Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 7 • septiembre 2002 • página 12
Comentario sobre el libro de Tzvetan Todorov, Memoria del bien, tentación del mal: Indagaciones sobre el siglo XX, Península, Barcelona 2002, 377 páginas
Tzvetan Todorov, filósofo y lingüista búlgaro, es junto con el también lingüista Roman Jakobson, introductor y divulgador del estructuralismo lingüístico seaussureano y el formalismo a través de obras como Teoría literaria de los formalistas rusos o ¿Qué es el estructuralismo?, así como Teorías del símbolo, Poética, Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje o Los géneros del discurso, entre las de carácter lingüístico y de crítica literaria, o Cruce de culturas y mestizaje cultural, Los abusos de la memoria, Las morales de la historia o El jardín imperfecto.
Víctima y también, pero no sólo por ello, crítico del estado totalitario stalinista búlgaro, y por extensión, de toda suerte de totalitarismos, disecciona en este ensayo la naturaleza del fenómeno totalitario, desmenuzando cada uno de sus elementos significantes para ofrecernos un análisis bien detallado por exhaustivo. Se sirve para ello de seis víctimas de los dos totalitarismos característicos del siglo XX europeo: el stalinismo y el nazismo, víctimas como el propio autor que también contribuyeron a superar con su militancia y su trabajo intelectual las lacras de esos regímenes, dejándonos un legado de hondo humanismo y humanidad: Vassili Grossman, Margarete Buber-Neumann, David Rousset, Primo Levi, Romain Gary y Germaine Tillion. En esta disección analiza Todorov algunas de las tentaciones de totalitarismo en que con demasiada frecuencia caen nuestras democracias más avanzadas.
Sustancia del totalitarismo
Todorov define el Estado totalitario en torno a ocho elementos sustanciales: colectivismo, teología, clasismo, monismo, utopismo, milenarismo, despotismo y cientificismo
El Estado totalitario se construye sustancialmente en función de la colectividad, no del individuo, donde prima el nosotros en detrimento del yo. Por definición, el totalitarismo niega la alteridad. El yo personal, privado, se disuelve en el nosotros colectivo: la vida individual queda subsumida en la esfera pública, la totalidad de su existencia se supedita a la norma pública, incluidas las relaciones personales, los sentimientos, creencias o gustos. «El nosotros de la gramática totalitaria elimina las diferencias entre el yo individual y los ellos, que son los enemigos a combatir y eliminar».
A su vez, el Estado totalitario deviene en una unidad teológico-política sobre los cimientos del dogma de Estado con exigencia absoluta de adhesión espiritual a sus súbditos. Su instrumento es el monismo frente al pluralismo.
Aunque proclama la igualdad, la sociedad totalitaria implica profundas diferencias entre clases o castas, con una fortísima jerarquización y enormes privilegios para las que detentan el poder y sus adláteres. Promete a su vez la felicidad plena, el paraíso en la tierra, la utopía de un mundo nuevo, y aunque tal promesa nunca es cumplida, permanece ahí en estado latente como un futurible que algún día se hará presente perfecto. De ahí que el totalitarismo se define también como un utopismo, el cual es herencia del milenarismo cristiano del s. XIII, cuyo sueño era la salvación del mundo pero en el propio mundo terrenal: Segarelli, o más tarde Müntzer (s. XVI) preconizaron la llegada del Mesías y con él el advenimiento del reino milenario pleno de riqueza y abundancia donde no existirían ricos ni pobres. Müntzer encabezó incluso una revuelta en Alemania con la pretensión de que los campesinos se apoderasen de las riquezas de los príncipes y de la Iglesia.
Tanto el milenarismo como el utopismo totalitario pretenden instaurar la perfección en el hombre, hacer de él un ser absolutamente perfecto, para lo cual no vacilan en utilizar cualquier medio a su alcance. «El utopismo, que presupone la posibilidad de realizar plenamente el bien por medio del orden social, tiene una tendencia inmanente al despotismo», afirmaba en 1941 el filósofo ruso Sémion Frank.
