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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 5 • julio 2002 • página 7
La Buhardilla

Guerra, paz y palabras-trampa

Fernando Rodríguez Genovés

«¡Guerra sí; paz no!», «autodeterminación», «referéndum», «pensamiento único», son sólo algunos ejemplos de consignas y lemas que con el correr del tiempo, poco esfuerzo y mucha maniobra han llegado a constituirse en manifiestas palabras-trampa

1. A veces se condena y castiga al mensajero que trae «malas noticias», y se absuelve al que las provoca. En algunas ocasiones, se cuenta de la historia sólo una parte, y se calla la otra. Umberto Eco, intelectual íntegro que ha adoptado una digna y sensata posición desde el comienzo de la gran crisis mundial de nuestros días, de pronto nos sorprendió, a poco de producirse el desastre, con un artículo periodístico impecablemente urdido y razonado, pero sumamente ambiguo en cuanto a su objetivo: Escenarios para una guerra global{1}. Eco describía allí un futuro de horror, en el que todos perderíamos, en caso de que tuviese lugar una guerra global en respuesta a los atentados del 11 de septiembre y a la campaña de guerra terrorista general tramada contra Occidente, actualmente en marcha. Es difícil no compartir los temores de Eco, pero puestos a especular, hagámoslo bien: contemos las otras alternativas. Pues, ¿no sería tan estremecedora, o más, la situación contraria, es decir, que Occidente (en rigor, la comunidad internacional) no respondiera al ataque, que quedara impune el crimen, que se extendiera la vesania sin resistencia, que las democracias del mundo siguiesen a la defensiva y en consecuencia que no se defiendan, que claudiquen, que cedan, que se resignen, que se den por vencidas?

¿Quién desea una guerra global? ¿Quién anhela cualquier guerra? Más que nadie, yo diría, el que la pretende y promueve. Ése se la buscó, el resto se ve involucrado en la contienda. Sería de locos anhelar algo por cuyo efecto todos perdamos, pero sería cruel que en el caso de realizarse ese «algo», sólo perdieran unos, y no unos cualquiera, sino precisamente los que han sido golpeados en primer lugar, las víctimas, los provocados, los que buscan más que nada que cese la vesania y se haga justicia. ¿La paz significa la derrota sólo de unos? ¿Cuándo muchos hablan de paz, se refieren a «eso»? Guerra o paz.

Hans Magnus Enzensberger tuvo buen cuidado de no alarmar a nadie a pesar de hacer públicas sus perspectivas de guerra civil en su conocido ensayo del mismo título del año 1993. Acaso, y a su pesar, lo logró, pero no caigamos entonces en la tentación de matar al mensajero: «Terminada la guerra fría –escribe allí–, ha desaparecido el angustioso equilibrio de la 'paz atómica', con lo que también les ha llegado la hora a los idílicos remansos de paz de Occidente, hasta entonces amparados militarmente.»{2} Lo que no parecía exagerado decir en 1993, menos lo puede parecer en 2001, año de la vesania, o ahora, en 2002. Las defensas fueron vencidas durante unos instantes que parecieron eternos, porque paralizaron el tiempo, por una acción terrorista, no estrictamente militar, contra la población civil. Pero no fue un ataque más ni un ataque cualquiera, dígase lo que se diga por las almas comprensivas del terrorismo. Este golpe iba dirigido al corazón del sistema democrático, y no buscaba tan sólo desgastarlo, acobardarlo, intimidarlo, sino liquidarlo.

Quien no sepa ver la diferencia y replique henchido de igualitarismo retórico que todas las acciones violentas son conmensurables (pero, por lo visto y oído, los terrorismos, no: los hay, dicen, «buenos» y «malos»); los países, todos iguales (no se contempla ni se admite siquiera gradaciones estratégicas ni geopolíticas); todas las guerras, las mismas (no habría «guerras justas»); todos los muertos, idénticos (los seres queridos y allegados significan lo mismo que los lejanos y desconocidos); y todos los ataques y todo ejercicio de la violencia, en fin, equiparables (sean agresivos y defensivos, legítimos o no, no hay diferencia: no leen a Max Weber), quien de esta manera discurra, que reflexione un poco más. Y que sepa que está jugando con (y abusando de) el uso sentimental del lenguaje, de su sentido retórico, de su valor afectivo, poniendo en escena, en fin, la representación escénica de una obra tragicómica cuyos protagonistas principales son las palabras-trampa. ¿Su propósito? Llegar al corazón de las personas sin más esfuerzo intelectual que el de la persuasión emocional y manipuladora, sustituir racionalidad por sentimentalidad: jugadores de ventaja se les llama, en general y entre otras cosas, a quienes actúan de este modo.

