El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 191 · primavera 2020 · página 29
Artículos

Razón geopolítica en tiempo de pandemia

José Ramón Bravo García

China, EE.UU., Europa y España ante la realpolitik

Ejército

«Quienes tienen la posibilidad de elegir en momentos de prosperidad es necedad grande que vayan a la guerra; pero si fuera inevitable ceder y someterse a otro o arriesgarse e intentar ganar, el que rehúye el riesgo merece más reproche que el que lo aguanta.»
Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, II, 61{1}

En la Europa de los siglos XIV y XV, la infame peste negra, considerada hasta la fecha la más mortífera pandemia de la historia, se llevó por delante cerca de la tercera parte de la población del continente y tuvo consecuencias socioeconómicas de enorme calado. La actual pandemia de la enfermedad denominada COVID-19, causada por el virus SARS-CoV-2 (al que simplificadamente nos referimos como coronavirus), presenta unos niveles de mortandad mucho más bajos, lo que no significa que las consecuencias de esta pandemia no puedan ser –ya lo están siendo– de gran repercusión social, política y económica. Es aún muy pronto para hacer cualquier tipo de análisis objetivo porque no se conocen con exactitud ni las dimensiones ni el ritmo de evolución reales y, aunque se trata de un fenómeno que afecta al mundo entero, cada país se encuentra en una fase diferente de desarrollo de la epidemia, los datos van cambiando día a día, y es todavía difícil pronosticar cuáles serán las repercusiones finales. Por ello, en el punto en que nos encontramos, propongo aprovechar la excepcionalidad que nos brinda esta situación real para hacer una breve crítica política, o más concretamente geopolítica, sobre el contexto actual y lo que previsiblemente puede acarrear el comportamiento de los actores en juego.

La crisis del coronavirus ha evidenciado la insoslayable realidad del Estado y la relevancia permanente de la dimensión geopolítica: aspectos éstos fundamentales para el llamado realismo político que desde hace décadas la ideología del liberalismo globalista de corte anglosajón pretendía dar por periclitados. Al mismo tiempo que avanza el conocimiento del virus y se multiplican los esfuerzos por controlar la extensión de la epidemia, han proliferado diversas hipótesis sobre por qué esta pandemia ha surgido en el momento en que lo ha hecho y por qué ha afectado de forma tan diferente a distintos países. No es posible saber por ahora si es mala suerte, incompetencia o producto de algún plan premeditado o incluso de una «prueba piloto» para quién sabe qué experimentos de ingeniería socio-económica, pero más allá de la especulación, están los hechos concretos: por ejemplo, que los países más ricos de la Unión Europea (UE), Alemania y Holanda, se han negado a apoyar un plan de deuda común que ayude a financiar la crisis sanitaria.

Mientras desde varios medios anglosajones, sobre todo estadounidenses, se especulaba –sin excluir una solapada sinofobia– que el coronavirus podía ser un arma biológica, los chinos actuaban, y rápido. Carentes de remilgos liberal-democratistas, consiguieron imponer de manera contundente –«autoritaria», para la fina sensibilidad individualista anglo-occidental– un aislamiento estricto con el que han controlado la expansión de la epidemia –o al menos eso indican los datos públicos de los que disponemos– y, en el mismo mes de marzo, han logrado recuperar gran parte de su capacidad industrial y han desplegado una formidable «campaña de lavado de imagen» a base de ofrecer ayuda a otros países particularmente afectados. ¿Qué hay de sincero, solidario, amistoso o desprendido en estas acciones de China? Absolutamente nada. El comportamiento de las autoridades chinas responde a la lógica del más puro realismo político, que ha regido desde siempre las relaciones entre los Estados y que se basa en la persecución del interés nacional –en primer lugar, la supervivencia; en segundo lugar, la expansión o engrandecimiento– por encima de cualquier otra consideración. Quienes no hayan sabido o querido ver esto se han dado de bruces, gracias al coronavirus, con la materialidad del hecho político –lo que es y no lo que debería ser–, y se han llevado una auténtica «bofetada de realidad», por utilizar la acertada expresión de un medio de comunicación ruso como Sputnik, considerado sensacionalista, propagandista y poco fiable según los medios propiedad de las grandes agencias que sirven a los intereses geopolíticos anglosajones, que sí se creen poseedores de la verdad e imparcialidad informativas.{2}

Junto a las numerosas teorías conspiracionistas que proliferaron a mediados de marzo, hubo otras que, con pretensiones de mayor factibilidad, sugerían que la crisis político-sanitaria sería de tal trascendencia que transformaría –irremediablemente, según algunos– el orden geopolítico mundial. ¿Nada será, pues, igual? ¿Señala esta crisis el fin de la globalización? ¿El fin de la UE? ¿El retorno definitivo de lo nacional, del Estado? Aunque como indiqué más arriba nos faltan aún suficientes datos y perspectiva temporal para juzgar adecuadamente la situación, permítaseme cuestionar, modestamente, la credibilidad de estas teorías nuevordinalistas. Pero vayamos por partes.

