Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 5 • julio 2002 • página 21
La publicación en 1729 de «La fábula de las abejas» escandalizó a la sociedad inglesa. Entre otros «vicios», señaló el rol positivo del lujo. Es la punta de lanza que estimula la productividad y prepara la difusión de las novedades hacia toda la sociedad (con lo que dejan de ser «lujos»)
La Fábula de las abejas{*}, que Mandeville publicó en 1729, tiene como subtítulo: «Los vicios privados hacen la prosperidad pública». Y en la moraleja de «El panal rumoroso» (incluido en el libro, pero que data de 1705) decía:
«Fraude, lujo y orgullo deben vivir
mientras disfrutemos de sus beneficios.»
Sus ideas sobre el vicio en general, merecen un análisis más comprehensivo, pero por ahora nos limitaremos a uno de ellos: el lujo.
«Con todo esto creo haber demostrado lo que me proponía en esta observación sobre el lujo. En primer lugar que, en un sentido, puede llamarse lujo a todo, y en otro, que tal cosa no existe. En segundo lugar, que administrándose sabiamente, todos los pueblos pueden disfrutar de toda clase de lujos extranjeros, con tal de poder comprarlos con sus propios productos, sin que haya ningún peligro de que esto los empobrezca» (pág. 76).
Señala certeramente que las importaciones se pagan «con sus propios productos» (sin caer en la trampa del dinero: explica como en el siglo XVI España se arruinó precisamente por disponer de exceso de dinero –pág. 126–). Pero si el lujo no empobrece, podrá, sin embargo, ser criticable como «vicio»; por eso explica primero que es difícil de definir y luego que es evanescente. Lo que ayer era lujo, no lo es hoy; y lo que es lujo hoy, probablemente no lo será mañana. Así, dice:
«(...) en los remotos principios de todas las sociedades, los hombres entonces más ricos y considerados carecieron durante largo tiempo de muchísimas de las comodidades de que ahora disfrutan los infelices más humildes y más miserables; de suerte que muchas cosas que en otros tiempos se consideraban una invención del lujo, están ahora al alcance de pobres tan indigentes que viven de la caridad pública, y se conceptúan tan necesarias que nos parece imposible que ningún ser humano pueda carecer de ellas.» (pág. 108)
«El emplearlas {plumas pequeñas} para dormir sobre ellas fue, sin duda alguna, primeramente, una ocurrencia para halagar la vanidad y la comodidad de los ricos y poderosos; pero con el tiempo se generalizó tanto esta costumbre que hoy día casi todos se acuestan sobre colchones de pluma y el sustituirla por borra de lana se considera un miserable recurso al que acuden solo los más necesitados.» (pág. 109)
«¡Qué enorme incremento no tendría que haber alcanzado el lujo para llegar a considerar penoso el tener que descansar sobre la blanda lana de los animales!».
El concepto de lujo solo puede tener referentes objetivos en una economía estacionaria. Pero la economía real, aunque tuvo épocas de relativo estancamiento, tiene un ritmo general creciente y cada vez más acelerado. De Vries dijo: «Las creencias en lo estático de los mercados estaban tan arraigadas que las evidencias en contra, especialmente la adopción por el pueblo de los vestidos y hábitos de consumo previamente exclusivos de los ricos, era recibida como un síntoma de corrupción moral y económica»{1}. Las creencias conservadoras tienden a mantener privilegios y se basan en interpretar la realidad a través de categorías ya perimidas.
Fernando Braudel confirma la dificultad de definir el lujo y da numerosos ejemplos:
«(...) el lujo, cambiante por naturaleza, huidizo, múltiple, contradictorio, no puede identificarse de una vez por todas.» «Así, antes del siglo XVI, el azúcar era un lujo; también la pimienta antes de finales del siglo XVII; el alcohol y los primeros 'aperitivos', en tiempos de Catalina de Médicis; las camas de 'pluma de cisne' o las copas de plata de los boyardos rusos ya antes de Pedro el Grande; también suponían un lujo en el siglo XVI los primeros platos llanos, que Francisco I encargó a un orfebre de Amberes en 1518; los primeros platos hondos, llamados italianos, descritos en el inventario de bienes del cardenal Mazarino, en 1563; eran asimismo un lujo, en los siglos XVI y XVII, el tenedor (digo bien: el tenedor), o el vulgar vaso de vidrio, ambos procedentes de Venecia. (...) También el pañuelo era un lujo. Los ricos se encuentran pues, abocados a preparar la vida futura de los pobres (...) No obstante a partir de esa fecha {1771} bajaron los precios de la porcelana china.»{2}
En lo anterior, Braudel apunta a la función del lujo. La aristocracia dicta las modas y exhibe los nuevos refinamientos y comodidades, y crea así el deseo en los plebeyos. Pero su generalización (y, por lo tanto, su desaparición como lujo) implica el aumento y generalización de la riqueza. La aristocracia buscará nuevos «lujos» y el proceso se repite continuamente.
