Capítulo 10
Los escuadrones de la muerte en Uspantán
“Era una víctima de la violencia como tantos otros. Estaba arrastrado por lo que pasó, se vio llevado. Por eso buscó venganza.” –Un enemigo de Chimel descrito por un viejo amigo, 1994.
Por más que la violencia sorprendiera a la gente de Uspantán, no tenían dudas acerca de la identidad de los asesinos, especialmente si éstos eran de los alrededores. Docenas de personas nos hablaron a Barbara Bocek y a mí de los orejas, de los confidenciales del ejército, de los judiciales (policía judicial que actuaban como oficiales de justicia y detectives) y de los comisionados (civiles nombrados por el ejército para el reclutamiento forzoso de jóvenes para el ejército). Excepto algunos de los judiciales, eran hombres de la localidad que el ejército designaba para que señalaran a los elementos subversivos de una población indefensa. Aunque los más notables fueron ladinos, bastantes eran indígenas. Puesto que operaban como asesinos protegidos por el estado, me refiero a ellos por el nombre de vigilantes, defensores ostensibles de la ley y el orden que participan en ejecuciones extra judiciales. Para los grupos de derechos humanos, el hecho crucial acerca de los vigilantes es que una autoridad del estado (por ejemplo, un militar) delegue en ellos para violar las leyes del mismo estado.{1} Puesto que su licencia para matar procedía del ejército, esta institución resulta responsable de lo que pasó. Pero para algunas de mis fuentes uspantanas, los colaboradores locales tienen la mayor parte de la culpa, por los asesinatos en sí o por acusar a las víctimas de subversivos.
La voluntad de identificar a las partes responsables, incluso antes de que el movimiento de derechos humanos se institucionalizara localmente a mediados de los 90, es una nota redentora de las terribles experiencias que narra este capítulo. Aun después de que los escuadrones de la muerte hubieran logrado que fuera peligroso salir de noche, aun después de que cerraran la Iglesia Católica y de que todos los hombres que estuvieran al alcance fueran obligados so pena de muerte a unirse a las milicias contrainsurgentes, algunos uspantanos tuvieron el valor de quejarse a la única autoridad disponible, el mismo ejército que autorizaba la mayor parte de la violencia. Les respaldaba el peso de la opinión pública, la cual se mostraba poco entusiasta con el enfrentamiento entre los dos beligerantes y puso un fin a las matanzas políticas mucho antes de que se hubieran podido establecer los comités de verificación de los derechos humanos.
Podríamos asumir que los hombres que se volvieron vigilantes tenían fama de violentos antes de la guerra. Este no es el caso, por lo menos en Uspantán. Casi todos los asesinos de principios de los 80 estaban considerados gente pacífica, gente trabajadora. Otro argumento frecuente, aunque no sirva de excusa para los extremos a los que llegaron, es que estaban reaccionando ante los asesinatos de sus familiares o amigos a manos del EGP. En Uspantán oí nombrar muchos menos asesinatos de la guerrilla que en la región ixil, pero fueron los suficientes como para justificar un holocausto vengativo. Los tres hijos de Honorio García son un ejemplo de como las víctimas se convirtieron en verdugos. Ninguna de las personas con las que hablé corroboró que los García usaran armas de fuego antes del conflicto. Bajo la amenaza de abandonar su hogar o morir al igual que su padre, los hijos huyeron a Chicamán con su madre, que vendió un toro joven para comprar la primera arma de fuego de la familia, una escopeta. Uno de los hijos se unió a la G2 del ejército (sección de inteligencia que también se encargaba de los secuestros y los asesinatos) y fue destinado a otro lugar, mientras que sus otros dos hermanos colaboraron con el ejército localmente. De estos dos últimos, Antonio García Martínez murió en diciembre de 1981 por fuego amigo. Se había incorporado a una expedición para encontrar a un joven de la vecindad, un cadete militar que regresaba de sus vacaciones cuando el EGP asaltó la camioneta y lo ejecutó. En la oscuridad y la confusión, una de las partidas de rastreo disparó a la otra y también murió Antonio.
Otro ejemplo del alto precio pagado por los relativamente pocos asesinatos del EGP fueron los “Aarones”. Este era un trío de hermanos, conocidos por el primer nombre de uno de ellos, Aarón, que reaccionaron contra la muerte de su padre. Los Aarones eran más pobres que los García, no contrataban trabajadores indígenas para cultivar sus tierras de Chipaj, que se encuentra en la carretera a Soch. “Antes de la bulla eran gente de trabajo.”, me dijo el padre de una víctima. “Los jóvenes asistían a una iglesia evangélica. Su papá era miembro activo de la iglesia y el abuelo era uno de sus líderes religiosos. Por eso digo que fueron arrastrados por Satanás. Dicen que la guerrilla mató al papá, Gonzalo [o Belisario] López Gamarro. Lo acusaban de tener tratos con la guerrilla, después se pasó al lado del ejercito, por eso que la guerrilla lo mataron”.
Un pariente de los Aarones proporcionó una historia más detallada: “A Belisario López, su papá, lo agarró la guerrilla. Se metió con ellos, hicieron su grupo en La Ventosa. Después este Aaron estaba de alta [haciendo el servicio militar] en Huehue, llegó, se dio cuenta de que su papá está metido y le dijo que si no abandona este grupo iba a matarlo. Entonces el Belisario empezó a señalar a la gente de su grupo, unos veinte [k’iche’s, mientras que Belisario era ladino]. Después vino la pura guerrilla, como él se rebela en contra de ellos, entonces hicieron su justicia y mataron a él también. Los otros ya habían muerto por boca de él. Ahora los hijos se incomodaron con la gente y empezaron a matarlos”.
