El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 187 · primavera 2019 · página 4
Filosofía del Quijote

La filosofía social del Quijote (III): el estamento eclesiástico

José Antonio López Calle

Las interpretaciones filosóficas del Quijote (61)

Quijote

El segundo estado, el clero, que también gozaba del estatus de estamento privilegiado, no está tan profusa y detalladamente retratado en la magna novela como el primer estado, con el que compartía ese mismo estatus. Y desde el punto de vista religioso, se seguía creyendo, como en la Edad Media, en la primacía del estado eclesiástico, aunque, en el orden meramente secular de las cosas, el estado de los nobles ocupase la cúspide de la jerarquía estamental. Don Quijote parece aludir a esa primacía del estado religioso cuando declara que “no hay otra cosa en la tierra más honrada ni de más provecho que servir a Dios, primeramente” (II, 24, 739), lo que, al colocar la religión por encima de cualquier otra cosa, parece sugerir que el oficio y estado de los clérigos son, en la jerarquía axiológica, superiores a cualesquiera otros.

En otro lugar, en el que don Quijote compara el estado de los caballeros con el de los religiosos (tomando como referencia a los frailes o monjes, pero que bien puede ampliarse al conjunto del clero), cuyo oficio sintetiza con unas palabras muy similares a la de los ideólogos medievales de la sociedad estamental, pues dice de ellos que “piden al cielo el bien de la tierra”, esto es, por decirlo en la terminología de esos ideólogos, los describe como oratores, aprovecha la ocasión para reclamar la necesidad e importancia de los caballeros, que reside en que ellos ejecutan lo que los religiosos piden, si bien, en su calidad de guerreros o defensores, esto es, bellatores, defendiendo el triunfo del bien en la tierra “con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras espadas”, esto es, con las armas; ahora bien, por si a alguno de sus interlocutores se le ha ocurrido pensar que ha osado situar los caballeros por encima o al mismo nivel que a los religiosos, les advierte que “no quiero yo decir, ni me pasa por pensamiento que es tan bueno estado el de caballero andante como el del encerrado religioso” (I, 13, 123). Esta misma supremacía del estado clerical parece desprenderse de la declaración de don Quijote sobre el fin último de las letras divinas, que es el de llevar y encaminar las almas al cielo, tan excelso que a un fin como ése ningún otro le puede igualar (II, 37, 392), pero, si es así, los ministros de la Iglesia que se ocupan de lograr tan excelso fin, estarán en la cima de la sociedad, si el asunto se contempla desde la perspectiva religiosa hegemónica y se admite, como lo hace don Quijote, que el valor de una cosa depende de la nobleza de su finalidad: “Porque aquella intención se ha de estimar en más que tiene por objeto más noble fin” (ibid.).

Pero en la novela no hay referencias directas al significado e implicaciones estamentales del clero ni a sus relaciones, desde el punto de vista estamental, con los otros órdenes sociales. Nada se dice, por ejemplo, de la extracción social de los múltiples eclesiásticos del escenario literario, aunque se dan algunas pistas a través de la mención de las preferencias profesionales de nobles y villanos. Tampoco se alude a las prerrogativas de los miembros del estado eclesiástico, al menos a las principales; se alude a algunas, desde el punto de vista social, menores, como la de protección eclesial de los clérigos con penas de excomunión a quienes osen maltratarlos, mencionada en la aventura de los encamisados o enlutados, donde Sancho acusa a don Quijote de haber incurrido en ella por usar la violencia contra los sacerdotes, a los que confunde con malvados caballeros (I, 19); o la de no tener que defenderse con las armas, en caso de ofender, a la que don Quijote se refiere en la disputa con el eclesiástico o capellán de los Duques. Él cree que éste le ha ofendido gravemente y que ha traspasado los límites al reprenderle en público y ásperamente tratándolo, según cree él, de mentecato y tonto. Una ofensa así --piensa el sedicente caballero que se sitúa en una situación caballeresca en que lo común es retar a duelo a los ofensores--, merecería ser castigada, si se tratase de un seglar, con el uso de las armas retándole a un duelo, pero siendo el ofensor un eclesiástico, don Quijote no piensa recurrir a este modo de reparación, porque él tiene respeto por el eclesiástico como miembro del estado religioso y, como tal, no puede defenderse armada o violentamente (II, 32, 792-5).

Pero, aunque no se aluda expresamente a la dimensión estamental del clero ni a sus principales privilegios, sí se espeja en la novela su trascendencia social. Si la importancia social de la nobleza tenía que ver ante todo con la dimensión política de la sociedad, esto es, con la sociedad política, en tanto desempeñaba principalmente, como hemos visto, funciones políticas y militares, la del clero residía en el cumplimiento con las funciones que tienen que ver con la dimensión, desde luego, religiosa y moral de la sociedad, pero también educadora y cultural. Como veremos, en la novela hay huellas visibles de la hegemonía cultural y educadora del estado eclesiástico.

Dada la trascendencia social de éste en los terrenos indicados en la España de la época no es de extrañar la numerosa presencia de personas eclesiásticas en la novela. En aquel tiempo el clero estaba integrado por al menos cien mil miembros, de los que casi 75.000 correspondían al reino de Castilla y cerca de 20.000 al de Aragón, lo que suponía alrededor del 1’5 % de la población de toda España{i}. Pues bien ese clero está más que bien representado en el Quijote, si se tiene en cuenta que por su escenario desfilan numerosos personajes que son clérigos, de los que uno de ellos tiene un papel crucial en la trama de la novela, y que se mencionan todos los grados de la jerarquía eclesial, desde el papa a los sacerdotes, de los que, por razones obvias, el grado mejor representado es el del bajo clero, en particular el que se compone de clérigos seculares.

Papas, obispos y arzobispos

En la novela no hay ningún personaje perteneciente a los grados más altos del alto clero (arzobispos y obispos). Sólo aparecen como personas de las que se habla. Que no aparezca ninguno, ni siquiera como personaje ocasional en algún episodio, tiene una fácil explicación. En primer lugar, el Quijote pretende ser una sátira de los libros de caballerías y en éstos no aparecen obispos o arzobispos y, si lo hacen, su presencia es totalmente irrelevante, como meras figuras auxiliares. Por tanto, Cervantes, a diferencia de lo que sucedía con la alta aristocracia, de la que, como vimos, tenía necesidad, por razones internas a su empresa de satirizar los libros andantescos, de introducir algún miembro de aquélla, no tenía, en cambio, necesidad alguna, para conseguir su objetivo literario, de introducir como personaje activo, de la trama o de algún episodio, a un miembro del más alto clero, pues sin su presencia el objetivo se puede lograr igualmente. Además, dado que don Quijote en su peregrinación por diversas regiones de España se movía por lugares rurales, por campos y despoblados, era muy improbable que se topase con un obispo o arzobispo, que son ante todo personas urbanas, y, por tanto, sería poco realista introducirlos como personajes, que sólo un encuentro casual podía justificar.

