El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 186 · invierno 2019 · página 12
Libros

La cosmografía española, América y la Revolución Científica

Carlos M. Madrid Casado

Reseña de Ciencia secreta. La cosmografía española y el Nuevo Mundo de María M. Portuondo (Iberoamericana – Vervuert, Madrid 2013)

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La historiadora norteamericana María M. Portuondo investiga en este libro, publicado originalmente en inglés en 2009 por la Universidad de Chicago, la evolución a lo largo del siglo XVI de esa ciencia, al servicio del Imperio español, que se encargó de estudiar las tierras, la naturaleza y las gentes de América. Este trabajo se suma a otros, dentro y fuera de nuestras fronteras, orientados en los últimos años a señalar la importancia de la cosmografía hispana para sentar las bases de la Revolución Científica y, como hemos sostenido en otro lugar, solventar por la vía de los hechos la leyenda negra y la polémica de la ciencia española (cf. «España y la Revolución Científica: estado de la cuestión de una polémica secular», Circumscribere 13, págs. 1-28, 2013).

Es de señalar, como contraprueba de lo mantenido en el artículo antedicho, que María Portuondo es consciente de que su investigación se basa en una concepción de la ciencia distinta de la tradicional y ligada a las prácticas (así, en la nota 19 de la página 29, remite entre otros al enfoque al respecto de Andrew Pickering). En el libro (págs. 30-34), Portuondo apunta que los historiadores de la ciencia española han de lidiar con ciertos prejuicios historiográficos que distorsionan su estudio. Para la historiadora norteamericana, aceptar la visión negrolegendaria de la ciencia en España (la ciencia no habría calado en nuestro país por culpa de la represión teológica y la intolerancia religiosa) supone, primeramente, aceptar las ideas mismas de “Revolución Científica” y de “decadencia española”. Y subraya que la tradición nos ha legado diversas respuestas a la cuestión de la ciencia española: por un lado, la de los apologetas que torturan los archivos en busca de logros científicos hispanos; por otro lado, la de quienes ven en España un erial científico y, en el mejor de los casos, excusan a España aduciendo que durante el Siglo de Oro se valoraba más la literatura o las artes que la ciencia. Personalmente, Portuondo se suma al corpus de trabajos que en las últimas décadas descartan una interpretación excepcionalista de la ciencia en España durante la Edad Moderna e incluso sostienen que, para entender los orígenes de la Revolución Científica, el historiador de la ciencia ha de volver la mirada a España, Portugal y el descubrimiento de América (una tesis, por cierto, ya aventada por Gustavo Bueno en «La Teoría de la Esfera y el Descubrimiento de América», El Basilisco 1, págs. 3-32, 1989).

La cosmografía surgió como una disciplina, arraigada en el humanismo renacentista, que abarcaba campos que caen bajo la geografía, la cartografía, la astronomía, la historia natural y la historia (moral). Pero fue, como apunta Portuondo (pág. 18), en la España del siglo XVI donde los cosmógrafos se esforzaron por crear un nuevo marco, en el que la cosmografía, frente a la erudición libresca y los relatos de autoridades clásicas, privilegiase los relatos de primera mano (crónicas y relaciones de descubrimiento y conquista) y las pesquisas empíricas (observaciones de eclipses lunares, cuestionarios indianos y viajes de exploración ex profeso, como el proyectado por Rodrigo Zamorano y Sarmiento de Gamboa al estrecho de Magallanes). Los cosmógrafos hispanos hubieron de aunar, a fin de domeñar el Nuevo Mundo, una serie de destrezas descriptivas y textuales con otras de carácter matemático y gráfico.

El producto de esta ciencia cosmográfica fue, aparte de los mapas y ciertos instrumentos de navegación, los regimientos de navegación: desde el primero de Martín Fernández de Enciso (Summa de geographia, 1519), que fue compañero de aventuras y desventuras de Alonso de Ojeda y Vasco Núñez de Balboa, a los auténticos superventas en Francia e Inglaterra de, respectivamente, Pedro de Medina y Martín Cortes (Arte de navegar, 1545; Breve compendio de la sphera y de la arte de navegar, 1551). Los regimientos de navegación buscaban transmitir a los reacios pilotos de la carrera de Indias los conocimientos cosmográficos (aunque la utilidad de la cosmografía no sólo radicaba en hacer más segura la navegación, sino también en posibilitar la expansión del Imperio, delimitando el meridiano y el antimeridiano del Tratado de Tordesillas entre Portugal y España). En estos manuales teórico-prácticos, redactados en español, convergían, simultáneamente, la filosofía natural aristotélica, la geometría euclídea y la geografía ptolemaica. La esfera terrestre, con sus mares y tierras, se ubicaba en una cuadrícula matemática, al tiempo que los fenómenos naturales y las acciones humanas resistentes a la matematización se describían con palabras. Por la parte más matemática, la Geografía de Ptolomeo, que compartía marco matemático con el tratado astronómico del Almagesto, buscaba trazar un mapa de la ecúmene, empleando coordenadas para fijar la latitud y la longitud de las nuevas regiones. Aquí también entraba en juego, según nos explica Portuondo, el didáctico Tratado de la esfera de Sacrobosco; porque la teoría de la esfera posibilitó –como señalara Gustavo Bueno- insertar el globo terrestre en la geometría euclídea. La esfera de Sacrobosco motivó muchos comentarios de humanistas científicos, como Ciruelo o Nebrija; porque los modernos españoles se dieron cuenta de que sabían cosas completamente desconocidas por los antiguos griegos o romanos (por ejemplo: la zona tórrida de la esfera, la próxima al ecuador, era habitable). Por la parte más discursiva de la cosmografía, las descripciones de historia natural y moral de la Indias se hacían tomando en cuenta las obras clásicas de Plinio, Estrabón o Pomponio Mela.

