El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 186 · invierno 2019 · página 11
Artículos

Tecnocracia y fin de las ideologías

José Andrés Fernández Leost

Sobre la vuelta al primer plano de la actualidad del término “tecnocracia”

Tecnocracia

I. Introducción

El objeto de este trabajo arranca de un clima político que ha corrido en paralelo a la crisis económica iniciada en el año 2007 y analiza una realidad acotada a las democracias homologadas de Occidente, que realmente cobró forma a principios de la presente década, muy en concreto con la designación de Mario Monti como primer ministro de Italia en noviembre de 2011. Desde el punto de vista mediático, fue en ese momento en el que volvió a primer plano el término “tecnocracia”, como gobierno de los técnicos. A partir de entonces se han sucedido debates, crónicas y todo tipo de columnas que sugerían que la gestión política de la crisis la había monopolizado una élite tecno-burocrática, a menudo de forma poco legítima, tanto más cuando se cargaba sobre esta élite la responsabilidad de la crisis. Así, desde finales de 2011 podemos rastrear infinitud de reportajes en los principales diarios y semanarios europeos con estos titulares: “La tecnocracia desaloja a la política”; “Gobierno de tecnócratas”; “Minds like machines”; etc. Y ya más adelante artículos con títulos como: “Después de la tecnocracia”; “No es país para tecnócratas”; “Tecnocracia y populismo”... Una retahíla de informes acompañados por un cuestionamiento de las élites políticas con piezas, de nuevo, como: “Cuando las élites fracasan”; “La era anti-élites”, o “El problema de las élites extractivas”.

Las propias élites parecían ser muy conscientes del problema, pero también de su cualificación, como bien demuestra la célebre declaración de Jean-Claude Juncker cuando ya en 2007 sostuvo: “Todos sabemos qué hacer, pero no sabemos cómo conseguir ser reelegidos una vez lo hayamos hecho”. Como es sabido este clima y realidad han favorecido el auge de lo que llamamos “populismo” y que, aunque no se sepa bien lo que sea, según muchos constituye la principal amenaza de las democracias avanzadas. Si bien, en sentido contrario, para muchos populistas quienes realmente están amenazando a las democracias son los tecnócratas. De esta forma, parece que nos encontremos en una especie de dilema entre tecnócratas y populistas, en el que los primeros representarían –en nombre de la eficacia– a los poderosos y a las élites nacionales e internacionales: a una especie de aristocracia degenerada, que Aristóteles denominaría oligarquía. Y en la que los segundos, los populistas, defenderían al pueblo, en nombre de la legitimidad política, blandiendo por su parte las virtudes de una democracia plena, aunque muchos tilden a los populistas de demagogos. A ello se añade que los tecnócratas serían vistos como unos políticos desideologizados, grises, “hombres de negro”; unos técnicos sin carisma que despolitizarían a nuestras sociedades puesto que estas, industriales y, más aún, post-industriales, estarían más allá de las ideologías. Por su parte, los populistas estarían repolitizando la vida social gracias a la movilización que impulsan sus líderes carismáticos, estos ya no grises, sino coloridos, vibrantes y en todo caso “auténticos”.

Es relevante constatar que esta dicotomía persiste tras el primer impacto de la crisis, dado que, pese a la relativa recuperación macroeconómica, las clases medias continúan golpeadas. Existen varias razones para explicar esta situación ya que, debajo de las causas inmediatas –relativas a las hipotecas sub-prime, la burbuja inmobiliaria, la desregulación de las finanzas etc.–, persisten dos factores sobrevenidos, no internamente económicos, aunque de enormes consecuencias económicas: 1) El peso demográfico de las potencias emergentes (no solo India o China, sino también Brasil, Nigeria, Bangladesh, Malasia, etc.), cuya repercusión se concreta en la pugna por los recursos energéticos que demandan sus respectivas y crecientes clases medias. 2) El auge de las máquinas inteligentes, de los algoritmos y de los robots tal que se prevé que en las próximas dos décadas se automatice un elevado porcentaje de los empleos actuales. Nos dirigimos, según apuntan los expertos, a un vaciamiento laboral en el sector servicios similar al que se produce en el sector agrícola e industrial, y no solo los trabajadores empleados en tareas rutinarias van a ver peligrar sus puestos, también los abogados, contables o traductores e incluso los profesores lo van a pasar mal{1}. Pero es que ya, en nuestro presente, y por esto mismo, la productividad avanza sin que lo hagan los salarios ni baje, o muy poco, el nivel de paro. Las ganancias se concentran en manos de quienes dirigen la innovación científica, la cual se plasma en una digitalización incipiente de nuestro día a día, fomentado una “fenomenología de la digitalidad” que trastoca nuestros hábitos y, desde un punto de vista político, incita a la impulsividad.

Realmente este texto no se va a referir a estos temas, o solo muy de pasada, pero resulta adecuado traerlos a colación como trasfondo del asunto. El tratamiento va a ser más clásico y se centrará en indagar hasta qué punto la dicotomía entre tecnócratas y populistas rompe o sustituye los esquemas ideológicos heredados, en tanto parece que los tecnócratas son los que hace décadas representaban a la derecha neoliberal filo-autoritaria, mientras que los populistas aparecerían como una especie de izquierda neocomunista. Aunque todo depende de a quién se pregunte y en qué país estemos, porque entonces resultará que los tecnócratas son una especie de social-demócratas burocratizados e intervencionistas, mientras que el populismo sería puro neofascismo. El propósito consiste, pues, en intentar aclarar este panorama embrollado, confuso, a menudo deliberadamente oscurantista, según la siguiente ruta. En primer lugar, se examinará el significado de la tecnocracia, indagando en su filosofía e historia y, posteriormente, en su plasmación práctica, incardinada en el concepto de burocracia. A continuación, se estudiará de forma algo más breve el fenómeno del populismo, repasando alguno de sus hitos históricos, e intentado perfilar sus rasgos definitorios. De este modo, el problema del fin de las ideologías se irá haciendo presente intermitentemente a lo largo de la exposición. Como es sabido, este tema fue más acuciante en tiempos de la Guerra Fría y de su desenlace y quizá haya perdido algo de actualidad. No obstante, se hace imprescindible retomarlo si es que además estamos hablando no ya acaso de desideologización, pero sí de despolitización y repolitización.