No todos tienen razón, pero necesitamos echar mano de la razón para saber mejor, para poder descubrir y aislar el virus, y para desactivar, por lo pronto, las proclamas-trampa, las propuestas-trampa. Y a los falsarios que se apropian del lenguaje como de un botín o de un comodín, y lo transforman en un coto privado donde actúan impunemente. Las palabras-trampa se escudan tras el propio lenguaje, lo pervierten y sacrifican el discurso: el resto no es silencio, les queda la consigna. Atendamos, pues, a este asunto y a las actitudes que aguanta, a las palabras que simulan y a los individuos que disimulan. Pues, ya lo decía Ortega: «queramos o no, cada uno de nosotros no tiene de la mayor de las cosas sino sus mascarillas nominales –'palabras, palabras, palabras'–».{3}

2. La suma de guerras civiles que se fraguaban en nuestros patios traseros y cuartos trasteros durante los últimos lustros ha dado como resultado una guerra global. O si se prefiere, una guerra globalizada. Después del 11 de septiembre, el mundo ya no es el mismo. Tampoco lo pueden ser las guerras. Lo que se consumó en la fecha fatídica fue el paso del Rubicón del ataque contra el sistema de libertades y el orden mundial civilizado, la instauración del terror y la intimidación a escala planetaria, el apogeo de la inseguridad, un paso que nunca se debió dar, un atropello (un Gran Paso Adelante, dicen algunos con la mirada rasgada), que coloca a la humanidad ante el abismo. Las guerras civiles en la era global se han fundido en el acero de la gran Guerra Civil.

«La guerra civil no procede de fuera –anunciaba Enzensberger–, no es un virus importado; se trata de un proceso endógeno.»{4}. Ciertamente, los atacantes no vinieron, no vienen, de Marte, pero el ultimátum a la Tierra no resulta por ello menos real. Los teníamos, los tenemos, en casa. En unos lugares más que en otros, y España no es precisamente una excepción o un espacio privilegiado a este respecto. De eso ya no queda: santuarios, digo. Porque, ¿cuándo vamos a comprender que, en el estadio actual del mundo, todos estamos en la misma situación cuando de lo que se trata es de la seguridad y de la libertad? Muchos jóvenes, principalmente de países desarrollados, se posicionan sin vacilación tras la eslogan suave, sencillo y pacifista de «¡Guerra, no! ¡Paz, sí!», por un motivo no menos simple: la guerra es mala y la paz, buena; quieren seguir viviendo en paz, que les dejen en paz. Pero, ¿cuántos de ellos saben no más que las probabilidades estadísticas de muerte de un joven en una ciudad moderna, grande o mediana, después de los accidentes de circulación y el consumo de drogas, es la que resulta de un atentado terrorista? ¿Cuántos están al corriente de que esa probabilidad se encuentra en primer lugar para los jóvenes que residen en Jerusalén o Tel Aviv?

No siempre se sabe cuándo comienzan las guerras civiles. Eso tampoco importa demasiado. Muchos jóvenes de las sociedades modernas, así como algunos hombres maduros rezagados, siempre han vivido en sociedades que no ofrecían otra perspectiva que la de las guerras civiles, en el sentido empleado por Enzensberger, y al no conocer otra cosa ni concebir otra posibilidad, ni siquiera son conscientes de en qué mundo viven, ni saben con seguridad el grado de estabilidad del suelo que pisan. Para estas personas parece que no pasa el tiempo porque no quieren crecer, instalados como están en un vago presente continuo, que, por lo demás, ni es presente ni promete continuidad, acaso porque ellos, especialmente los jóvenes, se hallan en el epicentro del seísmo, en el ojo del huracán, y observan cómo todo está siendo sacudido a su alrededor, mientras en su experiencia interior, piensan que todo sigue igual y que nada se mueve, que todo es un asco porque no cambia. Por ello, desean cambiar el mundo, porque, dicen, otro mundo es posible. Están, entonces, confusos y confundidos, y muy indignados.