La persecución a la Iglesia Católica
El peligro que supone la guerrilla arrojaba un velo de sospecha sobre la población indígena. Dio a los vigilantes un motivo para personalizar las teorías de conspiración que abundan en la sociedad guatemalteca, traduciendo el miedo a un levantamiento indígena en miedo a la subversión comunista. La amenaza invisible de la guerrilla creó también una nube de sospecha sobre la Iglesia Católica. El clero de Uspantán no era vanguardia radical, tal como se sugiere en las quejas de Rigoberta acerca de que fomentaban la pasividad política.{2} Pero era evidente que simpatizaban con los indígenas y, debido a la falta de organizaciones campesinas militantes en Uspantán, era una de las pocas instituciones no-clandestinas a las que se podía acusar. A pesar de que ha sido fácilmente exagerada, la asociación EGP-Iglesia Católica tampoco era una quimera. Puesto que los catequistas como Vicente Menchú eran líderes comunitarios, eran solicitados por la guerrilla. En otros lugares, una parte del clero católico trabajaba con frentes revolucionarios como el CUC; aunque no fueran necesariamente numerosos, ellos y sus actividades empañaron la imagen de toda la iglesia católica. Finalmente, hasta los curas párrocos que trataban de mantenerse al margen de la política se vieron obligados a denunciar los crímenes del ejército. Sus denuncias incluyeron los primeros secuestros del ejército en Uspantán, los de los hombres de San Pablo y de Chimel.
Cuando el incendio de la embajada española selló la mala reputación del gobierno de Lucas García, el estado acusó a la Iglesia Católica además de a la guerrilla. Un mes más tarde, en abril de 1980, un párroco presenció una de las primeras masacres en el norte de El Quiché, cuando los soldados ametrallaron a una turba furiosa en Nebaj. Queriendo evitar más informes así, el ejército decidió sacar al clero católico del departamento. Incluso si Uspantán hubiera quedado totalmente tranquilo, es probable que la parroquia hubiera sido clausurada al igual que las otras. Tal y como resultó, el ejército atacó después de que el EGP matara a dos agentes cerca de la iglesia el 25 de abril de 1980. Poco después, dos granadas traspasaban el muro de la casa parroquial. Cuando los sacerdotes y las monjas rehusaron abandonar el pueblo, la casa parroquial fue ametrallada.
En junio de 1980 el ejército mató al párroco de Chajul y a su sacristán cuando subían por un camino. En Joyabaj, al sur de El Quiché, asesinos de esta misma institución mataron al párroco en su mesa de trabajo. Otros matones siguieron la pista al obispo. Para llamar la atención del resto del mundo (incluyendo la del papa Juan Pablo II, que culpaba a la teología de la liberación por la persecución), el clero de El Quiché resolvió cerrar la diócesis. La decisión no se tomó sin un acalorado debate; algunos sacerdotes sostenían que abandonar el departamento era equivalente a abandonar su rebaño. Para defender a sus parroquianos, varios se unieron al Ejército Guerrillero de los Pobres. Otros formaron un grupo de apoyo revolucionario llamado la Iglesia Guatemalteca en el Exilio, que operaba desde México y Nicaragua. Otros hicieron planes para regresar a El Quiché “en las catacumbas”, acompañando a los refugiados que se ocultaban del ejército.{3}
Acaso los clérigos más valientes de la diócesis fueron los dos o tres que decidieron abrir nuevamente las parroquias, aunque el ritmo de las matanzas iba en aumento. Uno de ellos era un español de la orden del Sagrado Corazón, Juan Alonso Fernández, que regresó con la esperanza de que su historial apolítico le protegería. Al llegar a Uspantán, pidió al comandante militar las llaves de la rectoría. Cuando los oficiales se burlaron de él, respondió indignadamente que había luchado contra los comunistas durante la guerra civil española, pero sólo se rieron más de él. Dos días después, el 15 de febrero de 1981, fue detenido en el gran barranco que separa Uspantán de Cunén por varios hombres enmascarados. Lo bajaron a la fuerza de su motocicleta, lo arrastraron a los bosques, lo torturaron un rato y luego le metieron tres balas en la cabeza.{4}
Para el ejército de Lucas García y para los hombres de la localidad que operaban bajo su mando, Juan Alonso representaba una vasta conspiración que justificaba su respuesta. Considérese lo que me contó un vigilante trece años más tarde como si quisiera explicar la cacería de catequistas: “Toda la gente que estaba involucrada con los curas, todos, todos estaban metidos con la guerrilla. El Colegio Belga trajo muchachas de Guatemala (estudiantes católicas de la secundaria que hacían trabajo social en las aldeas), que luego se bañaban desnudas en el río y trastornaban así a la gente. Víctor Menchú era médico de la guerrilla, entrenado en otro país, llegó de espionaje a la plaza de Soch. Después de que la guerrilla quemaran la misión evangélica de Las Pacayas, fueron donde las monjas de La Peña y no tocaron a nadie. Cuando la guerrilla visitó el pueblo de Uspantán, las monjas estuvieron allí, escuchando contentas”.
“Todos los días había veinte o treinta catequistas sobre el camino, para un cursillo en Chicamán, de pobres contra ricos, de indios contra ladinos, de ladinos que quitan la tierra, de mayas. Por eso que tantos fueron a las iglesias evangélicas, porque los curas se metieron en tantas cosas. Han perdido mucho. Sus seguidores realizaban ataques por aquí, luego tomaron un cursillo en Chicamán, pero sólo los comuneros. Las armas eran introducidas por los padres en sus carros, ¿por qué aquí quién les va a registrar a ellos? No se puede registrar al señor cura. En las mochilas de la guerrilla se encontraron documentos de los catequistas, por eso sé que los Menchú eran guerrilleros, pero esas listas ahora las tiene el ejército, yo no. Todos conocen eso”.
Las masacres en la finca San Francisco y en Calanté
“No era tanto que los guerrilleros venían a la aldea, sino que mi hermana bajaba a la finca de los Brol, al corte de café y llegó un momento en que la mayor parte de los mozos de los Brol eran guerrilleros, a causa de la situación.” –Me llamo Rigoberta Menchú.