II. De la técnica a la tecnocracia

Es oportuno iniciar esta sección evocando brevemente la doble ponencia sobre “Filosofía de la técnica” que Luis Carlos Martín Jiménez presentó en la Escuela de Oviedo{2}. En ella se mencionaba el papel secundario que ocupó la técnica dentro del campo de la reflexión filosófica, desde Aristóteles hasta el Renacimiento. Un primer cambio de mentalidad ocurrió a partir de las obras de Nicolás de Cusa y Francis Bacon. Un giro que coincidió más o menos con la aparición de la pólvora y de la imprenta e, inmediatamente, con el impacto que van a protagonizar las ciencias positivas, a raíz de la idea de la dominación del hombre sobre la naturaleza a través de la técnica y en sintonía con la afirmación de Galileo: “El libro de la naturaleza está escrito en lenguaje matemático”. Con todo, la verdadera eclosión se produjo ya entrados en el siglo XIX, con el ensamblaje de la ciencia y la técnica, es decir, con la llegada de la tecnología y su aplicación a la industria, a los campos de batalla, a la planificación militar, para acabar finalmente en los hogares de cada uno de nosotros. Recordando el XIX, Martín Jiménez citaba la obra Ernst Kapp o las consideraciones de K. Marx y F. Engels a propósito de la tecnología como elemento distintivo de las fuerzas productivas. Por último, frente a este siglo XIX, el XX se nos aparecería filosóficamente como un siglo aterrorizado por la tecnociencia. Así, por ejemplo, se desprendía del pensamiento de M. Heidegger, sobre todo ya a partir de los años treinta, cuando su filosofía buscaba salvaguardar la idea de Ser de las garras de la lógica cuantificacional.

Por supuesto, el terror no estaba totalmente infundado, toda vez que se trató del siglo que vio nacer la bomba atómica, así como la tecnificación de la vida diaria, con todos sus defectos –y, no lo olvidemos, todas sus comodidades. De hecho, Martín Jiménez especulaba con la idea de que el boom de los estudios sobre técnica en los años treinta –reflejado en las obras de Gordon Childe, Benjamin Farrington, Lewis Mumford, Oswald Spengler, incluso Ortega– estuviese motivado por la llegada de la televisión. Comoquiera que fuese, este tecno-pesimismo conectó más adelante con los planteamientos de la Escuela de Frankfurt, cuyos miembros van a lanzar una idea a retener: la de la “racionalidad instrumental”. Se trataba de definir un modo de pensar estratégico, funcional, asociado al cálculo entre medios y fines y al que habría, supuestamente, que oponerse con resistencia, de mano de la “racionalidad crítica”, sea esto lo que sea. Y lo habría que hacer ante todo porque ese tipo de racionalidad instrumental sería la que habría desencadenado la lógica ciega de los totalitarismos, tal y como por otra parte sugería el tecnólogo Jacques Ellul cuando hablaba de una suerte de lógica funcional autónoma en la técnica. Menos hincapié hacía Martín Jiménez, aunque también lo nombraba, en el surgimiento de una disciplina que poco a poco fue abriéndose paso entre las ciencias sociales conductistas en Estados Unidos: la cibernética. Posteriormente, la ponencia de Martín Jiménez se dirigía a la clave del asunto, penetrando –más allá de la historia de las ideas– en el papel esencial que desempeñaron las técnicas en la rotulación de los campos categoriales, dándoles desde el propio neolítico algo así como su condición de posibilidad material (sus contextos determinantes), en virtud entre otras cosas del control sobre el calor, en los hornos o en la metalurgia y, desde luego, del nacimiento de la escritura. Y todo ello, como subrayaba Martín Jiménez, coincidiendo no por azar con la aparición de las primeras civilizaciones e imperios, léase: con la construcción del Estado. Existe numerosa bibliografía al respecto, a la que cabe sumar la teoría de los imperios hidráulicos del marxista K. A. Wittfogel, levantada asimismo sobre consideraciones técnicas, relativas a canales, riegos y plantaciones, que a su juicio determinaron la aparición de los sistemas burocráticos. Pues bien, sobre esto, que como vemos se originó al principio de los tiempos, de los tiempos “civilizados”, se ocupa este estudio. Puesto, ¿qué es la tecnocracia sino una burocracia tecnificada? Enseguida nos detendremos sobre el asunto.

