difiere mucho de la calvinista…, también los jesuitas se diferencian de los pelagianos»{213}. No obstante, a pesar de ese cambio en el juicio de los cardenales, con toda seguridad movidos por el deseo de no oponerse a la decisión del Papa «por propio interés», sin embargo, para que no resultase demasiado evidente la desvergüenza que suponía pasar de una condena sin paliativos a una completa absolución, todavía algunos de ellos quisieron seguir mostrando sus reticencias ante la obra de Molina, aun sin llegar a condenarla, por lo que no se pronunciaron a favor de una absolución sin más; así, según el cardenal Pinelli, habrían sido necesarias más diligencias; según el cardenal Givry, todo el asunto debería haberse considerado de manera más detenida; según el cardenal Blanchetti, también habrían sido necesarias más diligencias; el cardenal Taverna, por su parte, prefería «dejar estar la causa»{214}. Atendiendo al contenido de los manuscritos autógrafos de Paulo V, aunque no creemos que pueda suscribirse en su completo tenor lo que Cornelis van Riel dice a propósito de lo acontecido en la última congregación del 28 de agosto de 1607 –a saber, «en esa congregación se representó una comedia infame, que desautoriza al Papa y a los cardenales, no sólo como curialistas llenos de egoísmo, sino, peor aún, como hipócritas e intrigantes»{215}—, porque ¿cómo podría suceder que en una «representación», sea de género cómico o trágico, estuviesen ausentes los intereses o, para decirlo con Van Riel, el «egoísmo» de sus protagonistas y, por tanto, estos últimos debiesen ser desautorizados por estar «llenos de egoísmo»?, sin embargo, sí es verdad que esa inopinada mutación de pareceres podría tomar apariencia de un puro fingimiento de juicios contrarios a los que ya se habían expresado anteriormente por parte de los cardenales y, en esta misma medida, estos últimos podrían calificarse de «hipócritas e intrigantes» sin más, pero tan sólo si se hiciese abstracción de las circunstancias muy concretas del momento en que los cardenales tuvieron que consignar sus votos; sin embargo, los cardenales debieron de tener muy en cuenta esas circunstancias, a tenor de lo que Paulo V les planteó en la postrera congregación, según podemos leer en las actas del secretario Gregorio Núñez Coronel:

El lunes 28 de agosto del año del Señor de 1607, la congregación se celebró en presencia de Nuestro Santísimo Señor en el palacio del Quirinal. Una vez consagrada por Su Santidad, presentes los Eminentísimos y Reverendísimos Señores Cardenales e implorada la gracia del Espíritu Santo, Nuestro Santísimo Señor pidió que cada uno expusiese su parecer sobre el modo de poner fin a la controversia sobre los auxilios divinos, tan penosa y que tanto se había prolongado; también les preguntó si consideraban conveniente, sobre todo en estos tiempos, proceder a una definición apostólica{216}.

Por consiguiente, Paulo V no preguntó a los cardenales si consideraban conveniente sin más proceder a una definición apostólica, sino si consideraban conveniente «sobre todo en estos tiempos» proceder a una definición tal; es decir, se trataba de determinar la conveniencia o no de condenar la Concordia de Molina en un momento muy concreto, en unas circunstancias muy determinadas, como eran las que se daban el 28 de agosto de 1607, fecha en la que ya se sabía con toda certeza que, a pesar de los intentos por parte del Papa de conseguir que la República de Venecia readmitiese a la Compañía de Jesús una vez levantados la excomunión y el interdicto, sin embargo, las autoridades venecianas estaban absolutamente decididas a no permitir bajo ningún concepto la readmisión de los jesuitas, mostrándose completamente inflexibles e inexorables en lo tocante a este punto, por lo que el Papa tendría que resignarse a que «por dos sacerdotes, finalmente perdiese dos mil». Sin lugar a dudas, la expulsión de la Compañía de Jesús de la República de Venecia, a la que tan vinculada había estado desde sus comienzos la Orden ignaciana –como ya hemos visto—, fue un suceso desgraciado para los jesuitas, que veían cómo, de manera completamente expeditiva y sin miramientos, se ponía fin a todos los esfuerzos realizados a lo largo de casi sesenta años, malográndose todo lo conseguido. Así pues, cuando Paulo V preguntó a los cardenales si acaso consideraban conveniente «sobre todo en estos tiempos» proceder a una definición apostólica –es decir, condenar a Molina—, les estaba demandando si resultaba oportuno añadir más daño y sufrimiento a una Orden que tan buenos servicios estaba prestando a la Iglesia y en especial al papado, en virtud de su cuarto voto, de obediencia al papa. A diferencia de lo acontecido con herejes como Juan Wiclef o Martín Lutero, que no sólo ponían en cuestión los dogmas católicos, sino que aspiraban a reformar la Iglesia desde sus propios cimientos, pero abatiéndola primero, y cuya condena resultaba necesaria para la pervivencia de la propia Iglesia católica, en el caso de Molina, a pesar de algunas dudas iniciales, su defensa finalmente fue asumida por toda su Orden, la Compañía de Jesús, cuyos miembros prometían, en virtud de su cuarto voto, obediencia al papa y a la que el propio Paulo V acababa de agradecer su fidelidad, declarándola –por la bula Quantum religio, del 4 de septiembre de 1606– «Orden santa y nunca suficientemente alabada»{217}. Por consiguiente, por la condena de un jesuita y desmintiendo lo que él mismo había declarado en su bula, ¿estaba Paulo V dispuesto a correr el riesgo de enajenarse la afección de todos los demás? Por otra parte, el Romano Pontífice podía remitirse al ejemplo de sus predecesores, porque ya había sucedido anteriormente en la historia de la Iglesia que un papa, por razones de interés práctico –«político», podríamos decir—, no quisiera condenar opiniones heretizantes; pues durante el pontificado de Pío II (1458-1464), dominicos y franciscanos se enzarzaron en una disputa acerca de la sangre de Cristo vertida durante la pasión, sosteniendo los primeros que esa sangre seguía en unión con la divinidad, mientras que los segundos defendían lo contrario; a pesar de que el Papa y la mayor parte de los cardenales se mostraron de acuerdo con los dominicos, finalmente, no se consideró conveniente hacer público el fallo, para no molestar a los minoritas, cuya ayuda era muy necesaria en ese momento para la predicación de las cruzadas contra los turcos{218}. Del mismo modo, ¿cómo podía Paulo V condenar a Molina, cuando la Compañía de Jesús estaba prestando al papado servicios tan valiosos, como se demostró con ocasión del interdicto sobre Venecia? Así, en una audiencia concedida al embajador español el 26 julio de 1611, el propio Papa reconocía esto mismo con las siguientes palabras:

… porque en estos tiempos […] conviene sobremanera conservar y mantener la estima y el crédito de estas dos Órdenes; y desacreditar a una puede producir un gran perjuicio{219}.

