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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 6 • agosto 2002 • página 18
Libros

Una crítica liberal del liberalismo

Adrián Fernández Martín

Sobre el libro de John Gray, Las dos caras del liberalismo. Una nueva interpretación de la tolerancia liberal, Paidós, Barcelona 2001

Todas las reseñas de este libro de Gray recuerdan lo mismo. El otrora Pope del liberalismo europeo más ultra, el antaño consejero de la Thatcher, se revela hoy un traidor al dogma. Entre Gin-Tonic y Gin-Tonic la que fuera «dama de hierro», furibunda anticomunista, dicen que se pregunta: «¿qué le ha pasado a este Gray? Acaso no era de los nuestros». En buena medida sigue siendo de los suyos. Su libro, es cierto, como el anterior Falso amanecer, es una dura crítica de los resultados y deficiencias del programa liberal clásico aplicado a nuestros días. Pero Gray no se ha pasado al enemigo, su crítica al liberalismo es una crítica liberal. Si en su momento fue un liberal dogmático y ultra, hogaño la toma con Rawls y se convierte en una suerte de relativista hobbesiano. Esa es la tesis inicial del libro: existen dos tradiciones liberales y tales vienen determinadas por su concepción de la tolerancia.

Las dos tolerancias

Los orígenes del Estado liberal se remontan, dice Gray, a las guerras europeas de religión, a la búsqueda, en una sociedad fracturada, de un modus vivendi fundado en la tolerancia. Desde entonces, si bien no ha cambiado apenas el discurso liberal, sin duda sí lo ha hecho el mundo. De todas maneras, aunque haya habido una línea triunfante, en el liberalismo se apuntaron dos proyectos políticos, fundados cada uno de ellos en dos concepciones diferentes de la tolerancia. Por un lado, pensadores como Locke entendieron la tolerancia como un ideal de consenso racional sobre la buena vida. La tolerancia, así entendida, es un remedio para las limitaciones del entendimiento y respalda una convergencia ideal última de valores: la diversidad de modos de vida se asume en la medida en que se considera que está destinada a desaparecer. Esta tolerancia requiere de un régimen político universal: el Estado liberal.

Hobbes encarnaría la otra concepción de la tolerancia, la que sostiene que los seres humanos pueden florecer en muchas formas de vida y que la tolerancia es ante todo un método para alcanzar un compromiso de paz y coexistencia entre diferentes modos de vida y, por tanto, realizable en diferentes regímenes políticos, que no se agotan en el Estado liberal. Si el liberalismo tiene futuro, piensa Gray, habrá de desarrollarse en esta vía, pues, como resultado de las presentes migraciones, en casi todas las sociedades actuales coexisten varios modos de vida, siendo el consenso en valores, en estas condiciones, absolutamente imposible. La falta de valores comunes –tal es la tesis principal del libro que nos ocupa– no es óbice para una vida común, tan sólo obliga al liberalismo a replantearse sus objetivos: definir el ideal de una sociedad no fundada en creencias comunes.

Lo primero de lo que ha de darse cuenta el liberalismo, afirma Gray, es de que aún cuando la historia de la filosofía ha estado caracterizada por un ideal de armonía de valores, la historia real del mundo nos muestra que tal objetivo nunca se ha logrado. Nunca ha existido un consenso sobre virtudes, valores o modos de vida. La filosofía moral ha tendido a interpretar los conflictos de valores como síntomas de error y no una parte misma de la vida ética. La propuesta del modus vivendi comienza por admitir que, en la vida ética, el conflicto de valores es inevitable, que no es posible el consenso racional universal, que los humanos siempre tendrán razones para vivir de maneras diferentes y que cuando estos modos de vida son rivales, ninguno de ellos es necesariamente mejor. El objetivo de la filosofía del modus vivendi no es, pues, eliminar el conflicto, sino conciliar en una vida en común a individuos con valores distintos, y para ello no precisamos compartir valores, sino instituciones en las que esas formas de vida puedan coexistir.

Otra de las tesis duras defendidas por Gray es que, de entre los muchos tipos existentes de vida buena, algunos no son ni mejores ni peores, sino simplemente inconmensurables, valorables de diferente modo. En la medida en que el bien es plural pueden surgir conflictos entre valores para los cuales no hay una sola solución correcta y ante los cuales personas igualmente razonables, pero con distintas tradiciones morales, propondrían soluciones diferentes. Si la vida ética alberga conflictos de valores, cuya resolución no es unívoca, ésa es una verdad que debemos aceptar, no algo que debamos intentar evitar para lograr una falsa consistencia lógica.