Previamente, sin abandonar el repaso histórico, debe señalarse que, en tanto práctica diríamos auto-consciente de sí –y al margen de las referencias al gobierno de los sabios en Platón o al papel político que cumple la ciencia en Bacon–, la tecnocracia como proyecto político o propuesta de sociedad brota realmente de las ideas de H. de Saint-Simon, padre del positivismo y eximio representante del llamado “socialismo utópico”. Conviene así subrayar cómo la tecnocracia está vinculada en su origen a un programa ajeno, cuando no enfrentado directamente, a los parámetros del liberalismo clásico, y esgrime una vocación progresista en el sentido más pleno y, por supuesto, científico de la expresión. En efecto, Saint-Simon consideraba que llegaría un momento en el que la administración de las cosas sustituiría al gobierno de las personas, para lo cual lo fiaba todo a la labor de los industriales, de los ingenieros y de los científicos. Algo parecido defendía su discípulo, Auguste Comte, blandiendo el rol principal de la ciencia como puntal del “progreso” y con respecto a la cual los políticos tendrían poco que decir. Desde entonces la ingeniería y, muy particularmente, la noción de “ingeniería social”, ha estado ligada en mayor o menor medida al socialismo. Y si no caló cuando menos teóricamente en el marxismo, fue debido a la vuelta del revés de Hegel que acometió Marx. De modo que si para aquel el Estado resolvía y armonizaba las contracciones intrínsecas a la sociedad civil, debido a la labor de clase universal o pars pro toto que representaban los funcionarios (la burocracia), para Marx en cambio el Estado habría de acabar disuelto en una sociedad que auto-gestionase sus problemas sin mediación burocrática.

Donde sí caló la idea de “ingeniería social” fue en la práctica, no solo de la política soviética, sino en la mentalidad estadounidense. Baste recordar el movimiento justamente llamado “tecnocrático” que protagonizó también en los años treinta Howard Scott, alarmado por la irracionalidad emotiva de sus coetáneos, e influido por cierto por las observaciones de Thorstein Veblen. A Veblen se le conoce sobre todo por la Teoría de clase ociosa, obra en la que se burlaba de las capas pudientes de la sociedad, pero en la que puso sobre el tapete intuiciones y conceptos, como el de “emulación pecuniaria”, de probado alcance científico-social. A su vez Veblen, tras criticar asimismo a los magnates en La teoría de la empresa económica, publicó en los años veinte Los ingenieros y el sistema de precios en la que planteaba nada menos que la posibilidad de establecer un soviet de ingenieros en EEUU. Cabe conjeturar que de haber vivido el crack del 29, que sobrevino tres meses después de su muerte, Veblen se habría sumergido todavía más en tal línea de investigación, una línea que deslizaba la idea del fin del capitalismo, derribado no por el proletariado, sino por los ingenieros y que es justo lo que postuló James Burnham, aun concediendo tal protagonismo al cuerpo de los gerentes. Burnham había sido, junto con Max Eastman, el máximo exponente de la izquierda marxista norteamericana de la primera mitad del siglo XX, hasta que rompió con esta corriente y, en concreto, con su adhesión al trotskismo, a principios de los años cuarenta. Y lo hizo publicando una obra, La revolución de los managers, en la que defendía una alternativa entre las dos grandes ideologías predominantes del momento: el capitalismo y el comunismo. Bajo su óptica preveía que el fin del capitalismo advendría a causa del empuje de una clase gerencial que controlaba los medios de producción y, de hecho, pensaba que este control constituía por encima de la propiedad privada el aspecto crucial de las relaciones productivas. De este divorcio entre propiedad y control de los medios de producción se derivaría la expropiación de la burguesía y su desplazamiento por la nueva clase dominante, la de los técnicos, y a eso es a lo que apuntaban, según Burnham, las políticas del New Deal americano, pero también la práctica del comunismo realmente existente, como también lo expusieron, años más tarde, Stajanovic o Petrovich en sus estudios sobre el socialismo burocrático. Es lo mismo por cierto que sugirió H. Marcuse, antes de El hombre unidimensional, en su estudio sobre El marxismo soviético.

Aunque lo predicho por Burnham no llegó a producirse, sus tesis resonaron entre quienes tras la II Guerra Mundial se referían a la convergencia en las sociedades industriales, toda vez que la producción estaría determinada por imperativos tecnológicos. En esta época –años cincuenta y sesenta–, salen a la luz conceptos como los de “tecno-estructura”, en la obra de J. K. Galbraith, donde se incide en la importancia de la planificación, en paralelo o incluso como corrección al funcionamiento del mercado. De esta época son también los planteamientos, en última instancia tendentes a dicha convergencia, sobre el desarrollo económico de W. Rostow, quien presumía que las economías socialistas terminarían por desembocar en sociedades de consumo. También fue entonces cuando aparecieron las primeras hipótesis sobre el fin de las ideologías, como la de Daniel Bell, autor a su vez de El advenimiento de la sociedad post-industrial donde asimismo hablaba de la creciente relevancia de una clase científico-técnica. Cabe recordar que nos encontramos en ese momento en el que el conductismo y enseguida el funcionalismo aplicado a las ciencias sociales despunta en EEUU, hasta desembocar en la teoría general de sistemas –pregonada por Bertalanffy–, pero que también se combina con nuevas técnicas de toma de decisiones, como la investigación operativa, de origen militar, que recurre a modelos estadísticos y algoritmos para decantarse sobre varias alternativas de acción{3}: un análisis en embrión de lo que ahora es el big data, previo a internet.

Ahora bien, en este punto estamos todavía lejos de pensar en la tecnocracia en términos neo-liberales, aunque ésta sí se va pareciendo más a la otra caracterización, la buro-socialdemócrata, incluso en un contexto como el español en el que desde el Plan de estabilización de 1959 acceden al poder los llamados tecnócratas, encabezados por López Rodó. Y es que por más derechista o, si se prefiere, liberalizador, que se viese entonces o interprete ahora la segunda parte del régimen franquista, lo que se institucionalizó entonces fue un nuevo modelo económico, ciertamente alejado del proteccionismo y el intervencionismo estatal –una rectificación del dirigismo– pero que no desatendía la cuestión social ni desde luego la planificación del desarrollo, en consonancia explícita con el lenguaje de Galbraith o de Rostow, así como con el del gaullista Pierre Massé, quien influyó notablemente sobre la teorización de la economía mixta o social del mercado. Una economía planificadora, en consecuencia, que encontramos no solo en el keynesianismo socialdemócrata, sino también en el ordo-liberalismo alemán de la Escuela de Friburgo (el capitalismo católico renano). En esta línea, aquella España también tuvo a su intelectual tecnócrata de referencia, autor igualmente de un libro que se tituló, no por casualidad, El crepúsculo de las ideologías. Gonzalo Fernández de la Mora, “el Suslov del franquismo”, apelaba a la misma racionalidad (técnica, eficaz, neutra) en boga, hasta el punto de defender la construcción de un Estado de razón, hacia el que se orientaba el Estado de obras del franquismo. Quizá entonces cristalizase la idea en el interior de nuestras fronteras de que la tecnocracia es de derechas y privativa de élites.

