Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 4 • junio 2002 • página 15
polémica

Amor sin metafísica indice de la polémica

Alfonso Fernández Tresguerres

A propósito de un texto de Atilana Guerrero Sánchez

He leído con gran interés la respuesta de la profesora Guerrero Sánchez –«De los amores»– a mi artículo «Del amor», y no puedo menos de sentirme muy agradecido por el interés que me presta, al tiempo que felicitarme porque aquellas pocas líneas mías hayan sido ocasión de que ella escriba el hermoso artículo con que nos regala a los lectores de El Catoblepas. Dicho esto (y dicho muy de veras), debo, no obstante, hacer algunas puntualizaciones, o, si se quiere, debo, como es natural, responder, a mi vez, a su respuesta; porque yo, que estoy lejos de parecerme a Sócrates, desearía, sin embargo, que Atilana Guerrero fuese mi Diotima, y que sus palabras me excusasen de efectuar más averiguaciones, pero presiento que subsisten en mí algunas dudas.

Mucho me gustaría tener de mi lado a Ortega para poder enfrentarme a Atilana Guerrero, quien dice tener a Unamuno del suyo (aunque no alcanzo a ver en qué medida las palabras que cita del autor de Niebla contribuyen a apoyar las tesis que mi interlocutora defiende), pero me temo que las posiciones del filósofo madrileño se encuentran, al menos en esto del amor, más próximas a las de ella que a las mías. Así que no sé yo si no tendré que vérmelas con los tres, lo que, sin duda, es como para desanimar a cualquiera. Pero, en fin, allá vamos.

I

Comenzaré por defenderme de una objeción de carácter (me parece a mí) más bien historiográfico o filológico. En efecto: se me reprocha que en la mención que hago del Banquete, de Platón, me refiera sólo a la teoría de Aristófanes; y se me pregunta si acaso en ese diálogo no se exponen otras. Naturalmente que sí. De sobra sé que no es la de Aristófanes la única, y tampoco aquélla que pueda ser considerada conclusión del debate, y, por tanto, la que se pudiera suponer que defienden Platón y Sócrates. Pero es que yo no pretendía hacer un juicio sobre la teoría platónica del amor, ni tampoco sobre El Banquete. Me referí a la teoría de Aristófanes sencillamente porque quería referirme a la teoría de Aristófanes: entre otras cosas porque la teoría de la «media naranja» ha tenido una enorme trascendencia (llegando a animar incluso algún programa de televisión) y porque la considero actuando detrás de múltiples concepciones del amor; entre otras, detrás de todas aquéllas que, como la de A. Guerrero, consideran el amor eterno y, por lo mismo, único (tal es, por otra parte, el contenido racional o «fulcro real» que encierra el mito narrado por Aristófanes).

Y por cierto que la teoría (o al menos algunos aspectos de ella) que Platón pone en boca de Sócrates tiene ya bastante que ver (o así lo interpreto) con mis propias posiciones: que el amor sea hijo de Penía (la pobreza) y Poros (rico en recursos), y que, por ello, como dice Sócrates: «lo que consigue siempre se le escapa, de suerte que Eros nunca ni está falto de recursos ni es rico, y está, además, en el medio de la sabiduría y la ignorancia», sugiere, a mi juicio, uno de los aspectos esenciales de eso que llamamos «enamorarse»: vivir en un estado intermedio entre tener y no tener, poseer y no poseer, conocer y no conocer a la persona amada. Nos enamoramos, en gran medida, de lo que desconocemos, de aquello del otro que no poseemos del todo. El amor se alimenta, sin duda, del misterio; y en esto consiste el secreto (o uno de los secretos) del arte de la seducción que practica don Juan: resultar profundamente desconocido. La transparencia es esencial en la amistad, pero debilita el amor. Le resta interés. Creo (si mi memoria no me engaña y si mi lectura fue acertada) que esta idea es una de las constantes que animan En busca del tiempo perdido. Me limitaré sólo a unas palabras de Proust: «El amor –escribe–, en la ansiedad dolorosa como en el deseo feliz, es la exigencia de un todo. Sólo nace, sólo subsiste si queda una parte por conquistar. Sólo se ama lo que no se posee por entero». La amistad nace del conocimiento; el amor, de la incertidumbre y del anhelo de conocer. Por eso, cuando nos acostumbramos a ver a otro con ojos de amigo es muy difícil comenzar a verlo con ojos de amante. Del amor se puede pasar, sin duda, a la amistad (el odio y la indiferencia son las otras alternativas), pero el camino inverso, las más de las veces, resulta inviable: de la amistad es muy difícil pasar al amor. Tal vez por eso decía La Bruyère que: «El amor que crece poco a poco y por grados se parece demasiado a la amistad para ser una pasión violenta»; o lo que seguramente es lo mismo, aunque dicho de otro modo: «El amor comienza por el amor; y no se sabría pasar de una fuerte amistad más que a un amor débil». (Espero que mi traducción no le haga traición imperdonable, pero es que no conozco versión española.)