Rawls ha pretendido, a juicio de Gray, eludir esta evidencia de la pluralidad de valores mediante el expediente artificial de una «teoría de la justicia». Considera Rawls, en opinión de Gray, que su concepción de la justicia puede ser aceptada por personas que tienen diferentes concepciones del bien. Para ello requerimos definir una Constitución ideal, universalmente aplicable, que especifique un marco fijo de libertades básicas y derechos humanos. Este marco establecería los términos en los que los diferentes modos de vida pueden coexistir y resolver sus conflictos cumpliendo con las exigencias de la justicia. Sin embargo, no es posible un consenso sobre el significado de la justicia. La idea de justicia está determinada por las diferentes concepciones del bien y la buena vida, y cuando la sociedad es axiológicamente plural habrá tanta divergencia en puntos de vista sobre la justicia como sobre el bien. Igualmente ocurre cuando Rawls sostiene, afirma Gray, que la justicia puede realizarse en distintos sistemas económicos, siempre y cuando cumplan con ciertos principios de distribución, lo que implícitamente supone la posibilidad de un consenso sobre cuestiones distributivas que abarque los distintos modos de vida. Sin embargo, en la medida en que los diferentes modos de vida están animados por diferentes ideales del bien, habrá, cree Gray, diferentes concepciones sobre la distribución.

Un primer paso en favor de esta doctrina del modus vivendi fue el trabajo Mill, Sobre la libertad. La presencia de una idea romántica de cultura atraviesa su concepción de la tolerancia, sugiriéndole que las formas de vida pueden ser diversas. En la medida en que Mill creyó que una era la forma de vida buena, defendió la tolerancia como camino intelectual. En cambio, en la medida en que creyó, como romántico, que los hombres pueden desarrollarse de diferentes modos, interpretó los valores rivales como los diferentes modos en los que los hombres pueden vivir bien y ser distintos. Al creer en la posibilidad de un consenso sobre valores, Mill se comportó como un liberal clásico; pero al afirmar que los humanos pueden vivir bien de diferentes maneras, era un pluralista axiológico. En una línea similar Berlin, en «Dos conceptos de libertad» intentó fundar el valor de la libertad negativa en la misma pluralidad de valores. Defendió la libertad no porque permita el descubrimiento del mejor modo de vida sino porque permite a la gente ser distinta. Sin embargo, en opinión de Gray, el intento berliniano de fundar el liberalismo en una ética pluralista se derrumba, pues, si hay muchos valores irreductibles que no pueden ser ordenados con una única escala, la libertad negativa sólo puede ser un bien entre muchos.

Valores plurales

Pero, ¿qué quiere decir Gray con valores inconmensurables? Acaso sirva uno de sus ejemplos. Decir que la amistad y el dinero son incomparables no significa que la amistad sea mejor que el dinero. Significa que no pueden ser comparados por su valor. Eso no es óbice para que quien entiende tal cosa pueda verse obligado, por los motivos que sea, a elegir y de hecho lo haga. En tal caso no está cambiando algo que tiene un valor infinito por algo que tiene menos valor. Está eligiendo entre modos de vida y puede que tenga buenas razones para su elección.

Considera Gray que todos los intentos filosóficos por eludir el hecho del pluralismo de valores yerran en lo mismo, a saber: o bien se comprometen con la imposibilidad de realizar elecciones razonables entre valores inconmensurables, o bien lo hacen con la idea de que una elección solamente es racional, si existe solamente una solución unívoca correcta. Sin embargo, el pluralismo axiológico considera que en los conflictos entre valores inconmensurables pueden hacerse elecciones incompatibles que son correctas. Los valores inconmensurables no obstruyen el camino del razonamiento moral, sino que constituyen el espacio en el que se desarrolla tal razonamiento. De hecho, en la vida corriente, arguye Gray, constantemente sopesamos, razonamos y discutimos valores inconmensurables.

