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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 5 • julio 2002 • página 3
Guía de Perplejos

De la Muerte

Alfonso Fernández Tresguerres

Desprovista de todo dramatismo, la muerte del individuo no tiene la menor trascendencia objetiva. Se trata de un fenómeno enteramente natural mediante el que se logra la regeneración genética y la supervivencia de la especie

«El hombre es un ser para la muerte», escribió Heidegger, culminando, de ese modo, uno de los más pavorosos descubrimientos filosóficos de la humanidad, porque, sin duda, hasta entonces no habíamos caído en la cuenta de que, en efecto, somos mortales; y diríase que no cabe hablar de la muerte más que con gesto adusto y tono grave (como el que a uno le parece necesario adoptar para repetir las palabras del filósofo alemán), y, sin embargo, morirse es una vulgaridad: se trata, con toda certeza, de casi lo único que todo el mundo realiza con exquisita puntualidad y lograda perfección. Y pese a ello, la muerte nos ocupa y, sobre todo, nos pre-ocupa. No al difunto en tanto que difunto, claro está, a quien ya no le ocupa ni le pre-ocupa nada; pero es seguro que antes del tránsito sí le pre-ocupó y tal vez le ocupó también. Y aquí reside, probablemente, el error del argumento de Epicuro (del fármaco o consejo con el que pretende consolarnos y librarnos del miedo a la muerte), porque si bien es cierto que nadie puede vivir su muerte, no lo es menos que todos pueden preverla. Es verdad que la muerte no es un acontecimiento que forme parte de mi vida y al que yo pudiera calificar de «bueno» o «malo», porque para que algo sea un bien o un mal es preciso sentirlo, y la muerte es el fin de toda sensibilidad, así que, en efecto, podría parecer obvio que «mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, ya no somos», pero en tanto que la segunda de esas proposiciones resulta evidente (referida sólo a uno mismo, sin considerar ahora la muerte del otro), la primera, en cambio, no lo es tanto, porque mientras somos, existen múltiples formas de hacer presente la propia muerte, de hacer que la muerte sea, mediante la anticipación y el pensamiento, y existen también múltiples formas mediante las cuales la muerte se nos hace presente como muerte del otro (del ser querido), cuya muerte sí es un acontecimiento en nuestra vida y forma parte de ella, trágica, irreparable, irreversiblemente. Para quien ha experimentado el dolor que provoca una pérdida semejante es un consuelo saber que son muy pocos los entierros a los que verdaderamente tenemos que asistir (aunque, por lo mismo, son muy pocas las personas que asistirán verdaderamente al nuestro).

Sin embargo, pese a los deseos de Epicuro, y también a los de Espinosa, quien escribió aquello de que «un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida», lo cierto es que la muerte ha sido fiel compañera de nuestro pensamiento. Tal es así, que incluso cabría reconstruir la historia de la filosofía a partir de la idea de la muerte, esto es, de la forma en que ésta ha sido pensada por filósofos y escuelas, incluido, claro es, el propio Espinosa, quien pensó en la muerte lo suficiente al menos como para afirmar que no debe ser pensada. Santayana llegó todavía más lejos, al sugerir que un buen proceder para calibrar la fuerza de una filosofía es examinar lo que piensa de la muerte. Pero seguramente no tan lejos como Sócrates y Platón, para quienes la filosofía no es sino una meditatio y preparatio mortis. Cómo no recordar a Sócrates en su último día de vida afirmando que «los que filosofan en el recto sentido de la palabra se ejercitan en morir, y son los hombres a quienes resulta menos temeroso el estar muertos». Así pues, Platón y Sócrates, lo mismo que Epicuro, aunque tal vez por motivos distintos, no encuentran nada temible en la muerte. Esa es, asimismo, la opinión predominante entre los estoicos. La obra de Séneca, Epicteto o Marco Aurelio abunda en consideraciones de ese tenor. El planteamiento es incluso muy similar al de Epicuro: «La fuente de todas las miserias para el hombre –dice Epicteto– no es la muerte, sino el miedo a la muerte». Y Séneca, por su parte, repite casi con las mismas palabras el argumento de Epicuro cuando escribe que a la muerte «deberíamos temerla si pudiese permanecer con nosotros, pero, por necesidad, o no llega o pasa». En el siglo XVIII, Kant, enlazando, en alguna medida, con la tradición epicúrea y estoica, afirmará expresamente la imposibilidad de pensar la propia muerte: «El pensamiento: no soy, no puede existir; pues si no soy, tampoco puedo ser consciente de que no soy». Y afirmará, asimismo, la imposibilidad de experimentarla: «El morir no puede experimentarlo ningún ser humano en sí mismo (pues para hacer una experiencia es necesaria la vida), sino sólo percibirlo en los demás». Por eso concluye Kant recordando aquello que decía Montaigne de que, en realidad, no tenemos miedo a morir, sino a la idea de estar muertos.