Con esto enlaza perfectamente una segunda objeción que me hace A. Guerrero. Decía yo, en efecto, aunque no en tono reprobatorio (¿reprobatorio hacia quién?), que «amar o dejar de amar no son fenómenos de la voluntad ni del reconocimiento», y me pregunta ella qué operaciones lo son, para añadir que si bien no podemos elegir de quién nos enamoramos, tampoco podemos elegir otras muchas relaciones sociales. No sé si entiendo bien: ¿sugiere, acaso, la profesora Guerrero que la mayor parte de nuestras operaciones no son voluntarias y que la mayor parte de nuestras relaciones no son elegidas? ¿Qué nos determina?, pregunto yo. Sostengo, por el contrario, que la mayor parte de nuestras operaciones son producto de la voluntad y del reconocimiento (aunque, sin duda, no elegimos entre un conjunto de posibilidades infinitas. Ser libre no consiste en una capacidad de elección absoluta, sino en poder optar entre varias alternativas (muchas o pocas, según el caso) que, ciertamente, nos vienen dadas por distintas circunstancias). Decidir hacerse musulmán, encontrar el sentido de la vida jugando al dominó, o el color de una camisa, son fenómenos de la voluntad y del reconocimiento. Y como ellos una lista interminable de operaciones humanas, y entre ellas (y esto es lo importante) se encuentra la amistad: yo elijo y decido quiénes son mis amigos; y esa elección va precedida, sin duda, del conocimiento y se va forjando en el trato mutuo. Pero, en cambio, no elijo ni decido de quien me enamoro. La amistad es algo que se elige (y lo mismo los amores); el amor es algo que sucede (o no sucede). Y ocurre aun en el caso de que nada veamos en esa persona que resulte especialmente amable por sí mismo; de la misma manera que puede no ocurrir por más que en una persona determinada encontráramos dadas todas las condiciones para ser amada. Como señalaba Chesterton: «Admiramos a las personas por motivos, pero las amamos sin motivos». Lo que acaso podríamos traducir a los siguientes términos: hace falta un motivo para hacerse amigo de alguien, pero absolutamente ninguno para enamorarse. Y creo también que elegimos la mayor parte de nuestras relaciones. A decir verdad, casi todas, excepto las sanguíneas: no elegimos a nuestra familia, pero sí elegimos, como se ha dicho, a nuestros amigos y a nuestros amantes, y no sólo a ellos: también a nuestros conocidos (a quienes deseamos seguir re-conociendo), a nuestros contertulios o a aquellos con quienes jugar al mus. Y aun aquellas relaciones que se han establecido sin la mediación de nuestra voluntad (compañeros de trabajo o vecinos, pongo por caso), frecuentemente, si no la relación misma, elegimos su mantenimiento, su continuidad, porque, quien más y quién menos, puede cambiar su lugar de trabajo o su domicilio. Pero en el amor no se elige en absoluto: ni el inicio ni el fin.

De todos modos, ¿no advierte mi interlocutora que ella misma se contradice? Tras afirmar que no elegimos la mayor parte de nuestras relaciones (entre ellas el amor, en lo que sé estamos de acuerdo) nos aconseja, con Séneca, que evitemos la precipitación en la elección de amigos y de amores, y que seamos lo suficiente sensatos como para deliberar y juzgar previamente. ¿En qué quedamos? Afirma que no elegimos de quien nos enamoramos y, al mismo tiempo, explica los«errores» en el amor como la consecuencia de una actividad irracional insuficiente. Su confianza en la razón es tal que incluso sostiene que si los amores «equivocados» de Sawn demuestran que no siempre nos enamoramos de lo conveniente o estimable, estamos admitiendo que se puede cometer el mal a sabiendas. Al margen de que mi filiación socrática no llega al punto de creer que nadie hace el mal a sabiendas, el equivocarse o no en el amor no tiene nada que ver con hacer o no hacer el mal. Equivocarse en el amor no es un problema moral: es una faena. Y, en cualquier caso, si Sawn no viendo amable a Odette, sin embargo, la ama, eso demuestra que amarla o no amarla no depende de su voluntad, y si no puede no amarla, nada de lo que hace (aunque tuviera que ver, que no lo tiene, con el mal) es a sabiendas. Hasta Sócrates le exculparía.

II

Atilana Guerrero abre su artículo con unas palabras de Unamuno en las, dice ella, va a apoyarse para rebatir las tesis defendidas en mi artículo. La cita de Unamuno (recodémoslo) refiere una conversación en la que Augusto confiesa a su amigo Víctor que desde que se ha enamorado, se enamora de todas las mujeres, a lo que Víctor le responde que enamorarse de veras de una mujer equivale a enamorarse a la vez de todas. Esas palabras, según mi interlocutora, son de filiación platónica, porque señalan el primer peldaño de la teoría platónica del amor: el paso del amor a la belleza de un cuerpo al amor de todos los cuerpos bellos. Pero Augusto se habría quedado sólo en ese primer momento, sin completar el ascenso (dialéctico) a la Belleza en sí, o si se quiere, refiriéndonos ahora expresamente al amor (y ésta es ya la tesis de Atilana Guerrero, no de Platón), al amor a alguna persona en particular, al amor único y eterno. Y el artículo de la profesora Guerrero se cierra, como si de su conclusión natural se tratase, con una nueva referencia a estas mismas palabras para, apoyándose otra vez en ellas, emitir un diagnóstico (psicológico, no filosófico) sobre Tresguerres. A Tresguerres le sucede lo mismo que a Augusto: que le gustan las mujeres. Que le gustan las mujeres en plural, y por ello, como Augusto, su forma de vivir el amor no ha pasado del primer peldaño, y en consecuencia, tampoco su forma de concebirlo ha pasado de ahí. Su concepción del amor sería (y esto ya lo digo yo, no ella) una teoría del primer peldaño.