Cientificismo como base pseudocientífica del totalitarismo
Todos los elementos que sustancian el totalitarismo se nutren de aquel que le otorga una naturaleza «científica»: el cientificismo, que es el culto a la ciencia, la consideración de ésta como un dogma de fe. Una suerte de positivismo adulterado, el cientificismo toma carta de naturaleza en los regímenes totalitarios de la primera mitad del siglo XX por cuanto es la doctrina que mejor se adecua a sus principios y objetivos: es el instrumento supuestamente «científico» que el totalitarismo utiliza para «aprehender el Universo en su totalidad e intentar mejorarlo de un modo también global» (Todorov). Es, en ese sentido, un producto exclusivo de la modernidad. Asimismo, el monismo es consustancial al cientificismo pues suministra el único pensamiento racional adecuado para dominar el Universo y construir la sociedad ideal, perfecta y utópica. ¿Cómo sería posible este dominio del Universo en una sociedad plural?, se pregunta Todorov. Teóricos del cientificismo fueron para nuestro autor: Comte, Saint-Simon, Renan, Taine, Gobineau (quien constituye la variante biológica del cientificismo) o Marx (su variante histórica)
Para Ernest Renan, uno de los grandes exégetas del cientificismo, éste fundamenta su razón de ser en el reinado de los más fuertes, «la élite de los seres inteligentes» o «tiranos positivistas», y la derrota y sumisión de los más débiles (Renan: Diálogo filosófico, 1871). La misión de esta élite sería prolongar el trabajo de la naturaleza utilizando la ciencia para mejorar la especie creando un hombre perfecto, un superhombre de la raza superior dotado de las mejores capacidades físicas e intelectuales. Para lo cual sería preciso eliminar todo lo que sobre, cualquier desecho humano. La democracia no tendría razón de ser pues el poder quedaría en manos de los más capacitados –sin citarla, Renan evoca la República de Platón–, que por tanto estarían también en posesión de la verdad, de la razón y del poder absolutos, y provistos de todas las armas necesarias para mantener su orden y su estatus: el terror. Y todo ello gracias al poder conferido a la ciencia, que deja de ser una forma de conocimiento del mundo para convertirse en guía y espíritu de la sociedad, productora de ideales, único instrumento para alcanzar la utopía, el estado feliz, el paraíso milenarista en la tierra.
Como el humanismo, el cientificismo se basa en la universalidad de la razón, pero a diferencia de aquél, éste deja el destino de la humanidad en manos de la ciencia, provoque o no sufrimientos y desgracias, mientras que el universalismo humanista parte de los mismos derechos para todo ser humano, sea de la condición que sea, situando los derechos por encima de cualquier otra consideración, incluso científica. A diferencia de las demás especies, el hombre posee conciencia de sí mismo, e inteligencia, que le permite «violar sin cesar las leyes que Dios ha establecido y cambiar las que él mismo establece» (Montesquieu). Tocqueville apuntaba que los hombres se distinguen por el uso de su libertad, razón por la cual es también imposible el conocimiento absoluto del hombre, el cual es inacabable, inabordable e inabarcable, pues su conducta es impredecible.
Por esto mismo, a diferencia del totalitarismo, la teoría democrática no pretende el conocimiento verdadero del hombre sino su libertad o autonomía de su voluntad, razón por la cual aquélla trata, al menos en su teoría más pura, de cultivar el pluralismo, no el monismo. «Tanto los errores como los deseos humanos son múltiples», vendría a ser el lema de la doctrina democrática. Pero la democracia no está exenta de cientificismo, que es una tendencia en aquélla, donde sus excesos son harto frecuentes. A diferencia de los estados totalitarios, las sociedades democráticas, como el humanismo, ponen la ciencia al servicio de la sociedad, y no al revés
Humanismo y democracia para bien y para mal
El humanismo parte del principio montesquiano o roussoniano de que el bien y el mal son consustanciales al ser humano, de ahí que ni se plantee instaurar el paraíso en la tierra como solución última y total a los ingentes problemas humanos. Puesto que para liberarse del mal, el hombre habría de liberarse de su propia humanidad.