En el otro extremo se encuentran los filósofos existencialistas (Heidegger o Sartre), para quienes la muerte es absurda, desde el momento enque, como dice Sartre, quita toda significación a la vida (algo que a la propia muerte no parece importarle lo más mínimo). Y dentro del existencialismo (por esto, pero no sólo por esto) hay que incluir a nuestro Miguel de Unamuno, quien gritaba (Unamuno siempre escribe a voces) que con razón, contra la razón o sin ella, no quería, no le daba la gana de morirse, que haría falta que lo cesarán de la vida, porque él no pensaba dimitir (y lo cesaron, ciertamente; en concreto, el 31 de diciembre de 1936). Esta segunda gran posición del pensar sobre la muerte ha sido perfectamente resumida por F. de la Rochefoucauld (uno de mis cínicos preferidos), quien, acordándose, tal vez, de Epicuro o de los estoicos, escribió: «Puede haber diversas causas que nos muevan a aborrecer la vida, pero nunca hay una razón para despreciar la muerte».

En cualquier caso, yo sigo pensando que el error de argumentos como el de Epicuro estriba en olvidar, además de la muerte del otro, la capacidad de previsión de la propia, de la que goza (o mejor: sufre) en exclusiva el ser humano, ya que, con toda seguridad, hay que considerarla específicamente suya, porque nada nos hace suponer que el resto de los animales tengan conciencia de su propia finitud, con lo que, a fin de cuentas, en su caso sí es verdad que mientras son la muerte no es, y cuando la muerte es, ya no son. Los animales son, en ese sentido, inmortales: viven instalados en la eternidad; viven como si cada momento fuese eterno. Suponer que las cosas puedan ser de otro modo, es decir, suponer que el animal se sabe mortal, obligaría a atribuirle también una complejísima red de mecanismos mentales francamente desproporcionada y fantástica, como, por ejemplo, la capacidad de elaborar mitologías que acabaran por cristalizar en sistemas religiosos, si es verdad que la religión se encuentra frecuentemente asociada a la ilusión de una vida futura eterna e inacabable, tras el peregrinaje, con frecuencia doloroso, que nos impone esta existencia mortal.

En las sociedades humanas, en cambio, la muerte ha tenido siempre presencia permanente y constante. Muchos pueblos primitivos (si hacemos caso de afamados antropólogos) no consideran la muerte como un fenómeno natural: originariamente, los hombres no eran mortales, pero la muerte se introduce en sus vidas como consecuencia de algún pecado o de infringir alguna norma o tabú; y esto da lugar a riquísimas mitologías en las que frecuentemente se atribuye a la mujer la acción culpable que da lugar a tan desdichado evento (el pecado original y la Eva de la tradición judeo-cristiana, que induce a pecar al tontorrón de Adán, encajan con toda precisión en este esquema general, lo que viene a probar que la religión judeo-cristiana es una mitología más, que no desentona en absoluto al lado de otras; aunque también es posible pensar que Dios Nuestro Señor repitió el mismo experimento en múltiples lugares y ocasiones). Pero que la muerte no sea considerada por estos pueblos como algo natural, tiene a veces otro significado distinto, y es que la supongan siempre causada por un agente externo, ya sea un enemigo del difunto o un espíritu maligno, y ello pone en marcha importantes prácticas adivinatorias y mágicas para descubrir al causante y vengar al muerto. En realidad, la muerte es un acontecimiento tan fundamental en estas sociedades que resulta sorprendente el número y la variedad de creencias y mitos relacionados con ella, así como de ceremonias fúnebres, casi siempre de carácter mágico, y en las que resulta fácil ver dibujarse con toda nitidez el esquema de los ritos de paso, establecido por A. van Gennep: segregación, margen y agregación, que afectan no sólo al difunto (segregación del mundo de los vivos y agregación definitiva al de los difuntos), sino también a los propios familiares, a los que se considera tocados, contaminados por la muerte, motivo por el cual se les segrega temporalmente de la sociedad, para proceder luego a su nueva agregación. Tales ceremoniales no persiguen sino dos grandes objetivos: garantizar la paz del difunto y la seguridad de los vivos.