La confusión político-ideológica en España: del “puñado de casos” al “¡Parad la producción!”

El principal problema a la hora de valorar la incidencia actual del coronavirus –más aún si se pretende hacer cualquier tipo de predicción– es que se desconoce la verdadera dimensión de la pandemia. En España no se ha llevado a cabo un número suficiente de pruebas sobre una muestra representativa de la población real. Por tanto, no se conoce más que de forma aproximada la distribución y evolución de la epidemia, lo que hace bastante difícil establecer un programa de acción política eficaz para atajar esta grave crisis sanitaria. Diversas estimaciones, extraoficiales pero basadas en datos conocidos, sugieren que el número real de infectados es muy superior al oficial, lo que da una indicación del probable gran desfase entre realidad y oficialidad.{3}

Si el problema sanitario es el primer acto de este drama nacional, el segundo, que tendrá consecuencias aún más terribles, será el hundimiento de la producción en numerosos sectores, con el monumental debilitamiento que para España supondrá tal descalabro, muchas de cuyas consecuencias sociales y políticas serán muy difíciles de soportar. Varias estimaciones han avanzado una caída de dos puntos del producto interior bruto, no menor del 10 ó 15 por ciento, que considero optimista, pues la estructura por sectores de la economía española puede llevar a una destrucción económica sustancialmente mayor.{4} ¿Cómo valorar el «parad la producción» que han propuesto algunos y que finalmente ha sido la decisión oficialmente adoptada, salvo para los sectores considerados esenciales? ¿Es ésta una medida políticamente viable? ¿Cuál es el límite al que puede llegar el Estado, con los medios de que dispone, y qué razón política puede haber para sacrificar la capa basal (económico-productiva) por intentar reducir la incidencia de una epidemia cuyas verdaderas dimensiones se desconocen con exactitud?

Pero el problema económico tiene otras dimensiones estructurales, profundas, de difícil operatividad en unos modelos político-productivos propios del liberal-capitalismo altamente financierizado de nuestra época. Frente a las medidas que –acertadamente– se han propuesto de economía de guerra para una situación como la presente, las soluciones que se han sugerido desde los organismos económicos y financieros del mundo occidental se reducen a las consabidas propuestas de inyección de dinero o intervenciones de bancos centrales: medidas financieras propias del liberal-capitalismo especulativo que perpetúan el endeudamiento del Estado y comprometen su soberanía, y cuya ineficacia se hace patente con sólo comparar los índices de crecimiento y niveles de desarrollo de los países que siguieron religiosamente las recetas neoliberales del Consenso de Washington y los de los países que, como China o Corea del Sur, siguieron un modelo de desarrollo nacional.

A estas alturas, y a pesar de la contundente propaganda ideológica del europeísmo, es a todas luces evidente que la pertenencia a la UE ha tenido consecuencias nefastas para la independencia económica, cultural y militar de España. Se carece de moneda nacional, lo que implica la pérdida de la soberanía monetaria. A ello se añade el no menos grave fenómeno de la rápida destrucción del tejido industrial en los últimos años,{5} y la absoluta subordinación militar a los intereses de las potencias anglosajonas por la pertenencia a la OTAN. Y no hablemos de la colonización cultural que ha supuesto, por ejemplo, la imposición del inglés como lengua de cultura a múltiples niveles en detrimento del español, así como la general asimilación de todas las modas, ideologías y productos culturales –por basura que sean– provenientes del centro del angloimperio. Hoy, España es un Estado soberano en un plano jurídico-formal, pero en absoluto lo es en un sentido material, pues funciona como mero vasallo de las potencias anglosajonas (o de sus filiales delegadas, como Alemania). ¿Cómo relacionar esto con el principio dialéctico que rige las relaciones entre Estados, como propone el materialismo filosófico y –con otra terminología y otras matizaciones– el realismo político? ¿Cómo valorar la actuación y las opciones de los Estados en el contexto pandémico actual?