De nuevo me siento muy honrado por el interés que se me presta, pero creo que si toda la argumentación desplegada por A. Guerrero tenía como finalidad llegar a la conclusión de que a Tresguerres le gustan las mujeres, podía habérsela evitado: bastaba con que me lo hubiera preguntado. En efecto, me gustan las mujeres (más de lo que yo quisiera, por cierto), pero ésa es una pobre conclusión para tan hermoso artículo, porque, ¿a quién puede importarle que a Tresguerres le gusten las mujeres, comenzando, claro está, por las propias mujeres? Pero es que, además, se está llevando la cuestión a un terreno puramente subjetivista y psicologista: ¿acaso una determinada teoría filosófica ha de ser explicada en términos de las disposiciones psicológicas del autor? ¿Tendrá, después de todo, razón Fichte cuando afirmaba que «el tipo de filosofía que se hace depende del tipo de hombre que se es»? Yo creo que aquí, como en todo, debemos «volvernos a las cosas mismas»; y si las ideas de Tresguerres sobre el amor merecen ser discutidas (y me alegro de que así sea), habrán de ser discutidas en sí mismas, en lugar de reducirlas a una conjetura psicológica que se hace sobre su forma de vivir el amor; porque, después de todo, y lo digo con entera cordialidad, sin la menor acritud, lo que hace Atilana Guerrero no pasa de ser una conjetura: que yo recuerde, no es gran cosa lo que ella sabe acerca de mi vida amorosa.

Pero vayamos al texto de Unamuno. ¿Es tan claro, tan manifiesto, que en él se está hablando del amor? Yo no lo creo. No creo que se esté hablando del amor, y acaso ni siquiera de los amores: de lo que se está hablando es del deseo. Lo que le sucede a Augusto es que, como el gentilhombre aquél que un día descubrió con asombro la ingente cantidad de años que llevaba hablando en prosa, ha descubierto, ya mayorcito, que desea al noventa por ciento de las mujeres. Pero, ¿qué tiene que ver esto con el amor? El noventa por ciento de los hombres sanos desea al noventa por ciento de las mujeres (aunque también es verdad que el noventa por ciento de las mujeres sanas dicen no desear ni al diez por ciento de los hombres; y yo no tengo porque dudar que sea así. La explicación podría ser de carácter cultural: la fuerte represión de la que frecuentemente ha sido objeto la sexualidad femenina; pero también podría ser biológica: aquello de los sociobiólogos (Dawkins, por ejemplo) de que para el varón, poseedor de una célula sexual muy abundante y de fácil producción, la mejor estrategia evolutiva consiste en fecundar todas las mujeres posibles; en tanto que la mujer, dueña de una célula sexual más rara y para quien el embarazo supone, al contrario que para aquél, una fuerte inversión, en lugar de prodigarse en relaciones sexuales, se halla interesada en una relación segura). ¿Qué tiene que ver el deseo, que manifiesta Augusto, con el amor? Sin duda, no hay amor sin deseo, pero sí deseo sin amor (incluso deseo sin amores, quiero decir, sin el establecimiento de ningún lazo más allá del deseo mismo). Que Augusto diga que ese día ya se ha enamorado de cuatro, es hablar por hablar: ha deseado a cuatro, y para el caso a otras cuatrocientas con las que pudiera haberse cruzado en la plaza mayor de Salamanca. No es extraño que quedé consternado ante la explicación que le da Víctor (enamorarse de una equivale a enamorarse de todas), y que le replique que ésa es una explicación metafísica; porque, sin duda, eso es lo que es: metafísica (y que el amor no es más que metafísica, también es hablar por hablar: en el amor existen componentes físicos por todo el mundo conocidos y actividades de carácter operatorio muy definidas que nada tienen de meta-físicas). Enamorarse de una mujer (y para el caso de un hombre, claro es) no sólo no es enamorarse de todas, porque enamorarse de todas es no enamorarse de ninguna, sino que consiste en fijarse obsesiva y maniáticamente en ésa, destacarla sobre el resto, desearla con carácter único y exclusivo; es acaso, como sugería Bernard Shaw, establecer entre ella y el resto unas diferencias seguramente excesivas y tal vez inexistentes. Es en ese momento cuando el deseo, distributivo al conjunto de las mujeres, queda provisionalmente bloqueado y desconectado, tal vez por la necesaria colaboración de los dos miembros de la pareja en la cría de un ser de crecimiento tan lento como es el ser humano (me refiero a la famosa idea del «contrato sexual», popularizada por Helen Fisher). Y cuando desaparece el amor (el enamoramiento), cuando finaliza ese estado de estupidez transitorio en que nos ha sumido la selección natural para dar cumplimiento a las tareas anteriormente mencionadas, cuando ha pasado el tiempo que la selección natural «considera prudencial» para que la reproducción haya tenido lugar (independientemente de que así haya sido o no) y la supervivencia de la cría se halle garantizada, el amor deviene filia, que mantiene a la pareja unida por otros lazos que tienen poco que ver con la relación inicial, o indiferencia, que conduce al olvido. Y uno descubre entonces que la clase distributiva de las mujeres continúa en el mismo lugar en el que estaba antes del sopor en que el amor lo había sumido. Eso que llamamos enamoramiento es una de las sutilezas mejor trabadas por esa gran astuta a la que hemos dado en llamar «selección natural».

