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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 3 • mayo 2002 • página 21
Libros

Patriotismo vergonzante
frente a patriotismo sistemático

José Manuel Rodríguez Pardo

Se reseña el libro de Torcuato Fernández Miranda, Estado y Constitución, Espasa Calpe, Madrid 1975, comparando su doctrina con la famosa fórmula política denominada «patriotismo constitucional»

No hace muchos meses, la actualidad política española, escasa en originalidad y polémicas serias que no sean las habituales disputas de dos vecinitos por el bastón de alcalde, las broncas de párvulos sobre la subida del PIB o la demagogia progresista acerca de la reforma de la enseñanza, importó desde Alemania un nuevo término para definir la verdadera actuación política con arreglo a la defensa de la nación española, del estado español, o como dirían los más atrevidos, de España. Tal término es el llamado «patriotismo constitucional», acuñado por el famoso y divinizado por la socialdemocracia Jurgen Habermas. Ese «patriotismo de la Constitución», según parece, es la fórmula que permite la comprensión de la pluralidad y unidad de España, tal y como nos dieron a entender los afiliados al PP tras el reciente y último congreso de su partido. También desde el otro gran partido nacional (¿o sería mejor calificarlo de nacionalista?), el PSOE, se aludió recientemente a idéntica fórmula, para justificar la frenética actividad de oposición que realizaba el partido, apareciendo en la cabeza de manifestación de las protestas contra la LOU, por ejemplo. Para su líder José Luis Rodríguez Zapatero, el significado de sus actos de oposición estaba muy claro: «Oponerse a la reforma educativa es una muestra de patriotismo constitucional».

Es evidente que para movernos más allá de la mera ideología o las cuatro palabras básicas que manejan los militantes más conscientes, necesitamos conocer cuál es la formulación explícita del llamado patriotismo constitucional. Para tal fin, pensamos que nadie mejor que el propio padre del invento, el filósofo áulico Jurgen Habermas:

«Para nosotros, ciudadanos de la República Federal, el patriotismo de la Constitución significa, entre otras cosas, el orgullo de haber logrado superar duraderamente el fascismo, establecer un Estado de Derecho y anclar éste en una cultura política que, pese a todo, es más o menos liberal»{1}.

La primera impresión que tuvimos al leer esta definición fue de desconcierto total. En primer lugar, porque se sitúa en un plano puramente subjetivo (o intersubjetivo a lo sumo, siguiendo el lenguaje habermasiano) al hablar del «orgullo», en segundo lugar por esa alusión a la superación del fascismo. Se podría deducir, a primera vista, que al igual que los alemanes tienen interés por superar el fantasma fascista, en España, y con más razón por su cercanía en el tiempo, la clase política quiere librarse del fantasma franquista a toda costa. Sin embargo, los tiros no van sólo por ahí. Sobre todo porque esta declaración de intenciones patrióticas constitucionales, en labios de Zapatero, venía acompañada de un contrasentido evidente: un tiempo antes de adherirse a los designios doctrinales de Habermas y Charles Taylor, había proclamado en el Congreso de los Diputados la necesidad de recuperar El Quijote como figura fundamental del pensamiento español. ¿Será el caso que en España sólo «pensaban» los literatos, que no tenemos brillantes teóricos de la política?

Pues no, no es el caso. Resulta que, sin tener que rebuscar excesivamente entre los temarios de la licenciatura de Ciencias Políticas, entre los prestigiosos nombres de Raymond Aron, Georges Burdeau, Emmanuel Sieyes, Rousseau, Duverger, etc., aparece el nombre de un español: Torcuato Fernández Miranda. Curiosamente, no se trata de un hombre que haya escrito su obra en época muy lejana, ni siquiera alejado de los círculos del poder. Este gijonés nacido en 1915 y muerto en 1980 fue Presidente de las Cortes y del Consejo del Reino antes de la Constitución del 78, así como uno de los hombres más queridos y respetados de nuestra sospechosa Transición democrática. De hecho, en Gijón varios clubes deportivos fueron inaugurados por él, y una de las calles más importantes de la villa, que sale del Barrio de la Arena y llega al Estadio Municipal de El Molinón, lleva su nombre: Torcuato Fernández Miranda y Hevia. ¿En qué estaría pensando Zapatero cuando consideraba «españoles» a Habermas y a Taylor, al igual que a su Quijote? ¿Es que no sacó buena nota en la Universidad?