Dicho esto, no puede sorprendernos, ni alarmarnos demasiado, la siguiente manifestación de Enzensberger: «Los jóvenes son la avanzadilla de la guerra civil.»{5} Y afirma tal cosa no a bote pronto, cual si se tratase de una revelación, sino como una continuación, casi conclusión, del relato de su libro, en donde ya había dejado claro que los criminales que convulsionan y aterrorizan las ciudades modernas son en su mayor parte, casi sin excepción, jóvenes{6}. El patriarcado y el principio de autoridad han quedado en entredicho, desprestigiados, reemplazados por el noviciado y el autismo, pero no por la «instrucción pública» y el principio de racionalidad. Porque la escuela está sin duda tan en evidencia como las dos instituciones citadas. La escuela, esa entidad eminentemente sublimadora, concebida desde antaño como remedio contra la ignorancia que degenera en violencia, y viceversa, hoy, en cambio, se muestra impotente en el empeño por culturizar y apaciguar a la mocedad; o, por decirlo en su sentido más preciso y menos moralista: en civilizarla. El viejo sueño ilustrado se ve entonces frustrado, y acaba donde no podía imaginar, ella, la Ilustración, que lleva a la Revolución, y quién lo hubiera dicho, al Terror.

Entonces, ¿por qué los jóvenes? No sólo porque de ellos es el reino de la energía física y emocional, y están sujetos a las más fuertes pasiones, sino porque sus cuerpos activos y sus mentes vertiginosas succionan más que acogen los signos visibles de las sociedades agitadas en estos tiempos virulentos: el autismo y la pérdida de convicciones. Se sienten tan seguros de sí mismos que no escuchan razones, no se paran a pensar, simplemente actúan. Sin saber por qué ni para qué, pero «algo hay que hacer»: ese es el lema, otra consigna. Nada les convence, por eso siempre se descubren vencidos. En una precoz experiencia de la melancolía y del victimismo, se perciben inocentes a perpetuidad. Se sienten fuertes y odian la fuerza, y mientras resuelven el dilema, practican una violencia ciega: no saben de disciplina, de disciplinarse, y, en consecuencia, les repugna la escuela. Se juzgan producto del entorno, mientras se perforan orejas y nariz con ganchos, castigan su cuerpo y alma en señal de penitencia contra un mal que atribuyen a otros, pero que interiorizan ellos. Se perciben culpables... ¡Qué mundo más complicado!

Ahora bien, ¿quién tendrá el valor de revelar, si se da el caso, que está en desacuerdo con los jóvenes en no importa qué asunto? ¿Quién se atreverá a contrariarlos? ¿Cuántos se conforman con adularlos y halagarlos, en lugar de educarlos{7}? ¿Quién no ha sido joven alguna vez? Y si esto vale para los jóvenes, mucho más para los niños: «hubo una época en la que la infancia no era más que imbecilidad y fragilidad, en la que había que pulir sus modales sin descanso, formarle un carácter, contener sus excesos; nadie se atrevería hoy en día, sobre todo en la escuela, a decir de nuestros pequeños salvajes que están mal educados.» (Pascal Bruckner).{8}

3. ¿Quién desea, entonces, una guerra global? En momentos como estos, ¡qué cínicas suenan las proclamas candorosas y genéricas de paz, qué altivas las advertencias sobre lo que pueda pasar y qué ciegas hacia lo que nos está pasando! «¡Guerra, no! ¡Paz, sí!»: reza el lema, proclama la consigna, disparados ambos con frecuencia desde flancos, grupos y personas físicas no siempre apacibles, desde trincheras que enarbolan bandera blanca pero que a la vista del rictus fiero que exhiben sus portavoces, portadores o moradores, más que enseña se nos antoja señuelo. Como los piratas de tierra de la novela Jamaica Inn{9} de Daphne du Maurier, encienden luces traicioneras junto a escabrosos peñascos para desorientar a los buques mercantes, que las toman por faros amigos, para atraerlos y hacerlos encallar, tras lo cual se lanzan al abordaje y aniquilan a la tripulación, requisan la mercancía, se quedan con el botín. Señales semejantes se transmiten hoy en forma de lemas y consignas, y algunas otras más, pero, ¿cuál es el verdadero sentido de la arenga? ¿Cuál es su uso locucionario, ilocucionario y perlocucionario? ¿Quién se atreverá a decir, a desear, lo contrario de lo que ansían, o casi prometen?