Sólo queda la posibilidad más realista de que tengan presencia en la novela como figuras de las que se habla. Y tal es lo que sucede, desde la cúspide de la jerarquía eclesial, el papa, hasta los obispos. En cinco ocasiones se habla del papa (I, 47; II, 13; II, 33; II, 42; y II, 50), en las que queda clara la alta estima que a los que hablan de él, como católicos, les merece la dignidad pontificia; pero ninguna de ellas transmite nada relevante sobre la proyección social del clero en la sociedad estamental, salvo una de ellas, aquella en que don Quijote, para animar a Sancho a ser un buen gobernador, le instruye diciéndole que el ser de humilde linaje no es un impedimento para llegar a ser gobernador como no lo fue para muchos de bajo linaje llegar a ser papas: “Innumerables son aquellos que de baja estirpe nacidos, han subido a la suma dignidad pontificia e imperatoria” (II, , 42, 868). Lo relevante aquí, desde el punto de vista social, es la idea de que la máxima dignidad del clero católico está abierta a los miembros de cualquier extracción social, noble o plebeya, bien es cierto que, por más que don Quijote resalte el hecho de que muchos papas eran de estirpe plebeya, la mayoría lo eran de noble abolengo.

Los arzobispos y obispos aparecen en la novela de dos maneras: como personajes mencionados y como personajes reales o históricos, siendo, como veremos, de mayor enjundia, la segunda forma de aparición. Como personajes de los que se habla los tenemos en el divertido coloquio en que al cura y al barbero se les ocurre decirle a Sancho que es factible que don Quijote llegue a ser arzobispo y no emperador, lo que no es del agrado de Sancho por considerarse incapacitado, por ser casado e iletrado, para los beneficios o cargos eclesiásticos que un arzobispo le pudiera conceder (I, 26, 255-6). Mayor interés contiene el arzobispo que figura en el cuento relatado por el barbero sobre el licenciado demente de la casa de locos de Sevilla, pues tal arzobispo, al que el loco escribe una carta diciéndole que está sano y que, para averiguar si es así, envía a esta casa a un capellán, no puede ser otro que el de Sevilla (I, 1, 552-5). En todo el relato siempre se le menciona como “el arzobispo”, pero sin nombrarlo. Ese arzobispo cuyo nombre el narrador prefiere ocultar, bien puede ser, si la historia se sitúa en la cercanía del año en que tiene lugar la acción de la segunda parte del Quijote, Pedro de Castro y Quiñones, que ocupó la sede arzobispal entre 1610 y 1623, o si la historia del licenciado loco se sitúa algo más atrás, bien puede ser Fernando Niño de Guevara, arzobispo de Sevilla entre 1601 y 1609, o Rodrigo de Castro Osorio, que lo fue entre 1581 y 1600. Todos ellos tienen en común su origen noble; los dos últimos procedían de familias de nobleza con título (eran hijos del marqués de Tabares y los condes de Lemos y Trastámara respectivamente); y el primero de la baja nobleza (era hijo del señor de Siete Iglesias).

Este hecho del origen noble del arzobispo de Sevilla, sea quien sea el aludido en el cuento del barbero, refleja un hecho característico del tiempo del Quijote: la mayor parte de los nombramientos de obispos y arzobispos recaía en miembros de la nobleza, lo que constituye un signo manifiesto del monopolio de ésta de los altos cargos eclesiásticos{ii} Normalmente, los segundones de familias de linaje noble se dedicaban a la carrera eclesiástica y sin duda ser un prelado de la Iglesia era su mayor aspiración. Un buen ejemplo de todo ello es la alusión a un arzobispo histórico: se trata de Bernardo de Sandoval y Rojas{iii} , perteneciente a la más alta nobleza española, que fue obispo en varias ciudades, cardenal y finalmente, gracias a su sobrino el duque de Lerma, Francisco de Sandoval y Rojas, arzobispo, entre 1599 y 1618, de Toledo, la sede precisamente más codiciada por la alta nobleza, y por tanto primado de España. Cervantes lo encomia en el prólogo de la segunda parte de la novela como príncipe benefactor y mecenas. Nada más ver sus apellidos cualquier lector informado de la época sabía de inmediato que estaba ante un miembro de la noble casa de Sandoval y Rojas, titular del marquesado de Denia y del condado de Lerma y además ostentaba la dignidad de grandeza de España. Y también era miembro, en cuanto Sandoval, de una especie de dinastía arzobispal, como su tío, Cristóbal de Rojas y Sandoval, protector suyo, que había sido obispo de varias ciudades importantes y finalmente arzobispo de Sevilla; la dinastía continuaría con otros Sandovales, como el sobrino de don Bernardo, Baltasar Moscoso y Sandoval, hermando del duque de Lerma, quien fue nombrado cardenal gracias a su tío y luego fue obispo y después arzobispo de Toledo. Su brillante carrera eclesiástica no fue óbice para que al mismo tiempo Bernardo de Sandoval desempeñara alto cargos políticos, como el de canciller mayor de Castilla y el de consejero de Estado.

Así que la casa nobiliaria de la que era miembro Bernardo de Sandoval ilustra perfectamente un fenómeno típico de aquel tiempo, el de la mutua involucración entre la nobleza y el alto clero, esto es, se trata de la infiltración de la alta nobleza en los más elevados grados eclesiásticos y el fenómeno inverso de la infiltración del alto clero en los niveles superiores de las esferas política y judicial, supuestamente monopolizadas por la nobleza titulada, en las que ejercieron cargos en los diversos Consejos y de magistrados en los tribunales de justicia o de presidentes de ellos, como dos de los posibles arzobispos candidatos a ser el aludido por Cervantes en el cuento del loco de Sevilla, Fernando de Niño de Guevara, que fue presidente de la Chancillería de Granada y además miembro del Consejo de Castilla y del Consejo Real, y Pedro de Castro y Quiñones, oidor de la Real Audiencia de Valladolid y de la de Granada y presidente de ambas.

Finalmente, con su mecenazgo cultural, como el ejercido sobre Cervantes, Salas Barbadillo y Vicente Espinel, y constructor, el arzobispo de Toledo, al frente de la archidiócesis más rica de España y considerada una de las más ricas de la cristiandad católica después de Roma, encarna el sobresaliente papel cultural que la Iglesia y su clero representaban en la España del Quijote y que Cervantes resalta en otros personajes de la novela.

