Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 2 • abril 2002 • página 13
Sobre Gómez Pereira, Antoniana Margarita (Reproducción facsimilar de la edición de 1749). Versión española de José Luis Barreiro Barreiro. Universidad de Santiago de Compostela & Fundación Gustavo Bueno, Santiago 2000.
I
La reciente reedición de esta obra clásica acompañada de su primera traducción española, que, a pesar de los avatares históricos, merece un lugar de interés no sólo dentro de la filosofía española, sino dentro de la Historia de la Filosofía, da pie para la reseña que ofrecemos a continuación. Sin embargo, no vamos a convertir este escrito en una loa o panegírico del autor de turno, sino que pretendemos utilizar para cuestiones más actuales, como enseguida veremos, las bases que sentó el médico de Medina del Campo, hoy prácticamente olvidado. Decimos prácticamente porque aunque a Gómez Pereira suele citársele en todos los manuales de Historia de la Filosofía, su nombre siempre aparece junto a breves y doxográficas descripciones de sus teorías, entre las que resalta una coletilla que se ha hecho famosa: «el precursor de Descartes».
Esta vulgar suposición, que supone partir de las teorías cartesianas como si de grandiosos descubrimientos se tratasen –como el comienzo de la Modernidad dirán algunos posmodernos– sería el único atisbo valioso de un libro calificado de extravagante y de poco sistemático incluso por defensores suyos, como Menéndez Pelayo{1}, que señalan su destacada aportación en una época de la Historia de España imbuida en el tópico de la famosa Leyenda Negra. Esta tesis sobre la antecedencia de Pereira a las glorias de Descartes se discutió, sobre todo, en la famosa polémica sobre la Ciencia Española, en la que estuvieron envueltos personajes tales como Revilla y Menéndez Pelayo, favorables a ver en Pereira, Fox Morcillo, Vives y otros humanistas no sólo la refutación de la Leyenda Negra, sino también el inicio de la filosofía moderna. En contra de ellos otros polemistas, como el krausista Nicolás Salmerón o J. M. Guardia, se burlaban de esa pretenciosa intención de buscar al español precursor de algún filósofo inglés, francés o alemán.{2}
Sin embargo, todas estas polémicas son estériles, gremiales y absolutamente ridículas, doctrinalmente hablando. Y todo ello porque expresiones tales como la Modernidad no tienen su origen en teorías extravagantes y desfasadas hoy día, como las de Pereira o Descartes. Sólo alguien que se mueva en coordenadas puramente idealistas podrá ver el origen del citado período histórico en el cogito cartesiano o en los idola theatri de Bacon (según a qué gremio pertenezca, pues habrá quienes asignen la paternidad del método científico a Gómez Pereira). Todo el problema de la Modernidad queda resuelto en cuanto el materialismo histórico entra en escena: la llamada Modernidad surge con la invención de la imprenta y la pólvora, que el sistema feudal es incapaz de asumir. No merece la pena extenderse más en este punto, pero sí conviene resaltar que es inexcusable partir de contextos positivos, materiales, para explicar cualquier teoría filosófica.
