Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 7 • septiembre 2002 • página 3
El mal es múltiple, y múltiples son también sus orígenes,
así como las actitudes que cabe adoptar frente a él
Son muchas y muy complejas las cuestiones que suscita el problema del mal. Intentar abordarlas en unas pocas páginas resultaría vana pretensión e ignorante temeridad. Me conformaré, pues, en estas apresuradas notas, con apuntar algunas noticias y unas pocas sugerencias a propósito de dos de ellas: la naturaleza y el origen del mal; preguntas éstas que, de todos modos, por fuerza habrán de conducirnos a tocar, aunque no sea más que tangencialmente, otras cuestiones asociadas.
Advierto, por lo demás, que mi intención es moverme en un plano puramente objetivo. La consideración del mal como dolor o sufrimiento individual, como pérdida, incluso, del sentido de la vida, que afecta a un individuo particular, no tiene otro interés que el meramente psicológico. Si éste encuentra múltiples razones para sentirse desdichado, aquél las encuentra para ser dichoso; si a éste la vida le parece una náusea, a aquél le parece una delicia, y si éste no ve sentido a su vida, aquél lo halla en el juego del dominó o en la colección de sellos. En estos términos, toda posible controversia quedaría reducida al terreno psicológico-subjetivo y al ámbito de la simple opinión. Existen, ciertamente, motivos para ser feliz y también (muchos más) para no serlo, pero que alguien encuentre unos u otros, es algo que sólo a él interesa (a él y a quienes le aman), mas no al pensamiento mismo. El problema del mal, como cualquier objeto de pensamiento, ha de ser planteado en términos objetivos, porque el reino del pensamiento es la objetividad, no el gusto o la opinión.
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Comenzando por el problema de la naturaleza del mal, creo que no hay mayor inconveniente en partir de la distinción establecida por Leibniz entre mal metafísico, mal físico y mal moral, en la medida en que cubre, de forma bastante ajustada, lo que, tanto antes como después de Leibniz, se ha entendido habitualmente por «mal». El mal físico se refiere a la experiencia del dolor o el sufrimiento, que podría hallar justificación en la función que cumple (en unos casos conservar la vida del individuo; en otros ayudarle a mejorar desde el punto de vista moral), en tanto que el mal metafísico tendría que ver con la propia condición de la realidad misma y de los seres creados, que, en tanto que creados, serían imperfectos y, por ende, malos, comparados con la bondad y la perfección de su Creador; por último, el mal moral habría de ser identificado con la acción considerada malvada o perversa, con el pecado, consecuencia –según Leibniz– de la libertad humana. Ninguno de tales males, opina él, es querido por Dios, si bien los tolera por diversas razones, entre otras, porque contribuyen a la armonía del todo.
Partir de la clasificación leibniziana no nos obliga, desde luego, a comprometernos con ella: por ejemplo, es pura metafísica (y nunca mejor dicho) el llamado «mal metafísico», esto es, la afirmación de que el ente finito, por finito, es malo; y tampoco podemos admitir, desde premisas ateas, la identificación del mal moral con el pecado, entendido como separación de Dios y de la voluntad divina; por último, resulta igualmente metafísico ese peculiar optimismo que considera justificado (siempre) el mal físico por sus funciones o que sostiene que el mal, en conjunto, contribuye a la armonía y perfección del todo, que, en sí mismo considerado, es, sin duda, bueno. Lo que nos autoriza a colocarnos en las coordenadas del filósofo alemán, no es, pues, el acuerdo o desacuerdo que tengamos con ellas, sino el hecho (me parece que innegable) de que son básicamente las mismas que aquéllas en las que tradicionalmente (en Filosofía, en Teología) ha sido establecido y analizado el problema que nos ocupa.
Y aunque hablar de «optimismo» y «pesimismo» conlleva aparejados múltiples riesgos, principalmente el de la misma definición de tales conceptos, así como la distinción nítida entre ambos, podemos servirnos de ellos para clasificar las principales doctrinas que han sido defendidas a propósito de la naturaleza del mal, con lo que, después de todo, no hacemos más que ser fieles a la tradición doxográfica.
Serían optimistas todas aquellas posiciones que (como la del propio Leibniz) entienden el mal como mera apariencia o que lo equiparan al no-ser; también las que lo consideran elemento imprescindible para propiciar la armonía del Universo, que, visto en su conjunto, es bueno; bondad a la que contribuye el mal mismo, en tanto que de él se derivan siempre beneficios mayores. Y decía que a menudo no es fácil utilizar rótulos tales como «optimismo» o «pesimismo» porque lo que haya de ser considerado una cosa u otra depende, muchas veces, de la perspectiva que se adopte. Volviendo a Leibniz, prototipo de metafísica optimista donde las haya, no es difícil seguir su razonamiento: lo que es de hecho, esto es, lo que podría ser o no ser, y, siendo, ser de otro modo, ha de tener una razón suficiente para ser y para ser, precisamente, como es. Ese es el caso del Universo en su conjunto, y su razón suficiente no puede ser otra que la voluntad divina. Ahora bien, Dios no puede querer sino lo mejor. En consecuencia: «este es el mejor de los mundos posibles», y el mal habrá de ser entendido desde los tópicos optimistas señalados antes, que justifican o exculpan a Dios de la responsabilidad que cabría atribuirle por los males del mundo. ¿Optimismo? ¿Y qué sucede si cambiamos de perspectiva? El resultado podría ser éste: el mundo está plagado de maldad, desdicha e imperfección, pero ni siquiera Dios, en su infinita Bondad y Poder infinito, podría hacerlo mejor de lo que es. Lo que hay es lo mejor que puede haber: por la sencilla razón de que no puede mejorarlo ni Dios. Desde esta óptica interpretativa, Leibniz se nos habría trocado hermano gemelo de Schopenhauer. Como reza una de las múltiples formulaciones de la ley de Murphy: «Un optimista cree que vivimos en el mejor de los mundos. Un pesimista teme que eso sea verdad».