Naturalmente, el primer perjuicio sería para el papado. Por tanto, puede considerarse que el propio Papa no podía obrar de manera distinta de como lo hizo; pues de haberlo hecho, se habría perjudicado a sí mismo; pero esto habría sido completamente contrario a todo cálculo de interés de base racional. En consecuencia, condenando a Molina, Paulo V habría hecho más difícil su propia posición, no sólo como Sumo Pontífice de la Iglesia Universal, sino como príncipe soberano –recordémoslo– de los Estados Pontificios; de este modo, puede considerarse que, a pesar de la potestad ejercida por el Sumo Pontífice sobre cualquier otro religioso en virtud de su condición de prelado supremo de la Iglesia católica, la libertad del Papa también estaba constreñida y encontraba sus propios límites, entre otros, en el poder que la Compañía de Jesús había alcanzado en el seno de la Iglesia; no obstante lo cual, para evitar un desequilibrio de fuerzas favorable a los jesuitas, el Papa igualmente debía afirmar su propio poder como contrapeso a la fuerza cada vez mayor de la Orden ignaciana, para mostrarle también a ésta sus límites; por ello, en su audiencia al embajador español, Paulo V añade lo siguiente:

No descuidamos este asunto, sino que tenemos nuestro pensamiento fijo en él […] y si vemos que ha llegado el momento y la necesidad apremia, obraremos de la manera más conveniente y daremos a conocer nuestra decisión{220}.

Por otra parte, ¿podía esperarse que el semipelagianismo reviviese a partir de una obra como la Concordia de Molina, cuya celebridad se habría debido a la denuncia y proceso de que fue objeto más que a su estilo –farragoso y desazonante, con períodos sintácticos tan largos que, como en su momento observaron sus censores, convertían en oscurísimas sentencias ya oscuras de por sí– y que, con toda seguridad, difícilmente podía tener muchos más lectores aparte de aquellos que, en razón de su cargo, como censores y consultores, se vieron obligados a leerla, en una ingrata tarea, por lo demás, muy probablemente no ejecutada en su totalidad ni en gran parte?

5. Nuestra edición

Finalmente y con brevedad, vamos a comentar algunos aspectos de la presente edición, en la que ofrecemos de manera conjunta nuestra traducción al español de las dos obras del jesuita Gerhard Schneemann sobre la polémica de auxiliis, a saber, Die Entstehung der thomistisch-molinistischen Controverse (Friburgo de Brisgovia 1879) y Weitere Entwickelung der thomistisch-molinistischen Controverse (Friburgo de Brisgovia 1880), publicadas por la editorial Herder como suplementos (núm. 9 y núms. 13 y 14, respectivamente) de la revista Stimmen aus Maria-Laach y que se corresponden con la Primera Parte («Origen de la controversia entre el tomismo y el molinismo») y la Segunda Parte («Desarrollo de la controversia entre el tomismo y el molinismo») del libro que el lector tiene ahora mismo entre sus manos. Debemos comenzar precisando que, con el término «tomismo», que aparece en los dos títulos de sus obras, así como en éstas con prodigalidad, Schneemann no se refiere a la doctrina de santo Tomás, sino a la interpretación que de ella hace Domingo Báñez; en consecuencia, cada vez que en el texto aparezca el término «tomismo», deberá entenderse como sinónimo de «bañecianismo»; de hecho, en la traducción al latín de las dos obras de Schneemann, aparecida bajo el título Controversiarum de divinae gratiae liberique arbitrii concordia initia et progressus (Friburgo de Brisgovia 1881), el traductor, P. Gerhard Gietmann, S. I., directamente prefiere sustituir el término «tomismo» por «bañecianismo», para evitar confusiones al lector poco avisado; por nuestra parte, creemos que si Schneemann recurrió al término «tomismo» para designar con él la interpretación bañeciana de la doctrina de santo Tomás, tenía sus razones –en las que no vamos a entrar, para no fatigar todavía más al lector con este estudio preliminar– y, en consecuencia, consideramos que en este caso es mejor respetar la literalidad del texto, esperando que el lector esté suficientemente sobre aviso respecto al significado del término mencionado, a lo que debería ayudar el presente comentario, así como el que ya hicimos en 2.2. («La doctrina de Molina frente al tomismo»). También aquí debemos advertir que el lector habrá de tener en cuenta, cuando vea la palabra «congregación» –tan repetida por Schneemann, como no podía ser de otra forma– en algunas ocasiones escrita con mayúscula inicial (diacrítica) y en otras con minúscula, que en el primer caso estará designando la junta («Congregación de auxiliis») compuesta por los cardenales, prelados y consultores encargados de resolver la controversia teológica y, en el segundo, cada una de las reuniones celebradas por dicha junta; igualmente, mantendremos la mayúscula inicial cuando el nombre común («Congregaciones») designe la realidad única de un determinado acontecimiento, que fueron las reuniones que, durante casi diez años, mantuvo la Congregación de auxiliis. Asimismo, en sus notas a pie de página, con frecuencia Schneemann remite al lector a pasajes concretos de estas dos mismas obras; en estos casos, antepondremos a dichas notas un vid. (vide), con objeto de diferenciarlas de las citas de otras obras, que introduciremos con el más habitual cfr. (confer). Por último, también incluimos en esta edición el apéndice documental que Schneemann ofrece en su Weitere Entwickelung… (Desarrollo de la controversia…); este apéndice consta de algunos textos de santo Tomás y de otros autores de la «antigua» escuela tomista –entre ellos, Francisco de Vitoria—, así como de la reproducción fototípica de los manuscritos autógrafos de Paulo V{221}.

Juan Antonio Hevia Echevarría
Santander, 15 de octubre de 2015

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{1} Théodore de Régnon, S. I., Bañes et Molina, París 1883, «Introduction», pp. VII, XIIIs.

{2} Luis de Molina, Concordia del libre arbitrio con los dones de la gracia y con la presciencia, providencia, predestinación y reprobación divinas, Pentalfa, Oviedo 2007.

{3} Jacobo Jacinto Serry, O. P., Historia Congregationum de auxiliis divinae gratiae sub summis pontificibus Clemente VIII et Paulo V, Amberes 1709, lib. IV, cap. 22, p. 584: «Paulus V occultis rationibus permotus, Pontificii Diplomatis promulgationem mittit in aliud tempus: atque interim partes dissidentes, futuri iudicii exspectatione suspensas, quiescere iubet».

{4} Para la exposición de este punto, vamos a seguir la biografía de nuestro autor debida al P. J. Fäh, S. I., «P. Gerhard Schneemann, S. I.», Stimmen aus Maria-Laach, 30 (1886), pp. 167-189. Sobre la vida y obras de Schneemann, también pueden consultarse: Ludwig Koch, Jesuiten-Lexikon, 1608-1609; Carlos Sommervogel, Bibliothèque de la Compagnie de Jésus, 7:822-826; Heinrich Thoelen, Menologium der deutschen Ordensprovinz der G.J., 671-673; Allgemeine deutsche Biographie, 32:97-99; Biographisch-bibliographisches Kirchenlexikon, 9:532-534; Catholic Encyclopedia, 13:546; Dictionnaire de Théologie Catholique, 16:4014s; Enciclopedia Cattolica, 11:78; Enciclopedia italiana, 31:113; Lexikon für Theologie und Kirche, 9:439; New Catholic Encyclopedia, 12:1140.

{5} Fäh, op. cit., pp. 170-171.

{6} Ibid., p. 175.