III

Con todo, la principal objeción que hace Atilana Guerrero a mí concepción del amor es que se trata de una concepción analítica, siendo así que el amor es un proceso dialéctico, y, como tal, sólo puede ser recogido en una concepción dialéctica, como es el caso, según mi interlocutora, de la que ella defiende. Veamos esto con algún detenimiento.

La concepción del amor que yo esbozo en el mencionado artículo, sería una teoría analítica, en opinión de A. Guerrero, porque me quedo en el primero de los momentos del proceso: el enamoramiento (para el que ella no parece tener mayores inconvenientes en aceptar el diagnóstico de «estupidez transitoria»), sin advertir que ése no es más que el primer paso (la preparación, de ahí su carácter transitorio) hacia otros estados superiores y más perfectos, que, en lo esencial, coinciden con la amistad; amistad que, de este modo, piensa A. Guerrero, no sería desenlace o acabamiento del amor, sino la estructura de aquel proceso que se inicia con el enamoramiento; amistad que sería, en suma la esencia misma del amor, que, si es verdadero, necesariamente se ve abocado a este estado de perfección. Por eso, tampoco es el olvido un desenlace o acabamiento posible del amor verdadero: sólo lo es del falso. Ahora bien, el paso de uno a otro, es decir, el paso (dialéctico) del enamoramiento al amor acabado (amistad), mi interlocutora parece pensar que viene posibilitado por la mediación del espíritu objetivo, que opera en tanto que negación del estado puramente subjetivo del enamoramiento, obligando a los miembros de la pareja a la aceptación de normas, ceremonias y compromisos objetivos que acaban por constituir a la pareja en familia, cuyos fines son, entre otros, los siguientes: la generación de nuevos sujetos operatorios (¿por qué no decir hijos, sin más?), la ayuda mutua que se prestan los esposos para preservar en el ser, con la consiguiente alegría, y la consecución de estados de perfección cada vez más elevados mediante el ejercicio de las dotes educativas de ambos miembros de la pareja que hacen del uno y de la otra seres cada vez más estimables y amables. ¿Aceptaría Atilana Guerrero concepciones de amor como las que se recogen en palabras como éstas?:

«El amor conyugal exige de los esposos, por su misma naturaleza una fidelidad inviolable. Esto es consecuencia del don de sí mismos que se hacen mutuamente los esposos. El auténtico amor tiende por sí mismo a ser algo definitivo, no pasajero. Esta íntima unión, en cuanto donación mutua de dos personas, como el bien de los hijos exigen la fidelidad de los cónyuges y urgen su indisoluble unidad».

«El matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación, sino que la propia naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole requieren que también el amor mutuo de los esposos mismos se manifieste, progrese y vaya madurando ordenadamente. Perfección de los cónyuges en el amor y procreación tienen que ir unidos; los hijos son fruto del amor y sólo prosperan en ese clima; el amor conyugal que no tiende a la transmisión de la vida, fácilmente se ahoga en una concentración egoísta».

Se trata «un amor eminentemente humano, ya que va de persona a persona con el afecto de la voluntad, abarca el bien de la persona y por tanto es capaz de enriquecer con una dignidad especial las expresiones del cuerpo y del espíritu y de ennoblecerlas como elementos y señales específicos de la amistad conyugal».

Se trata de textos tomados del Catecismo de la Iglesia Católica y del Concilio Vaticano II. Mas entiéndaseme bien: que la concepción del amor de la profesora Guerrero tenga mucho que ver (al menos eso creo) con la de la Iglesia Católica, no la convierte en perversa en sí misma, ni es motivo para descalificarla o rechazarla a priori. Las razones del rechazo (si ha de haberlo, y en mi caso así es) son otras, a saber: que en ambos casos, en el de la Iglesia Católica y en el de Atilana Guerrero, nos encontramos ante concepciones del amor puramente idealistas y espiritualistas. Porque éste es, finalmente, el diagnóstico que yo, a mi vez, hago sobre la teoría que nos presenta la profesora Guerrero: se trata de una teoría de cuño idealista y espiritualista. Pero, como es obvio, debo matizar las razones de tal diagnóstico y matizar, al mismo tiempo, mi propia postura.