Como centros cosmográficos, Portuondo estudia la Casa de la Contratación de Sevilla (alrededor de la cual encontramos cosmógrafos como Enciso, Medina, Cortés o Rodrigo Zamorano), la Universidad de Salamanca (con Jerónimo Muñoz), el Consejo de Indias y la Corte (donde los cosmógrafos que reciben más atención son Alonso de Santa Cruz, Juan de Herrera y la Academia Real Matemática, López de Velasco y, por último, García de Céspedes, que acometió la enmienda del Padrón Real). Estos cosmógrafos al servicio del Imperio, con su uso de las matemáticas ligado a nuevas técnicas, no están tan lejos de Tartaglia, Stevin o Galileo, que se ganaban la vida sirviendo a patronos nobles en problemas similares.

Pero, mediado el siglo XVI, durante el reinado de Felipe II, la cosmografía se convirtió en secreto de Estado. Las descripciones y los mapas, como el Islario de Santa Cruz, habían de mantenerse ocultos, a fin de que los enemigos del Imperio español (ya fuesen piratas o colonos de otras naciones) no amenazasen los enclaves del Nuevo Mundo. No obstante, con la llegada al poder de Felipe III, las políticas de confidencialidad se suavizaron notablemente (de hecho, ya en la década de 1590, en vida de Felipe II, Acosta pudo publicar su Historia natural y moral de las Indias). En este sentido, Portuondo señala que la negativa a dar el visto bueno a la publicación de ciertas obras cosmográficas tenía más que ver con la razón de Estado que con la intolerancia inquisitorial (de hecho, en la nota 6 de la página 21, se señala que el Santo Oficio rara vez censuraba libros científicos).

A finales del XVI, tras la muerte del cosmógrafo-cronista López de Velasco en 1588, la disciplina se fracturó en dos (lo que Portuondo aborda en el séptimo y último capítulo del libro). La escisión de los dos cargos es síntoma de la escisión del propio campo de la cosmografía. La parte descriptiva (geografía, historia natural y etnografía) pasó a ser competencia de cronistas e historiadores. Y la parte cosmográfica en sentido estricto (cartografía matemática, navegación astronómica, hidrografía y geodesia) de geómetras, cartógrafos y pilotos. Estos últimos abandonaron la metodología libresca típica del humanismo a favor de un enfoque empírico (tecnológico, diríamos nosotros), que incluso –como en el caso de los cuestionarios de Indias organizados por López de Velasco- se planteaba preguntas y experiencias relativas al nombre de la región en español y en lengua nativa, quién descubrió y conquistó el territorio, el clima, el paisaje, la población, las coordenadas geográficas, la traza de las ciudades, las costumbres de los indios, la flora y la fauna, etc. (todo ese popurrí contenido, curiosamente, en el título de la obra de Acosta). No deja de ser paradójico que este corte de la disciplina en dos planos (alfa y beta) sea paralelo a la progresiva adscripción de la voz hecho a la naturaleza y no sólo a las cosas de los hombres.

Finalmente, Portuondo especula con las limitaciones inherentes al enfoque cosmográfico. No sólo se trataba de su afán omniabarcante, sino de que las obras de los cosmógrafos hispanos carecen casi por completo de la especulación filosófico-natural que, a su juicio, rompió con el aristotelismo, apostó por el mecanicismo y abrió camino a la Revolución Científica que conoció el siglo XVII (págs. 335-337). En esta línea, Portuondo se hace eco de la crítica tradicional a la ciencia hispana: su marcado utilitarismo, ligado a las aplicaciones en la navegación, la fortificación o la artillería. A nuestro entender, en estas últimas páginas del libro, Portuondo se desdice del enfoque que ha ejercitado durante las trescientas páginas previas. Si las ciencias no provienen de la filosofía sino de las técnicas (como sostenemos desde la teoría del cierre categorial), lo que hubiera restado explorar es por qué las técnicas y, en especial, los aparatos (el plano inclinado, el termómetro, el barómetro, la bomba de vacío, el telescopio, etc.) que terminaron funcionando como contextos determinantes de la mecánica, de la física (terrestre y celeste), no cristalizaron en la España de la época y sí en cambio en Italia, Francia o Inglaterra. Pero esto es ya otra historia.

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