El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 193 · otoño 2020 · página 1
Artículos

Elementos de Filmología de Mauricio de Begoña

José Luis Pozo Fajarnés

Se analiza la pseudofilosofía del cine de este autor escolástico

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Mauricio de Begoña publicó, en 1953, el texto que lleva por título Elementos de Filmología. Teoría del cine, en el que presentaba, para España, una disciplina –la filmología– que él mismo se estaba ocupando de implantar, desde hacía unos pocos años, en el contexto del sistema educativo de la época. Fueron las circunstancias de esos años las que señalaron a este filósofo español como uno de los responsables de la transmisión de las corrientes ideológicas que quisieron –y que siguen queriendo– hacerse fuertes, desde Estados Unidos, en toda Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Una ideología que, como todo el mundo sabe, pretendía oponerse a la que con más fuerza estaba presente en el marco político de la época, la comunista. Para articular el proyecto propuesto por Estados Unidos, el marco elegido fue la Organización de las Naciones Unidas, concretamente sus departamentos dedicados a cuestiones culturales, y que se inauguraron en 1945 como la UNESCO. Uno de los instrumentos elegidos para la ingente tarea fue el cine. La metodología a seguir, en toda Europa, se iba a desarrollar concretando una disciplina que debía imponerse desde el gremio de los filósofos europeos. La disciplina inaugurada fue la Filmología, y el que se ocupó de desarrollar sus estudios en España fue Mauricio de Begoña. Pero pese a todo el esfuerzo desarrollado en su génesis y elaboración, la vida útil de la Filmología fue muy “efímera”. Utilizamos este calificativo porque es uno de los que Gustavo Bueno Sánchez eligió cuando el 19 de noviembre de 2018 se refirió a ella –en su clase magistral: Filmología, efímera e ideológica disciplina– en la Fundación Gustavo Bueno{1}. Desde aquí remitimos a esa clase magistral, y también al artículo “Filmología” que él mismo ha elaborado para el Averiguador de Filosofía en español{2}.

Introducción

En este trabajo se dan las razones de por qué denominaremos pseudofilosofía a las propuestas que sobre el cine ha desarrollado un autor escolástico como Mauricio de Begoña. Gustavo Bueno llama pseudofilósofos a autores que, como Begoña, se avergüenzan del entorno filosófico en que se han formado, revistiendo sus análisis y conclusiones con la filosofía racionalista hegemónica. En el Ensayo de una definición filosófica de la Idea de Deporte, Bueno nos dice que durante el periodo nacionalcatólico por el que España transitó durante más de treinta años, surgieron algunos de estos géneros pseudofilosóficos. En este texto apunta a José María Cagigal. Cagigal en el deporte y Begoña en el cine, vinieron a desarrollar papeles muy similares. Si hoy día el deporte y el cine son tan relevantes para una gran mayoría de españoles, es por todo lo que representó el jesuita Cagigal en el primero, y el capuchino Begoña en el segundo. Sus escritos son pseudofilosóficos porque, sabedores de la crítica que la escolástica había sufrido y la perentoria situación en que se encontraba, tomaban argumentos consolidados de la filosofía racionalista imperante para hibridarlos con los escolásticos. Sin embargo, la tarea no debió de ser muy compleja para ellos, pues el espiritualismo era común a una tradición y a la otra.

Es de justicia incidir en que tanto el jesuita José María Cagigal, como el capuchino fray Mauricio de Begoña, fueron también claros ejemplos de lo que Bueno denominó “pensamiento público español”. Que lo que desarrollaran, tanto el uno como otro, fuera pseudofilosofía no es óbice para que reconozcamos la relevancia de sus aportaciones. Y pese a la crítica que vamos a llevar a cabo, para contrarrestar muchas de las tesis vertidas por Begoña, denunciamos que la corriente nematológica imperante hoy día, le haya tratado de borrar de la historia. Nematología que vamos a definir mediante estos adjetivos: en primer lugar, como negrolegendaria, pues se enmarca en ese modo de ver a España y lo español que ha calado en la inmensa mayoría de los nacidos en ella, y que sigue calando, puesto que los que hoy se consideran garantes del progreso se preocupan insistentemente en apuntalarla; y, en segundo lugar, como inveterada, ya que las ideas negrolegendarias han marcado a un ingente número de generaciones de españoles, lo que nos lleva a concluir que, los que la fomentan, se cuentan también por generaciones.

En un trabajo previo, La filosofía española en tiempo de silencio, Bueno ya nos había señalado que, durante el franquismo, hubo un importante “pensamiento público español”. No solo al señalar a filósofos reconocidos, como José Ortega y Gasset o como Xavier Zubiri. También se desarrollaron diferentes pseudofilosofías como las de Miguel Sánchez Mazas o Joaquín Ruíz Jiménez, que llevaron a cabo sus trabajos en los mismos años en que Begoña elaboró sus Elementos de Filmología. Todas estas pseudofilosofías, por el hecho de ser tal y como su denominación expresa, sin embargo no deben ser dejadas de lado, pues tuvieron una gran importancia. Otra cuestión es que la nematología negrolegendaria no lo vea así.

Tal y como hemos podido leer en el artículo “Filmología” del Averiguador, desde los primeros días en que se fundó la UNESCO, uno de los primeros proyectos que llevaron a cabo sus dirigentes fue el de organizar una Federación Internacional de Sociedades de Filosofía. Y, en ese mismo entorno fue donde también se puso en marcha la nueva disciplina relativa al cine, la novedosa Filmología. Los beneficios que se iban a conseguir con su implantación ya habían sido comprobados en otros contextos, por lo que era prioritario ponerla en funcionamiento: El potencial educador de masas, propio del cine, había sido reconocido e instrumentalizado por los soviéticos, por los fascistas italianos y por los nazis. Todos ellos con excelentes resultados.

En España, el encargado de poner en funcionamiento este plan educador, a partir de las directrices marcadas por la UNESCO, fue Mauricio de Begoña. Para llevar esta tarea a cabo se creó una nueva cátedra:

Creada la asignatura “Introducción a la Filmología” por orden ministerial fechada el 21 de octubre de 1948, un mes más tarde el ministro de Educación Nacional firma otra orden, fechada el 22 de noviembre de 1948 (y publicada en la siguiente página del mismo Boletín Oficial del Estado que la anterior, 28 noviembre 1948, nº 333, página 5365), por la que se nombra al “reverendo P. Fray Mauricio de Begoña” profesor de “Introducción a la Filmología” en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas.{3}

Tarea que sería sistematizada en su libro Elementos de Filmología. Teoría del cine. Obra en la que es pertinente reconocer algunos aciertos dignos de mención. Entre ellos podemos destacar, de entrada, la relevancia que da a las técnicas implicadas en el cine. La adscripción filosófica de Mauricio de Begoña es deudora de su formación escolástica, y la impronta del sistematismo de esta escuela se hace patente en la presentación que observamos en su trabajo. Como ejemplo señalaremos lo que podemos leer en la portada de su libro: antes de la referencia hecha a la “filmología” hallamos el vocablo “elementos”. Begoña presenta la nueva disciplina atendiendo a los elementos componentes y a lo que se deriva a partir de ellos, siguiendo el more geométrico.

Después de atender también a otras propuestas, desarrolladas en el tiempo en que Begoña escribe su texto sobre Filmología, hemos podido constatar que, en los países del norte de Europa, el sesgo que tienen las diferentes filosofías del cine no es la escolástica de Begoña, sino el de la filosofía racionalista (algo que continuará en el tiempo, hasta el día de hoy). La influencia de este modo de ver, que se había consolidado como hegemónico, se deja notar también de modo palpable en la obra de Begoña. Tanto, que es el motivo por el que nosotros califiquemos su trabajo –en base a los argumentos dados previamente– como pseudofilosofía. Así pues, reconocemos, en su “manual” de filmología, estas dos corrientes filosóficas mencionadas: a su sistematismo escolástico le acompaña, en todo momento, la metafísica racionalista que el imperialismo cultural impone.

Nuestra tarea no va a tener miramientos a la hora de confrontar una y otra doctrina. Tanto a la carga ideológica racionalista que asume Begoña en su trabajo, como a las ideas espiritualistas de su formación escolástica. Sin menosprecio de lo que pueda ser elogiado en esto último, pues hay aspectos en el tomismo que merecen cierto grado de reconocimiento. Y el modo en que vamos a hacerlo ya lo hemos explicitado, cuando hemos analizando el rótulo de su libro.

Una vez situado Mauricio de Begoña en su contexto, retomamos la cuestión que aquí más nos interesa: el estudio de la disciplina que plasma en su texto, y las transformaciones que desde esos mismos días comienza a sufrir. Señalaremos que la secuencia de los temas que vamos a ir desgranando va a seguir las pautas que marca el mismo autor. Por otra parte vamos a puntualizar algo muy relevante en las páginas que siguen: muchos de los argumentos que vamos a adoptar en la crítica a Begoña, y a los otros autores que tendremos en cuenta, están tomados del curso que, sobre Filosofía de la Música, dio Gustavo Bueno en 2007 en el Conservatorio de Música de Oviedo{4}. Teniendo en cuenta lo que entre música y cine hay en común, pero también lo que distingue a la una del otro.

La filmología en la propuesta de Mauricio de Begoña

Con el neologismo “filmología” se expresa todo lo que conllevaría un “tratado acerca del film”. Begoña la define como “la ciencia que tiene por objeto el cine en sus aspectos esenciales y más universales” (Begoña, Elementos de Filmología, pág. 88). Sin embargo este rótulo de “filmología” le venía dado y no está muy de acuerdo con él. Incluso propone un término alternativo, el de “cinematología”. Como sabemos, ni el que le vino dado ni el que propuso tuvieron mucho recorrido.

Según nos dice Mauricio de Begoña, esta disciplina recién nacida pretendía estudiar el cine sin tener en consideración las técnicas implicadas en su realización. Una carencia que se propone subsanar en su propuesta (un modo de entrar en el asunto que es elogiable, desde nuestro punto de vista). Leemos la mención que hace, en las primeras páginas de su libro, de la primera reunión llevada a cabo para constituir esta nueva disciplina en París el 4 de noviembre de 1946. Allí se señalaba que “El asunto de la Filmología tiende a una forma de expresión que resulta del empleo del film. Se trata, para la ciencia, de tomar como objeto el cine tal cual es y tal como se hace, en cuanto fenómeno ya producido” (Begoña, Elementos…, pág. 29). Como considera que esta pretensión se queda corta, lo que propone en su libro es un estudio integral del cine, desde diferentes perspectivas relevantes en el tratamiento del mismo.

La aparición del cine fue una gran revolución en el ámbito del espectáculo y del entretenimiento, y los primeros en darse cuenta no fueron los profesionales que trabajaban en él, sino sociólogos, pedagogos, psicólogos, y tal y como leemos en el texto, también filósofos, aunque, según señala Begoña, en esos primeros tiempos solo preocupados por cuestiones morales. Lo que estaba claro es que, desde el primer momento, el cine había suscitado un inmenso interés en todos los ámbitos del saber.

El terreno de la Filmología y el que abarca a todo lo relacionado con el cine no son coincidentes. Mauricio de Begoña muestra interés tanto en la influencia directa que el cine tiene en el espectador, cuando este está viendo una película concreta, como por la que le puede afectar de modo indirecto, debido al ambiente que se genera en la sala en que se proyecta esa película. Pese a ese interés, tomará distancia de las pretensiones de los que habían incidido en que el cine es una nueva metodología educativa, señalando la misma finalidad que ya habían tenido en cuenta tanto Vladimir Ilich Ulianov, Lenin, en la recién nacida Unión Soviética, como Joseph Goebbels, el otrora ministro de propaganda de Hitler en la Alemania nazi.

1. Tratamientos previos a su propuesta

Muchos de los asuntos en los que está interesado han sido tratados previamente. En algunos casos reconoce que ha habido poco acierto en los diagnósticos, pero también que se han dado aportaciones muy dignas de mención. En los primeros tiempos de desarrollo de la cinematografía hubo importantes figuras cuyas opiniones son de gran relevancia para lo que a él le interesa. Entre ellas están las de algunos cineastas, pero también lo que hoy entendemos por críticos de cine, aunque todavía nadie se refería a ellos de esta manera. De estos últimos, el caso más relevante en el que incide es el de Béla Balázs. Entrando ya en materia, podemos adelantar que, para este estudioso de la nueva tecnología, el primer plano era la estrella. Sus trabajos tuvieron una gran influencia en muchas figuras importantes del mundo del cine, entre las que podemos mencionar a Vsévolod Pudovkin y a Sergei Eisenstein. Incidimos en estos dos tanto por lo que dejaron dicho sobre la relevancia de los primeros planos en cinematografía, como por el tratamiento que hicieron de ellos en sus obras.

Los primeros planos, para Balázs, eran el medio por antonomasia de expresión en el filme. El primer plano pone los objetos, ante el espectador, de ese modo aumentado, que impacta al público. Por esa ampliación, la potencia expresiva del cine es superlativa. Lo mismo van a decir los cineastas soviéticos, pero ellos también tuvieron en cuenta algo que consideraban tan relevante como los primeros planos: el montaje cinematográfico. Pudovkin, decía que el montaje era el fundamento estético del filme porque era el que creaba la narración al integrar los elementos que, entre sí, eran heterogéneos. El montaje “da sentido a los fragmentos del film{5}, que, tomados aisladamente, carecerían de significación narrativa” (Begoña, pág. 37). Algo en lo que otro cineasta soviético, Dziga Vertov, estaba totalmente de acuerdo, tal y como veremos más adelante. Sergei Eisenstein también puso el acento en los primeros planos y el montaje, pero ampliaba la relevancia de un tercer aspecto, el de la narración: “la novela cinematográfica, es considerada por él como el único elemento inamovible del film, juntamente con el ritmo. Este no es otra cosa que la frecuencia con que las diversas piezas del montaje se suceden en la pantalla” (Begoña, pág. 38){6}.

Mauricio de Begoña, por otra parte, hace hincapié en algo que nos parece de gran interés: en la oposición que algunas personalidades del mundo del cinematógrafo han mostrado para contrarrestar una concepción muy extendida en gran cantidad de especialistas, el naturalismo. Entre ellos, la referencia opositora más relevante que trae a colación Begoña es la de Rudolf Arnheim. Este negaba que en el arte –cualquiera que sea– siempre se trate de imitar lo que hay en la naturaleza. El naturalismo denunciado por Arnheim tenía sus raíces en la filosofía de Jean-Jacques Rousseau, que presentaba el arte –aunque debemos decir que incidía sobre todo en la música– como imitación de la naturaleza. Para Rousseau, el grado imitativo era tan alto que veía a uno y otro como la misma cosa.

Pero las limitaciones reconocidas por Arnheim, y que tiene en cuenta Begoña, se quedaban en la superficie del problema suscitado por ese modo de ver naturalista. Las que ellos reconocían son las derivadas del encuadre cinematográfico. Encuadre que dibuja el perímetro –espacial por tanto– de lo que puede recoger la cámara en cada secuencia filmada. Por eso es por lo que podemos afirmar que la oposición de Arnheim y Begoña al naturalismo es meramente tangencial. Aunque la mención que de él hemos hecho amerita que aquí señalemos lo que Gustavo Bueno puntualiza con relación a ese asunto. Bueno nos trae a colación el Crátilo de Platón: en ese diálogo se hace referencia a que el lenguaje no es una mímesis de la naturaleza. En el diálogo leemos que el lenguaje solo imita a la naturaleza en las onomatopeyas. Pero también que esta imitación no puede, en absoluto, abarcar todo su campo, ya que la mayor parte de lo que nos encontramos en la naturaleza no es susceptible de ser imitado de ese modo. De manera que el lenguaje no imita la naturaleza, como pensaba Rousseau, sino a las técnicas inauguradas y desarrolladas por el hombre:

Los lenguajes de palabras no son originariamente ellos mismos expresión de Ideas (según aquello de que “pensar es hablar”); ante todo porque los lenguajes de palabras son expresión de cosas, de referencias (Wörten und Sachen), o de operaciones con cosas corpóreas, en su proceso de conceptualización. El lenguaje de palabras no es el originario, puesto que él presupone (como la investigación neurológica y paleontológica van cada vez demostrando con más contundencia) un “protolenguaje afónico” previo, de naturaleza o mímica. En el “lenguaje mímico” (de las manos, de los brazos, de los gestos, de los movimientos de los músculos estriados del rostro o de la lengua) podemos encontrar las fuentes de las ideas más primarias, involucradas en los primeros conceptos. El “creador de las palabras” –el onomatourgos–, del que habló Platón en Crátilo 389a, habría imitado no tanto directamente las cosas (en las onomatopeyas) sino las operaciones mímicas a través de las cuales el protolenguaje gestual comenzó a “delimitar”, en un determinado grado de claridad y distinción, las cosas mismas. La mímica que acompaña todavía en nuestros días al lenguaje fonético ordinario no es un mero ornato o acompañamiento superestructural de unas palabras que estarían expresando directamente “pensamientos” (conceptos o ideas); son las palabras las que refuerzan a los gestos, a los conceptos e ideas en ellos involucrados{7}.

Pero sigamos con el hilo que hemos abandonado antes de intercalar esta clarificadora cita de Bueno. Mauricio de Begoña está planteando su trabajo de tal manera que solo al final del mismo podrá expresar lo más relevante, que no es otra cosa que dar las razones de esta nueva disciplina. Allí será cuando nos diga lo que para él es la “esencia del cine”. El recorrido que hace hasta llegar a ese final no puede ser transgredido. Llevar a cabo esa tarea –sobre todo tratándose de alguien que, como este autor, tiene una formación escolástica– precisa la expresión sistemática de cada uno de los momentos previos. La cuestión de la “esencia del cine” solo podrá expresarse tras haber desgranado sistemáticamente todos los momentos implicados para arribar a ese colofón. Así pues, es de esperar que hayamos leído en las primeras páginas de su libro una pregunta cuya respuesta le llevará paulatinamente al final señalado. Y la pregunta no puede ser otra que “¿qué es el cine?”.

Ya hemos atendido a lo que Begoña tiene en consideración de algunos relevantes autores, de cara a dar unas primeras opiniones sobre lo que llevará a la dilatada respuesta. Con todo, como es de esperar, comienza a darla de un modo no definitivo, sino programático, pues con ello se justifica todo lo que desarrolla. Un programa en el que vemos planteado de modo explícito el núcleo de la cuestión a tratar e, implícitamente, tanto el cuerpo de esa esencia a definir como el curso a desarrollar. Y reconocemos que el planteamiento expresado es acertado en ese aspecto, pues aborda las cuestiones del modo sistemático invocado por el “hacer escolástico”, característico de la formación recibida. Sin embargo, como ya hemos señalado previamente, ello no será óbice para que mostremos nuestro rechazo a muchas de las opiniones e ideas que irá vertiendo en su escrito.

2. ¿Los Elementos de Filmología son una filosofía del cine?

El programa expresado por Mauricio de Begoña queda reflejado en el siguiente texto que extraemos de su libro: “En resumen, las investigaciones están en torno a posibilidades expresivas del cine. El film es una obra que se expresa narrativamente, figurativamente, rítmicamente, por medio de imágenes, palabras, sonidos y música. Es una concatenación de imágenes o de conceptos: es un hilo narrativo. Lo que hay que hacer es precisar a qué leyes obedecen las posibilidades de expresión de un film y por qué caminos o medios se provoca en el espectador el hecho emotivo” (Begoña, págs. 38-39). En estas palabras reconocemos aciertos, los relativos a los componentes de la obra cinematográfica, aunque la articulación de esos componentes debe ser explicada pormenorizadamente (y teniendo en cuenta que lo que Begoña nos dice no es suficiente), pero también afirmaciones que no podemos compartir, pues la emotividad mencionada, tal y como veremos más adelante, dependerá del modo de ver derivado de la filosofía decimonónica que rechazamos, la que fue desarrollada en Alemania y que presenta una inmensa carga metafísica{8}.

Begoña se preocupa por marcar distancias entre el cine y la filosofía (en la que incluye la moral, que sería la vertiente de la filosofía más alejada de lo que significa el cine). Las razones de esta separación se apoyan en lo que afirma poco después, y que incide en que el cine es “en primer lugar, un oficio; a veces llega a ser un arte. Debemos, pues, evitar las especulaciones arbitrarias, que no podrían convencer más que a los convencidos, para interesarnos por el meollo del problema cinematográfico” (Begoña, pág. 39). Muy acertada nos parece la expresión del cine como un “oficio”, pero en relación a la consideración del cine como “arte” habrá mucho que decir más adelante. Que el cine sea “oficio” no implica que el realizador sea un artista, como sí lo hace en artes como la pintura, la escultura, &c. Y lo que también echamos en falta es la clarificación de la distinción entre la filosofía (moral) y el cine en base a que es oficio y arte a la vez.

Debemos señalar sin embargo, respecto de lo que leemos en el libro de Begoña, que sus pretensiones derivarían en algo que podría ser enormemente fructífero si hubiera dispuesto de un sistema filosófico más potente. Implícitamente reconoce estas deficiencias, pero la solución que les da no es la adecuada, pues lo que cree que va a clarificar luego lo emborrona. Es lo que ya hemos denunciado, y por lo que calificamos su trabajo de pseudofilosófico: al aparato escolástico que desarrolla a lo largo de su libro, le intercala las ideas que se han consolidado definitivamente en toda Europa desde mediados del siglo XX, las ideas que articula el racionalismo. Esta faceta racionalista de Begoña será la que nosotros enfocaremos con más interés, a partir de ahora, pues es lo que vamos a confrontar con más energía.

Esta consideración que tiene por la filosofía idealista acuñada en el norte de Europa, puede verse ya en los primeros capítulos de su libro, en los que atiende a los trabajos de otros autores que son “filósofos del cine”, y en los que, como no puede ser de otra manera, esa filosofía es la que dirige sus tratamientos. Estos autores que tiene en cuenta Begoña, también es pertinente sacarlos a la luz, pues, si no lo hiciéramos, perderíamos un importante eslabón en la historia de la filosofía del cine. Sobre todo en la que corresponde a lo que se aportó desde España (aquí solo consideraremos el caso de Méndez-Leite y de Fernández Cuenca), y que no se considera por ninguno de los especialistas y críticos actuales. Begoña, en los años cincuenta, los tomó muy en serio, nosotros no vamos a ser menos a este respecto, no en vano estamos desarrollando el importante proyecto que lleva por nombre “filosofía en español”, en el que ningún autor, que merezca ese calificativo, puede ser ninguneado. Vamos a comprobar que Begoña va a tener palabras de reconocimiento para muchos de ellos, la mayoría, pero que también sacará a la luz lo que opina que son deficiencias. Veamos lo que dice de todos ellos, aunque solo incidiendo en lo que resulta más relevante a nuestro juicio:

• Vsévolod I. Pudovkin, en L'attore nel Film{9}, marca las diferencias entre teatro y cine: “Estrechando más cada vez el círculo de la investigación, se llega a tratar el problema vivo de la discontinuidad en el trabajo” (Begoña, pág. 78). Este sería uno de los más relevantes contrastes entre el actor del cine y el de teatro. Pudovkin señala así la separación radical que se da entre los dos modos de trabajo actoral, y por lo mismo entre el teatro y el cine.

• Umberto Barbaro, en Soggeto e Sceneggiatura, estudia el guión y los argumentos cinematográficos. En este texto se trata la “unidad de las artes” (una controvertida cuestión en la que aquí no podemos detenernos, ya que lo haremos más adelante). Barbaro toma en consideración los primeros planos y su relevancia cinematográfica, como habían hecho los cineastas rusos, y como veremos que harán los filósofos del cine influidos por la semiótica posterior. También como los soviéticos, dio gran relevancia al montaje, pero señalando que este ya tendría que estar previsto en el guión.

• En otros autores, sin embargo, como Marcel L' Herbier (Intelligence du Cinématographe) Begoña solo reconoce labores divulgativas que no van más allá, o en Eugene Vale, del que señala que su texto The Technique of Screenplay writing, es un tratado que solo atiende a la técnica cinematográfica, sin embargo reconoce que ello no hace que pierda su interés (reconocimiento muy relevante a nuestro entender)

• Jean Epstein, L'Intelligence d'une machine. Su libro “representa un esfuerzo fantástico por encontrar en el cine una trascendencia filosófica inconmensurable y hasta revolucionaria” (Begoña, pág. 81). Su tratamiento sin embargo se mueve en el terreno de lo metafórico a la hora de construir argumentos: “Lo desmesurado y lo paradójico abundan de tal manera, que la seria disquisición se convierte en pura fantasía y juego dialéctico de conceptos y palabras” (Begoña, pág. 81).

• Luigi Chiarini, en Il Film nei Problemi dell'arte no menciona en ningún momento, según lo apunta Mauricio de Begoña, la palabra Filmología. Algo que a este le resulta extraño por el hecho de que, cuando se escribe su libro, no se dejaba de hablar de ella en universidades y congresos relativos al cine. Su obra tiene dos partes, la primera dirigida a las cuestiones estéticas y morales, y la segunda a las cuestiones técnicas. En el texto de Chiarini se lee una definición de montaje como “esencia de la imagen fílmica” (Begoña, pág. 83). Incide en cómo transforma el cine la realidad, y en que su expresión puede considerarse autónoma. Esta cuestión de la “autonomía” del cine la sabemos extremadamente borrosa.

• F. Méndez-Leite (padre del conocido director español), en Secretos del cine, estudia los cauces por los que “discurre” lo que él mismo llama “pensamiento español cinematográfico” (Begoña, pág. 83), tarea que comparte con otro importante ensayista, Guillermo Díaz Plaja.

• C. Fernández Cuenca, que en el momento en que Mauricio de Begoña escribe su libro, está elaborando una “Historia del cine”. En ella se hace explícito un esquema lógico en el desarrollo del cine español. Según señala Begoña, ese modo de ver historicista implica ya una “actitud filmológica”.

• Gilbert Cohen-Seat. Essai sur les Principes d'une Philosophie du Cinéma: Introduction Générale. Notions Fondamentales et Vocabulaires de Filmologie. En este texto se tratan “los temas más universales que se pueden promover en torno al cine” (Begoña, pág. 85). Cohen-Seat señala que “se pueden y se deben hacer estudios estéticos, sociales, psicológicos y demás sobre el cine como sobre otra cualquier cosa: el deporte, el turismo, la radio, por no hablar más que de sucesos actuales. Pero Filmología solo puede hacerse sobre el cine y solo la Filmología tiene como objeto inmediato y total el cine” (Begoña, pág. 85). Begoña apunta que el texto de Cohen-Seat permite ver que el estudio del cine tiene un campo muy amplio, tanto que puede permitirnos el estudio de la civilización contemporánea: “el ensayo de Cohen-Seat es el libro que ha suscitado la conciencia de las verdaderas dimensiones críticas del objeto cine” (Begoña, pág. 86){10}.

Así pues, desde este primer acercamiento al trabajo de Mauricio de Begoña reconocemos que, en él, aparecen temas que son pertinentes a la hora de desarrollar una filosofía del cine (que él sin embargo denomina “teoría del cine”). Hacemos esta afirmación porque se hace patente, desde el principio, que quiere responder a la pregunta: ¿qué es la filosofía del cine? El hecho de que él la denomine “teoría” no cambia nada. Lo que nos resulta más interesante es que trata de tomar distancia con el rótulo “Filmología”. Él mismo señala que es un término poco o nada acertado.

Pero antes de acudir a introducirnos en la problemática relacionada con “teoría de…” y “filosofía de…”, debemos recabar en que, para nosotros, la propuesta de Begoña es filosófica, algo que afirmamos por una serie de motivos que pasamos a enumerar y a comentar críticamente. En ellos vamos a comprobar la deuda que tiene con el modo de ver que contamina su propuesta. Ideas como las de cultura, humanismo (aunque en este caso el anclaje de la idea tiene bases cristianas, no así el de cultura, que precisó una drástica transformación, pues tal y como ha señalado Gustavo Bueno, cultura es una derivación de la idea de gracia santificante. Transformación incardinada en el marco abarcador que también denominó Bueno como “inversión teológica”), pero no solo encontramos esas ideas, pues veremos referencias a la “unidad de las artes” y a otras más, todas acuñadas en el contexto del modo de ver del racionalismo:

• Comencemos por la cuestión de cuál sería el puesto del cine en la omnitudo rerum. Él lo sitúa en el ámbito de “lo cultural”, aunque sin juzgar en ningún momento qué pueda ser eso que señala como la cultura. Sus aclaraciones son vanas en este aspecto, como podemos ver en esta cita: “el cine es arte, según las bases todas de los conceptos de nuestra cultura” (Begoña, 344).

• Cuando incide en el puesto más restringido del cine, al apuntar al conjunto de las artes, reconocemos que su modo de ver está en armonía con lo que Robert Schumann y muchos otros –autores que incluiremos en el romanticismo alemán– expresan como la unidad de las artes. Lo que leemos en el texto de Begoña tiene en consideración esa idea de unidad, que por otra parte se corresponde con lo que nos ha señalado respecto de la cultura: “he aquí un aspecto, prescindiendo de su nomenclatura, que justifica el humanismo del cine. Añadamos que el cine ha triunfado, apenas nacido, del obstáculo principal en el que hasta ahora han tropezado toda las formas de cultura: la exigencia de una unidad homogénea y de una eficiencia directa y universal” (Begoña, pág. 284). Como estamos comprobando, el ideario metafísico de Begoña está totalmente influido por la filosofía racionalista de corte francés y alemán.

• Otro aspecto por el que reconocemos el trabajo de Begoña como estrictamente filosófico (incidiendo en que ese filosofar tenga el carácter idealista señalado en el primer motivo enumerado) es porque también trata la importante cuestión del carácter semántico del cine. Begoña afirma que el cine es un lenguaje. Una afirmación con la que nos mostramos en total desacuerdo. La posición de Begoña solo tiene anclaje en una suerte de metáfora que Bueno ya ha denunciado. Lo hemos comprobado con anterioridad, al referirnos a la relación entre lenguaje y naturaleza. Bueno, en el curso de Filosofía de la música de 2007, no solo denunció la relación espuria de música y lenguaje, sino que se refirió también a la relación del cine con el lenguaje, que es aquí la que nos interesa. Podemos oír en el discurso de Bueno, respecto del lenguaje cinematográfico, que solo puede decirse del cine que es lenguaje antes de la introducción de la palabra hablada en los filmes, o sea, cuando solo existía el cine mudo.

• Respecto de la cuestión de la racionalidad, Begoña incide en dos cuestiones: la primera, si el cine es una actividad racional, y, la segunda, si tiene que ver solo con las emociones o con las pasiones. En esta puntualizaremos señalando al “sentimiento”, considerado del modo metafísico que podemos leer aquí, que es el modo en que lo definió la filosofía alemana (previamente el sentimiento tenía que ver directamente con los sentidos: sentir la puerta, porque oíamos llamar tras ella, tenía que ver con el oído; sentir una textura al tocarla, con el tacto, &c.). La influencia del racionalismo kantiano se deja ver repetidamente en lo que propone Begoña, y lo relativo al “sentimiento” va a ser una de esas cuestiones reiteradas en su obra.

• ¿El cine es un concepto unívoco o es un concepto análogo? Cuando hablamos del cine tenemos un concepto que abrazaría todos estos modos de hacer cine: el cine mudo, el cine sonoro, el cine de aventuras, el cine melodramático, el cine de ciencia-ficción (con extraterrestres o sin ellos), el cine que realizan los denominados –peyorativamente– “artesanos”, el cine “de autor”; el cine realizado por encargo, los documentales de naturaleza, o de cualquier otro tipo… Como vemos, la univocidad es muy difícil defenderla solo atendiendo a esta introducción clasificatoria. Es más, si pensamos en el calificativo “universal” para el cine pensamos rápidamente en el fenómeno cine mudo, cuando todos lo comprendían, hablara el público el idioma que hablase. Pero esa universalidad solo duró lo que duró ese modo de hacer cine, desapareciendo con la introducción del cine sonoro.

• La cuestión de si las leyes del cine son internas al propio cine, o son superestructurales (si proceden de lo social, de una base social o política). Ante estas cuestiones suscitadas por Begoña nosotros señalamos que cuando hablamos de cine social, de cine histórico, de cine de ciencia-ficción, &c., será pertinente puntualizar lo que hoy día encontramos en la cartelera: El cine de ciencia-ficción es una cadena de transmisión del fundamentalismo científico y de ideas metafísicas y religiosas (pensemos en la creencia generalizada en los extraterrestres mencionados); tanto el cine histórico como el cine habitualmente denominado “social” (este cine, pese a lo que pueda pensarse al atender a la simple denominación, no es un cine crítico sino una correa de transmisión ideológica), son ejemplos de fundamentalismo democrático (además, debemos decir con total contundencia que el cine histórico que se hace en España es cine negrolegendario). Todos estos modos de hacer cine son transmisores de mitos oscurantistas de lo más variado. A modo de ejemplo señalaremos que el cine social antes mencionado, insiste en todas sus propuestas en que la izquierda es el baluarte del progreso y de la justicia. Tampoco podemos dejar de mencionar la propaganda imperialista de los Estados Unidos o las películas que muestran contenidos históricos falsos. Como ejemplo paradigmático señalaremos uno recurrente: el que eleva a las más altas cotas de la heroicidad a la resistencia francesa en la Segunda Guerra Mundial, multiplicando ficticiamente su colaboración con los aliados y el elemento humano que la componía. El público que va a las salas de cine, o que ve películas o series televisivas en casa, recibe los mensajes ideológicos sin posibilidad de contraponer ideas enfrentadas a ellos. O sea que, lejos de fomentar el poner en cuestión lo que nos rodea –así se suele defender el valor, o los valores, del cine– lo que se consigue es lo contrario.