Chéjov introdujo en la literatura rusa el nuevo humanismo basado en los valores de libertad y bondad, los cuales sólo pueden explicarse por la unicidad del individuo: «...la vida sólo se hace felicidad, libertad, valor supremo cuando el hombre existe como un mundo que nadie repetirá en el infinito de los tiempos», escribe Vassili Grossman, autor objeto de estudio por parte de Todorov en su libro. Y puesto que la aspiración del ser humano es alcanzar por encima de todo la libertad, cualquier régimen basado en la supresión de aquélla está condenado a desaparecer. Roman Gary, otra de las víctimas del totalitarismo algunas de cuyas ideas Todorov incluye en su ensayo, introduce el concepto de maternidad como elemento consustancial y definitorio de todo el género humano, y no sólo de la mujer. En ésta, la maternidad es una función biológica pero Gary se refiere a esta cualidad como un valor inherente al conjunto de la especie humana, hombres y mujeres: es el valor femenino, cuya primera encarnación es el amor materno. «El hombre –escribe Gary– comienza en las relaciones del niño con su madre». Y, en consecuencia, puesto que lo primero que aprende el niño desde antes incluso de su nacimiento es a amar a su madre, desarrollará a lo largo de la vida toda su capacidad de amar. Esta idea de la maternidad ya se daba, según Gary, en el cristianismo primitivo, en su idea original, mucho antes de que convirtieran a esta religión en abyecta coartada de ignominia, de cruzada y de inquisición. Para Gary, el cristianismo «es la feminidad, la compasión, la dulzura, el perdón, la tolerancia, la maternidad, el respeto por los débiles». Y Jesús, «es la debilidad», la primera persona en la historia de Occidente «que se había atrevido a hablar como si hubiera maternidad» (Roman Gary: La nuit, pp. 104 y 228 y ss. Cit. por Todorov)
Grossman distingue la bondad del bien. Los hombres, en su inmensa mayoría, persiguen el logro del bien, y esa persecución se confunde con la práctica del mal en tanto que olvida a sus semejantes como sus propios beneficiarios, causándoles si es preciso todo el sufrimiento que sea necesario para la consecución del bien. No en vano, el sufrimiento humano se produce tanto o más en la persecución del bien que en la del mal. «Allí donde se levanta el alba del bien, perecen niños y ancianos, corre la sangre», escribe Grossman.
«Más vale entonces renunciar a cualquier proyecto global de extirpar el mal de la tierra para que reine en ella el bien», afirma Todorov, pues tal y como recordaba Levinas, «la pequeña bondad que va de un hombre a su prójimo se pierde y se deforma en cuanto pretende ser doctrina, tratado de política y de teología, Partido, Estado e incluso Iglesia» (Levinas: Entre nous, p. 242. Cit. por Todorov).
La idea del bien es consustancial a la de alteridad, que se desarrolla sobre todo a partir de la religión judeocristiana en la tesis del amor a Dios como amor al prójimo y a uno mismo. El Dios judeocristiano se manifiesta a los hombres mediante su alteridad. Desde el Renacimiento hasta la Ilustración el humanismo trató de preservar este ideal de benevolencia desposeyéndolo de su aura divina y concibiendo el bien no en virtud del individuo tomado aisladamente sino del conjunto de la comunidad humana, según la máxima rousseauniana: «Sólo haciéndose sociable el hombre se hace un ser moral [...] Cuantos más estén sus desvelos consagrados a la felicidad del otro, menos el hombre se equivocará sobre lo que está bien o mal». A diferencia de los totalitarismos, que clasifican el mundo en una división maniquea entre buenos absolutos o buenísimos y malos absolutos o malísimos, el humanismo y la democracia aún distinguiendo el bien del mal, deja en manos de los hombres la libertad de elegir entre hacer el uno o el otro, y la puerta abierta a cuestionar aquello que siempre se ha considerado bueno o malo por tradición, por historia, por cultura, por costumbre o por cualquier otro factor humano. Según el principio de autonomía frente al de heteronomía, las sociedades democráticas, o filosóficas, frente a las prefilosóficas o a las predemocráticas o totalitarias, han alcanzado el estadio de autonomía suficiente que les permite pensarse a sí mismas y por tanto problematizarse y cuestionarse: sus valores tradicionales, sus instituciones, el bien y el mal.