{7} K. H. Neufeld, «Gerhard Schneemann», Diccionario histórico de la Compañía de Jesús, Institutum Historicum S. I. y Universidad Pontificia Comillas, Roma-Madrid 2001, vol. IV, p. 3526.

{8} Gustavo Bueno, «Reliquias y Relatos: construcción del concepto de “Historia fenoménica”», El Basilisco, 1ª época, nº 1, 1978, pp. 5-16.

{9} Livino de Meyer, S. I., Historiae controversiarum de divinae gratiae auxiliis sub summis pontificibus Sixto V, Clemente VIII et Paulo V libri sex, Amberes 1705, «Praefatio», a. 10 De codicibus MSS. quibus nititur Historiae Blancianae fides atque auctoritas, p. LII.

{10} Ricardo García-Villoslada, Historia de la Iglesia católica, BAC, 3ª edición, Madrid 1997, vol. IV, p. 313.

{11} Cfr. Origen y desarrollo de la controversia entre el tomismo y el molinismo, p. 363.

{12} García-Villoslada, op. cit., p. 315.

{13} Ibid., p. 322.

{14} Op. cit., p. 372, nota al pie.

{15} Ibid., p. 366.

{16} Cornelis van Riel, Beitrag zur Geschichte der Congregationes de auxiliis, Constanza 1921, p. 12.

{17} Schneemann, op. cit., p. 372, nota al pie.

{18} Van Riel, op. cit., p. 24.

{19} Gabriel de Henao, Scientia media theologice defensata, Lyon 1674, I Protest., p. 16, n. 62.

{20} Van Riel, op. cit., p. 19.

{21} Gustavo Bueno, «Sobre la imparcialidad del historiador y otras cuestiones de teoría de la Historia», El Catoblepas, nº 35 (enero 2005), p. 2.

{22} Schneemann, op. cit., p. 326.

{23} Ibid., p. 9.

{24} Ibid., p. 183.

{25} Ibid., p. 262.

{26} Ibid., p. 141.

{27} Ibid., p. 142.

{28} Ibid., p. 145.

{29} Ibid., p. 146; cfr. san Agustín, De civitate Dei, lib. 5, c. 10.

{30} Ibid., p. 148.

{31} Ibid., p. 149.

{32} Ibid., p. 153; cfr. san Agustín, De dono perseverantiae, c. 14, n. 35.

{33} Ibid., p. 157.

{34} Ibid., p. 159.

{35} Ibid., p. 162; cfr. santo Tomás, In II Sent., dist. 28, q. 1, a. 1 in co.

{36} Ibid., p. 166; cfr. santo Tomás, Summa Theologiae, I-II, q. 10, a. 4.

{37} Ibid., p. 166; cfr. santo Tomás, Summa Theologiae, I, q. 19, a. 8.

{38} Ibid., p. 169; cfr. santo Tomás, De veritate, q. 6, a. 3.

{39} Ibid., p. 227; cfr. Hugo Hurter, Nomenclator literarius theologiae catholicae, p. 269, n. 2.

{40} Ibid., p. 234.

{41} Ibid.; cfr. Domingo Báñez, Commentaria in primam partem, q. 23, a. 3, concl. 9, p. 277.

{42} Ibid., p. 236.

{43} Ibid., p. 249.

{44} Ibid., p. 332.

{45} Ibid.

{46} Op. cit., «Introduction», p. XIV.

{47} Schneemann, op. cit., p. 251.

{48} Ibid.

{49} Ibid., p. 326.

{50} Con estas palabras terminan las actas de Coronel. Cfr. Van Riel, op. cit., p. 245.

{51} Antonio Astrain, S. I., Historia de la Compañía de Jesús en la asistencia de España, Madrid 1913, t. IV, lib. 2, cap. 12, p. 382. Serry (cfr. Historiae Congregationum de auxiliis, Amberes 1709, lib. IV, cap. XXIV, p. 596) describe la alegría de los jesuitas al recibir la noticia en los siguientes términos: «Id in Hispania maxime videre fuit: ubi usque adeo Iesuitae falsis reportatae victoriae rumoribus plebem universam occupaverant, ut paene Praedicatores digito monstrarentur. Nec vero eis huiuscemodi mendaciis plebem alere, satis erat; hanc etiam Salmanticae, Vallisoleti, Valentiae, Villagarciae, Toleti, publicis gaudii significationibus recrearunt. Feriae universis studentibus triduum indictae; volatilium ignium festivi apparatus; publicae fabularum actiones; tauri per plateas & vicos agitati; triumphales arcus magna mole positi, quorum in fronte aureis litteris incisum erat, MOLINA VICTOR: atque inter eos profanae gentilitatis ludos, solemnia sacra in gratiarum actionem offerebantur. Fuere, qui varias inter Molinae laudes, sacros ei titulos deferrent, victoriamque, quanta quanta erat, Huiusce sancti Patris (sic etenim loquebantur) meritis adscriberent».

{52} Ibid., p. 129.

{53} Domingo Báñez, Apología de los hermanos dominicos contra la Concordia de Luis de Molina, Pentalfa, Oviedo 2002.

{54} Schneemann, op. cit., p. 280.

{55} Serry, op. cit., lib. 1, c. 24.

{56} Van Riel, op. cit., p. 133.

{57} Ibid., p. 144.

{58} Ibid., p. 153.

{59} Schneemann, op. cit., p. 313.

{60} Ibid., p. 42.

{61} Van Riel, op. cit., p. 196.

{62} Ibid., p. 185.

{63} Schneemann, op. cit., p. 311.

{64} Van Riel, op. cit., p. 180. Cfr. Della vita di Roberto Cardinal Bellarmino, scritta dal Padre Daniello Bartoli della medesima Compagnia, libri quattro, Roma 1678, p. 433.

{65} Schneemann, op. cit., p. 311.

{66} Van Riel, op. cit., p. 219.

{67} Astrain, op. cit., p. 322.

{68} Así se expresa Pinelli en su voto: «Addam etiam tempore Clementis VIII. quando de his coeptum est tractari in Congregationibus Cardinales Madrutium, S. Severinae, Dezam, Sarnanum et fere omnes censuisse prohibenda esse opera Molinae». Cfr. Schneemann, op. cit., p. 322, n. 766.

{69} Ibid., p. 312.

{70} Ibid., p. 316.

{71} La orden de Paulo V, escrita de su puño y letra –como dice Coronel en sus actas—, fue entregada a los secretarios el 9 de marzo, para que la comunicasen a los consultores: «Ciàscuno de Consultori… metta in carta… il parer suo, circa quello, che s’ha da tener: De fide in materia de viribus liberi arbitrii et de gratia efficaci. Di piu, noti distintamente le propositioni, che sono erronee, che si hanno da dannare… Di piu, noti il modo, che li parera si debe tenere, in formar la Bolla, o Constitutione, che s’havera da fare… S’ordini a ciascuno da parte nostra, che dal presente nostro ordine, e del parere, e scrittura, o che daranno, non ne parlino, ne la mostrino ad alcuno, mà la mandino à noi medemi; e la consegnino ad uno delli secrettarii sigillata. Volendo noi, che si servi il secreto, sotto pena di scommunica latae sententiae. Accio li voti e pareri, che si daranno non siano publicati, e divulgati. Paulo Papa V». Cfr. Van Riel, op. cit., p. 237.