• Begoña en vez de tener en consideración la estructuración social anterior, en lo que incide es en cuestiones psicológicas. Defiende que hay que tener en cuenta la estructura psicológica del público que acude a las salas. Señala que las leyes del cine, en general, están determinadas por cuestiones psicológicas, como los sentimientos, y también por lo fisiológico, lo que se percibe mediante la vista y el oído, que es lo que capta el cerebro. De manera que la mayor parte de la gente va al cine para estar entretenido, para emocionarse, para divertirse, para deleitarse, para disfrutar… Diagnostica que el público no suele pensar tanto en cuestiones sociológicas y sí en las que se han señalado.

• Begoña juzga el cine sin tener en cuenta los valores y atendiendo a criterios neutrales. Esta cuestión está implícita en la filosofía del sociólogo alemán Max Weber. Un solo ojo examina tanto al depredador como a su víctima sin hacer juicios morales. No es buena la víctima ni es malo el depredador. El juicio del observador es neutro. La cuestión aquí, según señala Begoña a partir de lo expresado por Weber, es si en el cine es preciso tomar partido, si deben hacerse juicios de valor.

Todas estas cuestiones son filosóficas. Incluso si un tercero incidiera en lo contrario, este último estaría filosofando. Cualquier respuesta que pudiéramos escuchar se habrá dado de un modo sesgado, pues en el que opina siempre podemos reconocer un modo de ver el mundo, una estructura nematológica. Estas nematologías, por muy escondidas que estén, impregnan lo que se dice. Un oído atento se percata de ello aunque no lo haga el que da la opinión. Decir que algo es cultural, por ejemplo, ya implica una filosofía, una idea de lo que es la cultura que tienen asumida y que sabrían definir, sin dudar. De tal manera que podemos constatar que la conexión entre cine y cultura será para una inmensa mayoría de personas obvia, ya que no pueden dejar de ver el cine como un bien cultural.

Nosotros ponemos pegas a este modo de ver, pues se define el cine de un modo ideológico de considerar la cultura. Desde aquí denunciamos este modo de ver la cuestión por su falta de claridad, por ser una definición “filosófica” pese a que no se reconozca como tal, sino como algo que no deja lugar a dudas, pues la conexión cine y cultura no es directa, ni mucho menos. Sería directa la conexión entre el cine y todo su aparataje técnico y tecnológico, ya que mencionar su funcionamiento sí es clarificador. Las que no clarifican nunca, pues solo lo hacen de modo aparente, son las definiciones nematológicas (la adhesión a ideas borrosas, oscurantistas, como la de cultura), pues esas definiciones siempre rebasan los conceptos claros y distintos que maneja el cine, tecnológicamente considerado.

3. Con relación al rótulo “teoría del cine”

El libro Elementos de Filmología de Mauricio de Begoña aparece subtitulado como “Teoría del cine”. Los motivos que llevan a que Begoña lo rotule como tal se comprenden muy bien si pensamos en que, en los años cincuenta del pasado siglo, la filosofía no se había recuperado de la precaria situación en que la había situado el modo de ver positivista decimonónico, y sobre todo tras recibir la puntilla que supuso el neopositivismo de los años treinta y cuarenta del siglo XX. Esos debieron ser también los motivos que llevaron a Althusser a denominar, a finales de la década de los sesenta, “teoría de…” a diferentes parcelas de la filosofía marxista (por ejemplo, para él, la “Filosofía del Estado” pasaba a ser la “Teoría del Estado”). Aunque Althusser fue el que hizo famoso ese modo de referirse a la filosofía genitiva, sin embargo, como hemos comprobado al leer estos Elementos de Filmología, no fue el primero. Begoña lo hacía en 1953. También previamente a la utilización del rótulo por Althusser, en el año 1960, Sigfried Kracauer también utilizó ese rótulo en su libro Teoría del cine: la redención de la realidad física.

Nosotros rechazamos la expresión “teoría de…”, porque no la consideramos adecuada. Al referirnos a cualquier ámbito del saber que exprese ideas y sus conexiones –sea el referido al cine, como es el caso de los dos primeros mencionados, o sea a otras disciplinas, como es el caso de Althusser– lo pertinente es hacerlo mediante el término “filosofía”. Las razones nos la ha dado Gustavo Bueno en muchas ocasiones, nosotros las resumiremos aquí señalando dos importantes distinciones: la que se da entre conceptos e ideas; y la que se da entre ciencia y filosofía. Entre ambas distinciones hay una estrecha relación, como vamos a ver: los conceptos hacen referencia a fenómenos concretos, y a sus conexiones y relaciones en el ámbito de un campo concreto del saber; las ideas, sin embargo, traspasan las líneas de demarcación expresadas por aquellos campos, dado que emanan de las similitudes y diferencias que se dan entre esos conceptos. Las ideas no se pueden separar de los conceptos, solo pueden disociarse, pues siempre se darán a partir de ellos. Lo mismo sucede entre ciencia y filosofía.

En el campo de cada ciencia es donde se definirán los conceptos. Y hablaremos de filosofía cuando esos conceptos dejen de expresar definiciones ajustadas a sus campos, cuando no sean claros y distintos. Es cuando la claridad y la distinción dejan de ser particularidades de cada concepto cuando dejamos de denominarlos como tales y la filosofía se hace presente. Las ideas no se enmarcan en el saber de las ciencias, ni de las técnicas previas a ellas. Las ideas son propias de la filosofía. Ahora ya podemos expresar con claridad que entendemos por “teorías”: Es en el contexto de la ciencia donde se articulan los conceptos. Esa articulación puede generar teorías. En filosofía la articulación es de ideas. Pero esa articulación no podemos denominarla teoría, eso es para las ciencias. Las articulaciones de ideas construirán las diferentes doctrinas.

De manera que lo que nos expone Mauricio de Begoña en su libro es una suerte de doctrina, pues reconocemos en él conexiones entre ideas. Su libro no es una “teoría del cine”, por lo tanto, sino una “filosofía del cine”, o, como ya señalamos al principio, apoyándonos en los que nos decía Bueno en su Ensayo de una definición filosófica de la Idea de Deporte, una “pseudofilosofía del cine”. “Filosofía” diferente a otras, como por ejemplo la que ya hemos mencionado de Kracauer, u otras muchas más, algunas de las cuales también tendremos en consideración posteriormente. Unos y otros tienen puntos de vista muy diferentes, de manera que cada uno de ellos expone diferentes doctrinas y no sus, inadecuadamente denominadas, “teorías”.

4. Con relación al rótulo “filosofía de…”

Mauricio de Begoña sabe que con su libro está haciendo filosofía, aunque le llame del modo que acabamos de desechar. Una filosofía que, como él mismo reconoce, está marcada con el marchamo de la filosofía alemana. A partir de esta momento, vamos a ir desgranando la impronta que de ella reconocemos en su “filosofía del cine”, a la vez que observaremos que Begoña no es un caso aislado. El racionalismo ha penetrado las doctrinas que sobre el cine se han desarrollado a lo largo del siglo XX hasta nuestros días. Además, como es bien sabido, lo que sucede con Begoña y con los filósofos del cine, sucede en los demás ámbitos del saber. Con algunos escolásticos españoles de finales del siglo XIX y de principios del XX sucede lo mismo. Otros, sin embargo, mostraron una meritoria resistencia, al posicionarse en contra de otras filosofías en auge. Nos referimos a los enfrentamientos que sostuvieron algunos neoescolásticos con el krausismo, o con el positivismo. Pese a la confrontación, el idealismo alemán se fue consolidando en las cátedras de las Universidades españolas, y los escolásticos, contaminados o no de esas, fueron llevados al ostracismo. Se les ha borrado de la Historia, podemos decir que –casi– con todo éxito. En España, desde hace muchas décadas, solo los que desarrollan estudios doxográficos, sobre los múltiples epígonos de los racionalistas encumbrados, tienen algún predicamento, ocupando las cátedras de filosofía de las Universidades españolas, salvo unas pocas excepciones. No los podemos calificar de pseudofilósofos, ya que no filosofan, son meros doxógrafos. Aunque, lo que en el futuro se diga de ellos no podemos saberlo. Una de las tareas pertinentes hoy día es, sin embargo, la de que el futuro se fije en los otros, en los “deportados”. Desde nuestra posición filosófica queremos sacar a la luz lo que, en el modo de hacer filosofía de esos “olvidados”, es recuperable. Que no es otra cosa que la asunción, por su parte, de un pluralismo reluctante a la visión del mundo monista que la filosofía alemana ha propiciado. Un pluralismo que rechaza, por tanto, la “unidad del Mundo” implicada en las doctrinas defendidas por los que asumieron el modo de ver racionalista.

Tras esta pequeña digresión introductoria, para retomar el asunto que estamos tratando, debemos comenzar señalando que, en el terreno de la ética y la política, el idealismo alemán sigue vigente. Una vez que las ideas de Hegel fueron desbancadas (la derrota del nacionalsocialismo y la caída de la Unión Soviética fueron los hitos definitivos), la visión del mundo triunfadora fue la de tradición kantiana. Esta doctrina kantiana es la que, a día de hoy, está hegemonizando tanto el terreno del comportamiento humano –el individualismo ético todo lo impregna– como el revestimiento nematológico de la dialéctica de Estados. El modo de hacer política de los que están a la cabeza se esconde tras el escaparate de la ONU, cuyo pacifismo –que tiene más de mendaz y torticero que de ingenuo– se quiere articular en un mundo falazmente globalizado.

En los ámbitos ontológico y gnoseológico el modo en que se recuperó y renovó el idealismo, tras la crítica positivista, tuvo distintas expresiones: fenomenología, hermenéutica, existencialismo, estructuralismo, deconstruccionismo… muchas de ellas denominadas por los mismos protagonistas como modos débiles de pensamiento, y deudoras, además del idealismo alemán (y francés, pues la influencia cartesiana está presente en esas “nuevas” doctrinas) de la filosofía analítica desarrollada en las naciones angloparlantes. Pero ninguno de estos modos de filosofar –herederos del vapuleado idealismo previo– los consideramos potentes para expresar una visión del mundo abarcadora de los logros científicos pasados y de los venideros. Estas filosofías idealistas, recuperadas tras su debacle, tampoco mostraron capacidad de envolver todas las visiones del mundo anteriores, para negarlas o para aprovechar lo que de interés pudieran tener.

El sistema filosófico con capacidad para ello, no estaba presente cuando Mauricio de Begoña escribe su texto sobre Filmología. Faltaban algunos años. No será hasta las últimas décadas del siglo XX cuando ese sistema vea la luz. Es el materialismo filosófico. Gustavo Bueno se hace eco, en su opúsculo de 1999 ¿Qué es la filosofía?, de esta situación:

Lo que se llamó, después de la guerra mundial, “revolución en filosofía” o “giro en filosofía”, podría reexponerse sencillamente como un llamamiento hacia la filosofía inmersa adjetiva (ahora, respecto del lenguaje ordinario), acompañado de la renuncia expresa a toda filosofía exenta, especialmente en su forma sistemática. (Bueno, ¿Qué es la filosofía?, Pentalfa, Oviedo 1999, pág. 43).

La precariedad, señalada por Bueno, en la que seguía situada la filosofía de los años cincuenta del siglo XX, la reconocemos también en el diagnóstico realizado por Begoña, cuando incide en que la filosofía está viviendo un momento crítico. En lo que no podemos estar de acuerdo es en la solución que propone. Begoña asegura que la filosofía se va a recuperar gracias a la filmología, ya que el cine es el nuevo campo en el que la filosofía recuperará bríos: “es el signo del tiempo, caprichoso, fugaz, concretísimo, lábil y aventurero” (Begoña, pág. 22).

Ante estas afirmaciones, es pertinente hacer de entrada una importante puntualización. La “filosofía del cine” que, de modo programático, presenta Begoña en su libro (la denominamos como tal porque ya hemos dado suficientes razones del rechazo que hacemos del rótulo “teoría del cine”), es lo que Gustavo Bueno denomina una “filosofía genitiva” en su sentido objetivo:

La filosofía genitiva es, desde luego, una forma en auge de la concepción de la filosofía adjetiva de nuestros días. Es una filosofía mundana y, por ello, no hay que confundirla con la “filosofía centrada” (también llamada “filosofía de”), es decir, con las disciplinas filosóficas que figuran en planes de estudios, tales como “Filosofía de la Técnica”, “Filosofía de la Ciencia” o “Filosofía de la Religión”. La “filosofía centrada” es filosofía académica, y, aunque utilice también en sus rótulos la forma genitiva (que muchas veces tiende a ser sustituida por una denominación nominal: “Epistemología” en lugar de “Filosofía del Conocimiento”), lo hace no ya en la forma de genitivo subjetivo, que ya hemos constatado, sino según el sentido del llamado genitivo objetivo (“Filosofía de la Técnica”, como disciplina, es antes la filosofía que centra sus análisis en torno a la técnica, en cuanto objeto de estudio, que la filosofía que una técnica dada segregase de su seno). [Sin embargo, el concepto de filosofía genitiva, que se ejercita tan vigorosamente en nuestro presente, no se circunscribe a él. Tiene potencia para aplicarse a muchas formas por no decir a todas de la filosofía del pasado, formas que ordinariamente se interpretan desde la filosofía exenta, dogmática o histórica. ¿Acaso la filosofía platónica no habría de considerarse como una filosofía genitiva que brota de las “experiencias geométricas” o “políticas” de la época ateniense? Es el presente el que ha cambiado y, por ello, el lema de la Academia, “Nadie entre aquí sin saber Geometría”, solo podrá considerarse actual incluyendo en esa geometría a las geometrías del presente. ¿Y cómo podríamos entender el argumento ontológico que San Anselmo expone en su Proslogio si lo presentamos como un “argumento intemporal y exento” y no como una idea filosófica que se abre camino a partir de las oraciones de los monjes, de la cita del Salmo, &c.? De otro modo: ¿Acaso el argumento ontológico anselmiano no es otra cosa sino la “filosofía genitiva” que brotaba en un convento medieval a raíz de una ceremonia litúrgica?]. (Bueno, ¿Qué es la filosofía?, págs. 42-43).

Gustavo Bueno ha dejado muy claro que el rótulo “filosofía de” (filosofía genitiva) que comienza a utilizarse a finales del siglo XVIII, con la caída del antiguo régimen, se consolida con la filosofía de Hegel. Podemos afirmar, a partir de ello, que ese uso del genitivo en filosofía va de la mano del tránsito que llevará a la metafísica a su paso por una suerte de viacrucis que, sin embargo, no acabaría con ella. Ese intento de demolición no precisó de nada externo en su desarrollo. De su seno emergió el nuevo modo de ver que se le opuso: el positivismo, que, lejos de ser lo que iba a terminar con su reinado, lo que logró fue la expresión de ideas metafísicas nuevas, pero tan potentes o más que las dependientes del idealismo espiritualista. Las nuevas ideas conformaron una gran panoplia, que contaba con ideas que iban, desde las dependientes de un materialismo grosero, que fue el apoyo del nuevo fundamentalísimo científico, hasta la metafísica que colorea los discursos ético-políticos en la actualidad, pasando por un buen número de saberes que tienen en común, precisamente, abrazar la nueva metafísica. Así pues, todas estas ideas renovadas, derivadas del modo de ver racionalista y pese a la crítica decimonónica señalada, lejos de sufrir un debilitamiento, lo que consiguieron fue un espaldarazo que las encumbró a las cotas nematológicas aceptadas por doquier.

Gustavo Bueno también nos ha dicho que, con la filosofía genitiva y el nuevo punto de vista que implicaba, se trató de renovar el modo de adaptarse a las nuevas circunstancias, aunque sin cambiar de forma radical. Esto es así, por lo que hemos señalado previamente: que había una misma finalidad en todo ello, concretamente esa que estaba consolidando la metafísica que iba a imperar, y que ya se ha entronizado. El nuevo momento lo demandaba, ya que había algunas ideas que no podían tenerse en cuenta. Esto puede entenderse al considerar que, con la filosofía genitiva, no se podía partir de la “esencia”, en el sentido que la metafísica anterior daba a esa idea de esencia.

De la escolástica al idealismo alemán

Pese a los aciertos metodológicos que ya mencionamos en su momento, es preciso decir que la propuesta de Begoña es muy poco clarificadora. Es más, lo que nos va presentando como la “esencia del cine” es inadmisible para nosotros, sea porque se apoya en argumentos que toma de las metafísicas de Aristóteles y Santo Tomás, sea porque las respuestas las busca en el racionalismo. La respuesta aristotélico-tomista apunta al estudio de la materia y la forma del cine. La materia enfocaría al material del cine: “sus elementos materiales, todos, desde la película física y química, hasta el guión y la pantalla, pasando por producción, dirección, interpretación y contemplación del cine” (Begoña, págs. 318-319); y la forma sustancial del cine: “lo que hace que sea cine y no otra cosa; la imagen movida, es decir, un accidente; un movimiento ilusorio” (Begoña, pág. 319).

Y respecto del racionalismo, la dependencia que muestra de su nematología se deja ver a todas luces. Para que veamos clara tal adscripción, no tenemos más que atender al tratamiento que da a la cuestión de la belleza. Para Begoña la belleza se patentiza de tal modo, que no precisa de definición: la belleza es una sustancia eterna, y el cine debe ajustarse a ella, y mostrarla. Sin embargo, no encontramos un solo párrafo de todo el libro en el que se pare a decirnos qué pueda ser la belleza o cómo pueda conocerse. De manera que pudiésemos señalar, sin atisbo de dudas y todos por igual, a las cosas bellas, si estas lo fueran. Lo único que encontramos son afirmaciones gratuitas, que llegan a hacerse empalagosas, como por ejemplo cuando afirma que la belleza es algo que “emana de la pantalla del cinematógrafo”. Por otra parte, debemos constatar que la belleza, así presentada, no puede ser expresión de lo que pretende clarificar en este texto: nada menos que la “esencia del cine”.

El modo de ver la cuestión, por parte de Begoña, se hunde, tal y como hemos comprobado, en los planteamientos previos de Santo Tomás. Adscripción que no muestra solución de continuidad debido a que la filosofía idealista contemporánea, en la que Begoña se ve abocado a buscar refugio, también adopta el modo de ver del tomismo. Al decir que el cine es relevante por encarnar la belleza, Begoña se ajusta a lo que pensaba Santo Tomás y a lo que defendía el movimiento romántico. Aunque es pertinente señalar que, en otros aspectos, el tomismo y el romanticismo no armonizan. La dogmática defendida por aquel, que como hemos dicho expresa un modo de ver pluralista, es reluctante al monismo al que el segundo está abocado. Sin embargo los planteamientos originarios, relativos a la teología natural de corte aristotélico, sí que podríamos decir que no tienen solución de continuidad con ese monismo, con el que la nematología del racionalismo quiso impregnar todo el saber. Pero todas estas similitudes y diferencias ameritan más de una explicación, que vamos a dar a partir de ahora.

1. Estética: origen y definición

Para concretar, y dado que estamos moviéndonos en el marco de las ideas estéticas, el movimiento romántico podría definirse mediante lo que sabemos que pensaba el compositor Robert Schumann. Para él, las artes, todas ellas, para ser vistas como tales, tenían que participar de lo bello. Este modo de ver está implícito en su famoso aforismo: “la estética de un arte es igual a la de otro: únicamente difiere el material”. Definición en la que aparecen sustancializadas tanto la forma, pues la estética sería una suerte de sustancia segunda –como los géneros o las especies definidos por Aristóteles– como las diferentes materialidades que por sí mismas darían carácter individual a cada una de las artes. Begoña es de la misma opinión. Lo comprobamos atendiendo a lo que podemos leer en las últimas páginas de su libro: “Pensemos, pues, que se trata (se está refiriendo al cine) de un ser estético y artístico, tal como se nos ofrece, que reside en el palacio y gruta de las cosas creadoras de belleza y de ensueño” (Begoña, pág. 363; lo que aparece entre paréntesis es nuestro).

Así pues, el marco en el que reconocemos situado a Begoña, pese a su impronta escolástica, es en el de la nueva disciplina denominada “estética”. Una disciplina que tiene en cuenta este modo diferente de considerar y situar la belleza. La nueva disciplina tiene una ajustada datación, la de mediados del siglo XVIII. Su nacimiento se dio por obra y gracia de Alejandro G. Baumgarten. Este autor se refirió a la “estética” en sus trabajos sobre cómo se da el conocimiento. La estética sería el ámbito de lo que denominó “gnoseología inferior”, ocupándose de todo lo que tenía que ver con los sentidos: la estética sería, a partir de lo que dice este autor, la ciencia de las cosas sensibles (colores, sonidos), de manera que las disciplinas artísticas como la música, la pintura o la escultura iban a ser las que se ajustaban a este modo de conocimiento. Atendiendo a estos razonamientos, muchos incluirían al cine en este concurrido grupo, objeto de esa gnoseología inferior. Además de ese modo de conocer dependiente de los sentidos, Baumgarten señaló otro diferente, que miraría no a lo concreto, que se conoce a través de los sentidos, sino a lo abstracto. A este otro modo de conocer lo denominó “gnoseología superior”.

La gnoseología superior se ocuparía de los saberes superiores. Por ejemplo, de la lógica: el saber del orden inteligible (a la que por otra parte se reducirá toda posibilidad de conocer, pues Kant solo tendrá que incidir en el papel del sujeto: el sujeto será la fuente de todo conocimiento; pues de él emanarán las ideas que permitirán que los objetos de conocimiento sean tales). Como estamos comprobando, la filosofía de Kant se ajustó como un guante a los planteamientos de Baumgarten. La gnoseología inferior sería aceptada por aquél, pudiendo ser reconocida en su “Estética trascendental”, mientras que la “Analítica trascendental” sería un claro reflejo de la gnoseología superior. Podemos asegurar por ello que hay más que mera coincidencia en lo que dice Kant respecto de lo señalado por Baumgarten. 

Por otra parte, reconocemos un problema añadido en el texto de Begoña. Al focalizar de este modo su respuesta, lo que consigue es que la filosofía genitiva en sentido objetivo, la que habíamos reconocido como estructuradora de su libro, deje de ser la única filosofía genitiva que puede reconocerse en él. Su afirmación referida a que la belleza emana del cine adolece de objetividad, de tal manera que, con ello, su planteamiento no se ajusta al de una “filosofía de…” sino al de una “filosofía desde…”. Para precisar lo que aquí decimos nos apoyaremos nuevamente en lo que nos mostró Gustavo Bueno respecto de la filosofía de la religión, y que estaba implícito en lo que hemos referido respecto del argumento ontológico cuando antes citamos el opúsculo ¿Qué es la filosofía?

Allí leímos que según nos decía Anselmo de Aosta, el argumento –“Dios es el mayor de los seres, cuyo mayor no puede ser pensado; y tiene que existir, porque si no existiese no sería el mayor”– tiene dos interpretaciones: podemos verlo como un argumento sobre Dios y la religión –esto corresponde con lo que hemos llamado genitivo objetivo– o se puede ver en un sentido diferente, como brotando la idea de Dios de la religión (este genitivo sería por tanto subjetivo). Lo reconocíamos de este modo por el hecho de que cuando el mismo San Anselmo rezaba no se planteaba, ni tenía porque hacerlo, la cuestión de si Dios existía o no existía. Lo que sucedía, cuando rezaba, era que “estaba hablando con Dios”. De manera que San Anselmo solo se planteaba la existencia de Dios por el hecho de que alguien diferente –el “necio”– había asegurado que no existía. Aquí es donde preconocemos que Dios brota de la religión (según señala Bueno, esta interpretación la hizo por primera vez Max Scheler). En el primer caso el argumento se desarrolla sobre (de) la religión (genitivo objetivo), y en el otro caso desde la religión (genitivo subjetivo).

Volviendo a Begoña, está claro que la belleza, al emanar –según sus palabras– del cine, tiene el sentido subjetivo señalado. Aunque en un principio habíamos reconocido el carácter objetivo, en este aspecto se invierte la perspectiva, pues esta consideración de la belleza, emanando del cine –de las bellas artes– es la que nos da a entender. Planteamiento totalmente diferente a otro que pusiera el acento, en lugar de en esa idea de belleza, en la correcta aplicación de las técnicas y tecnologías que se articulan en la producción cinematográfica. Este último no precisa ni solicita que esa “belleza” sea siquiera expresada, pues lo esencial no es nada que esté o deba sustancializarse.

Dicho todo esto, ya estamos en condiciones de clarificar esta cuestión. Para ello solo tenemos que atender nuevamente a lo que Gustavo Bueno nos ha dicho: en el planteamiento kantiano se presenta una dualidad donde no la hay. No existe la dualidad de los dos modos de conocer de Baumgarteen: el sensible-inferior y el inteligible-superior). Solo hay un modo de conocer el mundo que nos rodea (el mundus adspectabilis). Vayamos por partes: Kant expresa esa espuria dualidad, derivada de la aceptación de las tesis de Baumgarten, en la primera de sus críticas (Crítica de la razón pura). Una dualidad que es la que, al parecer, confunde a Begoña (aunque, al referirnos a ella como “confusión”, quizá pequemos de generosos). El orden inteligible kantiano pide una fuente de conocimiento que no sea sensible (algo inadmisible para la filosofía materialista). Esa fuente de conocimiento es el sujeto trascendental. La idea de ese sujeto es la misma que había sido expresada por Descartes con su ego cogito: el sujeto que duda es el sujeto que se demuestra que existe (ergo sum). Empero, no atiende a que si dudaba era porque estaba ya presente (y esto es una petición de principio inadmisible). En el entramado de las falaces disquisiciones cartesianas comprobamos que en Descartes es reconocible un dualismo ontológico deudor del modo de ver platónico. Pero que tendría poco predicamento en el racionalismo posterior. Afirmación, esta, que debe ser matizada, antes de dar la respuesta definitiva a esta cuestión.

La ontología cartesiana expresa ese dualismo deudor del platonismo, y que diferencia el alma del cuerpo. Pero la consideración del cuerpo como una mera máquina, que no siente ni padece va a derivar en que la gnoseología de su sistema sea la primera expresión del monismo que estamos denunciando. Como hemos visto que sucede en los racionalistas mencionados, es en el alma donde se da el conocimiento (Baumgarten: gnoseologías inferior y superior; Kant: entendimiento y razón). Para Descartes es el alma la que conoce, desarrollando ese modo de conocer de dos modos diferenciados. El primero es un conocimiento sensible: “no es el ojo el que ve sino el alma a través del ojo” decía ya el platónico Galeno, y Descartes acepta este modo de conocer del alma. El segundo es el de las construcciones del entendimiento: a partir de la primera verdad indubitable, el alma “deducirá” las demás verdades. Para conseguirlo tiene la garantía de un Dios del que ya no duda de su existencia. Lo había hecho, pero ha demostrado su existencia y sus necesarias perfecciones. Estas destruirán cualquier duda previa (la demostración es circular, pero eso no le preocupó a Descartes). La gnoseología es monista porque en el cogito está incluido todo lo que puede conocerse: las ideas: deriven de un exterior del que nada se puede decir con certeza, inmediata o mediatamente, o no deriven de allí por ser innatas.

En conclusión, la fuente del conocimiento solo puede ser sensible. Así lo expresa la filosofía materialista. Solo hay un modo de conocer, en contra de lo que decía Descartes, y que luego sostuvo la tradición racionalista, empezando por Baumgarten y pasando por Kant o Hegel{11}. Esta gnoseología dualista es la que ha generado ese espejismo, denunciado por Gustavo Bueno. El espejismo que no permite ver con claridad que la gnoseología cartesiana y la de sus epígonos es tan monista, como el monismo ontológico que se consolidó a partir de lo expresado por todos estos autores idealistas, y que está presente en las nematologías que dominan la visión del mundo en la actualidad.

2. La “fenomenología del cine” de Mauricio de Begoña

Pese a que las cuestiones relativas a la estética van a tener que ser ampliamente tratadas, en este apartado, relativo a la adscripción de Begoña a la corriente doctrinal del racionalismo, debemos atenderá a lo que él mismo afirma en diferentes ocasiones en su libro: a que con él quiere expresar una “fenomenología del cine”. La idea de espíritu se explicita en el texto de Begoña, una vez que introduce la cuestión del humanismo en el cine: “Decir, pues, que el cine es un fenómeno humanístico, es decir sencillamente que el cine, como conquista técnica y como vivencia, es una manifestación humanística de nuestros tiempos (…). Lo que no cabe duda es que el humanismo del cine, prescindiendo de las particularizaciones folklóricas y lanzándose más allá de los límites ordinarios del espacio y del tiempo, ofrece particularidades que ningún otro humanismo ha poseído” (Begoña, pág. 282-283). De un modo muy similar, aunque más relamido, lo había expresado Cohen-Seat: “La cuestión acerca del cine consiste en averiguar si el mensaje cinematográfico, en lo que tiene de constante, puede lograr, crear y desenvolver elementos de vida espiritual –principios de comunidad o convivencia, valores de universalidad a los cuales se supedita esa vida– que pueden ante cada espectador, escapar del personaje, y que antes de ser del hombre, de sus sentimientos y de su mímica, pertenezca, por decirlo así, a la sustancia de la persona humana, a la esencia misma de la humanidad” (Begoña, págs. 283-284; la cita de este autor la leemos en el texto de Begoña).

Acto seguido, por lo ya sugerido, y quizá también porque, sabedor de que la aceptación de su texto habría sido nula desde el primer momento, Begoña intercala, en lo que de salvable tiene ese sistema filosófico, toda una panoplia de ideas metafísicas (belleza, espacio, tiempo, humanidad…). A nuestro juicio el resultado que consigue es inverso al esperado: tanto el aparato gnoseológico como las conclusiones finales son erróneas, en el mismo grado en que tales ideas emborronaban el discurso. Al referirse a lo que también podría conseguir el cine leemos en el texto de Begoña algo que se ajusta mucho a lo que acabamos de decir: “No está fuera de lo posible que el cine ofusque y deforme mecánicamente la realidad y subyugue las facultades perceptivas y discursivas del hombre” (Begoña, pág. 291). De manera que, mutatis mutandis, aplicamos a su filosofía el diagnóstico que él expresaba para el cine.

La corriente fenomenológica fue una de las que más predicamento ha tenido a lo largo de los últimos cien años. En la década de los cincuenta, cuando Mauricio de Begoña escribe los Elementos de Filmología, esa corriente ya había calado en el gremio de los filósofos, sobre todo en filósofos creyentes, estuviesen adscritos al teísmo o al deísmo. La fenomenología como tal corriente no es una filosofía única y genuina, pues la de Edmundo Husserl enraizaba en otras anteriores. Quizá la de mayor renombre, dado el prestigio de su autor, es la que Hegel fundó como Fenomenología del Espíritu. Begoña no se adscribe de un modo explícito a ninguna corriente fenomenológica, pero la influencia de la terminología husserliana en su “teoría del cine” es harto reconocible: “además de esa concepción genérica, de ese discurrir acerca del cine que va invadiendo de improviso los medios universitarios, hay algo que ha tenido que inducir a indagar y descubrir el verdadero y exacto concepto del cine. Y es que el cine es ya una vivencia” (Begoña, pág. 21){12}.

El programa que propone Mauricio de Begoña es –así lo denomina él mismo– una “fenomenología total del cine”. Y hace la siguiente puntualización: “hay que empezar por la observación y descripción del fenómeno cine” (Begoña, pág. 46). Pese a ello, no reconocemos su trabajo como un ensayo dependiente de la fenomenología de Husserl, que, por otra parte, no aparece mentado ni siquiera en la bibliografía. Tampoco encontramos referencia a ningún otro fenomenólogo. Eso sí, él mismo se presenta como adscrito a esa corriente, pero suponemos que por una mera cuestión de la popularidad creciente que esa filosofía idealista estaba adquiriendo. Por moda. Además, si solo tuviera en consideración en su libro el cine como vivencia, no podríamos leer otros desarrollos que están presentes en él, tal y como veremos más adelante. Es más, podemos constatar, como hemos apuntado previamente, que lo que nos presenta no es un estudio del cine desde la fenomenología sino, tal y como ya hemos referido, un análisis dependiente de su formación tomista, aunque, algo mucho más que aderezado, eso sí, por las diferentes corrientes racionalistas denunciadas en estas páginas.

Así pues, las deficiencias que tendría una metodología fenomenológica en el trabajo de Begoña quedan solventadas, en gran parte, por el sistematismo que aplica. Este modo de hacer sistemático le permite tomar, en algunos casos, distancia del mentalismo al que se ve abocado, fruto de la aceptación de filosofías a las que también quiere ajustarse. Una coordinación de filosofías que, como ya hemos adelantado, no presentan dificultad, dado que ambos son modos espiritualistas de ver el mundo. Por parte de Begoña solo serán precisas algunas concesiones. Como por ejemplo la de dejar de lado el nulo papel de Dios. Pero eso no resulta un gran problema para un escolástico, pues Francisco Suárez ya lo había expresado tres siglos antes. Sus Disputaciones metafísicas eran una filosofía desarrollada desde el hombre, o, mejor dicho, desde el hombre situado en el lugar privilegiado que antes ocupaba Dios. No en vano Suárez inaugura lo que Gustavo Bueno ha denominado como “inversión teológica”. Un cambio de perspectiva que fue fundamental para el desarrollo de la filosofía moderna.