Conflicto de libertades

La ortodoxia liberal afirma que son precisamente los conflictos de valor lo que da legitimidad a los regímenes liberales, ya que permiten que puntos de vista contradictorios convivan en condiciones que todos aceptan como justas. En su Teoría de la Justicia Rawls considera que la justicia exige que cada persona tenga la mayor libertad posible compatible con que otras personas tengan la misma libertad, de modo que la libertad sólo puede ser restringida a favor de la libertad. Sin embargo, los juicios sobre la mayor libertad posible dependen de la evaluación que se haga sobre la importancia de los intereses que las diferentes libertades protegen. Rawls parece que implícitamente considera que cualquier persona estará de acuerdo en cuál es esa mayor libertad posible. Sin embargo, afirma Gray, la idea de mayor libertad posible tiene contenido definido sólo en la medida en que aplicamos nuestras concepciones del bien. En conclusión, si el ideal de libertad más extensa posible sólo adquiere un contenido definido al invocar unos valores concretos, los regímenes liberales no pueden defenderse con el argumento de que contienen un sistema de libertades que todas las personas razonables deben aceptar. Igual que los regímenes no-liberales, los regímenes liberales encarnan unas concepciones específicas de la buena vida.

Rawls da por sentado también que las reglas de la justicia tienen un único significado. Sin embargo, lo cierto es que personas con diferentes concepciones del bien hacen juicios diferentes cuando aplican la misma regla, luego las concepciones opuestas del bien reaparecerán como aplicaciones incompatibles de los mismos principios liberales. El sistema rawlsiano es un intento de eludir juicio político mediante la aplicación de supuestas leyes universales axiológicamente neutras. Lo que inhabilita la empresa de Rawls es que las aplicaciones incompatibles de sus principios pueden justificarse mediante diferentes concepciones del bien.

En Liberalismo político Rawls reemplaza la idea del sistema de libertad más extenso posible por una relación de las libertades básicas: el derecho de voto, la libertad de expresión y reunión, la propiedad personal, y otras libertades liberales. Pero con esto no se evita el conflicto de libertades, pues, personas con diferentes valores harán juicios diferentes sobre las libertades básicas y su aplicación y desarrollo. Además, las libertades básicas rawlsianas pueden entrar en conflicto. La libertad de expresión choca con la libertad de no sufrir agresiones racistas, el derecho a la intimidad choca con la libertad de prensa, a veces la libertad de hacer proselitismo pone en peligro la libertad culto. Estos conflictos no pueden eliminarse ajustando o regulando libertades. Su solución –éste sería para Gray el fundamento del modus vivendi– pasa necesariamente por la negociación y el pacto político. Es por ello que diferentes Estados liberales hayan regulado estos conflictos de diferentes modos. Nuevamente, afirma Gray, encontramos que la solución correcta a un conflicto de valores, en este caso de libertades, no es unívoca. Rawls se ve obligado a suponer que las libertades básicas forman un «esquema coherente» porque su doctrina política sobre las libertades no explica cómo han de solucionarse esos conflictos. Al contrario, está diseñada para suprimirlos, ya que sólo si los derechos y libertades fundamentales no pueden plantear demandas incompatibles, es posible aislar la justicia de los conflictos de valor.

Las libertades en conflicto no son un rasgo peculiar de la doctrina rawlsiana. Ahí está Nozick, para quien las limitaciones secundarias son los límites contra cualquier agente público o privado que trate a las personas como meros recursos. Sin embargo, las limitaciones secundarias no pueden tener todas el mismo peso y cuando entran en conflicto alguna debe primar. Supongamos que el único modo de impedir un asesinato requiere de un robo menor. Entonces, una limitación contra la violación de la propiedad compite con una contra la violación de la vida. Si se acepta que las limitaciones secundarias pueden tener distinto peso, entonces las violaciones de las limitaciones con menor peso pueden ser permisibles o incluso exigibles, si son necesarias para impedir violaciones de mayor peso. Pero, en la explicación de Nozick no hay nada sobre cómo han de resolverse estos conflictos. No podemos explicar las diferencias de grado entre derechos sin considerar los distintos intereses que resultan afectados y cuando nuestras nociones del bien divergen, también divergen nuestras concepciones sobre los derechos. Luego, volvemos al problema inicial, a saber, que no se puede construir una filosofía liberal al margen de toda concepción de la buena vida.