III. Sobre la unidad elitista

A estas alturas es buen momento para establecer la diferenciación entre la tecnocracia y el elitismo puesto que no es inusual interpretar el primer fenómeno como una prolongación del segundo. Así, sostener que la tecnocracia es un asunto de élites no parece incorrecto, pero entenderla como una derivada de la teoría de élites, tal y como fue formulada a principios del siglo XX por el italiano V. Pareto –por cierto: otro ingeniero de formación–, quizá sea excesivo. Las propuestas de Pareto tienen la virtud analítica del realismo, es decir, de abordar el escenario de la política bajo la distinción ineludible entre una minoría gobernante y la mayoría gobernada, y de entender, por tanto, el conflicto ante todo como una lucha por el poder. No es este el lugar para entrar a discutir sobre su noción de circulación de élites, que ha hecho fortuna y que presenta de una forma atractiva, aunque algo enrevesada, un juego de equilibrios entre líderes innovadores y conservadores. Pero sí es la ocasión de adelantar –como tesis de fondo– que la tecnocracia nunca se ha convertido en una élite coherente y unificada o que se haya comportado, por así decir, con “conciencia de clase”. Como es sabido, una de las variantes más sugerentes del elitismo es la que presentó C. Wright Mills en su obra La élite de poder, donde detectaba los vínculos familiares y sociales de quienes ocupaban posiciones clave en el ámbito militar, político y económico, dando lugar a la consabida expresión del “complejo militar-industrial”. Frente a Mills, sin embargo, se planteó el enfoque del pluralismo, que abogaba por un cierto contrapeso en la disputa por el poder entre distintos grupos de intereses, de modo que ninguna élite ostentaría el monopolio del proceso político. Dicho de otra manera: tecnócratas hay, pero repartidos entre distintos grupos. A una conclusión parecida llegó el francés Jean Meynaud en su libro La tecnocracia, ¿mito o realidad? Y esto mismo sobrevuela el cierre del análisis de otro autor español que estudió el tema en detalle, Manuel García-Pelayo.

Vale la pena referirse aquí a su libro Burocracia y tecnocracia porque aunque antiguo, plantea con nitidez la diferencia entre ambos términos. Realmente la divergencia no es de grado, por cuanto la tecnocracia no deja de ser un subproducto actualizado de la burocracia, como burocracia tecnificada, si bien García-Pelayo, en tanto jurista, es proclive a primar el aspecto legalista de los burócratas frente al embate de los tecnólogos. Utilizando la terminología de Max Weber, envuelve a la burocracia dentro del radio de acción de la autoridad legal-racional, ubicando en esta dimensión la legitimidad de su proceder. En cambio, la legitimidad de la tecnocracia se mediría en clave de eficacia técnica, lo que en parte ya deslizaría la sospecha sobre su, digámoslo así, validez democrática –aunque nuestro autor no lo expresase tan explícitamente. No obstante, lo que interesa remarcar en García-Pelayo es el dibujo de evolución que describe, de acuerdo con el cual la propia naturaleza de la burocracia ve emerger, mediante concursos públicos, cuerpos de altos funcionarios profesionalizados cuya posición jerárquica, mérito y competencia les lleva desdoblarse en decisores políticos. Esto ya sucede de forma natural en el siglo XIX, e incluso de manera sistematizada en el Estado prusiano de la primera mitad de dicho siglo. No en balde en Alemania se acuñó, frente “al Estado soy yo” de Luis XIV, la frase: “Der Staat sin die Beamten” (“El Estado son los funcionarios”). Ya antes, Federico II el Grande, modernizador de la Administración prusiana, se había definido como el primer servidor del Estado. Existiría pues una élite funcionarial, que a menudo ve al político como un advenedizo, un inexperto o un ideólogo: se creó entonces y perdura ahora. Pero, ¿basta esto para argumentar que esa élite se configura como una clase con intereses propios y es más, con intereses de clase que coincidirán hegelianamente con los intereses del Estado?: la pars totalis, la pars pro toto. Defenderlo desde el enfoque pluralista es cuestionable, por más que sin la participación de los funcionarios difícilmente se llegarían a redactar leyes o incluso a tomar decisiones por las que tiene que decantarse un ejecutivo sin tiempo ni capacidad para examinar las políticas públicas.