Las posibilidades que le da este modo sistemático de enfrentar el cine procuran esa huida del mentalismo señalada. En el texto de Begoña podemos comprobar que incide en la relevancia de los materiales pertinentes en toda producción cinematográfica. Materiales que no se aprecian en el producto definitivo debido a que han sido desechados. Por ejemplo, se refiere al imprescindible guion, una realidad material previa a su puesta en escena; también es preciso, en algunas ocasiones un guion gráfico (storyboard) del que se sirven los realizadores –al menos muchos de ellos– antes de ponerse a la tarea de filmar; la búsqueda y concreción de escenarios; la maquinaria implicada en la producción; &c.

Begoña reconoce explícitamente que, para su investigación, el método escolástico va a estar presente constantemente, pues solo así puede “cribar” ese amplio y complicado campo de estudio que es el cine. Esta criba, esta separación, le permitirá reconocer –siguiendo un método inductivo que introduce apelando al mismo Santo Tomás– los conceptos referidos a los hechos y cosas que integran el cine. De manera que concretará los conceptos (así lo expresaríamos nosotros) que aparecen definidos en esta tecnología. Luego, siguiendo su discurso, tendrá en consideración las ideas: “análisis de los pensamientos, ideas y sugerencias que se hayan suscitado sobre el cine, con el mismo fin de selección racional y progresiva” (Begoña, pág. 23). Por ello es por lo que opinamos que la influencia de la moda fenomenológica es en su libro meramente decorativa, lo que contrasta con lo que él mismo hace explícito de modo inapelable, que es su adscripción a la escolástica. Lo comprobamos al atender a lo que nos dice en este mismo contexto, pues tras incidir en la metodología inductiva, dice que vendrá la deducción como “formulación de los principios de una filosofía o de un sistema filosófico definido y recibido, que para nosotros será el aristotélico-escolástico, como norma habitual y directiva” (Begoña, pág. 23). De manera que la propia metodología le sitúa en el segundo momento presente en su trabajo, y que denomina como el de la elaboración de una “metafísica del cine”. Esta “elaboración” le permitirá, más adelante, expresar qué es la “esencia del cine” (esa búsqueda fue presentada como programa al principio de su trabajo). Pero hay otras cuestiones importantes que también tiene muy en cuenta, como son las relativas a la psicología, la sociología, la pedagogía, la ética, la lingüística… todas ellas del cine. Esto hace que antes de retomar lo que en este epígrafe ha quedado sin concluir, nada menos que lo que supone la estética en la filosofía moderna y la idea de belleza asociada a ella, vamos a hacer mención de algunas de las cuestiones mencionadas, y que vamos a agrupar en el siguiente epígrafe.

El cine como instrumento de educación de masas

Al principio de este artículo hemos incidido en la estrategia llevada a cabo por la UNESCO con relación al cine y su potencial educador. Uno de sus primeros cometidos fue la promoción de esa nueva disciplina universitaria, que se denominó Filmología, en la Europa de la posguerra. Se había comprobado que el cine era el gran instrumento para la educación de las masas. Y era preciso mostrar, en las pantallas de todas las salas, la superioridad moral –aparte de otros importantes beneficios– de una organización política reluctante a la del socialismo, que se había hecho con el control político de la Europa oriental. Begoña fue “el hombre de la UNESCO” encargado de llevar a cabo este proyecto en territorio español.

Resulta interesante atender a las justificaciones esgrimidas por Begoña, de cara a definir las bondades y potencialidades del cine, y para trasmitirlas a los que se están formando, a nivel universitario, en esta disciplina. Begoña nos ofrece una interesante lectura de lo que el cine tenía de relevante, para otros especialistas universitarios. Incide en que el cine es objeto de estudio para pedagogos, psicólogos, sociólogos, y que también es de gran interés para los estudiosos de las ciencias morales y políticas. Por otro lado, el cine interesa, por motivos diferentes a los anteriores, a muchos especialistas de diferentes técnicas, además de a todo el elenco de artistas, que ven en él un nuevo campo de acción: “El cine es el hecho más polifacético en el mundo de la representación. Apenas se encontrará disciplina científica, artística o técnica que no encuentre en el cine su campo y su medio” (Begoña, pág. 209).

Pero es preciso ir paso a paso en relación a lo que Begoña nos propone. Respecto de la psicología incide en que incluso es posible hablar de “psicología cinematográfica”. Esta nueva rama de la psicología estudiaría “la relaciones del cine con la vida humana fisiológica, racional y espiritual. Cuantas manifestaciones de esta vida humana pueden ser y de hecho sean afectadas por el cine, constituyen temas de estudio de la psicología del cine” (Begoña, págs. 232-233). A este respecto tiene en cuenta los desarrollos de la nueva metodología terapéutica que estaba triunfando en todo el mundo. Nos referimos al Psicoanálisis. Y no solo en ese aspecto, el terapéutico, sino en lo concerniente a las especulaciones sobre el funcionamiento de lo que Freud denominaba “sistema anímico”. Además de las teorías que sobre el origen de la religión y de la moral se aventuró a hacer públicas en sus escritos. El Psicoanálisis era el corpus psicológico más en boga en los años cincuenta. Algunas de sus conceptualizaciones quedaron impresas en el acervo lingüístico, de manera tan fuerte que será difícil que lo abandonen: “La imagen fílmica habla muy directamente a nuestro inconsciente y provoca en él una resonancia. He ahí la razón del parecido de estas imágenes, tales como las vivimos, con su carácter de realidad, pero de una realidad destacada de nosotros y evolucionando sobre otro plano con las fantasías inconscientes. Tal resonancia es la que justifica las recientes tentativas hechas en América de utilizar sistemáticamente las situaciones cinematográficas para explorar y “catarsizar” los complejos y los conflictos de los nervios” (Begoña, págs. 233-234).

Atendiendo ahora a la pedagogía, Begoña hace una defensa de las capacidades del cine en este terreno frente a los críticos que ven este como fomento de la pereza, o incluso de ciertas perversiones. Según su criterio el cine tiene más ventajas que inconvenientes: “en primer lugar, porque no excluye la actividad reflexiva, ulterior y reiterada sobre las imágenes y sentimientos tan intensamente provocados por el cine. En segundo lugar, porque el mínimo esfuerzo es confortable, agradable al ánimo del espectador, suscitando su simpatía e interés por el relato cinematográfico. Ahora bien, simpatía e interés son el mejor clima pedagógico. Producen la afición y la afección. Y en tercer lugar, porque ese mismo obrar del cine de una manera directa e inmediata sobre el subconsciente, en los casos en que lo hace sin reflexión, es en realidad una obra educativa, como lo son a lo largo de toda la vida, pero singularmente en la infancia, las impresiones, imágenes y emociones que se incorporan a nuestra psique” (Begoña, pág. 219).

Begoña tiene en consideración el cine como educación de las masas. Equipara el cine con los libros. Uno y otro son instrumentos de formación, el libro desde hace más de cuatro siglos, el cine solo medio (en el momento que escribe). Pero se decanta por la mayor potencia que encuentra en este último: el cine es “un medio de formación superior al libro. Su aparición solo puede compararse, superándolo, al hecho de la invención de la imprenta” (Begoña, pág. 227). De un modo u otro está justificando las razones del recientemente consolidado –tras la II Guerra Mundial– bloque occidental, para instrumentalizar el cine como medio de educación de masas. La nueva disciplina filmológica tenía ese cometido.

El cine, en su opinión, es un indicador de las situaciones por las que pasan las distintas sociedades. Lo considera un moderno instrumento de confesión, de psicoanálisis, aunque en este caso las metodologías no serían individuales, sino sociales: “una catarsis casi automática de la sociedad pudiendo decirse en este sentido: tal sociedad, tal film; o mejor: tal film, tal sociedad” (Begoña, pág. 252){13}. Con todo, la filmología no puede confundirse con la sociología, pues esta última estudiaría el grado en que los individuos pueden transformarse en situaciones de sociabilidad propiciadas, en este caso, por el cine. El cine fomenta nuevos puntos de vista en los temas que trata, formando y transformando las opiniones del público y, de modo indirecto, el modus vivendi de la colectividad. La filmología tendría por tanto una tarea añadida: “el determinar cómo estos hechos pueden ser controlados y dirigidos, por el Estado, por la comunidad o por cualquier otro poder para lograr el objetivo auténtico de la misión del arte” (Begoña, pág. 255).

Begoña afirma que la misión del arte –incidiendo sobre todo en el cine– no es solo la estética, sino también esta otra que busca beneficios sociales. El público del cine es marcadamente diferente del público al que interesan las demás artes, algo que se demuestra, según señala, cuando se observa que todos los estratos sociales están interesados en él. De ahí es de donde deriva, según señala, su potencia para transformar la sociedad: “El secreto del éxito de los mejores directores se basa en su capacidad de ir, de algún modo, delante de las imágenes colectivas, de crear tipos humanos, objetos y situaciones que, gracias al mecanismo de identificación, facilita la adhesión del público a la imagen del film” (Begoña, pág. 259).

1. Moral cristiana y cine

Las cuestiones morales y éticas están presentes en esta instrumentalización que se quiere hacer del cine hace del cine. Begoña le dedica dos capítulos, titulando ambos de tal manera que uno hace referencia a la moral y el otro de la ética. En ellos, pese a esta segregación, no encontramos una base sólida que permita separar un discurso del otro. Es más, tal y como trata los dos asuntos, nos vienen ecos de otra distinción, la que muy poco antes había hecho famosa José Luis López Aranguren, en obras como El protestantismo y la moral de 1954, y la posterior Ética, publicada siendo ya catedrático de moral en la Universidad Complutense. La tesis de Aranguren, que aparece reflejada en el texto de Begoña, es que la ética es la reflexión de la moral. La segunda sería por tanto la norma, y la ética las “reflexiones” desarrolladas a partir de lo que implica el cumplimiento, o no, de esas normas. La crítica a este modo de ver la cuestión ha sido realizada por Gustavo Bueno{14}. Señalando, a grandes rasgos aquí, que moral y ética son muy diferentes: la moral siempre está expresada como una norma grupal, con intereses enfrentados a los de otros grupos: no tiene las mismas normas un terrorista de ETA que un ciudadano de a pie, que haya podido aprobar una oposición para entrar en la Administración del Estado, o cualquier otro español que no comparta el ideario de los terroristas; la ética está muy alejada de esos intereses grupales. La ética es una norma dirigida a mantenerse vivo uno mismo, y mantener vivos a los que pueden depender de ese uno, en las diferentes circunstancias que puedan darse: por ser padre de familia, por ser médico, por ser policía, &c.

La adscripción de Begoña a la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos, se deja notar en estas páginas de su libro. La conciencia comunitaria de la Iglesia católica, siguiendo las directrices de la jerarquía, expresaba las necesidades de ajustar la realización de todo filme a las normas morales expresadas desde siempre por el código católico. Esta necesidad la había expresado, en 1936, el papa Pío XI en su encíclica Vigilanti cura. Pero, pese a las directrices marcadas por este programa, la marea del racionalismo era imparable y estaba anegando la doctrina católica de un modo que no tenía remisión (esta tendencia, que venía de lejos, es lo que un papa anterior, san Pío X, había denominado “modernismo”).

Como estamos comprobando, el modo de ver individualista y racionalista paulatinamente iba penetrándolo todo. Para ejemplificar cómo sucedía esto, podemos seguir atendiendo al texto de Begoña. A partir de su lectura podemos darnos cuenta de ese colonialismo ideológico que estaba sufriendo la comunidad católica, al cual, la gran mayoría, había ya sucumbido, pues había dejado de reaccionar ente él. Uno de los síntomas más conspicuos, al menos para nuestros intereses, era la devaluación, o incluso el abandono, de la filosofía escolástica, y la adopción de los puntos de vista de la “nueva” filosofía. Este síntoma es el que se patentiza, de modo recurrente, en el texto de Begoña, solo con atender a la relevancia que da a los sentimientos, en ese sentido introducido por Tetens{15} y asumido por la filosofía de Kant, y que es el emblema del individualismo de protestantes y modernistas católicos: “El arte es siempre educador en cuanto que con la religiosidad que manifiesta, a través del sentimiento, purifica pasiones y sentimientos particulares, hace comunes las ideas y es el único procedimiento que emplaza el drama de la vida en lo absoluto, en lo eterno, en el misterio que en él distinguimos brillar” (Begoña, pág. 300).

Sin embargo, Begoña reconoce la multiplicidad de códigos morales implicados por las posiciones protestantes, denunciando algunas de ellas, de las que trata de prevenir a los lectores para que tomen distancia de las más radicales. De todas las que reconoce perniciosas, sobre todo señala a los moralismos exagerados, como es el caso del de los cuáqueros. Y llama a que el cine lo expulse de sus contenidos. También, frente a lo que sucede con el papa Pío XI, toma una prudente distancia con algunos católicos, como Monseñor John Cantwell, el fundador de la denominada “Liga Nacional de la Decencia”{16}. Begoña no estaba de acuerdo con las afirmaciones de este, pues había llegado a decir que el cine, sin hacer ningún tipo de distingo, era totalmente pernicioso, dados los derroteros por los que transitaba el hecho en Hollywood. No opina igual que Monseñor Cantwell respecto de la procedencia de los males morales. Estos no vienen del cine –de su condición esencial, según sus palabras– sino de ciertos usos arbitrarios que se hacen de él. Todo el cine no es inmoral, tal y como se podía derivar de las afirmaciones de Cantwell, solo son inmorales algunos hombres: “Lo que en este concepto sea propicio a lo moral o religioso y a lo inmoral o irreligioso, será lo único que filmológicamente podemos atribuir al cine en el terreno ético. Todo lo demás serán incidencias de una utilización humana abusiva, perniciosa, meramente externa que no afectará a la verdadera esencia del cine” (Begoña, pág. 305).

Afirma también que, en comparación con otras formas artísticas, el cine es una suerte de ocio que procura beneficios, aunque con matices. Para la contemplación de obras pictóricas o escultóricas, también musicales, es preciso que el público haga un esfuerzo (así lo afirma; suponemos que para comprender y gozar de la belleza de la que, de acuerdo con la nematología que profesa, dice que participan), mientras que en la contemplación de las obras cinematográficas es preciso relajarse solamente. Algo que sin embargo puede derivar en consecuencias no deseables. Ese estado de relajación en que se sitúa el público que ve una película puede derivar en algo muy preocupante, que hay que tener muy en cuenta: “el espectador que contemplaba un asesinato o la sugerencia de un adulterio frecuentemente no tiene advertencia a lo honesto e inhonesto; o sea: está convirtiéndose en un ser amoral” (Begoña, pág. 305). Estas cuestiones son las que justifican la necesidad señalada y que incide en que siempre será preciso ajustar la realización de los filmes a las normas morales católicas, las que había expresado Pío XI en la encíclica citada. Como vemos, la posición de Begoña es ambigua respecto de lo señalado por el pontífice. Lo que ahora asume quiere contrarrestar la posición enfrentada respecto del apoyo del papa a Cantwell.

Como era de esperar el cine hecho en Hollywood nunca se ajustó a la norma expresada en esa Encíclica, sobre todo pensando en el papel limitado de los católicos en Estados Unidos, y menos en Hollywood, de claro dominio judaizante, que se abrió mucho más a los intereses de las grandes fortunas, la inmensa mayoría de ellas de religión protestante. Por este motivo, la moral imperante en la mayoría de las producciones fue la expresada por la multitud de iglesias protestantes que proliferaron en el Nuevo Mundo. Aunque podríamos reconocer una suerte de normas generales que, aceptadas por la mayoría de estas iglesias, serían las que estarían presentes en las películas allí realizadas. El individualismo protestante es una constante en los filmes que se han estrenado y que se estrenan. La moral del éxito de raíz calvinista también está presente en gran cantidad de filmes. Luis Carlos Martín Jiménez ha tratado estas cuestiones, rastreando estas nematologías, sobre todo en el cine infantil realizado en Estados Unidos:

La ideología protestante cartesiana o kantiana, el fondo del individuo que se “hace a sí mismo”, el modelo de vida norte-americano aparece de modo “puro” en el cine infantil (un “American way of life” en el que Walt Disney parecía creer firmemente). (Martín Jiménez, 2016).

Por eso concluimos que las normas cristianas están presentes, a cara descubierta, en el cine norteamericano (no vamos a tener en cuenta el realizado en Europa ni en ningún otro lugar). Las normas que han desaparecido, casi sin dejar rastro, son las del cristianismo católico. Es más, si estas se dejan ver en las pantallas es para menospreciarlas, por su falta de heterodoxia y de comprensión con la libertad individual. Como podemos comprobar, las críticas al catolicismo han cambiado muy poco en los últimos quinientos años. Lo que se ha transformado es el modo de transmisión.

La cuestión del “lenguaje cinematográfico”{17}

Aunque hemos cambiado de epígrafe, las cuestiones tratadas en el anterior siguen presentes en este, y veremos que más adelante lo seguirán estando. La ontología del sistematismo escolástico penetra la propuesta que, Mauricio de Begoña desarrolla, para presentarnos la cuestión cardinal de su obra: la que trata sobre la esencia del cine, y que está implicada en la respuesta a la pregunta: ¿qué es el cine?

Comenzaremos por atender al texto de Begoña. Allí podemos comprobar que él también es partidario de estas opiniones: “Los artistas y los intérpretes son, además de los vocablos articulados por el director, la prosodia y la sintaxis vivas del poema cinematográfico, que la causa-agente-director realiza” (Begoña, pág. 139). Que el cine es un lenguaje está aquí expresado mediante una metáfora que lo equipara a un poema. Un lenguaje cuyo instrumento técnico por antonomasia es la cámara cinematográfica, que “por su mecánica escrupulosa, por la agudeza e imparcialidad de sus ojos, por su poder para captar como en un espejo fidelísimo las imágenes y fijarlas mágicamente, es el instrumento técnico del lenguaje del cine” (Begoña, pág. 166).

La instrumentalización que del trabajo de los actores hace el realizador es ejemplificada por Begoña al atender a la famosa experiencia filmada por el cineasta soviético Lev Kuleshov. Era una regla común a los cineastas soviéticos devaluar el protagonismo individual en pro del grupal (por cuestión inherente a su ideología, el protagonismo debía ser de la clase social, aunque, de un modo más estricto, de la clase obrera). Esa fue la causa de que el cine realizado en sus fronteras contribuyera a que la labor actoral fuera devaluada tanto en lo técnico y laboral, como en lo teórico y lo ideológico.

La experiencia de Kuleshov era que la misma cara de un actor sugería al público diferentes lecturas, según fuera insertada en el plano fijo del rostro, un plato de sopa, el cadáver de un niño o una atractiva señora. Aunque el rostro del actor, en este caso el de Iván Mozzhujin, se mostraba inexpresivo, tras el visionado de cada uno de los planos, se daban a entender distintas emociones: tras mostrar el plato de comida caliente, que parecía tener apetito; después de ver al niño llorando, el rostro del actor parecía apenado; por último, tras mostrar a la joven señora, el rostro también parecía distinto, pues el público creía ver, dibujados en él, los rasgos que expresan el deseo. Begoña da razones del experimento mediante el recurso al lenguaje cinematográfico: “El resultado no indica el poco valor de la expresividad del intérprete, sino la eficacia de la disposición psicológica del espectador, que, en virtud de una suerte de inercia perceptiva, como ocurre en los demás lenguajes, construye las frases y se hace su sintaxis sin atender del todo a la prosodia” (Begoña, pág. 147).

No vamos a mostrarnos aquí en total desacuerdo con Begoña. El cine, en sus orígenes (nos referimos al cine en su periodo de “cine mudo”), sí puede tenerse en cuenta como un tipo de lenguaje. El problema es seguir considerándolo como tal una vez que se introduce el sonido en la filmación. O sea, una vez que nace el cine sonoro. En este nuevo formato, tan distinto, hablar de “lenguaje cinematográfico” es hacerlo mediante el uso de una metáfora muy desafortunada que, lejos de permitir hacernos entender qué es el cine, consigue todo lo contrario. El mismo Bueno adelantó lo que estamos diciendo en una de sus comparecencias del año 2007 en el Conservatorio de música de Oviedo (reproducimos a partir de aquí sus afirmaciones): señalar al cine como lenguaje es una metáfora engañosa y errónea, y que, en todo caso, se podía hablar de lenguaje cinematográfico cuando se trata del cine mudo.

Begoña es de los que consideraban que la introducción del sonido en el cine –y ya había pasado una treintena de años– fue en detrimento de su esencia y de su modo de ser arte. Pero en esa opinión se situaban, además de él, muchos más. Begoña cree que es inversamente proporcional el uso de la técnica en el cine y la expresión artística del mismo, ya que los medios expresivos más cinematográficos, por parte del actor, han sido sustituidos por el uso de la palabra: “En su origen el sonoro no tuvo mayores pretensiones: dotar de palabra al actor y sustituir el primitivo acompañamiento musical de la película en la salas. Así se ha llegado a la “superficialización creativa del film”, al confusionismo de la esencia visiva del cine que trasciende a sabor teatral, al hibridismo del cine con el concierto sinfónico, la opereta y la revista” (Begoña, pág. 182).

También podemos añadir algo importante en su momento, pero que el paso del tiempo y los desarrollos posteriores del medio hicieron olvidarlo. La introducción de la palabra en el cine fue en detrimento de cierta faceta de “universalidad” que tenía cuando era mudo. El éxito que el cine tuvo en la costa este de los Estados Unidos, a principios del siglo XX, era debido precisamente a que podía ser comprendido por todos los que acudían a las salas, cualquiera que fuera su lengua originaria. La mayor parte del público eran inmigrantes, recién llegados, que no hablaban todavía la lengua del imperio. Pero el repunte del cine mudo que todos aquellos esperaban nunca se dio. La expresión visual del mudo tuvo su techo de público. Un techo sobrepasado con creces por el cine sonoro, aunque dejara, con el paso de los años, de ser visionado en las salas multitudinarias, las que se construyeron ante el efecto llamada que provocó poder oír a los actores. Pese a ese abandono, el público siempre ha ido aumentando, ya que cada vez es más visto en pantallas individuales de uso doméstico.

Pero, tal y como hemos adelantado, hablar de cine como un lenguaje no es acertado. No lo es si nos referimos al cine sonoro que se consolidó en los años treinta del siglo pasado. El problema con Begoña es que pensaba lo mismo respecto del sonoro, y en esto no podemos estar de acuerdo. Así comienza el capítulo de su libro que dedica a demostrarlo: “Que el cine es un lenguaje, es una de las afirmaciones más inmediatas para la Filmología y, lo que es más importante, con más fundamento científico. Los conceptos de signo, de representación, de ritmo y movimiento de la frase, responden exactamente a la naturaleza inmediata del cine como imagen en movimiento, juego de la fantasía y medio de transmitir y difundir imágenes, ideas, sentimientos; finalidades todas del lenguaje (…) El cine es un lenguaje en cuanto que es “conjunto de señales que dan a entender una cosa”” (Begoña, pág. 264). Para él, la metáfora literaria trae luz a lo que es el cine porque es posible hablar de analogías, de sintaxis, de prosodia, de ortografía. La ortografía tendría unas marcadas separaciones mediante los fundidos: de apertura, que para Mauricio de Begoña serían las mayúsculas; el punto final que sería el fundido que da cierre a la película; incluso llega a decir que reconoce los puntos suspensivos, pues pueden entenderse al modo de los fundidos encadenados. Pero todas y cada una de las similitudes que cree encontrar del cine con el lenguaje cercenan la posibilidad de dar respuesta a la pregunta sustantiva.

Pese a que Begoña haya apostado por el cine mudo como cine por antonomasia, nos resulta chocante que todo lo que dice respecto del cine como lenguaje, lo aplique en la misma medida al cine sonoro. Según podemos leer, en las páginas en las que está preparando sus respuestas definitivas, el cine sonoro es el que con más potencia pasó de ser un instrumento, para registrar lo que tenía ante la cámara, a conformarse como medio narrativo: “Para que el cine resultase un lenguaje ha tenido que convertirse en una narración” (Begoña, pág. 272). Y así, el director de cine emplea una gramática cuando hace su trabajo. Una gramática que es “la base técnica de su lenguaje expresivo” (Begoña, pág. 265). Y le sigue sacando partido a la metáfora, paralelamente al oscurecimiento que acompaña a la explicación, cuando afirma que hay lenguaje de actos, de gestos, lenguaje de los decorados y circunstancias, lenguaje de los símbolos: “Asimismo literariamente podemos hablar del estilo, de la redacción, de la lírica, de la épica, de la oratoria, de los géneros literarios del cine” (Begoña, pág. 265). Asegura incluso que los planos y las secuencias fílmicas son partes del discurso cinematográfico. Incluso cuando incide en el montaje se refiere a él como un proceso sintáctico. ¿Ha conseguido contestar con todo ello a la pregunta por el qué del cine? ¿Cabe mayor emborronamiento?

A estos respectos solo podemos estar de acuerdo con él, cuando muestra una seria oposición ante los planteamientos monistas que penetraban el modo de ver de algunos críticos y cineastas. Coincidimos en la crítica y en el diagnóstico. Begoña pone en su sitio el monismo que se había hecho fuerte durante el siglo XIX: “no se puede admitir, como insinúa Caveing, la afirmación de que en el cine “la significación y la cosa significada son una misma cosa”: que es significativo por sí mismo, es decir inmediatamente. El cine, como lenguaje, claro que es significativo; pero nunca se identifica con la cosa significada, más que en un sistema filosófico idealista hegeliano. Esto no en virtud de la naturaleza del cine, sino de las premisas de una filosofía dada. El cine no se identifica con la cosa significada o sugerida, igual que jamás música, pintura, verso o lenguaje se identifican con el contenido de su expresión” (Begoña, pág. 273). Lo que no aceptamos es que, su oposición ante ese monismo, es la de aceptar en su lugar una suerte de dualismo epistemológico. Un dualismo dependiente de lo que Ferdinand de Saussure había dejado dicho unas décadas antes. En los términos en que este último habla de la lengua, Begoña lo hace del cine. Tal y como hemos podido leer, desde el punto de vista de su organización interna, el cine solo sería un sistema de signos. Algo inadmisible.

Desde las coordenadas del materialismo filosófico, también contrarrestamos la desafortunada metáfora del cine como lenguaje, al no aceptar la univocidad con que Begoña trata al lenguaje. Cuando se dice “lenguaje” no se está diciendo una sola cosa, sino diversas. La cuestión podrá comenzar a aclararse si tenemos en cuenta que “lenguaje” es una idea y no un concepto claro y distinto que pueda tener el mismo significado cuando las referencias señaladas son tan diferentes{18}. De manera que el cine no puede expresarse como “uno”, como un leguaje que articula cualquier realidad que, la mera acepción a su lenguaje, permita su definición. Como si, por el mero hecho de saber qué es el lenguaje, pudiéramos saber ya que es el cine. Lo mismo que sucede con otras realidades que son expresadas como lenguajes. Lenguaje es un concepto equívoco, hay una “pluralidad” de lenguajes, de manera que será preciso, para hablar adjetivamente de cada uno de ellos, clarificar sus diferentes expresiones. En el caso que nos ocupa, con “lenguaje cinematográfico” se expresa una metáfora que, lejos de clarificar qué sea, lo que consigue es todo lo contrario.

Con todo, la idea de lenguaje es, como ya hemos apuntado con antelación, susceptible de ser aplicada a alguna de las expresiones cinematográficas. Concretamente al cine mudo (el lenguaje del cine mudo es como el lenguaje de los mudos, un lenguaje de signos que no son lingüísticos sino que se hacen mediante gestos, expresiones faciales y también corporales. Los sonidos no se dan, pero sin embargo sí hay comunicación). Y también, algún modo de entender “lenguaje” se hace presente en el cine, pues los actores hablan, en diferentes idiomas según sea el origen del filme o la trama del mismo, que puede poner ante el espectador diferentes individuos de diferentes nacionalidades. O pueden aparecer en pantalla mensajes escritos. Pero todo ello no permite una univocidad como la referida por Begoña.

Crítica a la “gnoseología” de Mauricio de Begoña

No es de extrañar que un escolástico, como Mauricio de Begoña, aproveche un término filosófico como el de “gnoseología” al tratar las cuestiones que tienen que ver con el conocimiento. Cuando se refiere a ella, lo hace de un modo deudor del aristotelismo implicado en la tradición, pero de un modo que no le permite marcar diferencia alguna con lo que la filosofía racionalista denomina epistemología. Para aclarar la cuestión es preciso incidir en que la relación epistemológica sujeto-objeto se apoya en unos postulados implícitos que no se dan, la epistemología pide una realidad definida, pletórica de esencias estáticas. Pero el “mundo” no es esa realidad “perfecta” que pueda ser conocida por un sujeto, las esencias que aparecen ante los sentidos son todas ellas procesuales, no estáticas, y por lo mismo de cambiante definición. También el sujeto está cambiando constantemente, y su modo de conocer. Las ciencias, paralelamente, están contribuyendo a los procesos de constitución de esos objetos del mundo y de su estructura, y lo hacen de un modo progresivo geométrico, por mor de su rápida evolución. Solo unas cuantas de esas esencias, consideradas en algunas ciencias de las que denominamos “cerradas”, se pueden adecuar, haciendo muchas concesiones por nuestra parte, a esa relación epistemológica{19}. Pero esta aceptación en ningún caso puede ampliarse a todo el conocimiento. El campo de la gnoseología se organiza en relación a esas esencias procesuales en transformación, por lo que girará en torno a la distinción forma/materia, entendidas estas, no del modo sustancialista que las ha tratado la tradición aristotélico-tomista, y el idealismo en general, incluido el hegemónico actual, sino del modo actualista en el que las expresa el materialismo filosófico.

Al leer el texto de Begoña podemos comprobar que, lejos de referirse a lo que el materialismo filosófico señala como gnoseología, se refiere a la conexión sujeto-objeto de la epistemología: “No se trata aquí del cine como fuente de conocimientos o como medio pedagógico, sino de la función característica del cine como instrumento mental de conocimiento de la realidad. La imagen cinematográfica con sus condiciones discriminativas, colabora con las imágenes sensoriales hasta ahora conocidas para que el espíritu humano capte la realidad y tenga acceso a la naturaleza de las cosas”. (Begoña, pág. 291)

1. Cuando la gnoseología se transformó en epistemología

En el apartado titulado De la escolástica al idealismo alemán hemos dado cumplida cuenta de la relación entre gnoseología y estética, y de los avatares sufridos por esta segunda idea, desde que Baumgarten la introdujera como “gnoseología inferior”. La gnoseología, para este autor, hacía referencia al hombre como compuesto: la inferior se relaciona con el cuerpo y la superior con el alma. Como recurrentemente hemos señalado, el pluralismo que caracteriza nuestro sistema es reluctante a ese dualismo. No hay un alma, no existe un entendimiento que esté separado, y que pudiera conocer, al margen de los sentidos.

La distinción entre sentidos y razonamiento –que supone la posibilidad de un entendimiento separado, sin que se dé un previo relacionarse de la sensibilidad con los fenómenos– es inviable. La adscripción de esta teoría es muy antigua, se remonta a Santo Tomás, cuando afirmaba que nihil est in intellectu, quod prius non fuerit in sensu (nada hay en el entendimiento que antes no hubiera estado en los sentidos). Descartes retoma esta aseveración, casi al pie de la letra, en sus Meditaciones metafísicas. Cuando leemos este texto entendemos que no se puede pensar al margen de los sentidos, ya que, si esto no fuera así, el relato fabuloso que es principio de su filosofía no podría darse. La sustancia pensante separada, que es su cogito, de nada podría dudar y, debido a ello, tampoco podría saber de su existencia. Como hemos podido comprobar, al principio de este capítulo, este modo de ver es el que reconocemos en el texto de Begoña, cuando habla de una gnoseología del cine. La deuda con los planteamientos de Santo Tomás y Descartes es patente. Deuda que se multiplica y diversifica cuando comprobamos también, y de ello ya hemos dado cuenta en capítulos anteriores, que sus argumentos armonizan con la filosofía inaugurada por Kant. La concepción kantiana de las ideas trascendentales del espacio y del tiempo la reconocemos asumida en los argumentos que da de un modo definitivo, para responder a qué es el cine: “No es exacto decir que el cinematógrafo logra la creación de un espacio y de un tiempo puramente ideales, si no se añade que este espacio y este tiempo ideales no son otra cosa que la determinación conceptual, originariamente abstracta, del espacio y del tiempo “reales” en la cual se expresa en forma concreta y cinematográficamente lograda la dinamicidad” (Begoña, págs. 365-366).

Pero su adscripción al kantismo ya estaba previamente expresada, cuando se refiere a los fenómenos, entendemos que estos son los descritos en la Critica de la Razón Pura. Eso sí, con ciertas matizaciones, pues también reconocemos la influencia de la fenomenología, sobre todo de la de Edmund Husserl, aunque como ya hemos señalado, no aparezca citado en ningún momento. Sin embargo, debemos denunciar que la construcción que, en base a estos autores, leemos en el texto de Begoña, lejos de clarificar lo que sea el cine, lo emborrona de tal manera que la tarea que nos hemos propuesto se nos presenta como un volver a empezar en cada uno de los puntos en que retomamos su discurso.