Mas, compartir sentimiento tan absoluto y tan noble, o sea, la paz, ¿significa participar siempre de la intención del emisor? Entendámonos, o al menos entendamos qué se dice cuando se habla o grita. No nos quedemos en medias verdades. No se diga que estamos de acuerdo en algo, si en verdad no lo estamos. Que se aclare el discurso. «¡Guerra, no! ¡Paz, sí!». Puesto que hay publicistas e intelectuales que niegan la posibilidad de una «guerra justa» (los terroristas sí creen en la «guerra justa» y aun en la «guerra santa»: ¡la que ellos practican!), que al menos se nos permita disfrutar de una paz justa, es decir, justamente alcanzada, no al precio de perder la libertad, o aun la vida, al precio de ofrecernos la eternidad. ¡Qué rebajadas resultan a menudo las palabras que se lanzan sin más, y qué gratuitas! ¡Qué falsas y alevosas cuando se las manosea para sacar provecho particular o partidista! ¡Qué maneras tan bellacas de manchar el buen nombre de las cosas!

4. Sabemos cómo funciona el mecanismo. Se emplea mucho, por agentes de ventas, charlatanes y personas comprometidas en diversas promociones, y por expertos en aplicaciones de más alto vuelo, no de medio pelo. Una llamada telefónica nos hace saber que hemos sido favorecidos con un premio (digamos, un fin de semana con gastos pagados en una estación de esquí del Pirineo catalán), al que no nos hemos presentado y del que desconocemos todo, sólo debemos presentarnos un día determinado a determinada hora en determinado hotel al objeto de formalizar asunto tan sorpresivo, y después nos solicita el comunicante nuestros datos de identidad, pura rutina, ya sabe, para que el asunto se haga efectivo y no haya problemas, nosotros nos ocupamos de todo, momento en el que el buen juicio debería hacernos reaccionar, Si es así, a punto de colgar el aparato, todavía se podrá oír la voz en el otro extremo: «¿Me está diciendo que rechaza el regalo y no desea pasar un fin de semana en una estación de esquí con todos los gastos pagados y que...?»

Un transeúnte con una etiqueta colgada de la solapa intercepta nuestra marcha por la calle y extiende a la altura de nuestros ojos, para que lo veamos bien, una publicación editada por una organización en favor de los niños necesitados, pobres, maltratados, de todo el mundo (o parte de él), son sólo 5 euros, pero como tenemos prisa o no deseamos hacer más compras hoy, hacemos un leve gesto que informa de nuestra intención de rehusar el ofrecimiento y proseguir nuestro camino; entonces, escuchamos que el transeúnte con una etiqueta colgada de la solapa nos espeta: «¿Quiere usted decirme que no le interesa la situación de los niños en el mundo [o parte de él] y que está en contra de la solidaridad...?»

Es suficiente de momento con referir estas muestras representativas. La imaginación o la experiencia del lector, completará sin dificultad el cuadro que pretendo esbozar. Se trata de circunstancias sin mayor importancia, de dominio público, peripecias menores que salpican la cotidianidad y, en cierto modo, alivian contra el virus de la rutina, simples anécdotas, ya digo. Pero, en ellas se puede hacer escuela y tomar afición. Los interrogantes que se nos lanzan pueden pedir respuesta, pero no guerra. ¿Debemos dar siempre contestación y satisfacción a quien nos inquiere o investiga? No, no siempre. Tampoco cometemos en ese caso una ofensa grave, acaso una pequeña desatención, que, además, no lo tomarán a mal nuestros interlocutores, están acostumbrados a los desplantes, y aun a las intemperancias, es su trabajo, a menudo temporal, precario, o bien es su vocación, probablemente firme y decidida, que no arruinará ninguna decepción. Es preferible, pues, pasar por estúpidos o por insolidarios, cargar con estos oprobios menores, que involucrarse en un debate en el que no está en juego precisamente el porvenir de una desilusión o nuestra dignidad y buen nombre.

5. Hay, sin embargo, otras situaciones de mayor calado, de trascendencia superior, que afectan a la política y su área de influencia, y ésas son palabras mayores. La guerra y la paz se problematizan, quiero decir, se politizan, en el peor sentido de la palabra, en el momento en que se emplean a modo de instrumentos de propaganda y manipulan la realidad en que se vive. Suele decirse (¡se dicen tantas cosas...!) que dos no pelean si uno no quiere. No es cierto. Tiene razón, por el contrario, Enzensberger cuando refuta ese proverbio: «probablemente baste con que sólo uno de cada cien lo quiera [el conflicto civil], para que resulte imposible cualquier convivencia civilizada.»{10} Uno puede estar en guerra sin saberlo, y llevarse una sorpresa tremenda cuando le informan de que vive en paz.