Víctimas y victimarios
Sucede con frecuencia que si bien nadie quiere ser víctima, muchos desean serlo sin haber sido nunca víctimas de nada y sin serlo ahora: anhelan y aspiran con denuedo al estatuto de víctima. Ostentar tal estatuto, estar en posesión del título de víctima concede unos privilegios inconmensurables: una inagotable línea de crédito para su reconocimiento público de por vida, la fama, la elevación al santuario de los sufridores perpetuos, es decir, de sus herederos. Porque no de otra cosa se trata: quien aspira a convertirse en víctima perenne no es aquel que ha sufrido en verdad, sino quien bebe del sufrimiento ajeno. Porque, ciertamente, a las víctimas auténticas de las consecuencias de la tiranía, el racismo o el totalitarismo de cualquier índole, no les hace falta aspirar a la condición de víctima puesto que ya lo son y, en cualquier caso, de aspirar a algo, sería a todo lo contrario, a no haber pasado por la vesania, la cárcel, la tortura o el exilio. Más por interés que por mera solidaridad, o por mejor decir: por una suerte de solidaridad interesada, el aspirante a víctima lo que más anhela es entrar con plenos derechos, y no por méritos propios sino gracias al sufrimiento de los demás, en el olimpo de los hoy damnificados por haber sido en su día los humillados.
Ejemplos de ello nunca han faltado y de los contemporáneos contamos con algunos elocuentes: veamos si no la venganza que los diferentes gobiernos sionistas ejercen desde hace años, y ahora especialmente el del genocida Ariel Sharon, contra el pueblo palestino para pretender resarcirse del holocausto –«las víctimas de las víctimas», en palabras de Edward Saïd–; o en nuestro entorno, la rentabilidad que algunos han sacado, y continúan, de la represión franquista contra sus familiares y amigos, y hasta de una supuesta represión del actual Estado español en Euskadi. Por no hablar de lo que Jean-Michel Chaumont llamó la «competencia de las víctimas», de ese juego estúpido de competir acerca de quién tiene en su haber más víctimas: si los seis millones del holocausto judío o los, para Louis Farrakhan, líder del grupo Nación del Islam, «cien veces más» del holocausto del pueblo negro.
Todo esto no nos exime de exigirnos a nosotros mismos escribir nuestra historia desde el lado de las víctimas, aunque, éticamente, reivindicarnos como tales no nos otorga ningún mérito adicional. Pues, ¿quién nos puede asegurar que nosotros, o nuestros más recientes antepasados, no han podido ser en algún momento victimarios de sus enemigos o al menos destinatarios pasivos de las hazañas heroicas de otros? Vernos también como posible causa de daño ajeno nos permite un lúcido y necesario examen crítico de nuestra identidad colectiva y nos compromete en una acción moral. Y es lo más común y general entre quienes involuntariamente se han visto inmersos en guerras civiles o en luchas intestinas de origen y finalidad desconocida –véase el caso de las recientes guerras en Yugoslavia– que no entren jamás en el grupo de los héroes y sí en el de las víctimas, incluso quienes, a su vez, formen parte del bando vencedor. Pues ciertamente una guerra no sólo la pierden los vencidos sino también la población civil y los soldados del que será el ejército vencedor. «No hay beneficio moral posible para el sujeto si su evocación del pasado consiste en instalarse en un buen papel sino, por el contrario, si ésta le hace tomar conciencia de las debilidades o los errores de su grupo. La moral es desinteresada o no lo es» (Todorov, p. 172)
Memoria y olvido
Una de las libertades más preciadas en los países democráticos es la de acceder o recuperar el pasado sin tener que someternos a control ideológico, religioso o de cualquier otra índole. Y sin embargo, no parece que nuestras democracias estén por esa labor, idiotizadas como están por la información exacerbada y el ocio cutre de la frivolidad, la obtención de riqueza inmediata con el menor esfuerzo posible, la competitividad ciega o el libremercado, que las alejan de las tradiciones y de las grandes acontecimientos del pasado. Condenados a la vanidad del instante y al crimen del olvido, los estados democráticos nos conducen hacia el mismo final que los estados totalitarios: al imperio de la barbarie por la desmemoria y el olvido interesados.