A unas cuantas horas de camino de Chimel está la Finca San Francisco, una de las oportunidades políticas más obvias para la guerrilla en el norte de El Quiché. Según los ixiles de Cotzal esta finca cafetalera grande y rentable ocupaba terrenos municipales, pero la familia Brol había logrado legalizar sus reclamos en el registro nacional de propiedad. Gracias al pleito que existía desde hacía años, la primera colaboración de los cotzaleños con la guerrilla se remonta a una fecha tan temprana como 1969. También hubo reclamos por parte de la fuerza de trabajo permanente de la finca. Al ser una mezcla de ixiles, k’iche’s y ladinos, que se comunicaban entre ellos en castellano, los colonos residentes eran relativamente accesibles para los organizadores. Pero cientos de los que tenían una mentalidad más independiente fueron expulsados cuando la finca disolvió un amago de organización sindical a principios de los 70; es posible que el EGP llegara demasiado tarde.
Falta mencionar a los trabajadores estacionales, la fuerza de trabajo más precaria y explotada de la finca, a los que el Comité de Unidad Campesina (CUC) trató de organizar. “Los colonos, la gente de la finca, sólo quisimos trabajar”, me contó un hombre del tumulto laboral de 1980. “Pero entre la cuadrilla que llega para la cosecha, entre ellos aparecían volantes por la noche. Pidieron su aumento. Eran del CUC. Al ir a trabajar, bloqueaban el puente para que los demás no pudieran pasar, pidiendo más pisto”. Aun si los activistas del CUC lograban organizar paros de trabajo, estas movilizaciones sólo podían tener una vida muy breve, ya que los trabajadores temporales pronto regresaban a sus casas o se trasladaban a otra finca.
Si el EGP tenía poco apoyo en la finca, esto ayudaría a explicar porqué recurrió a la movilización militar y no a la presión política y porqué puso a la finca bajo un asedio implacable. En 1978 la guerrilla secuestró a uno de los propietarios, Edmundo Brol, y exigió un rescate elevado para liberarlo. Al otro año, el 21 de enero de 1979, el EGP ocupó el pueblo de Nebaj y mató al hermano de Edmundo, Enrique, cuando se resistió a su captura. Un día después, la misma columna ocupó la finca y mató a tres agentes de seguridad.
Fuera cual fuese la red que tenía el EGP en la finca, probablemente sucumbió ante el ataque del ejército el 24 de mayo de 1981, una de las dos masacres más grandes que recuerda la gente de Uspantán. Ese día era domingo de mercado en la finca y no paraban de llegar a ella campesinos de los alrededores, ya que la necesidad se imponía al miedo. Dicen que la acción corrió a cargo de una fuerza conjunta de vigilantes de Uspantán y de soldados del destacamento de Cotzal que usaban máscaras y guantes en lugar de uniformes.
El siguiente testimonio, aunque sea una versión de segunda mano, capta los procedimientos habituales del ejército guatemalteco: atrapar a una multitud en día de mercado, luego introducir un encapuchado (un informante que lleva una capucha como la de los verdugos de la Inquisición española) que escoge sospechosos para que se los lleven y los torturen o los ejecuten. “Llegaron al parque, gritando tres veces, 'somos el EGP, somos guerrilleros.' Nadie lo contestaron. Después dijeron a la gente, hay que ponerse en filas, los hombres aparte, las mujeres aparte, los niños aparte [lo que en muchas ocasiones era el paso previo a una masacre]. Mientras se estaba formando la gente, salió un disparo y toda la gente salió huyendo. Todos se regaron. Los hombres armados comenzaban disparar, murieron mucha gente, otros cayeron en el río, otros cayeron heridos en la montaña. Resulta que toda la finca estaba rodeada por el ejército”.
“'Levántense', dijeron el ejército a la gente escondida. 'Pero si huyen, vamos a disparar'. Juntaron a los sobrevivientes en la finca otra vez, en una casa con una oficina, y allá estaban los dos encapuchados. Llamaron al administrador, pero no llegó, y al fin lo fueron a traer. Tres veces preguntó el ejército a la gente si han de matarlo. Lo pateaban frente a la gente, pero la gente no decía nada. Después el administrador sacó un cigarrillo y lo encendió, pero estaba temblando”.
“Luego llevaron a la gente con el encapuchado, uno por uno. El encapuchado no dice nada, sólo mueve la cabeza para indicar a quien señaló y a quien no. Se llevaron bastantes al camión que estaba esperando, tal vez a más de cuarenta o cincuenta. Después, a los que quedaron, les dieron una clase: 'Nosotros somos el ejército guatemalteco. Si usted tiene un familiar en el camión, se olvida de él, porque es la mala semilla. Ahora ustedes que quedaron son buena semilla, no les pasa nada. Todos los que se han metido con la guerrilla, se han ido, olvídense de ellos'. Cuando levantaron los cadáveres, había treinta y nueve. Además, hubo muchos que murieron en el guatal, comidos por los chuchos”.{5}
Un año más tarde, el 31 de marzo de 1982, la guerrilla mató a dos administradores y a un piloto de camión, quemó la casa patronal y destruyó gran parte de la cosecha. El mismo día, más tarde, los soldados llegaron con una lista, sacaron a diez hombres de sus casas, se los llevaron con los ojos tapados. Fue la última vez que fueron vistos. Según un miembro de la familia Brol, durante la violencia perdieron un total de setenta y cinco supervisores y trabajadores.
Con el cierre de la iglesia católica, la mayoría de los muertes probablemente nunca fueron reportadas al mundo exterior, de modo que sigue siendo difícil fecharlas y cuantificarlas. Pero una masacre tuvo lugar cerca del pueblo, pocos kilómetros montaña arriba en un lugar llamado Calanté, y es la mayor masacre documentada de los alrededores de Uspantán. El 14 de febrero de 1982, las familias que se habían refugiado en el pueblo, es decir, que se habían entregado al ejército, fueron a cosechar sus milpas. Un poco más allá de Calanté fueron interceptados por un grupo de hombres vestidos de verde olivo que llevaban grandes cuchillos. Muchas de las víctimas aparecieron tiradas en filas, con las manos atadas y las gargantas degolladas, cincuenta y cuatro de ellas en total.{6} El ejército rápidamente hizo llegar periodistas en avión y acusó a la guerrilla, que supuestamente habían confundido a los campesinos con una columna de abastecimiento para un destacamento militar. Pero casi todos los uspantanos culpan al ejército.