Las alianzas y los acuerdos militares, como los tratados comerciales o de otro tipo, son pactos entre los únicos sujetos con verdadera soberanía (siquiera formal) en el sistema internacional, es decir, los Estados, y la razón de ser de dichos pactos se basa siempre en la búsqueda de un beneficio para cada uno de los Estados que deciden suscribirlos, beneficio que en última instancia gravita en torno a dos tipos de principios: el de defensa (ligado a la preservación) y el de ofensa (asociado a la expansión). Hay que analizar la razón geopolítica desde la lógica de la propia sociedad política, esto es, del Estado, y no desde posiciones individualistas que invariablemente caen en la antropomorfización del Estado. En este punto cabe preguntarse: ¿es hipocresía, verdadera ingenuidad o simple estupidez la fe irracional en la UE? ¿Cuántos de estos europeístas fundamentalistas comprendieron realmente lo que era y es la UE? A juzgar por la confusión conceptual que exhiben en sus opiniones y análisis, bien pocos.

Este confusionismo nos remite ineludiblemente al gran problema político que aqueja a la llamada “capa conjuntiva”; aquella dimensión del Estado que comprende todo el complejo de relaciones entre individuos y grupos sub-estatales, y en donde habita la ideología. Pues, en efecto, la «ideología ambiente» del liberalismo democratista –individualista por cuanto prioriza al individuo frente al Estado, pero internacionalista o globalista por cuanto prioriza el «mundo exterior»– es la más firmemente institucionalizada en la sociedad política española actual. Este liberalismo es distáxico (desestabilizador) porque debilita, ideológicamente, el buen orden y las probabilidades de permanencia del Estado, salvo en el caso de los Estados centrales en el sistema imperial (Estados Unidos, Gran Bretaña), ya que obviamente sirve a sus intereses de expansión “universalista”; no en vano, tanto liberales de derecha como de izquierda son entusiastas consumidores de los productos culturales anglosajones, aunque en sus fantasías partidistas crean pertenecer a mundos irreconciliables. Así, si desde la mal llamada derecha se ataca, por ejemplo, a las políticas de desarrollo económico nacional o intervencionistas acusándolas de ineficientes, desde la sedicente izquierda se ataca el patriotismo, las tradiciones –especialmente religiosas– o se propone una multiplicidad de identidades que rompen la pretendida unidad de la clase obrera. Pero resulta que la oposición derecha/izquierda sólo puede aspirar a tener algún sentido en el liberal-capitalismo occidental, o para ser aún más precisos, anglo-atlantista. La prueba de que esta supuesta irreconciabilidad es espuria es que lo que se entiende por derecha e izquierda fuera de esa tradición liberal-occidental-capitalista es no sólo diferente, sino incluso opuesto: así, en países como Rusia o China, la «izquierda» se identificaría con el patriotismo, la nación, las tradiciones o la religión; mientras que la «derecha» se asociaría al internacionalismo, la libertad, el progreso o la modernidad. En el Occidente actual, derecha e izquierda son modulaciones de un mismo sistema político-económico: el liberalismo, y en tal medida ambas son, in extremis, internacionalistas (de facto, angloimperialistas), ya sea en un sentido económico-empresarial (derecha) o ideológico-cultural (izquierda).

Las actitudes irracionales ligadas al fundamentalismo ideológico también se manifiestan con igual o mayor fuerza en ámbitos habitualmente menos sospechosos de ideologismo. Así sucede, por ejemplo, entre científicos y tecnócratas improvisadamente reconvertidos en hombres políticos. Es aquí donde cabe ubicar la sinrazón (política) del ¡Parad la producción! de esos médicos que, desde la limitada comprensión de la realidad política que les impone su fundamentalismo médico-cientifista, no pueden ver que la destrucción del tejido productivo de un país, sin más, para detener una pandemia que se extiende como la pólvora, difícilmente puede contener los contagios si esa solución no se tomó en una fase muy temprana y de forma radical, y en la fase actual puede suponer miseria absoluta para millones de familias, cuando no muchas más muertes –por ejemplo, por hambre o suicidios– de las que se pretenden salvar en la lucha anti-coronavirus. Entiéndaseme: no dudo de que es imperativo esforzarse todo lo razonablemente posible para contener la epidemia, pero en política cualquier sacrificio tiene siempre el mismo límite: la preservación del Estado, y con él la de la comunidad política en su conjunto.