En cualquier caso, entre quienes han identificado el mal con el no-ser, es obligado recordar ahora a los estoicos (entre quienes hay que incluir a Espinosa: «por realidad o perfección entiendo lo mismo») y a Plotino: «En la cuestión de la necesidad del mal –escribe–, puede responderse también así. Puesto que el bien no existe solo, hay necesariamente en la serie de las cosas que salen de él, o si se quiere que descienden o se apartan de él, un término último después del cual ya no puede ser producido nada más. Este término es el mal. Hay necesariamente alguna cosa después del primero; por tanto hay un término último. Este término es la materia que ya no tiene ninguna parte de bien. Tal es la necesidad del mal». También San Agustín, con eco platónico, afirmará taxativamente que el mal no es una sustancia, nada real, en sentido positivo, sino mera apariencia, es decir, no-ser: «Pues, ¿qué otra cosa es el mal, sino la privación del bien? Del mismo modo que, en los cuerpos de los animales, el estar enfermos o heridos no es otra cosa que estar privados de la salud (...) así también todos los defectos de las almas son privaciones de bienes naturales». Santo Tomás, por su parte, entiende el Mal como uno de los aspectos esenciales de lo negativo (junto con la Fealdad y la Falsedad), la suma, podría decirse, de todos los valores que puede tomar lo negativo. Mal, Fealdad y Falsedad se opondrían, así, a los trascendentales: Bueno, Bello y Verdadero. Ahora bien, Dios (por definición) ha tenido que crear el mundo perfecto, por tanto, el mal no puede ser obra suya. Mas dado que su Creación es una creación ex nihilo, todo lo que es proviene de Él, y eso obliga a concluir que el mal no es, que no tiene (no puede tener) existencia. Se trata, según Santo Tomás, de una privatio, de la privación de un bien determinado, y, por ello, de una privación determinada: «así como entendemos por bien la perfección del ser –leemos en el capítulo CXIV del Compendium–, por mal se entiende la privación de esta perfección. Pero como la privación propiamente dicha es la privación de un bien destinado a ser poseído en tiempo y lugar, es evidente que una cosa es llamada mala porque carece de una perfección que debe tener». De ahí deduce Santo Tomás que nada puede ser esencialmente malo y que el mal mismo no puede ser deseado, porque siendo el mal privación de un bien, el sujeto de tal privación es un ser, que, por ser, es bueno, ya que «todo ser en cuanto ser, es bueno».
Y si ahora se deseará buscar ejemplos de quienes han defendido la idea de que el mal contribuye a la armonía del Universo y que éste, en conjunto, es bueno, o lo que es lo mismo, que el mal es superado ampliamente por el bien, podría recurrirse a los mismo autores señalados: los estoicos y Plotino, Leibniz y el cristianismo, en general, son de tal opinión. Expresiones tales como «Dios escribe recto en renglones torcidos» o aquello de que «los caminos del Señor son inescrutables» cobran pleno sentido en este contexto. Escuchemos, una vez más, al obispo de Hipona: «Aun lo que llamamos mal en el mundo, bien ordenado y colocado en su lugar, hace resaltar más eminentemente el bien, de tal modo que agrada más y es más digno de alabanza si lo comparamos con las cosas malas. Pues Dios omnipotente, como confiesan los mismos infieles, 'universal Señor de todas las cosas', siendo sumamente bueno, no permitiría en modo alguno que existiese algún mal en sus criaturas si no fuera de tal modo bueno y poderoso que pudiese sacar bien del mismo mal». A su vez, Tomás de Aquino da tres razones por las cuales ha de existir el mal, sin menoscabo de la bondad divina y de la bondad del Universo en su conjunto: la primera es, precisamente, que la perfección del todo exige que haya cosas que padezcan esa privación de bien, constitutiva del mal; la segunda es que, frecuentemente, el bien de algo no puede llegar a término sin el mal de otra cosa; y la tercera, que el mal hace resplandecer al bien, que será más recomendable y deseado en virtud, precisamente, del mal (como a veces se ha dicho: no hay nadie tan incompetente que no sirva, al menos, para dar mal ejemplo).
La postura de Hegel podría, asimismo, ser incluida entre las doctrinas optimistas, pues el considerar el mal como algo necesario para el desenvolvimiento de lo real; el entenderlo como «negatividad positiva», permite suscribir sin especial dificultad todos los tópicos optimistas, incluido aquél que afirma que, en último término, el mal no existe. En las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal (tan próximas, en muchos aspectos, al providencialismo agustiniano), Hegel considera el mal como la categoría de lo negativo, pero que desaparece en lo afirmativo como algo subordinado y superado. No se trata de negar el mal en aspectos concretos, en los fenómenos, y, ciertamente, es razonable la crítica de tales aspectos. Ahora bien, dice Hegel: «Los hombres creen con frecuencia que ya lo han hecho todo, cuando han descubierto lo con razón censurable. Tienen, sin duda, razón en censurarlo; pero, por otra parte, no tienen razón en desconocer el aspecto afirmativo de las cosas. Es señal de máxima superficialidad el hallar por doquiera lo malo, sin ver nada de lo afirmativo y auténtico». Y es que, en conjunto, «el mundo real es tal como debe ser».