{72} Actas de Gregorio Núñez Coronel, p. 1361; cfr. Cornelis van Riel, op. cit., p. 245.

{73} Hippolyte Gayraud, Thomisme et molinisme. Premiére partie, Toulouse 1889, p. 78: «L’authenticité de ce document ne paraît pas à tout le monde bien solidement établie. Je le prends pour ce qu’il vaut». Citado por Théodore de Régnon, Bannésianisme et molinisme, París 1890, p. 4, n. 1.

{74} Cornelis van Riel, Beitrag zur Geschichte der Congregationes de auxiliis, Constanza 1921, p. 267: «Erstens hat Schneemann von diesen Dokumenten keine einzige Signatur mitgeteilt, d. h. mit keinem Worte angegeben, wo er diese autographischen Aufzeichnungen Pauls V. gefunden habe».

{75} Ibid., p. 270: «Die ganze Ausdruckweise dieses Autographs liegt überhaupt zu sehr in der Geistesrichtung der Jesuiten und zu weit von der Pauls V. als daß sie diesem mit gutem Recht zugeschrieben werden könnte. Es ist vielmehr dieselbe Redeweise, wie sie während der Congregationes de Auxiliis von den Jesuiten jedesmal angewendet wurde, und gegen die sich beide Päpste so oft widersetzt hatten».

{76} Ibid., p. 271: «Und wir erlauben uns, die Jesuiten aufzufordern, die in Frage stehenden Autographe der Öffentlichkeit vorzulegen. Ist dies geschehen und die Authenticität der Dokumente von offiziellen und zuverlässigen Personen festgestellt, dann wollen wir die Echtheit dieser Autographe annehmen. Solange dies nicht geschehen ist, werden wir die Dokumente als unzuverlässig verwerfen».

{77} Raoul de Scorraille, S. I., François Suarez, París 1912, t. I, p. 457.

{78} Wilhelm Hentrich, S. I., «Die autographischen Aufzeichnungen Pauls V. über die Schlußsitzung der Congregatio de Auxiliis, eine Fälschung Schneemanns?», Scholastik, 1 (1926), pp. 263-267: «Neun Jahre vor dem Erscheinen der van Rielschen Arbeit hatte de Scorraille in dem oben angeführten Werke François Suarez (I 457) den Fundort und die Signatur genau angegeben».

{79} Schneemann, op. cit., p. 322, n. 766.

{80} Ibid., p. 324.

{81} Ibid.

{82} Ibid.

{83} Gaetano Cozzi, «Fortuna, e sfortuna, della Compagnia di Gesù a Venezia», I Gesuiti e Venezia, edición al cuidado de Mario Zanardi, Giunta Regionale del Veneto & Gregoriana libreria editrice, Padua 1994, p. 60.

{84} La actual Rab en Croacia.

{85} Cozzi, op. cit., pp. 60-61.

{86} Mario Zanardi, «I “Domicilia” o centri operativi della Compagnia di Gesù», I Gesuiti e Venezia, edición al cuidado de Mario Zanardi, Giunta Regionale del Veneto & Gregoriana libreria editrice, Padua 1994, p. 99.

{87} Gaetano Cozzi, op. cit., p. 65.

{88} Mario Zanardi, op. cit., p. 95.

{89} Ibid., pp. 101-102.

{90} William J. Bouwsma, Venice and the defense of republican liberty, University of California Press, Berkeley-Los Angeles 1984, p. 254.

{91} Gian Paolo Brizzi, «Scuole e collegi nell’antica provincia veneta della Compagnia di Gesù», I Gesuiti e Venezia, edición al cuidado de Mario Zanardi, Giunta Regionale del Veneto & Gregoriana libreria editrice, Padua 1994, pp. 482-483.

{92} Gaetano Cozzi, op. cit., p. 69.

{93} Ibid., p. 70.

{94} Maurizio Sangalli, Cultura, politica e religione nella Repubblica di Venezia tra cinque e seicento, Istituto Veneto di scienze, lettere ed arti, Venezia 1999, p. 216.

{95} Adriano Prosperi, «“L’altro coltello”. “Libelli de lite” di parte romana», I Gesuiti e Venezia, edición al cuidado de Mario Zanardi, Giunta Regionale del Veneto & Gregoriana libreria editrice, Padua 1994, p. 285.

{96} Sangalli, op. cit., p. 204.

{97} Vittorio Frajese, «Il mito del gesuita tra Venezia e i gallicani», I Gesuiti e Venezia, ed. Mario Zanardi, Giunta Regionale del Veneto & Gregoriana libreria editrice, Padua 1994, p. 294.

{98} Antoine Arnauld, Antiespagnol, autrement les Philippiques d’un Démosthènes françois touchant les menées et ruses de Philippe roi d’Espagne, pour envahir la couronne de France, 1590.

{99} Vittorio Frajese, op. cit., p. 298.

{100} Bouwsma, op. cit., p. 344.

{101} Jean-François Chauvard, «Pour une histoire dynamique de la propriété vénitienne. L’exemple de San Polo», Mélanges de l’École française de Rome, 1999, 111, 1, p. 7-72. Citado por Marie Viallon y Bernard Dompnier, «Le Traité de la matière bénéficiale: le rapport à la France», Paolo Sarpi. Politique et religion en Europe, París 2010, Éditions Classiques Garnier, edición a cargo de Marie Viallon, p. 212.

{102} Sangalli, op. cit., p. 130.

{103} Mario Fois, «Ignazio di Loyola. La Compagnia di Gesú e Venezia», I Gesuiti e Venezia, edición al cuidado de Mario Zanardi, Giunta Regionale del Veneto & Gregoriana libreria editrice, Padua 1994, p. 226.

{104} Giuseppe Cappelletti, I Gesuiti e la Repubblica di Venezia. Documenti diplomatici relativi alla Società Gesuitica raccolti per decreto del Senato 14 giugno 1606, Venecia, 1873, p. 117.

{105} Gaetano Cozzi, «Fortuna, e sfortuna, della Compagnia di Gesù a Venezia», I Gesuiti e Venezia, edición al cuidado de Mario Zanardi, Giunta Regionale del Veneto & Gregoriana libreria editrice, Padua 1994, p. 74.

{106} Mario Fois, «Ignazio de Loyola, la Compagnia di Gesù e Venezia», I Gesuiti e Venezia, ed. Mario Zanardi, Giunta Regionale del Veneto & Gregoriana libreria editrice, Padua 1994, p. 224.

{107} La carta de Gagliardi a Aquaviva puede consultarse en Pietro Pirri, S. I., L’interdetto di Venezia del 1606 e i Gesuiti, Institutum Historicum S. I., Roma 1959, p. 173: «Sapeva molto bene in che concetto fossero i nostri presso i venetiani, almeno di molti, cioè tanto cattivo che riputavano troppo gran male della Repubblica l’havergli nello Stato et per conseguenza gran prosperità il poterne un giorno restarne liberi affatto e fuori di pericolo di havergli mai più. Et che nasceva tal opinione dall’accorgersi, che per l’opera loro da dovero s’andavano mutando l’anime delle persone dell’uno e dell’altro sesso, così venetiani come d’ogni altro stato et conditione, formandosi così fondatamente, per mezzo loro, nella virtù et timor di Dio, che imparavano in tutte le occasioni a regolarsi per via di coscienza et non per le massime mondane et di ragione di stato; cosa giudicata da loro perniciosissima et che apriva la strada alla distruttione della Repubblica».