Dos son los fenómenos o las actitudes que se producen cuando se trata de rememorar el pasado: la sacralización o aislamiento radical del recuerdo, y la banalización o asimilación abusiva del presente al pasado. La sacralización equivale a una prohibición de tocar el pasado. Lo sacralizado nos impide acceder a nuestro pasado y, por tanto, no podemos servirnos de él para ayudarnos en el presente a conocerlo mejor y a analizarnos. La banalización es igual de perjudicial por cuanto anula la especificidad del presente al asimilarlo al pasado impidiendo su comprensión y su percepción en sí mismo. Banalizar el pasado es simplificar la historia. Fruto de ello son afirmaciones del tipo: 'Hitler es lo mismo que Franco' o éste que Felipe González, o que Aznar, o 'Yeltsin, o Putin, la continuación de Stalin', &c. El pasado banalizado nos hace pensar en todo menos en el propio pasado, mientras que, sacralizado, nos obliga a vivir esposados a él convirtiéndonos en sus atormentadas víctimas.
¿Cómo mantener entonces los recuerdos sin sacralizarlos pero sin echarlos en el basurero de la historia, banalizándolos? Antes de responder a esa pregunta, es preciso reconocer con Todorov el derecho de cualquiera al olvido; una sociedad democrática tiene el derecho legítimo de recobrar el pasado, pero no debe obligar a nadie a recordar lo que no quiere. Y sin embargo, la memoria del pasado nos será muy útil si permite el advenimiento de la justicia. En este sentido, y respondiendo a la cuestión inicial, para evitar caer en la sacralización o en la banalización del pasado, una democracia debe favorecer con todos sus medios la afirmación de la identidad individual y grupal, puesto que el individuo necesita saber quién es y a qué grupo pertenece. Será preciso examinar las características de la individualidad y, a su vez, cómo influye en la existencia de los demás, es decir, en su grupo. Pues la defensa identitaria tanto individual como grupal sólo tiene valor moral en la medida en que beneficia a otros, y no sólo al grupo. De ahí que no haya que confundir la política de la identidad con su moral.
Pero, ¿cuál es el camino a seguir si de lo que se trata es de superar viejos y sangrientos conflictos históricos? Con ejemplos bien conocidos: ¿cómo alcanzar la paz entre israelíes y palestinos? Evidentemente, por muy inclinados que estemos a favor de un Estado palestino y un castigo ejemplar –con las armas de la justicia y el derecho internacional cuando Naciones Unidas se dignen a imponerlo seriamente– al gobierno de Sharon y antecesores, no nos puede caber duda ninguna de que la única solución es la negociación. Y lo mismo pasa en la antigua Yugoslavia, en Colombia, en Irlanda, en Euskadi... conflictos de muy diferente índole pero que es preciso someter a negociaciones si queremos que callen las armas de una vez. Conflictos presentes cuyas víctimas tienen el denominador común de serlo en nombre del pasado, no del futuro como las originadas por conflictos pasados: holocausto nazi, purgas stalinistas, genocidio de los khemeres rojos...
Por otra parte, en las a veces machaconas llamadas contra el olvido subyace una intencionalidad espuria de escoger unos cuantos hechos paradigmáticos de los crímenes contra cualquier derecho humano o atentado contra alguna de las libertades, bien para beneficio, generalmente político, aunque también económico en busca de resarcimientos en forma de subvenciones, &c., de quienes alientan ese deber de memoria, o para acentuar el victimismo colectivo y crear nuevos adeptos al catálogo de víctimas usufructuarias. Paul Ricoeur advertía de la necesidad de «no caer en la trampa del deber de memoria» para empeñarse en «el trabajo de memoria».
Todorov propone una revisión de la conocida máxima del filósofo americano George Santayana, según la cual olvidar el pasado es condenarse a repetirlo. Para Todorov, esta fórmula es falsa por cuanto el pasado histórico no tiene en sí mismo sentido propio, como tampoco lo tiene el orden de la naturaleza; sentido y valor proceden, para Todorov, «de los sujetos humanos que los examinan y los juzgan» (p. 211). Nuestros principios, valores o ideales, como nuestra identidad individual o colectiva, serán también obra de nuestro pasado únicamente en la medida en que sometamos unos y otros a la razón y a su análisis y debate permanente, pues de lo contrario caeríamos en el vicio de querer imponerlos a otros por el mero hecho de ser nuestra identidad o nuestros valores, volviendo así, o imitando a cualquier totalitarismo. «El pasado –afirma Todorov– puede alimentar nuestros principios de acción en el presente; no por ello nos ofrece el sentido de este presente» (p. 211) Fenómenos contemporáneos como la marginación, la xenofobia, la exclusión, el machismo, consustanciales prácticamente a la condición humana, no tienen las mismas características ni las víctimas son las mismas, e incluso sus orígenes y causas son diferentes a las de hace medio siglo, a las de finales del XIX o en pleno apogeo de la Revolución Industrial. Su análisis y la manera de enfrentarnos a estas lacras no pueden ser las mismas de otras épocas.