Lo que acabamos de decir nos permite hacer una lectura definitiva de las palabras de Begoña citadas al principio de este epígrafe, en las que leíamos lo que eél entiende por “gnoseología del cine”. Comenzaba la cita poniendo ante nosotros la funcionalidad del cine respecto de lo que se pueda conocer: el cine es un “instrumento mental de conocimiento de la realidad” (Begoña, pág. 291). Y si seguimos leyendo, comprobamos que, el cine –cualquier filme realizado– es tratado tal y como lo haría la fenomenología, pero arrastrando todo el poso que la filosofía idealista, de todos los tiempos, ha ido articulando, y que se ha consolidado en este caso como el modo de conocer de la epistemología: “la imagen cinematográfica con sus condiciones discriminativas, colabora con las imágenes sensoriales hasta ahora conocidas para que el espíritu humano capte la realidad y tenga acceso a la naturaleza de las cosas”. (Begoña, pág. 291). Modo de conocer que el materialismo filosófico rechaza.

En lo que acabamos de decir, hay una cuestión que debe ser clarificada, pues nuestro discurso puede incluso haberla oscurecido. Al principio de nuestro escrito comenzamos diferenciando las adscripciones filosóficas de Begoña. Por un lado el tomismo, y por otro el racionalismo. Este modo de presentarlo marcaba diferencias entre una y otra, y dimos argumentos allí para ello. Sin embargo, al tratar ahora de ellas las hemos ecualizado, incorporando ambas tradiciones al idealismo. Pues bien, debemos volver a hacer hincapié en que la tradición tomista, en la que hemos adscrito a Begoña, tiene importantes diferencias con el racionalismo moderno, y en el siguiente epígrafe atenderemos a ellas. Lo comprobaremos cuando tratemos la cuestión del monismo, al que aboca la filosofía moderna y que es rechazado por la teología dogmática. Sin embargo, ahora debemos incidir en lo que no separa a una tradición de otra. El mismo Begoña, cuando pone el cine como instrumento de conocimiento, no hace hincapié en diferencias que pudieran hallarse entre la tradición escolástica y el racionalismo triunfante. Sin grandes dificultades asimila la tradición, en que se ha formado, a la nueva filosofía. Se expresa como tomista y, a la vez, asume la metafísica cartesiana. Un modo de ver, el de Descartes que tal y como hemos comprobado, es paso previo para la descripción de los fenómenos que hace Kant y que desarrolla la posterior fenomenología (tampoco queremos decir que no haya diferencias entre las propuestas del racionalismo cartesiano y las del idealismo kantiano, que las hay, pero señalarlas excede lo que aquí nos interesa).

La armonía que Begoña presenta en su escrito entre las dos tradiciones no nos ha de extrañar, por la sencilla razón de que Gustavo Bueno ya la había sacado a la luz en su artículo Confrontación de doce tesis características del sistema del Idealismo trascendental con las correspondientes tesis del Materialismo filosófico. En este texto, publicado en el número 35 de la revista El Basilisco, asegura que no se da separación entre el tomismo y la filosofía kantiana, que una y otra no son tan distintas. Bueno, al confrontar las tesis de Kant, confronta a la vez las ideas aristotélico-tomistas implicadas en esas tesis:

La tradición escolástica otorgó un régimen muy ambiguo a las formas. Unas veces éstas (se) concebían como inseparables de la materia, otras veces como separables en alguna circunstancia (las de la “sustancia espiritual incompleta”), durante el intervalo que transcurre entre la muerte de los cuerpos humanos y la resurrección de la carne (si bien como “cuerpo glorioso”). O, por último, las formas se concebían como separadas intrínsecamente de la materia (en las “sustancias espirituales completas”, que ocuparán un lugar central en la tradición musulmana). Todo esto favoreció, de hecho, la utilización de los conceptos de forma y de materia como momentos disociables que Kant identificó con el espacio vacío y con el tiempo vacío (en cuanto “condiciones a priori trascendentales de la sensibilidad misma”). Y es precisamente su formalidad (su segregación de toda materia empírica) lo que constituye su carácter a priori trascendental. (Bueno, “Confrontación de doce tesis características del sistema del Idealismo trascendental…”, El Basilisco 35, 2004, Pentalfa, Oviedo, pág. 22).

Lo que acabamos de citar es un fragmento de la tercera tesis kantiana que considera Bueno en el artículo. La destrucción de las ideas de Kant, y paralelamente de las que derivan de Aristóteles, pueden leerse un poco más adelante, en esa misma tesis. Pero también cuando desarrolla la quinta. Los argumentos de Bueno, expresados en estas dos tesis (los presentamos secuencialmente), son estos:

Ni el espacio o el tiempo, ni las categorías ni las Ideas son formas puras. Van ligadas a unos materiales muy precisos. (Bueno, Confrontación de doce tesis características del sistema del Idealismo trascendental…, pág. 23). (…)

El tiempo pertenecerá, a lo sumo, a la coordinación de todas las líneas temporales individuales, y esta coordinación ya no sería objeto de la intuición, sino, otra vez, del entendimiento (...) Ni tampoco el espacio tridimensional (y mucho menos, los n-dimensionales) es una forma a priori de la intuición externa. El espacio tridimensional es una construcción lógica cultural, históricamente realizada, basada en las transformaciones entre objetos, que van haciéndose cada vez más complejos, en animales y en hombres, si nos atenemos a los resultados de la etología evolutiva y de la epistemología genética. El espacio absoluto no es una intuición a priori trascendental de la sensibilidad: es una construcción lógica y física matemática. Y los hombres, dotados de su espacio tridimensional, se elevarán sobre los animales, no ya psicológicamente cuanto históricamente, en virtud de su cultura objetiva característica. (Bueno, Confrontación de doce tesis características del sistema del Idealismo trascendental…, pág. 28).

Resumiendo lo dicho hasta ahora: el materialismo filosófico niega este sujeto de conocimiento que conoce en su introspección. Previamente hemos dicho también que también niega el espacio y el tiempo como las condiciones de los objetos de conocimiento, y lo mismo respecto de las categorías, en el sentido en que Kant las expresa. Las categorías solo pueden expresarse a partir de lo dado, surgen de lo dado, que no es una unidad interrelacionada sino una pluralidad que tiene leyes y expresiones conceptuales diferenciadas. Las categorías nos permiten clasificar, ordenar, lo que se presenta ante nosotros en el mundus adspectabilis. Y en el caso que ahora nos compete, lo que se presenta es lo que percibimos en la pantalla de cine (tenga esta pantalla el formato que tenga, desde las que hay en las salas de cine a las de los televisores de casa). Solo desde esta perspectiva que nos hemos preocupado por dejar meridianamente clara, la del materialismo filosófico, es desde la que podemos rechazar, sin paliativos, el kantismo de los planteamientos de Begoña, y, por ende el tomismo, dada la cercanía que hemos reconocido entre ambas nematologías. El materialismo filosófico es contrario a cualesquier formas de idealismo y espiritualismo.

2. Rechazo de la epistemología y del monismo

Previamente, tanto en el epígrafe Estética: origen y definición como en el punto anterior, hemos señalado que el monismo gnoseológico ya estaba arraigado en la filosofía cartesiana. Vamos a comprobar que, el tratamiento que Begoña da a estas cuestiones, no nos parece desacertado totalmente. Lo que consideramos desechable es la cuestión titular de este epígrafe, que no es otra cosa que el sesgo epistemológico que invade toda su explicación, pues siempre señala al cine como una suerte de objeto de análisis por parte del público receptor, y también, ahora desde la perspectiva académica, cuando el cine es tratado como ese mismo objeto por las distintas disciplinas a las que atiende (cuestión que hemos tratado en el apartado anterior a este).

Nosotros desechamos el punto de vista epistemológico que maneja Begoña en su propuesta, y lo hacemos, además de por lo ya señalado, porque la epistemología es funcionalmente monista. Unas ciencias u otras, de las mencionadas por Begoña, tienen en ese caso el mismo “objeto” de análisis: el cine. Por otra parte, el tratamiento del sujeto cognoscente en cada ciencia, visto de este modo, deriva en que las particularidades de cada una de ellas se difuminan. Las diferencias de unas y otras, respecto de este tratamiento del conocer, desaparecen. Se da esa situación metafísica tendente a la “unificación de las ciencias”. Frente a esta epistemología que todo lo invade, el materialismo filosófico considera que cada una de esas ciencias tiene un campo diferenciado. Unos campos que se expresan mediante la estructura gnoseológica de los tres ejes de lo que denominamos el “espacio gnoseológico”.

El monismo derivado del modo de ver epistemológico queda destruido al ponerse en funcionamiento el aparataje del espacio gnoseológico al enfocar el campo de cada ciencia diferente. Funcionamiento que está en constante articulación con ese otro espacio considerado por nosotros, el que surte de los materiales a clasificar mediante los ejes y figuras del primero, y que denominados “espacio antropológico”. En cada una de las ciencias se tendrán en cuenta objetualidades semánticas, que serán las referencias a tener en cuenta en el proceso gnoseológico{20}. Estos referenciales considerados a partir de la actividad del sujeto gnoseológico son los fenómenos, que deberán ser explicados. El paso previo de este proceso explicativo es nombrarlos mediante términos (objetualidades sintácticas). Las posteriores operaciones (subjetualidades sintácticas) del sujeto gnoseológico permitirán, de esta manera, la definición de conceptos que clarificaran el terreno de cada ciencia.

Marcelino Suárez Ardura, también trata de estas cuestiones en su artículo, publicado en el número 185 de la revista El Catoblepas: La corrupción política en la trilogía de El Padrino de Francis Ford Coppola. En este artículo leemos algo fundamental para clarificar otra importante cuestión que enlaza con lo que vamos a tratar en el siguiente punto, relativo a la presencia de las ideas en el cine: el hecho de que haya mitos en el cine no lo ecualiza con otras artes, como la literatura, la pintura o la escultura. En este artículo, Suárez Ardura se enfrenta al monismo que estamos aquí rechazando. Nos dice que la “unidad de las artes” es un efecto interpretativo de una nematología racionalista, que no tiene en cuenta que las ideas que aparecen en la pantalla son derivaciones, mediatas o inmediatas, de materialidades que deben ser localizadas, en un espacio, en el que siempre está la presencia material de sujetos operatorios y de sujetos gnoseológicos:

…aquí estamos de nuevo en el espacio antropológico ante el magma constitutivo de sus materiales. Si Conan, el bárbaro, puede ser interpretado desde La epopeya de Gilgamesh es porque el propio poema nos remite al espacio antropológico, dado que, a su vez, está constituido por determinados materiales del espacio antropológico según sus distintos ejes y determinadas figuras institucionales. Así pues, la semilla inmortal{21} que según algunos germinaría en el cinematógrafo no es ni más ni menos que el propio movimiento del torbellino constitutivo del espacio antropológico. Ahora bien, no debemos quedarnos en las líneas genéricas del espacio antropológico. Hay que descubrir aquellas figuras antropológicas precisas que se están recortando en cada filme.

Suponemos que al menos estas consideraciones nos sirven para separarnos de esa concepción lisológica que interpreta las artes como si se tratasen de especies o subespecies de un género que se expresa en un lenguaje unívoco (Suárez Ardura, 2018){22}.

3. Conceptos e ideas en el cine

Este modo de ver la cuestión –el modo de ver materialista– nos permite diferenciar esta tarea científica de la de la filosofía. Cuando el cineasta –sea el guionista, el productor, pero sobre todo, el realizador– hace su trabajo, elabora ficciones para que el público receptor las vea. Esta conexión entre cineasta –el que también vamos a denominar “agente”– y público receptor, es la que se da también en lo que Begoña tiene en cuenta (aunque ese receptor sea un psicólogo, un sociólogo o un pedagogo). En esa conexión no podemos hablar de ciencia, debido a que, lo que allí se comunican, son ideas. Ideas que los agentes han sabido, o podido, expresar y que el público receptor puede –no siempre– entender, aunque este público sea un especialista en una ciencia particular.

Debemos puntualizar que los conceptos, dependientes de las ciencias implicadas en el cine, no aparecen en este momento que estamos tratando (el del visionado de la película), los conceptos están presentes y cumplen su función cuando el cine se está realizando. Una vez que la película está enlatada, tras la proyección, lo que se ve en la pantalla nada tiene que ver con conceptos. El público receptor reconocerá ideas. No podemos estar de acuerdo con lo que leemos en el texto de Begoña, cuando señala el cine –la película que se esté viendo– como objeto de estudio de las distintas disciplinas que menciona (psicología, sociología, ética, &c.). Y justificamos nuestra falta de acuerdo porque lo hace sin clarificar primero si, lo que tienen en cuenta esos científicos que miran al cine, ven en él conceptos o ideas. Una delimitación que es, como hemos puesto en claro, un paso previo, obligado, de cara a poder decir algo coherente.

Así pues, debemos precisar, para salir del entuerto en que nos introduce Begoña, que lo que encontramos en las películas, no son conceptos, sino ideas filosóficas (de modo muy similar a lo que sucede con la literatura; en otras artes sucede también, pero, de todas ellas, a estos respectos, la más cercana al cine es la literatura). Las implicaciones de esta afirmación que acabamos de hacer son demoledoras, pues cualquiera de los especialistas señalados por Begoña: psicólogos, sociólogos y pedagogos, no se mueven en el campo de la ciencia –de cada una de sus ciencias– al mirar hacia el cine, sino filosofía{23}. Y la filosofía que desarrollan, por regla general, es esa que estamos criticando que, lejos de permitirnos ver con claridad, emborrona. El diagnóstico lo hemos ido desgranando en los párrafos precedentes, y lo vamos a resumir como conclusión: estos científicos que hacen filosofía, y Begoña en su libro, tienen las dificultades derivadas de no marcar las pertinentes diferencias entre conceptos e ideas y entre ciencia y filosofía. No se percatan del lugar que ocupan los conceptos en el cine. De un modo patente en la elaboración y producción de cada película, pues ahí están las ciencias funcionando a pleno rendimiento; y de un modo muy distinto en las películas, pues, como ha señalado Suárez Ardura, las ideas que aparecen en la pantalla todas ellas tienen una adscripción, mediata o inmediata, a esas materialidades que son las que deben descubrirse y que han sido fruto de las operaciones realizadas por los sujetos gnoseológicos. Solo así se hace “verdadera filosofía”.

4. La gnoseología no puede separarse de la ontología

La idea de cine es tan material como lo es el concepto de película, o el de guion. Del concepto “cámara cinematográfica” es de donde deriva la misma idea de cine, pues en un principio el cinematógrafo era la cámara originaria, que permitía grabar y proyectar lo previamente grabado. Las ideas derivan de los conceptos, y denunciamos como “idealismos” a cualesquier pretensiones que defienda lo contrario: no hay formas separadas, sustancializadas, previas a lo que podemos ver y tocar. Y el conocimiento, tal y como también hemos dicho, solo es uno: no hay, como afirman las tradiciones espiritualistas, un conocimiento de lo sensible y otro de lo inteligible. Esto es lo que permite entender que la filosofía no puede ser nunca anterior a las ciencias. La tradición –aunque es mejor decirlo en plural– en la que está inmerso Mauricio de Begoña es la que le lleva a hacer afirmaciones de este calibre: “La presunta aspiración de la Filmología de tratar filosóficamente el cine, la obligan a considerar en este las causas más universales posibles. Éste carácter general que, sin llegar al filosófico, asumen las restantes investigaciones acerca del cine, hacen entrar sus problemas y aspectos en el campo de otras ciencias. Las más próximas a la filosofía y recientemente desgajadas de ella, como la psicología, la estética, la sociología, la pedagogía, la teoría literaria o artística y otras” (Begoña, pág. 89).

Que las películas sean “objetos de estudio” es un modo de ver que hemos rechazado, por ser el modo de ver de la epistemología. Un modo de ver que ha derivado en el monismo que hoy día campa por sus fueros. Sabemos de su repercusión solo atendiendo a la influencia que tiene en Begoña, en asuntos para él de gran calado, como por ejemplo el del papel de la belleza en el cine. Nosotros proponemos aquí la gnoseología materialista, en detrimento del modo epistemológico de entender la capacidad de conocer. Esta gnoseología se articula en tres ejes (sintáctico, semántico y pragmático) con un triplete de figuras en cada eje, algunas de las cuales se mueven en un plano que denominamos objetual (términos, relaciones, referencias y esencias) y otro subjetual (fenómenos, operaciones, autologismos, dialogismos y normas). En este último, como su propia denominación indica, el sujeto cognoscente desarrolla su actividad, siempre manual, quirúrgica, y de un modo que será inmediato o mediato. Esta actividad derivará en concreciones técnicas y científicas diferenciadas.

Las películas no son “objetos”, que pidan un sujeto cognoscente. Las distintas ramas del saber, las distintas ciencias no precisan de objetos de conocimiento. Las técnicas y las ciencias desarrollan sus conceptos, y las leyes que los relacionan, en lo que denominamos “campos”; campos de cada una de esas técnicas y de esas ciencias, todas ellas diferenciadas entre sí. Solo teniendo en cuenta esto puede entenderse que las ciencias no conforman una unidad, sino una multiplicidad. El conocer no es epistemológico ni tendente a la fantástica posibilidad de unificación futura de todo saber. El saber se entiende como diverso, aunque con conexiones en su plano objetual, como no puede ser de otra manera. Pero derivando conceptualizaciones, leyes y verdades, en su discurrir operatorio. Discurrir en el que se atiende a identidades que se presentan en el fluir de las esencias (la esencia es una de la figuras del eje semántico del espacio gnoseológico, no son las formas eternas aristotélicas). Este modo de entender el mundo que rodea al sujeto operatorio, al hombre que usa sus manos, difiere del modo de entender de un sujeto fabuloso que solo precisa de su mente. Esta es la diferencia entre gnoseología y epistemología

Las películas no son pues objetos de estudio de ninguna ciencia. Las películas y el proceso de producción “son” el cine. Las películas pueden ser muy diferentes: mudas o sonoras. Entre estas últimas las hay musicales (aquí también podría hacerse una importante criba; no es lo mismo un musical de los años cincuenta que otros que se han realizado posteriormente), y otras en las que la música es un mero acompañamiento, aunque en algunos casos de gran relevancia en el conjunto del filme. Las películas también pueden ser de muy diferentes “géneros”: policiacas, del oeste, melodramáticas, u otros muchos, entre los que incluimos los documentales. Todas estas diferencias, aceptadas por la inmensa mayoría (y pese a que desde nuestra perspectiva no sea una clasificación clarificadora), son ya un obstáculo en ese tratamiento unificador de lo que es el cine. Un tratamiento al que, como hemos apuntado, nosotros nos oponernos frontalmente.

La epistemología presentada por Begoña en sus Elementos de Filmología no nos dirige a ninguna parte: “La Filmología versa acerca del cine. Por el cine, ya que se trata de un objeto de ciencia, no entendemos un cine determinado, ni una película concreta, ni un procedimiento, ni nada accidental del cine: si no el cine” (Begoña, pág. 88). Pero esta afirmación nada nos dice sobre lo que pueda ser ese cine. La expresión que nos regala es una petición de principio, una mera tautología, que puede resumirse así “por el cine entendemos el cine”.

El texto nos lleva a ese callejón sin salida, como hemos comprobado no atiende a los referentes concretos, a las películas, sino a algo abstracto y universal que, para que pudiera ser entendido, tendríamos que señalarlo como una clase lógica, con los problemas añadidos que esto conlleva. La dificultad implicada en esa definición estriba en que, mientras que podemos saber qué ideas nos transmite una película, al señalar al cine en general poco se puede decir. Algo que nos trae a la memoria el adagio de San Agustín: “¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé”. Y siguiendo con nuestro primer argumento: la clase de todas las películas no es una película, es otra cosa diferente. Solo expresando lo que sea la esencia del cine y cuál es su estructura categorial, estaremos dando respuesta a la pregunta ontológica expresada por Begoña{24}.

La ontología presente en Elementos de Filmología

Begoña afirma que el “objeto inmediato” del filme es “su doble aspecto material y formal” (Begoña, pág. 88). Que el punto de partida sea la atención que se le presta a la materia del cine y a la forma del cine nos parece acertado, pero no así cuando reconocemos que esta materia y esta forma son tratadas, por él, del mismo modo sustancialista –enterizo– en que la tradición aristotélica lo ha hecho desde siempre. Los filmes son tomados como “objetos” que tienen una materia y una forma en un sentido muy similar al compuesto hilemórfico que es el hombre: “su objeto inmediato, el más contiguo y cercano, el que hay que observar y estudiar propiamente es el film, la película, de la misma manera que el objeto inmediato de la antropología no es la humanidad, sino el hombre, aunque éste pueda ser considerado material y formalmente” (Begoña, pág. 88).

El materialismo filosófico no supone una materia dada que no esté ya en función de una forma, ni tampoco supone dadas las formas. Ni una ni otra pueden sustancializarse. La materia y la forma son dos ideas que se conjugan, dándose sinexión entre la una y la otra: una suerte de tránsito constante que es reluctante a la hipostatización denunciada. De manera que la expresión de lo que eran el cuerpo y el alma, para Aristóteles, se ajustó a las necesidades definitorias de ambas ideas en la tradición espiritualista. Este modo metafísico de ver la materia y la forma tiene un origen tecnológico del que se desvincularían con el paso del tiempo. De manera que las ideas de materia y forma derivan de conceptos definidos en el origen, unos conceptos que estaban vinculados a técnicas y tecnologías desarrolladas en los territorios en los que la civilización helénica se fue consolidando y desarrollando. Materia y forma, antes de ser ideas conjugadas, fueron conceptos conjugados, pues nunca se dieron separadamente una de otra. Una de esas tecnologías, en que se reconocen ambos conceptos conjugados, y que podemos destacar aquí, es la de la fabricación de monedas (a una materia, el cobre, se le imprime un cuño, la marca del rey, que sería la forma), sin menoscabo de otras muchas más, relacionas también con la fundición de metales. Otras técnicas y tecnologías también articulaban los conceptos de materia y forma, como las desarrolladas en la fabricación de utensilios cerámicos, o las relacionadas con artes como la arquitectura, la escultura, &c. Así nos lo ha hecho ver Gustavo Bueno en su opúsculo Materia:

La idea de materia que se nos da en su primera determinación tecnológica es la idea de materia determinada (arcilla, cobre o estaño, madera... arrabio). Una materia determinada precisamente por el círculo o sistema de operaciones que pueden transformarla y, en principio, retransformarla mediante las correspondientes operaciones inversas o cíclicas. El concepto de materia comenzaría, según esto, ante todo, como concepto de aquello que es capaz de transformarse o retransformarse; por ello, es inmediato que en este contexto tecnológico, la idea de materia se nos muestra como rigurosamente correlativa al concepto de forma, a la manera como el concepto de reverso es correlativo al concepto de anverso. Algo es materia precisamente porque es materia respecto de algunas formas determinadas (el mármol es materia de la columna o de la estatua). Las transformaciones tecnológicas dadas en un mínimum nivel de complejidad comienzan a ser experimentadas por los hombres en época muy temprana, sobre todo una vez dominado el fuego. (Bueno, Materia. Pentalfa, Oviedo 1990, págs. 23-24).

1. El proceso material y el proceso formal

Uno de los momentos más oscuros en la propuesta de Begoña lo encontramos cuando desarrolla lo que llama proceso material y proceso formal de la película. Ambos procesos tienen como meta conseguir el compuesto final. Lo expresamos de este modo aristotélico, porque así lo encontramos, de modo implícito, en el texto de Begoña: “En toda la película distinguimos su materialidad: su resultado físico y químico, y su formalidad: su contenido espectacular, sensitivo y mental. A estos dos resultados se llega por dos procesos: el material y el formal” (Begoña, pág. 105).

La sustancialización de la materia y la forma que hemos denunciado, aparece de un modo diáfano, en la definición que acabamos de leer. Para llegar a este resultado final, en el que el contenido mental informa al material, apunta a los dos procesos mencionados. La meta sin embargo –el compuesto mencionado– no sabemos cómo puede llegar a darse, a partir de esa materialidad tan diferente de la formalidad que define. Suponemos que por una suerte de causalidad formal o final, de la que da por sentado su mecanismo, pero de la que tampoco sabemos su funcionamiento. Sin embargo, lo que podemos asegurar es que, lo que leemos, sigue la senda de la separación sustancial denunciada con anterioridad, entre lo material y lo formal.

El proceso material lo define como “el conjunto de operaciones físicas, químicas, fotográficas y técnicas que concurren a la elaboración de la película”, y el formal como “el conjunto de labores técnicas y artísticas que concurren a la creación y realización de la película” (Begoña, pág. 105). La aclaración que hace a continuación sigue sin dar ninguna luz: “en ambos procesos incluimos las funciones técnicas, porque tanto para manipular sobre la materia, como para emplear el espíritu se puede y se debe echar mano de la técnica, tomando esta como procedimiento para hacer bien una cosa” (Begoña, pág. 105). Begoña añade un tercer proceso, el económico. Reconoce su relevancia, y su difícil inclusión en un proceso hilemórfico como el que acaba de indicar. Al incidir en esta dificultad quiere justificar su expulsión del proceso.

Una vez que ha dado las anteriores definiciones y las respectivas aclaraciones, pasa a desarrollar los momentos originarios. Es en este momento cuando reconocemos más claramente el idealismo de su propuesta, pues en el proceso formal señala que las operaciones de los agentes implicados son todas ellas “mentales”, pese a que se den atravesadas por acciones. Estas operaciones las clasifica en una serie de fases que pasamos a enumerar de modo sucinto: elaboración del argumento; disposición que el realizador lleva a cabo con los materiales de escena; lo mismo, pero ahora con lo que llama “medios creativos” (dirección, encuadre, movimientos de cámara, iluminación recitado del argumento); lo referido a cómo debe hacerse el revelado, la selección de materiales y una serie de operaciones más hasta llegar al montaje (todas ellas previamente pensadas); la impresión de las copias, su distribución su presentación al público, y cómo es recibida por él.

Begoña dedica unas cuantas páginas a hacer una clasificación de todo el aparataje necesario en la factura de un filme. Comenzando por lo que considera esencial –que es lo que antes ha denominado formal– y pasando paulatinamente a todo lo material. Comienza por lo tanto por los artífices de la película, que para él son los “creadores”; después los actores; más adelante los artesanos, los propiamente técnicos para él; y el aparato de cine por antonomasia, la cámara. Después de esto incide en el momento de la proyección, para justo después tomar el principio de nuevo. Esta es la manera en va expresando lo qué es el cine y lo que con él se busca. Cuestión que, como ya dijimos, volverá a ser protagonista al final de su libro. En el ínterin hay muchas cuestiones que son relevantes, y en las que debemos recabar para nuestra crítica, que se va a desarrollar a lo largo de todo este apartado y del siguiente, incidiendo en cuestiones tan importantes como la idea de creación y la de las artes implicadas en la tecnología cinematográfica.

2. Los “profesionales” del cine

Begoña hace una clara separación en las primeras páginas de su libro cuando se refiere a dos grupos muy diferentes. Uno pequeño y selecto, el de los profesionales del cine, que son los que “hacen” la película. El otro más numeroso, al que va dirigido el producto cinematográfico: los espectadores. Dicotomía que guarda ciertas similitudes con la que hacemos desde nuestros parámetros, cuando de un modo generalista, lisológico, tratamos de marcar diferencias entre los dos grandes grupos humanos a considerar en relación con la cinematografía: el de los “agentes” (perspectiva A) y el de los “receptores” del filme (perspectiva R). Como es lógico, en la terminología de Begoña, el proceso de producción cinematográfica recae en los que denomina profesionales, que son los observados por nosotros en la perspectiva A.

Uno de los aciertos que le tenemos que reconocer es el de señalar las tres figuras que serán imprescindibles en todo filme, separándolas del resto de profesionales que participan en la elaboración cinematográfica. A estas tres figuras les aplica la expresión de “artífices de la película”: el productor (la figura emprendedora), el guionista (del que dice que imagina la película) y el director (que será el que la realice y la tendrá que poner a punto; nosotros hemos optado por denominar esta figura siempre como la del “realizador”): “La diversidad de sus funciones, todo lo dispares que se quiera, converge en la correlativa diversidad cinematográfica, y sobre la esencialidad de cada uno de sus papeles bástenos comprobar que la supresión mental de alguno de ellos hace imposible la película” (Begoña, pág. 118).

La producción cinematográfica por regla general está en manos de empresarios muy fuertes. Esto es debido a que, mientras que en otros negocios la ganancia parece asegurada en un amplio porcentaje, en el cine depende de demasiados factores, por lo que el riesgo es mucho mayor. Con todo, la preocupación de los productores por la ganancia, deriva en que, sus decisiones, tengan gran relevancia, tanto en la selección de los temas como en la de los actores, debido a que, en torno a unos y otros, debe girar la factura de los filmes, si se quiere que sean éxitos de taquilla. Pero una vez que se ha decidido a llevar a cabo un proyecto, la tarea del productor va paralela a la del realizador: “Un productor debe ser un profeta y un general, un diplomático y un árbitro, un avaro y un verdugo de dinero. Le hace falta la paciencia de un santo y el puño de hierro de un Cromwell. A priori clarividente ingenioso, debe además tener una especie de olfato universal” (Begoña cita aquí a Jesse L. Lasky, uno de los fundadores de la productora Paramount Pictures; Begoña, pág. 122).

Para Begoña, la producción tiene una primera necesidad, la del “creador” del guion. Este modo de ver la cuestión es para nosotros foco de confrontación, ya que la discrepancia en este punto es total. La idea de “creación”, aplicada a algunos de los que denomina profesionales, es para él insoslayable, por la concepción del cine que defiende. Para él el cine es arte, y sus productos unas “obras de arte” que son tales desde el momento en que están escritas, pues el guion escrito es causa del producto final: “La entidad productora necesita primordialmente la idea de su película: el guion. Desde este momento ya apreciamos la principalidad del guion en el origen del film, principalidad que ya nos es un indicio de la trascendencia única y suprema que filmológicamente tiene el guion” (Begoña, pág. 123).

El guion es paso imprescindible en la elaboración del filme. Una suerte de “proyecto” que tiene en sí la potencialidad de causar “formalmente” la película. Pero también es pertinente observar otras causas adicionales que serán precisas para su labor, con las que hay que contar para que se estructuren armónicamente en el relato, tal y como vamos a comprobar{25}: “La labor del guionista es una labor de inspiración, de ajuste y de ritmo. El guionista es un creador, un hombre de imaginación que narra algo con tanta mayor perfección cuanto menos visible es su técnica, sin que le baste ser un técnico. En su mente e imaginación han de elaborarse las ideas, su trama, su orden, sus alternancias y compás. Han de tenerse en cuenta los materiales técnicos y artísticos de que se puede disponer para realizar la película, buscando como fin la armonía, la belleza, la claridad y el interés del relato cinematográfico. Como, además, todo esto ha de realizarlo en el campo del cine, libre en lo posible de otras reglas y normas, bien procedan de la novela bien del teatro, podemos afirmar que el guionista es inspirador y creador de la película, aunque el director y los intérpretes, en cuanto tales, sean asimismo realizadores. En el principio del orden mental está la idea y a su final el proyecto construido, el guion, que el director va a realizar con las modificaciones sobre la marcha que juzgue oportunas” (Begoña, pág. 128). Según señala también, una película, para ser una gran película, tiene que partir de un buen guion, pese a reconocer que los realizadores ponen de su parte en muchas ocasiones necesarias y geniales improvisaciones. Pero en la factura de un guion están implicados unos conocimientos de la técnica del cine tan desarrollados como los puedan precisar los otros agentes implicados. El trabajo del guionista es una presencia constante en el de todos los demás agentes, aunque su labor quedará anulada en el producto final, pues su trabajo quedará subsumido en el filme ya realizado. Begoña lo expresa, en unos términos que reconocemos deudores de su aristotelismo: “es su relación original, que es, en cierto modo, presencia de causa final en la ejecución, ya que fue primera en la intención, y presencia de causa típica, ejemplar, a cuyas líneas se ha de ajustar toda la realización” (Begoña, pág. 129).

La mayor parte de estas afirmaciones no puede asumirlas el materialismo: el proyecto no causa formalmente la película, pues la idea de proyecto expresada aquí tiene las características de la causalidad formal que ya hemos desechado; respecto de que el guionista sea “creador” –algo que amplía a la labor del realizador– hay mucho que decir, y en los siguientes epígrafes damos cuenta de ello; lo mismo para esa búsqueda de belleza que Begoña pone en él, y que ampliará también a otros agentes cinematográficos que, como hemos visto, encuadra como “realizadores”; en suma, su modo de ver a todos estos actantes cinematográficos no concuerda con lo que el materialismo filosófico puede decir. El planteamiento de base de Begoña está cargado de metafísica.