{108} Ibid., p. 59.

{109} Adolphus Trollope, Paul the Pope and Paul the Friar, Londres 1861, p. 146.

{110} Ibid., p. 147.

{111} Vettor Sandi, Principii di storia civile della Repubblica di Venezia, Venecia 1756, 3ª parte, vol. II, lib. XI, p. 977.

{112} Raccolta delle opere di F. Paolo Sarpi da Giovanni Selvaggi, Nápoles 1790, vol. IX, «Trattato circa le ragioni di Ceneda», p. 230.

{113} Antonio Montpalau, Compendio cronológico-histórico de los soberanos de Europa, Madrid 1784, vol. I, p. 299.

{114} Ibid., p. 300.

{115} Trollope, op. cit., p. 152.

{116} Marie Viallon y Bernard Dompnier, op. cit., p. 213.

{117} Bouwsma, op. cit., p. 344.

{118} Ibid., p. 345.

{119} Exercitia spiritualia S. P. Ignatii de Loyola, Roma 1838, «Regulae aliquot servandae, ut cum orthodoxa Ecclesia sentiamus», r. 8: «Laudare insuper Templorum extructiones, atque ornamenta, nec non imagines, tamquam propter id quod repraesentant, iure optimo venerandas».

{120} Trollope, op. cit., p. 160.

{121} Andrea Morosini, Degl’istorici delle cose veneziane, t. VII, Venecia 1720, p. 320: «… insigne dedecore eam afficere decreverat, quo tetrius nullum honestae mulieri accidere potest; domus illius fores noctu turpissime foedaverat».

{122} Ibid., p. 324: «Gravissimum Saraceni canonici crimen esse, qui publica sigillorum abrasione maiestatem laeserit».

{123} Ibid., p. 321: «Quoniam vero per eos dies Brandolinus, Nervesiae abbas, ob nefaria scelera, quae ob atrocitatem silere praestat, decemvirum iussu in carceres coniectus fuerat».

{124} Paolo Sarpi, Istoria dell’interdetto, Bari 1940, p. 14.

{125} Ibid., p. 16.

{126} Ibid., p. 17.

{127} Trollope, op. cit., p. 209.

{128} Filippo de Vivo, «Francia e Inghilterra e l’interdetto di Venezia», Paolo Sarpi. Politique et religion en Europe, París 2010, Éditions Classiques Garnier, edición a cargo de Marie Viallon, p. 169.

{129} Bouwsma, op. cit., p. 406.

{130} Ibid., p. 372.

{131} Paolo Sarpi, op. cit., p. 35: «Non si poteva aspettare altro dalli cardinali, salvo che consentissero alla deliberazione del pontefice: alcuni per propria inclinazione all’istessa opinione, come appassionati alla libertà ecclesiastica; altri perché li interessi propri, per le pretensioni al pontificato, li sforzavano a dimostrarsi tali; altri non ardivano di contradire al papa in cosa alcuna, per non privarsi della speranza di ottenere qualche emolumento per sé e per li suoi: con che alcuno di essi si è escusato, dicendo che se avesse detto cosa alcuna contro il pensiero del papa, avrebbe fatto danno a sè, senza alcun beneficio della republica».

{132} Filippo de Vivo, Patrizi, informatori, barbieri. Politica e comunicazione a Venezia nella prima età moderna, Feltrinelli, Milán 2012, p. 40.

{133} Ibid.

{134} Ibid., p. 45.

{135} Bouwsma, op. cit., p. 375.

{136} Ibid., p. 53.

{137} Ibid., p. 46.

{138} Pietro Pirri, S. I., L’interdetto di Venezia del 1606 e i Gesuiti, Institutum Historicum S. I., Roma 1959, p. 104: «Alli 5 di maggio, tra le 15 et 16 hore, fu chiamato alla porta il P. Preposito da un giovene Segretario del Dose, quale disse venire da parte di S. Serenità et che desiderava ragionargli in luogo ritirato. Condottolo in una stanza, si cavò di seno una scrittura, dicendo di havere ordine d’intimargliela, et si messe a leggerla. Il P. Preposito, dopo averla sentita leggere, ne dimandò copia. Rispose il Segretario non havere tal ordine. Replicando il P. Preposito, che si meravigliava di questo modo di fare, poiché, per tutto di quello che s’intima in scritto, si suole fare dimissa copia; et che almeno gliela lasciasse scrivere; rispose di novo il Segretario che non poteva fare oltre quello gli era ordinato. Aggiongendo il P. Preposito, ch’era già vecchio et non haveva la memoria da potere così facilmente ritenere una cosa che si leggesse; et dicendo el Segretario che la leggerebbe tante volte che la potesse ritenere, et bisognando, non farebbe altro tutto quel giorno; si messero a sedere et, doppo haverla letta la seconda volta, il P. Preposito replicati li punti che vi se contenevano, disse que bastava, scusandosi di haverlo affatigato tanto per la sua poca memoria».

{139} Filippo de Vivo, op. cit., p. 57.

{140} Trollope, op. cit., p. 252.

{141} Paolo Sarpi, Istoria dell’interdetto, Bari 1940, lib. IV, p. 102: «In questo stesso messe d’agosto dette principio un’altra sorte di guerra, fatta con scritture, offensiva dal canto del pontefice, e difensiva dal canto della republica, trattata da ambe le parti con ardore assai grande… certo è che il pontefice fu esso il primo ad assaltare la republica con questa sorte d’armi».

{142} Jean Gerson, Trattato et resolutione sopra la validità delle Scommuniche, 1606, p. 2: «Essendo sparsa fama in questa Città, che il giorno della Santissima Natività di Nostro Signore contro la Serenissima et religiosissima Republica di Venetia siino state fulminate scommuniche, et censure, et minacciate maledittioni, et interdetti, il che però non par ragionevole, nè credibile…».

{143} Filippo de Vivo, op. cit., p. 91.

{144} Risposta di un Dottore di Theologia, ad una lettera scrittagli da un Reverendo suo amico, sopra il Breve di Censure dalla Santità di Paolo V publicate contra li Signori Venetiani.

{145} Caesari Baronii paraenesis ad Rempublicam Venetam, Roma 1606, p. 3: «Quis Orthodoxorum, timens Deum, qui legat vestras litteras contemptu plenas, non statim offensi numinis zelo exaestuans, ex intimis praecordiis in propheticum illud erumpat: “Obstupescite caeli super hoc, et portae eius desolamini vehementer” (Ierem., II, 12), cum “portae inferi” (Matth., XVI, 18) adeo extolluntur contra Regnum caelorum, quod est Ecclesia, ac ipsum Dominum? At sicut omnium in Deum bellum gerentium certus est casus, ita nec dubia ruina, secundum illud sacrarum sententiarum: “Qui in altum mittit lapidem, super caput eius cadet” (Eccles., XXVII, 28)».