Entre nosotros (quiero decir, en las sociedades civilizadas o desarrolladas) ninguna de esas prácticas es ajena. Si bien ya no consideramos la muerte como fenómeno no natural ni tampoco culpamos de él a la mujer, al menos sí continuamos viendo a la muerte como mujer, e incluso, como ha observado Philippe Ariès, a partir del siglo XVI nace una nueva sensibilidad en la forma de entender y vivir la relación con la muerte que tiene un marcado carácter erótico. (a mis lectoras feministas les recuerdo que en aquel entonces la sensibilidad la marcaban los varones.) «Así –como señala Ariès–, en las danzas macabras más antiguas, la muerte apenas si tocaba al vivo para advertirlo y designarlo. En la nueva iconografía del siglo XVI, lo viola». La opinión del historiador francés es del todo ajustada, y cualquiera puede comprobar por sí mismo la profunda asociación que se da entre el amor y la muerte examinando el arte y la literatura no sólo del siglo XVI, sino también del XVII y XVIII, hasta llegar al Romanticismo de la primera mitad del siglo XIX, donde el muerto acaso ya no resulta deseable, como sucedía en algunas obras literarias de los siglos anteriores, pero sí es visto como indudablemente hermoso. Esto es justamente lo que Ariès denomina la «muerte romántica». Aquella frivolidad de James Dean, que decía desear morirse joven para hacer un bello cadáver, cuadra perfectamente en este esquema.

Y tampoco faltan entre nosotros los ceremoniales fúnebres, perfectamente ajustados al esquema de los ritos de paso: prácticas relativas a la preparación del cadáver (segregación), velatorio y luto (margen, respectivamente, del difunto y la familia) y aniversario (agregación de ambos: a uno al mundo de los muertos y a los otros al de los vivos). Incluso muchas de esas prácticas tienen, y sobre todo tenían hasta no hace mucho tiempo, un obvio carácter mágico, tanto por vía de contagio como de semejanza, conforme a las dos famosas leyes señaladas por Frazer. En nuestro país, la Encuesta del Ateneo de Madrid (1901-1902), prueba con toda rotundidad la existencia de importantísimas y curiosísimas prácticas mágicas relacionadas con la muerte (y no sólo con ella: también con el nacimiento y el matrimonio) todavía en la España de principios del siglo pasado. España, entonces y ahora (y no sólo España, claro está), donde la Iglesia Católica ha asumido, con férreo monopolio, la administración de tales ritos de paso. Tímidamente, en los último años, el poder civil ha comenzado a disputarle uno de ellos: el matrimonio; pero ni el nacimiento ni los funerales disponen de una ceremonia civil alternativa.

Gustavo Bueno, partiendo de la importante distinción que establece entre individuo y persona, construye otra, no menos importante, entre muerte y fallecimiento. La muerte, como el nacimiento, afecta al individuo, pero no a la persona. Del individuo decimos con propiedad que nace y muere, pero no podemos decir que una persona nace ni tampoco que muere, a menos que hablemos metafóricamente. Por eso hay cadáveres y embriones de individuos, pero no hay embriones ni cadáveres de personas. La persona no nace porque es el mismo individuo quien se constituye en persona, y no muere porque su fallecimiento no es una aniquilación: sigue viviendo en los otros, en quienes, además, pueden continuar influyendo, incluso más que antes; y vivir en la memoria de los otros e influir en ellos es una forma, sin duda, de permanecer vivo.

