El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas

El Catoblepas · número 184 · verano 2018 · página 5
Voz judía también hay

La ley de la historia

Gustavo D. Perednik

Sobre la Ley de Estado-Nación del pueblo judío

bandera

Es de temer el paulatino ascenso de los partidos políticos europeos de origen inmigratorio. El holandés de entre ellos se denomina Partido Islamista por la Unión. Ha prohijado un legislador en La Haya, Arnoud van Doorn, admite “rezar a Alá para que extermine a los sionistas”.

Hace una semana, refiriéndose al Día del Perdón (la fecha más observada del calendario judaico) escribió Doorn que “el ayuno no les alcanzará para purgar los pecados de Israel”. Su sarcasmo es ilustrativo por varios motivos.

Primeramente, porque revela que estos islámicos desconocen el concepto de autocrítica: si en efecto los grupos religiosos “debieran purgar pecados”, la deuda que el Islam tendría para con la humanidad es inconmensurable.

Doorn tampoco parece comprender nociones primordiales de la modernidad, tales como el respeto al prójimo, la moderación, el ideal de la paz.

Entre tantas ignorancias, empero, también destaca en su declaración que se aleja del disfraz habitual de la obsesión judeofóbica contemporánea, siempre ensañada con un solo país. Doorn no disfraza su odio de “antisionismo”, sino que, más sincero, extrapola el ataque directamente desde la tradición judía. Se vale del Estado hebreo para denostar a los judíos en general.

He aquí una escalada, que consiste en no requerir de la “crítica” contra Israel (una crítica que, a buen entendedor, arremete contra la mismísma existencia del Estado hebreo).

No le hace falta blandir esa obsesión mal llamada “causa palestina”, que conlleva una mendacidad tan inherente que, para salir airosa, requiere que se la presente bajo un lente totalitario. En otras palabras: cuando se abre un resquicio al libre intercambio de ideas, a la sindéresis, a las dos campanas, o más propiamente cuando no se reprime una buena parte de la información relevante, el resultado es que la causa palestina revela uno de los engaños más difundos y penetrantes que el mundo jamás ha conocido.

El blanco de la mentira palestina varía, según las circunstancias. Puede ser la “desproporcionalidad” de las acciones israelíes; el pretendido maltrato a la población palestina (un maltrato que consiste básicamente en impedirles destruir Israel); la supuesta “ilegalidad de los asentamientos”; la “judaización de Jerusalén”, u otras mil caras sobre las que solemos extendernos en esta sección.

La última ronda de “críticas” se produjo hace un mes con motivo de una ley promulgada el 19 de julio con mayoría absoluta de la Knéset. La LIENA (Ley de Israel como Estado Nacional del Pueblo Judío) despertó una batería de insultosque impidieron el debate racional sobre el tema.

Primeramente, los hechos.

Como el Reino Unido, Israel no tiene Constitución. En lugar de ello, promulga de vez en cuando leyes denominadas Básicas que, de acuerdo con la “Resolución Harari” de 1950, en el futuro conformarán el ya muy avanzado esqueleto de la Constitución nacional.

Hasta 1988 se promulgaron las primeras nueve Leyes Básicas de Israel, que aluden a los brazos del Estado (la Knéset, el presidente, el gobierno, la hacienda, la propiedad de tierras, el ejército, la ciudad capital, el sistema judicial y el contralor). A partir de la década del noventa, se aprobaron tres Leyes Básicas más, referidas a los Derechos Humanos.

La mentada LIENA es, por lo tanto, la decimotercera. Establece que el pueblo judío es el soberano en la histórica Tierra de Israel, en la que ejerce su derecho natural a la autodeterminación. A partir de esos principios, la ley define el nombre del Estado, su bandera, emblema, himno, capital, idioma, calendario y efemérides, y la meta de preservar la cultura judía.

La necesidad de la LIENA se entiende mejor si se considera la “revolución constitucional” que el juez Aarón Barak inició en Israel hace unas décadas, la que por medio de un arrollador activismo judicial permitió que la Corte Suprema aboliera dieciocho leyes aprobadas por el parlamento, y vetara políticas decididas por el Poder Ejecutivo.

Todas las interferencias de dicho activismo apelaron como sustentoa las Leyes Básicas que garantizan los Derechos Humanos, a veces en contraposición a la verdad fundamental de que Israel es el Estado del pueblo judío, tal como lo señala la Declaración de Independencia de 1948.

Por ello, era indispensable que se diera expresión jurídica a esa verdad, para que el activismo judicial no pueda desentenderse de que Israel es el Estado renacido del pueblo hebreo en su tierra. Esta necesidad dio origen a la LIENA.

La ley y la tormenta mediática

Una vez aprobada, se desató una tormenta verborrágica que desbordó en los medios con los usuales improperios de “discriminación y apartheid”, y otras vacuas cantinelas que han logrado instalar la mentira de que Israel promulgó una legislación racista.