{146} Ibid., p. 4: «Aversio plane illa contentiosa est, qua diluenda peccata, ad poenitentiam patefacta, atque damnata verbis ac scriptis, mira animi firmitate, immo dura obstinatione, ac furenti pertinacia defendi dicuntur ab omnibus, dum omnium nomine Senatorum litterae adversariae promulgantur: cum tamen probe noverimus, studia ista haud ab omnibus Senatoribus comprobari, immo prudentiorum sententiis, condemnari, atque lacrymis deplorari».

{147} Risposta a un libretto intitolato Trattato et resolutione sopra la validità delle scommuniche, di Gio. Gersone Theologo e Cancellier Parisino (Roma 1606); Risposta al trattato dei sette teologi di Venetia, sopra l’Interdetto della Santità di Nostro Signore Papa Paolo Quinto (Roma 1606); Risposta alle opositioni di fra’Paulo servita contra la scrittura del cardinale Bellarmino (Roma 1606); Risposta a un libretto intitolato Risposta di un dottore di Theologia (Roma 1606); bajo seudónimo y contra Jacobo I de Inglaterra, Belarmino también escribió Avviso alli sudditi del Dominio Veneto di Matteo Torti Sacerdote e Teologo di Pavia (Roma y Ferrara 1607).

{148} Risposta del cardinale Bellarmino a due libretti, Roma 1606, p. 3: «Questa nuova licenza di stampare libretti in Venetia senza nomi di Autori, senza licenza del Superiore Ecclesiastico, senza notare il tempo, et luogo della Stampa, è un segno manifesto, che la disubidienza và crescendo con evidente pericolo della Fede».

{149} Filippo de Vivo, op. cit., p. 96.

{150} Sarpi, op. cit., pp. 106-107.

{151} Vittorio Frajese, «Il mito del gesuita tra Venezia e i Gallicani», I Gesuiti e Venezia, edición al cuidado de Mario Zanardi, Giunta Regionale del Veneto & Gregoriana libreria editrice, Padua 1994, p. 306.

{152} Pietro Pirri, op. cit., carta del P. Bernardino Castorio al P. Claudio Aquaviva (24 diciembre 1605), pp. 63-64: «Se bene per ancora non si è saputo se non assai oscuramente che qui fussero arrivati Brevi da Nostro Signore, perché stanno ancora in scatola, nè si sono altrimenti pubblicati e esseguiti, nè dichiaratosi cosa alcuna in publico, nè in particolare, concernente la materia che Vostra Paternità tocca nella lettera scrittami delli 17 del presente: con tutto ciò molti giorni avanti ch’io ricevessi la sua, chiamati tutti li sacerdoti, si ordinò quello che Vostra Paternità hora comanda, et si risolvette tra di noi del modo che si dovesse tenere, tanto nelle confessioni, come fuora».

{153} Ibid., carta del P. Bernardino Castorio al P. Bernardino Confalonieri (19 abril 1606), p. 66: «Et dimandando in generale quello che pensavamo fare sopra quello che si era detto… perché io non disse cosa alcuna che fusse udita… disse uno di quei Signori voltato rigorosamente: Et voi Giesuiti non dite niente, che farete? All’hora risposi ch’eravamo per far tutto quello che ci fusse possibile per darli sodisfattione».

{154} Ibid., relación autógrafa del P. Castorio sobre su encuentro con el dogo, p. 73: «Caso che ci venisse in mano bolla o breve di Sua Santità contro loro, che ci guardiamo di pubblicarlo… Che per conto di nissuna bolla o prohibitione… non lasciassimo di fare i nostri soliti essercitii nella nostra Chiesa… Se ci sentivamo di non volere osservare quell’ordine, la porta ci era aperta, per poterci ritirare dove ci piacesse; ma che non si tocasse però niente delle cose nostre… Volendo risolvere a restare et obedire… saremmo ben veduti, come per il passato, et ci harebbono in protettione… La risposta è stata, che né qui né altrove la Compagnia pretendeva mai altro che d’impiegarsi, secondo la sua vocatione, in servitio de’luoghi et persone dove stava; et non impedirsi in cose né di giurisdittione, né di governi, come alienissime dalla professione nostra».

{155} Ibid., carta del P. Lorenzo Paoli al P. Bernardino Confalonieri (29 abril 1606), p. 77: «Et dicendoli io: Padre Santo, loro ànno et averanno il precetto sotto pena della vita, alla quale loro non saranno obligati a esporsi se la Santità Vestra non se dechiara in questo. Mi à resposto: Noi vogliamo che l’interdetto si osservi».

{156} Ibid., p. 78: «Non voressimo che li vostri, sotto qualche pretesto o ponto di teologia, violassero l’interdetto. Vedete, noi vi parliamo chiaro, voliamo che l’interdetto s’oservi et non si violi in modo alchuno, sotto qualsivolia schusa o pretesto o privilegio. Se li fanno violenza di celebrare, si partino et excutiant pulverem… Piutosto si debe morire che cometere un peccato mortale».

{157} Ibid., p. 78: «Circha la publicatione, credo che sarà dificil cosa, perché non laseranno passare le bolle; poiché cercano con tanta diligenza. Se passassero e si potessero afigere secretamente di notte, in qualche luogo discosto dalla nostra casa, travestiti, sarà desiderabile».

{158} Pirri, op. cit., carta del P. Castorio al Prepósito Aquaviva (13 mayo 1606), pp. 122-127.

{159} Galileo Galilei, Le opere. Nuova ristampa della edizione nazionale, 20 vol., Florencia 1964-1966, v. 10, p. 158, carta del 11-5-1606; citado por Filippo De Vivo, op. cit., p. 59.

{160} Sarpi, Istoria dell’interdetto, Bari 1940, pp. 49-50.

{161} Ibid., p. 49: «Partirono la sera alle doi ore di notte, ciascuno con un Cristo al collo, per mostrare che Cristo partiva con loro».

{162} Ibid., p. 49: «… si levò una voce in tutto il populo, che in lingua veneziana gridò dicendo: “Andè in mal’ora”».

{163} Aurelio Bianchi-Giovini, Biografia di Frà Paolo Sarpi, Basilea 1847, p. 173.

{164} Ibid., p. 50.

{165} Giuseppe Cappelletti, I Gesuiti e la Repubblica di Venezia. Documenti diplomatici relativi alla Società Gesuitica raccolti per decreto del Senato 14 giugno 1606, Venecia, 1873, p. 31: «Quando la Compagnia di Giesuiti s’introdusse ad habitar in questa Città, fu ella… favorita in così estraordinaria maniera, che ben presto si andò dilatando per tutte le altre Città del Dominio nostro; havendo in brevissimo tempo ricevuto tanti commodi et così rilevanti beneficii, quanti ne ricevesse giammai alcun’altra delle più vecchie et antiche Religioni… Ma essa all’incontro corrispondendo di altrettanta ingratitudine, si è dimostrata sempre malissimo disposta et molto inclinata a far in ogni occasione diversi mali officii pregiudicati alla quiete et al bene della Repubblica».

