Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 3 • mayo 2002 • página 3
¿En qué circunstancias la mentira,
que es mal ético y moral a un tiempo,
podría considerarse lícita?
Nuestra Academia define «mentir» como «decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa». Es decir, que (como ya sabíamos) mentir no consiste simplemente en no decir la verdad: la sinceridad no me obliga a llamar a la puerta del vecino para decirle que me parece zafio, torpe o depravado. Tampoco miente quien dice algo falso, siempre que el propio individuo lo tenga por verdadero. Por eso no cabe considerar mentiras las del niño, incapaz todavía de distinguir lo real de lo posible, lo que, en opinión de Piaget, no sucede hasta muy tarde, ya en la época de la pubertad. Ni son mentiras las del loco (las del loco «de verdad», no las del histrión o las del narcisista que buscan notoriedad o fama): de alguien que con toda sinceridad se autoproclama hermano pequeño de Jesucristo, con justicia no decimos que miente, si no que delira. Por donde venimos a dar en que mentir supone, en suma, la intención expresa de engañar. Algo que ya nos había enseñado San Agustín: «La mentira –escribe– consiste en decir falsedad con intención de engañar.» Esta es seguramente la razón de que nuestros políticos, con exquisita cortesía parlamentaria, en lugar de tildarse de embusteros, se acusan, eufemísticamente, de faltar a la verdad
Observo, con todo, una imprecisión en la definición que proponen nuestros académicos (a menos que yo la entienda mal): ¿Mentir supone siempre un decir o un manifestar? ¿No hay mentira en la ocultación, en el silencio, en el callar según qué cosas? Hay cuestiones que deben ocultarse, verdades que no deben ser dichas, pero hay otras en las que el silencio es en sí mismo culpable, y el callar sinónimo de mentir. Incluso me atrevería a afirmar que, dejando a un lado casos problemáticos que constituyen ellos mismos genuinos problemas éticos, no es difícil determinar cuáles pertenecen a un grupo y cuáles al otro, al punto que casi todo el mundo (todo el mundo que no sea un imbécil moral y que, por tanto, tenga mínimamente desarrollada una cierta capacidad de juicio moral), casi todo el mundo –digo– es capaz de un discernimiento claro a este respecto.
Mentir –decíamos– conlleva siempre la intención de engañar: miente quien trata de engañar, diciendo o callando. Y esto implica, al mismo tiempo, que mentir no es sinónimo de engañar, porque no siempre el mentiroso, aunque mienta, engaña. Para considerar que alguien miente, no es preciso, pues, que engañe: basta con que lo intente.
Y bien, ¿por qué miente la gente? Si es verdad, como a veces se ha sugerido, que se mata básicamente por tres motivos, a saber: sexo, dinero y poder, seguramente no resulta exagerado conjeturar que, en lo esencial, esas son las mismas razones por las que se miente, siempre que se esté dispuesto a admitir el prestigio y la fama (quizá también la venganza) como formas de poder. Con todo, es lo cierto que la mayor parte de nuestras mentiras obedecen al impulso de aparentar lo que no somos; y éste no es asunto menor, pues parece indicar que la mentira supone el reconocimiento implícito de la propia insignificancia (supuesta o real), la vaga sospecha de no ser, por uno mismo, suficientemente merecedor de interés o atención. Alguien lo bastante satisfecho de sí (lo que no deja de ser otra cara de la estupidez) no necesita recurrir a la mentira para adornarse con cualidades imaginarias o para desfigurar hasta la exageración las existentes. En este sentido, casi se podría afirmar que la mentira es una forma pervertida de la humildad. Quien se halle suficientemente pagado de sí mismo raramente recurrirá al embuste para impresionar: «soy demasiado soberbio para ser embustero.» Tal podría ser su lema. Y las más de sus mentiras serán, probablemente, inocentes maniobras tendentes a evitar incomodidades o contratiempos, pero no embustes en cuanto tal.
El engaño es un fenómeno frecuente en el mundo animal. Forma parte, en muchas ocasiones, de lo que Maynard Smith denomina Estrategias Evolutivamente Estables (EEE). Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el cansancio; mas conviene aclarar que en los animales el engaño más frecuente tiene lugar en las relaciones interespecíficas, y disminuye sensiblemente (aunque, desde luego, no desaparece del todo) en las intraespecíficas, en las que, de todos modos, permanece ligado a la consecución de ventajas adaptativas. En cambio, el ser humano es capaz no sólo del engaño a otras especies, sino también del engaño sistemático a sus propios congéneres, incluso sin que a veces se vean por ningún lado las supuestas ventajas que la mentira reporta. Y es que sólo el hombre, que, como observaba Hegel, es el único ser capaz de renunciar a todo, parece ser también el único capaz actuar por nada, esto es, capaz de un comportamiento sin motivo ni objeto, enteramente gratuito; y en esto de la mentira, capaz de engañar, en ocasiones, sin motivos aparentes, de forma gratuita, como si el engaño fuese un fin en sí mismo y no un medio para otra cosa. Y así como el crimen sin motivo aparente resulta el más difícil de esclarecer, así también la mentira gratuita resulta la más inquietante. Que alguien mienta buscando un beneficio (cualquiera que éste sea) puede resultar comprensible, aunque no necesariamente justificable, pero que alguien lo haga sin más razón que la mentira misma es, cuando no entra directamente en el campo de la psicopatología, una de las singularidades más notables de la naturaleza humana, como el caso de aquel sastre del que afirma Montaigne que «nunca le oí decir una verdad, aunque le conviniese».