En cuanto a las referencias a los obispos, varias de ellas, aquellas en que se habla de ellos, son intrascendentes (cf. II, 33; II, 39; y II, 66). Verdaderamente, como en el caso de los arzobispos, las más relevantes, desde el punto de vista de la significación social y cultural del clero, son las que mencionan a los obispos como personajes históricos. En una de ellas don Quijote se refiere al enorme volumen de las obras del Tostado (II, 3, 572), sobrenombre de Alonso Fernández de Madrigal (circa 1400-1455), obispo de Ávila, autor de una extensa obra teológica, filosófica y de hermenéutica bíblica. La extensión de su saber y lo mucho que escribió, a que alude don Quijote, dieron origen a la frase proverbial “saber o haber escrito más que el Tostado”. Fue el mayor teólogo español de su tiempo y Feijoo lo estimó el primero de los grandes prodigios de nuestro siglo XV{iv}. En la época que llegó a ser obispo, la nobleza no tenía tanta influencia para hacerse con la mitra obispal como tendría en el tiempo de Cervantes, por lo que sorprende menos que el Tostado, siendo, como parece que fue, de familia plebeya{v}, llegase a ser nombrado obispo.

La otra alusión, en el prólogo a la primera parte del Quijote, es al obispo de Mondoñedo, fray Antonio de Guevara, al que curiosamente designa por su cargo. Lo menciona como una de las autoridades a las que a un escritor conviene recurrir para parecer erudito y así, por ejemplo, si se ha de tratar de mujeres rameras, nada mejor que citar un pasaje de las Epístolas familiares, obra estimada como precursora del ensayo,del obispo de Mondoñedo como autoridad al respecto. A diferencia del Tostado, fray Antonio de Guevara era de linaje esclarecido, pues procedía de una casa noble de la Asturias de Santillana.

Como se puede advertir, en las referencias de Cervantes a arzobispos y obispos históricos no transmite nada, salvo indirectamente, sobre el anclaje social del alto clero; de ellos nos muestra más lo que significaron para la cultura española, bien por su labor de mecenazgo de ilustres escritores, como Bernardo de Sandoval, o bien por ser ellos mismos contribuidores a las letras españolas, humanas y divinas, como el obispo de Ávila, o solamente humanas, como el obispo de Mondoñedo.

Canónigos

Por debajo de los obispos, están los canónigos, que, entre otras misiones, ayudan precisamente a aquéllos en el gobierno de su diócesis. Se trata de una categoría eclesiástica que se puede considerar como el peldaño más bajo del alto clero; con todo se trataba de un puesto tan bien remunerado y de tanto prestigio que había muchos aspirantes deseosos de ocuparlo. En la España del Quijote había unos siete mil canónigos de los cabildos de las catedrales, de los que la gran mayoría pertenecía también a la nobleza{vi}.

En el gran libro cervantino está muy bien representado este grado del clero, porque en este caso tenemos un personaje literario, el canónigo de Toledo, que lo ilustra perfectamente. Además, contamos con varias referencias sobre los canónigos y los canonicatos que proporcionan suficiente información para establecer los principales trazos de lo que un canónigo suponía en la sociedad española de entonces, según lo veían los españoles de ese tiempo. En la opinión popular se tenía a los canónigos por personas doctas y sabias; disponemos de un pasaje que así lo acredita, en el cual un labrador pondera la sabiduría de los canónigos. La irónica alabanza del labrador a la solución de Sancho al pleito entre dos corredores (el gordo y el flaco) diciendo: “¡Voto a tal!, que este señor ha… sentenciado como un canónigo” (II, 66) no deja de traslucir el alto aprecio popular de la sabiduría de los canónigos. Es cierto que, como contrapeso de esto, también en la novela se refleja el estereotipo vulgar que circulaba sobre los canónigos como gente de buen yantar, como bien se ve en las palabras del médico Pedro Recio de Tirteafuera en que prohíbe a Sancho comer olla podrida: “Allá las ollas podridas para los canónigos…” (II, 47).

Tampoco falta una pincelada sobre la creencia arraigada entre las gentes de que los canónigos disfrutaban de una más que holgada situación económica, pues se creía que una canonjía era una rica fuente de ingresos, como bien se manifiesta en la satisfacción con que Tomé Cecial, el escudero del Caballero del Bosque, le informa a Sancho de que su amo le tiene prometido un canonicato como recompensa a sus servicios: “Yo con un canonicato quedaré satisfecho de mis servicios, y ya me le tiene mandado mi amo” (II, 13, 638). No es de extrañar que las canonjías fueses muy codiciadas por nobles y plebeyos; el mentado arzobispo de Toledo, Bernardo de Sandoval, adjudicó varias de ellas en el cabildo de Toledo tanto a miembros nobles de su familia como a amigos e hijos de éstos{vii}.

Pero las canonjías y la afición al buen yantar no anulan la percepción popular de los canónigos como gentes doctas. Y el propio Cervantes canonizó esta imagen con la introducción en el Quijote del canónigo de Toledo, un verdadero arquetipo de hombre docto, ilustrado y muy leído. El narrador mantiene oculto el género de canonjía desempeñada por el canónigo, pero debía de gozar de buenas rentas, a juzgar por la dignidad señorial y magnificencia con que Cervantes le hace entrar en escena con una comitiva de acompañantes, de los que, según se dice poco más adelante, es su señor:

“En esto volvió el cura el rostro y vio que a sus espaldas venían hasta seis o siete hombres de a caballo, bien puestos y aderezados,… porque caminaban…como quien iba sobre mulas de canónigos y con deseo de llegar presto a sestear a la venta…” I, 47, 486

A partir de su señorial entrada en la sección final de la primera parte (caps. 47-50), el canónigo de Toledo va a desempeñar un papel fundamental, junto con el cura, como portavoz de las ideas de Cervantes sobre el arte y la literatura, sobre la crítica de los libros de caballerías y sobre la comedia. Todo apunta a que Cervantes lo ha introducido en la novela con ese exclusivo propósito. No deja de ser llamativo que haya elegido para una tarea tan importante como la exposición de su filosofía del arte y de la literatura a dos clérigos, en vez de a personajes de linaje noble o plebeyo, y quizá la explicación haya que buscarla, salvo que sea algo casual, en el hecho de que la España de los siglos XVI y XVII estaba marcada por la potencia intelectual y cultural, artística y literaria de la Iglesia española, de la que sectores estimables de su clero eran relevantes exponentes, bien como mecenas o bien como artífices creadores ellos mismos en los diversos campos de la cultura superior española de aquel entonces; siendo así, la selección de dos clérigos, un canónigo y un cura, que resultan ser letrados e instruidos para cumplir una función literaria en su condición de tales es algo, pues, que entona perfectamente con el cuadro esbozado de aquel tiempo.

