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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 7 • septiembre 2002 • página 15
polémica

Polémica sin amor indice de la polémica

Atilana Guerrero Sánchez

Tercera respuesta en la discusión sobre el amor iniciada tras
el artículo de Alfonso Tresguerres en el nº 2 de El Catoblepas

Mi respuesta al profesor Tresguerres quiere comenzar –casi se puede decir «como es habitual»– ante todo agradeciendo de nuevo su intervención del último número y felicitándole por ella, aunque lamento que la polémica pueda llegar a su fin. Espero que esta no sea la última palabra sobre el único tema del que Sócrates reconocía saber algo y que mi interlocutor –o aquel que lo considere oportuno– continúe con el asunto, a lo mejor criticando los términos en que nuestra discusión ha sido planteada.

Por mi parte, intentaré en esta nueva contestación compensar la decepción que mi segunda crítica produjo a mi estimado polemista y para ello será bueno empezar diciendo dos palabras sobre su comprensión de la misma. En efecto, ejercí –parece que mal– el papel de Diotima, pero no en cuestiones de materialismo filosófico (lo cual hubiera sido, por descontado, impertinente), sino en la cuestión del amor propuesta por el profesor Tresguerres y, además, a instancias suyas. Evidentemente, comprendí la ironía de sus palabras, pero él, sin embargo, no la captó en las mías: el estilo versallesco que intenté imitar de sus escritos –y en el cual es un verdadero artista– creí que podía ser compartido. En este sentido, las «lecciones» de materialismo filosófico estaban siendo impartidas más como autologismos que como dialogismos, pues, sin duda, soy yo la que necesito regresar a los principios para no perderme, más que para enseñarlos. De enseñar a alguien, acaso, sería al posible lector que se acercase a la polémica sin conocer el sistema del materialismo filosófico, uno de cuyos desarrollos, por cierto, se debe a mi interlocutor. En fin, trataré de repasar uno por uno los que me parecen puntos oscuros de la discusión, y esta vez sin ironía.

1

Empiezo por el asunto preliminar propuesto en la última respuesta del profesor Tresguerres.

En ella se me pregunta por el «olvido» que le hice notar cometió acerca de su primera exposición y se me exige que lo demuestre «con los textos en la mano». Como verá es fácil de responder, puesto que yo no me refería con el «olvido» al mantenimiento de posiciones contradictorias en su concepción del amor, y tiene razón en que sustancialmente viene a decir lo mismo en sus dos escritos. Quise decir que Tresguerres se olvidaba de su escrito porque yo no obtenía como conclusión de mi artículo que a Tresguerres (como al Augusto de Niebla) «le gusten demasiado las mujeres», sino que ésta era una información que él mismo suministraba y de la cual me serví como principio del que partir; de ahí que recogiera aquel texto de Unamuno e hiciera el desafortunado paralelismo, a juzgar por el trajín que nos está dando.

Es más, el profesor de Oviedo me hacía ver en su respuesta que a nadie le interesaban sus gustos personales, con lo cual estoy tan de acuerdo que por eso decía yo que se «olvidaba».

Pero esto no tiene ninguna importancia, la «conjetura psicológica» me sirvió para proponer el problema del amor visto desde la lógica de las clases distributivas y atributivas. Lo que sí tiene importancia es que Tresguerres sepa que yo no me ocupaba de él sino, efectivamente, de «las cosas mismas» que él puso sobre el tapete, aunque fuera en primera persona. Intenté hacer ver que hablar de «las mujeres» como el conjunto de los individuos de sexo femenino, era adoptar un punto de vista distributivo sobre un conjunto de elementos que podían organizarse desde otros parámetros, los atributivos o morales, para lo cual era necesario romper la aparente claridad de la perspectiva médica-biológica, digamos. Con todo, por si fuera poco, venía yo a decir que lo que le pasa a Tresguerres, como a Augusto (y prácticamente a «todo el mundo») es, según Platón, estar en el «camino recto», a saber, «no quedarse en la belleza de un solo cuerpo sin ver que es afín a la belleza de los otros».

De modo que, no sólo no estábamos hablando de su vida amorosa, sino de que su teoría del amor, en cierto aspecto, cuadraba con lo que Diotima explicaba a Sócrates en el Banquete. Eso de la «teoría del primer peldaño» no fue mi parecer, aunque reconociera que la posición de Tresguerres era producto de una abstracción artificiosa consistente en atenerse sólo a la «belleza distributiva» –recuerdo como ejemplo de esta perspectiva la frase de Ortega: «ellas son tantas y nosotros sólo somos uno.»

Mi crítica se orientaba en el sentido de mostrar la necesidad de introducir el contexto atributivo para definir el amor personal, sin cegar la fuente biológica de la que evidentemente se nutre. Esa era la misma preocupación de Lenin que se manifestaba en el texto seleccionado.

Confieso, finalmente, que lo que me preocupaba-escandalizaba de la postura de Tresguerres era el individualismo que se dejaba traslucir, por ejemplo, en frases como esta: «Amistad, amor y amores no son otra cosa que el encuentro de dos egoísmos que se complementan y se satisfacen mutuamente.» Defender, así, una idea de persona presente en la tradición social y cultural determinada que nos rodea, la católica, frente a otra, la calvinista, que también nos rodea, y que debiéramos rechazar desde el materialismo filosófico.

2

Con lo dicho, no obstante, no quiero obviar el problema principal de la distinta concepción que sostenemos acerca del amor.