Continuando con García-Pelayo, este hablaba de la adaptación de la burocracia a la técnica. No puede ser de otra manera en un mundo en el que el grado de desarrollo tecnológico resulta clave e incluso aparece como un indicador comparado de la potencia global de las naciones. De modo que la caracterización del tecnócrata comparte similitudes con la del burócrata, cuando menos en lo concerniente a su propiedad de experto, de gestor no elegido e impersonal o neutro. Pero también señalaba ciertas diferencias, debido a que puede haber técnicos no funcionarios, contratados ad hoc por la administración pública, con formas de funcionamiento más flexibles y ágiles. Expertos procedentes a menudo del sector privado ante los que acaso había que ponerse en guardia. Este es el momento en el que García-Pelayo “barre para casa”, primando la validez legal del burócrata frente al inexistente sistema de valores técnico, en el que la rendición de cuentas falla. Es de lo más ilustrativo rescatar así el modelo-límite de tecnocracia pura que bosqueja, como tecnificación total de la política. Y sin embargo en dicho esbozo se percibe perfectamente la imposibilidad manifiesta del triunfo tecnocrático, en tanto la hipostatación de la razón técnica –como si esta racionalidad fuese única y no plural, como si solo hubiese una sola ciencia unificada– es pura metafísica. De ahí la pertinencia de decantarse hacia el pluralismo: no solo porque los tecnócratas se dividan en virtud de sus preferencias políticas, sino porque sus propios intereses (técnicos y científicos) no convergen, salvo que creamos que exista esa ciencia unificada. Por otro lado, es igualmente interesante ver la crítica, en un plano más realista, que García-Pelayo realizaba a su vez sobre lo que llama tecno-democracia, citando a M. Duverger. Afirmaba el sociólogo francés al respecto, año 1972, que existen: “personas que no pertenecen exclusivamente ni al mundo del gobierno ni al mundo de los negocios. Pertenecen a ambos y forman parte de ambos, se desplazan fácilmente entre ellos con tanta más facilidad cuanto que las fronteras que separan a estos mundos son cada vez más vagas e imprecisas”. Este juego, anti-democrático según Duverger, reflejaría que la política tiene dos caras –al igual que el dios Jano–: una abierta, sujeta al debate público, y otra cerrada que es donde se desenvolverían los tecnócratas.

Finalmente, García-Pelayo hacía mención a la muy relativa despolitización de los tecnócratas, en virtud –como acaba de indicarse– de sus pugnas sectoriales, por lo que de fin de las ideologías nada. Al morir en 1991, nuestro autor apenas tuvo tiempo de atestiguar el hundimiento de la URSS y los inmediatos efectos ideológicos de este colapso, incluyendo la ratificación apresurada del fin de la historia de F. Fukuyama, la disolución inmediata de las teorías de la convergencia y el desdibujamiento del concepto de tecnocracia, al tiempo por supuesto que la tecnología seguía avanzando. Y ello hasta los albores de la crisis de 2007, en la que la tecnocracia, lejos de los tiempos en los que estaba asociada al socialismo utópico o incluso a la economía mixta, empezó al cabo a estar ligada a la defensa de esa concepción final del profesor estadounidense, en el que la democracia representativa, el libre-mercado y la innovación científica configurarían el destino último de la humanidad. La tecnocracia se habría por tanto convertido en un sinónimo de la defensa del “sistema”, del sistema político institucionalizado, porque esto es en definitiva la burocracia: institucionalización. Institucionalización además de un sistema que ha ido internacionalizándose, de forma que los tecnócratas han resucitado ahora reencarnados en los puestos directivos de las instituciones internacionales como el FMI, el Banco Mundial o la Unión Europea (organismos en todo caso, recordémoslo, creados tras la II Guerra Mundial, en pleno consenso socialdemócrata y que más allá de su poder de influencia, cuya plasmación más célebre la encontramos en el consenso de Washington, se conforma a base de un cuerpo de expertos y funcionarios no electos).

IV. La tecnocracia actualizada

Retomemos aquí la enumeración de artículos citada al principio. Entre ellos, había uno escrito por el profesor Josep María Colomer (“El fin de la democracia estatal”, El País, 2 de marzo de 2012) que veía en la designación de Monti una oportunidad, una solución. El artículo avanzaba en parte la tesis del libro que el mismo autor publicó tres años después: El gobierno mundial de los expertos, cuya propuesta era muy clara: dando implícitamente por sentado el “fin de la historia”, la cuestión es organizar la gobernanza multinivel –supranacional, estatal y local– en la cual ya nos encontraríamos, aun en una situación todavía imperfecta. Pese a las apariencias, la perspectiva no es de whisful thinking y Colomer conoce bien cómo las grandes instituciones internacionales, empezando por el calendario gregoriano o los sistemas de pesos y medidas, son fruto de una hegemonía imperial. Su idea es que nos valgamos de las instituciones herederas posteriores a Bretton Woods y la IIGM y vayamos hacia un orden global en el que, de alguna forma, los expertos (nacidos de los grandes cuerpos funcionariales o bien, como en EEUU, de las agencias independientes y supra-partidistas) nos lideren. Y, más aún, que aun no sujetos a una legalidad racional internacional –todavía en ciernes– obedezcan a los principios de la nueva gestión pública, siendo seleccionados por mérito y experiencia y dando cuenta cumplidamente de sus actos a través de mecanismos de accountability, subsanando aquello que fallaba en García-Pelayo. En última instancia, a lo que invita Colomer es a ampliar el concepto de democracia de modo que su legitimidad, a escala global, no equivalga a la que sale directamente de las urnas, sino a los criterios de transparencia, conducta ética y evaluación que rigen en tales organismos. Y es que en el fondo la clave última de este modelo se encontraría en la arquitectura institucional, en la “ingeniería institucional”, en una institucionalización que ha rebasado el perímetro nacional y que ha empezado a internacionalizarse. He aquí en lo que en gran medida hoy ha quedado la noción de tecnocracia. Pero, ¿se ha conformado finalmente una élite con intereses comunes? ¿Se sitúa por encima de las decisiones políticas? ¿Nos gobierna realmente? No parece inapropiado mantenerse renuente hacia tal conclusión por las razones antedichas. No obstante, parece imprescindible afianzar el cambio de escala analítica hacia el plano supranacional, si bien el interrogante de si nos dirigimos a un escenario de gobernanza global o, en cambio, a una situación de bloques regionales, continúa en el aire.