Además, en el Quijote hallamos una referencia a un canónigo histórico, exponente también, como el canónigo literario, de la mentada potencia cultural e intelectual de la Iglesia española, que encerraba en su seno los hombres más doctos e instruidos y en mayor cantidad que ninguna otra institución. Se trata de Gaspar Cardillo de Villalpando, que, como hombre de iglesia, llegaría a ser canónigo de la Colegial complutense de los santos Justo y Pastor, en Alcalá de Henares, de cuya universidad fue catedrático. Teólogo, que, en cuanto tal, participó en el Concilio de Trento, y lógico, es citado por don Quijote precisamente como autor de un célebre compendio de lógica, la Summa Summularum, publicada en 1557, adoptada como libro de texto en la universidad de Alcalá y un éxito tan manifiesto que tuvo muchas ediciones durante toda la segunda mitad del siglo XVI y aun mantuvo su vigencia durante, al menos, las tres primeras décadas del siglo XVII. Don Quijote alude a la fama de la súmula de Villalpando al declarar que sabía “más de libros de caballerías que de las Súmulas de Villalpando” (I, 47, 487).

Curas y beneficiados

El bajo clero está muy presente en el Quijote, mucho más que el alto clero, lo que es bastante lógico habida cuenta del número mucho mayor de los miembros del bajo clero y que éstos son los que tienen que bregar directamente con el pueblo llano. En la novela hay muchos más personajes que son clérigos seculares que regulares; en España, en cambio, el clero regular, abundante en muchas ciudades, era un poco más numeroso que el secular; en el reino de Castilla más de cuarenta mil frente a treinta mil{viii}. No es de extrañar que, siendo el Quijote ante todo una novela rural, cuya trama se desenvuelve en un ambiente natural y social básicamente rural, que la pareja inmortal tiene un origen también de este tipo y que se mueve por los caminos y andurriales del mundo rural, que en ella tengan un desempeño mayor los clérigos seculares, que eran los más presentes en los pueblos y aldeas de España, especialmente como curas parroquiales.

A lo largo de la novela llegan a intervenir algo más de 30 clérigos (no es posible dar un número exacto porque algunos no los podemos numerar, como los abades del pueblo donde se suicidó Grisóstomo) de la baja Iglesia, de los que, por orden de aparición bien sea como personajes de la historia principal o de historias secundarias, pasamos a enumerar: el cura del pueblo del protagonista y su escudero, Pero Pérez; los dos frailes benedictinos (I, 8); el clérigo beneficiado{ix}, tío de Antonio, que le compuso el romance de sus amores (I, 11); los abades (una forma, ya en desuso, de llamar a los curas) del pueblo donde se suicidó Grisóstomo (I, 12), de los que uno ha de ser el párroco; el tío de Marcela, cura párroco en el pueblo de Pedro el cabrero (I, 12); los 12 sacerdotes, en un papel meramente auxiliar, de la aventura de los enlutados o encamisados (I, 19); el cura que casa a Luscinda con don Fernando (I, 27), aun cuando el matrimonio no es válido; los cuatro sacerdotes de la aventura de los disciplinantes (I, 52), en una función también secundaria, de los que uno de ellos es un cura párroco; el abad, tío de Sanchico, de quien su madre Teresa confía que ha de dejar a su hijo “hecho de Iglesia” (II, 5); los dos frailes descalzos, recientemente canonizados, una referencia a clérigos históricos (II, 8); el cura de El Toboso, al que un labrador remite a don Quijote para que le informe sobre Dulcinea, puesto que tiene la lista de todos los vecinos de la población (II, 9, 612); el beneficiado del pueblo de Camacho, autor de una danza de artificio o hablada (que comprendía ballets, danzas con argumento y recitado) para amenizar las bodas de Camacho, y muy dotado para tales invenciones (II, 20, 705); el cura, seguramente el párroco del lugar, que va a casar a Camacho y que termina casando a su rival, Basilio, con la novia de aquél (II, 21); el capellán del cuento de la casa de locos de Sevilla (II,1); el eclesiástico o capellán de los Duques (II, 31), el único clérigo al que Cervantes censura acremente.

Si a todos ellos agregamos un clérigo histórico, el fraile agustino, autor del Tratado del amor de Dios, citado en el prólogo de la primera parte como autoridad para hablar del amor a la que podría recurrirse como cita; los clérigos regulares de ficción, miembros de un convento, aludidos en el cuento de la viuda alegre y el fraile lego relatado por el propio don Quijote (I, 25, 243-4); y el no menos ficticio vicario o provisor del cuento relatado por la fingida condesa Trifaldi (II, 38, 845 y 39, 845), la cifra de miembros del bajo clero que desfilan por las páginas de la novela se eleva aún más.

Entre las figuras del bajo clero ninguna es tan eminente como la del cura Pero Pérez y en ella hemos de centrar el análisis. De hecho, ningún otro personaje secundario de la novela es tan importante como él en el discurso de la historia de don Quijote. Su relevancia literaria se cifra en dos facetas. Primeramente, en su papel crucial en la trama de la novela, especialmente la de la primera parte: es omnipresente en la primera parte de la novela y es figura clave en su desarrollo argumental, pues es el artífice del plan para traer a don Quijote a su aldea luego de su segunda salida, y activo ejecutor de ese plan yendo hasta Sierra Morena para traerlo de vuelta a casa; además lleva la iniciativa en la solución de varios conflictos, como el de don Quijote con los cuadrilleros o el don Fernando con Dorotea, Luscinda y Cardenio, o de llevar a feliz término el casual reencuentro del cautivo Pérez de Viedma y su hermano el magistrado; y para remate, es el encargado de leer públicamente la novela de El curioso impertinente, de la que también ejerce como crítico literario valorándola como una buena novela y de expresar su acuerdo con el discurso de don Quijote sobre la primacía de las armas sobre las letras, que es como decir que cuenta con la aprobación del propio Cervantes.

En la segunda parte, está menos presente, pero es también el artífice, junto con Sansón Carrasco y el barbero, de los rasgos más generales de la trama de la segunda parte, pues son ellos los que planean dejar salir una tercera vez a don Quijote, pero esta vez será el bachiller Sansón Carrasco el que tomará el relevo del cura en la primera parte, lo que viene exigido por el propio plan urdido para traerlo de vuelta y es que hay que vencerlo en combate y hacerle prometer que regresará a casa y no volverá a tomar las armas, una misión para la que Sansón Carrasco es más indicado que el cura.

Pero el cura Pero Pérez no se limita a ser un personaje de la máxima relevancia en el despliegue argumental de la historia de don Quijote; es además, según el propio narrador, y ésta es la segunda faceta que queríamos resaltar, un hombre docto (I, 1), licenciado en la universidad de Sigüenza (I, 1, 29; I, 5, 58), un buen exponente del clero letrado e instruido de aquella época, sobre el que recae la responsabilidad de exponer las ideas del propio Cervantes primeramente sobre arte y literatura, pero también sobre otros asuntos, una responsabilidad en la que el cura se acerca a don Quijote, el don Quijote de los momentos lúcidos, pues a ambos utiliza Cervantes como voceros de sus propios puntos de vista.