Venganza y perdón versus Justicia
Un fenómeno acaso inevitable pero no por ello menos deleznable es la venganza. Producto de un acto individual, se perpetran venganzas continuamente en las sociedades que han sufrido cualquier confrontación civil, sea étnica, religiosa o política. Y por ser un acto estrictamente individual, y por ello, como decimos, prácticamente imposible de erradicar pues los odios, como los amores y afinidades personales no se pueden controlar –afortunadamente, diríamos– por las instituciones, la única arma que tienen las democracias para combatirla es la justicia. Ésta, por ser, a diferencia de la venganza, colectiva, cuya pertenencia no es de un individuo sino de toda la sociedad, forma parte de un sistema confirmando la validez de la ley y, por consiguiente, el propio orden social; se opone a la identidad individual del vengador mediante el anonimato, y, aunque casi nunca compensa el daño sufrido por la víctima, lo verdaderamente imprescindible no es que la justicia sea más o menos severa, sino que sea. Justicia, por tanto, se opone en todos los sentidos a venganza.
El ejemplo más nítido de confusión entre una y otra, de identificación incluso de la Justicia con la venganza se da en el país que pasa por ser el más democrático, el más desarrollado y el más poderoso del mundo, Estados Unidos, cuya justicia aplica la máxima y la peor venganza que un estado puede acometer: la ley del talión, el ojo por ojo, la pena de muerte. Pena de muerte convertida además en cruento espectáculo por cuanto se invita a las víctimas a asistir a la ejecución de sus [supuestos] asesinos (de muchos ha sido probada su inocencia después de su ejecución; de otros muchos, ni siquiera llegó a ser probada su culpabilidad antes de la ejecución) y se retransmite en directo por las más importantes cadenas televisivas del país, convirtiendo el horror legal en horrendo espectáculo mediático del sistema. La pena de muerte subsume a la ciudadanía de ese país y de todos los que la practican en una justicia fundamentada en la venganza, y ésta, a su vez, dotada de la legitimidad de aquélla. Esta ignominiosa práctica justiciera rompe con uno de los principios elementales del régimen democrático, a saber, el respeto y la protección de la autonomía y de la libertad del individuo, basado a su vez en la tesis rousseauniana según la cual el ser humano, por mor de su voluntad, puede transformar a su antojo y beneficio los designios de la naturaleza; tiene, pues, la capacidad de rectificar sus actos, o de arrepentirse de ellos. La pena de muerte, por su carácter irreversible, definitivo, por la imposibilidad de una vuelta atrás, niega al individuo el derecho de rectificación.
El escritor judío italiano Primo Levi, víctima de la barbarie nazi en Auschwitz, de cuyo pensamiento se sirve también Todorov para su estudio del totalitarismo, dejó muy clara su postura acerca del perdón a quien ha infringido castigo y sufrimiento a terceras personas, siendo él mismo una de éstas: «...Nunca he perdonado a ninguno de nuestros enemigos de entonces, al igual que no me siento a perdonar a sus imitadores [...] porque no conozco actos humanos que puedan borrar una falta». La venganza, asimismo, tampoco formaba parte del bagaje de este escritor. Coincidimos con Todorov en considerar que si uno mismo se siente incapaz de perdonar lo que ha sufrido y a quien se lo ha causado, es de todo punto imposible, y además inmoral, perdonar el sufrimiento de otro y al que se lo hubiere causado. El perdón puede llegar a ser, en todo caso, útil para quien lo concede, le puede servir para vivir en paz el resto de sus días, pero no tenemos ningún derecho a exigirlo como colectividad, como tampoco es aceptable la amnistía si ésta acaece antes del juicio correspondiente, pues ello «supone suspender la propia idea de justicia en nombre de factores considerados superiores, como la paz civil» (Todorov, p. 216). Porque, ¿qué paz lograremos sin justicia previa? La paz del olvido y del supuesto perdón, paz endeble que más temprano que tarde acabaría por romperse en pedazos.