II
De hecho, y volviendo sobre la Antoniana Margarita, comprobamos que los escasos estudios rigurosos sobre Pereira ya manifiestan algo muy interesante: que su obra es mucho más sistemática de lo que se pensaba. Por ejemplo, Teófilo González Vila renuncia de plano a relacionar a Pereira con Descartes. Y lo hace porque, frente a la tradición de loro que considera que Pereira descubrió el automatismo de las bestias [sic] por puro azar, González Vila encuentra perfectamente sistemática la obra pereiriana, pues no es que los animales sean máquinas porque el partir de la conciencia o el cogito ergo sum cartesiano le lleve a deducir la existencia de unas máquinas llamadas animales, sino que parte de la distinción entre hombres y animales efectiva, como cuestión de hecho positiva, a la vista de todo el que la quiera ver. Digamos que la propia naturaleza del hombre, como ser no ya racional sino cognoscente, es la que obliga a Pereira a negar todo tipo de conocimiento a los brutos, a hacerlos máquinas.{3} Véase el siguiente párrafo de la Antoniana Margarita:
«En cuarto lugar, si los brutos hubieran podido ser como nosotros en lo que respecta a las sensaciones externas y órganos internos, tendríamos que admitir que los hombres actúan por doquier de una forma inhumana, violenta y cruel. Porque, ¿qué cosa hay más atroz que el ver a las acémilas, sometidas a pesadas cargas que transportan en largos viajes, [...] Hay, además, otra crueldad que consideramos tanto más atroz como frecuente. Y es que el tormento de los toros perseguidos alcanza la cima de lo cruel cuando son heridos por pértigas, espadas y piedras -ya que no hay otra práctica humana con la que la vista del hombre se deleite tanto como con estas acciones tan vergonzosas, incluso pareciendo que la bestia pide la libertad con mugidos suplicantes.» (pág. 8)
Parte Pereira, por lo tanto, de la distinción entre hombres y animales, lo que le obligará a negar toda una serie de funciones a los animales, que en cambio los hombres sí serán capaces de realizar. Pero esta distinción no sólo se reduce al ámbito que comenta Pereira, sino que se extiende también a la distinción entre distintos grupos humanos, libres y esclavos, que nos lleva a la consideración del famoso Derecho de Gentes o Derecho Natural, planteado ya en la época del Imperio Romano y durante la Edad Media, en el ámbito de la Iglesia católica. Y esta extensión de la diferencia entre hombres y animales a la distinción entre distintos grupos humanos es la misma que, desde 1519, con la circunvalación del globo terráqueo, se había realizado en el Derecho de Gentes: las técnicas de navegación, de astronomía, &c. habían realizado de forma efectiva la universalización de los derechos naturales (al menos en cuanto al ámbito de extensión, que era finito, esférico) al contrario del Derecho de Gentes de la época imperial romana o de la Edad Media, puramente intencional en cuanto a su alcance y efectos.
Esta universalización, realizada por el Imperio hegemónico en aquella época, España, llevará a las famosas disputas sobre la naturaleza de los indios americanos y su posterior reconocimiento como personas, en detrimento de los esclavos negros que seguro Gómez Pereira tuvo ocasión de contemplar en un centro comercial como Medina del Campo. En definitiva, queremos decir que las disputas de Las Casas, Sepúlveda y Vitoria sobre la guerra justa y el Derecho de Gentes estaban sin duda influyendo en la redacción de la Antoniana Margarita. Al fin y al cabo, pensaría Pereira, si los esclavos negros que se veían a diario en el mercado tuvieran alma, el trato practicado sería, al igual que sucedería con los animales, tremendamente cruel. Sobre esta temática, resulta curioso cómo los sucesivos intérpretes y comentaristas de la filosofía española han demostrado tan poca lucidez al no relacionar las discusiones de la Antoniana Margarita con esa realización efectiva del Derecho de Gentes y los problemas que implicaba.{4}
Sin embargo, ¿puede considerarse la obra de Pereira como una ideología que, al dejar a los animales desprovistos de cualquier tipo de voluntad, sirve como coartada para justificar el trato cruel suministrado a los esclavos? Estaríamos entonces ante la misma operación que han realizado algunos autores con la Política de Aristóteles: Pereira sería un simple apologeta de la esclavitud. Sin embargo, y sin perjuicio de la necesidad de acudir a las relaciones fenoménicas entre esclavos y señores del siglo XVI, algo que en ningún momento negamos, habría que decir que sólo desde tales obras «apologéticas» una vez lograda la sistematización, cabe explicar la sociedad esclavista de turno. El problema sería, por lo tanto, conocer cuáles son las fuentes doctrinales de Gómez Pereira para explicar la redacción de su libro.
Para tal fin, retomamos la tesis de González Vila, el convertir al hombre no ya en animal racional, sino en animal cognoscente, afirmando a partir de esa tesis que los brutos carecen de razón, y por tanto carecen de facultades cognoscitivas. Sin embargo, la tradición aristotélico-escolástica jamás hubiera identificado el conocimiento con la razón, pues se partía de la distinción, que Aristóteles plantea en el Libro III de De Anima entre aprehensión o recepción del la especie sensible, y juicio o resultado de afirmar o negar la proposición obtenida a partir de la aprehensión. Por ello, los brutos pueden conocer por la simple aprehensión, pero si no niegan o afirman nada sobre ella, no son seres racionales. Sin embargo, ya en el comienzo de su obra, Pereira sorprende al negar tal distinción entre aprehensión y juicio, pues ambos actos serían en realidad uno sólo.