IV

Vayamos, en primer lugar, con aquello de la constitución de la pareja en familia; constitución dada por la mediación del espíritu objetivo, quien obliga a la asunción de ceremonias y compromisos legales (no exclusivamente éticos, sino, insisto, legales) que cristalizan en la figura del matrimonio; algo que sólo el «solterón empedernido» (también la «mujer-profesional-independiente») podría ver como «ridículo», dice A. Guerrero, acaso, se me ocurre a mí, porque el solterón piensa como lord Byron que: «El matrimonio es al amor lo que el vinagre al vino. El tiempo hace que pierda su sabor». Yo no tengo por qué adoptar aquí el prosopon de «solterón empedernido» (eso sí que resultaría ridículo), pero sí me gustaría hacer alguna observación. Para empezar, no veo por qué motivo el soltero (ya le hemos llamado bastantes veces «solterón») habría de ver como ridícula una opción distinta a la suya (no me parece que ese fuese el caso, por ejemplo, de Kant, sin duda uno de los patronos de los solteros. Es más, creo recordar que Kant, independientemente de cuál fuese su circunstancia personal, aconsejaba vivamente el matrimonio, aunque creo también que era él quien decía que en esto del matrimonio sucede lo mismo que con los pájaros: el que está dentro de la jaula quiere salir, y el que está fuera quiere entrar; lo mismo que respondía Sócrates cuando le preguntaban si era mejor casarse o no casarse: «Cualquiera de las dos cosas que hagas te arrepentirás»). Pero es que, por otra parte, ser soltero o casado, además, por supuesto, de figuras absolutamente objetivas pertenecientes a la esfera de la legalidad, son también, seguramente, formas de ser, disposiciones del ánimo: se puede ser soltero casado y casado soltero, todo depende de la forma en que uno viva el amor y la relación de pareja, y las más de las veces sin que le sea dado hacerlo de otro modo (por eso decía que frecuentemente es una disposición, y no una decisión). Faulkner lo expresó de forma contundente: «hay algunos hombres –escribe– que son incorregible e invenciblemente solteros prescindiendo de las veces que se casen, de la misma manera que hay otros que son maridos condenados y castrados aunque no encuentren nunca una mujer que cargue con ellos». Precisamente, la soltería así entendida es una de los genuinos rasgos de don Juan, independientemente de que, al mismo tiempo, sea o no sea un seductor. Don Juan y el seductor son dos personajes distintos, que pueden coincidir o no en uno sólo: contra lo que tantas veces se ha dicho, no le es esencial a don Juan ser un seductor, pero sí ser un soltero (en el sentido que lo venimos entendiendo), o dicho de otro modo, lo distintivo de don Juan no es que tenga muchas mujeres, sino que no pueda tener ninguna: que no pueda amarrar su vida (y tampoco su libido, claro está) a una sóla mujer.

Pero volvamos al espíritu objetivo. ¿Debemos entonces suponer que el verdadero amor, el amor acabado (auténtico, perfecto), tiene como condición esencial la sanción legal, al punto de que cuando no se diera habría que hablar de falso amor, puesto que es ella, precisamente, la que opera la transformación del enamoramiento en amor? Me parece excesivo. Ciertamente, la vida de pareja exige el despliegue de múltiples ceremonias (comenzando por la ceremonia del propio amor físico, algo que ni siquiera al «solterón empedernido» le parece «ridículo») y la adquisición de múltiples compromisos, pero, ¿es tan claro, tan manifiestamente obvio que tales compromisos, para serlo realmente, han de poseer un carácter legal? ¿No basta acaso con el compromiso ético mediante el que dos personas se ligan en una red de obligaciones mutuas, de derechos y deberes? A la Iglesia Católica le parece que no, y sus razones son meridianamente claras, aunque, esta vez sí, ridículas: sin la sanción legal de la pareja no quedan debidamente aseguradas ni la crianza ni la educación de los hijos. ¿Acaso lo que nos sugiere Atilana Guerrero va en esta dirección?

Por otra parte, ¿qué sucede cuando el amor tiene por objeto a otra persona con la que no es posible establecer compromisos legales, por ejemplo, porque ya los tiene establecidos, es decir, porque ya constituye una familia? ¿Habría que relegar ese amor al mundo de las apariencias y calificarlo de falso amor? ¿Y cuando el amor no es correspondido y, en consecuencia, no puede cristalizar en forma alguna, y tampoco, claro está, dar el paso a su constitución en familia? ¿Es también falso? ¿Un amor no correspondido es, por eso mismo, un falso amor? ¿Un amor imposible es, por su misma imposibilidad, constitutivamente falso? Me parece que quien responda afirmativamente a tales preguntas entiende el amor como una especie de sociedad mercantil; y claro es que yo no me puedo asociar a una persona si ésta no quiere asociarse conmigo o si ya tiene un socio: mi sociedad no pasará de ser un mero proyecto, una pseudosociedad, una pura apariencia. Pero el amor (por suerte, mas también por desgracia) es más irracional que todo eso.