El pesimismo, por su parte, se encuentra indefectiblemente asociado al nombre de Schopenhauer. Podría recordarse también a Eduard von Hartmann o a algún existencialista, como Sartre («el hombre es una pasión inútil», «el infierno es el otro»), y, por supuesto, a algunos destacados discípulos de Schopenhauer, como Bahnsen o Mainländer, pero lo cierto es que el pesimismo ha gozado de menos predicamento que la posición contraria; de menos predicamento por lo menos entre los filósofos, en los que parece darse una vena optimista que corre, casi sin interrupción, desde Platón hasta el siglo XIX, momento en el que el pesimismo cristaliza como tal doctrina filosófica (de hecho, el término mismo «pesimismo» fue acuñado en fecha tan tardía como 1794, por Coleridge). Y a mí particularmente, ese optimismo predominante en la tradición filosófica, lo mire por donde lo mire, no deja de sorprenderme: a poco que uno observe a su alrededor, existen, en efecto, pocas razones (que no sean puramente metafísicas) para ser optimista. Los poetas, en cambio, son más dados al pesimismo. Hecho éste al que tampoco conviene dar mayor trascendencia: el dolor resulta, ciertamente, más poético que la felicidad; así que, a fin de cuentas, tampoco hay porque suponer que detrás de cada poeta pesimista se encuentra un hombre pesimista (y menos con un doctrinario pesimista sólidamente establecido). Mostrarse pesimista es, las más de las veces, un mero recurso poético, casi un género literario con entidad propia; y en tanto que recurso poético, tiene mucho de artificio y fingimiento. No olvidemos que uno de los grandes poetas portugueses del siglo XX, Fernando Pessoa, dejo escrito que: «El poeta es un fingidor. / Finge tan completamente / que hasta finge que es dolor / el dolor que en verdad siente.» En cualquier caso, lo cierto es que por cada poeta optimista que encontramos (como es el caso de nuestro Jorge Guillén), damos con cien pesimistas (al modo de lord Byron o Leopardi); y lo cierto es también que una historia del pesimismo, hasta el siglo XIX al menos, incluiría entre sus páginas más nombres provenientes del campo de la poesía que del de la filosofía (que, por cierto, no son, diga lo que diga Unamuno, hermanas gemelas, sino primas muy lejanas).
El pesimismo (filosófico, no poético), sostiene, frente al optimismo, que el mal existe en el mundo con entidad propia y sustancial, incluso que el Universo es primaria y predominantemente malo, hasta tal extremo que pensar erradicar el mal es pretensión vana y estéril: el mal sólo puede ser eliminado con la eliminación del propio mundo y la existencia misma. Y sin que tengamos por qué comprometernos (al menos en principio) con esta formulación radical del ideario pesimista, sí es preciso observar que este reconocimiento de la existencia real, positiva, del mal, hace del pesimismo doctrina menos metafísica que el optimismo, porque cuando hablamos del mal, como ha dicho Gustavo Bueno: «En el terreno conceptual objetivo (no ya psicológico subjetivo del sufrimiento, por ejemplo) puede afirmarse que el mal existe, que no es una ilusión; o, si se prefiere, que el mal, como concepto, nos remite ante todo a hechos, y no a teorías».
Schopenhauer ha sido (si exceptuamos, tal vez, a Voltaire) el crítico más duro que le ha salido al optimismo leibniziano: «Si el hombre supiese lo que tiene que sufrir él o lo que han de sufrir muchos de sus semejantes –escribe–, quedaría mudo de espanto. Si se condujese al optimismo más entusiasta a través de los hospitales, leproserías, cámaras de tormento quirúrgico, prisiones y lugares de suplicio, campos de concentración o campos de batalla; si se le abriesen todas las oscuras guaridas donde se oculta la miseria, huyendo de las miradas de una curiosidad fría, o en fin, si se le dejase ver el hambre y la miseria toda, acabaría por rechazar la tesis de que este mundo es el mejor de los posibles». En general, Schopenhauer considera que toda vida es sufrimiento («La historia de una vida es siempre la historia de un sufrimiento») y a medida que nos hacemos más conscientes, con mayor nitidez reparamos en ello. Nada tiene sentido, toda felicidad y satisfacción son simplemente efímeras y pasajeras: un mero paréntesis entre dos dolores. Trabajo, tormento, pena y miseria son los términos que mejor definen la vida humana. La razón de ello se encuentra, tal vez, en estas palabras: «Querer es esencialmente sufrir; y como vivir es querer, toda vida es por esencia dolor. Cuanto más se vive, más se sufre. La vida no es más que una lucha por la existencia. El dolor la acompañará siempre, hasta la consumación de los siglos». Lo único que nos queda es el ejercicio de la compasión (para con los demás y para con nosotros mismos), verdadero fundamento de toda moral, según Schopenhauer, el alivio momentáneo que hallamos en el arte y la lucidez de saber que no hemos venido al mundo para ser felices; de saber que no hay otro destino en la vida que el dolor y, en suma, que: «El único fin que podemos señalar a la existencia es el de convencernos de que valdría más no haber nacido».