Unido por lazos de amistad con don Quijote y por vínculos de feligresía tanto con él como con Sancho, entre los tres vienen a componer un microcosmos social de la sociedad estamental, pues cada uno de ellos es representativo de cada uno de los tres órdenes sociales de la época, bien es cierto que las cuestiones referidas a la pertenencia estamental salen más a relucir en la relación entre el noble don Quijote y el plebeyo Sancho que en las relaciones de éstos con el clérigo, en cuyo caso se traslucen antes otros aspectos de la vida.

Es, sin embargo, en un coloquio de Sancho con el cura donde se nos proporciona una valiosa pista sobre las rentas del cura, que, al parecer, le permiten mantener una situación económica bastante holgada. Se trata del coloquio ya mentado en que Sancho se inquieta ante la posibilidad de que a don Quijote le dé por ser arzobispo y, por si ello sucediera, le pregunta al cura, nadie más indicado para informarle, qué es lo que los arzobispos suelen dar a sus escuderos. La respuesta de Pero Pérez es muy clarificadora:

“Suélenles dar algún beneficio simple o curado, o sacristanía, que les vale mucho de renta rentada, amén del pie de altar, que se suele estimar en otro tanto”. I, 26, 255-6

Esta respuesta del cura nos ofrece toda una mina de información sobre los ingresos económicos de los curas parroquiales y sus fuentes. Pero empecemos diciendo que lo que nos importa de las palabras de Pero Pérez en función de nuestro interés principal de desvelar los ingresos del cura y lo que ello pueda iluminar sobre su posición estamental, es destacar su referencia a los beneficios, sobre los que Cervantes parece estar muy al corriente, que son los cargos eclesiásticos, dentro del clero regular, a los que era anejo el cobro de un renta, y de ellos su mención del curado, pues los beneficios simples iban destinados a los que no eran sacerdotes, pero habían entrado en la carrera sacerdotal y habían recibido alguna orden sagrada menor. Descartados los beneficios simples, son los curados el centro de nuestro interés. Se trata de un tipo de beneficios eclesiásticos, denominados dobles, cuyas fuentes de ingresos eran precisamente dobles: unos procedían de las rentas fijas del curato y otros del llamado pie de altar o también derechos de estola, que eran las contribuciones de los feligreses por determinados servicios religiosos del cura, como misas a petición de fieles, bautizos, responsos, bodas, entierros, etc., que, según Cervantes, al que se ve muy informado sobre el sostenimiento económico de los curas párrocos, suponía una parte importante de sus ingresos. Pero la cuestión relevante aquí es cuál es la procedencia de las rentas fijas o seguras del curado y la respuesta a esta pregunta nos desvela la adscripción del clero regular a un estamento privilegiado, pues tales rentas no tenían otro origen que el impuesto religioso conocido como el diezmo, en virtud del cual el feligrés estaba obligado a pagar el décimo en especie de los frutos obtenidos de la agricultura o de la ganadería. Así que a la postre, aunque de una forma indirecta, el propio cura Pero Pérez nos descubre con sus propias palabras el carácter estamental del clero cuyas rentas fijas están basadas en el privilegio estamental del diezmo.

Los ingresos obtenidos por el cura Pero Pérez debían de ser estimables, pues le permiten llevan una vida confortable, bien es cierto que, para valorar su situación económica hay que tener en cuenta que, en su caso particular, dispone de una fuente adicional de ingresos procedentes del dinero recibido de un pariente suyo, que se lo envía desde las Indias (I, 29, 299). El principal índice de su holgada situación económica se refleja en el hecho de que, a juzgar por su afición lectora y la amplitud de sus lecturas, hay que suponer que debía de gastar mucho dinero en libros y que debía de estar en posesión, al igual que don Quijote, de una biblioteca tan buena o mejor que la de su vecino y amigo.

Aunque, como hemos visto, en el Quijote aparecen varios curas párrocos, el cura párroco por excelencia de la novela es, sin duda, Pero Pérez, el cura del lugar de don Quijote y Sancho. Y los párrocos, como ministros de la Iglesia directamente involucrados en el trabajo diario con el pueblo, eran los principales miembros de la jerarquía eclesial que, como parte de su misión, se ocupaban de la educación y formación del pueblo llano, en aquella época iletrado en su inmensa mayoría. Y esa labor de educación y formación del pueblo llano comprendía varias facetas: la enseñanza a los niños a leer y escribir, la inculcación de la doctrina cristiana y la instrucción a sus feligreses sobre todo a través de los sermones dominicales y demás días festivos. En el Quijote sólo se registra esta última faceta de la formación de los feligreses. La iglesia parroquial venía a ser una especie de escuela informal en que los miembros iletrados del estado llano recibían, mediante la predicación, una enseñanza nutrida sobre todo de contenidos morales y teológicos. Pues bien, esta función educadora de los feligreses del estado llano tan importante realizada por los párrocos a través de sus sermones se halla magníficamente espejada en la novela en las diversas declaraciones de Sancho en las que muestra su aprecio por las enseñanzas recibidas del párroco de su lugar{x} . Repetidas veces Sancho recuerda lo que ha aprendido por habérselo oído predicar al cura de su pueblo y normalmente se trata de enseñanzas de tipo moral (cf. I, 20; II, 20; II, 45), pero también sobre otras cuestiones, como la crítica de supersticiones, tales como la creencia en los agüeros (II, 73).

Las enseñanzas recibidas por los miembros del pueblo llano no tienen por qué proceder siempre del cura párroco; pueden venir de otros predicadores que han pasado por el lugar, entre los que ocupaba un lugar destacado el predicador cuaresmal. En medio de una cómica discusión con su mujer sobre el casamiento de Sanchica, Sancho trae a colación lo que ha aprendido del predicador de la cuaresma pasada y lo usa en la discusión: “Todo lo que pienso decir son sentencias del padre predicador que la cuaresma pasada predicó en este lugar” (II, 5, 586-7). Y la más alta enseñanza que Sancho ha recibido sobre el amor a Dios, aquella según la cual a Dios se le ha de amar sin que nos mueva la esperanza de gloria ni el temor de pena, dice habérsela oído a un predicador (I, 31, 316).

Sancho no es el único personaje cervantino en acusar la influencia de los predicadores. En el Persiles, como ya vimos en otro lugar, Bartolomé, el criado encargado del equipaje de la comitiva de peregrinos a Roma, admite tener conocimiento del argumento teleológico en pro de la existencia de Dios fundado en datos astronómicos, tales como la grandeza y número de los cielos, la grandeza del Sol en comparación con la Tierra y su velocísimo movimiento diario, gracias a un predicador al que ha oído predicar los días pasados en su pueblo{xi}.

