Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 3 • mayo 2002 • página 19
Respuesta al artículo «Del Amor»,
publicado por Alfonso Tresguerres en El Catoblepas
Después de leer el artículo titulado «Del Amor» de Alfonso Tresguerres –El Catoblepas, nº 2, pág. 4– he recordado cierta teoría que Miguel de Unamuno expone en la novela Niebla a través de la conversación entre el protagonista, Augusto Pérez, y su amigo del casino, Víctor –o, que exponen ambos personajes a través de la pluma de Unamuno, como le hubiera gustado decir al autor. En ella se barrunta una idea del amor de tradición platónica con la que nos gustaría responder a la propuesta por el profesor de Oviedo. Dicho sea de paso que, como dos «intermediarios», reavivamos así la polémica que con Ortega mantuvo el escritor de la «nivola», continuándola en el terreno del amor como materia filosófica. En efecto, pretendo extraer de las palabras de don Augusto la crítica a la tesis de Ortega en la que Tresguerres se apoya para sostener su argumentación, por lo menos en cuanto a la diferencia entre el amor y los amores. Con todo, hay también que decir que me sumo al plan desmitificador que se emprende en dicho artículo contra ideas consideradas tan «elevadas», aunque esto suponga tener que dirigir nuestra mirada hacia la zoología y «aledaños».
Para ir directamente al asunto escuchemos las palabras con que Augusto Pérez le cuenta a su amigo lo que le ocurre desde que se ha enamorado:
«—Pero no sé lo que desde entonces me pasa; casi todas las mujeres que veo me parecen hermosuras, y desde que he salido de casa, no hace aún media hora seguramente, me he enamorado ya de tres, digo no, de cuatro; de una primero, que era todo ojos; de otra, después, con una gloria de pelo, y hace poco de una pareja, una rubia y otra morena, que reían como los ángeles. Y las he seguido a las cuatro.¿Qué es esto?
—Pues eso es, querido Augusto, que tu repuesto de amor dormía inerte en el fondo de tu alma sin tener dónde verterse; llegó Eugenia, la pianista, te sacudió y remegió con sus ojos esa charca en que tu amor dormía : se despertó éste, brotó de ella, y como es tan grande se extiende a todas partes. Cuando uno como tú se enamora de veras de una mujer, se enamora a la vez de todas las demás.[...]
—¡Vaya una metafísica!
—Y ¿qué es el amor sino metafísica?»{1}
Si empezamos tirando del hilo que el propio Tresguerres nos suministra y repasamos las definiciones del amor que a lo largo de su artículo desestima, la primera es la teoría de la «media naranja» que Platón puso en boca de Aristófanes en el Banquete. Esta, al ser un mito, creemos que no se puede impugnar como tal teoría sin atender al contenido «racional», o sea, al «fulcro» real que todo mito envuelve. Ahora bien, sin comprometernos con el contenido «aprovechable» de dicho mito, ¿acaso en este diálogo de Platón no hay otras teorías alternativas?, ¿qué decir de las palabras de Diotima a Sócrates?, ¿no es la lección con que podemos rechazar toda definición sustancialista de una realidad tan «escurridiza»? «Escurridiza», en efecto, o dicho de otro modo, dialéctica; a la que no podemos «detener» en sólo uno de sus «momentos», como me parece que le sucede a nuestro autor. Éste nos presenta el proceso del enamoramiento como una enfermedad («imbecilidad transitoria» en expresión de Ortega) semejante a una gripe, imparable y con sus distintas fases, la última de las cuales puede ser la amistad –cosa distinta al amor– («compartir la cama como se comparte la mesa») o el olvido. Queremos entonces discutir si la amistad (filía) es otra cosa que el amor (eros), según afirma Tresguerres, o no. Anunciamos ya que nuestra postura vendría a sostener que lo que aquí se esconde es la exposición analítica de una realidad que no admite semejante formato, pues el olvido no sería un desenlace o acabamiento del verdadero amor, sino del falso, mientras que la amistad no sólo sería un desenlace o acabamiento, sino la estructura misma del proceso cuya génesis llamamos «enamoramiento». En todo caso, daríamos así a la palabra «acabado» su clásico significado de lo que se ha «cumplido», «terminado» o «llevado a efecto».{2}
Veneno, enfermedad, fuerza invencible, ¿no son metáforas del amor aún mucho más oscuras que los mitos que pretenden criticar? Se afirma en tono reprobatorio: «amar o dejar de amar no son fenómenos de la voluntad ni del reconocimiento»; y nosotros nos preguntamos: ¿qué operaciones humanas son fenómenos de la voluntad y del reconocimiento? Es evidente que no podemos elegir de quién «enamorarnos», pero tampoco podemos elegir muchas otras relaciones sociales y no por eso dejan de ser racionales. Que sea libre o no la actuación del «imbécil transitorio» dependerá, repetimos, de que la veamos como la «preparación» hacia otro «estado» o estructura –al fin y al cabo por eso es transitorio– segregable de su, según algunos, «ridícula» génesis.