Tal afirmación sería consecuencia de sus estudios nominalistas, presuntamente realizados en la Universidad de Salamanca durante el efímero período de implantación de tal doctrina. Aunque el propio Pereira pretende superar las disputas entre nominalismo y realismo. Tal y como dice González Vila, Pereira niega que las categorías se correspondan sin más con la realidad (pues de la famosa tabla aristotélica sólo quedarían con validez la sustancia y la cualidad), quedando las demás relegadas a una función puramente lingüística y cognoscitiva, la cual no se incluye por supuesto entre las que competen a los animales. Sin llegar a negar la validez del conocimiento universal, reduce éste a una especie de «resumen» de la pluralidad de términos de una definición, una simple connotación.{5} Es decir, el problema del juicio, típicamente de teoría del conocimiento, es expuesto para acentuar la distinción entre hombres y animales. Si la verdad recae en el juicio (al menos, no tenemos noticia de que Pereira negase esta afirmación aristotélica, al contrario diríamos nosotros) y éste es la misma aprehensión, que necesita del lenguaje para manifestarse, ¿cómo podrían los animales sentir, si ése es el único requisito que necesita la racionalidad, si juzgar es precisamente sentir? Por lo tanto, sólo los hombres conocen, y éstos son los únicos que poseen lenguaje.
Este peculiar razonamiento elimina la tradicional división del alma en vegetativa, sensitiva y racional. Para Pereira, el alma sólo podría ser racional, y además ella misma equivale a sus facultades. Frente a la escolástica, que reconocía la necesidad de varias facultades orgánicas, pertenecientes al alma sensitiva (tales como la sensibilidad común o la facultad estimativa de los animales), Pereira dice que el alma inmortal se basta a sí misma para sentir, entender y querer. Sólo se salvarían dos facultades internas y sensibles de la enumeración escolástica: la memoria (que sería común a los hombres y a los animales, situada en una parte del cerebro que él llama occipucio) y la imaginativa, sin la cual el conocimiento abstractivo sería imposible. El alma, al ser la que realiza todas las funciones sin necesidad del cuerpo, sólo usa de éste para ser consciente de sí misma, una vez que es afectada por los objetos que actúan en ella mediante la fantasía o imaginativa. De esta afirmación pereiriana sin duda habría salido la famosa coletilla de «precursor de Descartes» y de su cogito que tantas veces le han asignado.
Eso sí, de alguna manera podríamos vincular a la filosofía moderna y contemporánea al autor de la Antoniana Margarita, sobre todo al ver cómo nuestro Ortega y Gasset no se ha desembarazado de este subjetivismo moderno, propio de las teorías del entendimiento agente del medievo, pero no en su versión cristiana tomista, sino en versión averroísta, fanatista, ya que se considera que cada hombre «lleva la verdad dentro» en una suerte de acuerdo intersubjetivo. Por ejemplo, en «Vitalidad, Alma, Espíritu»{6} mantiene el «ocasionalismo» entre el alma, como lugar de los sentimientos, y el espíritu, lugar de los conocimientos. Cuando vincula el cuerpo al espíritu, Ortega razona al estilo de Pereira (el famoso «el dolor de muelas me duele a mí, y por lo mismo, él no es yo»{7}), suponiendo el cuerpo como instrumento del «yo», quizás llevando demasiado lejos el homenaje a los médicos filósofos españoles del siglo XVI que pretendia realizar en su artículo (tan lejos que su doctrina se queda en el mismito siglo XVI).