Preferimos no comentar tales hechos biográficos o psiquiátricos. Y vamos a centrar nuestra atención en analizar, a la luz de lo que nos ofrece el magnífico manual de Ciencia Política que aquí reseñamos, Estado y Constitución, el concepto de «patriotismo constitucional» y sus implicaciones políticas. Y decimos manual porque, a pesar de la implicación de Don Torcuato en temas tan prácticos como la elaboración de una Constitución, en este libro no aborda la forma de hacer la mejor constitución posible, sino un análisis de qué es la ciencia política, y más concretamente la teoría del estado y del derecho constitucional.

Por ello, comienza su libro definiendo lo que es el Derecho constitucional, cuestión que nos puede servir para entender lo que es un Estado de Derecho, una de las características que emplea Habermas para explicar el patriotismo constitucional:

«El Derecho constitucional es, ante todo, una pretensión histórica: la de integrar las relaciones de poder en un sistema de relaciones jurídicas. En sentido amplio, y por ello poco esclarecedor, esa pretensión es una constante de la historia de Europa desde la Antigüedad clásica. En sentido específico, que otorga su verdadero significado al Derecho constitucional, dicha pretensión estriba en el encuadramiento de los fenómenos del poder en un sistema jurídico; es decir, la configuración del poder como relación jurídica; lo que significa que los sujetos de la relación posean eficaz acción jurídica para hacer valer sus respectivos derechos; supone la existencia de un verdadero control del poder. Así entendido, el Derecho constitucional nace vinculado a la Ilustración, y concretamente, al momento histórico de la Revolución francesa». (pág. 9).

Vemos aquí cómo la declaración de intenciones de Fernández Miranda, repetida hasta la saciedad cada vez que trata un nuevo asunto, es más que clara: el Derecho como una limitación del poder. Claro que esto supone, como es natural, implicar a la propia disciplina jurídica con otros ámbitos externos a la misma. La pretensión de limitar el poder comenzaría con eliminar la burda interpretación de considerar el Derecho como simple ley, propia de leguleyos o de autores más respetables, como Hans Kelsen, y culminaría en afirmar la necesidad de otras instancias, como son el poder y la soberanía. Así, por ejemplo, ello requiere la existencia del estado como entidad garantista de la norma jurídica, en tanto que capaz de coaccionar a aquellos que no respeten las citadas normas:

«El término Estado hace referencia inmediata al momento de ser o estar, a la imagen de estabilidad de la sociedad política, en cuanto tiene una determinada estructura de poder. El Estado no es algo superpuesto a la sociedad, sino el ordenamiento de la sociedad misma. El Estado diferencia, especifica y constituye. Esta sociedad formalizada es la comunidad política» (pág. 127)

Evidentemente, el Estado, para ser tal, necesita del poder que produzca la estabilidad, lo que el impío Bodino llamó soberanía:

«El concepto de soberanía es un concepto forjado históricamente en referencia a la independencia del poder del Estado. Inicialmente, el proceso histórico de la afirmación de la soberanía, iniciado y desarrollado a finales de la Edad Media, significa una afirmación de independencia del poder del rey frente a los tres poderes que lo combatían: el poder del Imperio, el de la Iglesia, y los poderes feudales; los dos primeros afirmándose como instancias superiores; el otro dentro de la esfera de poder del rey, pero con un cierto carácter de independencia frente a él. La afirmación del poder real en su independencia y autonomía frente a aquellos poderes, y la integración en él de los de signo feudal, dan origen histórico al concepto de soberanía como nota del poder político encarnada en el rey y más tarde transmitida al Estado.» (pág. 178).