Ríos Montt, las patrullas civiles y la caída de los vigilantes
“Algunos pastores dicen: 'Porque soy cristiano, no voy a meterme en eso'. Pero, ¿cómo es que los cristianos no pueden luchar en contra de la delincuencia? Se amamanta el mal.” –Un evangélico explicando porqué se enfrentó a los vigilantes, 1994.
Un mes después de la masacre de Calanté, el 23 de marzo de 1982, jóvenes oficiales del ejército derrocaron el régimen del General Romeo Lucas García. A su juicio, el alto mando tenía más interés en enriquecerse que en ganar la guerra. En la capital, las fuerzas de seguridad estaban degenerando en un negocio de extorsión que vivía a costa de las clases altas a las que debían proteger. Un año antes, habían desmantelado la red guerrillera de la capital, pero en el altiplano guatemalteco la guerra no iba bien. Las represalias caóticas habían enojado a una población que anteriormente había mostrado poco interés en los asuntos nacionales. Los campesinos daban la bienvenida a la guerrilla como un medio de defensa propia. Cada vez caían más patrullas del ejército en emboscadas. Para dirigir a la nueva junta, los jóvenes oficiales recurrieron a su anterior superintendente en la academia militar. El general Efraín Ríos Montt había sido elegido presidente en 1974, en representación de la Democracia Cristiana, sólo para ser humillado cuando el alto mando impuso a otro oficial como el próximo ejecutivo. Desde entonces, se había alejado del ejército y se había vuelto un evangélico ferviente. Ahora reaparecía de repente y tomaba el mando. Albergando viejos agravios, echó del palacio nacional a los dos otros miembros de la junta, se nombró presidente y en sermones enmarañados que lanzaba a través de las ondas radiotelevisivas, anunció que había sido elegido por Dios para salvar a Guatemala de la inmoralidad y del comunismo.
La hazaña más evidente de Ríos Montt fue la de reducir los escuadrones de la muerte en la capital y sus alrededores. Desgraciadamente, su declaración de ley y orden no tuvo mucho impacto en como se portaba el ejército en el altiplano. Algunas de las mayores masacres ocurrieron durante los primeros cuatro meses de su gobierno, en la región ixil (trescientas víctimas o más en seis aldeas de Chajul), en el Ixcán (setenta y uno en Canijá), en Huehuetenango (302 en la Finca San Francisco de Nentón), y en Rabinal, Baja Verapaz (286 en Plan de Sánchez). En aquel tiempo, los defensores de Ríos Montt dijeron que éste había necesitado varios meses para controlar a los comandantes de las zonas y detener las matanzas. Desde entonces, las exhumaciones han documentado masacres posteriores como la de Dos Erres, Petén, en diciembre de 1982 (en la que por lo menos hubo 250 muertos). En el municipio de Uspantán, la matanza más grande ocurrió bajo el mandato de Ríos Montt, en un lugar llamado Agua Fría, el 14 de septiembre de 1982. En lo que es ahora el municipio de Chicamán, varios cientos de refugiados mayas achíes de Baja Verapaz fueron matados por los soldados y sus colaboradores civiles.
Eventualmente las masacres disminuyeron bajo Ríos Montt, pero probablemente no porque controlara al ejército. Aunque transfirió a unos cuantos comandantes abusivos y anunció una amnistía que gradualmente se convirtió en una realidad, tenía un control tan débil de los mandos del ejército que fue destituido de la presidencia luego de diecisiete meses. Un cambio más importante se dio en la actitud de los campesinos hacia la guerrilla. A medida que el ejército escalaba las matanzas hasta las cimas de 1982, demostraba a los campesinos que la guerrilla no podía protegerlos. Muchos que se habían vuelto hacia los rebeldes en busca de protección se volvían ahora en su contra, precipitando su salida de muchas regiones. Sólo en algunos lugares aislados seguía contando con adeptos la guerrilla, la mayoría de los cuales se ocultaba en los bosques y moría de hambre. En cuestión de un año, muchos de ellos también se rindieron. Luego de haber intimidado a la población, el ejército refrenó a sus matones.
La técnica más efectiva para convertir campesinos hostiles en colaboradores renuentes fue la patrulla civil, una institución que surgió durante el régimen de Lucas García pero que se expandió bajo Ríos Montt. Muchos observadores han señalado que las patrullas fueron inspiradas por las milicias contrainsurgentes de otros países. Pocos han visto en ellas a sus predecesores de las Fuerzas Irregulares Locales (FIL) del EGP, los colaboradores campesinos que organizó la guerrilla para cargar abastecimientos, evacuar heridos, espiar y acosar al ejército. Las FIL se remontan a una fecha anterior a la de las patrullas civiles y el EGP estaba tan orgulloso de ellas que publicó fotos de sus miembros formados en fila, de un modo notablemente parecido al de las patrullas civiles del ejército de la próxima década.{7} En la región ixil no era raro que los líderes de las patrullas hubieran sido anteriormente líderes de las FIL a los que el ejército había hecho una oferta que no podían rehusar.
Cuando llegó el ejército con una fuerza abrumadora, la única forma que tenían los campesinos de demostrar que no eran subversivos y de evitar la correspondiente sentencia de muerte era unirse a las patrullas. En 1993 el ejército dijo que había 900.000 hombres organizados así. Esto significaría virtualmente todos los varones de las áreas militarizadas del altiplano, de edades comprendidas entre los quince y los sesenta, incluyendo ladinos e indígenas. La mayoría no estaba muy feliz con sus obligaciones, pero el ejército los obligó a sumarse a las expediciones a las aldeas sospechosas como Chimel. Su principal tarea era destruir los cultivos de maíz y quemar las casas, pero los patrulleros también mataron a algunos refugiados que agarraban, a menudo cumpliendo órdenes de un vigilante loco. En las historias que escuché, los uspantanos solían acusar a uno o dos individuos que ya tenían fama de matones. También hacían una diferencia entre orejas, colaboradores y judiciales como asesinos comprometidos, y los patrulleros civiles, quienes sólo participaban porque estaban obligados a hacerlo. Obviamente, esta distinción debe haber carecido de importancia para las víctimas
En Uspantán, así como en muchos otros pueblos, se oyen historias del ejército convocando a la población a mítines masivos en los que les decían: “Todo el mundo va a hacer patrulla, y el que no hace la patrulla es guerrillero.” Luego había amenazas en contra de quienes se resistieran: “¡Vamos a llevarlo al hoyo!”. No obstante, algunos uspantanos ponen una nota de solidaridad comunitaria en la coacción. “Organizamos la patrulla civil bajo Efraín Ríos Montt para que los soldados no lleguen a secuestrar”, me dijo un familiar de Rigoberta. “éramos como puras ovejas, asustados y esperando (que nos agarraran los soldados o los vigilantes), y por eso nos organizamos, para que no saquen a más gente”. Después de que todos los sobrevivientes de Xolá se habían integrado a la nueva organización, dijo, “sólo dos o tres patrulleros fueron llevados”.