Si damos por válida la distinción establecida por Gustavo Bueno entre «ética» y «moral», y entendemos la primera referida al individuo en tanto que individuo, mientras que la segunda tendría como referencia al individuo en tanto que miembro de un cuerpo social, esto es, en tanto que ciudadano, habría que decir que la mentira es mal ético y moral a un tiempo (lo que acaso abone las sospechas de que no siempre es fácil dibujar nítidamente las fronteras entre lo ético y lo moral, porque lo uno, por modos diversos, a veces por contradicción, a veces por complemento, casi siempre dice referencia a lo otro, quizás hasta el extremo de que sólo puedan ser delimitados y definidos sus campos respectivos en su referencia mutua: no hay problema ético que no tenga su propia dimensión moral ni problema moral que no tenga su propia dimensión ética). Pero decir que la mentira es mal ético y mal moral, no significa tan sólo que haya una mentira primariamente ética y una mentira primariamente moral, sino que la mentira misma es simultáneamente las dos cosas: en su dimensión ética, la mentira supone rebajar al otro al papel de mero instrumento, convirtiéndolo en espejo sobre el cual proyectar y ver reflejada la imagen distorsionada de la realidad o de nosotros mismos que la mentira comporta; el otro no es un receptor, sino la caja de resonancia de nuestras propias ficciones; no es un interlocutor al que se le proporcionen las reglas de juego que presidirán el diálogo, sino la víctima ignorante de nuestra perfidia, a la que (sin que lo sepa) amordazamos con nuestra mentira y arrebatamos una función específicamente humana cual es la de juzgar, sin dejarle más opción que el asentimiento o la sospecha, con lo que, al cabo, la mentira supone un intento más o menos deliberado de despojar al otro de su humanidad y convertirlo en simple medio para nuestros propios fines, aun en el caso de que el fin sea la mentira misma, desnuda, insustancial, puramente lúdica. Pero al mismo tiempo (y ésta es su dimensión moral), la mentira envenena las relaciones sociales, haciéndolas descansar sobre la desconfianza mutua, con lo que institucionalizada al orden de norma rectora de la interacción social, la mentira habría acabado por convertirse en seria traba para la supervivencia de la especie misma (una especie particularmente necesitada de «ayuda mutua», como diría Kropotkin). El famoso «dilema del prisionero», examinado en la moderna teoría de juegos, pone de relieve las ventajas de la cooperación, o, al menos, de colaborar si el otro lo hace. Tal proceder constituiría (o eso opinan los teóricos del asunto) una Estrategia Evolutivamente Estable. Ahora bien, no cabe cooperación alguna sin la confianza que la mentira diluye y desactiva, por eso con razón afirmaba Santo Tomás de Aquino que: «Los hombres no podrían vivir juntos si no tuvieran confianza recíproca, es decir, si no se manifestasen la verdad.» Y siglos más tarde, Montaigne (otra vez Montaigne) sostendrá que: «En verdad, la mentira es un vicio maldito. No somos hombres ni estamos unidos entre sí más que por la palabra. Si conociéramos todo el horror y trascendencia de la mentira, la perseguiríamos a sangre y fuego, con mucho mayor motivo que otros crímenes.»
Con todo, no hay norma ética ni moral (me parece) que no prevea la excepción a sí misma. Entre los Padres de la Iglesia no fue insólita la opinión de que mentir era lícito si ésa era la única forma de proteger a la Iglesia de quienes la perseguían; opinión, reprobada, no obstante, por el primero de ellos, San Agustín, para quien la mentira era siempre condenable; postura que llega hasta el imperativo categórico kantiano y sus exigencias de universalidad y validez incondicionada y a priori. Considero, no obstante, que en este punto no está de más una cierta dosis de utilitarismo: mentir será lícito siempre que con la mentira se evite un mal mayor que la propia mentira (Stuart Mill sostenía una posición similar). Convendría examinar si ese mismo criterio no podría aplicarse a la desconexión excepcional de cualquier otro principio ético o moral. Supongo que el problema reside ahora en determinar cuándo un mal es mayor o menor que otro. Habrá casos, sin duda, en que la respuesta la dictará el sentido común o el juicio moral mínimamente desarrollado, pero en otros, ciertamente, la controversia será inmediata e inevitable.