El liberalismo de Mill tiene muchas ventajas, a la hora de resolver los conflictos entre libertades, sobre las filosofías basadas en los derechos. En Sobre la libertad su principio de libertad se basa en argumentos sobre los intereses humanos. Mill intentó formular un principio sobre la restricción de la libertad que pudiera ser aceptado por todas las personas, a saber: «la libertad puede restringirse sólo sin con ello se impide daño a otros». Sin embargo, el principio de Mill no da los resultados esperados, pues, personas con concepciones diferentes del bien pueden formular juicios diferentes sobre qué es lo que constituye un daño, luego, personas con diferentes concepciones del bien discreparán sobre cómo aplicar el principio.

Las filosofías liberales en las que la igualdad es el valor central no quedan menos tocadas, pues, valores diferentes apoyan igualdades rivales. Los ideales de igualdad difieren porque seleccionan diferentes intereses humanos como los más importantes: para algunos la justicia exige igualdad de recursos, para otros igual protección social, o igualdad en la satisfacción de las necesidades y otras teorías sostienen que la justicia exige una distribución igualitaria, no de bienes, sino oportunidades. Traigamos de nuevo a Rawls, pide Gray: la medida de desigualdad en la posesión de bienes primarios es justamente la que maximiza las posesiones de los más desfavorecidos. Sin embargo, y aún definiendo cuáles son esos bienes, como de hecho hace Rawls, si los bienes primarios entrar en conflicto y no hay una selección entre bienes primarios rivales que sea unívocamente razonable, entonces no puede aplicarse el principio rawlsiano. Estamos obligados a elegir qué bienes primarios son los que más necesitan los más desfavorecidos. Y, evidentemente, mejorar la situación de los más desfavorecidos no es un ideal unívoco, sino que exige elecciones y concepciones divergentes darán prioridad a diferentes igualdades.

John Gray pasa revista también a los intentos neohegelianos de solventar estos conflictos mediante concepciones locales de la justicia. Cita para ello a M. Walter, quien ha sostenido que en las diferentes esferas de la vida social se aplican diferentes interpretaciones de la igualdad. La igualdad no es lo mismo en la familia, en la escuela o en el mercado, pues, en diferentes contextos sociales se aplican diferentes principios de distribución. No obstante, piensa Gray, esta interpretación de la igualdad en términos de esferas de justicia local se derrumba ante el hecho de que no hay consenso sobre la amplitud y contenido de estas esferas. La familia es un buen ejemplo: los liberales, feministas y fundamentalistas religiosos la conciben de diferentes modos. En tales circunstancias los conflictos sobre la igualdad tampoco pueden solventarse acudiendo al consenso cultural, pues, cuando la sociedad alberga varios modos de vida, hay pocas posibilidades de alcanzar tal consenso.

Finalmente comenta Gray cómo Berlin y Raz han intentado basar los ideales liberales precisamente en los conflictos de valores. Berlin sostiene, como ya comentamos antes, que los bienes de la vida son irreductiblemente diversos, que a menudo no pueden combinarse y que cuando entran en conflicto no siempre hay una solución aceptable para todos. Para Berlin el valor de la libertad negativa radica en que permite a las personas hacer sus propias elecciones entre bienes en conflicto cuyo valor no puede compararse. Por su parte, Raz defiende la libertad de la autonomía personal, de ser el coautor de la propia vida. El valor de la autonomía consiste en que nos permite elegir entre valores allí donde la razón no puede servir de árbitro. Lo que hace valiosa la autonomía es que nos permite hacer elecciones propias entre opciones y vidas que son valiosas pero incompatibles. Sin embargo, si el pluralismo de valores es verdadero, como afirma Gray de hecho, entonces no se pueden considerar una prioridad sobre otros valores ni la libertad negativa de Berlin ni la autonomía personal de Raz. Existen autonomías y libertades negativas rivales y personas con diferentes concepciones del bien valorarán la autonomía de maneras diferentes. Es imposible evaluar la autonomía personal y la libertad negativa sin invocar una interpretación de la buena vida.

¿Y la solución?

El pluralismo de valores es contrario a las utopías ilustradas socialdemócrata, marxista y liberal. La creencia de que estamos destinados a vivir en una civilización universal es un resto del pasado ilustrado sin fundamento histórico, interpreta Gray. El pluralismo de valores nos conduce a rechazar las filosofías que aseguran una solución final a los conflictos morales. Por ello, el objetivo del modus vivendi ha de ser alcanzar un compromiso en torno a instituciones comunes, no en torno a valores únicos. La solución que ofrece esta suerte de relativismo político-moral del modus vivendi pasa por los derechos humanos. La filosofía del modus vivendi entenderá los derechos humanos como artículos de paz que permitan un espacio de convivencia a comunidades con valores e intereses en conflicto. Por otro lado, se compromete con la democracia, pero entendida ésta no como derecho de autodeterminación de los pueblos, sino como mecanismo político que permita que diferentes comunidades lleguen a decisiones comunes sin recurrir a la fuerza.