Lo estructural: aquello que previsiblemente no cambiará

La situación inesperada de crisis mundial como la presente ha demostrado que el Estado continúa siendo el protagonista indiscutible de las relaciones internacionales, y sus intereses siempre estarán por delante de cualquier veleidad internacionalista. Además, la crisis también ha puesto de relieve la importancia de la institución militar y el papel vital de los ejércitos en la gestión de situaciones extremas que afecten a la seguridad e integridad de la sociedad política.

Los principios de la geopolítica seguirán plenamente vigentes, al margen incluso de que los protagonistas sean los mismos de hoy o unos sujetos (Estados) diferentes. También la ideología y la propaganda continuarán siendo esenciales como instrumento de expansión del poder de un Estado (generalmente más efectivo que el recurso a la fuerza), y en tal sentido es previsible que los Estados que todavía se benefician del librecambismo –China especialmente– lo sigan promoviendo en su propio interés, mientras que otros como Estados Unidos lo fomentarán frente a determinados países dominables, pero se mostrarán proteccionistas frente a quienes amenacen su industria nacional.

Las relaciones materiales de fuerzas entre distintos Estados se mantendrían, y el hecho de que la incidencia del virus termine por ser global y su mortalidad no varíe sustancialmente de un país a otro en su punto máximo de contagio, refuerza la tesis de que las relaciones no variarán por el virus en sí, porque la caída de la producción afectará a todos los países más o menos por igual. Asunto muy distinto es qué acciones adopte cada país para gestionar la crisis, no sólo sanitaria sino especialmente económica, que inevitablemente se producirá. A ellos me referiré en la última parte de este artículo, en relación con España.

El sistema económico liberal-capitalista tampoco resultará «desbancado» mientras aquellos Estados y organismos que poseen un interés directo en su mantenimiento no vean la necesidad de instaurar otro modelo económico-productivo, algo que choca con las estructuras, instituciones, ideologías y posición de privilegio de quienes están en el centro de dicho sistema, muy en particular los Estados Unidos, China y Gran Bretaña, país este último que controla la mayor parte de paraísos fiscales. Si a ello añadimos que el territorio de los países anglosajones stricto sensu –sin contar ni con las pretensiones sobre la Antártida ni con sus ex colonias africanas o asiáticas, igualmente subordinadas en lo político y económico, pero formalmente soberanas– suman cerca de 30 millones de kilómetros cuadrados –casi una cuarta parte de las tierras emergidas– y cuentan con ingentes recursos naturales, militares, tecnológicos, cultural-ideológicos e industriales, no parece previsible que la hegemonía anglosajona vaya a abandonar la escena internacional aunque emerjan otros actores de importancia.

Por todo ello, cabe esperar que, si la extensión de la pandemia se controla y las relaciones comerciales se restablecen, volverá a implantarse la agenda liberal, al menos en Occidente: inmigracionismo, antipatriotismo, librecambismo, europeísmo-anglosajonismo, posmodernismo, etc. En definitiva, las condiciones objetivas, materiales, son las que prevalecerán –salvo medidas bélicas– y únicamente aquellos Estados que muestren mayor capacidad de autosuficiencia y solidez institucional resistirán mejor y saldrán reforzados.

Lo agencial: lo que políticamente sí podría cambiar (pero previsiblemente no cambiará)

Si admitimos que el determinismo no implica fatalismo –en base el principio material-pluralista de la symploké platónica: puesto que no todo está relacionado con todo, y por tanto se rechaza un monismo radical–, habría que suponer que sí existen posibilidades, aunque sean limitadas, de acción política. Pero si las condiciones estructurales hacen improbable un cambio drástico de las relaciones de fuerza y de las grandes tendencias geopolíticas que ya se venían manifestando en al menos las últimas décadas, y si España, en concreto, se encuentra en una situación de doble debilidad –por su subordinación al imperialismo angloamericano y en el momento presente por los efectos socio-económicos destructivos que está teniendo la pandemia–, ¿qué sentido tiene hablar de “acción política”? ¿Qué planes y programas pueden aparecer sustancialmente diferentes de los que se llevan años aplicando? ¿Existe la más mínima oportunidad de actuación para defender los intereses nacionales? La respuesta sería, en principio, afirmativa, pero, lamentablemente, las condiciones político-ideológicas e institucionales de España no invitan al optimismo: en este punto debemos retomar la importante cuestión de la razón de Estado (inteligencia política).