3. Los agentes cinematográficos no son “creadores”

Pese a lo que hemos dicho, Begoña ya había puntualizado que se da una gran diferencia entre la tarea del guionista, que es una tarea literaria, y la del realizador, que es la propiamente cinematográfica. Él lo expresaba al modo de una “falta de unicidad en el sujeto creador y realizador”. La desconexión es tan drástica, según señala, que el producto final no podría ser la expresión de ninguno de los agentes por separado. Begoña marca la diferencia entre estas dos tareas implicadas en la realización, como si el hecho de sacar a la luz las dificultades fuera clarificador. Pero esto no es así. Tampoco ayuda su explicación de cómo surge la “unidad” mencionada. A afirmaciones recurrentes en su texto como esta, ya nos hemos opuesto. Que la película sea “una”, nada dice de que, en un momento de la realización, lo que es tan diferente –la tarea del guionista y la del director de cine– se unifiquen, se hagan por lo tanto “idénticas”. Lejos de que pueda darse ese camino, tendente al gratuito surgimiento de una “unidad”, nosotros entendemos el concurso de lo distinto de otro modo. Lo vamos a comprobar atendiendo a lo que dice Gustavo Bueno en su primer artículo sobre Identidad y Unidad:

La unidad tendía a entenderse como la indivisión propia de cualquier ente real, como la imposibilidad de división de un ente en sus partes sin destruir su sustancia o su esencia{26}.

Para Begoña, la tarea del realizador debe tener como meta la ecualización indicada, y es la de un “creador que realiza conforme a un ejemplar que su mente no ha construido, pero que espera de él una verificación cinematográfica con toda responsabilidad” (Begoña, pág. 129). La dificultad está servida, la unidad pide una suerte de armonía preestablecida que no puede ser aceptada. Y la única unidad que podemos aceptar nada tiene que ver con lo que dice Begoña. La unidad que aceptamos para los que compones la perspectiva A es la que Gustavo Bueno ha definido como “unidad complexa”. La película realizada no puede desdibujar ni la multiplicidad de los agentes implicados ni la multiplicidad de ideas que manejan todos ellos. De ahí la “complexidad” insoslayable.

Begoña cree solventar la disparidad que ha señalado entre unas tareas y otras, para así fundamentar la unicidad que paralelamente afirma, al referirse al diferente trabajo del realizador, pero incidiendo en que debe manejar los mismos “materiales plásticos”, que el guionista debía considerar (una explicación que observamos cargada de un mentalismo del que no puede distanciarse): “Toda película nace de la imagen interior cinematográfica que de ella ha tenido el artista creador, y, naturalmente, ha de ser una imagen de conjunto total, lo más íntegra posible. Tal visión el único que la puede tener es el director, que la transforma en realidad exterior con la ayuda del llamado material plástico” (Begoña, pág. 130). Este material plástico es toda suerte de materiales que usará el realizador en su tarea. En la que se incluye desde cualquier objeto filmado hasta llegar a los conjuntos paisajísticos, o a la labor actoral. Aunque también se considera como tal lo que utilizará como medios técnicos que son sus instrumentos de trabajo.

Así pues, tanto el realizador como el guionista son, al modo de ver de Begoña, auténticos “creadores”, pese a que reconoce que esa “creación” no es definitiva hasta que no termina el proceso de montaje. Tarea que, en muchos casos, la desarrolla el mismo realizador. Este modo de entender la tarea del realizador no la comparten algunos especialistas, que señalan que el realizador destaca de un modo muy marcado respecto de los demás. Incluso algunos derivan la relevancia al guionista, es el caso de René Clair. Así lo podemos comprobar al atender a sus palabras, que son recogidas por Begoña en su texto: “el autor responsable de una película es aquel ser, persona individual o moral, que construye el guion, dirige la realización material y efectúa el montaje de las escenas realizadas (…) A mi modo de ver, las dos últimas operaciones deben depender enteramente de la primera” (Begoña, pág. 132). La relevancia del guionista hay que matizarla, sin embargo, pues podemos entender que Clair lo que nos quiere señalar es que debe darse una tendencia a la expresión de un cine realizado por un solo artista. Al menos así lo entendemos a partir de lo aquí citado.

Lo que acabamos de decir no lo entendieron así los críticos franceses, de mediados del siglo XX, que escribían en Cahiers du Cinéma. Los críticos y cineastas de la Nouvelle Vague renegaron de la mayor parte de los directores cinematográficos, precisamente por no ser “artistas” integrales respecto de la elaboración cinematográfica. Entendemos que lo afirmado por Clair guardaba una estrecha relación con esa premisa fundamental, que se ceñía a definir lo que se entendería como “cine de autor”. Los realizadores que surgieron a partir de este movimiento, en muchos casos partiendo de una labor como críticos. Entre ellos podemos señalar a Jean-Luc Godard, François Truffaut, Alain Resnais, Claude Chabrol y Éric Rohmer. Proponían una suerte de cine subjetivista, expresado como la visión particular de la realidad que tiene ese “autor” señalado, y que iba a ser una suerte de guionista/realizador. De esa manera se iba a revelar su presencia en las imágenes proyectadas. El “autor” estaría revestido de las potencialidades expresadas por Kant para “el genio”. Este genio es el “creador” –para este caso– cinematográfico.

Kant dice del genio y de su relación con la belleza, que “las bellas artes deben necesariamente ser consideradas artes del genio” (Kant, 1991, 262). El genio tiene talento innato, un talento que produce sin reglas que vengan del exterior. Todo sale de desde su subjetividad, como las formas a priori y las categorías. Solo cuando esto sucede puede hablarse del genio. Los cineastas franceses de los años sesenta desde su pedantería reproducen las enseñanzas kantianas y se vanaglorian de ser creadores. Frente a este subjetivismo defendemos lo que ellos denuestan. Nosotros defendemos que el cineasta es un técnico, un artesano que no crea, sino que maneja y ordena las diferentes labores de los diferentes técnicos (fotógrafos, camarógrafos, especialistas de iluminación, decoradores, escenógrafos, &c.) y artistas (literatos, actores, músicos, pintores, arquitectos, &c.) que entran en el juego de la composición cinematográfica. El realizador no es “el genio” kantiano. El genio kantiano es un fraude, uno de los grandes mitos contemporáneos. Teniendo en cuenta que ese modo de ser artesano, es un modo de ser muy diferente a la de cualquier otro técnico. O sea, que denominar artesano a un cineasta no devalúa, en absoluto, una labor de gran complejidad, y que se caracteriza por dominar saberes muy diversos, y en un grado elevado.

Las propuestas de Begoña son similares, y previas –pues era tan kantiano como los críticos y cineastas de la Nouvelle Vague– a muchas de las propuestas que pueden leerse en los Cahiers de la época, y que, pese a la consideración que tenemos de ellas, no podemos dejar de reconocer que hicieron temblar la producción cinematográfica. Lo que no debemos dejar de decir aquí es que la influencia de sus escritos, pero sobre todo sus películas, consiguieron, en la mayor parte de los casos, expulsar al público de las salas. Además de influir en una caterva de “nuevos críticos”, la mayor parte de ellos pedantes en grado superlativo, que justificaban con relamidas –tanto como metafísicas– explicaciones, el valor de ese “arte cinematográfico” conseguido. Sin embargo, la influencia que tuvo dejó de notarse hace muchos años. Salvo por el episodio que se vino en llamar proyecto “Dogma 95”, encabezado por Lars von Trier y Thomas Vinterberg. Ambos cineastas se percataron, por sí mismos, del poco interés de su modo metafísico de ver la realización cinematográfica, y sus trabajos fueron haciéndose, cada vez, menos “dogmáticos”, en el sentido que ellos mismos dieron a ese vocablo.

Leemos en Elementos de Filmología que si el público receptor cree que lo se ve en la pantalla es obra de un solo agente, es porque el director consigue engañarles. Incidiendo en que su tarea regidora se debe a la inspiración. El director “ha de poseer eso incontrolable y que está a merced de la providencia; la inspiración, don gracioso de la naturaleza que se ayuda de experiencias y conocimientos. Si además logra transmitir su inspiración a los artistas y les hace vivir los personajes que representan, doblemente habría que atribuirle la facultad creadora, puesto que su inspiración no trabaja solo sobre materiales inertes, como los demás artistas, sino con mentes y facciones libres y emotivas de otros creadores como él” (Begoña, pág. 134). La inspiración se relaciona con en el punto de vista que Platón nos dio en su diálogo Ion: Sócrates le dice al rapsoda Ión que “una fuerza divina es la que te mueve, parecida a la que hay en la piedra que Eurípides llamó magnética, y la mayoría, heráclea (…) Así, también, la musa misma crea inspirados, y por medio de ellos empiezan a encadenarse otros en este entusiasmo” (Platón, Ión, 256). El director sería portador de todas las características de la “piedra magnética” expresada en el diálogo de Platón. La visión romántica del arte recuperó el modo de ver de Platón, pero adaptada a los tiempos modernos, en los que el individualismo encumbrado por una reforma triunfante en el norte de Europa y una filosofía racionalista consolidándose, extendiéndose y destruyendo todo modo de ver el mundo que no se ajustase al suyo. Podemos enumerar muchos caracteres de ese romanticismo: el encumbramiento de las emociones y de los sentimientos, la libertad y la creación individual, el nacionalismo, la exaltación de las ideas ilustradas, el individualismo religioso, la devaluación de todo lo que tuviera que ver con lo católico, la elevación de todo lo que tuviera que ver con la Naturaleza y con la Cultura, &c. Todos estos caracteres que definían el movimiento romántico son los que el cine consiguió acercar al mayor número de personas, de un modo que ninguna expresión artística, individualmente, había conseguido.

4. Begoña restringe la virtud de crear a unos pocos

De todas las tareas pertinentes en la elaboración cinematográfica, la menos relevante para Begoña era la de la producción. La labor actoral, como ya pudimos comprobar, también era considerada como uno de los momentos implicados en esta elaboración, pero en un grado tan devaluado como la producción. Ni productores ni actores son partícipes de la creación cinematográfica, que solo será dependiente de las labores de guionistas y realizadores. También reconoce el importante trabajo de los diferentes técnicos, pero solo en un sentido similar al de productores y actores. Si en el guionista y el realizador la causalidad implicada era la formal, para los técnicos la causalidad reconocida es la material. También para los actores, aunque refiriéndose a estos señala que son “forma consciente del personaje”. Pero esta expresión formal del personaje no recae solo en él, sino que es “en parte creada y dirigida por otro sujeto agente. Tal creación en la mayoría de los casos, depende del director, que coordina todas las partes del relato cinematográfico” (Begoña, pág. 137).

El actor proporciona a la película, materia y forma. Los actores son causa material, una sustancialidad que está integrada en esa obra de arte que es la película realizada, son “material plástico” que según entendemos en el texto de Begoña, es moldeado por los “creadores” señalados previamente: “un material que piensa y quiere, que produce sus propias expresiones reflexivamente con intenciones creativas de lo bello, es decir: son artistas” (Begoña, pág. 139). Begoña reconoce la importancia que el actor tiene ante los receptores, pues es el que “aparece” en la pantalla. Y en gran medida es el más importante atractor del público (leemos en el texto de Begoña que Jean Cocteau los denominaba “los monstruos sagrados”): “La condición evidente y por todos admitida de ser el artista de cine material plástico, unida a la otra, también incontrovertible, de su calidad humana y creadora, de producirse con reflexión y personalidad, hacen inclinar el juicio del valor artístico de una película principalmente del lado de sus intérpretes” (Begoña, pág. 139).

Haciendo suyas las palabras de Aristóteles, Begoña incide en que el principio de la imitación (de la ficción) es consustancial al arte, el cine es el que puede conseguir la imitación en grado sumo, y el modo de conseguirlo es aplicando una panoplia de medios técnicos. Los que trabajan en la factura de un filme son ingenieros, maquilladores, fotógrafos, especialistas de las más diversas industrias y especialidades, que pueden contarse por decenas, y que son los que Begoña denomina artesanos. Y en estas tareas artesanas, incluye también el montaje. Si en un principio el cine tenía poco de veraz, con el paso del tiempo esta veracidad ha sido una exigencia demandada a todos los niveles, desde la producción hasta la recepción por parte del público. Como ya hemos señalado, para Begoña los artistas son los agentes dadores de forma: el guionista y el realizador. Con el responsable del montaje Begoña no sabe a qué atenerse, sobre todo cuando la película está en su fase final, cuando esta termina de con–formarse, dicho con sus palabras. No quiere incardinar la tarea del montador en la de aquellos, por no considerarlo “artista”, por no ser “dador de formas” en sentido estricto, y desde su perspectiva deudora del aristotelismo.

5. El sinsentido del “relato por reflexión”

Para Mauricio de Begoña, la cámara y el proyector, junto con todo el aparataje industrial mencionado, estarían en el polo opuesto de su articulación hilemórfica. Pese a ello, el modo en que expresa la función de estos aparatos perpetúa el emborronamiento metafísico: “El instrumento creador del cine es la cámara, así como su instrumento manifestativo es el proyector” (Begoña, pág. 161). Begoña trata la cuestión de la proyección antes de hablar de la narración cinematográfica. Sin embargo, vemos que aquella es definida en función de esta, dado que denomina a la proyección como un “relato por reflexión”. Entendemos que el término reflexión es usado en la expresión como metáfora. La misma que tomó Descartes a partir de la reflexión de la luz para explicar el mecanismo del pensamiento subjetivo. Begoña está en esa misma línea, ya que si no es así, no puede entenderse que es lo que quiere expresar con “relato por reflexión”. El relato no se refleja.

La explicación de Begoña no tiene sentido ni hoy día ni lo tuvo nunca. Y si, pese al emborronamiento en que nos sumerge con tal sintagma, pensamos –haciendo muchas concesiones– que solo quiere decirnos que las imágenes del proyector se “reflejan” en la pantalla del cine, tampoco podemos aceptar que lo que vemos en la pantalla sea reflejo. La pantalla no refleja los fotogramas. En la pantalla aparece la misma imagen impresa en la cinta, la cual vemos porque –atendiendo al sistema original de proyección– la luz atraviesa esa cinta en la que están impresos los fotogramas. Y esa misma luz ilumina la pantalla. Pero Begoña va mucho más allá: “Se ha querido ver en este reflejo un indicio claro de la esencia del cine” (Begoña, pág. 191). Solo podemos afirmar que, en el proceso de proyección, es preciso que se refleje la luz. Como es preciso también para que veamos nuestra imagen en un espejo, sin embargo, la luz reflejada no es la apariencia de nuestra imagen, solo es lo que posibilita que podamos apreciarla. Estemos delante del espejo o no lo estemos, si hay luz, esta se refleja, otra cosa es que nosotros nos situemos frente al espejo para ver lo que aparece en él.

Por otra parte, hablar de “relato por reflexión” es totalmente incoherente. Tanto si pensamos en el visionado de películas en el hogar, a través de la televisión (televisión material; en este caso el fenómeno de la iluminación es muy diferente al del cinematógrafo, pues tiene origen en el aparato mismo, directamente; la reflexión aquí es inexistente). Como en los sistemas digitales de proyección presentes en la inmensa mayoría de salas. En estos soportes no reconocemos ninguna imagen previa que pueda “reflejarse” en la pantalla. ¿Qué refleja la pantalla de una sala después de que la luz del proyector ilumine la pantalla? Solo refleja luz. La reflexión no es de imágenes, pues no están en ningún sitio. En el soporte solo hay datos derivados de operaciones matemáticas y principios físicos. El lector, sea de DVDs o de otro sistema digital, no presenta en su interior imagen alguna, como tampoco aparecen imágenes en el ojo de los animales, como si este fuera una cámara fotográfica: no hay reflexión de imágenes, menos aún de relatos.

Begoña afirma que el reflejo, lo que el público ve en la pantalla, es lo que da sentido al cine, no solo porque eso sea lo esencial del cine, tal y como él mismo asegura, sino por una cuestión diferente. Begoña atiende ahora, no a lo que sucede en la pantalla, sino a la influencia que tiene lo que en ella se ve: “Se ha querido ver en este reflejo un indicio claro de la esencia del cine, aunque más bien sea prueba de su vocación social” (Begoña, pág. 191). Respecto de esta “vocación social”, se podría afirmar lo mismo del teatro o de la música sinfónica. En los tres casos es necesario que se presenten ante un público, sea numeroso o no. En la sala de proyección o en la del teatro puede haber una sola butaca ocupada, igual que una sinfonía podría representarse para una sola persona. Pero lo que nos interesa es la situación normal, en la que el público es numeroso, pues es a ello a lo que se refiere Begoña. Dejando de lado el teatro la comparación del cine con la música sinfónica es obligada, pues tanto el uno como la otra, no tienen sentido sin el público que acude a ver el primero y a escuchar la segunda, sin perjuicio de que el primero también se escuche, incluso cuando solo era cine mudo, pues las proyecciones estaban normalmente acompañadas por música en directo{27}.

Pero la “vocación social” en que incide Begoña no puede ser la que dote de sentido al cine. Podemos apreciar su relevancia atendiendo a que, desde tiempos muy tempranos, se trató de instrumentalizar. Así lo hemos ya señalado: los distintos totalitarismos se aprovecharon de ello, y la UNESCO también vio esa potencialidad: la filmología desarrollada por Begoña es un claro ejemplo de ello. Sin embargo, esta apreciación, hecha desde una posición emic, nos parece desacertada. La cuestión de que el cine sea un instrumento para uniformizar y para la educación de masas, pese a la relevancia que ello tiene, no es lo único que puede expresar su éxito, como tampoco se puede explicar el surgimiento de la música sinfónica por cuestiones meramente sociológicas{28}.

6. Las perspectivas A y R

Begoña ha hecho referencia a los aparatos concretos, como pueden ser las cámaras cinematográficas, los focos, los proyectores y toda una panoplia de instrumentos pertinentes en la grabación, además de las mismas películas grabadas en los diferentes formatos. Begoña al referirse a todo ello se sitúa en lo que, desde el materialismo filosófico, expresamos como escala morfológica. Pero esta no es el único plano, o escala, para referirnos al cine. Al principio del apartado hemos indicado que las perspectivas A y R, lo son de otro plano diferente: el lisológico. Es momento de volver a ellas para decir lo que desde nuestro sistema consideramos pertinente. Para nosotros, estas dos perspectivas –la de los agentes (A) y la de los receptores (R)– intersectan todo el proceso de elaboración del cine, además de que han estado presentes desde el origen del mismo.

Que hayamos reconocido ambas escalas en Elementos de Filmología, no quiere decir que Begoña tenga claro cuál es la potencia que emana de la diferenciación de una y otra. La escala lisológica permite organizar los fenómenos cinematográficos con características comunes. La morfológica a los que tienen claros componentes diferenciales, por estar perfectamente delimitados en sus partes constitutivas. Si se define el cine, tal y como ha hecho Begoña, separando a profesionales y espectadores, afirmaremos que se mueve en una escala lisológica. Pero si se atiende a los diferentes aparatos delimitados, por ejemplo, por sus contornos y sus diferentes funciones, la escala será la morfológica. Begoña incide en todos estos materiales cinematográficos sabiendo que guardan relación con los profesionales, pero, al referirse a ellos sin un aparato clasificador, es un auténtico barullo. Para dar luz a la cuestión tenemos las diferentes escalas y perspectivas.

Gustavo Bueno introdujo estas escalas cuando presentó su Filosofía de la música en 2007. Allí pudimos comprobar la potencia de la escala lisológica en el ámbito de la música. Nosotros vamos a hacer algo parecido a lo que presentó Bueno, pero aplicándolo al cine. Incluso podemos asegurar que se ajustan a él en mayor medida, pues el cine, como hemos señalado en distintas ocasiones a lo largo de este artículo, tenía la de servir de “educador de masas”. Aunque esa no es la única finalidad implicada, la educadora fue la primera en el proyecto impulsado por la política de los Estados Unidos, en el que se incluyó la filmología. Que esta fuera la principal finalidad no derivó en que se dejaran de lado otras importantes, de las que vamos a destacar la del entretenimiento, pues era la que estaba en correspondencia directa con el negocio (nos situamos así en cada uno de los polos de esta distinción que ahora traemos a colación).

Bueno considera las perspectivas A/R cuando trata cuestiones relativas a educación. De manera que podemos también asegurar que no son solo propias de la música y del cine, sino que se articulan en otros ámbitos que tengan en cuenta esa misma finalidad:

La educación, como conducta propositiva de un agente y que se propone transformar al sujeto pasivo x, receptor de formas, supone una conducta finalista en virtud de la cual el agente “y” (educador) se propone que determinadas formas preestablecidas (la tercera declinación latina, la transcripción de un texto leído en otro texto escrito al dictado) sean asumidas por el sujeto receptor{29}.

Como comprobamos aquí, Bueno está ejercitando ambas perspectivas, de un modo muy similar también a como ya lo había hecho en 1954, cuando trató la cuestión de La esencia del teatro{30}. En este texto leemos que el papel relevante de la perspectiva de los agentes (A), va a ser el de los actores, pues al tratar de lo esencial en el teatro, el autor queda relegado a un papel muy secundario. Bueno relega las diferentes teorías del teatro –la literaria, que incide en los autores, la plástica, que lo hace en lo que el teatro tiene de espectáculo, y la ecléctica, que reuniría a ambas– por ser dependientes de una concepción material. Para Bueno lo relevante es algo diferente, pese a que tenga en consideración lo anterior, pues lo actualiza constantemente:

El “estar-en-escena”, el re–presentar, es, por lo menos, un modo de conducta del animal humano que solo lo adopta cuando se siente observado, contemplado por otra persona; aun cuando el característico amaneramiento de los ademanes, engolamiento de la voz, o la misma “afectada naturalidad” del comediante puedan tener lugar en ausencia de un público, en la soledad del camerino, intencionalmente el Actor se siente observado, contemplado: siente que él está en escena. En rigor, basta el sentirnos contemplados por nosotros mismos, el mirarnos al espejo, para adoptar la actitud espiritual que nuestro idioma ha expresado en la soberbia expresión: “estar-en-escena”. Desde este punto de vista, es el público el que desempeña la función de Espejo para el que “está-en-escena”. Antes que concebir el escenario como el Speculum vitae, donde el público ve reproducida y reflejada su propia vida, sus propias virtudes y vicios, es el público quien, con el conjunto de sus innumerables pupilas, teje una inmensa superficie especular donde se reflejan, con el escenario, los actores y, ante la cual, se amaneran”. (Bueno, “La esencia del teatro”, Revista de Ideas Estéticas 46. Madrid 1954, págs. 116-117).

Solo por esa conexión que Bueno menciona, la que se da en la situación de “puesta-en-escena”, en la que el público tiene esa función de “espejo”, la perspectiva R podrá tomarse como lo relevante que es. Esta dualidad, pese a tener esta gran importancia, solo la encontramos ejercitada, y de un modo muy tenue, en el texto de Mauricio de Begoña. Su articulación no aparece, en Elementos de Filmografía, como una herramienta de la crítica, pues solo la encontramos mezclada con las ideas metafísicas apuntadas, y de las que no puede sustraerse. Ideas que no le permiten clarificar qué sucede en el cine. Lo comprobamos cuando leemos que el receptor del cine, el “público genérico”, todavía no lo ha llegado a tener en cuenta, pero que si lo han conseguido tanto los creadores como los intérpretes: “el espectáculo suscita la emoción; la emoción dispara la técnica; la técnica sueña en el arte; el arte aspira a la filosofía (...) para lograr la reflexión de tal proceso es preciso cierta madurez del cine y de la inteligencia. Para hacer y contemplar el cine se necesita ya un determinado grado de sazón mental. Se puede sospechar que el público genérico no ha llegado todavía a esta madurez perceptiva del cine, aunque si sus intérpretes y creadores en su mayor parte” (Begoña, pág. 22).

Esta dualidad es quizá la división más profunda que se da en la categoría cinematográfica. Los momentos A y R son inconmensurables, entre ellos no cabe armonía preestablecida: el que hace la película, o, mejor dicho, todos los que participan de su factura, no están adecuados a los que van a recibirla. Siempre podemos verlo dividido en esas dos grandes mitades, como por otra parte pasa con otras ciencias y técnicas. La relación entre ambas perspectivas no sería propiamente una relación o una correlación. Así nos lo hace ver Bueno, ejemplificándolo en la relación padre hijo: el uno hace al otro y viceversa. Y también al considerar las categorías aristotélicas de la acción y la pasión: la acción es la causa que se ejerce sobre el término que recibe la pasión. Pero se tiene una pasión en la medida en que se recibe la acción, y sin dejar de ver que, lo que se recibe, luego tendrá repercusiones en distintas direcciones, sea la que viene del agente o la que podía darse en terceros. O sea, que el paciente es activo a la vez (como sucede en la relación padre/hijo).

Aparte de lo señalado, debemos clarificar cual es el papel de los agentes (perspectiva A) cuando los tomamos en su calidad de “sujetos operatorios”. La labor de cualquier sujeto operatorio solo cobrará sentido cuando los resultados sean efectivos, o sea, cuando la película se haya realizado y tenga un mínimo éxito. Por otra parte, el realizador, además de otros sujetos operatorios como él, es el centro planificador del filme, a él tenemos que aplicarle de un modo apotético lo que se considera derivado de su proyecto (el cual solo puede entenderse por derivar de anamnesis previas). Para verlo más claramente vamos a apoyarnos en un ejemplo, expresado por Gustavo Bueno, relativo a la arquitectura, y que podemos leer en su trabajo El individuo en la historia:

Los planos de Bramante, en cuanto a planos de una parte de la estructura del Vaticano. Estos planos, a su vez, tendrán que ser puestos en relación (apotética) con otras reliquias previas (por ejemplo, otros edificios previos en los cuales se inspiró Bramante). Y entonces el sujeto operatorio podrá ser tratado como un operador que “transforma” una reliquias en otras (en la medida en que estas efectivamente deban pasar por su operación o cooperación). (Bueno, Universidad de Oviedo, Oviedo 1981, pág. 77).

Las operaciones del sujeto, al igual que sus planes, conocidos por el receptor, solo podrán ser entendidos y conocidos por los receptores al ver el resultado final, la película. Y la película solo puede funcionar como una repetición de historias previas, en el caso de los guionistas, y como modos de trabajar anteriores, en el caso del realizador. En ambos casos, como esas anamnesis señaladas por Bueno.

7. Idea originaria del hombre como creador

Comenzábamos este epígrafe teniendo en cuenta los procesos que Mauricio de Begoña denominaba “creación cinematográfica”. En ese mismo sentido llama “creadores” a los agentes, marcando así cierta separación entre unos y otros: guionistas y realizadores lo serían, y los productores no. Pero eso no es muy clarificador. El diferente papel dado al realizador y al guionista, frente al productor, va más allá de la mera separación y denominación de tareas.

Begoña defiende hasta sus últimas consecuencias la tesis del arte cinematográfico como creación por parte de los agentes mencionados, pero incidiendo en la labor sobre todo del realizador: “una vez más afirmamos que la proposición de que el cine reproduce sin crear es inexacto (…) aún considerado como mera fotografía, pero ya con movimiento, debemos decir que es otra cosa que reproducción, ya que lleva consigo la intención efectiva, cristalizada en los planos del director creador” (Begoña, pág. 345). Como estamos viendo a lo largo de todo este capítulo, señalar al realizador como creador es un componente marcadamente mentalista, tomado de las tradiciones filosóficas de las que Begoña se muestra deudor: tanto de la tradición escolástica como de la racionalista.

El problema de fondo es que, en estas tradiciones, se trata la técnica de modo unívoco, de manera que las conclusiones a las que se ha llegado se contraponen en muchos casos. Lo que era atributo de los hombres pasa a ser de Dios, y después de nuevo a los hombres, además de muchas otras incoherencias que no ponen en tela de juicio. Sobre todo nos referimos a los que, como Begoña, se saben epígonos de tales tradiciones, sean de las dos o renieguen de alguna de ellas. Para aclarar el intrincado asunto, lo primero que debe hacerse es delimitar los diferentes modos de técnicas que se han dado a lo largo de la historia. Esta es una de las primeras tareas que se impone Luis Carlos Martín Jiménez en su libro Filosofía de la técnica y de la tecnología. Allí podemos atender a una clasificación que contabiliza ocho diferentes modelos. Considerando tres criterios dicotómicos y su cruzamiento para llegar a cada uno de ellos{31}.

En el segundo de los modelos, que es el de “la idea de técnica servil”, focaliza las distintas doctrinas metafísicas de la técnica que estamos denunciando. Las técnicas denominadas serviles son las que derivan de las que Aristóteles denominaba “productivas”. La poiesis era una fuerza natural que el hombre podía controlar mediante la virtud de la techné. Otra cosa era para Aristóteles la praxis, pues a esta no la moderaba la techné sino la phronesis. La tradición moldeó estas virtudes aristotélicas, clasificándolas como el facere y el agere. El ámbito del agere se circunscribió a las técnicas prudenciales, relacionadas con las actividades más elevadas de la ciudad, en un principio las relacionadas con la ética y la política, y más adelante con otras actividades que se enmarcarían como las “artes liberales”. Las actividades del facere son las relativas al segundo modelo de Martín Jiménez. La transformación definitiva de estas actividades, propias de los trabajadores manuales sufre la última gran transformación al incardinar en su expresión algo que durante la Edad Media era solo prerrogativa divina, la posibilidad de crear. Esto solo pudo darse una vez que se consolidó el giro antropológico, centrifugador de esa Idea de Dios. Solo una vez que ese tarea dejo de ser la característica más conspicua del ser supremo, paso a serlo de otro ser que asumía algunas de sus facultades: el genio (la idea de “genio” kantiana está en la antesala del Espíritu Absoluto hegeliano). El creador deja de ser Dios para ser considerado como tal el hombre (que tendrá que ser, a partir de ahora, el que hay que nombrar con mayúscula; dejamos el mito de Dios en pro del mito de la Humanidad).

Pero esta transformación, pese a seguir este camino trazado, no es tan simple como puede parecer. No podemos darla por definitiva solo con lo dicho en un párrafo. Es más, la consideración del hombre como “creador” no es genuina del romanticismo, sino que hunde sus raíces en la filosofía escolástica: en Santo Tomás de Aquino, y, como vamos a comprobar en seguida, en su obra Suma Teológica. Por otra parte, lo que Santo Tomás señala ahí, tiene raíces en la tradición de la que participa.

En los primeros siglos de cristianismo, se fue desarrollando y consolidando lo que denominamos dogmática. Con ella se expresaban una serie de verdades tendentes a la universalización de las creencias (no en vano la tradición hizo que este cristianismo fuera el “universal”, tal y como indica la idea de “catolicismo”). Entre esas primeras definiciones dogmáticas –verdaderas– están las referidas a la actividad creadora de Dios, además de otras muchas, entre las que está la consideración de la técnica como un don divino. La técnica es propiamente un saber, y todo saber deriva de Dios, por la Gracia.

Previamente, en la consideración aristotélica, la técnica no tenía relación con Dios. Ni la podía tener. Dios era pensamiento –Acto puro– sin posibilidad de acción corpórea. Un pensamiento eterno sin comunicación con nada que no fuera él mismo. Las sustancias (cuerpos orgánicos e inorgánicos) no eran eternos, como ese Dios primero, pero si era eterno el lugar en el que se “movían”, generándose y corrompiéndose. La técnica solo se expresaba en el marco de esta Naturaleza en la que estaba todo lo que era susceptible de ese movimiento señalado.

¿Cómo se fragua el cambio de perspectiva que deberá incluir lo corpóreo en un ámbito que antes solo era espiritual? Dios no podía ser técnico tal y como hemos apuntado, para serlo tiene que ser corpóreo, tener manos que puedan llevar a cabo operaciones. Así lo señala Luis Carlos Martín Jiménez:

Al cristianismo se debe la gran inversión en ontología general, cuando sitúa a un sujeto Personal (trinitario) como fondo de la realidad, un sujeto creador ex–nihilo que se materializa en un cuerpo humano (según establece el concilio de Nicea del 325) (Martín Jiménez, 2018, 73).

De la consideración de este momento solo podemos concluir que la capacidad técnica de crear es solo divina. Previamente, las técnica consideradas en la tradición griega, eran técnicas transformadoras. Como todo estaba dado eternamente las técnicas solo podía destruir eso dado, para transformarlo. La técnica griega era reluctante a la idea de creación, solo podía considerar la técnica como producción. Y como ya hemos señalado previamente, la tradición escolástica incidirá en que las técnicas se expresarán como artes, en la medida en que sean imitación de lo que hace, o pueda hacer, el Dios expresado en el dogma de la Santísima Trinidad. La materia con la que trabaja el arte, y que había sido definida por la filosofía antigua, se desdibuja, se reduce a la nada (res natae) y el artista se hace “creador” en los mismos términos que lo era Dios, que había creado todo ex nihilo. El alejamiento del modo de ver aristotélico, griego en general, es palpable, tal y como asegura Martín Jiménez:

La técnica se fractura en una operatividad servil, los oficios gremiales, y en operatividad liberal, la de las artes que no suponen operaciones “corpóreas”, operaciones ligadas a la materia, sino que requieren operaciones del intelecto que, a diferencia de “lo manual”, opera con signos: el trivium de la retórica, la dialéctica y la lógica, y el cuatrivium de la geometría, la aritmética, la música y la astronomía. En todo caso, el formalismo entenderá los signos (de primera y segunda intención en Ockham) como ajenos a un mundo que ya no tiene necesidad interna (…) La tesis sobre facultades operativas “mentales”, en tanto hábitos del entendimiento, tendrá profundas repercusiones en la modernidad (Martín Jiménez, 2018, 74–75).