{166} A decir de algunos testigos, en esa tarea les habría ayudado el embajador español, poniendo su góndola a disposición de los jesuitas el día de su partida; pues cuando el capitán llegó con su guardia para escoltar a los jesuitas hasta la frontera, encontró atracada al muelle la góndola del embajador con siete u ocho grandes baúles dentro, pero, no habiendo recibido órdenes de cómo actuar en este caso, como la góndola del embajador era inviolable por inmunidad diplomática, para no provocar una crisis entre España y la República de Venecia, de consecuencias imprevisibles dadas las circunstancias, el capitán finalmente decidió no hacer nada. Cfr. Trollope, op. cit., p. 280.

{167} Cappelletti, op. cit., p. 32: «… le male operationi fatte ne’presenti moti della predetta Compagnia; la quale è stata la prima a mostrarsi disobediente a gl’ordini di questo Consiglio, havendo con insidiose maniere sedotto, così in questa Città, come nelle altre dello Stato nostro, altri Religiosi a seguitar il suo cattivo esempio, et, facendo officii molto perversi, seminato et impresso in diverse occasioni fastidiosissimi concetti in molte persone di ogni sesso, con pericolo di disunione et di scandalo nella religione ed in altro».

{168} Ibid., p. 33: «… che la Compagnia de’Giesuiti… non possa più in alcun tempo ritornar ad habitar in questa Città… o luogo del Dominio nostro senza espressa licentia di questo Consiglio; et se la parte che si doverà proponer non sarà presa con tutte le balle del Colleggio nostro, et poi dall’intiero numero di tutti li ordini di detto Colleggio proposta a questo Consiglio, et presa con li cinque sesti delle ballotte di esso, congregato al numero di cento ottanta in sù».

{169} Scritture et Avisi havuti da diverse persone concernenti le insidiose machinationi et male actioni de Padri Giesuiti verso questa Serenissima Republica: le quali si doveranno legger nell’ Eccelentissimo Colleggio et nel Eccelentissimo Senato sempre che si tratterà o si proponerà di ritornare li Padri Giesuiti in questa Città o in altro luoco del Stato giusta la parte del medesimo Senato del 14 giugno 1606. Cfr. Pirri, op. cit., p. 29.

{170} Ibid., p. 34: «Et sia dato carico a doi savii del Colleggio di far mettere insieme con ogni diligenza et far registrare sopra un libro a questo effetto deputato, tutte le predette scritture, acciò in ogni tempo si habbino tutte unite et pronte per ogni caso che potesse avenire».

{171} Ibid., p. 140: «Dopo la partita de’Giesuiti da questa Città et dallo stato nostro… non hanno essi mai tralasciato per tutte le vie imaginabili, oltre il parlar palesemente con molto scandalo contra la nostra Repubblica, di tener anco tutte quelle altre maggiori insidie, che hanno potuto per sollevare li sudditi nostri, et per far altri effetti perniciosi et di gravissimo pregiudicio al publico servitio, come si è ordinariamente inteso da diverse lettere et avisi venuti da molte parti, et venendoli particolarmente facilitati questi loro mali pensieri et operationi dal commertio et intelligenza, che essi hanno et mantengono per via di lettere et altri mezi, con molti nobili et cittadini et anco con le donne di questa et di tutte le altre Città e Terre del nostro Dominio… che per autorità di questo Consiglio… che alcuno si voglia, in che s’intendano anco incluse le donne di ogni qualità… non possa ricever o scriver lettere ad alcuno della Congregatione de Giesuiti, et se ne ricevessero, debbano immediate portarle quelli di questa Città nel Colleggio nostro et quelli delli altri luochi alli Rettori di essi, nè haver intelligentia o commertio di alcuna sorte con loro sotto pena irremmissibile a tutti di bando di terre et luochi».

{172} Ibid., p. 141: «Et sia medesimamente tenuto cadauno di quelli che havesse figliuoli, nepoti o altri parenti o dependenti suoi sottoposti alla sua cura et al suo governo, mandati ad imparar lettere di humanità o di altra scienza et facoltà fuori dello stato nostro, dove governassero et insegnassero Giesuiti, di immediate richiamarli et farli ritornare alle loro case, nè più remandarli in alcuna maniera».

{173} Ibid., p. 30.

{174} Bouwsma, op. cit., p. 408.

{175} Ibid., p. 410.

{176} Ibid., p. 411.

{177} Enrico Cornet, Paolo V e la Republica Veneta, Viena 1859, p. 336: «… tutta la corte la quale gridava “che si sono fatti tanti rumori per doi preti, et che se ne sono persi doi mille”».

{178} Sarpi, op. cit., p. 205.

{179} Bouwsma, op. cit., p. 413.

{180} Gaetano Cozzi, op. cit., p. 88.

{181} Bouwsma, op. cit., p. 358.

{182} Ibid., p. 359.

{183} Trollope, op. cit., p. 117.

{184} Bouwsma, op. cit., p. 361.

{185} Ibid., p. 361.

{186} Ibid.

{187} Trollope, op. cit., pp. 130-134.

{188} Se trata de la actual Nin, en Croacia.

{189} Stefano Andretta, «Sarpi e Roma», Paolo Sarpi. Politique et religion en Europe, edición al cuidado de Marie Viallon, Garnier, París 2010, p. 143.

{190} Bouwsma, op. cit., p. 368.

{191} Ibid., p. 369.

{192} Ibid., p. 366.

{193} Ibid.

{194} Mario Zanardi, «Introduzione», I Gesuiti e Venezia, Giunta Regionale del Veneto & Gregoriana libreria editrice, Padua 1994, p. 33: «Anche a Venezia la Compagnia ebbe nel servita Paolo Sarpi, consigliere e teologo della Repubblica, uno dei suoi critici o giudici di parte più accaniti e trafiggenti, ispiratore di quell’espulsione dallo Stato veneto, durata poi dal 1606 al 1657».

{195} Las palabras de Sarpi están citadas en Gaetano Cozzi, «Fortuna, e sfortuna, della Compagnia di Gesù a Venezia», I Gesuiti e Venezia, Padua 1994, p. 85: «… è l’un de’maggiori arcani del papato, mediante il quale si persuade et instilla dolcemente ogni dottrina che gli serve, facendo passar per questa strada tutte quelle che non possono proporre publicamente, come violenti e sediziose, le quali, quando fossero proposte in libri, alcuno al meno le contradirebbe e scoprirebbe la malizia, ma in occasione di confessione, il penitente non ardisce di lasciarsi pur venire nell’animo una minima dubitazione. Per questo mezo si mantengono le massime più profittevoli per lo papato… Et abbiamo veduto alle spese de’nostri vicini quanto per questo mezo sia facile a sollevare un regno intiero contro al suo naturale prencipe».

{196} Ibid., p. 86: «… arte lucrosa per loro stessi e per li coleggi loro acquistando perciò partigiani, che chiamano figliuoli spirituali, fautori delle persone, delle case, della liberalità loro, delle donazioni in vitta e de’legati in morte, per le quali s’arricchiscono facilmente… un altro frutto cavano ancora i confessori, che se ne servono a trattenimento, e molte volte ad affezioni secrete et a’piaceri: et ho veduto in ogni città qualche prete o frate, giesuiti massime, avere acquistato grande intratura nelle case, e quivi trattar matrimoni, rivoltare gli affari, solamente per esser un gran confessor».