Tendríamos entonces los tres elementos fundamentales para poder trazar una teoría política que no transitara en el vacío: soberanía, territorio y ciudadanía o pueblo. Es importante tener en cuenta que Fernández Miranda resalta especialmente la necesidad de manejar los tres elementos para hacer teoría política. Por ejemplo, si prescindimos de la noción de soberanía, el territorio ya no sería el del estado nación, sino el de la nación puramente étnica, ligada a una lengua o unas costumbres. Por ejemplo, Habermas niega la identidad nacional de Alemania al afirmar que también las naciones vecinas hablan el alemán (incluso dice que el hecho de que hoy la ciudad natal de Kant, Kaliningrado (anteriormente Könisberg) sea parte de Letonia, es una muestra de lo absurdo de las identidades nacionales{2}. Sin embargo, tal definición podría ser aplicable también al País Vasco y a su euskera normalizado: como tienen una lengua común, querrán disponer de su propia nación. Pero, si seguimos la doctrina expuesta por Fernández Miranda, tenemos que concluir que sin soberanía, la existencia de un territorio no pasa de ser puramente geográfica, y por lo tanto fuera del ámbito de la ciencia política.

Habermas, quizá preso del formalismo de su definición de la comunidad ideal de diálogo como fuente de toda realidad política, cree poder afrontar el problema del Estado sin tener que dar cuenta de la soberanía, concepto a su juicio totalmente desfasado, sobre el que ni siquiera las superpotencias podrían decidir ya. Ésta es la expresión de la angelical teoría habermasiana:

«Hoy, a diferencia de lo que ocurría en 1817, el cosmopolitismo no puede enfrentarse a la vida concreta del Estado, por la sencilla razón de que la soberanía de los Estados particulares ya no consiste en la capacidad de éstos de disponer sobre la guerra y la paz. Sobre la guerra y la paz ni siquiera pueden disponer ya libremente las superpotencias. Hoy, la propia voluntad de autoconservación somete a todos los Estados al imperativo de abolir la guerra como medio de solución de los conflictos»{3}.

Sigamos ahora no obstante con un tema que habíamos dejado olvidado: la naturaleza del Estado de Derecho como parte constituyente del llamado patriotismo constitucional. Evidentemente, si consideramos que el poder ha de ser limitado por la constitución, que ha de otorgar una cierta defensa de la ciudadanía frente al poder del soberano (la soberanía primigenia de Bodino), ello es debido a que ahora dicho poder se trasplanta a la ciudadanía y sus respectivos delegados, los cuales no pueden escapar a los controles que marca el derecho constitucional. En palabras de Emmanuel Sieyes, nos encontramos ante el poder constituyente. Como es natural, esto no excluye que la soberanía sea el concepto fundamental en política, ni tampoco la concepción de Bodino o Carl Schmitt del absolutismo o la dictadura como forma primigenia del poder. Esta teoría, criticada miserablemente por Habermas, diciendo que los correlatos oportunistas de tal posición son Hitler y Mussolini{4}, no supone sin embargo ensalzar el gobierno dictatorial. Simplemente implica la dictadura como paso previo a toda forma de gobierno, como soberanía primigenia, lo que no excluye la distinción entre la organización política, la forma de gobierno y los detentadores del poder en tales condiciones. En palabras de Fernández Miranda:

«El Estado es el poder en cuanto integrado en un cuerpo político. El gobierno, el órgano o sistema de órganos que ejercen el poder. Una sociedad política será un Estado monárquico si el titular de la soberanía es uno; pero tendrá un gobierno popular cuando se trate de fijar y determinar los oficios, situaciones y beneficios, atribuyéndolos de modo igual a todos los miembros del pueblo. En Bodino está clara la idea de que una cosa es la república como cuerpo político, o sociedad política, otra el Estado como la específica forma de estar organizado el poder en esa sociedad, y otra el gobierno como cuerpo de personas u oficios que ejercen las funciones del poder organizado». (pág. 126).