Existen además, afirma Gray, modelos mínimos de legitimidad política que deben aplicarse necesariamente. Todos los regímenes razonablemente legítimos, piensa, requieren del imperio de la ley, la capacidad de mantener la paz, unas instituciones representativas eficaces y un gobierno que los ciudadanos puedan cambiar sin recurrir a la violencia. Requieren además la capacidad de asegurar la satisfacción de las necesidades básicas para todos y proteger a las minorías de las desventajas. Esto lleva al liberal Gray a admitir que en algunos aspectos la Cuba socialista puede competir en legitimidad con los gringos, y que no basta la presencia de instituciones parlamentarias, elecciones y mercados libres para considerar legítimo a un régimen político.

Estos mínimos de decencia y legitimidad, afirma Gray, no suponen una aplicación universal de los valores e instituciones liberales. Si consideramos la historia contemporánea –dice–, encontramos que los regímenes que satisfacen estos criterios no son exclusivamente liberales. El Imperio Otomano –menudo ejemplo– tenía como principal institución el millets, comunidades religiosas reconocidas y protegidas por la ley que tenían jurisdicción sobre sus propios miembros. Permitía tal sistema que sus practicantes vivieran bajo la jurisdicción legal de su propia comunidad religiosa y dentro de un marco común. Luego, un régimen puede tener un alto grado de legitimidad pese a no ensalzar unos valores claramente liberales.

De los derechos protegidos por la Declaración, el de mayor peso es el que prohibe a los Estados aplicar políticas de genocidio y esclavitud racial, afirma Gray. Con ellos se protegen unos intereses que son genéricamente humanos y cuya vulneración impide desarrollar cualquier tipo de vida humana merecedora de vivirse. Ningún régimen en el que esos intereses sean sistemáticamente vulnerados puede reivindicar un carácter legítimo. Un derecho humano universal se justifica cuando hay un interés humano que podría ser universalmente protegido. Los derechos humanos universales se pueden respetar, empero, en distintos regímenes. A pesar de ser un régimen no-liberal, el Imperio Otomano cumplía uno de los principios determinantes de los derechos humanos universales mediante la defensa de la tolerancia religiosa.

Desde el punto de vista del legalismo ortodoxo liberal, los compromisos que se alcanzan mediante la negociación política carecen de la legitimidad basada en los principios. Los liberales clásicos, piensa Gray, parecen considerar a la política sólo como una segunda opción cuando los principios fallan. Contrariamente a los derechos universales, los pactos políticos son locales, variables y renegociables. Sin embargo, cuando las instituciones democráticas funcionan razonablemente bien, los pactos políticos que se alcanzan sobre cuestiones profundamente controvertidas se suelen percibir como más legítimos que los procedimientos legales que dan lugar a la promulgación de derechos incondicionales, afirma Gray. Un pacto político, al menos, puede llegar a un equilibrio entre intereses opuestos. Y en la vida real, esto es –piensa Gray– en la política, son preferibles siempre los compromisos a la coherencia, pues, al menos los compromisos incluyen un acomodo entre intereses opuestos.

Lo que las sociedades plurales actuales necesitan no es consenso sobre valores, imposible por otra parte, en opinión de Gray, sino instituciones políticas comunes en las que dirimir los conflictos de intereses y valores. Esta es la vía de investigación que ha de abrir el liberalismo. Si tener una vida común no significa participar en valores, entonces tampoco podemos esperar que esas instituciones comunes sean únicas, pues, las condiciones de coexistencia entre comunidades son demasiado variadas como para que un tipo de régimen sea el más deseable en toda situación. En cualquier futuro concebible en términos realistas, cree Gray, los Estados sólo serán legítimos si reflejan la pluralidad de identidades comunes.