Es significativo que los ex patrulleros estén más dispuestos a invocar solidaridad en contra del ejército y no en contra de la guerrilla, que en opinión de muchos sólo resultaba ser un fantasma. Cuando le pregunté a la víctima de un secuestro por qué se había organizado la patrulla, su respuesta fue: “Porque había comisionados militares en cada aldea, porque tomaban guaro y se aprovechaban de la gente, acusaban a la gente de ser guerrillero y los llevaban atados al destacamento. Entonces, formamos la patrulla para velar entre todos, para que ya no pueden ser acusados de guerrilleros o se aprovechen de su dinero”. Un ladino reconoció la intención comunitaria de las patrullas, pero expresó menos satisfacción por sus resultados. “Nació antes de Ríos Montt, en la comunidad de Xolá, para que no sigan más los secuestros y los muertos, para vigilar, para estar unidos con el ejército y tener la paz del ejército, pero fue peor. Porque salía a las comunidades para aprovecharse de ellas, para robar y hacer matanzas, grandes y pequeñas”.
Hasta la fecha, Ríos Montt no tiene en Uspantán el aura que ha tenido en la cercana región ixil, donde su partido de ley y orden ganó miles de votos en los 90. Unos cuantos uspantanos afirman que los secuestros cesaron durante su administración, entre 1982-1983. “Si no hubiera dado el golpe de estado, Lucas nos hubiera acabado del todo”, me dijo un anciano. Pero el Riosmontismo es más débil que en la región ixil, y surgen objeciones con más frecuencia. “No, Ríos Montt no cambió las cosas”, me dijo un hombre que tuvo que huir de Uspantán bajo su régimen. “Bajo Lucas García secuestraban a la gente y dejaban los cadáveres en el camino. Bajo Ríos Montt, secuestraban a la gente y los enterraban”. “Ya está preparado el hoyo, despídete de tu casa porque ya no vas a volver aquí”, le dijeron los patrulleros civiles. “Ríos Montt mejoró la situación un poquito”, concedió un activista de derechos humanos. “Declararon la amnistía, muchos patrulleros subieron a agarrar a la gente, muchos huyeron y fueron baleados. Entonces, se aprovecharon. La violencia siguió no más. No es cierto que se calmó con Ríos Montt”.
Si pocos uspantanos asocian al dictador evangélico con una reducción dramática de la represión, la razón podría ser que los comandantes militares de la zona no cambiaron la política del régimen anterior, ni siquiera según los estándares de guatemaltecos acostumbrados a las dictaduras.
Un personaje recurrente de los relatos de Uspantán es un capitán Sosa que manchó el nombre de varias administraciones militares. A menudo estaba bravo. Dicen que robó los materiales para la reconstrucción de el pueblo después que éste fuera golpeado por un terremoto. Y se le acusa de utilizar los mismos métodos de antes, aunque con menos víctimas. Oí hablar de prisioneros desconocidos que estuvieron cautivos en el hoyo del destacamento militar incluso en 1984-1985.
Poco después de organizar las patrullas civiles, el ejército se volvió contra sus colaboradores más sangrientos, tal vez para evitar una reacción popular. Una de esas cabezas de turco fue el terrible trío de los Aarones. Finalmente dejé de preguntar por los tres hermanos, ya que las historias acerca de ellos eran repugnantes. “Tenían al marido amarrado, violaban a la mujer y después baleaban al señor, así era su modo. Dicen que cuando tenían en un cuarto de su casa a alguien que iban a victimar, tocaban la campana de la Iglesia Católica para que la gente se reuniera. Y el que no llegaba, lo mandaban a traer y corría la misma suerte”. En una ocasión empaparon a dos hermanos con gasolina y les prendieron fuego en el patio lleno de niños de una escuela, “'para ser ejemplo, para que los niños no se metan con la guerrilla'. Frente a otro grupo de horrorizados espectadores, ejecutaron a un adolescente denunciado como guerrillero, aunque sabían, porque era su propio primo, que era retardado mental”.
Pocos días después de que los Aarones mataran a su primo, el ejército les desarmó. Las historias acerca de lo que sucedió después varían, pero cada versión es narrada con cierta satisfacción. Según el padre de una víctima, su captura fue ordenada por el propio Capitán Sosa. “Dicen que los pasó amarrados por todas las aldeas, para que ellos mismos dijeran lo que habían hecho. Resultó que cada vez que se presentaban en las plazas, la gente pedía que los mataran, y el ejército los manguereaba. Pasaron por todas estas plazas, Chipaj, El Pinal, San José el Soch, de allí los regresaron, y se sabe que los tenían en una bartolina. Este Sosa los consignó al tribunal militar. Se dice que había un teniente en la zona de Cobán, y dicen que tenía relaciones amorosas con una hermana de los Aaron. Dicen que este teniente luchó para que no los fusilaran, porque el ejercito aquí los hubiera matado”. Cuando los sobrevivientes preguntaron al capitán Sosa que debían hacer si regresaban, su respuesta fue: “Si los ven, mátenlos”.