Precisamente porque la situación es de excepcionalidad –y por ello se ha vuelto al Estado como sujeto de la política real– ésta sería una de las raras ocasiones para un mayor margen de actuación de los Estados que carecen de gran potencia geopolítica mundial (como España) para ensayar fórmulas de defensa de sus intereses, que en circunstancias “normales” serían impracticables porque el control estaría ejercido activamente por otros, por las potencias dominantes. Revertir la situación alterando la relación de fuerzas no depende, sin embargo, de nuestra reducida potencia. Las capacidades de que se disponen han de dirigirse en la forma más políticamente eficiente, siempre orientadas a asegurar al máximo los intereses nacionales, dentro de las posibilidades reales.

Por ello, puesto que la posición relativa de España –en demografía, industria, ejército, ideología– es comparativamente débil, en situación de «bajada de guardia» en que los imperios, por urgencias internas, tienen menor capacidad de control, es cuando habría que actuar con rapidez y sentido de Estado para aprovechar cualquier «espacio libre» de actuación: aplicar la razón geopolítica para prepararse de cara al futuro. Porque la coyuntura puede cambiar repentinamente en nuestra contra; así, por ejemplo, la erosión del actual ejecutivo de Estados Unidos puede determinar una próxima vuelta de los demócratas al poder, con su agenda imperial liberal-globalista.

Sobrepasa las pretensiones de este artículo hacer una exposición exhaustiva de las oportunidades de actuación que tendría, hipotéticamente, el Estado español para reforzar su independencia y posición geopolítica en el mundo. Sí me referiré, no obstante, a tres ámbitos especialmente críticos para nuestra posición soberana: la cuestión demográfica; la estructura económico-productiva; y los tratados internacionales. Los dos primeros se asocian a los elementos materiales fundamentales del Estado: la población y el territorio (recursos). El tercero alude a las relaciones externas, a la función diplomática de lo que Gustavo Bueno llamaba la capa cortical del Estado, que a su vez remite al principio de soberanía. A título meramente enunciativo, he aquí algunos ejemplos de medidas políticas que, en ejercicio de sus facultades soberanas, el Estado podría adoptar. En cuanto a la política demográfica: el fomento de una inmigración ordenada de hispanoamericanos con vistas a redimensionar a España como la primera masa poblacional de Europa, sin adulterar su identidad cultural-religiosa y etnolingüística; implantación de programas progresivos de ayudas a las familias numerosas; y un programa de campañas informativo-educativas de concienciación demográfica. Por lo que hace a la programación económico-productiva: el reforzamiento de la industria nacional y local que asegure mayor independencia económica y un índice menor de degradación medioambiental; creación de un plan urgente industrial-sanitario, de ámbito y competencia estatal-central; delineación de un modelo social de economía, con empresas nacionales y mixtas, y el fomento de las PYMES nacionales, así como la elevación de los aranceles que favorezcan al tejido empresarial nacional (y sólo bajarlos cuando se hubiera alcanzado la capacidad suficiente para competir en mercados extranjeros); tipificación penal de la especulación financiera y endurecimiento de las medidas anti-especulativas. Finalmente, revisión de acuerdos internacionales para reforzar la independencia respecto a Estados Unidos, Alemania y China, y suscripción de acuerdos con potencias medias como Rusia a cambio de condiciones favorables para la importación de hidrocarburos; exigencia de reciprocidad con Estados Unidos en la instalación de bases militares mediante una línea dura de negociación que presione en pro de la expulsión de todo el personal militar extranjero en España en caso de no recibirse ayuda sanitaria inmediata, o la suscripción de acuerdos militares con Rusia como medida adicional de presión; reforzamiento de las alianzas con países de identidad cultural y circunstancias político-económicas asimilables y que no supongan una amenaza potencial para España por una excesiva asimetría (Italia, Hispanoamérica).

Hemos ensayado algunas medidas hipotéticas que, en teoría, el Estado y sólo el Estado podría adoptar. Ahora, bien: ¿son practicables estas medidas? Sugiero que esto dependería principalmente de dos órdenes de factores: en primer lugar, del grado de institucionalización de esa “geopolítica hispana” (¿queda alguien no liberal en la oligarquía que gobierna el Estado?); en segundo lugar, del nivel de posible receptividad de dichas propuestas por parte de la institucionalidad política actual (¿improbable por ser en su inmensa mayoría orteguiano-krausista?).