Sin embargo Pereira, a pesar de su crítica a la escolástica, opta por un entendimiento agente católico en su crítica a Averroes: «Primero, porque el comentarista creyó que por el hecho del intelecto agente y material, que es múltiple –como los hombres, singulares somos múltiples (ya que el hombre tiene su propia facultad del intelecto material)– se libraba de la objeción que se le oponía –es decir, que si el intelecto fuese único, resulta que, entonces, lo que yo intelijo será, también, inteligido por ti; y otra: que si el intelecto fuera múltiple, la cosa inteligida por uno y la inteligencia por el otro tendrían algo en común en lo que concordarían, como si fuesen una misma cosa en especie y dos, o más, en individuos, y, así, hasta el infinito. Averroes, en esto, se equivocó manifiestamente.» (pág. 251)
Volviendo al tema concreto del alma, este subjetivismo que Pereira anuncia, sólo puede ser corregido respecto al cuerpo con lo que después se conocería por ocasionalismo. Es decir, sería Dios el que rectifica y coordina de alguna manera las impresiones e intuiciones del alma, del mismo modo que los movimientos mecánicos de los brutos serían también obra de una especie de alma del Mundo que se identifica con Dios. Incluso los apetitos de los animales no pasarían de ser movimientos atribuibles también a las plantas, como se ve en este párrafo:
«Podría reseñar numerosas plantas que rehúyen algunas tierras en las que son plantadas, observándose que perecen como si estuviesen consumidas por una epidemia, [...] Incluso no se podrá negar (a no ser que alguien esté mal de la cabeza) que se cree que ciertos árboles, y otras plantas, que viven con alma nutritiva, evitan el alimento conveniente, e, incluso, las que se ven obligadas a ascender a las más altas cimas, rechazan lo nocivo y lo inconveniente. También las facultades naturales de los animales que aceptan, o expulsan, –fin al que consagran su vida (según dicen) para atraer lo que les conviene y rechazar lo que no les conviene–, sin requerir su deseo ningún conocimiento.» (pág. 206)
III
Ahora bien, frente al destino del bruto, que no deja de ser obra divina y está sometido por lo tanto al hombre, ¿cuál sería el destino del alma humana? Sabiendo que el lema de Pereira, una vez rechazada la distinción entre aprehensión y juicio, es el también usado por otros filósofos modernos «juzgar es sentir»{8}, que también conducía a materialismos groseros como el de Lamettrie, ¿cómo se mantenía la distinción entre el animal y el hombre? De hecho, Pereira reconocía que la materia no necesita de formas, al afirmar que la forma de la materia no es más que un subproducto de su disposición, algo afirmado anteriormente por los aristotélicos Dicearco y Estratón, y por Galeno, los precedentes del ya citado materialismo grosero.{9} Materialismo que, cómo no, Pereira matiza en uno de sus argumentos a favor de la inmortalidad y espiritualidad del alma:
«Quienes afirman que el alma es el acto del cuerpo físico orgánico, ignoran que lo que se admite en las definiciones no es acto, sino aptitud. Por ejemplo, cuando se define al hombre como "animal racional", "racional" no significa que éste siempre razone en acto, porque también puede hacerlo en potencia. Y es que de significar únicamente lo primero, la definición sería incorrecta, puesto que ello es imposible en el hombre que duerme o en el que está loco. Por lo tanto, es evidente la imposibilidad de definir al alma como acto del cuerpo al que no informa, ya que es apta para informarlo.» (pág. 301)
De algún modo, el dualismo entre alma y cuerpo acaba justificándose en aras de la inmortalidad y la Gracia divina, el destino del hombre. La aparente contradicción de utilizar el materialismo más grosero para justificar las posiciones más espiritualistas nos lleva a la ya clásica distinción entre Naturaleza y Gracia, que después, en pleno idealismo alemán, se trastocaría para convertirse en la distinción entre Naturaleza y Cultura, en la que los animales seguirían siendo instrumentos al servicio del hombre, sin mayor trascendencia.
IV
Sin embargo, ¿qué importancia podrían tener hoy las discusiones sobre si el alma tiene tres partes, sobre si determinadas facultades son manejadas por el alma racional, o si el alma racional se identifica con las facultades correspondientes? La mayoría de los argumentos que Pereira presentó en contra de la sensibilidad de los brutos se le vuelven en contra hoy día, con el surgimiento de la Teoría de la Evolución y la posterior Etología. Por ejemplo, los animales sí poseen lenguaje, tal y como se ha probado con los experimentos realizados con el chimpancé Washoe y como constataron los Gardner durante varios años. Además, los brutos no sólo se guían por puro mecanismo y según patrones condicionados (como pretenden seguir manteniendo los psicólogos conductistas) sino que también son capaces de aprender de sus propias experiencias, ya sea por medio de formas de adaptación filogenética, o incluso por las más finas y calculadas operaciones racionales (como el chimpancé de Koehler cuando montaba las cañas para alcanzar la comida){10}. Los desarrollos científicos habrían barrido del campo de la ciencia todos esos desarrollos metafísicos, quedando desterrados para siempre, al menos en opinión de los etólogos.