Cervantes nos presenta, pues, a los curas párrocos del mundo rural y a otros predicadores como educadores y conformadores de las mentes de las gentes del pueblo llano. Y no hay ironía alguna en la forma como Cervantes presenta a los predicadores y su influjo en miembros del pueblo llano. De hecho, hablar de alguien como predicador es un título de elogio. Cuando Sancho habla de la muerte en unos términos elocuentes que no parecen propios de él invocando la autoridad del cura de su lugar, don Quijote se queda admirado de su saber y lo elogia diciendo que es lo mismo que pudiera decir un buen predicador (cf. II, 20, 706-7). Más adelante, Sancho le devolverá el cumplido a su señor alabándolo por hablar como un cura de aldea (cf. II, 58).

Monjes y frailes

En cuanto al clero regular, también está representado en el Quijote, pero, en comparación con el clero secular, de una manera muy secundaria. No hay ningún religioso regular que desempeñe un papel similar al cura lugareño, ni siquiera comparable al canónigo. De hecho, apenas hay personajes de esta clase en la novela; en realidad, la presencia de los religiosos en ésta es mayormente como gentes de las que se habla que como personajes actuantes. Sólo hay dos clérigos regulares en el escenario literario de la novela, aunque con el fin puramente auxiliar de provocar, sin que ellos lo busquen, una aventura de don Quijote al confundirlos con pérfidos caballeros a los que hay que combatir. Se trata de dos religiosos de la orden de san Benito, es decir, de monjes benedictinos cluniacenses, a los que popularmente se les conocía en España como “benitos”, un nombre también utilizado por Cervantes en una ocasión por boca de Sansón Carrasco (cf. II, 3, 568). Es curioso que alguien tan al corriente de los asuntos del clero como el alcalaíno se refiera informalmente a ellos varias veces como frailes, siendo así que los monjes y los frailes son dos especies de religiosos notablemente diferentes.

En todo caso, puede que quizá haya, de paso, una velada censura a esos religiosos, si es que la referencia del narrador al tamaño enorme de las mulas, dos veces repetida, en las que viajan montados, a su gran calidad, a su rico aderezo (están provistas de anteojeras para protegerse del sol y del polvo, y de quitasoles) y a los dos mozos a su servicio, se puede interpretar como un reprensión al modo de vida, al parecer no muy austero, de los benedictinos (cf. I, 8, 79-81).

Podría contarse un tercer clérigo regular, si es el que el grave eclesiástico que oficia de capellán de los Duques es uno de ellos. Y todo apunta a que lo es, pues Cervantes dos veces lo llama “religioso” (cf. II, 31, 788 y 790) y bien es sabido que se denomina religioso al miembro o integrante de una orden religiosa y no a los integrantes del clero secular{xii} y además se hace mención a su hábito (cf. II, 31, 794) y bien es sabido que hábito, en un sentido específico, hace referencia al atuendo característico que porta el integrante de una orden religiosa, aunque, en un sentido genérico, hábito es el traje o vestido de cualquiera. Sea de ello lo que sea, lo relevante del caso del eclesiástico de los Duques es que es el único clérigo, de entre todos los que figuran como personajes en el Quijote, que es severamente criticado por el autor. Pero, como ya advertimos en otros lugares, ello se halla compensado por el valor que muestra al enfrentar a don Quijote con la realidad de su locura y, aunque, sin andarse con contemplaciones, le llama “don Tonto” y tilda de sandeces sus acciones, no es menos duro con los Duques, sus patronos, a los que trata igualmente de tontos o sandios por refrendar las locuras de don Quijote siguiéndole la corriente; y, después de todo esto, como remate se marcha del palacio ducal negándose a tomar parte en los espectáculos burlescos que los Duques piensan dedicarle al sedicente caballero y su escudero.

Las demás alusiones a los clérigos regulares o religiosos en el Quijote, bastante abundantes, se deben a personajes que hablan de ellos y, en general, hablan bien de ellos y de su modo de vida, de la que suelen encomiar su dureza y austeridad. A estos rasgos alude don Quijote como característicos de los cartujos, con cuyo estilo de vida tan exigente y sacrificado compara la vida de los caballeros andantes (cf. I, 13). Por esos mismos rasgos de su modo de vida se sentía un gran respeto por los capuchinos, tal y como se refleja en unos versos del romance de los amores de Antonio que le compuso un tío suyo, clérigo beneficiado, y que canta el sobrino: “Donde no [en otro caso], desde aquí juro / por el santo más bendito / de no salir de estas sierras / sino para capuchino” (I, 11, 102).

Pero los que se llevan la palma, en cuanto a acumulación de referencias positivas, son los frailes descalzos o reformados; en ellas se refleja la buena reputación de que gozaban por su integridad y veracidad (cf. I, 32, 324; II, 29, 772; II, 48, 916). Es más, tanto don Quijote como Sancho ven en estos virtuosos y austeros frailes un modelo de perfección cristiana, hasta el punto de que Sancho llega a proponerle a su señor que quizá sea mejor que se den a ser santos siendo humildes frailes, como los dos frailes descalzos canonizados o beatificados recientemente{xiii}, que ser caballero andante (II, 8, 608). La respuesta de don Quijote: “Pero no todos podemos ser frailes” implica la admisión del elevado ideal de perfección o santidad que los mentados frailes encarnan, aunque no todos tienen por qué seguirlo pues hay otros caminos que conducen a la salvación.

La única nota negativa sobre los religiosos en el Quijote nos la ofrece el picante cuento sobre el amor entre un viuda hermosa, libre y rica, y un mozo motilón (un fraile lego) relatado por don Quijote a Sancho en Sierra Morena (I, 25, 243-4). Puede verse en la reprensión del superior de un convento a la viuda por enamorarse de un fraile bajo, soez e idiota, habiendo en el convento disponibles frailes apuestos y doctos entre los que elegir, entre los que se cuentan los maestros y teólogos, una reprensión en la que se da por supuesto como algo normal el que un fraile tenga amores con una mujer, una referencia tácita a la condescendencia con la relajación de costumbres en algunos conventos. Pero teniendo en cuenta que se trata de un cuento y no de un relato de hechos reales, no se le puede atribuir mucha garra.

Para completar el cuadro sobre la visión de Cervantes de las órdenes religiosas, añadamos que las citadas en el Quijote no son las únicas que valora positivamente. En otros lugares de su obra, como en algunas de sus piezas teatrales, también se alude en términos muy favorables a los trinitarios y a los mercedarios, tan comprometidos en el rescate de cristianos esclavizados por los moros norteafricanos. En El trato de Argel ensalza en particular la gran labor al respecto llevada a cabo por el trinitario fray Juan Gil, procurador general de los trinitarios y redentor de Castilla, al que retrata como un hombre de elevadas cualidades morales y que se había encargado del rescate del propio Cervantes en 1580; y en un mismo plano ético de bondad, generosidad y humanidad sitúa al mercedario fray Jorge de Olivar{xiv}, a cuya caritativa dedicación al rescate de cautivos vuelve a referirse en Los baños de Argel así como a otro compañero de orden, fray Rodrigo de Arce{xv}; en La española inglesa tributa un sentido y agradecido homenaje al valioso trabajo de los trinitarios, que bien podría aplicarse igualmente a los mercedarios: “Porque a toda esta misericordia y liberalidad se extiende la caridad destos padres, que dan su libertad por la ajena y se quedan cautivos por rescatar los cautivos”{xvi} . Finalmente, en El coloquio de los perros muestra una opinión altamente elogiosa de los jesuitas, especialmente de sus métodos pedagógicos.