Para acabar este recorrido viene al caso mencionar al que, de alguna forma, puede considerarse como el ideólogo adelantado de la tecnocracia, si es que se permite la expresión: Alexander Kojève. Estudioso de la filosofía de la historia de Hegel –en quien Fukuyama se inspiró para su libro– a este intelectual de origen moscovita le daba perfectamente igual que triunfase el capitalismo o el comunismo (aunque se sospecha que fue agente de la KGB) puesto que el fin de la historia ya lo habría atestiguado el propio Hegel al ver en Jena a Napoleón como el Espíritu del Mundo a caballo –lo demás no era sino una disputa en epílogo entre hegelianos de izquierda y de derecha. Como él mismo bien decía “Marx es Dios y Ford es su profeta”; por no hablar de su famosa nota a pie de página, en su Introducción a la lectura de Hegel, donde afirmaba que:

“Incluso puede decirse, desde un cierto punto de vista, que los Estados Unidos ya han alcanzado el estadio final del ‘comunismo marxista’, dado que, en términos prácticos, todos los miembros de una ‘sociedad sin clases’ pueden apropiarse desde ya de todo cuanto les parezca […]. Ahora bien, varios viajes comparativos efectuados (entre 1948 y 1958) a EEUU y a la Unión Soviética me causaron la impresión de que si los americanos pasan por sino-soviéticos enriquecidos, es porque los rusos y los chinos no son sino americanos todavía pobres […]. Me vi llevado a concluir que la American way of life era el tipo de vida propio del período post-histórico y que la actual presencia de EEUU en el mundo prefiguraba el futuro ‘eterno presente’ de toda la humanidad. Así, el retorno del hombre a la animalidad ya no aparecía como una posibilidad aún por venir, sino como una certeza ya presente” (2016: 490).{4}

El hecho de que Kojéve se dedicase como funcionario, precisamente como oscuro tecnócrata del Estado francés tras la IIGM a contribuir silenciosa pero decisivamente a la construcción de la Unión Europea no deja de ser todo un presagio y de ahí que se le pueda tomar, si no como el filósofo de la tecnocracia, sí como el filósofo del fin de las ideologías. Y por lo tanto como aquel que dejó el terreno libre para los tecnócratas. Y frente a esto, ¿qué ha aparecido? En primera instancia, ante la razón técnica pareciera que habría de alzarse esa razón crítica o dialógica (“frankfurtiana”), que teorizan los defensores del contractualismo y de la democracia deliberativa. Este enfoque tiene en Jürgen Habermas a su principal valedor y consiste en acordar el mejor argumento por vías racionales en el contexto de un espacio de debate público, una “situación ideal del habla”, no expuesta ya a los criterios unidimensionales de la razón instrumental. Este mejor argumento habría luego de institucionalizarse jurídicamente hasta penetrar en los sistemas de decisión políticos y administrativos. No obstante, considerar la existencia de una “razón instrumental” unificada en detrimento de la pugna de estrategias y operaciones que se desarrollan en los cursos de acción de los diferentes campos de actividad humana, hasta lograr o no su cierre operacional, se ha visto que conduce a la metafísica. Y al mismo lugar nos llevaría acudir a una “racionalidad crítica” en el vacío, sin referencias, libre o retóricamente dialéctica, si no sabemos a dónde queremos llegar. En este sentido cabe afirmar que toda racionalidad es estratégica dado que, incluso si se proclama axiológica, los valores serán igualmente tomados como un fin al que llegar, salvo por supuesto que nos queramos desprender de toda lógica como órgano de la razón. Pues bien, este desprendimiento de la razón en favor de las emociones, es justo lo que parece estar en el núcleo del populismo y de ahí la pertinencia del planteamiento dicotómico presentado, entre populistas y tecnócratas. El dilema no se produciría, así, entre razón instrumental y razón crítica sino entre racionalidad y sentimiento. Debe insistirse en que no hay un solo racionalismo y asimismo la neurología ha proporcionado en las últimas décadas pistas para ponderar el papel de las emociones en el discernimiento. Ahora bien, la sentimentalidad que anida en el populismo es más básica, aunque llegue sofisticadamente a las teclas sensibles de nuestro cerebro: es más básica o elemental de forma intencionada, en tanto no aquieta o modula, sino que favorece la impulsividad. Por supuesto, la referencia aquí es la del populismo actual, el cual no deja por ello de tener antecedentes.