Lo mismo que el mal es consustancial al género humano, «el mundo sólo renunciará a ser violento cuando acepte estudiar su necesidad de violencia». Ni el recuerdo del exterminio nazi, o de las purgas stalinistas han servido para impedir las matanzas en la ex-Yugoslavia, en Camboya, en Israel, en tantos y tantos lugares en nuestro tiempo. Levi sostuvo que el crimen siguiente revestirá una forma levemente distinta para no reconocerlo, como así ha sido: lo que antes era fascismo o stalinismo, es ahora nacionalismo, fundamentalismo, sionismo, intolerancia. Auschwitz no ha servido de nada, afirmó también Levi, la abrumadora historia sigue su curso (Todorov, p. 222): ahí están si no Dubrovnic, Sbrenija, Cisjordania...
Lo moralmente correcto y los moralizadores
Desde el comienzo de la Guerra Fría hasta el derrumbe de la URSS y demás países socialistas, y aún con coletazos hoy día, se produjo entre los partidos comunistas más cercanos al régimen soviético y amplios sectores de la izquierda el fenómeno de lo políticamente correcto, según el cual lo adecuado era denunciar las malas costumbres, el mal gusto, las fechorías y los crímenes de la burguesía, o de la llamada pequeña burguesía y por supuesto, del fascismo en todas sus variantes, y excusar, cuando no justificar y defender, los crímenes stalinistas, o los cometidos «por la tentación del bien». Éstos nada tienen que ver, para lo políticamente correcto, con los crímenes nazis. De esta guisa surge la figura del moralizador que es, a saber, aquél –o aquélla– que se arroga el poder de decidir y dictaminar en público entre el bien y el mal, y acusar a quien no se aviene a sus dictados moralizadores. Es el adalid de lo moralmente correcto. A diferencia de la persona moral, que somete su propia vida a los criterios morales del bien y del mal, el moralizador no se somete a sí mismo, sino a los demás y en función de sus propios criterios que son los que él –o ella– considera morales según sus propios cánones de moralidad. Por lo común, tales cánones, lejos de atenerse a una moral, a una ética laica más o menos aceptada, obedece a intereses personales o de partido.
Dos tentaciones del bien democrático: ONG y guerras humanitarias
Los países democráticos ricos confían en las ONG el trabajo ingrato de ayudar a los países en desarrollo o en guerra –que suelen coincidir ambos–, acaso para lavarse un poco la conciencia paliando los desastres que ellos mismos organizan vendiendo armas o auspiciando a regímenes dictatoriales o pseudodemocráticos del tercer mundo. Mientras con una mano –habitualmente, la derecha– los países ricos venden sus armas a los pobres, con la otra –la izquierda suele ser– otorgan créditos de ampliación de deuda o mandan a sus ONG para amputar o vendar las heridas provocadas por las armas vendidas y usadas. Por otra parte, las ONG no atacan las raíces del mal, únicamente curan heridos, entierran muertos, contribuyen a arreglar alguna aldea destruida. Su papel es un acto fáustico: si intervienen para aliviar el sufrimiento de los refugiados o damnificados, de alguna manera se convierten en cómplices involuntarios de la tiranía que les sometió o de la que huyeron; pero si deciden no intervenir humanitariamente y denunciar la represión, seguramente las víctimas acabarán muriendo de enfermedades o de hambre. El precio de la eficacia de las ONGs es, pues, un pacto con el diablo, según el cual, tienen que aceptar que las víctimas, para comer, renuncien a la justicia y a la lucha por acabar con la tiranía y la miseria.