{197} Tommaso Antonio Contin, Monumenti veneti intorno i Padri gesuiti, Lugano 1762, p. 131: «L’educazione de’PP. Gesuiti, siccome l’hanno descritta nelle loro Costituzioni, e siccome la praticano, sta in spogliare l’Alunno da ogni obbligazione verso il Padre, verso la Patria, verso il Principe naturale, a voltar tutto l’amore e il timore verso il P. Spirituale, dipendendo da’cenni e motti di questo. Questa educazione è utile per la grandezza degli Ecclesiastici…; ed è verissimo, che in ben maneggiare questa li Gesuiti non hanno pari: ma quanto è migliore per questi, tanto è peggiore per quei Governi, dove il fine è la libertà, e la vera virtù». Cfr. Boris Ulianich, «I gesuiti e la Compagnia di Gesù nelle opere di Paolo Sarpi», I Gesuiti e Venezia, edición al cuidado de Mario Zanardi, Giunta Regionale del Veneto & Gregoriana libreria editrice, Padua 1994, p. 245.

{198} Vittorio Frajese, «Il mito del Gesuita tra Venezia e i gallicani», I Gesuiti e Venezia, Padua 1994, p. 319.

{199} Paolo Sarpi, op. cit., p. 42: «In Venezia il nunzio apostolico… si tratteneva tutto’l giorno nella casa de’gesuiti dove erano padri molto conspicui per le azioni loro passate in rivolgimenti e negozi di stato: a’quali era preposito il padre Bernardino senese (che si trovò anco con simili carico in Parigi, quando li gesuiti furono scacciati da quella città) e il padre Antonio Possevino, molto nominato per le cose fatte da lui in Moscovia e Polonia… con maneggi e trattati; il padre Giovanni Barone, viniziano… che nella città dove abità non permette che sia fatta cosa alcuna notabile senza suo intervento; e il padre Gioan Gentes, persona versata nella professione che si chiama de casi di conscienza, espertissimo per dannare e trovar che riprendere in ogni azione fatta senza loro partecipazione, e per giustificare qualunque azione delli loro devoti; e altri padri, tutti buoni esecutori del loro quarto voto».

{200} Paolo Sarpi, Lettere ai protestanti, Bari 1931, 1, carta a Groslot (29 septiembre 1609), p. 95: «… hanno messo l’ultima mano a stabilir una corruzione universale. Il male prima si tollerava: essi sono passati a scusarlo, e finalmente ad approvarlo e lodarlo ancora». Cfr. Boris Ulianich, op. cit., p. 245.

{201} Ibid., carta a Groslot (11 noviembre 1608), p. 43: «Il desiderio mio di penetrar qualche poco negli arcani delli gesuiti, non è una curiosità o vanità, ma il più utile, anzi necessario disegno che io possi intraprendere in questo tempo. Non dirò preveggo, anzi più tosto veggo le insidie che ordiscono, e temo che noi stessi finalmente combatteremo per loro contro noi; onde conviene prepararci a una guerra esterna e civile insieme, non senza speranza che la diligenza anticipata non sii per riuscir vana… Non stimo tutti gli altri nemici un punto, rispetto a questi; perchè sono più in unione, più constanti ed arditi, e più insidiosi ed arrabbiati». Cfr. Romain Descendre, «Un’altra sorte di guerra», Paolo Sarpi. Politique et religion en Europe, edición al cuidado de Marie Viallon, Garnier, París 2010, p. 329.

{202} Romain Descendre, op. cit., p. 329.

{203} Paolo Sarpi, Lettere ai protestanti, carta a Groslot (5 julio 1611), p. 181: «Non ci è impresa maggiore che levar il credito ai gesuiti: vinti questi, Roma è persa». Cfr. Boris Ulianich, op. cit., p. 245.

{204} Géraud Poumarède, «L’Europe de Paolo Sarpi», Paolo Sarpi. Politique et religion en Europe, ed. Marie Viallon, Garnier, París 2010, p. 338.

{205} Paolo Sarpi, Lettere ai protestanti, carta a Groslot (17 febrero 1609), p. 68: «Tanto è separabile il gesuita dallo spagnuolo, quanto l’accidente dalla sostanza».

{206} Ibid., p. 331.

{207} Así dice Sarpi: «La materia de’libri par cosa di poco momento perché tutta di parole; ma da quelle parole vengono le opinioni nel mondo, che causano le parzialità, le sedizioni e finalmente le guerre. Sono parole sì, ma che in conseguenza tirano seco eserciti armati». Cfr. Paolo Sarpi, Scritti giurisdizionalistici (ed. G. Gambarin), Bari 1958, p. 190. Citado por Romain Descendre, op. cit., p. 332.

{208} Géraud Poumarède, op. cit., p. 348.

{209} Bouwsma, op. cit., p. 401.

{210} Aurelio Bianchi-Giovini, Biografia di Frà Paolo Sarpi, Zúrich 1836, vol. II, pp. 10 ss.

{211} Théodore de Régnon, S. I., Bañes et Molina, París 1883, «Introduction», pp. XIV.

{212} Paolo Sarpi, Istoria dell’interdetto, Bari 1940, p. 35.

{213} Schneemann, Origen y desarrollo de la controversia…, p. 326.

{214} Ibid., pp. 91ss.

{215} Cornelis van Riel, Beitrag zur Geschichte der Congregationes de auxiliis, Constanza 1921, p. 272: «... in dieser Versammlung eine schändliche Komödie aufgeführt wurde, welche den Papst und die Kardinäle nicht nur als kurialistische Egoisten, sondern mehr noch, als Heuchler und Intriganten brandmarkt».

{216} Precisamente con estas palabras finalizan las actas del secretario de la Congregación de auxiliis, Gregorio Núñez Coronel: «Die Lunae 28 Augusti anno Domini 1607 habita est Congregatio coram S. D. N. in Monte Quirinali. Cum Sanctissimus D. N. Sacrum fecisset, et Illustr. D. D. Cardinales adessent, implorata Spiritus Sancti gratia, diligenter exquisivit singulorum sententias de modo finiendi molestissimam et tamdiu agitatam Controversiam de Auxiliis Divinis; et an expediret his maxime temporibus ad apostolicam definitionem devenire». Cfr. Van Riel, op. cit., p. 245.

{217} Institutum Societatis Iesu, Florencia, 1892, vol. I «Bullarium et compendium privilegiorum», bula Quantum religio, del 4 de septiembre de 1606, p. 134: «Nos igitur, certo scientes totum sanctae huius et numquam satis laudatae Religionis stabilimentum...».

{218} Van Riel, op. cit., p. 257.

{219} Schneemann, op. cit., p. 330: «… perchè in questi tempi in che ci sono tante heresie conveniene molto conservare et mantenere la riputazione et credito di queste duo religioni, e con descreditare una può seguire gran danno».

{220} Ibid., pp. 101-102: «Che noi non lo trascuriamo, ma che ci teniamo sopra fermo il pensiero [...] Che noi teniamo in pensiero sempre il negozio et quando vederemo il tempo et il bisogno, faremo quello che sarà conveniente di fare, et daremo fuori la nostra dichiarazione».

{221} Schneemann también ofrece su transcripción; vid. de la presente edición, pp. 323-326.

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