Decía antes que el crítico más severo del optimismo de Leibniz es seguramente Voltaire; pero probablemente nos engañaríamos si, por eso mismo, incluyésemos sin más a Voltaire en la nómina de los pesimistas. Es cierto que la durísima caricatura que hace de Leibniz, personificado en el doctor Pangloss del Cándido, la establece, entre otras cosas, mediante la enumeración de las desdichas sin cuento que acechan a toda vida humana, y es cierto, asimismo, que la visión que tiene de la historia no podría ser considerada precisamente como optimista; pero también es verdad que las atrocidades registradas en los anales de la historia son atribuidas por él antes a la imbecilidad humana que a cualquier otro agente externo, tal como un aciago y crudo destino, y eso hace que, lejos de considerar el mal como algo inevitable, se pueda mantener viva la esperanza de que las cosas pueden mejorarse eliminando la estupidez y aumentando la racionalidad, o lo que es lo mismo, que se puede tener fe en la posibilidad del progreso humano. Esto hace que Voltaire haya sido considerado, no pocas veces, genuino representante del meliorismo, postura que vendría a decir que, si bien desgracias como el terremoto de Lisboa prueban que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, el progreso moral, científico y tecnológico puede mejorar sensiblemente este mundo, que es el único que nos ha sido dado. En todo caso, Voltaire se muestra profundamente descreído ante la idea de un mal o un bien absolutos: «Para cada mortal –escribe– el supremo bien consiste en lo que le deleita tan imperiosamente que le hace ser impotente para tomar con calor todo lo demás de la vida. Como el supremo mal es el que consigue privarnos de todos los demás sentimientos. Estos son los dos extremos de la naturaleza humana, que duran cortos momentos, porque no hay delicias extremas, ni tormentos extremos que puedan durar toda la vida. El soberano bien y el soberano mal son, pues, dos quimeras».
El siglo XX ha contado con la presencia de quien algunos han visto como el pensador pesimista por excelencia, me refiero al filósofo rumano-francés E.M. Cioran. Tal pesimismo podría quedar perfectamente glosado con la sola mención del título de algunos de sus libros: En las cimas de la desesperación, Breviario de podredumbre, El aciago demiurgo, La tentación de existir, Del inconveniente de haber nacido... El pensamiento de Cioran diríase, ciertamente, nacido de la vivencia del vacío y de la desesperación. Muy tempranamente parece haberse visto seducido por la idea del suicidio. Sabemos por él mismo que a comienzos de 1958, con 47 años (había nacido en 1911), tal idea le era compañía conocida y habitual, de la que lograba librarse escribiendo: según decía, tomaba la pluma cuando le entraban ganas de pegarse un tiro. Y aunque no se entiende muy bien el por qué resistirse a la tentación, si el darse muerte es la única aptitud lúcida y coherente que le es dada a un ser humano, lo cierto es que él fue venciendo tan acuciante llamada a la autoaniquilación, e incluso acabó por comprender que: «con la edad lo que más se teme es que nuestros amigos nos sobrevivan». Y así, cada vez que sentía ganas de matarse, en lugar de pegarse un tiro, escribía un libro, hasta acabar por encontrar el sentido de la vida en su falta de sentido: «El hecho de que la vida no tenga ningún sentido es una razón para vivir, la única en realidad». Sin duda, fue ésa la razón que le ayudó a vivir, desde aquel aciago día de principios de 1958, 37 años más, hasta que en 1995 se murió como todo el mundo. Tenía 84 años. Muchos optimistas no duraron tanto.
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Si se conviene en otorgar al mal alguna entidad, en lugar de considerarlo, meramente, como no-ser, la pregunta que surge de inmediato es la pregunta por su origen: de dónde proviene el mal y quién o qué es responsable del mismo. Las respuestas no son muchas: a decir verdad, se reducen a tres, y se ajustan, sin hacerles la menor violencia, a los tres ejes del espacio antropológico, tal como ha sido establecido por Gustavo Bueno. Se puede pensar que la causa del mal es la divinidad (Dios o los dioses), el hombre o la naturaleza. Hablaríamos así de teorías angulares, teorías circulares y teorías radiales sobre el origen del mal.
Las teorías angulares, que harían depender el mal de la divinidad, son frecuentes en la mayor parte de las mitologías primitivas, en las que el bien y el mal se atribuyen, respectivamente, a una divinidad buena y otra mala. Esa misma concepción puede encontrarse también en las religiones primarias y secundarias (vale decir, en las religiones primitivas y en las religiones politeístas). Pero lo cierto es que a ninguna de las dos les resulta absolutamente imprescindible establecer un dios bondadoso y otro malvado, porque los dioses mismos pueden ser las dos cosas a un tiempo, comportándose (en función del propio comportamiento humano) ora como padres amorosos, ora como seres perversos y vengativos: la vaca Hathor, por poner un simple ejemplo, puede ser tanto una madre dulce y afectiva como una deidad furibunda. Con todo, no es infrecuente en estas religiones, pese a esa suerte de esquizofrenia teológica que las caracteriza, encontrar alguna divinidad más específicamente asociada al mal, como sucede, por seguir con la religión egipcia, con el dios Set. En cambio, en las religiones terciarias (monoteístas) la tensión entre la afirmación de la existencia de un solo Dios bueno y la presencia del mal en el mundo se hace insoportable, y se hace obligado señalar un agente responsable del mismo. Es lo que sucede en el cristianismo, pero también, antes, en el mazdeísmo, antigua religión persa, que es, sin duda alguna, uno de los principales eslabones entres las religiones secundarias y las terciarias: Ahura Mazda, en tanto que Sabio Señor y personificación del bien, no puede, obviamente, tener parte en el mal que asola el mundo, y por eso, a su lado encontramos la figura de Ahriman, espíritu destructivo, que introduce el mal y la muerte en el Universo. Se trata de una concepción religiosa a caballo entre el politeísmo y el monoteísmo, ya que, pese a la fuerte tendencia monoteísta que es fácil percibir en el mazdeísmo, lo cierto es que ambas divinidades son concebidas como casi iguales en poder. Sólo casi, naturalmente, porque, tras enconada lucha, finalmente se producirá la victoria de Aura Mazda en el Cosmos. Ahriman es, sin discusión, uno de los precedentes más rotundos del Diablo cristiano. Pero el problema es que el cristianismo es monoteísta sin paliativos: no hay más que un único Dios, creador de cuanto hay; en consecuencia, ni se puede admitir la existencia de otro ser eterno ni tampoco similar a Dios en poder (si es que Dios ha de ser todopoderoso). El resultado es que Lucifer ha tenido que haber sido creado por Dios. Que a continuación se le quiera cargar con la responsabilidad del mal, plantea, dentro del cristianismo, problemas insolubles, de los que el ateísmo de todos los tiempos ha sabido sacar buen partido.