Entonces empezaremos a ver acertada la definición de Espinosa («el amor es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior»): si sabemos que la «alegría» es «el paso del hombre de una menor a una mayor perfección» y se dice «perfección» de «la esencia de una cosa cualquiera en cuanto que existe y opera de cierto modo», ¿no es cierto que nuestro «amor» por alguien es una forma de «perseverar en nuestro ser»? Apoyándonos en la definición del hombre como «animal ceremonioso», «amar» a alguien supone cumplir con una serie de ceremonias o normas objetivas establecidas en la sociedad de referencia que sólo desde fuera de esta –como estaría el extranjero, figura que representa el «espectador» de la literatura antropológica–, o desde otras normas en conflicto de la misma sociedad, –«solterón empedernido» o «mujer-profesional-independiente»– podrían verse «ridículas». En todo caso, tan ridículas como la ideología que a estas ceremonias muchas veces envuelve, inseparable aunque disociable de ellas{3}. Las llamadas por Espinosa «afecciones exteriores del cuerpo que acompañan a los afectos» son los síntomas del amor que tal vez pudieran justificar la opinión de Kierkegaard que asume Tresguerres de que todos los amantes son igualmente ridículos; no obstante, «el temblor, la palidez, los sollozos, la risa, etc. se refieren sólo al cuerpo, sin relación alguna con el alma»{4}. O dicho de otro modo, la etología{5} tiene mucho que decir sobre esas «afecciones externas» que constituyen la materia de los rasgos subgenéricos o cogenéricos de nuestra conducta como individuos, aunque ello no deba suponer el olvido de una «escala» distinta, la de la praxis humana, en la cual se encuentran las relaciones de amor entre personas, irreductibles al terreno zoológico.
Dice Espinosa en la proposición III de la parte tercera de la obra comentada que «las acciones del alma brotan sólo de las ideas adecuadas; las pasiones dependen sólo de las inadecuadas»; en ella nos basamos para poder explicar esa «experiencia» compartida por muchos de que el «amor» no es alegría, sino, como Tresguerres recuerda, «intranquilidad y desasosiego».Es la misma tristeza de aquel que no consigue, o duda de si conseguirá, lo que desea, por tanto, es una «pasión del alma», no una «acción» aquello a lo que Tresguerres se refiere. Más que una refutación, por cierto, esta «experiencia» aludida es una prueba más de la definición de Espinosa. No dudamos de que el amor es alegría cuando es «correspondido», pero es esta idea de la «correspondencia» la que nos recuerda al mito de Aristófanes que querríamos desterrar por lo que tiene de automatismo encubierto, que paradójicamente Tresguerres utiliza: «doy siempre con la persona equivocada». En su lugar habría que decir: «me precipito». Otro gran estoico aconseja de este modo en la elección de los amigos: «Tú delibera con el amigo todas tus cosas, pero ante todo sobre él mismo. Después de la amistad se ha de ser fiel; antes de ella se debe juzgar. Es un absurdo confundir los deberes y obrar en contra del precepto de Teofrasto, el de confiarse antes de conocer y el de romper esa confianza cuando se conoce»{6}.
Con ella enlaza, por cierto, la cita de Unamuno con la que hemos comenzado, de la que es preciso, a continuación, explicitar su filiación platónica: lo que le pasaba a Augusto Pérez, es aquello que Diotima le cuenta a Sócrates que debe ocurrir con todo aquel que siga el camino recto, a saber, «empezando por las cosas bellas de aquí y sirviéndose de ellas como de peldaños ir ascendiendo continuamente, en base a aquella belleza, de uno solo a dos y de dos a todos los cuerpos bellos y de los cuerpos bellos a las bellas normas de conducta, y de las normas de conducta a los bellos conocimientos, y partiendo de estos terminar en aquel conocimiento que es conocimiento sino de aquella belleza absoluta, para que conozca al fin lo que es la belleza en sí»{7}. El amor es «el deseo de poseer siempre el bien», según enseña Diotima, y la acción especial en la que este deseo se manifiesta es la «procreación en la belleza, tanto según el cuerpo como según el alma». ¿Cómo podemos recoger la objeción que Tresguerres presentaría a esta definición con su ejemplo de los amores de Swann? Pues, si, como se afirma por su parte, este tipo de amores demuestran que uno no se enamora de lo estimable o lo conveniente («video meliora proboque deteriora sequor»), admitiríamos que se pueda cometer el mal a sabiendas... En realidad, esos amores o «amistades peligrosas» afianzan aún más la teoría platónica, ya que casi todos, salvo estupidez congénita del amante, son ejemplares de la confianza en nuestras «dotes educativas»: lograr hacer del amado el ser estimable que se adivina entre tanto defecto suele ser la esperanza, no siempre frustrada, del enamorado.