Entre todas las instituciones, el Estado nacional soberano, afirma Gray, ha sido el supuesto de todo el pensamiento liberal. Los liberales clásicos usaron el Estado moderno para debilitar las lealtades locales y regionales. Con esta política se contribuyó a crear el individuo autónomo, el ciudadano. Los individuos autónomos son productos de las culturas nacionales creadas por los modernos Estados nacionales europeos. Las culturas nacionales se construyeron a partir de sus potestades impositivistas, educativas y militares. Sin embargo, a medida que las culturas nacionales homogéneas han empezado a disolverse, el modo de vida de los individuos autónomos está dejando de ser el predominante en las sociedades. A la pluralidad cultural que debilita el Estado nacional hay que añadir, según Gray, las transformaciones militares modernas. Desde el advenimiento de las armas nucleares, las guerras estatales del tipo Clausewitz han disminuido en número e importancia, y surgen ahora todo tipo de modalidades de guerra civil. Cuando la posibilidad de una guerra entre Estados ha disminuido, los Estados nacionales pierden su primacía como expresiones de identidad colectiva.

Sin embargo, sería exagerado sostener que los Estados nacionales están en trance inmediato de desaparición, pues, siguen siendo las únicas instituciones de participación democrática. Además, paralelamente al declive del Estado nacional, ha habido un impresionante aumento del mayor peligro para la coexistencia pacífica: nacionalismo étnico. Donde conviven mayorías y minorías étnicas, piensa Gray, es necesario interpretar la democracia, no como mecanismo de autodeterminación nacional (lo que condenaría a los grupos étnicos minoritarios), sino como medio por el cual comunidades distintas pueden llegar a decisiones comunes.

Es erróneo buscar un único sucesor al moderno Estado nacional. En algunas circunstancias, la delegación de competencias o el federalismo pueden ser útiles. En otros casos las diferencias culturales son tan grandes que la secesión puede ser la única solución. En Chipre y La India la partición es lo único que ha permitido una coexistencia hasta cierto punto pacífica. Otro mecanismo, para Gray, es el consociacionalismo. Un régimen consociacional es aquel en el que las comunidades son portadoras de derechos. Cada comunidad, como en el millets otomano, tiene instituciones propias en las que rigen sus propios valores y leyes, a la vez que comparten un marco común. Los regímenes consociacionales permiten la convivencia entre diferentes modos de vida sin relegar a la esfera privada sus valores distintivos.

El pensamiento liberal sigue dando por hecho la existencia del Estado moderno cuando en gran parte del mundo actual no hay nada que se le parezca. Algunos Estados siguen teniendo un gobierno fuerte, sobre todo en Occidente, pero no ocurre lo mismo en lugares como la extinta Unión Soviética (en paz descanse) o África, donde el Estado ha perdido el control de la violencia organizada. En los países donde el Estado se ha derrumbado, la principal amenaza para los derechos humanos es, más que la tiranía y el Estado, como antaño pensó el liberalismo clásico, la anarquía. Por todo ello afirma Gray que la fragilidad del Estado hace que nuestra época se parezca más a la era tardomedieval y tempranomoderna que a los últimos doscientos años.

Donde no hay Estado no hay derecho, y donde no hay derecho, afirma Gray como buen hobbesiano, no hay justicia. Si la peor amenaza actual contra la libertad no es el Estado, como pensaron los liberales, sino la anarquía, entonces, de quien tenemos que aprender no es de Rawls o de Hayek, sino de Hobbes. Hobbes creyó que sin un poder común, la vida entre los hombres era imposible. Sin embargo, se equivocaba, sostiene Gray: Cuando los Estados faltan no son los individuos aislados el peligro, sino las comunidades.

Según esta concepción neohobbesiana, los distintos regímenes políticos se juzgan en términos de su capacidad de alcanzar compromisos entre concepciones rivales del bien. El resultado del modus vivendi es una filosofía liberal en la que el bien tiene prioridad sobre los derechos, pero ninguna concepción del bien tiene prioridad sobre todas las demás, dice Gray. La defensa del modus vivendi no se basa en que sea un tipo de valor trascendente que todos los modos de vida están obligados a ensalzar, sino en que todos los modos de vida tienen intereses que hacen que valga la pena intentar llegar a una coexistencia pacífica. La filosofía del modus vivendi asume que las visiones rivales del bien y de los derechos son un rasgo universal e inextinguible de la vida política. Así pues, la misión del nuevo liberalismo ha de ser la de encontrar los mecanismos e instituciones necesarios para la gestión de los conflictos entre culturas que serán siempre distintas.

 

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