Las monjas

Por último, dediquemos unas palabras al tratamiento de las monjas en el Quijote. Aunque no hay ningún personaje que sea monja en la novela, en ésta se hallan varias referencias a las monjas. En la España de aquel entonces florecían los conventos de monjas y atraían a muchas mujeres; de hecho, sólo en Castilla, a fines del siglo XVI, había algo más de 20.000 monjas, casi tantas como religiosos{xvii}. Pero en las menciones de la novela los conventos de monjas aparecen no como centros de vida religiosa, sino como centros de acogida donde terminan recluidas muchas mujeres, no por motivos o vocación religiosos, sino principalmente por haber sido deshonradas, haber sufrido una desilusión o algún género de desgracia.

El primero motivo, el de la deshonra, es el más frecuente. Tal es el caso de Camila, a la que Lotario, temeroso de que Anselmo descubra el adulterio de su esposa Camila y tome represalias por ello, la lleva a un monasterio donde una hermana suya era priora (I, 35, 371); el de Leandra, a la cual su padre, ante la apariencia de haber sido deshonrada por el soldado Vicente de la Roca, encierra en un monasterio, aunque ella confiesa no haberlo sido, al menos hasta que se olvide la mala opinión que pesa sobre ella (I, 51, 519); y el de la hija de doña Rodríguez, que, aunque deshonrada por el hijo de un labrador rico tras haberla engañado con una promesa de matrimonio, podría haber visto reparada su deshonra casándose con el lacayo del Duque Tosilos, enamorado de ella; sin embargo, a la postre se ve forzada a hacerse monja, porque el Duque no autoriza ese matrimonio (II, 66, 1058).

El segundo motivo, el de la desilusión, es el que ejemplifica el caso de Luscinda, quien, ante la pérdida de la esperanza de vivir casada con Cardenio, su verdadero amor, decide encerrarse en un monasterio de por vida, si es que no va a poder pasarla con su amado, pero de allí la saca a la fuerza el despechado don Fernando con la ayuda de tres caballeros (I, 36, 383). Al final todo se arregla y Luscinda, recobrada la ilusión de vivir tras su reeencuentro con Cardenio, podrá pasar su vida con él.

El tercer motivo, el de una grave desgracia, es el que encarna la historia de Claudia Jerónima, quien, habiendo matado a causa de unos celos infundados a su prometido y habiéndose casado con él antes de expirar, decide ingresar en un monasterio donde una tía suya era abadesa, con la intención de acabar allí su vida (II, 60, 1012).

Pero no siempre una joven mujer terminaba en un monasterio por motivos tan graves. Hay un pasaje de la novela, que, si es un eco fiel de la realidad, indica la ligereza o frivolidad con que a veces se echaba mano para casi todo de los monasterios como un socorrido expediente donde dejar una muchacha. Así don Antonio, mientras realiza las diligencias oportunas en la corte a favor del morisco Ricote y de su hija Ana Félix, cuya presencia en España era ilegal, para negociar de qué modo podían quedarse en España, resuelve que Ana Félix se quede en su casa con su mujer o en un monasterio (II, 65, 1052-3).

No hay ninguna alusión negativa a las monjas. No se puede considerar como tal la acusación del maestresala de que unas monjas tratan de envenenar a Sancho gobernador a través de la comida, sino como una broma sin más objeto que burlarse de éste en su desempeño como gobernador (II, 47, 903-4).

Los sacristanes

Para acabar, reservemos unas líneas a quienes no pertenecen al clero, pero son hombres de la Iglesia, en el sentido de que desempeñan funciones en el seno de la Iglesia, ciertamente subalternas, pero útiles para ella sin por ello ser eclesiásticos. Entre ellos se cuentan los sacristanes, que, sin embargo, a diferencia de otras obras de Cervantes, en el Quijote, aunque mentados, son irrelevantes, una irrelevancia que se compensa, no obstante, con alguna nota de interés que nos proporciona sobre las condiciones de su oficio. Se menciona al sacristán del pueblo de don Quijote y Sancho, que está entre los que no se pueden creer que Sancho sea gobernador (II, 52, 951) y al de El Toboso, al que un labrador forastero piensa que don Quijote puede preguntar por el palacio de Dulcinea (II, 9, 612). En cambio, en Los baños de Argel, un sacristán, cautivo de los moros argelinos, figura como uno de los principales personajes secundarios; y en el entremés La guarda cuidadosa un sacristán compite exitosamente contra un soldado por el amor de Cristina, una criada, y al final ella escoge al primero como marido. El sacristán parece ganarse bien la vida, pues, para conseguir la mano de la pretendida, presume de poder ganar de comer como un príncipe, y quizá por eso lo escoge Cristina. No era mal partido para una chica de humilde condición un sacristán, que gozaba, entre sus parroquianos, de cierta consideración social, la cual descansaba en el hecho de que los sacristanes eran seleccionados entre personas que sabían leer y escribir. A este hecho precisamente se alude en el pasaje ya citado en que Sancho se inquieta ante la posibilidad de que su amo llegue a ser arzobispo en vez de emperador, pues de un arzobispo sólo le cabe esperar que le ofrezca, amén de un beneficio simple o curato, a lo que no puede acceder por estar casado, una sacristanía, para la cual tampoco es apto por ser iletrado.

Los sacristanes, aparte de las funciones típicas de su oficio, como ayudar al cura en el culto, custodiar y guardar los objetos, ornamentos y libros sagrados, ejercían otras, que exigían ser letrado, como la de llevar con el cura la lista de los vecinos de la parroquia, a lo que se alude, en el pasaje ya señalado en que el jornalero forastero que informa a don Quijote y Sancho de que si quieren saber dónde vive Dulcinea han de dirigirse al cura y al sacristán del lugar, pues ellos tienen la lista de todos los vecinos y ambos o cualquiera de ellos podrá indicarles el domicilio de Dulcinea. También se ocupaban en la España del tiempo del Quijote de los libros de bautismos y casamientos, de enseñar la doctrina cristiana (que, aunque propiamente, era una obligación de los curas, no pocas veces la delegaban en los sacristanes), de la enseñanza, en colaboración con el cura, de la lectura y escritura a los niños; y a veces estaban entre los elegidos para el cargo de cillero, encargado de recoger, guardar en la cilla o almacén los diezmos y de repartirlos{xviii}.