En esta trayectoria es pertinente dar cuenta de dos hitos fundamentales que dan razón de esas “profundas repercusiones” señaladas por Martín Jiménez, y pese a que hoy se hayan dejado de lado por parte de los denominados “especialistas en la materia”, una caterva de meros doxógrafos que atienden a las fuentes que consolidan la nematología dominante y fundamentalista. Los dos hitos a los que nos vamos a referir son Santo Tomás y Francisco Suárez. Vamos a atender a lo que dicen ambos, el primero en su Suma Teológica, y el segundo en las Disputaciones metafísicas.

8. Santo Tomás

Para Santo Tomás el término crear se refiere a una acción humana que guarda relación con la acción divina. En la Suma, al leer el Tratado de la producción o creación de todos los seres por Dios, comprobamos que Santo Tomás tiene en cuenta las cuestiones que aquí nos interesan. Para él, la acción humana es un analogado de la acción divina, un analogado de atribución. Si sirve de ejemplo, sería la misma analogía de atribución que se da entre el derecho positivo respecto del primer analogado, el derecho natural, propio solo de Dios.

La justificación del hombre como partícipe de la creación divina no solo lo rastreamos en el capítulo mencionado, sino que lo reconocemos en toda la primera parte de la Suma Teológica. Además, lo hace en la mayor parte de los casos, por referencia a la tarea del “artista” (artista con mayúsculas sería el agente divino, y artista como análogo de atribución, el hombre artista). Santo Tomás nos viene a decir que, como Dios no termina la creación, el hombre debe de continuarla. Afirmación que, hoy día, es la que está vigente. Kant asumió este modo de ver, y la tradición que parte de sus tesis la consolidó para el fundamentalismo esteticista actual. Los textos en los que encontramos los argumentos, en que Santo Tomás tiene en cuenta el arte del hombre como analogado del divino, son los que ahora pasamos a enumerar:

La ciencia de Dios es la causa de las cosas. Pues la ciencia de Dios es a las cosas creadas lo que la ciencia del artista a su obra. La ciencia del artista es causa de sus obras: y puesto que el artista realiza su obra porque le guía su pensamiento, es necesario que la forma del entendimiento sea principio de operación como el calor lo es de la calefacción (Suma Teológica Ia, q. 14. “Sobre la ciencia de Dios”, artículo 8. “La ciencia de Dios, ¿es o no es causa de las cosas?”).

Esta analogía de atribución entre la ciencia de Dios y la ciencia del artista la rastreamos en otros muchos artículos:

Pues como conoce lo distinto a Él por su esencia, en cuanto que es semejanza de las cosas o su principio activo, es necesario que su esencia sea principio suficiente para conocer, no sólo en lo universal, sino también en lo singular, todo lo que es hecho por Él. Y lo mismo podría decirse de la ciencia del artista si produjera toda la obra y no sólo la forma (ST, Ia, q. 14, a. 11. “Dios, ¿conoce o no conoce lo singular?”).

La ciencia de Dios es la medida de las cosas, pero no medida cuantitativa, pues lo infinito no la tiene; sino porque mide la esencia y la verdad de la realidad. Pues cada ser tiene la verdad de su naturaleza tanto en cuanto imita la ciencia de Dios, como la obra artística en cuanto que concuerda con el arte (ST, Ia, q. 14, a. 12. “Dios, ¿puede o no puede conocer cosas infinitas?”).

Las cosas naturales dependen del entendimiento divino como del entendimiento humano dependen las artificiales. Así, pues, son llamadas cosas artificiales falsas absoluta y esencialmente en cuanto que les falta el contenido del arte; por eso se dice que un artista hace una obra falsa cuando no la realiza según los patrones del arte (ST, Ia, q. 17. “Sobre la falsedad, a.1. La falsedad, ¿está o no está en las cosas?”).

Dios lo conoce todo, tanto lo universal como lo particular. Y como su conocimiento se relaciona con la realidad como el conocimiento del arte con la obra artística (q.14 a.8), es necesario que todo esté sometido a su orden, como todo lo artístico está sometido a lo determinado por el arte (ST, Ia, q. 22. “Sobre la providencia de Dios”, a. 2. “Todas las cosas, ¿están o no están sometidas a la providencia divina?”).

Dios, primer principio de las cosas, se relaciona con lo creado como el artista con su obra de arte (ST, Ia, q. 27. “Sobre el origen de las personas divinas”, a. 1. “¿Hay o no hay procesión en las personas divinas?”).

Así como la palabra concebida en la mente del artista, se entiende que procede del artista antes que la obra artística que se hace a semejanza de la palabra concebida en la mente; así también el Hijo procede del Padre antes que la criatura, a la que se le aplica la filiación por participar de la semejanza del Hijo (ST, Ia, q. 33. “Sobre la persona del Padre”, a. 3. “Padre, ¿se dice o no se dice de Dios antes de nada en sentido personal?”)

El artista obra por la voluntad, porque la voluntad es el principio de la obra. En este sentido, hay que decir que Dios Padre no engendró al Hijo por voluntad, sino que por voluntad creó a la criatura (ST, Ia, q. 41. “Sobre la relación personas–actos nocionales”, a. 2. “Los actos nocionales, ¿son o no son voluntarios?”).

En los sacramentos de la Nueva Ley la gracia se encuentra instrumentalmente, tal como en los instrumentos del arte está la forma de la obra artística que pasa del artista a aquello que va a recibir su acción (ST, Ia, q. 43. “Sobre la relación de las personas divinas entre sí. La misión”, a. 6. “La misión invisible, ¿se hace o no se hace a todos los que participan de la gracia?”).

Dios es la primera causa ejemplar de todas las cosas. Para demostrarlo, hay que tener presente que la producción de cualquier cosa requiere un ejemplar con el objetivo de que el efecto tenga una determinada forma; pues el artista crea en la materia una determinada forma según el ejemplar establecido, tanto si este ejemplar está delante de sus ojos como si, con anterioridad, lo ha concebido en su mente (ST, Ia, q. 44. “Sobre las criaturas en cuanto procedentes de Dios y sobre la primera causa de todos los seres”, a. 3. “La causa ejemplar, ¿es o no es algo además de Dios?”).

Pero en todas las criaturas se encuentra la representación de la Trinidad a modo de vestigio, en cuanto que en cada una de ellas hay algo que es necesario reducir a las personas divinas como a su causa. Pues cada criatura subsiste en su ser y tiene la forma con la que está determinada en una especie y tiene alguna relación con algo. Así, pues, cada una de ellas es una sustancia creada que representa a su causa y su principio y, de este modo, evoca la persona del Padre, que es principio sin principio. En cuanto que tiene una forma y pertenece a una especie determinada, representa a la Palabra, tal como la forma de la obra artística procede de la concepción del artista (ST, Ia, q. 45. “Sobre [el modo] cómo proceden las cosas del primer principio”, a. 7. “¿Es o no es necesario encontrar en las criaturas algún vestigio trinitario?”).

Así como la formación dada por los artistas responde a la forma del arte presente en la mente del artista, pudiendo ser llamada su palabra inteligible, así también la formación de toda la creación responde a la Palabra de Dios (ST, Ia, q. 74. “Sobre los siete días en conjunto”, a. 3. “¿Usa o no usa la Escritura las palabras más adecuadas para expresar las obras de los seis días?”).

Todo lo natural ha sido hecho por el arte divino; por eso, en cierto modo, es obra artesanal de Dios mismo. Ahora bien, todo artista se propone dar a su obra la disposición más conveniente, no en absoluto, sino en relación con el fin. Prescinde de que tal disposición tenga algún defecto. Ejemplo: Quien hace una sierra para cortar, la hace de hierro, para que valga para tal fin; y no procura hacerla de vidrio, aunque sea un material más bonito, puesto que, como material frágil, sería un impedimento para el objetivo que persigue. Así, pues, también Dios ha dado a cada cosa la correcta disposición, no absolutamente, sino en orden a su propio fin. Es exactamente lo que dice el Filósofo en II Physiq.: Porque así es más digno, no en absoluto, sino con respecto a lo sustancial de cada cosa (ST, Ia, q. 91. “Sobre el origen del hombre: el cuerpo”, a. 3. “El cuerpo humano, ¿fue o no fue correctamente dispuesto?”).

Pero Santo Tomás incide –en diferentes párrafos de este primer volumen de su Suma Teológica y paralelamente a todo lo que ya hemos ido considerando– en que el artista no crea desde la nada, de manera que la analogía de atribución que se da entre las acciones de Dios y las de las criaturas, no puede derivar en tal afirmación. Esto tiene que ver con la diferenciación entre causa primera y causas segundas. Para cerciorarnos de que algo así no debiera derivarse de lo dicho hasta ahora, atenderemos a sus palabras:

El Hijo no es engendrado a partir de la nada, sino de la sustancia del Padre. Ya quedó demostrado anteriormente (q.27 a.2; q.33 a.2 ad 3.4; a.3) que la paternidad, la filiación y el nacimiento son algo verdadero y propio en Dios. La diferencia entre la verdadera generación por la que alguien procede como Hijo, y la fabricación, consiste en que el artista hace algo a partir de una materia exterior, como el carpintero hace un banco de madera; en cambio, el hombre engendra al hijo de sí mismo. Así como el artista hace algo a partir de la materia, Dios lo hace a partir de la nada, como se demostrará más adelante (q.45 a.2) (ST, Ia, q. 41. “Sobre la relación personas–actos nocionales”, a. 3. “Los actos nocionales, ¿provienen o no provienen de algo?”).

No sólo no es imposible que algo sea creado por Dios, sino que es necesario decir que todo lo creado ha sido hecho por Dios, como se deduce de lo establecido (q.44 a.1). Pues todo el que hace algo de algo, aquello de que lo hace se presupone a su acción y no es producido por la misma acción. Así es como actúa el artista con las cosas naturales, la madera y el bronce que no son producidas por la acción artística, sino por la naturaleza. Incluso la misma naturaleza produce las cosas naturales en lo que se refiere a la forma, pero presupone la materia. Por lo tanto, si Dios no obrase más que presuponiendo alguna materia, dicha materia no sería producida por El. Quedó demostrado anteriormente (q.44 a.1.2), que nada puede haber en los seres que no proceda de Dios, que es la causa universal de todo ser. Por lo tanto, es necesario afirmar que Dios produce las cosas en su ser a partir de la nada (ST, Ia, q. 45. “Sobre [el modo] cómo proceden las cosas del primer principio”, a. 2. “Dios, ¿puede o no puede crear algo?”).

Con todo, las explicaciones que leemos en Santo Tomás, pueden llevar a extraer conclusiones que permitan concluir que esa prerrogativa no era solo divina, de manera que algunos tomistas, como es el caso de Fray Mauricio de Begoña, no tengan ninguna dificultad en considerar al artista como creador, incluso teniendo en cuenta lo dicho por Santo Tomás y no solo por lo que luego aseveraría la filosofía racionalista. La lectura hecha por Begoña a partir de Santo Tomás tiene justificación en los textos que siguen. Todos ellos cargados de un mentalismo que se ajustará, como un guante, a la epistemología racionalista:

No porque la nada sea elemento constitutivo de la sustancia de las cosas, sino porque Dios produce toda la sustancia de algo sin presuponer cosa alguna. Así, pues, si el Hijo procediese del Padre como algo surgido de la nada, su relación con el Padre sería idéntica a la relación existente entre el artista y su obra (ST, Ia, q. 41. “Sobre la relación personas–actos nocionales”, a. 3. “Los actos nocionales, ¿provienen o no provienen de algo?”).

Dios es causa de las cosas por su entendimiento y voluntad, como el artista lo es de sus obras. El artista obra según lo concebido en su entendimiento y por el amor de su voluntad hacia algo con lo que se relacione (ST, Ia, q. 45. “Sobre [el modo] cómo proceden las cosas del primer principio”, a. 6. “Crear, ¿es o no es algo propio de alguna persona divina”).

Como se demostró anteriormente (q.15 a.2), el mismo único Dios, sin detrimento de su simplicidad, conoce la diversidad de las cosas. Y así también, según la diversidad conocida, causa, por su sabiduría, cosas diversas. Es como el artista que, concibiendo diversas formas, produce diversas obras de arte (ST, Ia, q. 65. “Sobre la creación de la criatura corporal”, a. 3. “La criatura corporal, ¿ha sido o no ha sido hecha por Dios a través de los ángeles?”).

Por otra parte, Avicena y algunos otros, no sostuvieron que las formas en cuanto tales subsistan en la materia, sino sólo en el entendimiento. Y decían que todas las formas que hay en la materia corporal proceden de las formas presentes en el entendimiento de las criaturas espirituales (ellos las denominaban Inteligencia; nosotros, ángeles), como las formas de las obras de arte proceden de las formas presentes en la mente del artista (ST, Ia, q. 65, a. 4. “Las formas de los cuerpos, ¿son o no son producidas por los ángeles?”).

Y más allá de lo expresado por Santo Tomás, deberemos considerar la obra de Francisco Suárez. En las Disputaciones metafísicas se abandona el punto de vista de Dios, o, mejor dicho, pone en ese lugar privilegiado al hombre. Esta obra deja de ser una obra teológica, por lo que, de entrada, vemos que no está en la misma línea argumental que la de Santo Tomás. Aunque este también hable, en la Suma, de la idea de técnica como “producción”, el sesgo que da Suárez en sus Disputaciones metafísicas es diferente, y muy pertinente para lo que aquí nos interesa.

9. Francisco Suárez

El punto de vista de Francisco Suárez, tal y como hemos señalado, difiere del de Santo Tomás en algunos aspectos. Toma distancia de la analogía de atribución que señala a la acción divina como primer analogado de la humana. Lo hace al incidir en la marcada diferencia que se da entre creación (siempre ex nihilo) y producción (que implica siempre transformación de lo ya dado). El punto de partida es la consideración de Dios, no solo como creador, sino también como productor. La actividad creativa divina está incluida en la de producir, pero no es la misma, sino una de sus posibilidades. Así lo podemos leer en sus Disputaciones metafísicas:

Así, pues, primeramente en lugar del principio físico: todo lo que se mueve, es movido por otro, hay que adoptar aquel otro principio metafísico mucho más evidente: todo lo que se hace, es hecho por otro, ya sea por creación, ya por generación, ya por cualquier otro medio de producción (…) En efecto, la realidad que es hecha adquiere el ser mediante una producción… (Suárez, IV, 257).

Suárez deja claro que el papel de Dios es el de creador, pero una vez que la creación se ha realizado por él, ya no cabe la creación desde la nada, como sucedió en un primer momento. Lo que está creado no es susceptible de segunda creación. Sí de producción, que es transformación de lo que ya existe. Esto mismo es lo único que corresponde a las criaturas creadas, estas no pueden crear desde la nada, pues la creación ya se dio y lo nuevo que pueda surgir derivará –por mor de la agencia humana en algunos casos– al destruirse lo existente. Solo así es posible la producción. Los hombres no crean, solo transforman lo dado, producen. No crean de la nada. Eso solo fue prerrogativa divina.

La tradición suarista verá por tanto la cuestión del siguiente modo: en la creación, el alma humana –el hombre– existe por creación divina. Lo demás que hay en el mundo sensible, es producido por la acción inmediata de causas segundas. La creación originaria ha sufrido transformaciones que no permiten reconocer lo dado en el “instante primigenio”. Pero este modo de ver el mundo sensible, de hoy día, no sería óbice para considerar que, lo actual, no sea también creación divina: Dios creó la materia de la que todo está hecho, pero también creo la causa eficiente que las hace. Las “causas segundas” se llaman, como tales, por eso mismo: la creación se continuó de ese modo no directo. Lo único que no está sujeto a esa “segunda creación” es el alma, que no tiene causa material, derivando de Dios directamente, que la crea ex nihilo. Así lo señala Antonio Hernández Fajarnés en Principios de Metafísica: Psicología:

Lo que empieza a existir en cuanto a toda su esencia y sustancia, de novo, empieza a existir por acto creador; no pudiendo comenzar su existencia de otro modo las sustancias simples y espirituales, y siendo sustancia de esta naturaleza el alma racional, si existe, por acto creador existe; es así que solo Dios es causa creadora; luego al acto creador debe su origen el alma del hombre. (Fajarnés, 1889, 494).

El modo de ver la cuestión por parte de Francisco Suárez y de otros escolásticos, como es el caso de Fajarnés, contrasta con el que sin embargo se consolidó en la filosofía del siglo XIX, a partir de Kant. Pero la cosa no es tan sencilla. Observamos en este tránsito una doble vía: a la vez que la filosofía de Kant se aleja en este punto de Suárez, en otro aspecto precisa de ella. ¿De qué modo?

La respuesta la hemos dado previamente, de un modo indirecto. Pero ahora la vamos a fijar de un modo definitivo: la filosofía de Suárez fue la que inauguró lo que Bueno ha denominado “inversión teológica”. Gracias a ese “giro” fue posible traspasar sin cautelas la potencialidad creadora a los hombres. Francisco Suárez fue la pieza clave para que este nuevo modo de ver fuera desarrollado representativa y ejercitadamente por los posteriores filósofos modernos. Gracias a ese giro, expresado minuciosamente por el filósofo español en las Disputationes, la estética romántica pudo hacer del hombre el “único creador”, atribuyéndole las acciones que eran patrimonio divino.

Concluimos: la senda marcada por la teología de Santo Tomás y la metafísica de Francisco Suárez –sin menoscabo de otros autores escolásticos y neoescolásticos– fue la que posteriormente hubo de transitar la metafísica moderna. Solo es ciego el que no quiere ver.

¿El cine es un arte?

En el apartado que lleva por título De la escolástica al idealismo alemán desechamos una de las afirmaciones vertebradoras del discurso de Mauricio de Begoña, la que rezaba de este modo: la idea de belleza emana del cine. Reconocíamos que ese modo de expresar su tesis, tenía un sentido subjetivo que derivaba del modo de ver de la tradición racionalista. Si del cine es de donde surgen las ideas, eso solo puede suceder si, tal como expresó Kant, el sujeto cognoscente ponía “algo” previamente. Nosotros no podemos aceptar que de ese “sujeto” pueda surgir la idea de belleza, pues es lo mismo que afirmar que la belleza emana de la conciencia pura.

1. La idea de “belleza” no emana de la conciencia subjetiva

También sacamos a la luz que Begoña en ninguna de las páginas de su libro, expresaba lo que entendía por belleza, como tampoco dejaba claro qué era lo que quería decir cuando invoca las “bellas artes”, de las cuales incide en su relación con las que se denominaron en su día “artes liberales”, pero al no clarificar la conexión de unas y otras, nos mantiene en la misma nebulosa en que nos había introducido al mencionar las “bellas artes”. Aunque en el epígrafe 7 del apartado anterior –de título Idea originaria del hombre como creador– señalamos el origen del sintagma “arte liberal” (cuando incidimos en el segundo modelo de técnica de entre los propuestos por Luis Carlos Martín Jiménez), sigue siendo necesario considerar la relación entre “belleza” y “bellas artes”, por un lado, y “arte liberal” por otro lado, para de esa manera comprender todavía mejor que las dos primeras ideas derivan de la segunda. Razones que Begoña hubiera podido trasmitirnos si no sufriese esa contaminación nematológica denunciada por nosotros, y que es la que justifica que podamos calificar su trabajo como pseudofilosófico.

La obscuridad que nos trasmite Begoña en su escrito estaba propiciada por el hecho de que, en los años cincuenta del pasado siglo, cuando Begoña escribía los Elementos de Filmología, el “mito de la cultura” estaba ya funcionando a pleno rendimiento. Un mito por el que todo lo que tiene que ver con el hacer humano tiende a emborronarse, de manera que Begoña, al asumirlo, no podía dar definiciones claras de los términos citados. La llamada a esas ideas no puede traer luz al asunto si no se revela la adscripción institucional en las que se fueron definiendo. Las artes liberales habían entrado a formar parte de un entramado metafísico que Bueno ha denominado “cultura circunscrita” o también “cultura objetiva”. Al denominarla como tal y denunciar a qué nos estamos refiriendo con ella, el mito de la cultura puede ser destruido. Solo así podremos también clarificar ideas como la de “arte liberal”, “bellas artes”, o la misma idea de “belleza”. Leamos lo que dice Bueno en uno de sus últimos escritos, El liberalismo como ideal humanístico:

Y si admitimos, como genealogía de la oposición política entre liberales y serviles la oposición tradicional entre las artes liberales y las artes serviles (oposición que por sí misma no tenía un alcance político), podríamos también, por analogía, explicar esta misma oposición como un caso de los mismos programas contraculturales (en este caso las artes liberales, como representantes de una contracultura liberadora respecto de las artes serviles. Artes concebidas como tecnologías desplegadas al servicio de otras instituciones, mientras que las artes liberales, que se habían liberado de estos servicios, se aproximarían a la divina libertad, a la libertad más sublime (Platón había escrito ya en el Sofista: “El arte de hacer se divide en dos partes, divina una y humana la otra”) (...) Pero la “parte divina” es también una parte de la cultura objetiva, la que venimos llamando “cultura circunscrita” (circunscrita a la normativa y apoyo económico y político del Estado, en cualquiera de sus niveles: municipal, autonómico o central). Una cultura que, desde la perspectiva de su génesis, podríamos denominar como “cultura liberal”. (Bueno, “El liberalismo como ideal humanístico”, El Catoblepas, 161, junio 2015, página 2).

Como estamos comprobando, y para atender a lo que reza este nuevo epígrafe, estamos atendiendo a la propuesta definitoria del arte en Begoña. El carácter que vamos a tener en cuenta, en el tratamiento de esta cuestión, es negativo, pues para nosotros, el mero planteamiento de enfrentar a un sujeto cualquier objeto, sea de carácter particular o, como en este caso, general, es rechazable. Begoña quiere darnos una definición de arte haciendo una simplificación espuria, en la que, además, veremos como unas realidades sustancializadas se desmoronan en el tránsito por el que se mueve la misma acción del “conocer”. De ahí la imposibilidad de definición, tal y como él mismo la plasma. Por otra parte, comprobamos que el discurso sigue inmerso en el discurso kantiano, y de que se muestra inseparable de la relación sujeto-objeto que ya hemos rechazado: “Si el cine es capaz de apoderarse de nosotros de tal manera que parezca privarnos de nuestra subjetividad, convirtiéndonos en el objeto, entonces el cine merecería el calificativo de arte por excelencia. Mas he ahí precisamente donde el cine comienza a manifestarse arte minoritario: la subjetividad muy desarrollada de intelectuales, artistas y sabios se le sustrae, y ya es bastante que el cine logre su benevolencia (…) El concepto de arte no puede ser meramente subjetivo. Tenemos que admitir una definición dada y, puesto que se trata de una palabra y de un signo humano, hay que exigir un mínimo de universalidad y constancia en su valencia...” (Begoña, págs. 337-338).

2. El cine no fue el “sexto arte” ni es el “séptimo arte”

Antes de enumerar las objeciones que discrepan de la definición que busca, para el cine como arte, es imprescindible que sepamos cuál es el punto de partida de la controversia. Begoña va a defender el modo de ver consolidado, el aceptado por la industria estadounidense desde los años veinte: el cine es arte. Previamente a esas fechas, solo Ricciotto Canudo había defendido tal afirmación. Lo hizo en 1911, en un texto publicado en francés y que ha traducido Gustavo Bueno Sánchez, para incorporarlo al acervo del Proyecto de Filosofía en español: “Sorprende que todos los pueblos de la tierra, por fatalidad universal o por telepatía espiritual, no tengan sino la misma concepción estética de la naturaleza ambiental. En todos los pueblos, desde el más antiguo en Oriente hasta el descubierto más recientemente por nuestros héroes geográficos, podemos observar las mismas expresiones del espectro estético: la Música, con su complemento la Poesía, y la Arquitectura, con sus dos complementos, la Escultura y la Pintura. En estas cinco expresiones del Arte, tiene lugar toda la vida estética del mundo. Es cierto que una sexta expresión del arte nos parece por lo pronto algo absurdo, incluso inconcebible; ningún pueblo ha sido capaz de concebirla, tras miles de años. Pero estamos presenciando el nacimiento de este sexto arte” (Canudo, 1911){32}.

Como podemos comprobar, en este texto Canudo señala que el cine es el sexto arte, una afirmación que nadie reconocería hoy, pues lo que el mito señala es algo un tanto diferente: “El cine es el séptimo arte”. Pues bien, la rectificación es del propio Canudo. Rectificación que fue hecha nueve años después (aunque la referencia que Bueno Sánchez ha recogido en la hemeroteca del Proyecto de Filosofía en español es de 1923: “La teoría de las siete artes, aquella que pude exponer por vez primera en el Barrio Latino, hace tres años, ha ganado el terreno de todas las lógicas y se extiende por todo el mundo. En plena confusión de géneros e ideas, trajo una precisión de fuente reencontrada. No me enorgullezco de este descubrimiento, toda teoría supone el descubrimiento del principio que la anima. Constato su difusión; así como, al presentarla, hacía notar su necesidad” (Canudo, 1923){33}. En esta teoría incluyó la danza como un sexto arte. La danza se articulaba con la poesía en uno de los dos artes que consideraba superiores, podríamos decir: la música y la arquitectura. Como artes menores de la arquitectura señalaba los dos que faltan: la escultura y la pintura. En su teoría de los siete artes, el cine sería el último, y tendría un carácter sintetizador: “las seis artes clásicas convergían todas hacia el Cine, que era su síntesis perfecta”{34}. Los texto de Canudo son imprescindible para comprender la trayectoria que la Filmología, promovida por Begoña, tiene en España, y las implicaciones que la ideología que la impregnaba ha tenido en los cineastas españoles hasta hoy día. Pero no solo eso, también son imprescindibles para comprender toda la filosofía que se ha desarrollado en los últimos cien años, pues la tesis de Canudo está integrada en todos y cada uno de las propuestas, debido a que ninguna rechaza la adscripción del cine a las artes. El propio Canudo constató el éxito de su propuesta, no sin mostrar un cierto resquemor por la falta de reconocimiento a su persona.

Lo que estamos criticando en Begoña estaba ya presente en el modo de ver la cuestión de Canudo. También podemos señalar coincidencias entre Canudo y Begoña que no son criticables sino todo lo contrario, como puede ser que constaten uno y otro que en el cine hay una suma de expresiones artísticas diferentes, las cuales sintetiza. En lo que no estamos de acuerdo es en que, fruto de esa síntesis señalada, el cine sufra una transformación total, que le lleve de ser una tecnología, que puede definirse con precisión, a ser un arte. Un arte que nadie define más que apoyándose en frases grandilocuentes cargadas de metafísica, como la llamada a la consolidación del cine como “arte total” (la petición de principio es clara: “arte total”, suponemos, por sintetizar las artes previas que pudieran articularlo): “Aunque los numerosos y repugnantes tenderos del cine se apropiaron del rótulo “Séptimo Arte”, que mejoró inmediatamente el sentido de su industria y de su comercio, no aceptaron la responsabilidad impuesta por la palabra: Arte. Su industria es la misma, más o menos bien organizada desde un punto de vista técnico; su comercio es, a su vez, floreciente o mediocre, de acuerdo con el aumento y la caída de la emotividad universal. Su “arte”, excepto en algún caso donde el guionista sabe cómo querer e imponer su voluntad, sigue siendo casi el mismo que animaba a Xavier de Montépin y otros Decourcelles. Pero este arte de síntesis total que es el Cine, este fabuloso recién nacido de la Máquina y el Sentimiento, comienza a cesar sus gemidos, y va entrando en su infancia. Pronto llegará su adolescencia, arrebatará su inteligencia y multiplicará sus sueños; pedimos apresurar su desarrollo, precipitar el advenimiento de su juventud. Necesitamos el Cine para crear el arte total hacía el que, desde siempre, han tendido las demás artes” (Canudo, 1923){35}.

3. ¿El cine es algún tipo de arte?

Una vez que ya sabemos cuál es el origen de ese modo de ver el cine, retomamos los argumentos de Begoña dirigidos a apuntalar la tesis de Canudo, aceptada universalmente en esos años. Y no nos duelen prendas en afirmar tal universalidad en ese momento y en los que siguieron hasta el presente, pues solo en el contexto de la filosofía materialista se está poniendo en cuestión que el cine sea un arte{36}.

Begoña responde afirmativamente a la pregunta titular. El camino que sigue, para dar esa respuesta, parte de la negación de lo que quiere afirmar. Begoña hace la siguiente afirmación: “Parece que el cine no es arte…” (Begoña, pág. 339). A partir de ella va a tener en cuenta todos los argumentos que se ajustan a tal negación, para contrarrestarlos. De tal manera que, al negar el punto de partida, expresará la definición buscada. La consideración de las objeciones se introduce siguiendo el discurrir del método escolástico (las objeciones las contrarrestará señalando lo que ya sabemos que defiende: que el cine es creación y que es búsqueda de belleza; algo que repite abundantemente, pero en lo que nosotros no incidiremos, para no fatigar al lector más de la cuenta):

• Marcell L'Herbier aseguró, en un principio, que el cine no era arte, aunque años después él mismo diría lo contrario.

• Para Luis Vives el arte requería dos condiciones, ser normativo y tener finalidad reconocible, si faltaba alguna de las dos era mero artis simulacra. Para Begoña el sistematismo y la normatividad anularían el cine.

• Según Chiarini el arte era una “reproducción mecánica de la realidad”. Begoña contrarrestaba esta opinión asegurando que sus imágenes –que precisaban del tratamiento del montaje– provocaban emociones en el espectador.

• Otros afirman que no hay obras permanentes cinematográficas; y Begoña incide en que primero se deben precisar los elementos estéticos y luego preguntar si una película concreta es arte.

• Ninguna de las creaciones cinematográficas ha llegado a ser arquetípica. La respuesta que da es que ha pasado poco tiempo desde el nacimiento del cine, Pero añadiendo que, pese a ello, muchos críticos ya inciden en ciertas películas como “hitos en la adolescente historia del cine” (Begoña, pág. 341).

• Borgese expresa una crítica que recuerda a la Chiarini. Asegura que el cine no es un nuevo arte, es más bien “una técnica de reproducción aplicada a artes antiquísimas” (Begoña, pág. 341). Pese al acierto de esta apreciación, Begoña señala que, aunque el cine precise de esas técnicas, saca un provecho que las otras no habían conseguido. Begoña, preso de lo que podríamos denominar como “espejismo del cine” asegura que “la cantidad y calidad técnicas del cine determinan un arte en sí” (Begoña, pág. 341).

• Están los que solo matizan la postura de Begoña, pues afirman que el cine es solo “relativamente” un arte. Las matizaciones al respecto serán tendentes a anular esa relatividad: “El cine es una industria por los capitales que moviliza; un oficio por los conocimientos técnicos que exige a los realizadores; y, alguna vez, por el venturoso encuentro de circunstancias del todo excepcionales, un arte” (Begoña, pág. 341).

• Duhamel afirma que el arte es solo de minorías, de los pocos que sienten gozo cuando otros no lo consiguen. Y como el cine consigue el gozo de esos, sobre los que los primeros consiguen elevarse, el cine no es arte. Begoña solo acepta de aquí la distinción que se hace del cine respecto de otras formas artísticas previas.

• A la objeción que expresa que los espectadores del cine son sobre todo jóvenes y mujeres, contesta que esto se da por la inmadurez del nuevo arte.

Aceptadas algunas de esas objeciones, y negadas otras, concluye que es posible considerar deficiencias en el tratamiento del cine como un arte. Algunas de estas son: el conformismo sentimental, el primitivismo intelectual o la ausencia de estilos. Incluso parece aceptar algo que anula su tesis principal, relativa al arte como búsqueda de la belleza (reconoce en el cine elementos que denomina “anestéticos” o “parestéticos”, los cuales se caracterizan por negar la calidad estética). Pero al parecer, esta contradicción no perturba su modo de ver la cuestión. Y de lo que no tiene ninguna duda es de lo que pretende demostrar: que “el cine es arte, alguna clase de arte” (Begoña, pág. 343).

Y una vez que considera esto demostrado, se hace la pregunta sobre el momento en que el cine se propuso producir arte. Para encontrar una respuesta satisfactoria, comienza por tomar en consideración lo expresado por Marcelino Menéndez Pelayo, sobre el arte en general, para aplicarlo al cine: “Arte es la creación o producción reflexiva de lo bello. En el cine hay una verdadera creación, es decir: una producción de algo que antes no era, aunque no sea una creación ex nihilo” (Begoña, pág. 343).

Lo que dice Menéndez Pelayo, que para Begoña es programático, es también inaceptable para nosotros. Y lo es, en dos sentidos: El primero es el de la recurrente articulación de arte y belleza. El mismo Begoña reconoce que se dan deficiencias en el tratamiento del cine como arte, tal y como acabamos de comprobar, justo después de observar la lista de objeciones. Sin embargo, también podemos constatar, al continuar con la lectura de su libro, que no da demasiada importancia a ninguna de las pegas que se han enumerado. El segundo es el de la confusión en que Begoña se mueve respecto de las ideas de creación y producción. La crítica a la labor “creadora” del cineasta la hemos desarrollado en el apartado anterior. Pero esto no es óbice para que volvamos a incidir en la confusión respecto del arte como fruto de la actividad “creadora” de un sujeto (de una “conciencia pura”), que aparece explícitamente al tomar el arte como fruto de la “reflexión”.