6. Tales precisiones no siempre se dilucidan en referéndum: he aquí otra palabra, «referéndum», de las tocadas con efectos mágicos, de encantamiento, que prometen no pocas veces lo que ocultan y ocultan lo que prometen. El referéndum, como prototipo de «democracia directa», se vende con frecuencia por parte de algunos mayoristas de mayoría segura como si fuese la máxima expresión de la voluntad popular, remedio de males y vía franca para casos desesperados. Pero que el referéndum no es una panacea ni una cabal alternativa participacionista al modelo de la democracia representativa (pace Rousseau, los rusonianos y los «republicanos») y que acaba por ser casi siempre plebiscito, una burda escenificación del «sufragio directo», parece cosa segura.

En 1947, el general Franco convoca a los españoles a un referéndum-trampa con el fin no explícito de que decidan si quieren volver a la guerra civil o seguir disfrutando del nuevo régimen que se sucede a sí mismo. Se trataba de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, que en su segundo artículo declara que «la Jefatura del Estado corresponde al Caudillo de España y de la Cruzada, Generalísimo de los Ejércitos, don Francisco Franco Bahamonde». Como era de prever, la ley salió victoriosa, entendiéndose así que los españoles habían votado en favor de la paz. Muchos de ellos, en efecto, descubrieron ese día, 6 de julio de 1947, que gozaban de dicha condición, de la paz, digo, la cual podía prolongarse mucho más tiempo...

En otras ocasiones, el referéndum sirve para organizar el suicidio colectivo de toda una comunidad. En 1536, los ciudadanos de Ginebra votan a mano alzada y deciden. Es deseo de la voluntad general de ese pueblo que sólo la religión protestante tenga cabida en sus almas y en el interior de sus murallas. Desde ese instante se inicia un periodo de intolerancia de alto riesgo en la villa helvética que Calvino sabrá gobernar y administrar a su antojo: los ginebrinos abren las puertas de la ciudad a la dictadura fundamentalista calvinista.

Hay muchas otras palabras-trampa: «autodeterminación» y «soberanía», que en el fondo se traducen interiormente como «secesión», aunque no lo digan así quienes tales términos profieren. Pues, ¿quién rechazaría, sin más precisiones, ser soberano o autodeterminarse? Pero si precisamos más, si penetramos en el núcleo del asunto, algunas soberanas proclamas dejan patente lo que se halla debajo del significante, y sus reales consecuencias. El camelo, no obstante, dura sólo cierto tiempo; más tarde o más temprano se desenmascara: «El tan invocado derecho a la autodeterminación se reduce al derecho a determinar quiénes deben sobrevivir en determinado territorio y quiénes no.» (H. M. Enzensberger){11}. Examínese, pues, con cuidado las invitaciones, peticiones o exigencias acerca de consultas o referendos en los que el pueblo libremente decida su destino, y medítese la prevención citada, porque a veces (para unos más que para otros) el aviso y la evidencia de los hechos llegan demasiado tarde.

«Dar 'protección' a la gente», contesta sin vacilación el gángster cuando le interrogan acerca de su profesión. Nada más normal. ¿Qué clase de loco es aquel que rehusa ser protegido? Todo depende de cómo se planteen las cosas y de la habilidad para llevarlas a la práctica. Los tipos despiertos saben hacer propuestas que resultan muy difíciles de rechazar...

Los violadores declaran que a ellos lo que de verdad les gusta es «hacer el amor», y eso es lo que hacen. ¿Qué clase de persona sería tan reprimida o estrecha para sentir repugnancia ante semejante expresión de afecto?

Pocos políticos se reconocen conservadores, aunque lo sean, pero como no pueden confesarlo, porque suena mal, dicen ser «progresistas»: la querella vendrá luego, en el momento que se reivindique el exclusivo derecho al término y se tache a los que aspiren a compartirlo de advenedizos, de oportunistas, de impostores, de actuar como lobos vestidos con piel de cordero, mientras los autoproclamados «progresistas» rechazan enfurecidos la menor reforma política o social que se les proponga.

Se puede ser «patriota», y aun «patriota constitucional», que no suena mal, pero a ver de qué patria hablamos. Encontramos también a menudo la palabra-trampa «pensamiento único», por parte de intelectuales que aspiran a monopolizar todo el derecho a pensar y se califican a sí mismos de «críticos» (y mientras lo dicen sudan). Luego está la palabra fetiche «diálogo»...