Irracional y no siempre tan alegre como piensa mi interlocutora. El amor, según ella, es alegría porque amar y ser amado significa ayudarse mutuamente a preservar en el ser. O a destruirse, añadiría yo. Tal vez tenga razón F. de la Rochefoucauld cuando dice que: «Si juzgamos al amor por la mayoría de sus efectos, se parece más al odio que a la amistad». Y esto nos conduce al centro mismo de la concepción del amor que nos presenta A. Guerrero: el verdadero amor, que es eterno y, en consecuencia, único, no es otra cosa que amistad.

Comencemos por los dos primeros rasgos. El olvido, se nos dice, nunca es un desenlace del verdadero amor, sino de los falsos; de ahí debemos concluir que el amor es eterno y único. Las objeciones que se me ocurren son varias. En primer lugar, ¿cuál es el criterio que se maneja para hablar de amores verdaderos y falsos, para distinguir los unos de los otros? Supongo que no se tratará nuevamente de la sanción legal, porque estaremos de acuerdo en que se puede sancionar legalmente una unión establecida sobre un amor falso o incluso sobre una ausencia de amor en absoluto. El criterio tampoco puede residir en los sentimientos experimentados por el enamorado: al menos yo no alcanzo a ver en qué habrían de diferir los sentimientos suscitados por el amor genuino y por los falsos. La experiencia común de los más de los mortales más bien apunta en dirección contraria: uno siempre piensa que jamás se ha enamorado como la última vez. El criterio que buscamos me parece (en el contexto de la concepción de A. Guerrero) que sólo podemos buscarlo en la duración misma del amor: el verdadero amor no acaba, es eterno. Pero esto supone que sólo podríamos calificar un amor de verdadero una vez que, no ya con la muerte de uno de los cónyuges se haya producido la disolución de la pareja, sino que habrá que esperar a la muerte de los dos, para poder estar seguros de que el superviviente no ha vuelto a establecer otra relación similar, en cuyo caso el amor, al menos por su parte, habría de ser considerado falso.

Si el amor es eterno y único, ¿por qué de hecho nos enamoramos sucesivas veces?, ¿por qué, a menudo, el amor acaba?, ¿por qué nos engañamos?, ¿por qué somos adúlteros? Responder diciendo que en ese caso se trataba de un amor falso es absolutamente gratuito y constituye un puro sofisma, toda vez que lo que se hace es aplicar el calificativo «falso» a posteriori, esto es, al amor acabado, pero sin que se nos proporcionen los criterios mediante los cuales podríamos, en su inicio, distinguirlo del verdadero. Apelar a la duración como criterio distintivo, además de falaz, como acabamos de señalar, resulta inconsistente: una pareja puede mantener durante toda la vida el vínculo legal que los une cuando ya toda atisbo de amor ha desaparecido; y puede hacerlo por diversas razones, entre otras los hijos. Es posible que las parejas con hijos se separen menos, como observa A. Guerrero apoyándose en Aristóteles, pero, sea cuál sea la razón por la que esto fuera así en la época del filósofo griego, hoy existen poderosas razones para ello; pero razones de carácter mucho más material que las que parece sospechar mi interlocutora: razones puramente económicas, por ejemplo.

Afirmar, pues, que el verdadero amor es único y eterno, creo que carece de todo fundamento. Nos enamoramos sucesivas veces, y este hecho tan simple es prueba suficiente contra la que no sirve el argumento ad hoc de la falsedad cada vez que un amor acaba: no hay amores verdaderos y amores falsos, o si se quiere, todos los amores son verdaderos. Sencillamente, uno se enamora o no se enamora. Y lo demás es metafísica.