Cuando aparecieron los primeros automóviles, eran muy caros, lentos, incómodos, consumían mucha gasolina, no había calles ni carreteras adecuadas, ni estaciones de servicio, ni talleres mecánicos especializados. Por lo tanto, no podían competir con el transporte basado en el caballo (que, dicho sea de paso, elevó a la Humanidad desde el neolítico hasta la Revolución Industrial). Quienes compraban automóviles eran ricos, fanáticos de las innovaciones, con espíritu deportivo y deseosos de destacarse por la posesión del último lujo (y como tal, caro e inútil). Pero gracias a este (reducido) mercado, el automóvil fue visto por todos, y se iniciaron competencias deportivas que impulsaron su perfeccionamiento... y su abaratamiento,
Braudel da muchos más ejemplos: «Incluso el lujo de reservar una habitación especial para las comidas no se generalizó en Francia hasta el siglo XVI, y solo en casa de los ricos. Con anterioridad el señor comía en su amplia cocina» (pág. 168). También menciona lujos como el vino (pág. 195), los licores (pág. 205), el té (pág. 210), el café (pág. 215), las sillas (pág. 238), el cristal en las ventanas (pág. 251), la calefacción, la intimidad (pág. 262). Particularmente interesante es lo que menciona en la página 192: «Pero la mayor parte de las veces, el agua de nieve es un gran lujo, reservado a los muy ricos.»
Las bebidas y alimentos fríos se generalizaron con la aparición de la industria del hielo, pero mucho más con el refrigerador eléctrico doméstico. Así como el automóvil revolucionó la utilización del tiempo libre y los hábitos de compra, el refrigerador mejoró la calidad de vida al permitir almacenar alimentos y dedicar menos tiempo a su compra y preparación. El automóvil, más el refrigerador y los plásticos, hicieron posible el supermercado y la industria de los congelados.
Naturalmente, el motor del ciclo del lujo, fue y sigue siendo el aumento de la productividad. Y esos lujos, al dejar de serlo, promueven a su vez el ulterior aumento de la productividad, como se acaba de ejemplificar en lo personal y familiar. Pero en el campo industrial y comercial, las consecuencias fueron aún más espectaculares. Julio Aramberri dice: «La aparición de las bombillas incandescentes a principios de siglo permitió la generalización del trabajo nocturno y posibilitó que las fábricas funcionaran en tres turnos, en definitiva que el rendimiento en el trabajo y la calidad de vida fueran más altos, aunque ello no se notase en el crecimiento de la riqueza nacional.»{3} Esta aclaración es difícil de entender; la introducción del turno nocturno significó un aumento del 50% en el aprovechamiento del capital fijo, un inmediato aumento de la riqueza nacional.
Y en la página 112: «Una bendición tecnológica la constituyó la generalización del aire acondicionado, que empezó a llegar al Sur hacia 1960. De repente, la naturaleza había sido vencida, la industria podía seguir los ritmos propios de las tierras más frías del Norte.»
Hasta 1863, el Sur de EE.UU. producía algodón, cosechado por esclavos negros. La esclavitud fue siempre muy poco productiva y hacia fines del siglo XIX desapareció de casi todo el mundo, no debido a algún progreso moral (Luis Suárez Fernández: «La iglesia no se opuso nunca a la existencia de la esclavitud: veía en ello un simple problema económico y trataba tan solo de impedir que la desfavorable situación social influyera en el destino del alma del hombre»{4}), sino porque no podía competir con la creciente productividad de las máquinas manejadas por trabajadores libres. Solo en operaciones manuales y en zonas cálidas como el sur de EE.UU., los esclavos negros tenían alguna ventaja. Si a técnica terminó con la esclavitud, desde 1960 el trabajador, blanco o negro, trabaja con más rendimiento y comodidad gracias al aire acondicionado.
Como en los ejemplos mencionados, la historia muestra invariablemente que el lujo de las elites (de «sangre», funcionarios, escritores, artistas, científicos, &c., actuando como famosos, como espectáculo) se propaga hacia los ciudadanos corrientes. Al incorporarse como mejora de nivel de vida, pierde su carácter inicial y es reemplazado por nuevos lujos, dando lugar a continuos nuevos ciclos.
En etapas anteriores, el ciclo del lujo involucraba principalmente alimentos y bebidas, y también hábitos. Norman Pounds escribió: «Al igual que tantos otros aspectos de la cultura material, el culto a la limpieza personal fue propagándose lentamente desde las clases superiores hasta las inferiores, así como de la Europa occidental a la oriental y del Norte, y en esto la iglesia tuvo un papel de no poca importancia (...) Al principio del siglo XIX el consumo medio por persona de jabón en Inglaterra era de solo 1,63 kg. al año, pero en 1861 a había subido a 3,6 kg., un progreso de incalculable importancia para la salud.»{5}
Esta propagación fue también estimulada por el aumento de la productividad (reflejada en la disminución del precio del jabón). El aumento de la higiene tuvo como consecuencia inmediata la prolongación de la vida humana. Pero Pounds usa adecuadamente la palabra culto «a la limpieza personal» porque tiene un impulso no consciente que es religioso. Este asunto remite a la interacción social con la ética y la religión, que se discutirá más adelante.
Notas
{*} Bernardo de Mandeville (1670-1733), La fábula de las abejas (1729), edición en español por Fondo de Cultura Económica, Méjico 1982.
{1} Jan de Vries, La economía de Europa en un período de crisis, 1600-1750, Cátedra, Madrid 1992, pág. 183.
{2} Fernando Braudel, Civilización material, economía y capitalismo (1979), Alianza Editorial, Madrid 1984, pág. 147.
{3} Julio Aramberri, El gran puzzle americano, «El País»/Aguilar, Madrid 1999, pág. 80.
{4} Luis Suárez Fernández, Historia social y económica de la Edad Media Europea,. Espasa Calpe, Madrid 1969, pág. 90.
{5} Norman G. Pounds, La vida cotidiana. Historia de la cultura material (1989), Editorial Crítica, Barcelona 1992, pág. 258.