El ejército también se volvió contra un ladino al que algunos acusaban de la masacre de Calanté. Oralio Cano tenía fama de robar dinero, pollos y tierras. Si sus víctimas no cooperaban, las denunciaba por subversivas. Finalmente el ejército decidió que ya era suficiente y le dio veinticuatro horas para salir del pueblo. Las historias acerca del destino de Oralio también varían, pero todas están contadas con el mismo placer tenuemente disfrazado. Según una de las versiones, cometió el error de regresar a Uspantán para la Semana Santa, el ritual anual de la muerte y resurrección de Cristo que tanto celebran los guatemaltecos. Por desgracia para el elegante Oralio, a sus vecinos les recordó tanto a Judas que trataron de lincharlo. Según otra versión, murió de los golpes proporcionados por emigrantes furiosos de Uspantán en el Ixcán, y según otra versión más, lo mataron a golpes en Alta Verapaz cuando trataba de repetir lo que había hecho en su pueblo. La versión más completa del destino de Oralio la proporcionó un familiar suyo que decía que éste había estado dos años preso. Cuando es puesto en libertad, se va a los Estados Unidos, pero no puede encontrar trabajo. A su regreso, los vecinos le invitan a beber con ellos en la casa de un familiar y lo golpean. Luego se va a vivir al Ixcán, donde los uspantanos lo vuelven a golpear. Finalmente, muere después de una operación de próstata. Fuera cual fuese la versión, las víctimas de Oralio logran pagarle con la misma moneda.
Las historias acerca de la caída de los vigilantes sugieren que incluso si cometían crímenes espantosos, éstos no destruyeron la capacidad de protesta. Ello también resulta evidente en las historias acerca de la oposición a las patrullas civiles. Después de 1985, bajo una nueva constitución nacional, el ejército ya no podía obligar a los hombres a hacer el servicio. Sin embargo, cuando visité Uspantán por primera vez cuatro años más tarde, la patrulla seguía siendo obligatoria en algunas aldeas. “La gente todavía tienen miedo a los orejas que dicen que si uno no patrulla, va a estar en la lista, así que muchos siguen haciendo la patrulla”, dijo un activista de derechos humanos. “El que menciona los derechos humanos es de la subversión”, decían los oficiales a los patrulleros, ya bien entrada la década de los 90.
Algunos de los patrulleros más dedicados contribuyeron al eclipse de la institución aprovechando sus rondas nocturnas para cometer robos. El más notable fue un técnico de reparación de radios convertido en vigilante y jefe de la patrulla civil, con tanta influencia que se enfrentaba a los oficiales del ejército. “Eugenio Juárez se dedicaba a sacar ropa de los locales de los comerciantes”, declaró una fuente. “Después montaba una balacera y decía que había sido la guerrilla”. Cuando los comerciantes k’iche’s se quejaron al comandante local del ejército, Eugenio apeló a los coroneles de Santa Cruz del Quiché. Sugiriendo la influencia de Eugenio con los militares, circulaban historias acerca de oficiales que trataron de ayudarle a salir de apuros incluso después de que los comerciantes k’iche’s del pueblo convencieron a la policía nacional para que lo arrestaran. Cuando finalmente fue llevado a juicio, un coronel que estaba reclutando testigos a la fuerza entre la patrulla civil, les dijo: “Todas las cosas que ustedes vieron en 1980, 1981, 1982 y 1983 ustedes las van a negar. Si no, van a quedar en el lugar de Eugenio.” Finalmente, la exhumación de algunas de sus víctimas le valió una sentencia de ocho años de cárcel.
Incluso en las aldeas, las patrullas activas acabaron en 1992, luego de que el comandante de Uspantán muriera en un enfrentamiento con la guerrilla. Según otra alegoría, los uspantanos no atribuyen su muerte a un simple accidente bélico. En vez de robar comercios, sobornar dinero o delatar a las víctimas que se negaban a pagar, dicen que él y sus hombres habían capturado y matado a una muchacha de quince años que hacía de correo para el EGP. Se dice que la quitaron Q.65.000, una acción comparable a la de robar la nómina de una mafia. Otro error del comandante fue apartar Q.20.000 para él, dividir el resto entre dieciocho compañeros y tratar de ocultarle los hechos a los otros patrulleros. De repente mejoró su nivel de vida. La división del botín generó tal resentimiento que llegó a oídos del EGP. Un día de diciembre de 1992, la guerrilla corrió la voz de que se encontraba en un cerro al oeste del pueblo y le retó a ir a pelear. Eso hizo, pero se separó de sus hombres y su cuerpo apareció tirado sobre un tronco.
¿Por qué tanta brutalidad?
“Aquí, en la aldea el Desengaño, había 85 viviendas, haciendo un total de 500 a 600 familias [personas]... Según datos recabados, muertos y desaparecidos asciende a 185. También hubieron familias quemadas en sus propias ranchos [sigue a continuación una larga lista de nombres]. Aquí sólo como 116 [Yo conté 123]. Como se puede ver, estos son las personas víctimas de la violencia. Hay desplazados y algunos refugiados en México, cerca de 30 a 40. Hay todavía mas personas pero no pude recordar a todas. Estos asesinatos fueron por parte del Gobierno y los patrulleros.” –Nota escrita por una viuda, 1994.
En Uspantán la destrucción de aldeas y el desplazamiento de refugiados no fue tan masivo como en la región ixil, en occidente. Pero fue importante. Entre las aldeas que fueron completamente destruidas se encuentran Chimel, El Desengaño, San Pedro La Esperanza y San Pablo El Baldío. “Desaparecieron todos los de antes. Algunos se murieron, otros se fueron. Sólo los molinos y las piedras quedaron, pero quebrados”. Todos estos lugares eran comunidades de colonos, predominantemente indígenas, pero sólo San Pablo tuvo un conflicto serio con un finquero ladino, lo que sugiere que éste no fue el principal motivo de su destrucción. Más bien, compartían una ubicación desafortunada, en las montañas y a lo largo de un corredor del EGP, lo que dio al ejército razones para creer los rumores de que estaban “organizados”.