Otra cosa es que, acabado el amor, la pareja permanezca unida por el vínculo de la amistad; pero ésta no es la consumación dialéctica del enamoramiento, sino otra cosa completamente distinta. Se pregunta A. Guerrero si el amor (eros) es otra cosa que la amistad (filia). Por mi parte no dudo en responder: desde luego que lo es. Yo no estoy enamorado de mis amigos. Pero esta afirmación no aspira a alcanzar un mero efecto retórico fácil, sino que apunta a algo verdaderamente esencial, a saber: la amistad es múltiple, comprende en su radio de acción a varias personas, en tanto que el amor es exclusivo. Se pueden tener, al mismo tiempo, varios amigos, pero no se puede amar, al mismo tiempo, a varias personas, sino a una sóla, insistente, maniática, furibundamente. Como señalaba Adam Smith: «Los que limitan la amistad a dos personas parecen confundir la sabia seguridad de la amistad con los celos y la insensatez del amor». Otra cosa es que muerto el amor se troque en amistad y la pareja permanezca unida por un cariño tan profundo como se quiera, nacido del conocimiento mutuo, de la convivencia y de la comunión de intereses, pero no es ésta la coronación dialéctica del amor, sino un vínculo sustancialmente nuevo. Como decía Víctor Hugo: «El amor abre el paréntesis y el matrimonio lo cierra». Y por cierto, no estoy de todo seguro que esta postura no sea compatible con la del propio Aristóteles, a quien A. Guerrero invoca como defensor de la identificación entre filia y eros, o dicho de otro modo, defensor de la teoría según la cual la esencia del amor (eros) sería la amistad (filia). En la Ética a Nicómaco, Aristóteles no niega que el amor (eros) sea compatible con la amistad (filia), o lo que es lo mismo, que la relación de pareja pueda incluir la amistad como uno de sus elementos propios; pero que reduzca el uno a la otra, es decir, el amor a la amistad, considerando ésta la esencia de aquél, me parece que es mucho decir. Cuando se refiere, en sentido estricto, a la relación de pareja que llamamos «amor» utiliza el término eros, pero no filia, como podría esperarse si, en su opinión, fuesen una y la misma cosa. Mas aún: la distinción entre ambos sentimientos y los términos con que designa cada uno de ellos resulta bastante nítida en algunos pasajes, como cuando dice: «Para los amantes la vista es el sentido más preciso, para los amigos la convivencia». O también: «Parece, sin duda, que la benevolencia es el principio de la amistad, así como el placer visual lo es del amor». Pero permítaseme que insista aun con otra cita, cuyo interés es notable: «No es posible –dice Aristóteles– ser amigo de muchos con perfecta amistad, como tampoco estar enamorado de muchos al mismo tiempo (pues amar es como un exceso y está condición se orienta, por naturaleza, sólo a una persona)». Y un poco más adelante nos aclara en qué consiste ese exceso: «el amor tiende a ser una especie de exceso de amistad, y éste puede sentirse sólo hacia una persona; y, así, una fuerte amistad sólo puede existir con pocos». Por lo pronto, Aristóteles distingue aquí el amor, que tiene por objeto a una sóla persona, de la amistad, que se extiende a varias (aunque sean pocas). Ahora bien, cuando afirma que el amor es un exceso de amistad, ¿qué quiere decir? ¿Acaso que el amor no es, en el fondo, otra cosa que amistad? Pero entonces, ¿de qué tipo de amistad estamos hablando? Obviamente, desde la perspectiva aristotélica, de una forma imperfecta de amistad, dado que la perfecta amistad sólo es posible entre iguales, y hombre y mujer no lo son. ¿Habría que concluir entonces que el amor es una amistad imperfecta, establecida sobre una comunidad de intereses sexuales, reproductivos y económicos? Pero en ese caso, la sustancia misma del amor queda sin ser dilucidada, porque subsistiría la pregunta de por qué establecemos esa amistad excesiva e imperfecta con esta persona y no con la otra, es decir, ¿por qué nos enamoramos? Sin embargo, la posición de Aristóteles resulta menos confusa si suponemos que Aristóteles da por supuesto el primer paso del proceso, esto es, el amor mismo, el enamoramiento, que nos vincula a una sóla persona (sin proponerse explicar tal fenómeno), y lo que intenta decir es que, pasado el tiempo, esa vinculación amorosa a una sólo persona ha ido cristalizando en una comunidad de intereses que, muerto el enamoramiento, mantiene unida a la pareja transformando el amor en una forma peculiar de amistad; una amistad excesiva (por dirigirse a una sóla persona) e imperfecta.

Atilana Guerrero se apoya también en Aristóteles para descalificar mi concepción de los amores, por estar fundados, según ella, en el placer y la utilidad. Y menciona de nuevo a Aristóteles, sin advertir que en las palabras que cita del filósofo griego éste afirma expresamente que en la amistad amorosa (el matrimonio) confluyen, a un tiempo, lo agradable, lo útil y el placer. Aristóteles niega que la verdadera amistad puede establecerse exclusivamente sobre el interés, el placer o la utilidad, pero no que los excluya. Son cosas muy distintas. De igual modo, que el amor pueda incluir o transformarse en amistad no significa que se reduzca a ella ni que sean una y la misma cosa. Naturalmente que la amistad, el amor y los amores incluyen el placer, la utilidad y lo agradable: ¿o es que nos hacemos amigos o amantes de alguien por el mero impulso ético de ejercer la virtud de la caridad, sin que sea necesario que la relación con la otra persona nos reporte las satisfacciones mencionadas? Amistad, amor, y amores, no son otra cosa que el encuentro de dos egoísmos que se complementan y se satisfacen mutuamente. Y lo demás vuelve a ser pura metafísica. El caso del amor es el más intenso y seguramente por eso es también el más frágil. El amor es, por su propia naturaleza, exclusivo y acaparador, carece de la flexibilidad y de la «generosidad» de la amistad y de los amores, que toleran perfectamente la existencia de terceros en la vida del otro, y es esa misma rigidez la que le lleva a quebrarse con facilidad: lo que en un amigo o en un amante sería una pequeña falta que ni necesita ser perdonada porque por sí misma se olvida, es para el enamorado motivo de desolación, de ira, de odio incluso. La activación, no sólo anímica, sino también fisiológica, es tal que difícilmente puede ser sostenida mucho tiempo, y entonces acaece el olvido o la transformación en ese otro sentimiento más seguro y sosegado al que llamamos «amistad».