7. Noviembre de 2000. El catedrático de Universidad, y anterior ministro de Sanidad del Gobierno español, Ernest Lluch es asesinado por la banda terrorista ETA en Barcelona. El atentado se produce en uno de los momentos de mayor intensidad de las acciones criminales por parte de la organización, después de meses de haber hibernado en una tregua (de septiembre de 1998 a noviembre de 1999: para muchos, una tregua-trampa). Los partidos políticos españoles están divididos, nuevamente, acerca de la manera apropiada de frenar la escalada de terror. Unos sostienen que ante todo se debe vencer al terrorismo, dentro del marco del Estado de derecho, y garantizar las libertades; otros, que no hay que negarse a pactar con la organización vasca, pues, dicen, tampoco se trata de vencer a nadie, añaden: sería bueno que no hubiese vencedores ni vencidos en este conflicto básicamente «político», es más, lo prioritario es la «paz», o sea, paz por territorios. La alternativa política que arrastra la segunda opción se resume –así lo remarcan sus embajadores– en un solo y magnífico término: «diálogo». Al día siguiente del atentado mortal contra el profesor Lluch, se celebra una masiva manifestación en Barcelona en señal de repulsa. Al final de la marcha, una señorita muy locuaz, locutora en una emisora de radio, lee una declaración, consensuada y firmada por los organizadores del acto, con voz emocionada hasta la última frase, pero al llegar a ésta decide saltarse el guión, y con profesional espontaneidad se dirige a la cabeza de la manifestación, en la que se encuentran diversas autoridades políticas del país, y les reclama que dialoguen..., que ésa es la única solución. Al tiempo que aleccionaba (o reprendía) a presidentes y ministros, a los políticos (a unos más que a otros), miles de personas elevaban al cielo, como si se tratase de una plegaria, carteles impresos e idénticos con una sola palabra: «diálogo».

Pocos días después del acto, en medio de la polémica que dicha acción suscitó, una de las hijas de Lluch declaraba a los medios de comunicación que, en efecto, el diálogo es lo que su padre siempre había propugnado como solución al «conflicto vasco», y que él hubiese dialogado hasta con las personas que lo asesinaron.

Notas

{1} Umberto Eco, «Escenarios para una guerra global», El País, 23 de octubre de 2001.

{2} Hans Magnus Enzensberger, Perspectivas de guerra civil, Anagrama, Barcelona 1994, pág. 12 [el texto original en alemán es de 1993].

{3} José Ortega y Gasset, Origen y epílogo de la filosofía, Revista de Occidente, Colección El Arquero, Madrid 1972, pág. 92.

{4} Hans Magnus Enzensberger, op. cit., pág. 19.

{5} Ibídem, pág. 48.

{6} «Los criminales son, casi sin excepción, jóvenes. Con su comportamiento ponen de manifiesto hasta qué punto ha quedado desprestigiada la institución del patriarcado. [...] La regla básica exigía que el retador –ya fuera samurai o héroe del Far West, criminal o rebelde– midiera sus fuerzas con un contrincante lo más fuerte o aguerrido posible, pero por lo menos en igualdad de condiciones. Los vándalos de nuestros días desconocen tales conceptos. Han dado lugar a una nueva forma de machismo. Cabría decir que su honor reside en la cobardía, aunque ello sería sobreestimarlos, pues ni siquiera son capaces de ver la diferencia entre valentía y cobardía. Un signo más de autismo y pérdida de convicción», Ibídem, págs. 21 y 22.

{7} Creo que sigue siendo muy válida y pertinente la prevención que traslada Fernando Savater a su hijo en el Prólogo del ya todo un clásico del ensayo español Ética para Amador, Ariel, Barcelona 1991 (1ª edición): «Si yo tuviera quince años, lo que ya no es probable que vuelva a pasarme, desconfiaría de todos los mayores demasiado 'simpáticos', de todos los que parece como si quisieran ser más jóvenes que yo y de todos los que me diesen por sistema la razón. Ya sabes, los que siempre están con que 'los jóvenes sois cojonudos', 'me siento tan joven como vosotros' y chorradas por el estilo. ¡Ojo con ellos! Algo querrán con tanta zalamería.», pág. 12.

{8} Pascal Bruckner, La tentación de la inocencia, Anagrama, Barcelona 1996, pág. 90.

{9} Daphne de Maurier, La Posada de Jamaica, Libros Plaza de ediciones G. P., Barcelona 1956.

{10} Hans Magnus Enzensberger, op. cit., pág. 19.

{11} Ibídem, págs. 22 y 23.

 

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