Siguiendo a Platón, entonces, entendemos que el «enamoramiento» de Ortega es una manía que «empobrece la vida mental» siempre que se presupongan los «estadios» superiores, que son propiamente desde los que hablamos una vez «liberados»; también Platón reconoce que será necedad quedarse en la belleza de un solo cuerpo sin ver que es afín a la belleza de los otros. Ahora bien, ¿qué sentido tiene la diferencia entre el amor y los amores al margen de la dialéctica platónica del «ascenso» y el «descenso»? Sin dicha dialéctica se desconecta la Idea de aquellos cuerpos que participan de ella, sustancializándola, a la vez que «restando realidad» a sus «inferiores». No en vano Ortega, experto en zafarse de resolver aquello a lo que apunta –desflorador de ideas fue llamado por alguien acertadamente– dice que «los amores» son historias más o menos accidentadas que acontecen entre hombres y mujeres»{8}; él «prefiere» hablar del «amor» en general. Desde nuestro punto de vista este método podrá ser característico de la «amplitud de miras» de nuestro filósofo, pero es también el modo más fácil de no decir nada. Al contrario, la primera pregunta con la que Sócrates en el Banquete comienza su intervención –asegura que sin dilucidarla no puede proseguir– es la siguiente: ¿es Eros amor de algo o de nada? De este modo se emprende la concepción según un formato funcional, en la que sí importan los «valores» que se den a la «variable»: amor de ...lo que se tiene necesidad. En nuestro caso, nos centraremos en el amor entre hombres y mujeres, o, platónicamente dicho, el deseo de «engendrar en la belleza según el cuerpo», no porque lo consideremos el más importante, pues en principio tendríamos que decir que es una especie de amor entre otras, sino porque es el propio Tresguerres el que nos «obliga» a tener que buscar una definición algo menos «accidental» que la orteguiana de «cosas que pasan» entre hombres y mujeres.
Pero no sólo Platón, sino que también Aristóteles consideraba la relación entre hombre y mujer como un tipo de amistad, incluso como el tipo de amistad más perfecto, aunque admitiendo la superioridad del varón –uno de los puntos en los que Aristóteles va a la zaga de su maestro. Las tres clases de amistad (por utilidad, por placer y por bondad) que en la Ética a Nicómaco{9} se reconocen, –propiamente «amistad» es la última, en la que se reúnen las anteriores que solas se dan «por accidente»–, a su vez se dividen según si lo que une a los amigos es la igualdad o la superioridad. Como amistad fundada en la superioridad, la de hombre y mujer es citada junto a la que mantienen padre e hijo, el mayor y el joven o el gobernante y el gobernado: «Así ni obtienen lo mismo el uno del otro ni deben pretenderlo»{10} pues, evidentemente cada uno tiene una misión distinta en la asociación{11}. Según esta clasificación, Tresguerres parece colocar a los «amores» como relaciones de amistad fundadas en el placer o la utilidad («son más divertidos, te llevan menos tiempo y te vuelven menos tonto» dice de ellos), pero no en la virtud misma de los amigos, como sería lo deseable.
Para «traducir» a nuestros términos las palabras de Platón podríamos hablar del amor o amistad «ética», en lugar de amor «según el cuerpo», por un lado, y del amor o amistad «moral», cuando este es entendido «según el alma», por otro. «Cuerpo» y «alma» aquí serían los dos modos en que podemos considerar a las operaciones de los sujetos corpóreos según estén destinadas a la generación y conservación de las individualidades en tanto que elementos de un todo distributivo, o a la «generación» –ya no biológica– y conservación de las individualidades en tanto que forman parte de un todo atributivo. El «amor ético» consistiría en un tipo de relación mantenida con un individuo corpóreo en tanto que, además del beneficio mutuo por la convivencia, tiene como rasgo propio la generación de nuevos sujetos corpóreos, constituyéndose como «familia». El que llamamos «amor moral» se entiende como el que se establece entre los camaradas o compañeros, así como el que une a profesor y alumno en la medida en que su asociación está destinada a la futura inclusión del pupilo en algún grupo social que forme parte del Estado o como miembro del propio grupo que es el Estado o sociedad política. Esta clasificación incluiría la de Aristóteles en la medida en que Platón no considera las amistades «por accidente», acaso porque son los «peldaños» que no nos podemos «saltar» en el «ordo cognoscendi». El amor «ético», con todo, no es inferior o vulgar para Platón porque sea entre hombre y mujer, sino por razón de la participación en la «inmortalidad» o duración de su «obra». Los «hijos inmortales» como son las ideas, son preferibles a los mortales, lo cual tampoco es de extrañar cuando es el Estado en su eutaxia y sus ciudadanos (amor como virtud «moral») lo que es preferido al individuo corpóreo (amor como virtud «ética»). Podemos ver, además, claramente en el mismo Banquete, además de en la República, que la amistad entre hombre y mujer no tiene por qué estar determinada por la procreación, dejando el camino abierto a la posibilidad (histórico-política, ya ideada en el diálogo citado) de que, «por enseñárseles las mismas cosas», hombres y mujeres puedan estar unidos «en cuerpo y alma», es decir, que «amor» y «amistad» no sean dos instituciones en conflicto irresoluble.