Lo que el ateísmo tiene que decir a este respecto, ha sido perfectamente resumido por Epicuro, si damos por buena la atribución que Lactancio le hace, en De la cólera de Dios, del siguiente argumento: O Dios quiso eliminar el mal del mundo y no puedo; o pudo y no quiso; o ni quiso ni pudo; o quiso y pudo. Si quiso y no pudo, es impotente, y eso es contrario a su naturaleza; si pudo y no quiso, es perverso, lo que también es contrario a su naturaleza; si ni quiso ni pudo, entonces es, a un tiempo, perverso e impotente; si quiso y pudo (y eso es lo único compatible con la naturaleza de Dios), entonces, ¿por qué existe el mal en el mundo? La objeción, con múltiples variantes, ha sido repetida hasta la saciedad. En el siglo XVII, por ejemplo, Pierre Bayle hará del problema del mal el caballo de batalla esencial de su crítica al cristianismo; lo que obligará, finalmente, a Leibniz a ensayar una Teodicea, esto es, una justificación de Dios. Las líneas fundamentales de esa teodicea (de Leibniz y antes de él) ya las hemos señalado: el mal es no-ser, es apariencia, produce beneficios mayores... o tiene su origen en el pecado del ser humano. Este último sería ya un argumento de carácter circular, pero antes de recurrir a él, los cristianos han barajado también otros dos argumentos plenamente angulares, en los cuales, aunque en último término el mal provenga de Dios, queda, sin embargo, plenamente justificado. El primero vendría a decir que el mal procede de Dios, pero sólo en la medida en que creó un mundo, distinto a El y, por lo mismo, malo en algún sentido (argumento muy similar al que interpreta el mal como privación). El segundo, por su parte, admite que el mal tiene su origen en Dios, pero en tanto que es una prueba a la que somete al hombre. Ninguno de ellos escapa de la red tendida por Epicuro: en este segundo caso, la crueldad que es preciso atribuir a Dios atenta, asimismo, contra su perfección. Y si Dios no es perfecto (ni omnipotente), no es Dios, ergo no existe Dios.
El dualismo propio de algunas religiones, mediante el que explicar el origen del mal, ha sido frecuente, asimismo, en el ámbito de la filosofía: ése puede ser el caso de los pitagóricos, y quién sabe si también el del mismo Platón, quien, al menos en Leyes, afirma la existencia de dos almas del mundo, responsable una del bien, y la otra del mal. Pero, sin duda, el dualismo del que hablamos se halla principalmente asociado al gnosticismo y a los maniqueos.
El maniqueísmo, fundado por Manes, en el siglo III, sostiene que en el Universo actúan dos principios distintos y enfrentados: Bien y Mal, Luz y Tinieblas. Separados en el inicio, el mal comenzó paulatinamente a dominar al bien, pero finalmente éste triunfará de un modo definitivo. A ese triunfo ha de contribuir el ser humano, quien debe empezar por escindir dentro de sí su yo luminoso (divino) del oscuro (demoníaco). Hacerlo no es tarea fácil, y sólo se encuentra al alcance de unos pocos, que comienzan por una plena renuncia al sexo, un ayuno frecuente y un riguroso vegetarianismo.
En cuanto a los gnósticos (especialmente los del siglo II: Basílides, Valentín y Marción), al margen de su exaltación del conocimiento, en detrimento de las obras y la fe, defienden un férreo dualismo espíritu / materia, alma / cuerpo, que se decanta, a veces, por el ascetismo y otras por el desenfreno, sin excluir el sexual, preferentemente contra natura, dado que también rechazan la procreación, además de detestar el matrimonio. Según el gnosticismo, la creación es esencialmente perversa, y ello es debido a que el Dios creador es un ser demoníaco, distinto del Dios perfecto, habitante del cielo supremo, del que estamos separados por una infinita distancia en la que reside la jerarquía celeste de los eones. Tal doctrina se halla perfectamente formulada por Marción, quien tuvo el dudoso privilegio de ser excomulgado por su padre, obispo de Sínope. La idea de Marción es que, además del Dios bueno, existe otro Dios creador del mundo y, por ende, responsable del mal, a cuyo gobierno sobre lo creado vino a poner fin Jesucristo.
Mucho más tarde, algunos místicos cristianos, como Böhme (aunque Schelling no parece haber sido del todo ajeno a estas ideas), defienden la idea de que Dios se expresa mediante cualidades opuestas, entre ellas el bien y el mal, el amor y el odio, la luz y la oscuridad, en una especie de contraposición dialéctica que se resolverá al final de los tiempos, con el triunfo de Cristo sobre Satán.