Se asociaron a la andanada judíos como el wagneriano Daniel Barenboim, quienes anunciaban una vez más cuánto se averguenzan de su pertenencia nacional (nunca informan de cuándo les place ser judíos; siempre les genera vergüenza).

Los partidos de oposición en Israel, por su parte, medraron con la cloaca verbal, y se aferraron a la miope politiquería que, en sus erróneos cálculos, les permitiría debilitar al gobierno. Así los citaron sin ambages los enemigos declarados del Estado judío que se amparaban en “israelíes que coinciden con ellos”. Por su parte, desde Ankara, el neo-sultán tildó a la LIENA de nada menos que el “retorno del espíritu de Hitler".

Notablemente, todos estos “críticos” no atinaron a ofrecer argumentos que mostraran en dónde exactamente la LIENA peca de las calamidades que le endilgan. Porque la verdad es que, para sus detractores, la ley es lo de menos. El blanco es la judeidad de Israel –es decir, el fundamento del Estado, que intentan socavar una y otra vez.

Para desenmascarar expeditamente la gratuidad de la embestida, bastará con una mera lectura de la LIENA, breve como es.

De esa lectura se desprenderá que las “críticas” contra ella pueden engrosar el arsenal de quienes llaman a Israel “cáncer” o ”herida abierta” (los ayatolás iraníes, entre otros), o “un portaaviones norteamericano” (Jenny Tonge), u otras adjetivaciones paralelas que muchos europeos dispensan creativamente.

Dado que los medios se cuidaron de no ofrecer las dos campanas, fueron previsiblemente excluidos de la hermenéutica dos comentaristas israelíesmuy ilustrativos: el druso Ata Farjaty el cristiano Shadi Jalul, ambos entusiastas defensores de la LIENA.

El dúo señala que ésta viene precisamente a protegerlos derechos de las minorías, ya que un cometido semejante, en el Oriente Medio, sólo puede ser asumido por un Estado judío. Nunca podrá amparar a las minorías un Estado binacional o uno a-nacional, que irremediablemente terminaría deviniendo en una dictadura más de la Liga Árabe.

En su artículo, Jalul defiende la LIENA desde su perspectiva de ciudadano cristiano de Israel. Trae a colación que el moderno Estado libanés fue fundado por cristianos-maronitas a modo de refugio para ellos y otras minorías cristianas perseguidas por el Islam. Anhelaban preservar su lengua aramea y su cultura arameo-fenicia. Sin embargo, debido a la resistencia de la población musulmana libanesa, los maronitas debieron renunciar a su objetivo, y aceptaron un Estado “de todos sus ciudadanos”, que para su desconsuelo terminó sumándose a la Liga Árabe.

La guerra civil subsecuente produjo la muerte o emigración de los cristianos, que en menos de un siglo pasaron de el 80% a ser el 30% de la población.

En el Estado judío de Israel, y como cristiano arameo-maronita, Jalul goza de todos los derechos de una minoría. Y la única garantía de que su país sea una democracia y garantice derechos a todos, es que siga siendo un Estado judío.

En cuanto al remanido argumento de que la LIENA restringe los derechos de la minoría árabe, la realidad es que hay varias leyes israelíes que garantizan los derechos de todos sus ciudadanos, sin distinción de raza ni religión ni sexo, y ello en conspicuo contraste con todos los países que lo rodean.

Como se ha dicho, la LIENA vino a llenar un vacío jurídico: el referido a la judeidad del Estado,para que oportunamente este aspecto pueda incorporarse a la Constitución. Los derechos ciudadanos son otro tema, y ya están garantizados en otras leyes. Con todo, la LIENA sí estipula que “el idioma árabe tiene un estatus especial que no se perjudicará”.

El país judío parece ser el único del mundo cuya autodeterminación nacional constituye una provocación racista. No lo son las manifestaciones nacionales de ningún otro Estado. Los colombianos pueden ensalzar en su himno a quien “murió en la cruz”, y los escandinavos exhibirla en sus banderas; la navidad puede ser fiesta en los Estados cristianos, y los musulmanes pueden prohibir todo en nombre del Islam. Nadie se inquieta, hasta que al país judío se le ocurre decir “yo también quiero ser un Estado nacional”.

Varios parlamentarios árabes de Israel, que bregan explícitamente por la destrucción del Estado (la fortaleza de democracia israelí no tiene parangón) denunciaron internacionalmente la LIENA como si fuera una ley racista. Se presentaron tanto ante las Naciones Unidas como ante Federica Mogherini, responsable de las Relaciones Exteriores de la Unión Europea. Que Mogherini los atendiera constituye una expresión más de despecho por parte de Europa.

Israel se perfila como un modelo exitoso de Estado nacional, cuya población confía en su destino histórico. Una meta que en Europa parece más huidiza que nunca.

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