V. La alternativa populista

Ciertamente, la etimología y los mismos teóricos del populismo nos remiten con frecuencia al término plebs, a los plebeyos, como la médula de su concepción, punto que sorprende dado que la plebs, incluso desde el inicio de la República romana no constituía una clase empobrecida sino simplemente aludía a quienes no habían contribuido a fundar la república. Como afirma Le Bohec: “La diferencia no residía en la fortuna, pues cada uno [de los grupos] estaba dirigido por hombres igualmente ricos que se apoyaban en una numerosa clientela, formada por pobres obligados a sostenerlos” (2013: 22). Por lo demás, muy pronto los plebeyos –“quizá antiguos aliados de los Etruscos”, afirma Le Bohec– empezaron a gozar de los mismos derechos políticos que los patricios y, en consecuencia, a ocupar magistraturas y consulados y a abusar incluso del tribunado de la plebe. Acaso la argumentación populista se deba a que los plebeyos, al contrario que los patricios, no estaban unidos y entonces cobre sentido una proclama del tipo: plebeyos del mundo uníos. Por otra parte, desde el punto de vista de la historia de las ideas y los movimientos sociales es común identificar como los primeros populistas a los narodnik, rusos críticos con el zar de finales del siglo XIX, quienes idealizaban el mundo rural bajo la ascendencia de las ideas románticas de Herder o Rousseau. Se trató de una especie de movimiento agrario, reactivo, con un discurso anti-progresista, se diría casi que ludita, anti-maquinal, lo que les coloca en las antípodas de los tecnólogos decimonónicos. No obstante, el alcance de su componente revolucionario fue limitado, tanto más tras las críticas que V. Lenin les dedicó en: A qué herencia renunciamos. Un segundo momento populista, más conocido y que realmente puede considerarse como el precedente real de lo que hoy se atestigua, fue el que representaron las presidencias de Getulio Vargas en Brasil y, muy concretamente, el peronismo en Argentina. Empiezan a aparecer aquí los rasgos definitorios consabidos, tales como el liderazgo carismático y la des-intermediación entre líder y pueblo. A este respecto, los estudios de referencia corresponden al sociólogo italo-argentino Gino Germani, quien explicó el asunto en clave funcionalista, como efecto de la transición de una sociedad tradicional a una modernizada, industrializada justamente, por efecto de la sustitución del modelo de importaciones. Y en el que las demandas de las nuevas masas urbanas –en su “revolución de las expectativas”– quedaron insatisfechas hasta la llegada de una oleada anti statu quo, multi-clasista, sin ideología definida (o más allá de la izquierda y la derecha) que promovió el voto universal y creó los sistemas de protección social. El juicio que esta experiencia suscite, como una especie de transición fallida a una institucionalidad canónica –no homologada a la europea y, por ende, filo-autoritaria–, o por el contrario como un modelo popular más allá de esa democracia, estriba gran parte de la consideración peyorativa o benigna con la que hoy se habla de populismo.

Desde luego, de forma muy benigna se pronunció por fin el último teórico del populismo y discípulo de Germani, Ernesto Laclau. Precisamente el título de su libro más celebre, La razón populista, nos podría servir de contrafaz de la razón técnica citada, si no fuese porque su “razón” está más cargada de afectos y de simbología, que de otra cosa. En efecto, Laclau distingue entre dos formas o “lógicas” de reivindicación que puede esgrimir una sociedad: una heterogénea y otra homogénea. Las demandas heterogéneas son más fácilmente asumibles por el sistema, por la institucionalidad; por el contrario cuando las demandas se presentan, diríamos, encadenadas, cabe romper el sistema. Por supuesto, esto sucede cuando se produce una crisis y al sistema vigente le resulta más complejo gestionar las reivindicaciones. Cabe pensar en los problemas derivados de la crisis económica y de la automatización, planteados al principio del texto. Es entonces cuando cabe ir agregando demandas insatisfechas, en lo que Laclau denomina una “lógica equivalencial”, pero solo bajo la bandera de una de ellas. Dicha bandera, llámese paz, democracia, igualdad o soberanía, opera como un significante vacío –como un símbolo cargado de significados– que al cabo no se refiere a nada salvo a una gran emoción, que aglutina todos los descontentos y que, por si fuese poco, se condensa en la figura de un líder. Con todo, el razonamiento no acaba aquí, porque de lo que se trata no es de ganar las elecciones, o no solo, sino de refundar un sistema que se presume como caduco, corrompido e inútil y que se percibe, en suma, como la representación del enemigo. Aquí es cuando entra en liza el famoso concepto de hegemonía, toda vez que la meta es, en palabras de Laclau, “patear el tablero” y establecer unas nuevas reglas de juego. En resumen, lo que sostiene Laclau es que todo sistema político se articula sobre un momento fundacional simbólico, en el que pugnan amigos contra enemigos, y no ya para solventar una demanda concreta (sobre las pensiones, pongamos por caso, o las tasas académicas o el precio de la luz), sino nada menos que sobre el sentido de la vida comunitaria. Sin minusvalorar su componente noble o épico, resulta imposible eludir el poso teológico en esta concepción.

De este modo, el populismo no constituiría una opción ideológica frente a otras, sino que sería aquello que anida en el núcleo de toda opción política, una especie de impulso primigenio, creador y que en el fondo tiñe de raíz toda nuestra actividad humana. De ahí la llamada a la repolitización, que no radicaría (al menos en un principio) en la politización sectaria o partidista de un asunto determinado sino en un darse cuenta, un desvelamiento, de que “todo es política”. Seguramente la principal flaqueza que presenta esta perspectiva es que, si bien parece servir para derrocar antiguos regímenes y redactar nuevas constituciones, tiene en cambio serios problemas para consolidar un sistema institucional estable, justamente una burocracia perdurable en el tiempo. Por descontado, existen otras decantaciones teóricas del populismo, más escoradas a idearios de extrema derecha, pero con dificultades igualmente de institucionalidad, más aún si hablamos de institucionalidad internacional. En este sentido, está por ver si el presidente de EEUU, D. Trump, se consolida institucionalmente, en virtud de un segundo mandato. Pero lo que parece más inverosímil es justificar una “internacional populista”, sin que ello deje de inspirar la articulación de planes y proyectos políticos. De hecho, ahí está la vocación supranacional (europeísta) de la Nueva Derecha de Alain de Benoist, de la que bebió en sus orígenes el Frente Nacional francés, y que lleva reivindicando el concepto de hegemonía cultural de Gramsci desde los años setenta. Vale la pena además recordar que su programa, de estirpe pagano, critica al liberalismo, a la democracia representativa, a los organismos internacionales y habla de la deshumanización de la técnica en un sentido heideggeriano. Más aún, desde presupuestos similares y una mirada todavía más internacionalista, Alexander Dugin defiende un nacional-bolchevismo euro-asiático, que clama por una unión antiliberal que aglutine a la extrema derecha, la extrema izquierda, el ecologismo y el islam.