Teorías circulares sobre el origen del mal serían aquéllas que consideran que éste procede del hombre. En los filósofos cristianos, esta generación del mal por parte del hombre es debida a su alejamiento de Dios, e incluso a su rebelión contra Él. Bástenos recordar aquí a San Buenaventura, para quien el mal es, ante todo, un alejamiento de Dios, que se produce en el mismo momento en que el hombre se propone actuar causa sui y no causa dei; y a San Agustín, una de cuyas respuestas al problema que tratamos es que, en efecto, el mal tiene su origen en la libertad humana, cuando ésta decide apartarse de Dios y regirse por el amor sui, en lugar de por el amor dei. Pese a todo, los problemas que surgen de inmediato son enormes (no sólo en San Agustín, sino también en el cristianismo): ¿cómo conciliar la existencia del mal con el providencialismo agustiniano?, si la providencia de Dios gobierna el mundo, ¿por qué el mal? ¿Qué se debe a la libertad humana? Pero, ¿acaso la misma providencia y omnisciencia divinas no implican, no ya la negación de esa misma libertad, sino, además, la conclusión de que nos hallamos predestinados? Los protestantes, siglos más tarde, responderán que sí, San Agustín sostendrá que de ahí no se deduce que no seamos libres, porque ser libres significa que «somos libres, pero libres de hacer libremente lo que Dios sabe que haremos libremente». Y podemos apartarnos de la voluntad de Dios y, en consecuencia, pecar e introducir el mal en el mundo.
Otras teorías circulares podrían las de aquéllos, Hutchenson y Butler, por ejemplo, pero acaso también Maquiavelo o Hobbes, que consideran que los hombres actúan persiguiendo sus propios intereses, a expensas incluso de los demás, siendo el mal el resultado de ese proceso.
En cualquier caso, bajo una u otra formulación, las explicaciones circulares han sido probablemente las más frecuentes.
En cuanto a las teorías radiales, entenderíamos por tales aquéllas que colocan el origen del mal en el azar, en la propia naturaleza, &c. Como ejemplo de las mismas podrían ser propuestos los estoicos (al menos, los representantes del primer estoicismo: Zenón, Cleantes o Crisipo), siempre que interpretemos su determinismo como un determinismo cosmológico y no teológico, es decir, siempre que pudiera defenderse la idea de que no entienden el Logos como una entidad personal o divina (en cuyo caso habría que colocarlos en las posiciones angulares), sino como una ley natural (cósmica, si se quiere), que liga todas las cosas entre sí y las determina, es decir, como el Destino o la Fatalidad, ante lo que no cabe más que la resignación y la apatheia, dado que la rebelión es absurda y dado, además, que tal determinación lo es siempre para bien, siendo el mal pura apariencia y algo que contribuye a la armonía del todo, en el cual el mal mismo acaba por diluirse y desaparecer como cosa menor.
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¿Se puede añadir algo todavía a este complejo y vasto panorama que acabamos de divisar? Pues seguramente sí. Ante todo esto: que la consideración de mal como entidad única y unívoca, total, absoluta y abstracta, ante la que sólo cabe la aceptación, alegre o resignada, la desesperación o la huida, es simplemente metafísica. Ni siquiera la clasificación de Leibniz (clasificación que, en cualquier caso, se venía ejerciendo mucho antes de él) se sitúa al margen de esta objeción: en ella el mal continúa siendo visto como un ente absoluto, aunque se despliegue según tres modalidades. Lo cierto, por el contrario, es que el mal presenta muchos modos y formas, algunas de ellas cotidianas y de «andar por casa», si se me permite decirlo así. Ante unas cortinas mal colocadas es ridículo ser pesimista u optimista, reaccionar con desesperación o resignarse: basta con colocarlas bien. No bromeo. Lo que quiero decir es que el mal, como el bien, se dice de muchas maneras: hay muchas formas de mal y muchas formas de hablar del mal y de utilizar el término «mal». Aristóteles nos enseño que «bien» es un término análogo: «mal» no lo es menos. Hay una analogía del bien, pero también hay una analogía del mal. Hablamos, en efecto, de un mal coche, de un problema mal resuelto o mal planteado, de un tumor maligno (malo, por tanto), de una catástrofe (mala, en consecuencia) de carácter natural (un terremoto) u accidental (un choque aéreo), de un mal sastre, y hablamos, por supuesto, de un hombre malo o malvado. En cada caso, no sólo es distinto el origen de cada uno de esos males, sino que son distintas también las actitudes que cabe adoptar ante ellos. Proclamarse optimista o pesimista, resignado o desesperado ante el problema del mal, culpar del mismo a Dios, al hombre o al mundo, son declaraciones puramente vacías, a menos que se especifiquen los parámetros de mal desde los que hablamos, porque el mal, sin más, es un concepto puramente indefinido y vacío.
Ahora bien, es obvio que las múltiples formas del mal han de tener algo en común; algo que hace, justamente, que todas ellas sean calificadas de «malas». ¿Y qué puede ser eso común? Pues tal vez lo siguiente: decimos de algo que es «malo» cuando no se ajusta a lo que se supone que debería ser. El mal se definiría, así, en relación con el deber-ser: algo es malo cuando no es como debería ser o como se consideraría deseable que fuese. Si el bien, como dice Aristóteles, es el fin de toda operación y actividad, aquello en virtud de lo cual se hace todo lo demás, siendo bueno, precisamente, aquello que alcanza o se acerca a dicho fin, que se ajusta a él, podríamos definir al mal como la separación de ese fin, el des-ajuste del mismo (lo que implica siempre, como con todo acierto ha señalado Bueno, un proceso causal).