La fractura ideológica constituye una de las más serias amenazas para la permanencia de nuestra sociedad política. Y he aquí una posible explicación: lo que llamamos derechas e izquierdas en la España oficial actual son ejemplares ambos de una misma especie de liberales que se hicieron con el control del Estado hace doscientos años y continúan su labor distáxica en favor de potencias extranjeras: el eje liberal anglofrancés. Los hombres afrancesados de los siglos XVIII y XIX se han reconvertido hoy en sajonizados, una subespecie de los «hombres esclavos» (hombres decadentes que desprecian a su patria, pero imitan con deleite todo lo extranjero) de los que habló Espinosa en su célebre Tratado Teológico-Político. El error político de la izquierda y de la derecha en España –y buena parte de Hispanoamérica– es el mismo, visto desde espejos opuestos. Ni la defensa de los intereses de España es una mera cuestión de retórica patriotera pero alérgica a la cohesión social (caso de la derecha) ni la defensa de los intereses sociales puede hacerse renunciando a la unidad del Estado (caso de la izquierda).

El Estado –nos propone el materialismo filosófico– no es una unidad armónica, sino que incorpora el conflicto entre distintos grupos de intereses. En la superación de ese difícil equilibrio de intereses es donde radica la compleja y –por qué no admitirlo– sorprendente racionalidad del Estado. En nuestro tiempo liberal, se oye continuamente hablar de derechos; todo el mundo los exige y reivindica como algo irrenunciable, pero raras veces se para a pensar que el derecho primero y realmente necesario es el del Estado a existir. Sólo el Estado tiene la potencia y legitimidad para reconocer y proteger derechos, pues de lo contrario éstos no existirían. El Estado representa nuestra seguridad, nuestra libertad –o sea nuestros derechos, que es prácticamente lo mismo en política– y nuestra propia vida. En su conservación nos va todo lo esencial; una sociedad política autosuficiente y compacta es muy difícil de derribar.

Insistamos una vez más en que sólo cuando los grandes poderes están desbordados por su situación doméstica es el momento en que a un Estado no imperial se le presenta una oportunidad, por pequeña que sea, de actuar en el ejercicio de su soberanía, para redefinir sus prioridades en función de sus intereses. ¿Está la clase política española preparada para ello? Todo parece indicar que no es así. Quedaría, entonces, expedito el camino sin retorno hacia la esclavitud definitiva: cuando la capacidad productiva haya sido destruida sin que se hayan tomado medidas audaces para el desarrollo autónomo, volverá el endeudamiento externo y la enajenación de los pocos activos económicos que queden, a precio de saldo. Pero, ¿acaso queda algo de razón de Estado, de razón geopolítica, en la clase política española? No podemos, por ahora, afirmar taxativamente si existe libertad de elegir, pero incluso aunque asumiéramos que todo es necesario, sería lo más racional arriesgarse e intentar ganar –como propone la cita de Tucídides que encabeza este artículo–, aunque para ello tuviéramos que fingir que somos libres. Y, si en realidad no lo somos, siempre podremos alegar que estábamos predestinados a intentarlo todo por salvar el Estado.

Jueves, 2 de abril de 2020.

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{1} Traducción de Francisco Romero Cruz: https://archive.org/details/Tucidides.HistoriaDeLaGuerraDelPeloponesobilingue../mode/2up

{2} “La crisis desatada por el nuevo coronavirus ha supuesto una bofetada de realidad al discurso de prosperidad global que brindaba el neoliberalismo a través de la globalización. Con la economía paralizada y los planes de ayuda atascados en la UE, se cuestiona la idoneidad del modelo neoliberal imperante”. Sergio Hernández-Ranera Sánchez, “La pandemia causa síntomas de colapso en la UE neoliberal”, Sputnik, 30 de marzo de 2020: https://mundo.sputniknews.com/economia/202003301090949130-la-pandemia-causa-sintomas-de-colapso-en-la-ue-neoliberal/

{3} Kiko Llaneras, “Los números del coronavirus: ¿Cuántos infectados hay realmente en España?”, El País, 2 de abril de 2020: https://elpais.com/politica/2020/03/24/actualidad/1585077503_994849.html

{4} Francisco S. Jiménez, “Deutsche Bank anticipa un colapso de la economía española del 20%: será la potencia europea más castigada”, El Economista, 31 de marzo de 2020: https://www.eleconomista.es/economia/noticias/10452602/03/20/Deutsche-Bank-anticipa-un-colapso-de-la-economia-espanola-del-20-sera-la-potencia-europea-mas-castigada.html

{5} José Carlos Fariñas, Ana Martín Marcos y Francisco J. Velázquez, “La desindustrialización de España en el contexto europeo”: https://www.funcas.es/Publicaciones/Detalle.aspx?IdArt=21871

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