La confusión estaba ya en Menéndez Pelayo. Confusión que este, al parecer, había tomado a partir de los postulados de la filosofía hegeliana. El mismo Mauricio de Begoña reconoce la influencia del filósofo alemán en la concepción del arte de Menéndez Pelayo. Mutatis mutandis reconocemos que esa misma influencia se da en Begoña. Al leer Elementos de Filmología esto se hace patente: “Por ser creación reflexiva, implica una idea que trata de manifestar y ofrecerse a los sentidos y a la sensibilidad. Es más: esa idea debe representarse de manera que “se reconozca que su forma sensible no es solamente un objeto real de la naturaleza, sino un producto de la imaginación y de la actividad artística del espíritu”” (Begoña, pág. 343). Esta actividad del “espíritu”, que Hegel defendía, es la que Begoña considera perfectamente aplicable al cine como arte.

Begoña no solo atiende a lo que Hegel había señalado, o Menéndez Pelayo, en base al anterior, sino que sigue rastreando definiciones de arte que refuercen su tesis. Pero, lejos de clarificar qué sea el arte, consigue lo contrario: “Tanto la idea griega socrática, platónica, aristotélica y horaciana, como la agustiniana y luego escolástica, que abarca desde la idea primaria de artesanía, recta razón para hacer algo, conjunto de reglas para ejecutar una obra, pasa por el de la definición de las cosas bellas “quae visa placentlas cosas que, vistas contempladas o percibidas, agradan, se fija escolásticamente en la condición liberal de las artes{37}, por oposición al fin de mera utilidad, y llega hasta el arte divino de Grecia, todos estos conceptos de arte son en alguna medida, en algún sentido, siquiera sea minoritario, aplicables al cine, como artesanía, como técnica, como producción de efectos artísticos, como portador y sugeridos de ideales hermosos y aun absolutamente libre y hermoso en sí, como resultado reflexivamente perseguido. Luego el cine es arte, según las bases todas de los conceptos de nuestra cultura” (Begoña, pág. 344). Begoña afirma aquí demasiadas cosas. Algunas de ellas –su insistencia en la búsqueda de “belleza” o los “ideales” perseguidos”– ya han sido previamente rechazadas por nosotros.

Argumentos que se adecuan y armonizan con los que ya hemos denunciado, por aparecer en su libro recurrentemente, son los que expresa a partir de las propuestas kantianas. De ese modo quiere reforzar lo dicho previamente: “En el cine se trata frecuentemente de cultivar lo bello y siempre de producir un efecto de placer desinteresado” (Begoña, pág. 344). Y otros, que también hemos ya desechado, por incidir en la cuestión de los sentimientos. La referencia que ahora tomamos no es directamente de Kant ni de ningún filósofo del romanticismo sino el ministro de cultura e instrucción pública de Hitler, Joseph Goebbels: “Es una representación estética de las alegrías y de los sufrimientos capaces de conmover al pueblo” (Begoña, pág. 346). Y será a partir de la lectura de la definición que nos brinda, y que citamos a renglón seguido, cuando Begoña se nos muestra como un defensor del subjetivismo sin paliativos: “el arte es una representación del mundo, y el cine es la representación del mundo que el hombre se ofrece a sí mismo, pululante de formas y fantasías” (Begoña, pág. 346).

Begoña da por demostrado que el fin principal de un arte es la belleza, y que la finalidad del cine es la misma. Que si no hay consenso en su consideración como arte, como ha podido comprobarse en lo que él mismo ha señalado, es por ser, el cine, un “novato agente de publicidad estética y lanzador de bellezas seriadas” (Begoña, pág. 350). Es pertinente volver a la recurrente afirmación de su libro por mor de lo que estamos buscando en este apartado. Dice Begoña: “en su afán de producir belleza, su campo es todavía estrecho. Oscila dramáticamente entre presentar la belleza dulce y bondadosa o exhibir la cruel y desmesurada. No hay grutas de Calipso todavía en el cine” (Begoña, pág. 359). Incluso afirma que el cine no es arte como lo son las seis artes (pintura, poesía, música, escultura, danza y arquitectura) por el hecho de que “aún” no lo ha logrado, pero que lo logre es solo cuestión de tiempo, dada su constante superación: “Cuando uno oye la Novena, se para ante los mármoles helénico-florentinos, lee Hamlet, medita el Quijote o analiza un Velázquez, todas las almas saben que el cine no es eso ni probablemente llegará nunca a ser como eso. Es la dificultad quizá de que nada moderno pueda ser clásico en el momento presente” (Begoña, pág. 359){38}. Veinte años después el cine habrá subsanado todas esas deficiencias derivadas de su novedad, así lo afirmó el jesuita Carlos Staehlin Saavedra, pues tal y como hemos señalado previamente, él lo consideraba ya como un arte superior a los demás, como una “síntesis perfecta” de los otros seis artes.

En el discurso de Begoña, sin embargo, la minoría de edad del cine es un recurso constante. Aludiendo a ella pretendía contrarrestar cualquier negación de su estatuto de arte y de expresión de belleza: “Todas sus imperfecciones pueden resumirse en que apenas es cine, como la música apenas era música comunicada en la flauta de Títiro con relación a la orquesta de Wagner. Sin embargo, la humanidad tiene siempre la música, igual que a la humanidad nadie le despojará del cine, de este nuevo manto imperial de grises y movimiento” (Begoña, pág. 353). Esta cita nos remite a algo en lo que ya habíamos incidido previamente: a su apuesta por el cine mudo. Para Begoña, el cine sonoro no sería nunca el que consiguiera la finalidad que buscan las bellas artes, y solo el cine mudo sería el capacitado para consolidarse como arte: el cine “reclama por su origen y por su naturaleza el silencio… para ser sinfonía perfecta, ha de ser mudo” (Begoña, pág. 353). Mudo y en blanco y negro, ese será el cine en su más alto grado de arte. Solo sabiendo esto entendemos su definición de cine: “arte de expresar la imagen movida por medio de la luminosidad” (Begoña, pág. 358). Definición que aparece refrendada, aunque en sentido negativo, por la afirmación que él mismo cita de N. Bardéche: “Nosotros que hemos visto nacer un arte, es muy posible que lo veamos también morir. Nos acordamos de tantas y tantas esperanzas maravillosas y melancólicas con el pesar que se tiene por lo que pudiera haber sido” (Begoña, pág. 358){39}.

Esta toma de posición nos hace descalificar en otro sentido su trabajo, pues fue un mal cálculo el que le llevó a despreciar el cine sonoro y en color, pese a que –cuando está diciendo esto– más de dos décadas de desarrollo técnico preveían por donde iba a evolucionar la máquina. Si echamos la vista atrás para datar el origen de todas y cada una de las disciplinas que se denominan artísticas, de la única que tenemos datos concretos es del cine. La cuestión no tiene ningún misterio. El cine se desarrolla a partir del invento de la técnica del cinematógrafo. La exactitud deriva de cuestiones relacionadas con el orden legal y con cuestiones económicas, ya que su datación es fruto de una patente, por otra parte muy dirimida{40}. Además de los hermanos Lumière, hubo otros inventores de aparatos similares, que quisieron imponer su prelación legal aunque sin conseguirlo. Que los franceses fueran los triunfadores fue lo más lógico, pues su cinematógrafo era superior a los demás en diferentes aspectos, entre los que destacaba la posibilidad de filmar mucho más metraje. Pero también hubo otros inventos muy importantes, sin los que el cine no hubiera sido la importante institución en que se convirtió años después: el fonógrafo, imprescindible para el posterior cine sonoro, es ejemplo de ello. Pero no podemos dejar de considerar todos los desarrollos anteriores que, directa o indirectamente, fueron precisos para que el cine se consolidara como lo que ya era en tiempos de Mauricio de Begoña, y lo que es a día de hoy. Y sin perjuicio de lo que será en el futuro, pues la posterior tecnología implicada en él, ha hecho que esté en constante transformación. Quién sabe si su transformación –apoyándonos en la proliferación de los llamados “efectos especiales” de la que ya hemos sido testigos– derivará en la desaparición de los escenarios, en incluso de los actores, en la elaboración cinematográfica.

4. El cine como “séptimo arte”

Como sabemos perfectamente, Begoña no tiene ninguna duda con relación a la adscripción del cine como “arte”. Ante semejante afirmación debemos hacer una pregunta más que pertinente: ¿qué tipo de arte es el cine? Si estuviéramos adscritos a la concepción romántica del cine –que ya hemos rechazado con antelación– la pregunta tendría una respuesta breve y sencilla: el cine es un arte, una de las bellas artes. El “séptimo arte”, desde que Ricciotto Canudo así lo catalogó. Begoña ni siquiera nombra una sola vez a Canudo, salvo en la bibliografía de su libro, lo cual no ayuda a que se le pudiera relacionar con la autoría de la tesis. Gustavo Bueno Sánchez es quien ha sacado a la luz al olvidado Canudo. El olvido generalizado del filósofo de esa nueva tecnología –quizá podríamos decir que primero– quizá se deba a que el cine, al ser denominado como “séptimo-arte”, se transformó en una “idea-fuerza” que no precisa de argumentos. Y que por su transformación en idea-fuerza, el que la expresó y definió, fue borrado por la misma fuerza de la idea.

Carlos María Staehlin Saavedra no consiguió subsanar el olvido del papel de Canudo, incluso él mismo, por los motivos referidos, fue borrado de la historia del cinematógrafo, en este último caso solo a nivel nacional. Begoña comete una gran injusticia, pues al mencionar en su bibliografía el libro de Canudo de 1927 L’Usine aux images, no se entiende que ningunee de tal modo la autoría de la calificación –que, como hemos señalado, va muchas más allá de una mera calificación– del cine como “séptimo arte”. Begoña muestra una total inmersión en la idea-fuerza: “El público, los realizadores, directivos e interpretativos del cine, su crítica y, por último, la investigación especulativa de hecho, con una preponderancia que es casi unanimidad, han proclamado al cine como arte, ‘séptimo arte’” (Begoña, pág. 318).

5. Ni el cine ni ningún otro arte son “artes de lo bello”

En este capítulo, uno de nuestros principales cometidos es el continuar con el enfrentamiento al racionalismo asumido en las afirmaciones de Begoña. Al principio ya hemos realizado una pequeña incursión, al incidir en el hegelianismo de Begoña, y también cuando hemos rechazado su deuda con la estética kantiana. Esto incluso en capítulos previos. Pero Begoña no deja de reiterar argumentos, como los que ahora vamos a confrontar: los relativos al cine como expresión estética. Este modo de ver la cuestión deriva en afirmaciones como la que asegura que el arte, por el hecho de imitar, procura placer: “La imitación está en la entraña de todas las artes y del goce estético” (Begoña, pág. 323). O cuando leemos que el cine es arte y que el arte es siempre bello. Y es que, respecto del cine, podemos comprobar que ninguno de los que han escrito, previa ni actualmente, sobre él, nos explican en qué sentido tiene que ver con la belleza.

Y lo mismo que con el cine ocurre con las artes en general. La idea de “belleza” que aquí se deja ver es la que también encontramos en la definición romántica de las “bellas artes”. Pero estas “bellas artes” no son una suerte de idea eterna que los autores románticos hubieran descubierto, gracias a que Kant les hiciera “mirar” en la dirección adecuada. Aunque ya hemos clarificado el origen de la idea de “bellas artes”, es preciso señalar que, lo que implica el sintagma, es precisamente la misma conexión de ambas ideas. Una conexión que, siendo problemática, no se entiende como tal. La pregunta a la que hemos respondido previamente es a la que proponemos una conexión entre arte y belleza: ¿por qué el arte “busca” la belleza? Al responder negativamente lo que hemos conseguido es disolver la misma pregunta. El arte también busca lo que no es bello, así nos lo ha hecho ver Gustavo Bueno. La pregunta implica por tanto una conexión gratuita. Conexión que es asumida dogmáticamente hoy día, sin que se planteen preguntas muy apropiadas que lleven a saber de qué se está hablando al hacer referencia a la misma. El problema, reconocido por nosotros, es que, a la belleza se le ha dado, desde la Crítica del Juicio de Kant, una definición psicológica. Definición que no clarifica a qué nos referimos al hacer mención a ella. Tal modo de definirla no permite conocer qué es lo que queremos decir al referirnos a que algo es bello o que ese algo participe de la belleza:

La definición de belleza que usted (responde Bueno{41}) atribuye con fundamento, a Platón, y que suscribe también Santo Tomás (“pulchra sunt quae visa placent”), vincula la belleza al placer, y semejante vinculación es totalmente ambigua y discutible (obligaría a considerar placentera la audición –por el oído, por tanto– de la marcha fúnebre de la Tercera Sinfonía de Beethoven. Sería un placer sádico o masoquista. El concepto de sensibilidad, que en nuestros días se utiliza sobre todo en contextos políticos (“las diferentes sensibilidades del partido socialista...”), es demasiado vago como para poder tomarlo como criterio estético. Para que los fenómenos estéticos sean materiales, no necesitan reducirse a la condición de fenómenos corpóreos. La simetría, que suele ser considerada como un valor estético en muchas tradiciones artísticas, es una relación material entre objetos corpóreos, sin que ella misma sea corpórea. Dudo mucho que se pueda hacer una “ciencia de la belleza”, tomando “ciencia” en el sentido que cobra en la Teoría del Cierre Categorial, por ejemplo; lo cual no quiere decir que todo lo que no sea ciencia de la belleza haya de ser poética de la belleza. (“Erótemas. Entrevista a Gustavo Bueno”, Fedro 4. 2006){42}

En el texto de Begoña, pese a las muchas páginas en que desarrolla la cuestión de la estética cinematográfica, no encontramos una expresión satisfactoria que clarifique lo que quiere decir con que el arte busque la belleza. Hemos dejado claro que tal búsqueda no clarifica nada, sobre todo teniendo en cuenta que, en esa búsqueda, también puede encontrarse lo que no es bello: la fealdad. La belleza no puede ser la finalidad constante que debe expresar el cine, pues la fealdad es también algo buscado. Si pensamos en lo que reitera Begoña, esta otra consideración, la del feísmo, anula su discurso. Nosotros solo podemos constatar la anulación pues la fealdad no puede sustraerse del discurso, dadas la estrecha relación que guarda con su opuesto, la belleza: las ideas filosóficas pueden estar en las cosas más insignificantes. Una de esas ideas, que tiene relación directa con el feísmo, es la de “basura”, que Platón considera en su diálogo Parménides, y que Bueno analiza en su libro Telebasura y Democracia.

Para Mauricio de Begoña la belleza sigue teniendo el sentido escolástico, una idea que trasciende las categorías, como también lo era “lo bueno” y “lo verdadero” (bonum, verum, pulcrum). Quizá por el hecho de que, como acabamos de comprobar en la cita de la entrevista Erotemas, Santo Tomás definía “lo bello” meramente como lo que place a los sentidos: Pulchra sunt quae visa placent. Estas palabras de Santo Tomás son muy borrosas. Lo denuncia Gustavo Bueno en El mito de la felicidad. En primer lugar porque si tenemos en cuenta las diferencias culturales que se dan con relación al gusto, al “placer estético”{43}, es imposible ajustar una definición de belleza que satisfaga a todas a la vez. Eso deriva en que reconozcamos la falta de univocidad de la misma: belleza no es un concepto unívoco sino análogo. En segundo lugar está la cuestión de cómo interpretar su definición, pues pese a reconocer que hay placer porque lo bello agrada, está por ver si hace referencia a “diferencias distintivas de las cosas bellas” o a “diferencias constitutivas”. Las primeras serían externas al objeto que se tiene por bello, las segundas internas al mismo{44}.

Begoña no tiene en cuenta este modo de ver, que no es mera sutileza sino filosofía en sentido estricto, pues al considerar todo lo que aparece en el campo de la estética, lo que muestran esos cineastas mencionados cobra su justo sentido, y lo que nos podría parecer contradictorio deja de serlo. Nos referimos a que, en todos los casos, surgirían críticos que alabarían lo que de estético había en esas producciones no enmarcadas en el ámbito de la belleza sino en el del “feísmo”. Como señala Gustavo Bueno:

Probablemente sería conveniente comenzar desconectando los fenómenos estéticos y la belleza; el “feísmo” también es una corriente estética y artística. (“Erótemas. Entrevista a Gustavo Bueno”, 2006)

El discurso de Begoña pone por delante la idea general de belleza para de ese modo considerarlo un arte con mayúsculas, pero al no percatarse de que, en lo relativo a la estética, la belleza no puede desvincularse de su opuesto, o como últimamente se suele decir, dada la relevancia adquirida por la axiología, de su contravalor: el “feísmo”. Al no tenerlo en cuenta, su discurso se debilita. Pese a lo que Begoña diga, la mayoría de las películas nada tienen que ver con la belleza: ni el cine de terror, ni el cine negro, tampoco el realismo cinematográfico, y, por lo mismo tampoco el “neorrealismo”, ni la mayoría de las películas que se circunscriben a los diferentes géneros y subgéneros. Pero dejando de lado las clasificaciones habituales –que lejos de clarificar lo que consiguen es todo lo contrario– vamos a acudir a las realizaciones concretas. Atendiendo a cada una de ellas –y aunque solo lo hagamos con unas pocas, que servirán de ejemplos– podremos ver si la belleza tiene el papel que asigna Begoña al cine. Vamos a comprobar que muchas películas, realizadas antes de que Begoña escribiese su libro, eran reluctantes a esa idea de belleza que, según sus palabras, “emana de la pantalla del cinematógrafo”.: ¿Dónde está la belleza cuando aparece el Nosferatu que llevó a la pantalla Friedrich Murnau? ¿Es bello El Golem de la película de Carl Boese y Paul Wegener, o es más bien terrorífico? El famoso conde de la película Drácula o las atracciones circenses –enanos, mutilados, mujeres con grandes barbas, además de otros individuos con diferentes deformaciones– de La parada de los monstruos, ambas de Tod Browning, o el Frankenstein de James Whale, ¿qué tenían de bellos? Y las caracterizaciones de los famosos Chaney, padre e hijo (desde el primer fantasma de la Ópera hasta el hombre lobo, pasando por Alonzo “el sin brazos”, Quasimodo y muchos monstruos más), ¿no son el paradigma de la fealdad más que de la belleza? ¿Qué tiene de bello lo que vemos en M, el vampiro de Düsseldorf, de Fritz Lang?

Tampoco las posteriores al momento en que Mauricio de Begoña escribió su libro podemos calificarlas como bellas: nadie puede hablar en esos términos al referirse a la película de Pier Paolo Pasolini, Saló o los 120 días de Sodoma; tampoco pueden considerarse ejercicios de “búsqueda de lo bello” al trabajo de autores como George A. Romero o Peter Jackson (estos dos últimos son dos de los más relevantes cineastas gore, cine que en español se define peyorativa y clarificadoramente: “de vísceras”); y no solo estas, también podríamos apuntar la falta de “hermosos ideales” de gran parte del cine de muchos autores, como es el caso de John Cassavetes (películas como Sombras, o también Rostros), de Sam Peckinpah (Grupo salvaje, Perros de paja, La huida o Quiero la cabeza de Alfredo García), de David Lynch (Cabeza borradora, El hombre elefante, Terciopelo azul o Carretera perdida), Michael Haneke (Funny Games, La pianista o Cache), y otros muchos más. Algunos críticos valorar otros logros estéticos en esas producciones, que por supuesto no son los de la belleza (solo algunos individuos, que incluiríamos sin pestañear en la clase de los que tienen algún problema mental, sí considerarían bellas algunas de estas propuestas). Por otra parte, podríamos seguir enumerando filmes que no tienen por objeto la belleza, y los ejemplos serían tantos que corroborarán que neguemos la afirmación de Begoña: que el cine sea un arte por el hecho de buscar la belleza, tiene una justificación tan débil, que, con lo que acabamos de señalar, podemos considerarla anulada.

Así pues, pese a que Begoña no tenga en cuenta la amplitud del campo de la estética, sí reconocemos que lo encontramos ejercitado en el cine, pues las producciones referidas, de aquellos autores que no buscan el agrado del público sino sensaciones desagradables, se enmarcan en lo que había expulsado el primero.

Resumiendo: la cuestión está en reconocer que belleza y feísmo pertenecen al campo de la estética, y en que la una se conjuga con el otro. Siguiendo la argumentación de Bueno en El mito de la felicidad, señalaremos que en este campo no solo hay belleza sino también fealdad, y que el gusto que implica la contemplación de ambos puede ser tan diferente que incluso debemos saber que, tanto la falta de gusto como su contrario el dis–gusto, son ambos estéticos. El feísmo de las películas antes enumeradas es contenido estético. Los críticos que así lo expresan no podemos considerarlos errados en sus apreciaciones, la justificación de las mismas es precisamente esta: que los contenidos del feísmo pertenecen, contraria sunt circa eadem, al campo de la estética.

6. El movimiento para la física, no para el arte

Tampoco es aceptable, desde nuestros parámetros, que el cine tenga, como fenómeno estético más relevante, la observación en la pantalla de figuras animadas, incluida la humana. Quizá en las primeras filmaciones y en los primeros visionados, de un público poco acostumbrado a la nueva técnica, tendría un sentido fuerte, pero después no. Lo mismo podría decirse de los que vieron el famoso tren de los hermanos Lumiére en la sala de proyección, cuando pensaron que se les echaba encima sin remedio, de manera que unos se revolvieron en sus asientos y otros incluso salieron huyendo. Podría ser más sorprendente ver fabulas cinematográficas en las que los animales hablan. O en la que aparecen animales prehistóricos, como los famosos dinosaurios traídos a la pantalla por Steven Spielberg en las últimas décadas.

Así pues, y atendiendo a la cuestión del movimiento en general, no solo al de la figura humana, salta a la luz la debilidad de la argumentación: volviendo al texto de Begoña, leemos en él que la forma del cine son los movimientos que vemos en la pantalla, y que tales movimientos serán los que derivarán en que el cine sea cine, para seguidamente considerar lo que para él es esencial: “…hemos de recoger inmediatamente el concepto escolástico de forma y aceptarlo con todo su abolengo estético –se ha definido estética como la ciencia de las formas– y viendo cómo desde este mismo punto, el mundo de las formas móviles, que es el cine, comienza a girar en la órbita estética” (Begoña, pág. 319). Así pues podemos concluir, a partir de lo que Begoña asegura, en primer lugar, que el cine es arte por el movimiento observado, y, en segundo lugar, que la imagen en movimiento es lo que hace que lo denominemos arte. El dialelo está servido.

Pero además, ¿qué movimiento es ese, que solo podemos percibirlo apotéticamente por el sentido de la vista? Si fuera el movimiento susceptible de operaciones y de relacionarse con otros conceptos del campo de la física, no solo podría ser observado por la vista. El tren filmado por los hermanos Lumière, tendría que haber arrollado a los espectadores, si ese movimiento fuera tal y no una mera ficción. El terreno por el que transitan Begoña, y tantos otros, es un terreno pantanoso, en el que los términos que manejan no les permiten llegar al fondo del asunto. El cine no es “imagen en movimiento”. La imagen en movimiento está presente en el cine, pero ese movimiento, es pertinente aclarar, que no es el de la física. Si esto no se hace, todo se emborrona. El cine es otra cosa{45}.

7. ¿Qué quiere decirse con que la estética es esencial al cine?

Begoña toma cierta distancia con otros importantes teóricos que quieren poner el acento en el tratamiento psicológico y sociológico del cine. Como es el caso de Raymond Bayer, para el que el cine “no conquistará su estética autónoma, no será verdaderamente un arte, por muy lejos que se le quiera llevar, mientras no se esfuerce en resolver y poner en claro las implicaciones propias del filme en la investigación psíquica del hombre y en su estudio sociológico de los grupos. Psiquismo y sociología se imponen necesariamente a la atención del técnico de arte del siglo, siempre que intente darle no solamente sus aspecto específico, sino, además, reservarle un campo propio de acción y de poderes” (Begoña, pág. 320). Begoña argumenta que lo que Bayer dice puede aceptarse porque todavía no se habían desarrollado las implicaciones de la nueva estética cinematográfica.

Considera que las dificultades son tan grandes debido a que no se sabe con precisión qué contenidos estéticos son los que tienen relación con él: “Pero es que además la misma estética en general no está definitivamente esclarecida cuando, como menciona Paul Valery en 1937 al congreso internacional de esteticistas, su mismo objeto está por definir” (Begoña, pág. 320). Como vemos, la dificultad está expresada desde parámetros que tenemos por poco resolutivos, dependientes de la epistemología dominante, que impone la posibilidad del conocimiento en un sujeto, como conciencia pura, que tiene frente a él un objeto que debe entender, cuando se imprima en su conciencia, como idea. Como esas dificultades son insoslayables, pese a que las reconozca, Begoña sigue transitando su camino a ninguna parte.

En su divagar, Begoña pretende sacar a la luz lo que significa la estética cinematográfica. Observamos que en algún aspecto se aleja de su punto de vista anterior, el que incidía en la “búsqueda de belleza”. Este alejamiento se deja ver cuando atiende a la consideración del cine como una mera diversión, o también, cuando se toma como elemento propagandístico o publicitario, incluso cuando se le ve como un medio de enseñar o de educar. Pero ese alejamiento es meramente estratégico, pues siempre retoma su tesis fuerte: si se quiere expresar lo que el cine tiene de estético, se deberá incidir en la labor de los cineastas que lo tienen –dejando en un segundo plano lo señalado anteriormente– como medio de expresión artística.

Y pese a opiniones de filósofos también interesados por el asunto, como es el caso del mencionado Raymond Bayer, Begoña opina que la estética en general tiene un puesto preponderante en el saber filmológico, sin dependencia directa de la psicología y la sociología. Afirma, implícitamente, que su valor estético puede ser la propia esencia del cine: “En todo caso, surge la cuestión sobre cuál es la aportación propia e indispensable de la Estética a una Filmología científica y completa. Esta ha de ser descriptiva y normativa, dando en sus comienzos la preponderancia a la descriptiva para más tarde aspirar a dictar normas en virtud de las cuales una película puede revestir el carácter de obra de arte, ya que el saber estético se distingue perfectamente de todas las demás consideraciones sobre el cine que pueden suministrar la Sociología, o la Psicología, precisamente porque puede indicar las vías y medios por los cuales una obra producida, podrá resultar revestida de cualidades de obra de arte” (Begoña, pág. 321).

Begoña indica que los artífices de las obras artísticas deben expresar una intencionalidad y aplicar una técnica. De este modo es como sigue su programa escolástico pues a la sustancia del cine, expresada como materia y forma (tal y como pudimos comprobarlo previamente), le añade ahora la causalidad eficiente y la finalidad: “metafísicamente se pueden y deben estudiar, desglosándose de estas dos causas (se refiere a los materiales del cine y a su forma sustancial), aquellos elementos que constituyen las demás causas de cualquier ser, como son las causas agentes, las ejemplares y las finales del cine” (Begoña, págs. 318-319). Estas dos nuevas causas –que completan las ideas ontológicas previamente expresadas por él– le permiten expresar tres funciones que desarrolla el cineasta, dada su preocupación por lo estético: la primera, es la selección de hechos que aporten los valores estéticos; la segunda, es la que deriva en que se consiga el acoplamiento de estos hechos, para conseguir la finalidad buscada; y la tercera, “abstraer las condiciones generales que moldean y especifican el saber estético en sus aplicaciones particulares al arte del film” (Begoña, pág. 322). Todo ello lo resume así: “su aportación, su finalidad y su límite quedan determinados con la intención y la aplicación de una técnica que persiga en las películas, en todo o en parte, la consecución de una obra artística” (Begoña, pág. 322).

Los elementos estéticos que señala en el cine son los que enumeramos a continuación (comenzando por los que comparten con otras formas artísticas): el ritmo; la imitación; la facultad de presentar seres, personas y objetos; la simultaneidad de efectos naturales y artísticos; el exotismo; la nostalgia; la relación con el cuerpo humano; la relación entre el espectador y el actor, la luz; el lirismo; y el erotismo. Después de enumerar estos, se pregunta cuáles serán los elementos estéticos privativos del cine, pues los elementos estéticos que se han enumerado hasta ahora, también lo son de otras artes, y por ello separa los que son exclusivos del cine, que según indica son estos tres: la fotografía, el ritmo de su movimiento y el tema.

Estos elementos desglosados por Begoña para describir lo que hace que un arte sea lo que es, han sido ya cuestionados en cierta medida a lo largo de este trabajo. La clarificación del papel de la fotografía en el cine será objeto de un estudio más exhaustivo que excede el interés de este trabajo, aunque podemos señalar que la fotografía no la trataremos como un elemento estético, sino como una tecnología perfectamente integrada en el cine. Y respecto de lo que señala como “tema”, sería preciso decir que este ya está incorporado en una de las artes que los agentes cinematográficos deben articular: la literatura. Una expresión artística que está presente en todo filme. Presencia que no deriva en que se dé una mutación de un arte en otro: la literatura seguirá en el filme, pese a que en su realización sufra transformaciones, y su presentación ante los receptores sea muy diferente a la lectura directa o a ser escuchada por ser leída o narrada oralmente por terceros.

Respecto del ritmo, tercer y último “elemento estético” del cine, de los enumerados por Begoña, no queremos dejar de atender a la definición que nos da de él: “valor universal de todas las cosas bellas y de todas las artes, y (…) condición de cuanto existe con peso y medida” (Begoña, pág. 323). Begoña considera el ritmo como algo esencial al cine, y lo sustancializa. La sustancialización es radicalmente rechazada por nosotros, como rechazamos cualquier otra sustancialización. Aunque reconozcamos la importancia del ritmo en el cine, además de en otras modalidades de arte, esta importancia debe ser matizada. El profesor Bueno en el Curso de filosofía de la música al que ya nos hemos referido, dejó meridianamente claro esto mismo respecto de la música: que el ritmo, la ritmicidad, no es esencial a la música, sino que solo es propio de ella. En cine pasa algo similar, aunque la ritmicidad en el cine no tiene los caracteres de la música sino los de los diferentes modos de narración que encontramos en él. Y esto nada nos dice sobre el cine. Que una película tenga un ritmo narrativo lento o pausado no tiene relevancia de cara a entender qué es el cine, o cuál es su estructura. En música su relevancia es mayor, aunque es pertinente señalar, como hizo Bueno en el curso mencionado, que las vanguardias musicales pusieron en cuestión tal relevancia.

Lo que afirmamos taxativamente, es que el ritmo, como antes dijimos respecto del movimiento, no es esencial al cine. Los fotogramas no tienen ritmo sino que solo pueden generar la apariencia de movimiento cuando el aparato cinematográfico los proyecta uno tras otro a velocidad constante. Igual que rechazamos el movimiento como esencial en la película que ve el espectador, y aceptábamos el movimiento físico de los fotogramas, rechazamos ahora el ritmo como ese “elemento estético” esencial al cine. El ritmo estará presente en la música que oigamos al ver la película. Estará presente también en lo narrado, pero este último no diferirá del expresado en la literatura. Tanto en la que solo leemos como en la implicada en la construcción cinematográfica. Y afirmamos que, lo que se presenta ante nosotros, solo será apariencia de ritmo. El ritmo no será por tanto una sustancialidad previa, o como dice Begoña, un “elemento estético”. El hacer del realizador conseguirá que esta apariencia de ritmo se dé de un modo u otro, como todas las demás apariencias de las que seremos receptores una vez que están en la pantalla.

8. ¿Es el arte imitación?

Begoña nos dice que el cine tiene “poder reproductivo imitativo” (Begoña, pág. 323). Qué quiere significar con tal afirmación es para nosotros una incógnita, pues da por hecho que, con solo expresarlo, todo queda explicado. La mención a la mímesis es ella misma un argumento de autoridad: Aristóteles, en su Poética, dice que el arte es imitación, sentando las bases de lo que asume Begoña. Ni siquiera presta atención a la evolución que tal afirmación sufrió en los veinticinco siglos de trayectoria. Como si en lo dicho por Aristóteles estuviera implicado todo lo que la escolástica añadió, e incluso lo que la tradición racionalista dijo posteriormente.

La cuestión tiene la suficiente enjundia como para no tomarla a la ligera. Luis Carlos Martín Jiménez se ha preocupado por aclarar las implicaciones de la mímesis aristotélica, en su libro Filosofía de la técnica y de la tecnología. Allí nos presenta una clasificación de las técnicas, en los ocho diferentes modelos (atendimos a ellos cuando tratamos la cuestión del arte liberal, que es el relativo al segundo modelo de técnica), en las que la conexión técnica (arte, en sentido aristotélico)/imitación queda circunscrita solo a uno de los ocho modelos, al primero, desvinculándose de todos los demás.

El técnico es el que, al trabajar con las manos, transforma lo que hay en la naturaleza. Siguiendo a Platón, debemos atender a que su Demiurgo –pieza clave del mito que podemos leer en su diálogo Timeo– daba, con sus manos, forma a la arcilla, a la materia prima informe, para producir todo lo que Platón incluía en el Mundo sensible. La actividad divina, es también actividad humana. La metáfora de Platón depende de lo tangible, de lo que podemos conocer a través de los sentidos. El dios alfarero no es previo al alfarero humano. Esta analogía se invierte con Aristóteles, pues, respecto del conocer, da primacía a Dios. Un dios que no es un técnico, como lo era el platónico. El dios de Aristóteles es Acto puro. No tiene manos, por lo que no puede llevar a cabo operaciones quirúrgicas. Su actividad es “pensar”: piensa en su propio pensamiento. Así lo expresa el mismo Aristóteles al definir, esa actividad suya, como noesis noeseos.