Desde este punto de vista, el Estado de Derecho, en su forma más evolucionada, y sin prescindir de los conceptos clásicos, ya no será un estado en el que la norma política sea utilizada para la simple coacción del súbdito, sino que dicha norma integra y tiene en cuenta a los miembros de la denominada «sociedad civil». Así, por ejemplo, un Estado democrático de Derecho (fórmula canónica usada para referirse al Estado de Derecho, aunque no se identifiquen ambas){5}, no se guiará por las simples normas del lassez faire, del liberalismo económico, sino que intervendrá en la economía para conseguir una mejora de las condiciones del trabajo, del salario, &c., como sucedió durante el Estado del Bienestar del 1950 al 1973. Esto implica que el Estado necesita pactar con toda una serie de organizaciones civiles (y no con una sustancializada y utópica sociedad civil, considerada como un bloque y autónoma respecto al Estado, según una corriente muy famosa de pensamiento «antiglobalización»), las cuales a su vez no pueden acaparar despóticamente ningún privilegio, pues están sometidas, al igual que el Estado, al poder constituyente.

Por ejemplo, las famosas manifestaciones contra la LOU, en las que participaron los líderes del PSOE y otros partidos políticos, y que apoyaban el gremialismo y los privilegios medievales de los universitarios, frente al poder constituyente y el gobierno legítimo, podrán ser patriotismo constitucional, pero no se pueden calificar más que de posiciones absurdas y ridículas, pues se defiende que un grupo social tenga derechos múltiples (gestión de cuantiosos fondos públicos, pongamos por caso) sin deber alguno (dar cuentas de los resultados de dicha gestión, por ejemplo), situación que siguiendo a Fernández Miranda sería una tomadura de pelo. Este caso es similar al que describía Carl Schmitt acerca de la República de Weimar: el que el sistema de legalidad fuera tomado por el poder social (sindicatos, partidos, asociaciones, etc.) no era sino una forma de totalitarismo, pues tales grupos actuaban de forma apolítica: tenían poder sin tener responsabilidad de gobierno, por lo que, según la terminología de Schmitt, tenían oponentes pero no enemigos{6}.

Por supuesto, Habermas se justifica frente a la teoría política de Schmitt apelando a su famosa fundamentación del diálogo y las condiciones de posibilidad del mismo, olvidando que, si seguimos su razonamiento, la auténtica condición de posibilidad de la política es la soberanía:

«Schmitt hace de ello (la democracia) una caricatura, al ignorar, incluso en el plano de la autocomprensión teorética de la democracia, tres cosas. Primero, las suposiciones de racionalidad que los participantes en una formación discursiva de la voluntad común han de hacer in actu son presuposiciones necesarias, pero por lo general contrafácticas. Asimismo, sólo a la luz de tales suposiones de racionalidad cabe entender en general la función y sentido de las reglamentaciones de las discusiones parlamentarias. Por otro lado, los discursos prácticos versan sobre la universalizabilidad de intereses; no se puede, por tanto, como hace Schmitt, oponer la competición por los mejores argumentos a la competencia de los intereses subyacentes. Y, finalmente, no es de recibo eliminar por entero de este modelo de la formación pública de las decisiones colectivas la negociación y el compromiso; la cuestión de si los compromisos se han producido en condiciones de juego limpio es algo que sólo puede decidirse a su vez sometiéndolo a un examen discursivo»{7}.