Naturalmente, como el propio Bueno advierte, ese influir en los demás sólo es dado a las «grandes personalidades»; el resto tiene que conformarse con vivir en la memoria de aquellos que los trataron y amaron, y resignarse a sucumbir cuando la última de esas memorias sucumba.

Como quiera que sea, lo cierto es que todo difunto tiene al menos un minuto de gloria y un día de protagonismo absoluto: el de su entierro. Con el añadido de que ese día, antes de proceder a su olvido definitivo, será adornado con todas las virtudes imaginables. Sobre todo la bondad: todos los muertos son buenos; y hasta, piadosamente, parece desearse que todos sean santos (tal vez por eso Odilio, abad de Cluny, instituyó el Día de Difuntos el 2 de noviembre, el día después del Día de Todos los Santos). De ahí que con razón dijese Jardiel Poncela que: «Los muertos, por mal que lo hayan hecho, siempre salen en hombros».

Yo no tengo ninguna prisa en morirme, ni en recibir esos elogios, ni en salir a hombros. Prefiero que me vituperen durante muchos años vivo a que me elogien una vez muerto. No soy cristiano y sólo un poco estoico (lo que, sin duda, constituye una evolución vital de todo punto vulgar: en mi generación, a los dieciocho años se era necesariamente existencialista, pero pasados los cuarenta, uno se hace razonablemente epicúreo y moderadamente estoico), así que a menos que la «pálida dama» me halle desprevenido, dudo mucho que me avenga de buen grado a iniciar con ella unas relaciones eternas. Pero así tendrá que ser (aunque espero que un día muy lejano), y no encuentro en ello nada misterioso ni sorprendente: lo verdaderamente sorprendente no es que uno se tenga que morir, sino que haya nacido. Quien se haya detenido alguna vez a pensar la infinidad de combinaciones genéticas que eran posibles en el momento en que fue concebido, cada una de las cuales hubiera dado lugar a un individuo que no sería él, entenderá lo que quiero decir. Incluso más sorprendente que la muerte resulta el hecho de estar vivos. Yo profeso en muy variadas ignorancias, pero la de la medicina es una de las más notables; y aun procuro mantenerme lo más alejado posible de la literatura médica, porque cuando me acerco, se me hace imposible que mi cuerpo pueda estar libre de tantas y tan graves desdichas. Así que, considerando las cosas desde este punto de vista, somos condenados a muerte a los que cada día se les regala un día más (creo recordar que Pascal decía algo similar).

Nacimos de casualidad y vivimos de milagro. Eso sí resulta sorprendente, pero la muerte misma no encierra ningún misterio, o al menos, no mayor del que pueda hallarse en una taza de café que se enfría: se trata de una de las múltiples manifestaciones del segundo principio de la termodinámica, que establece que todo sistema ordenado evoluciona hacia el desorden, hacia la uniformidad, hacia la entropía. Nos morimos por la misma razón que lo hace una estrella o se enfría el agua: porque nuestro universo se halla gobernado por el principio de entropía. Y todo lo demás son consideraciones psicológicas sin demasiada relevancia. Desde el momento en que se supone que ha debido cumplir con sus funciones reproductivas, la vida del individuo, en términos evolutivos, importa poco. Algunos han sugerido (me viene a la memoria el nombre de Barash) que si la selección natural ha sido capaz de crear organismos tan complejos y órganos tan sofisticados como el cerebro humano, tal vez habría podido diseñar algún mecanismo de auto-regeneración que impidiese el envejecimiento e incluso la muerte. Tal vez. Pero lo cierto es que no ha sido así, entre otras cosas porque (y al margen de que esa idea acaso caiga en el marco de la pura ficción) a la selección natural el individuo le importa muy poco: lo que cuenta es el permanente intercambio y renovación genética en la especie. Hegel lo vio antes de que naciera Darwin ni existiera la genética: «El género humano –escribe– sólo se mantiene mediante la desaparición de los individuos que en el proceso del apareamiento cumplen su destino, y en la medida en que no tienen otro superior, el de acercarse a la muerte».

Deseémonos, pues, larga vida, y que cuando llegue el momento de partir, tengamos la entereza suficiente para decir con Marco Aurelio: «Próximo está tu olvido de todo, próximo también el olvido de todo respecto a ti.»

 

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