Los amores sí son una forma de amistad (una amistad sexuada y sexual, podríamos decir). Tal vez la forma más perfecta de amistad que quepa establecerse entre un hombre y una mujer; acaso porque como decía La Bruyère: «La amistad puede subsistir entre gentes de diferente sexo, exenta incluso de toda grosería. Una mujer, sin embargo, mira siempre a un hombre como hombre; y recíprocamente un hombre mira a una mujer como mujer. Esta relación no es ni pasión ni amistad pura: constituye una clase aparte». Pero el amor no tiene nada que ver con la amistad. Se puede ser amigo del amante, pero no de quien estamos enamorados, mientras estamos enamorados. Creo que, en efecto, vuelve a tener otra vez razón La Bruyère cuando afirma que: «El amor y la amistad se excluyen el uno al otro».

Así pues, no creo en absoluto que el amor sea único y eterno ni tampoco que consista, en último término, en amistad. El enamoramiento comienza y finaliza en sí mismo, nos es ningún paso a otro estado superior o más perfecto (amor como filia). La amistad (filia) es otra cosa sustancialmente diferente, no la culminación del amor (eros), porque el amor (eros) no más que el enamoramiento: un estado temporal y sucesivo (quiero decir que nos enamoramos sucesivamente de distintas personas, aunque no al mismo tiempo), que, como he sugerido, acaso dura el tiempo que la selección natural considera el mínimo necesario para que se produzca la reproducción y la crianza de la prole. Pasado ese tiempo, muerto el amor y despertados los dos miembros de la pareja del sopor del enamoramiento, se produce el olvido o, si la comunidad de intereses y el cariño son los bastante fuertes, se mantiene la unión en otro plano que, en efecto, tiene mucho que ver con la amistad. Permíteseme que una vez más recuerde a La Bruyère: «Los que al principio se aman con la más violenta pasión contribuyen pronto, cada uno por su parte, a amarse menos, y enseguida a no amarse en absoluto»;a lo que habría que añadir: o a amarse de otro modo; de un modo en el que se mezclan el cariño, la amistad, la camaradería, la complicidad incluso, sentimientos todos ellos hermosísimos y capaces de establecer por sí mismos un vínculo extraordinariamente fuerte entre la pareja, pero que nada tienen que ver con esa pasión a la que llamamos «amor». Porque el amor es una pasión (una «pasión del alma», si así se quiere decir), claro que lo es, una pasión con la que no es fácil vivir (por eso decía que prefiero los amores al amor), pero de la que yo (se ve que menos racionalista que Espinosa y A. Guerrero) dudo mucho que pueda ser eliminada o sustituida por buenas razones (por «ideas adecuadas»).

Amistad, amores y amor son tres afecciones muy distintas: las dos primeras, parecidas entre sí en muchos aspectos, son moderadamente intensas, sosegadas y con una cierta persistencia en el tiempo (la amistad más que los amores); la tercera, diametralmente opuesta a ambas, es intensa, turbulenta, frágil y efímera. Las tres forman parte de eso que Atilana Guerrero denomina «amor ético». No alcanzo a entender las razones por las que incluye en esta categoría sólo al amor de pareja (el matrimonio, la familia), relegando, en cambio, la amistad y la camaradería (los amores parecen ser una categoría que ella no contempla) al ámbito de lo que llama «amor moral». Naturalmente que la relación de pareja es una relación «según el cuerpo», máxime cuando la pareja se halla ocupada en la realización de las operaciones pertinentes encaminadas a la generación de nuevos sujetos corpóreos. Pero, ¿acaso la relación entre amigos, camaradas, profesor y alumno, no es también una relación corpórea? ¿O es que en estos casos nos relacionamos sólo «según el alma»? ¿Y eso que es? Cierto es que con nuestros alumnos no solemos dedicarnos a la tarea de generar nuevos sujetos corpóreos, pero limitar la relación según el cuerpo a la relación física de carácter sexual resulta tan burdo como gratuito. La relación con el amigo o con el camarada es (como la relación con el amante o la pareja) una relación genuinamente ética porque es una relación que se establece con el otro en tanto que individuo, y esa relación incluye tanto actividades corpóreas (aunque no reproductivas, desde luego) como espirituales. Del mismo modo que la relación de pareja, siendo, como es, una relación ética incluye no sólo actividades corpóreas, sino también actividades que obligarían a Atilana Guerrero a incluirla en la categoría del «amor moral». Si no me lo considera una impertinencia, le sugeriría a la profesora Guerrero que revisará esa clasificación. Me atrevo a sugerirle, por ejemplo, que en lo que ella denomina «amor moral», lo que realmente tiene cabida es una tercera forma de amor de la que no hemos hablado: me refiero al amor como ágape; al amor entendido como la amistad, la benevolencia, la caridad incluso que se extiende a los miembros de un grupo (vecinos, conciudadanos, &c.) y a cada uno de los individuos, pero no en tanto que individuo con el que tenemos una relación particularizada (y ética, por tanto), sino en tanto que miembro de la comunidad. Ahora bien, aunque en la distinción entre «Ética» y «Moral» conviene hilar muy fino, porque no son cuestiones que se presten a una distinción dicotómica fácil (apenas hay problema ético que no nos arroje de inmediato al ámbito de la moralidad, y viceversa), creo que aquello de lo que Atilana Guerrero y yo estamos debatiendo (con profundo placer por mi parte), a saber: amistad, amores y amor, caen de lleno en el ámbito del «amor ético».

 

El Catoblepas
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