Conclusión

Como resumen de este estudio sobre el clero, hemos de decir que Cervantes, como cristiano católico, da por sentada la necesidad del clero para cumplir su función religiosa, moral, cultural y educadora del pueblo llano. No cuestiona sus privilegios estamentales, sino que los acepta de buen grado. Sólo hay, como hemos visto, dispersas algunas críticas limitadas a algún tipo de clérigos, como el eclesiástico de los Duques, y algunas costumbres reprensibles, pero no hay censuras de gran calado. Esas críticas no reflejan ningún espíritu anticlerical, sino que se insertan en la tradición española de crítica del clero, hecha desde una perspectiva católica, que se remonta al Arcipreste de Hita y llega hasta santa Teresa de Jesús y Quevedo{xix}. Por último, aunque nos proporciona más información sobre el clero secular que sobre el regular, por la razón obvia de que uno de los personajes más relevantes de la novela es un cura, no muestra preferencia por el primero más que por el segundo{xx}.

Notas

{i} Según los datos dados en Bernard Vincent, “La sociedad española en la época del Quijote”, Antonio Feros y Juan Gelabert (Dirs.), España en tiempos del Quijote”, 2004, pág. 291, referidos a fines del siglo XVI; en realidad, no disponemos de censos exactos del clero de ese periodo ni del siglo XVII. Los datos ofrecidos por Stanley G. Payne, El catolicismo español, Planeta, 2006, pág. 75, para el mismo periodo son parecidos, aunque algo divergentes: para España en su conjunto da una cifra de 91.000 eclesiásticos, un 1’2 % de la población, de los que aproximadamente 75.000, en lo que coincide con Vincent, corresponderían a Castilla; Antonio Domínguez Ortiz, Las clases privilegiadas en el Antiguo Régimen, págs. 203-4, aporta unos datos algo más abultados, bien es cierto que anteponiendo muchas cautelas: primero da un número de 100.000 eclesiásticos, como mínimo, para toda España, pero termina admitiendo algo más de 150.000, si fuera posible extender a toda España un porcentaje del 5 % de clérigos respecto a la población española. Pero es poco verosímil esa extensión, si, como sostiene Payne, es dudoso incluso que el clero llegase a representar el 3 % de la población en los momentos de mayor aumento de éste en el siglo XVII.

{ii} Véase Antonio Domínguez Ortiz, op. cit., págs. 219-221.

{iii} En realidad, el orden de sus apellidos era Rojas y Sandoval, pero él, tras su nombramiento como cardenal en 1599 y quizás para complacer a su sobrino, Francisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma y valido de Felipe III, invirtió su orden y según este orden invertido es como lo nombra Cervantes. Sobre su figura como representativa de la codicia de la alta nobleza de las más encumbradas dignidades eclesiásticas y particularmente la sede primada de España, véase Dominguez Ortiz, op. cit., pág. 220; y sobre los rasgos más conspicuos de su biografía, véase Ángel Fernández Collado, “Bernardo de Sandoval y Rojas”, Diccionario biográfico español, Real Academia de la Historia, accesible en www.dbe.rah.es.

{iv} Cf. “Glorias de España”, segunda parte, Teatro crítico universal, T. IV, discurso XIV, sección 22, parágrafo 71.

{v} Es sólo una conjetura basada en algunos indicios; no hemos encontrado noticia alguna sobre su extracción social que la ratifique o la desmienta.

{vi} Cf. Bernard Vincent, op. cit., pág. 292.

{vii} Sobre su práctica del nepotismo, concediendo a parientes, criados y amigos cargos y prebendas eclesiásticos, desde las mentadas canonjías a arcedianatos, capellanías, deanatos e incluso, gracias a su mediación, cardenalatos, véase Ángel Fernández Collado, op. cit.

{viii} Véase Bernard Vincent, op .cit., pág. 291, quien, aunque no lo dice, incluye las monjas entre los 40.000 religiosos regulares; los datos de Stanley G. Payne, op. cit., pág. 75, son muy parecidos: también en el reino de Castilla algo más de 41.000 clérigos regulares, siendo casi la mitad monjas, frente a 33.078 miembros del clero secular; de nuevo, se aleja más de esos datos Domínguez Ortiz, op. cit., pág.203, según el cual en Castilla había 80.000 regulares entre religiosos y monjas, de los que los religiosos supondrían 32.698.

{ix} Un beneficiado es un clérigo que disfruta de una renta o beneficio por razón de su cargo o responsabilidad eclesiástica.

{x} Sobre este hecho tan relevante nadie ha llamado la atención como Salvador Muñoz Iglesias, Lo religioso en el Quijote, Estudio Teológico de San Ildefonso, 1989, págs. 77-8 y 81-2. Disponible en la red en www. books.google. com.

{xi} Cf. op. cit., III, 11, pág. 541.

{xii} En cambio, el arriba citado Salvador Muñoz Iglesias, op. cit., pág. 69, da por sentado que el capellán de los Duques es un clérigo secular, lo que podría ser el caso si es que al cargo de capellán fuese inherente el ser clérigo secular, pero no es ese el caso: para ser capellán basta con ser un eclesiástico o clérigo ordenado de sacerdote, por lo que, al menos en teoría, podría serlo también un fraile.

{xiii} Hay acuerdo bastante general en que uno de los dos frailes descalzos es el franciscano san Diego de Alcalá, canonizado en 1588, y menos acuerdo en la identificación del segundo, pero lo más probable es que sea san Salvador de Orta, beatificado en 1606; cf. sobre este asunto Salvador Muñoz Iglesias, op. cit., pág. 104.

{xiv} Cf. op. cit., vv. 2462-2477.

{xv} Cf. op. cit., vv. 2840-2851.

{xvi} Novelas ejemplares, I, pág. 281.

{xvii} Para ser exactos 20.369 monjas frente a 20.697 religiosos regulares según el censo ofrecido por Stanley Payne, op. cit. págs. 75 y 319, aunque, según el censo de Domínguez Ortiz, op. cit., pág. 203, había muchas menos monjas que religiosos en Castilla, aproximadamente unas 18.000 frente a 32.698 de los segundos.

{xviii} Cf. Domínguez Ortiz, op. cit., págs. 32, 346, 391 y 401.

{xix} Contra la interpretación del Quijote como un libro anticlerical y antieclesial, véase nuestro estudio “El Quijote no es anticlerical ni antieclesial, El Catoblepas, nº 104, 2010.

{xx} Sobre esto véase el apartado “El estado clerical y la vida monástica”, en nuestro estudio “Américo Castro y la exégesis erasmista del Quijote”, El Catoblepas,nº 112, 2011.

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