El hombre desarrolla una actividad que lo acerca a esa divinidad. Su alma, en su faceta de noûs poietikós, al alejarse totalmente de las actividades técnicas imita la actividad divina. De manera que, para Aristóteles, esa actividad contemplativa, asimilada a la divina, es tan poética como la que se ejercita quirúrgicamente. Esta dicotomización en la actividad humana va a llegar hasta hoy día, aunque con importantes transformaciones:

Tras ideas tan repetidas sobre la mano como instrumento de instrumentos, en analogía con el noûs, en potencia de ser todas las cosas, lo cierto es que a Aristóteles se debe buena parte del soterramiento de la idea, que afecta al noûs metafóricamente, pues “en lo que puede ser de otra manera de cómo es, es preciso distinguir dos cosas: de una parte, la producción, es decir, lo que producimos exteriormente, y de otra, a la acción, es decir, lo que solo pasa en nuestro espíritu” (Moral a Nicómaco, cap. III, “Del arte”, Espasa-Calpe, Madrid 1987, pág. 204). Se trata de la distinción entre artes productivas (mecánicas) y prudenciales (éticas y políticas), que atraviesa todo el Medievo. (Martín Jiménez, 2018, 68).

Esta distinción no solo atraviesa la Edad Media. Las dos vertientes transformadoras, que según Aristóteles eran propias de la poiesis, han llegado hasta nuestros días, aunque invertidas. Este cambio drástico al que estamos aludiendo ya lo hemos considerado (es el que inauguró Francisco Suárez en sus Disputationes, y que la filosofía racionalista asumió con todas sus consecuencias): la “inversión teológica”. Una vez que Dios desapareció de los engranajes implicados tanto en el saber (Aristóteles) como en el hacer (Platón), la situación privilegiada que ostentaba la ocupó otro ser de cualidades similares. Y las consideraciones respecto de este saber y este hacer sufrieron, a su vez, un vuelco conceptual:

Los esquemas del arte como imitación vuelven después de 2.300 años en un mundo tecnológico donde las concepciones naturalistas tienen un rango axiológico positivo, o mejor dicho, los modelos naturalistas de la técnica vuelven a brotar con fuerza desde tradiciones generadas en torno a la corriente civilizatoria principal, pero ahora con rango axiológico negativo. En la actualidad se valora una idea de técnica imitativa por lo contrario que se degradaba en Aristóteles, precisamente por alejarnos de un ser humano científico y político (ahora degenerado), y acercarnos a uno natural (bárbaro en Aristóteles). (Martín Jiménez, 2018, 70).

9. ¿Qué imita el cine?

Respecto del cine, constatamos que la idea de imitación que aparece en el texto de Begoña no nos dice nada de interés. Contrarrestaremos sus afirmaciones atendiendo a que, en el cine, no podemos considerar el mismo modo de imitación que observamos en la literatura o en la pintura. En Elementos de filmología no encontramos diferencia entre unas artes y otras a la hora de tratar la mímesis, perpetuándose la borrosidad de su discurso.

No consideramos acertada, por lo poco clarificadora que resulta, la relevancia dada por Begoña a la imitación como facultad de presentar seres, personas y objetos, abundando en que los héroes de la novela se nos hacen presentes en la pantalla{46}. Es oportuno ahora abundar en la pintura. El retrato tiene semejanzas con el primer plano del rostro, pero esas semejanzas lo que consiguen es confundir. En el retrato podemos decir que se da adecuación entre el modelo retratado y el propio retrato. Pero en el cine no pasa esto, la adecuación de lo que vemos se da solo con el actor. El primer plano es del actor. Además todo se complica al tener en cuenta que, lo que el actor representa, no es a él mismo sino a su personaje. Si la caracterización de este actor lograra que pudiera pensarse que no es él sino el representado, estaríamos en el mismo caso de los pintores Zeuxis y Parrasio. Uno y otro conseguían engañar, mediante el “realismo” de sus pinturas, el uno a animales y el otro a hombres{47}. Begoña, al no tener en cuenta todo esto, incide en que la figura humana representada en el cine va mucho más allá que los logros de la pintura, o de otras artes, entre las que incluiremos la escultura. No podemos aceptar que el cine, ni el arte, cualquiera que sea el considerado por Begoña, vayan “más allá”. Tal modo de expresar esa finalidad del cine, o del arte, demanda lo sublime, o alguna otra suerte de realidad trascendente que rechazamos. Su discurso está preso de una metafísica de la belleza que ya hemos desechado.

Volviendo a un terreno más transitable, retomamos nuestra crítica señalando que, el cine de hoy, ha tomado distancia con el que se hacía en la década de los cincuenta en que Begoña escribe. Hoy el cine está muy lejos de la técnica implicada en el cinematógrafo inventado por los hermanos Lumière. Hoy, el cine, se presenta articulado como una tecnología muy desarrollada, que ha dejado muy atrás a los primeros artilugios de grabación y reproducción. Con ello no le quitamos ninguna relevancia al invento originario, pues con él se mostraron aquellas primeras imágenes en movimiento, del modo exitoso que derivó en que el cine se consolidara como industria. Pero, en el cine actual, hay implicadas muchas más técnicas que en el originario. Aunque es pertinente decir que, lo que más ha proliferado en su elaboración, son las tecnologías también implicadas. Por otra parte, en el cine, además de lo señalado, se articulan muy diferentes modos artísticos: la literatura, la pintura o la fotografía, son solo algunos de ellos, ya que hay muchas disciplinas más adicionadas.

La mímesis que aceptamos para el cine tiene que ver con todas estas técnicas y artes adicionadas. Aunque es necesario puntualizar que su adición nunca derivará en que podamos considerar el cine como un ejemplo de algo que hemos confrontado: tal adición no hace del cine “un arte”. Cada forma artística tiene sus particularidades, cada saber hacer artístico se da en un campo diferente. Los ejes de ese campo expresarán diferentes términos que no tendrán una definición coincidente si se repite su grafía en otro campo. Tal y como no puede surgir el arte cinematográfico de la asimilación de artes, afirmamos –de un modo diferente, añadido, al que habíamos expresado en apartados anteriores– que tampoco es posible la unidad de las artes.

Negación de la “esencia del cine” expresada en Elementos de Filmología

Las vías por las que Begoña transita en su expresión de lo que es esencial en el cine, con el “ser del cine”, siguen siendo las de la metafísica, tanto en su versión aristotélico-tomista como en la racionalista. En el final de su libro comparará el cine con la poesía. Esta expresión artística es la que, según Begoña, nos permitirá hacernos una idea de lo qué es el cine y los derroteros por los que debe transitar en sus expresiones. Pero esto no es decir nada.

En las últimas páginas de su libro no es cuando da la definición fuerte de lo que para él es la esencia del cine, lo hace mucho antes. Considera esa esencia como expresión del hilemorfismo aristotélico: pese a la concurrencia de un gran número de elementos diferentes, los que están presentes en el momento de la “creación” fílmica son la materia y la forma: “Porque la esencia del cine, a pesar de la complejidad de los elementos que concurren a su creación y de las variadas resonancias de su existencia, tiene que ser esencia una y singular, como todos los seres, en la cual unidad, que no excluye varios elementos esenciales, como la unidad hombre: cuerpo y alma, han de confluir todos los diversos aspectos que, desde varios puntos de vista, puedan científicamente observarse en el cine. Entonces es cuando esos mismos aspectos parciales adquirirán categoría filmológica por converger en el objeto esencial” (Begoña, pág. 210).

En las últimas páginas de su libro retoma esta concepción hilemórfica pero focalizándola solo en los actantes, y no en todos. Señala a los actores y al realizador. Desde este nuevo punto de vista, parcial, sin embargo afirma que en el cine la materia tiende a la forma, incluso verificándose de modo más patente que cualquier otro compuesto –hilemórfico– que pueda considerarse: el realizador conforma el “material plástico” que son los actores. Aunque está claro que los actores tanto por señalar a los actores como “material”, que así lo podemos ver en algunos aspectos, sino por el hecho de definir al realizador como “dador de formas”. Pero este giro, pese a recordarnos el mito del Demiurgo, del Timeo platónico, es una de las concesiones al racionalismo, pues más que un Platón sacado de contexto, lo que aquí reconocemos nuevamente es la metafísica del genio.

La filosofía racionalista asumida por Begoña es la que emborrona todo este planteamiento final de Begoña. La definición de la esencia del cine que hemos citado (que hemos rechazado tanto al citarla como en páginas anteriores, pues parte de la sustancialización tanto de la materia como de la forma), se va desdibujando. Y en los párrafos que siguen comprobaremos que ese deterioro es cada vez mayor. Al principio de nuestro texto hicimos una llamada al pluralismo implicado en la filosofía escolástica, pues tal y como Begoña comenzaba su escrito –incidiendo en las técnicas implicadas en la elaboración fílmica, por ejemplo– daba pie a que alabáramos la metodología con que incoaba su escrito. Pero de ese pluralismo, con el discurrir de sus argumentaciones, nada queda. En su último capítulo, el dedicado a expresar su esencia, solo la metafísica monista del racionalismo está presente.

En esta última página, retoma muchos de sus argumentos, aunque dándoles un nuevo sesgo, que a veces es definitivo. Vamos a ver que paulatinamente su tomismo se a ir “coloreando” con otras ideas que, al final anegarán todo su discurso.

Retomamos el texto de Begoña atendiendo a cómo entiende el ser del cine, su esencia. Vuelve a decirnos que, el ser del cine, es una suerte de compuesto hilemórfico en el que se amalgaman las “realidades” de la materia y la forma, expresadas por él como “aspectos materiales” y las “apariencias espirituales”. La dificultad que nosotros encontramos, en esta “definición” es que no podemos entender cómo es posible la percepción de esos “espíritus”, de esas “formas”, pues la percepción de las mismas está implicada en esa apelación a ellas como “apariencias” (¿cómo pueden ser percibidos esos espíritus que, por definición, son incorpóreos?).

La unidad de las artes que Begoña ha defendido a lo largo de todo su trabajo aparece refrendada en las última páginas de su libro cuando señala que lo que individualiza a cada una de las artes es el material: “Las materias de arte no son intercambiables” (Begoña, pág. 367). Y a renglón seguido expresa una serie de afirmaciones que pese a haberlas rechazado previamente las volvemos a considerar. No solo porque Begoña las recupera en este momento, sino porque es una de nuestras tesis más fuertes. No aceptamos que las artes que el cine articula dejen de ser lo que eran: “La pintura, la escultura, la misma música, la poesía que contiene el cine o que de él se acompañan no son, en realidad, ninguna de esas artes” (Begoña, pág. 368). Es más, reiteramos que el cine, pese a articular esas artes, que lo siguen siendo, no es él mismo un arte más. El cine es una tecnología.

En las últimas páginas de su libro Begoña trae nuevamente a colación ideas como la de belleza, de espacio, de tiempo, esencia (aristotélica), &c. Retoma afirmaciones que ya hemos desechado, como la de que el objeto del cine, como el de todo arte, es la belleza: “…mundo de esencias en el cual es ciudadano el cine es el de las realidades estéticas (…) reside en el palacio y gruta de las cosas creadoras de belleza” (Begoña, págs. 363). Retoma los trascendentales kantianos (espacio y tiempo), para desde ellos expresar el cine como “dinamicidad”. Dinamicidad que expresa mediante tres momentos (que fácilmente se pueden conectar con las tres ideas de la metafísica): el movimiento, la espiritualidad y la ficción subjetiva. Según Begoña, es con el primero de ellos, con el movimiento, se comienza a vislumbrar la esencia del cine.

El movimiento lo vemos en la pantalla, y se logra tras un doble proceso, el de descomposición (esta descomposición es lo que sucede en lo que denomina “cine de toma”) y el de recomposición del movimiento (este es “el cine proyectado”, que parte de las imágenes fijas): “Lo que en las demás artes queda en conato, en el cine es la ley de su esencia, y existencia. Muchos de sus planos no son más que la inquietud para encontrar el definitivo, que a su vez no acaba de ahormarse, y, moviéndose, engendra otros. Su ritmo se rige por una ley esencial intrínseca al mismo cine, de tener que vivir en continua metamorfosis” (Begoña, pág. 365). Pero no quiere abundar en el movimiento (lo mismo dice del ritmo, pues ambos están ya presentes en otras artes), quiere apartar ese concepto para introducir el que le parece más adecuado para el cine: la “dinamicidad”.

Para reforzar su tesis se aferra a Kant: “No es exacto decir que el cinematógrafo logra la creación de un espacio y de un tiempo puramente ideales, si no se añade que este espacio y este tiempo ideales no son otra cosa que la determinación conceptual, originariamente abstracta, del espacio y del tiempo “reales” en la cual se expresa en forma concreta y cinematográficamente lograda la “dinamicidad”)” (Begoña, págs. 365-366). Pero ante tal argumentación solo cabe señalar que espacio y tiempo, además del tratamiento que hace del movimiento y del ritmo, dependen de su modo de ver erróneo. La “realidad” que Begoña adscribe al cine, deriva del tratamiento espurio de esas ideas (espacio, tiempo, ritmo, movimiento). El ritmo es un concepto claro y distinto en música, y el movimiento, en física. Pero, traídos al cine, dejan de ser conceptos, debido a la problematización que soportan al ser arrancados de sus respectivos campos categoriales, de tal manera que pierden su definición. Del espacio y del tiempo podríamos expresarnos en los mismos términos, pero lo que aquí diríamos sería reiterativo, pues de ambos hemos tratado con anterioridad.

Begoña termina de dar “forma” a su argumento retomando nuevamente su peregrina filiación a la fenomenología, muy cercana en muchos casos a la de Husserl, pues pese a no mencionarlo explícitamente, lo que dice armoniza con esa filosofía: el cine solo cumple su función en la mente del individuo racional que ve la proyección en la sala de cine, o ve esa misma filmación sentado en el salón de su casa. La ficción cinematográfica se verifica solo cuando ha llegado al público: “la discontinuidad no se convierte en continuidad sino después de haber penetrado en el espectador. Se trata de un fenómeno puramente interior… una ficción subjetiva” (Begoña, pág. 369). Un modo de ver que apuntala con citas de Ortega y de Santayana. Lo que trae a colación de este último no puede ser más rotundo para corroborar lo que acabamos de decir: “todo objeto aprendido intencionalmente experimenta una elaboración subjetiva en el espectador” (Begoña, pág. 370).

Recapitulemos: el compuesto hilemórfico señalado en un principio, es ahora expresado como amalgama entre un ordo rerum extensarum y un ordo rerum idearum. Todo ello unido al movimiento, gracias al cual se “realiza”. Esta es la última expresión de lo que para Begoña es la “esencia” del cine. Pero esa realidad, que el movimiento hace que surja, es una suerte de paso del “no-ser” al “ser”, de meras apariencias –pues eso es solo lo que vemos en la pantalla”– a “realidad”. Pero lo que dice Begoña también podemos expresarlo de otro modo distinto, en el que se introduce su tesis definitiva: el cine es una esencia estética. Es esencia porque Aristóteles ya había expresado lo que precisaba para serlo y la carga estética deriva de los desarrollo de la filosofía moderna. Con ninguna de las dos explicaciones asociadas podemos mostrar acuerdo, y rechazamos tanto ese aristotelismo sustancialista como el esteticismo kantiano que lo recubre.

Desde nuestros parámetros aseguramos que, para hablar de la “esencia del cine”, debemos huir de tales tratamientos y reconocer que esa esencia solo puede ser expresada como una totalidad que no está fijada sino que está en transformación constante, el cine es una esencia procesual{48}. Y como toda totalidad procesual está cambiando constantemente: sigue un curso, que comenzó su evolución cuando se pudo señalar un núcleo para su esencia. Esto lo hemos podido datar, aunque sin definir en concreto cuál es ese núcleo, pues podemos hablar de cine desde finales del siglo XIX. Además, toda esencia tiene un cuerpo que va cambiando a lo largo de su historia, y que es lo más visible, lo que se patentiza ante todos, sean los propios agentes cinematográficos o seamos los meros receptores.

En Reguerones (San Román de los Montes), a 13 de septiembre de 2020.

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{1} Gustavo Bueno Sánchez: Filmología, efímera e ideológica disciplina, clase magistral impartida en la Fundación Gustavo Bueno: fgbueno.es/act/efo176.htm

{2} Gustavo Bueno Sánchez, “Filmología”, En Averiguador: filosofia.org/ave/002/b072.htm

{3} Gustavo Bueno Sánchez, “Filmología”: filosofia.org/ave/002/b072.htm

{4} Los vídeos grabados de ese curso se pueden ver en esta dirección web de la Fundación Gustavo Bueno: fgbueno.es/med/fmus01a.htm

{5} Mauricio de Begoña utiliza siempre el anglicismo “film”, nosotros preferimos “filme”. Este, además pertenece al acervo del español desde hace más tiempo que el anglicismo usado por Begoña.

{6} Desde nuestro punto de vista consideramos que, hablar de ritmo en el cine, es una metáfora tomada del terreno de la música y que tiende a oscurecer lo que es el cine. Pero Begoña se muestra en este aspecto contumaz, dada la persistencia en poner el acento en la cuestión del ritmo. Nosotros consideramos que el ritmo sí aparece en el filme, pero en su aspecto narrativo, de manera que la cuestión del ritmo estaría ya incluida en la primera afirmación.

{7} Gustavo Bueno, “En torno a la distinción entre ‘Conceptos’ e ‘Ideas’”, El Catoblepas 127.

{8} El desarrollo que estas cuestiones, y otras que irán emergiendo en capítulos posteriores, tienen una amplia respuesta en nuestro trabajo titulado Filosofía del cine, de próxima publicación.

{9} El título del libro lo escribe en italiano porque se referirse al texto traducido por Umberto Barbaro.

{10} El papel que este último autor tiene en la constitución de la Filmología como disciplina, lo ha sacado a la luz Gustavo Bueno Sánchez. Remitimos nuevamente al artículo “Filmología” de Filosofía en español, y a su intervención –“Filmología, efímera e ideológica disciplina”– del 19 de noviembre de 2018 que ya hemos mencionado al principio del texto: fgbueno.es/act/efo176.htm

{11} La lógica de Hegel se mueve siguiendo una dialéctica que incluye los dos modos de conocer: El entendimiento piensa los objetos, en el momento “abstracto o intelectual del entendimiento”; El entendimiento sigue actuando cuando se engendra la negación del primer momento dialéctico, es el momento “Dialéctico o negativo-racional”, que para Hegel sería el momento fundamental, el motor de la realidad. Pero aquí entra en juego otro modo de conocimiento diferente, el que toma de la tradición, y que es para él el fundamental: la razón, que reunirá en una unidad superior las determinaciones opuestas del entendimiento: es el momento “Especulativo o positivo-racional”.

{12} En lo que acabamos de apuntar es donde Begoña encuentra respuestas a la “negación de la filosofía” que ha denunciado con anterioridad: “Filosofamos acerca del cine por dos razones. La primera, porque es razonable que así sea en la madurez eventual del cine y de nuestro quehacer cultural insoslayable. La segunda razón, porque ello es necesario, es fatal. Los objetos de nuestra reflexión se nos imponen. Están presentes a nuestra actitud intelectual. El mérito o valor del objeto y nuestra sinceridad mental nos obligan al pensar cinematográfico. Por otra parte, recordemos que la crisis de la filosofía –aun concediendo que sea sencillamente un hecho intrínseco a la actitud de los profesionales de la filosofía, y no simplemente un apremio de escasez, un sencillo fenómeno de falta de “obra de mano”, comparable en cierto modo al sistema general de razonamiento en que el mundo hoy vive– es también una actitud filosófica. La negación de la filosofía es una filosofía, y no de las menos complejas” (Begoña, pág. 23).

{13} Gustavo Bueno Sánchez hizo un desarrollo de esta interesante idea al principio de su clase magistral sobre filmología, y a la que ya hemos hecho referencia en las primeras páginas de nuestro trabajo.

{14} Remitimos a la primera lectura, “Ética, moral y derecho”, del libro de Gustavo Bueno El sentido de la vida, Pentalfa, Oviedo 1996. Páginas 15–88.

{15} En el artículo La genealogía de los sentimientos, que Gustavo Bueno escribió en 1988, y que fue publicado en la revista Luego, incide en la influencia de la tesis de Tetens en la filosofía de Kant: “el concepto-clase de los “sentimientos” es un concepto constructivo, de fecha relativamente reciente, que aparece en el contexto de una combinativa teórica formada en torno a ciertas relaciones que pueden ser establecidas entre los conceptos de “sujeto” y de “objeto”, tal como aparecen en la filosofía moderna. Johann Nikolaus Tetens (1736-1807) es el primer gran expositor y divulgador de la clasificación trimembre de las facultades anímicas en representaciones, voliciones y sentimientos que estaba llamada a sustituir a la clasificación bimembre tradicional (mantenida por Leibur y los wolffianos) en representaciones (o contenidos de la vis cognoscitiva) y voliciones (o contenidos de la vis appetitiva superior)”. (págs. 88-89).

{16} Cantwell era obispo de los Ángeles, y fue el fundador de esta famosa Liga, que fue alabada por el papa Pío XI en su encíclica Vigilanti Cura. El pontífice consideraba una necesidad el papel moralizador que asumió ante los derroteros por los que estaba transitando el cine de Hollywood.

{17} La crítica al cine como lenguaje amerita un tratamiento mucho más exhaustivo que el que vamos a presentar aquí, pues la mayor parte de filósofos del cine, están en este aspecto de acuerdo con lo vamos a leer que defiende Begoña, aunque las razones dadas por todos ellos sean de muy distinta índole. Nuestra posición respecto de este asunto, aquí solo va a ser incoada, pues su desarrollo lo hemos llevado a efecto en otro trabajo de próxima publicación que llevará por título Filosofía del cine.

{18} En la tradición no se daba este problema. Para Aristóteles las cosas son las homónimas no las palabras. Fue posteriormente cuando se le dio la vuelta al asunto y las que pasaron a ser homónimas fueron las palabras que nombraban a las cosas. Los homónimos aristotélicos recibieron en la filosofía escolástica el calificativo de análogos de atribución. Un concepto será un análogo de atribución cuando tenga un sentido propio, que será el primero, pero también otros sentidos derivados de ese primero, que podrán aplicarse a otras cosas diferentes. El ejemplo que pone Bueno lo extrae de Santo Tomás, aunque es un ejemplo muy recurrente en la escolástica, el de la palabra “sano”: decimos que un hombre está sano, pero también podemos decir lo mismo de los alimentos o de los climas. “Sano” se aplica de modo analógico, atributivamente. Se llama “atribución” por el hecho de que se refiere al hombre primeramente, pues habla de él, de su interior, por el hecho de estar vivo. Mientras que referida al alimento o al clima lo que decimos con “sano” es algo externo. Solo será sano el alimento porque el alimento es para el hombre, y lo mismo con el clima. Lo sano aquí es algo indirecto.

{19} El ejemplo que pone Bueno es el de la Fisiología y de la Psicología de la percepción. Lo presenta en su Teoría del Cierre Categorial. La cuestión tiene una gran importancia, según señala el mismo Bueno, ya que la problemática que incide en la realidad del mundo exterior –que se presenta a los sentidos del sujeto– es la tesis más comprometida de toda la teoría del cierre. Esta problemática marca la disyuntiva realismo/idealismo (problema del Molyneux). La Fisiología y la Psicología de la percepción “presuponen ya dados (en la experiencia adulta definida en un determinado nivel cultural) los objetos que ellas mismas tratan de reconstruir: ese árbol, o la Luna. Mientras que la problemática filosófica, en cambio, se refiere al tipo de realidad que pueda corresponder a los objetos dados mismos. Y estos objetos no se circunscriben, en modo alguno, a aquellos contenidos que constituyen el campo de la Fisiología y de la Psicología, puesto que entre los objetos hay que hacer figurar, cada vez en mayor número, a los “objetos” introducidos por las ciencias modernas.” (Bueno, Teoría del Cierre Categorial, tomo 3, pág. 93). Como vemos, las concesiones son demasiado importantes, como para no poner en cuestión estas relaciones epistemológicas.

{20} Las nueve figuras del espacio gnoseológico se mueven en dos planos, el objetual (allí encontramos las siguientes figuras: los términos, las relaciones, los referentes y las esencias) y el subjetual (que incluye fenómenos, operaciones, autologismos, dialogismos y normas). En el plano subjetual, lo que denominamos referenciales materiales, se concretarán además dependiendo de su posición y las relaciones que observen en los tres ejes diferenciados del espacio antropológico: tendremos referenciales radiales, circulares y angulares. Los referenciales se presentan ante el sujeto gnoseológico como fenómenos. De estos últimos hay que dar cuenta. De manera que, podemos decir, que este es el modo en que empieza a darse el proceso de conocimiento.

{21} Suárez Ardura está confrontando las tesis defendidas por Jorge Balló y Javier Pérez en su libro La semilla inmortal.

{22} Como ya habíamos dicho en este mismo epígrafe, el espacio antropológico es un recurso del materialismo filosófico absolutamente pertinente para las pretensiones de este trabajo. Marcelino Suárez Ardura nos lo recuerda en sus escritos constantemente, pues sus análisis, en cualquiera de los temas que trate, quedan diseccionados siempre, señalando los límites marcados, además de por las figura gnoseológicas, por los distintos territorios que delimita el espacio antropológico. Para lo que nosotros estamos aquí desarrollando, los trabajos de Marcelino Suárez Ardura han sido tan relevantes como lo son los de nuestro común maestro Gustavo Bueno.

{23} La presencia de ideas filosóficas en el cine ha sido estudiada por Luis Carlos Martín Jiménez en un artículo que titula precisamente así La presencia de las ideas filosóficas en el cine, por lo que remitimos a él dado su interés para la cuestión que aquí estamos tratando. Las ideas que se reconocen en las películas –siguiendo a Martín Jiménez diremos que de forma representada o ejercitada, a la vez que de modo accidental o esencial– pueden mostrarse a través de la puesta en escena de mitos, algunos de ellos luminosos, aunque en la mayor parte de las ocasiones oscurantistas. Luis Carlos Martín Jiménez, La presencia de las ideas filosóficas en el cine: nodulo.org/ec/2010/n103p14.htm

{24} Estos desarrollos los llevamos a cabo en otro lugar, en el texto Filosofía del cine.

{25} Resaltamos “causas” por el mero hecho de que nuestro sistema ha clarificado cuál es el mecanismo de la ley causal, muy diferente del implicado en el planteamiento de Begoña, que, por otra parte, es el habitual. Remitimos a Entorno a la doctrina filosófica de la causalidad, publicado en el número de la Revista Meta dedicado a la Filosofía de Gustavo Bueno.

{26} Gustavo Bueno, Identidad y Unidad (1). La cuestión fue desarrollada por él en este artículo y en los que continuaron con el mismo título. Es importante traerlo aquí a colación para contrarrestar lo que nos propone Begoña con esta “unidad sustancial” que sería una película. Es más, la “unidad sustancial” es solo una de las dificultades implicadas con relación a esta cuestión: “Despliegue de los diferentes géneros de unidad: unum per se/unum per accidens; unidad de simplicidad/unidad de composición; unidad real/unidad lógica; unidad trascendental/unidad predicamental. Y, dentro de esta, las modalidades correspondientes a la unidad numérica y al concepto de número, la unidad individual y el concepto de individuo; y, de aquí, el planteamiento de la cuestión sobre el principio de individuación, tanto de las sustancias como de los accidentes”. (Bueno, “Identidad y Unidad (1)”, El Catoblepas, enero 2012, pág. 2).

{27} René Claire dijo que “el cine existe solo en la pantalla” (Begoña, pág. 191).

{28} Gustavo Bueno, en el Curso de Filosofía de la Música, dio suficientes razones para dejar de lado esta explicación simplista. La música sinfónica no fue un efecto de una necesidad social de dar al mayor número de personas espectáculo. La evolución de la música se dio, pero muchos factores fueron necesarios y no solo los relacionados con el orden social.

{29} Gustavo Bueno. “Educación, ¿para qué?”. El Catoblepas 129, noviembre 2012, página 2.

{30} Gustavo Bueno. “La esencia del teatro”, Revista de Ideas Estéticas 46. Madrid 1954.

{31} Lo criterios que le van a permitir definir ocho modelos distintos de técnicas son los siguientes: (1) Criterio gnoseológico: Idea fáctica/idea preambular. (2) Criterio ontológico: Idea lisológica/ idea morfológica. (3) Criterio axiológico Idea de técnica generadora/idea de técnica degenerativa. Los ocho modelos son los siguientes (solo los nombramos): (1) idea de técnica imitativa, (2) servil, (3) proyectiva, (4) prometeica, (5) autónoma, (6) epocal, (7) ortopédica y (8) dialéctica. Animamos al lector a que atienda a este imprescindible desarrollo en el capítulo 3º –Ideas y doctrinas de la filosofía de la técnica–del libro de Luis Carlos Martín Jiménez.

{32} El texto en francés y la traducción de Gustavo Bueno Sánchez, pueden consultarse en la hemeroteca de Filosofía en español: filosofia.org/hem/191/9111025c.htm

{33} Traducción de Bueno Sánchez, a partir del texto publicado en francés en Gazette des Sept Arts, París, 25 de enero de 1923, número 2, página 2: filosofia.org/hem/192/9230125.htm

{34} Gustavo Bueno Sánchez, en el artículo “Ricciotto Canudo 1877-1923” del Averiguador de Filosofía en español, cita esta frase de Carlos María Staehlin Saavedra (director de la Cátedra de Historia y Estética de la Cinematografía de la Universidad de Valladolid), que en su tesis doctoral reconoce esa autoría de la denominación “séptimo arte” en Canudo. Staehlin Saavedra fue el que inauguró el festival de cine de Valladolid, aunque todavía no tuviera ese nombre, sino el de Semana de Cine Religioso. La nematología imperante hoy día ha querido borrar este nombre de la historia por su adscripción jesuita.

{35} Ibídem.

{36} Podemos mencionar dos momentos previos, el de la ponencia que dimos en 2017 en Santo Domingo de la Calzada, el 19 de julio de 2017, con el título: Cine: mercaderías y relatos, y el texto de Marcelino Suárez Ardura. Publicado en el número 185, otoño 2018, de El Catoblepas: “La corrupción política en la trilogía de El Padrino de Francis Ford Coppola”.

{37} Como escolástico que es, a Begoña no se le escapa la conexión entre el modo de ver de la escolástica y los planteamientos expresados por la filosofía racionalista posterior.

{38} Pese al olvido generalizado de Ricciotto Canudo, observamos que lo defendido en su manifiesto de 1923 está presente en el texto de Begoña. El éxito de la propuesta, paralelamente a desprenderse de la autoría, lo reconocía Canudo en ese mismo texto, tal y como hemos comprobado previamente.

{39} De este autor dice que fue uno de tantos y tantos artistas puros que, “ante el advenimiento del cine hablado cayeron en la melancolía”.

{40} “Ignoramos los orígenes de la música y apenas sabemos algo de los orígenes de la pintura y de la escultura; pero se sabe que el cine comenzó su existencia como una documentación de hechos y que solo gradualmente fue adquiriendo la tendencia a perderse en el mundo de la ilusión, al que, por ahora, consideramos como su morada natural” (Begoña, pág. 197). La cita la toma Begoña del texto Volto del cinema, y su autor es un tal Spencer, del que solo hemos encontrado referencias en el libro de Begoña.

{41} Respuesta por escrito de Gustavo Bueno, en febrero de 2006, al cuestionario de Antonio Ruiz Zamora para Fedro, revista de estética y teoría de las artes.

{42}Erótemas. Entrevista a Gustavo Bueno”, Fedro, Sevilla, mayo 2006, nº 4, páginas 3-7.

{43} Resaltamos este sintagma referido al gusto porque, tal y como dice Bueno en El mito de la felicidad, es también, como sucede con la “belleza”, una “expresión equívoca” (Bueno, El mito de la felicidad, Ediciones B, Barcelona 2005, pág. 76). Solo parece querer decir algo, sin embargo no sabemos qué es ello. Qué sea, a lo que se refieren los que nombran la “experiencia estética”, es lo que se trata de desentrañar, ya que el mero hecho de nombrarla no trae ninguna luz.

{44} Lo que acabamos de exponer es un escueto resumen de lo que podemos leer en las páginas 76 y 77 del texto de Gustavo Bueno, El mito de la felicidad.

{45} El desarrollo de estas cuestiones se lleva a cabo en un texto de próxima publicación que llevará por título: Filosofía del cine.

{46} En el artículo Materialismo filosófico o pseudofilosofía, publicado en la revista El Basilisco 55, tratamos esta cuestión al referirnos a la supuesta realidad de “Don Quijote” defendida por Ramón Rubinat, en el suyo: Introducción a la Teoría de la Ficción de la Crítica de la Razón Literaria (El Basilisco 51).

{47} En Televisión: Apariencia y Verdad, Bueno narra el suceso relacionado con estos dos pintores: “Yo he pintado –dijo Zeuxis– unas uvas que han confundido a los pájaros pero Parrasio una cortina que me ha confundido a mí”. (Bueno, Televisión: Apariencia y Verdad, pág. 32). Volveremos a tener en cuenta a estos dos pintores, y lo que implica el relato legendario narrado por Bueno, cuando tratemos el tema de la estructura categorial del cine.

{48} La esencia del cine será ampliamente tratada por nosotros en Filosofía del cine.

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