Sin embargo, los mismos etólogos acuden a conocimientos teológicos o filosóficos para encontrar fundamentos y precedentes de sus análisis. Por ejemplo, acuden a la teología moral (o el derecho natural), que ve el orden divino en la naturaleza, de tal modo que las criaturas son dirigidas hacia su fin biológico, vendría a ser, para ciertos estudiosos de la conducta, un precedente primitivo de los estudios etológicos, basado en la voluntad de Dios, en tanto que se refiere a leyes morales naturales{11}. Afirman ademas que los conflictos en las normas éticas (compasión y deber, por ejemplo) son resueltos por mecanismos innatos{12}. Pero quizás olvidan los etólogos que las diferencias entre el lenguaje animal y el humano, por poner un simple ejemplo, no están dadas al nivel físico (el del aparato fonador, del que un mudo no podría disponer, por ejemplo), sino al nivel de la cultura objetiva material: diríamos que los caracteres humanos sólo tienen sentido en el contexto de las características culturales. El lenguaje humano, por ejemplo, se realiza a escala de millones de personas (como es el caso de nuestra lengua, el español), y no a la de un centenar de primates.
Esto nos llevaría directamente a la distinción entre las sociedades animales y las humanas, al estudio sobre el poder político como una transformación del primario poder etológico, &c. Pero sospechamos que nuestra reseña es ya suficientemente abundante y detallada, como para continuar hablando de una temática que sobrepasa por completo el ámbito en que nos movemos, el de la Antoniana Margarita de Gómez Pereira. Simplemente baste esta reseña como ejemplo de hasta qué punto los idola theatri, los del gremio de filósofos, son capaces de convertir un tema tan complejo, como la distinción entre hombres y animales, en una simple disputa sobre la autoría de teorías que, por absurdas, hoy no provocan más que risas entre gente ajena al gremio.
Notas
{1} Dice Menéndez Pelayo de la Antoniana Margarita que «por no ser un tratado metódico de psicología, de física ni de metafísica, sino un libro de controversia, una serie de paradojas, presenta las cuestiones en orden poco riguroso y sistemático», «La Antoniana Margarita de Gómez Pereira», en La Ciencia Española, tomo 2, pág. 293. Incluido en Obras completas, tomo 58, Ed. Nacional, CSIC, Madrid 1953.
{2} Joaquín Iriarte, S.I., «La filosofía española y el choque Menéndez-Guardia», en Razón y Fe, 133 (1946), págs. 527-528.
{3} Teófilo González Vila, La Antropología de Gómez Pereira (Extracto de la tesis del mismo nombre). Ed. Sevillana, Sevilla 1975, pág. 22.
{4} En efecto, así sucede con obras como la de Guillermo Fraile, O. P. Historia de la Filosofía Española, Tomo I: «Desde la época romana hasta fines del siglo XVII», BAC, Madrid 1971, y M. Martin Grabbman, «Carácter e importancia de la filosofía española a la luz de su desarrollo histórico», en Ciencia Tomista, 64 (1943), págs. 2-25.
{5} Teófilo González Vila, op. cit., págs. 24-25.
{6} En El Espectador, Tomos V y VI. Espasa Calpe, Madrid 1966, págs. 64-106.
{7} Ibidem, pág. 81.
{8} Claude Adrien D´Helvetius, Del Espíritu. Ed. de José Manuel Bermudo. Editora Nacional, Madrid 1984, pág. 95.
{9} Benito Jerónimo Feijoo, «Racionalidad de los brutos», en Teatro crítico universal, Tomo III, Discurso 9, §. I, 15
{10} Para una iniciación en los conocimientos etológicos, recomiendo encarecidamente la lectura del libro de I. Eibl-Eibesfeldt, Etología. Introducción al estudio comparado del comportamiento. Omega, Barcelona 1974.
{11} I. Eibl-Eibesfeldt, Amor y odio. Salvat, Barcelona 1999, pág. 90.
{12} Ibidem, pág. 92.