Y aquí es adonde queríamos llegar. Lo que le pasa a Augusto Pérez o al mismo Tresguerres, a saber, que les gusten «las mujeres» en plural, es decir, la clase distributiva de los elementos del sexo femenino, es lo que le pasa a cualquiera que ya «conoce la belleza» en un cuerpo, obligándole a verlo bajo su forma universal. Pero, tal «amor al prójimo» es absurdo si, a su vez, no se conjuga con criterios morales o atributivos que restrinjan el «radio de amor» a alguna persona en particular. Es, en el fondo, contra lo que piensa Tresguerres, la mejor manera de no perder el tiempo.
Notas
{1} Miguel de Unamuno, Niebla, Cátedra, Madrid 1996, págs. 156-157.
{2} La idea del «enamoramiento» como la génesis de lo que será el «amor sensu stricto» está presente en Ortega. Al margen de que estemos o no de acuerdo con el «contenido» de la idea de Ortega, por lo menos sí aceptaríamos esa diferencia entre dos «momentos» de un mismo proceso que, sin embargo, Tresguerres no utiliza.
{3} En Niebla el criado de don Augusto Pérez, Domingo, le dice a su señorito que los hombres de clase «baja» no se pueden permitir los lujos que el amor exige en el teatro y las novelas (pág. 221, op. cit.). Probablemente a esos «lujos» se refiera la definición operacional del enamoramiento que Tresguerres nos presenta.
{4} Espinosa, Ética, Alianza Editorial, Madrid 1987, introd., trad. y notas de Vidal Peña, págs. 234-255.
{5} Carmen Martín Gaite nos cuenta en Usos amorosos del dieciocho en España (siglo XXI, Madrid 1972, pág. 246) que la exagerada movilidad de los rostros en las situaciones amorosas o de coqueteo hacía que a los hombres que cortejaban a las mujeres se les comparara con unos animalitos también de moda en la época: con los monos. Dicha comparación dio lugar a uno de los piropos más en boga del siglo XVIII: «Basta ya de manoteo que me parece usté un mico». Un moralista de la época pudo escribir: «Los currutacos, pirracas y madamitas de nuevo cuño... son semejantes a los monos y micos en un todo... Se aman a sí mismos, sin que tengan otros estímulos de la sensualidad, y se recrean de verse a un espejo o al agua de la cofayna (sic) en la que se lavan.» «Mimo» como palabra gestada en este ambiente sentimental pasó de significar «farsante» a tener una connotación de cariño.
{6} Séneca, Cartas a Lucilio, III «De la elección de los amigos», Editorial Juventud, Barcelona 1982, pág. 25.
{7} Platón, Banquete, Gredos, Madrid 1992, 211 c, pág. 264.
{8} J. Ortega y Gasset, Estudios sobre el amor, Alianza Editorial, Madrid 1991, pág. 13.
{9} Aristóteles, Ética a Nicómaco, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1985, libros VIII y IX.
{10} Op. cit. 1158 b-1159 a, pág. 129.
{11} Dice Aristóteles: «El hombre y la mujer cohabitan, no sólo por causa de la procreación, sino también para los demás fines de la vida; en efecto desde un principio están divididas sus funciones, y son diferentes las del hombre y las de la mujer, de modo que se complementan el uno al otro poniendo a continuación cada uno lo que le es propio. Por eso también parecen darse en esta amistad a la vez lo útil y lo agradable. Y también puede tener por causa la virtud o excelencia, si ambos son buenos, porque cada uno tiene su virtud propia, y pueden hallar placer en esto. Por otra parte, los hijos parecen ser un lazo entre ellos, y por eso se separan más fácilmente los que no los tienen: los hijos son, en efecto, un bien común a ambos, y lo que es común mantiene la unión» (op. cit., 1162 a, pág. 136)