Entre las aldeas que sólo fueron parcialmente destruidas se incluyen Calanté, Macalajau, Laguna Danta y Caracol, debido, probablemente, a que algunos de sus habitantes cooperaron con el ejército desde fecha temprana. Entre las aldeas que no fueron quemadas se incluyen Los Canaques (mitad ladina), Joya Larga (que también era bastante ladina), la Finca Los Regadíos (propiedad de la familia Brol) y Xolá (que era predominantemente indígena, pero que también estaba muy cerca del pueblo). Las pequeñas fincas de Soch quedaron en ruinas. Los García y los Martínez no podían pagar los altos intereses de los préstamos necesarios para reconstruir y la mayoría de sus trabajadores buscaron su sustento en otro lugar.
El primer hombre que conocí de Chimel dijo que allí casi todo el mundo había muerto, cien de ellos asesinados por el ejército y sus colaboradores, y otros 250 de hambre. Sólo habían sobrevivido unos veinte, afirmó. Afortunadamente, pronto conocí un número muy superior a éste. El censo del INTA de 1978 proporciona los nombres de los setenta y nueve mujeres y hombres que encabezaban cada uno de los hogares del reclamo de Vicente, junto con el número de niños que todavía vivían con ellos (142), sumando una población total de 221.{8} Cuando dos sobrevivientes repasaron conmigo la lista de setenta y nueve individuos dijeron que uno había muerto por enfermedad, veintiuno habían muerto durante la violencia y treinta y ocho seguían con vida. Ignoraban el destino de los otros diecinueve. Un tercer sobreviviente corroboró la información proporcionada por las dos primeras fuentes, y añadió algo más. De las diecinueve personas cuyo paradero desconocían, dijo que cuatro habían muerto en la violencia. De los otros quince, reportó que dos habían muerto por enfermedad, un tercero por motivos que ignoraba, y creía que los otros doce seguían vivos. Esta información sugiere que cincuenta de las setenta y nueve personas nombradas en el censo de 1978 seguían vivas, veinticinco habían muerto por la violencia y los otros cuatro habían muerto por otras causas o por causa desconocida.{9}
Posiblemente los lectores hayan tenido dificultades para comprender la avalancha de violencia de los dos capítulos anteriores. Si Uspantán era un lugar relativamente pacífico, ¿cómo es posible que la ejecución de dos ladinos desatara tanta brutalidad? Puesto que gran parte de las muertes habían sido autorizadas por el ejército, veamos ahora el problema desde el punto de vista de los militares, que generalmente estaban en Uspantán sólo durante breves periodos de servicio, y consideremos por qué reaccionaron con tanto sadismo a los ataques de la guerrilla. Los académicos y los activistas han dedicado años a lidiar con este problema, como hacen siempre que un medio aparentemente pacífico se convierte en una carnicería. Un argumento, defendido por el movimiento revolucionario, es que un régimen de finqueros y militares no estaba dispuesto a tolerar ninguna manifestación de independencia económica por parte de los campesinos. Por lo tanto, el simple hecho de que los indígenas estuvieran organizando cooperativas era suficiente para desencadenar la represión, con el fin de expulsarlos de sus tierras y absorberlos como fuerza de trabajo para las fincas.
Esta es una explicación que se basa en la política económica, pero no es muy acertada en el caso de Uspantán ni en el de la región. Los finqueros tenían poco interés en la mayor parte de la tierras que permanecían en manos de los mayas; era demasiado marginal. Para confirmarlo está el hecho de que sólo en contadas ocasiones los finqueros se aprovecharon de la represión de los años 80 para expropiar tierras a los campesinos (siendo un ejemplo de esto el propio Chimel, como veremos en el capítulo 18). Es cierto que la guerra fomentó el conflicto agrario, pero la mayoría de los pleitos fueron entre campesinos desplazados por la violencia. En cuanto a la presunción de que ni militares ni finqueros estaban dispuestos a tolerar que los campesinos prosperaran, algunas de las áreas mayas más florecientes, como el departamento de Totonicapán, escaparon en gran medida a la violencia. Lo que tenían en común las áreas más golpeadas era un factor minimizado por el argumento político-económico: la organización clandestina de la guerrilla.
Si a menudo la represión era una reacción a los movimientos de la guerrilla, ¿por qué fue tan extrema, hasta el punto de forzar, contraproducentemente, a muchos campesinos a unirse a la guerrilla? El racismo de los ladinos hacia los indígenas es otra explicación común, pero no tiene mucho alcance puesto que el ejército podía tratar de la misma manera a los campesinos ladinos, como se demostró en el oriente de Guatemala en los años 60. Cualquier duda al respecto debería desvanecerse ante la exhumación de Dos Erres, la aldea del Petén donde, en 1982, el ejército mató a un mínimo de 250 ladinos. La divulgada idea de que la violencia de Guatemala fue un “holocausto étnico” elude un factor crucial de la represión, que fue una reacción a la insurgencia, así como el hecho de que los patrulleros civiles indígenas desempeñaron un papel importante en la estrategia militar.
Otra explicación de la brutalidad del ejército es la cultura institucional de su cuerpo de oficiales, una versión especialmente venenosa de la tendencia autoritaria dentro de la cultura latinoamericana. Un modo de entender la subcultura es en términos de la ideología del honor masculino, que convierte la tolerancia y el compromiso en ausencia de virilidad. Otro es en términos de las instituciones políticas históricamente débiles que no permiten confiar en que los opositores seguirán las reglas del juego. Las instituciones políticas débiles impiden que arraigue la idea de una oposición leal, la oposición se percibe como enemigos contra los cuales se justifican todos los medios. La cultura política, de hecho, ayuda a explicar lo que sucedió en Guatemala, pero podría resultar difícil encontrar una tradición cultural en la que no se haya dado este tipo de conducta.