Ahora bien, todos, desde Laclau a Dugin, reivindican con orgullo las enseñanzas de Carl Schmitt. La evidencia de que actualmente Carl Schmitt se ha convertido en un apóstol del pensamiento “de izquierdas” supone otra constatación de que los referentes de definición política han cambiado. Y si anteriormente se afirmó que Kojève podía ser calificado como el ideólogo de la tecnocracia, ahora es Carl Schmitt quien se alza como el ideólogo último del populismo o, si se permite el juego de palabras, el tecnócrata del populismo; mejor aún: como el teólogo del populismo. El mismo Carl Schmitt también aludió al fin de las ideologías en su ensayo La época de las neutralizaciones y despolitizaciones (1929). Se refería entonces al declive de la vida espiritual de los últimos siglos en Occidente, donde se habría pasado de un momento teológico en el siglo XVI a otro metafísico, a otro posteriormente moral-humanitario, para acabar al final en la fase económica. O valdría decir: tecnocrática, en tanto este momento económico estaría asociado al industrialismo y a la técnica hasta el punto de que: “El siglo XX aparece desde el inicio como el siglo no solo de la técnica sino también de una fe religiosa en la técnica”. Ciertamente, el caso con Schmitt es tener fe porque ahí sí que radica la fuente del sentido y más le parece valer al alemán la idea original, la fe teológica, a la copia, la fe tecnológica. Sea como fuere, ante el populismo nos encontramos sin duda con un imaginario contrapuesto al de la tecnocracia, puesto que si en esta lo que parecía es que las ideologías se daban por muertas, con el populismo pasa lo contrario: todavía no han nacido y en el propio populismo estribaría su génesis, toda vez que su desarrollo está por venir. Por así decir, mientras que la tecnocracia sería la ideología del fin como consumación de las ideologías –más que como ideología triunfante como ideología envolvente, pero a toro pasado, o receptiva–; el populismo en cambio sería la ideología del inicio de las ideologías, también envolvente pero en sentido contrario, proyectiva hacia el futuro.

VI. Final

Y esto nos lleva a una última dicotomía a presentar que es la que, por seguir con la terminología schmittiana, confronta el concepto de “lo político” con el concepto de la política y que de alguna manera expresa la dualidad de partida. La distinción, sobre la que viene trabajando de forma metódica el profesor Javier Franzé, recupera las obras no solo de Schmitt o de Laclau sino también la de un nutrido conjunto de pensadores, sobre todo francófonos, como C. Lefort, P. Bourdieu, Ch. Mouffe o Jacques Rancière, que postulan que “lo político” constituye el ámbito de cristalización del sentido comunitario, y es de suyo rupturista, creativo, fundamentador, aunque contingente, por cuanto no viene necesariamente determinado por factores externos. Frente a él aparecería el concepto diríamos tradicional de la política, una esfera más entre las dimensiones que nos rodean –como la biología, la historia o la economía– y ante las que la política a menudo se subordina (aunque acaso sería más preciso hablar de coordinación). Un concepto este de la política que de cualquier forma representaría el orden institucionalizado, el de la administración y la reiteración de un sentido, según los autores mencionados, previamente instaurado. Quizá resulte arriesgado acoplar esta distinción a la dicotomía entre el populismo (epifenómeno de “lo político”) y la tecnocracia, pero no resulta infundado dado que para los adherentes a lo político, de lo que se trata es de aceptar que la esencia de la política consiste en habilitar el trasfondo del conflicto, propiciando el marco en el que se rompen y refundan sistemas, objetivo por lo demás tanto más justificado si el sistema a derribar es tecnocrático.

Ciertamente, la presentación polarizada del dilema puede abocar a la parálisis si la cuestión radica en escoger entre el “fundamentalismo democrático” de unos frente al “fundamentalismo científico” de otros. No obstante, sin salirnos de este marco de extremos cabe todavía recurrir a un criterio, aun exógeno e incluso extravagante de decisión. Un criterio que suministró Iñigo Ongay, en su conferencia: “Intelectualismo y voluntarismo en la filosofía ambiental de nuestro tiempo”, pronunciada asimismo en la Escuela de Oviedo, en marzo de 2015. En ella, Ongay evocaba la distinción medieval de corte ontológico que enfrentaba al voluntarismo de Scoto ante el intelectualismo racionalista de Santo Tomás, aplicándolo al presente{5}. Pues bien, ¿no estaría el concepto de “lo político” asociado a la metafísica franciscana de un Dios (entiéndase como soberano) omnipotente, más allá de todo límite, incondicionado, sin cortapisa racional alguna, que entiende como contingente, y nunca como necesario, toda realidad mundana? Al menos la tecnocracia está demarcada por la razón, salvo por supuesto que caiga en fundamentalismo.

Bibliografía

Notas

{1} “Según un reciente informe de la consultora McKinsey (Job Lost, Jobs gained), el 60% de las ocupaciones tiene al menos un 30% de sus componentes de trabajo en riesgo de ser automatizados” (Ortega, 2018: 34).

{2} Las conferencias fueron pronunciadas el 6 y 7 de abril de 2015 y han dado lugar a un libro posterior: Filosofía de la técnica y de la tecnología, Pentalfa, Oviedo 2018.

{3} Al respecto de la investigación operativa, la tesis doctoral de Santiago Armesilla (Trabajo, utilidad y verdad, UCM, 2014), continúa siendo referencial.

{4} La nota prosigue rectificando este punto, y presentando a la sociedad japonesa como la verdadera civilización “post-histórica”.

{5} El filósofo André de Muralt indagaba en esta misma huella escolástica sobre los siglos posteriores en su obra: La estructura de la filosofía política moderna, ed. Istmo, 2002.

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