Como es lógico, los criterios de ajuste serán distintos en cada caso. Y esto significa que nada puede ser considerado «malo» en sí mismo, esto es, en términos absolutos o abstractos, sino sólo en relación con un determinado contexto de referencia, que ha sido definido, previamente, como «bueno».
Esto mismo (me parece) es aplicable al ser humano. No cabe considerar malo a alguien ni definir como mala una determinada acción particular, más que a partir de un contexto de referencia tomado como bueno. Ese contexto, según los casos, será unas veces moral, o político, o social o religioso, &c. Incluso hay que advertir que lo que en un contexto puede ser considerado malo, tal vez en otro sea visto como bueno: no sólo indiferente o permitido, sino bueno, obligado incluso; puede, en suma, constituir un deber. En este orden de cosas, la única posibilidad de escapar tanto del relativismo como del positivismo moral es mediante la apelación a principios éticos de carácter absoluto. Creo que el propuesto por Gustavo Bueno es suficiente: tal principio tendría que ver con el cuerpo (con el del otro y con el mío propio), con el cuidado del cuerpo, con el contribuir a preservar en la existencia a los seres humanos (yo entre ellos) en tanto que sujetos dotados de cuerpo, esto es, en tanto que sujetos corpóreos. Pero un principio tal no se reduce al respeto estrictamente físico al cuerpo del otro (no torturarle, no matarle, &c.); el cuidado del cuerpo pasa también por tener una vivienda, un trabajo, el recibir una educación, el poder profesar una determinada creencia religiosa o política, manifestar opiniones, &c., es decir, el cuidado del cuerpo forzosamente ha de incluir todas aquellas necesidades cuya satisfacción es necesaria para que tal cuerpo alcance un estado óptimo, y eso incluye no sólo los Derechos del hombre, sino también los Derechos del ciudadano, o lo que es lo mismo, traspasa la esfera ética para insertarse de lleno en la moral. Se me ocurre que acaso esas implicaciones del principio ético por excelencia que se implantan en el ámbito de la moral podrían servir para juzgar y establecer la superioridad de una moral sobre otra, sin tener que esperar al juicio de la historia o al juicio de Dios.
Pero volviendo al mal, hay que señalar que de lo dicho (a saber: que algo sólo puede ser considerado malo en función de un contexto de referencia) parece deducirse otra importante cuestión, y es ésta: que si ello es así, sólo conoce (o cree conocer) el mal quien conoce (o cree conocer) el bien. Al mismo tiempo, sólo quien conoce el bien podría, en sentido estricto, hacer el mal, cuando, siendo consciente de las consecuencias de su acción, se apartase voluntariamente de aquello que reconoce como bueno (precisamente las dos condiciones que exigía Aristóteles para considerar a alguien responsable de sus actos: que su conducta sea consciente y que sea voluntaria, esto es, que la causa de la misma sea interna, no externa). Y sólo él podría, también en sentido estricto, hacer el bien y ser, por ello, propiamente bueno. Quien hace el bien sin conocerlo, no puede ser considerado bueno, aunque sea buena su acción, que nacería antes de una disposición natural o de una simple casualidad que de la voluntad expresa de actuar bien; y paralelamente, quien hace el mal sin conocimiento del bien, no es malo, aunque sea mala su acción. Únicamente, pues, aquél que conoce el bien podría, con toda propiedad, ser llamado «bueno» o «malo». En cambio, que quien conozca el bien necesariamente lo hará y que quien hace el mal actúa por ignorancia –tal como quiere el intelectualismo socrático– no es algo que parezca deducirse de nuestras premisas.
4
¿Y cuál es el origen del mal? Pues, depende, naturalmente, del mal por el que estemos preguntando: a una pluralidad de males corresponde, ciertamente, una pluralidad de orígenes. Me parece, sin embargo, que los ejes del espacio antropológico mediante los que clasificábamos las principales teorías al respecto pueden servirnos también ahora. Hablaríamos, así, de un origen angular, radial y circular.
Al final del libro VIII de la Odisea podemos leer que los dioses tejen múltiples desdichas y sufrimientos para dar que cantar a las generaciones futuras. Encontramos ahí reunidas una explicación angular del mal y una justificación estética del mismo (recuérdese aquello que decíamos acerca de que la desdicha resulta más poética que la felicidad). Quienes nos movemos en posiciones decididamente ateas, podremos, acaso, y ocasionalmente, hallar una cierta fruición estética en el dolor, pero no podemos, sin embargo, admitir un origen angular del mal: sencillamente porque negamos que haya dioses o Dios. Es más: que el mal no pueda tener su origen en Dios, es una prueba de que Dios no existe. Únicamente desde una perspectiva emic podríamos hablar de un origen angular del mal, pero en términos absolutamente objetivos, debemos considerar vacío este eje. Otra cosa es que el hombre haga el mal por motivos angulares (religiosos), pero es claro que, en ese caso, el origen del mal es el hombre mismo: él, y no Dios, es quien empuña el cuchillo o dispara el fusil.
De origen radial serían todos aquellos males que tienen su origen en el mundo natural: catástrofes («naturales», como precisamente se las denomina), enfermedades y accidentes de todo tipo, siempre que sean debidos al azar o a la casualidad (a la «mala suerte»), es decir, que no sean producto de error o intencionalidad del ser humano.