Los estados democráticos, y los EE.UU particularmente, llevan practicando desde la Guerra fría su particular modo de convencer a otros países de que ellos ostentan la razón de la civilización occidental y del desarrollo, para lo cual no han escatimado medios ni escrúpulos en someter a los países insurgentes por la fuerza, mediante guerras que ellos llamaron justas, o de baja intensidad (Chomsky) y que ahora, en lenguaje política y moralmente correcto, se denominan humanitarias. Acaso porque, como recordaba Kant hace dos siglos, «la guerra no necesita ningún motivo particular», el prestigio que proporciona a estos detentadores del bien es más que suficiente para provocarla. Cuando en 1920 el Ejército Rojo invadió Polonia, el general que comandaba las tropas lanzó un panfleto donde podía leerse: «En la punta de nuestras bayonetas traemos, a las poblaciones laboriosas, la paz y la felicidad».
Y sin embargo, sostiene Todorov, pretender erradicar la injusticia del planeta e instaurar un nuevo orden mundial sin guerras, sin hambruna, no deja de ser un proyecto coincidente con las utopías totalitarias en su intento de instaurar el paraíso en la tierra, sobre todo si para tal fin no importan los medios que se empleen, aunque sean las bombas humanitarias de guerras misericordiosas. Las víctimas de las justas guerras humanitarias en Kosovo nunca entenderán que las balas o los obuses que les aniquilaron eran portadores del bien, de la moral, de la justicia o de la paz, o de todas esas cosas y muchas más, todas buenísimas y bondadosísimas, a la vez. «Es posible resistir al mal sin sucumbir en la tentación del bien» (Todorov, p. 335). Frente a la bondad o el amor, que siempre se dirigen a un ser humano, la tentación del bien se caracteriza por sustituir a las personas por objetivos y fines abstractos.
Derivas de la democracia
Tres derivas amenazan, según Todorov, la vida democrática (pp. 366-370): la deriva identitaria, cuando las identidades colectivas tratan de sobreponerse a los valores humanos, democráticos, universales en perjuicio del resto; o cuando se pretende que alguno de los valores identitarios propios, lo que conocemos por el hecho diferencial condicione algún derecho individual o colectivo, como la educación, la opción sexual, las creencias religiosas, &c. «El Estado democrático –sostiene Todorov– no es 'natural', no exige de sus ciudadanos que tengan todos características comunes, culturales o físicas, ni que sean del mismo origen, ni siquiera les pide que suscriban todos –tácitamente– el mismo contrato» (p. 367). Primo Levi advertía del peligro que las democracias podían correr por la multiplicación de los egoísmos colectivos, del poder de los «nosotrismos». La deriva moralizadora, o la tentación de fundir lo político con lo teológico, tratando de imponer una suerte de política teologal de lo moralmente correcto, como de suyo hace el totalitarismo, pero no ya solo en el plano local o nacional, sino también, por parte de los estados democráticos en su pretensión de exportar la bondad y la razón de su civilización al resto del mundo mediante sus guerras humanitarias. «Mejor será que la aspiración a la santidad siga siendo un asunto privado», afirma Todorov (p. 368). La deriva instrumental consiste en ocuparse por los medios para conseguir los fines sin interrogarse por la legitimidad de unos ni de otros. Todorov señala a este respecto que la deriva instrumental ignora la hipótesis antropológica según la cual el modelo actor-medio-fin da perfecta cuenta del conjunto de las prácticas humanas, incluidas las relaciones intersubjetivas, obviando así un postulado elemental del humanismo, cual es que el fin último de nuestra acción es el ser humano, como ya pusiera A. Machado en boca de Mairena. Así, nuestras democracias no vacilan en recurrir a instrumentos éticamente dudosos para conseguir objetivos más que espurios: genocidio y destrucción masiva de pueblos como el irakí, afgano o palestino, en el marco de las tentaciones enloquecidas del bien absoluto e infinito; estadística usada como ocultación de la realidad; videovigilancia; flexibilidad laboral; censura y supeditación de medios de comunicación o de Internet a intereses económicos; usurpación permanente de lo público; campañas hipócritas pro y antialcohol, pro y anti consumo de velocidad al unísono; Operaciones Triunfo; Gran Hermano –¡¡Horror: vuelve!!–... interminables y lamentables etcéteras de predominio totalitario de pensamiento único (¿qué mayor totalitarismo que el de un solo, nulo y único pensamiento?) y tentación del bien de nuestras virtuosas y cada vez más virtuales democracias.