Llegados a este punto, ¿cómo definir el patriotismo constitucional? Simplemente se trataría de una fórmula útil para todo aquel que se avergüenza del pasado reciente de su nación, pensando que la adhesión a un nuevo orden jurídico (que por cierto no ha salido de la nada, sino que está edificado en el pasado inmediato) supone el olvido de tales acontecimientos. En el caso de España, la adhesión a la Constitucion del 78, considerada como un simple formalismo, sería el olvido automático de todo lo que sea anterior a la aprobación de tal documento. Parece como si de España pudiéramos escoger lo que nos complaciese y no nos resultase molesto. De hecho, qué situación más molesta que la de recordar el origen franquista de esta democracia, con un paralelo casi exacto en cuanto a nombres (antiguos ministros e hijos de ministros actualmente en el poder) e instituciones (los sindicatos CCOO y UGT formados a partir del entrismo del PCE en el sindicato vertical nacional sindicalista) respecto al régimen de Franco, situación que recuerda más a Carl Schmitt (la forma primigenia de gobierno es la dictadura, franquista en este caso) que a Habermas. Con todo ello, se aceptaría sin rechistar la legalidad de una Constitución que reconoce la soberanía de España, pero que condena a nuestra nación a bregar con intereses caciquiles y secesionistas, cedidos a los nacionalistas para conseguir instaurar instituciones como la monarquía. Como muestra paralela de este «patriotismo vergonzante», leamos este fragmento de Habermas al hablar del silencio de Heidegger sobre el nazismo:

«Una cosa es el compromiso de Heidegger con el nacionalsocialismo, que tranquilamente podemos dejar al juicio histórico, moralmente más sobrio, de quienes nos sucedan; y otra cosa es el comportamiento apologético de Heidegger tras la guerra, sus retoques y manipulaciones, su negativa a distanciarse públicamente del régimen al que públicamente había prestado su adhesión. Esto nos afecta como contemporáneos. Pues, en la medida en que compartimos con los demás un mismo contexto de vida y una historia, tenemos derecho a pedirnos explicaciones unos a otros.»{8}

Pues eso, dejemos al juicio histórico de los que nos sucedan si Franco es parte de la Constitución del 78 o no.

Una vez que vemos la debilidad manifiesta del patriotismo constitucional, doctrina que hace aguas por todas partes, y que habría que calificar más bien de patriotismo vergonzante, nos restaría hacer una interesante alusión a la parte final de Estado y Constitución, donde Torcuato Fernández Miranda explica sus concepciones filosóficas sobre la situación del gobernado, de naturaleza claramente orteguiana, como era el caso de los otros padres constitucionales. Aparecen en el libro los tópicos acerca de la técnica y su función en el hombre, la cultura en tanto que don para la libertad del hombre, el raciovitalismo, etc. en pugna con el pensamiento marxista, por otro lado muy en boga durante los años 70, aunque sólo fuera en su formato de propaganda antisoviética. Es en definitiva este último capítulo una referencia muy útil para situar a Torcuato Fernández Miranda y su papel dentro de la compleja trama que fue la Transición y posterior gestación del actual «Estado social y democrático de Derecho» en el que nos movemos.

No podemos profundizar aquí sobre este magnífico libro, algo que haríamos con sumo gusto. Simplemente decir que este manuscrito debiera ser objeto de lectura por todo aquel que quiera tratar rigurosamente la teoría política. También pretendíamos aquí, cómo no, resaltar estos «extraños olvidos» que nuestra llamada clase política tiene respecto a la Transición, y cómo desde nuestra modestia de medios creemos que es necesario dejar claro un punto: mientras que no se haga un esfuerzo por aportar algo de luz sobre esas oscuridades de nuestra reciente historia, y se siga respondiendo siempre con Franco y lindezas similares, los problemas acerca de la unidad de España y de su soberanía siempre estarán ahí, camuflando a España bajo el ropaje franquista que sirve de coartada para renegar de nuestra nación. Y para lograr lo que aquí proponemos no hace falta ser un teórico de la política, sino ejercitar el arte del buen gobierno, en el que sólo caben dos opciones: o dar órdenes en aras del bien común o callarse.

Notas

{1} Jurgen Habermas, Identidades nacionales y postnacionales. Tecnos, Madrid 1989, págs. 115-116.

{2} Ibidem.

{3} Ibidem, pág. 120.

{4} Ibidem págs. 73-74.

{5} Ver «Estado democrático de Derecho» en Pelayo García Sierra, Diccionario filosófico, Pentalfa, Oviedo 2000.

{6} J. Habermas, pág. 72

{7} Ibid., pág. 81.

{8} J. Habermas, pág. 57.

 

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