Hay otras dos explicaciones más precisas para la brutalidad. La primera, frecuentemente ignorada por los analistas que simpatizan con la guerrilla, es la paranoia generada por una guerra irregular en la que los insurgentes parecen fundirse con la población civil. No importa si realmente son campesinos durante el día y guerrilleros por la noche. La simple percepción de que los civiles apoyaran a la guerrilla es suficiente para que éstos fueran identificados como el enemigo invisible. Al afirmar representar a una población civil que normalmente ha estado callada, aterrorizada y dividida, los insurgentes enturbian la diferencia entre ellos y los no combatientes. Esto no justifica las represiones del gobierno contra los no combatientes, pero sugiere por qué son una probabilidad sociológica.{10} También explica porque son tan arriesgadas las guerrillas para el movimiento que las practica. Más tarde o más temprano, es probable que los civiles empiecen a darse cuenta de que sus supuestos defensores los están utilizando como carne de cañón.
Sólo los controles institucionales fuertes pueden impedir que soldados furiosos confundan al enemigo invisible con la población visible. El ejército de Guatemala tenía una estructura de comando centralizada, pero en los años 80 no se hacían muchos esfuerzos para evitar la matanza de los no combatientes. Al contrario, el ejército aprendió que el terror funciona, otra razón por la cual la brutalidad hacia los no combatientes es tan característica de la guerra “popular” irregular. Citando a Mao Zedong, los oficiales del ejército decían que si los guerrilleros fueran peces nadando en un mar de campesinos, ellos secarían el mar.{11} De modo que las masacres se convirtieron en una política, no sólo fueron una reacción a las emboscadas de la guerrilla. La práctica de culpar colectivamente a los civiles cercanos tuvo varias ventajas. Además de eliminar a colaboradores actuales, provocaba la huida de otros campesinos que podían sentir la tentación de seguir su ejemplo, y además intimidaba a otros para que se convirtieran en informantes del ejército. Puesto que el ejército tenía las riendas del poder en la capital, no era muy necesario esconder los cadáveres. En cuanto a los sobrevivientes que fueron empujados al movimiento revolucionario, típicamente su número era muy inferior de los que lograban disuadir.
Cuando la guerrilla llegó a Uspantán, el ejército ya era una experta máquina de matar, totalmente lista para tomar represalias contra posibles colaboradores civiles porque sabía que ese era el medio de derrotar a su verdadero enemigo. Indudablemente los oficiales que dirigieron las matanzas albergaban actitudes racistas hacia los indígenas. Indudablemente creían que estaban defendiendo a la patria de la conspiración comunista internacional. Indudablemente estas ideas facilitaron la matanza de grandes números de personas. Pero es posible que tuvieran otros pensamientos en mente, ya que la brutalidad hacia los civiles es el resultado predecible de toda guerra irregular.{12}
Notas
{1} Huggins 1991.
{2} Burgos-Debray 1984:121, 133-134.
{3} Para un relato fascinante de este proyecto pastoral de los años 90, véase Falla 1995.
{4} OSM-CONFREGUA y Jornadas por la Vida y la Paz.
{5} Según un hombre que estuvo a punto de pasar frente a los encapuchados, el tiroteo empezó cuando un joven que acababa de ser identificado como subversivo se fugó. Según una mujer del mercado, los soldados gritaron “Todo el mundo al suelo” antes de disparar y sólo dispararon a los que estaban huyendo. Ella cree que el ejército se llevó a diecisiete personas en el camión y que mataron a otras sesenta que trataban de huir. Según un informe de derechos humanos (Davis and Hodson 1982:50), murieron unas sesenta personas.
{6} “Masacre de Macalajau, Uspantán, 14 de febrero de 1982-14 de febrero de 1992”, volante distribuido en una misa conmemorativa. Véase también “Masacre en El Quiché matan a 53 campesinos”, Noticias de Guatemala, 5 de marzo de 1982, págs. 11-15.
{7} “El pueblo se hace guerrilla: Huehuetenango”, Noticias de Guatemala, 20 de octubre de 1981, págs. 4-7.
{8} Puesto que otras personas vivían cerca, aunque fuera de los límites reclamados por Vicente y su grupo, la cifra total podría acercarse a los 370 calculados por mi primera fuente de Chimel.
{9} De los veinticinco que fueron reportados muertos durante la violencia, veinte eran hombres y cinco eran mujeres. Cuatro murieron en la embajada (los otros dos muertos de Chimel no aparecen en el censo). Otros diez fueron ejecutados por el ejército o sus auxiliares, o desaparecieron en su poder. Se presume que otro, que fue encontrado muerto, también había sido matado por los vigilantes. Se dice que otro fue muerto por la guerrilla. Otro más murió a manos del ejército o murió de hambre (mis fuentes no se pusieron de acuerdo), junto con otros ocho que murieron de hambre, hasta un total del treinta y dos por ciento de los jefes de familia. En cuanto a los niños, dada la ausencia de nombres, mis fuentes tuvieron mucha más dificultad para recordar su destino, pero se acordaban de que por lo menos unos cuantos murieron violentamente y muchos más murieron de hambre. Aparte de las diez viudas que sobrevivieron, también hubo setenta y cinco huérfanos que vivían con sus padres durante el censo de 1978. De estos, treinta y siete perdieron a uno de sus progenitores, once perdieron a su único progenitor y diecisiete perdieron a ambos. De los diecisiete niños que perdieron a ambos padres, murieron por lo menos siete.
{10} Wickham-Crowley 1991:82-89.
{11} En realidad, no era necesario vaciar el campo de campesinos para destruir la base de apoyo de la guerrilla, ya que los campesinos no apoyan una insurgencia sólo porque se sientan atraídos por su programa político. Los campesinos también son muy sensibles a los cambios de equilibrio en el poder, es decir, a quién deben someterse para evitar males mayores. Si los campesinos mayas cooperaban con la guerrilla porque la temían, el ejército les dio un motivo para que le temieran más a él. Matando a más campesinos que los que mataba la guerrilla, el ejército haría que los campesinos se dieran cuenta de que tenían menos que perder colaborando con el bando más fuerte y homicida.
{12} Para otro ejemplo que corrobora este punto, véase Fellman 1989, que describe las consecuencias de la guerra irregular en un medio evangélico, igualitario y étnicamente homogéneo, en los Estados Unidos del siglo diecinueve. Van Creveld 1991 explica cómo la movilización de civiles para formas “populares” de guerra ha contribuido a convertirlos desde la Primera Guerra Mundial en el número mayoritario de víctimas.
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