Por último, tendrían un origen circular todas aquellos males que tienen como agente al hombre mismo. Resulta tentador ajustar la trilogía clásica de males, metafísico, físico y moral, haciéndola corresponder a nuestra clasificación sobre el origen angular, radial y circular del mal. En cualquier caso, es claro que el mal moral tiene un origen exclusivamente circular: un terremoto que arruina una ciudad no actúa inmoralmente: actúa como un terremoto; y un oso que te despedazaría si te introdujeras en su jaula, no es un oso malo: es un oso (si de ambos percances decimos que son un mal, no es debido a que cualquiera de los dos agentes no es como debe ser, sino al hecho de que no consideramos deseable que lo sucedido haya sucedido). Ahora bien, que el mal moral sea exclusivamente causado por el ser humano, no significa, al mismo tiempo, que el hombre, en tanto que agente, sólo lo sea de males morales: el problema mal resuelto, el traje mal hecho o el mal argumento, no guardan relación con el mal moral, sino con el mal en tanto que defecto o error. Mal moral (es absurdo aportar ejemplos) y mal como producto del error, serían, pues aquéllos a los que señalaríamos un origen circular: Dios no podría equivocarse, y la naturaleza no lo hace nunca, porque un ser impersonal no puede equivocarse: es siempre como debe ser; aunque acaso podría pensarse que la naturaleza, después de todo, también comete errores: por ejemplo, cuando se generan seres monstruosos; pero es innegable que, en todo caso, se trataría de un error no culpable. Por decirlo con Tomás de Aquino, la naturaleza habría incurrido en pecado (que se da cuando surge un defecto de una acción involuntaria), pero no en culpa (de la que se hacen acreedoras las acciones voluntarias que generan defecto). Pero sí se equivocan los animales. El error no es patrimonio exclusivo del ser humano: hay también un error etológico, y ésa es, casi con toda seguridad, la única posibilidad que tiene un animal de ser malo.
A su vez, los males circulares en su origen, es decir, aquellos cuyo agente es el hombre, pueden clasificarse también, conforme a los mismos ejes del espacio antropológico en males angulares: crueldad con animales; males radiales: contaminación de mares o ríos, incendios provocados intencional o casualmente. En el primer caso, se trataría, sin duda, de un mal moral; en el segundo, podría entenderse debido a defecto o error, aunque culpable siempre. Obsérvese, en todo caso, que lo que llamamos mal radial no lo es, primordialmente, por el sufrimiento que provoquemos al mundo natural, o por los supuestos derechos que éste, en sí mismo, pudiera tener: lo primero es sencillamente ridículo, y lo segundo más que discutible. El mal radial es mal, ante todo, por las repercusiones que tiene en los propios hombres (mal circular) o en los animales (mal angular); y por último males circulares: aquéllos (sobran los ejemplos) que se ejercen sobre el hombre mismo.
5
¿Qué decir, finalmente, de la actitud a adoptar frente al mal? Una vez más, que depende del mal al que nos estemos refiriendo. En cualquier caso (como ya he dicho), considero completamente gratuito y metafísico plantearnos el problema como una opción entre el optimismo y el pesimismo, entre la resignación (que en algunos parece llegar hasta la algofilia) y la desesperación. Tan metafísico resulta decir que el mal no existe, como decir que todo es malo (aunque lo primero lo es más que lo segundo, desde luego). Ante un problema mal resuelto no es preciso resignarse ni pegarse un tiro, sino aprender matemáticas.
Ante muchos de los males que llamamos radiales, la actitud que procede es la de fomentar el desarrollo científico y tecnológico, confiando que éste sea capaz, sino de eliminarlos del todo, al menos sí de preverlos, aminorarlos y atenuarlos, en la medida de lo posible; y cuando ello no sea así, no queda, ciertamente, otra postura que la serena resignación (entre otras cosas, porque si no nos resignamos, da igual), intentando llevar a término la tercera de aquellas reglas en las que Descartes fundamentaba su moral provisional (regla, por lo demás, de marcado carácter estoico), a saber: «tratar de vencerme siempre a mí mismo antes que a la fortuna, y procurar cambiar mis deseos antes que el orden del mundo, y, en general, acostumbrarme a creer que no hay nada que esté enteramente en nuestro poder más que nuestros pensamientos; de modo que, después de contribuir con todo nuestro esfuerzo, en lo tocante a las cosas exteriores, lo que aún falte para el logro de nuestro propósito ha de considerarse, por lo que a nosotros toca, como absolutamente imposible».
En cuanto a los males circulares, tanto los originados como los sufridos por el hombre, sólo cabe abogar por una educación (moral, sin duda, pero no sólo moral) que consiga, si no eliminarlos, sí, acaso, reducirlos. Y ello sin demasiados alardes optimistas. No hay muchos motivos para el optimismo tampoco a este respecto, porque, como decía Einstein, sólo hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana; y añadía que lo primero no estaba muy seguro.
Así pues, acción transformadora, hasta donde se pueda, y resignación, cuando no quede otro remedio. Tal es, seguramente, la única actitud razonable. No tan tierna como la de Leibniz ni tan poética como la de Schopenhauer, pero sí (creo) más procedente que cualquiera de ellas. Y toda vez que no consigamos (y no lo conseguiremos) desprendernos del mal, consolémonos pensando, con Ovidio, que acaso sea cierto que: Ingenium mala saepe movet (es decir: «A menudo las desgracias agudizan el ingenio»).