Por lo pronto, el resumen que se realiza de mis tesis, si se puede hablar así, es bastante ajustado siempre que se rectifique la tendencia a adjudicarme posturas «límite» –«amor único y eterno», «reproducirse es un deber», «prohibida la separación de bienes»...– que concedo como propia del contraste argumentativo. Para que las palabras vuelvan a sus quicios bastará con que el lector valore la polémica en su conjunto.

Es verdad que no ofrezco una tesis propiamente dicha, sino una crítica de las expuestas por mi interlocutor. Formalmente, mi propuesta es una reconstrucción de la elaborada por Tresguerres ante los mismos «hechos» que este presenta, de los cuales nada tengo que decir, salvo que son una «experiencia antropológica» de todos conocida: me refiero a eso que llamamos «enamoramiento» como «imbecilidad transitoria», en palabras de Ortega; «afecciones exteriores del cuerpo que acompañan a los afectos», según Espinosa, &c., y cuya escala no es la de la filosofía moral sino la de la psicología o etología.

¿Es por ello mi posición espiritualista? Creo que en modo alguno, puesto que no tenemos que hablar de los motores de la acción moral, sino de la acción moral misma. Yo no dudo de que las hormonas tengan mucho que decir en esto del amor, pero la perspectiva filosófica cuenta con ellas para desbordarlas. El fundamento formal que yo encontraba para evitar el reduccionismo no era más que reconocer que las operaciones de los enamorados están sujetas a las normas éticas y morales de naturaleza histórica.

¿Es el amor un mito? Me pregunta el profesor Tresguerres. Y yo le respondo: en un sentido estricto, si amor es lo que él dice que es, sí; la desmitificación que ejerzo consiste en eliminar el carácter irracional o místico con que se quiere envolver a las relaciones de amor en nuestro presente social –no tanto en la postura de Tresguerres, que opta por el biologicismo, probablemente como rechazo de lo mismo–, «rebajándolas» a ser un tipo de amistad entre otras.

Ya sé que, hasta cierto punto, llevo la contraria al español que usamos y para el cual amor y amistad son dos instituciones distintas. Por esa razón yo aceptaba conservar el uso normal de las palabras siempre que entendiéramos que lo que en román paladino es «amor» se debe entender como amor «ético», o sea, aquella amistad que busca el mantenimiento de la individualidad orgánica de los amantes, y en su caso, la generación de otros individuos –que no es obligatoria, sin más–; y la «amistad», como la relación que propiamente une a los sujetos por los lazos de la moral, es decir, según el grupo político, en sentido amplio, al que pertenecen. Esto es lo mismo que, por tercera y espero última vez, he dicho que aparece en el Banquete de Platón al hablar del amor «según el cuerpo» y «según el alma». ¿Dónde está el problema? Yo no identifico o superpongo el amor «según el cuerpo» o «sexual» con el ámbito ético, sino que digo que cae dentro de este ámbito, además de, por supuesto, muchos otros «amores» aparte del sexual: fraterno, paterno, &c. En general, las relaciones familiares son éticas, pero habría más –recuerdo la definición de la medicina de Platón como «el amor a las cosas del cuerpo».

Me parece que el error de Tresguerres reside en que cree que yo digo que sólo es ético el amor sexual, cuando lo que afirmo es lo contrario: que si es sexual, es amor ético.

Ambos amores o amistades éticas y morales (me da igual el nombre con tal de que se entienda el concepto) son disociables, pero inseparables existencialmente. Es más, la realidad es que su conflicto es constitutivo y de ahí se deriva que sea difícil ser amigo del amante o amante del amigo, pero no imposible, sino incluso deseable, o por lo menos, no creemos que su dialéctica sea tan dioscúrica como Tresguerres la presenta. A su solución yo la rechazaba por analítica, puesto que resulta de eliminar o no considerar el fundamento material que una pareja, pasada la «fase» ética (amor o enamoramiento), sigue conservando como tal pareja. El ingreso en una nueva «fase» moral de amistad u olvido (una vez llegado el «cansancio» o «la rutina», como se suele decir) me parecía un modo de librarse del conflicto ética-moral.

¿Cuál es ese vínculo «sustancialmente nuevo» que «determinado, en gran medida, por una serie de intereses comunes, tiene más que ver con la amistad que con el amor» y que hace que la pareja persista a pesar de todo? Por mi parte no encuentro otra «sustancia» más contundente que los propios cuerpos operatorios –que «siguen siendo los mismos»– para hacer continuar la relación pasado el «atolondramiento»; cuerpos que, como en el mito de Aristófanes, han llegado a trabar una «esfera» propia (casa y demás objetos que constituyen el «círculo de felicidad» del hogar).

Aprovecho para deshacerme de algunos malentendidos: no creo que la familia, el matrimonio o la reproducción sean un deber en absoluto; en todo caso dependerá de los arquetipos normativos que en la vida del sujeto se presenten como alternativas según el modo de la conexión sinecoide; siguiendo con los malentendidos: los solteros, divorciados o aquellos que renuncian a la reproducción, son literalmente inmorales –entendiendo la moral en el sentido del materialismo filosófico– respecto del grupo de referencia que se disuelve o al que renuncian, puesto que el conflicto del que hablamos entre la ética y la moral no ha de ser siempre superado desde el «heroísmo» (hay parejas que no merecen tal sacrificio, por así decir).

Otro malentendido más, que no me concierne directamente: la Iglesia Católica no se contradice porque prescriba el celibato para sus propios miembros, precisamente volviendo a la dialéctica ético-moral: hace falta que alguien se ocupe de los fieles para que cada vez sean más; la dedicación exclusiva de los sacrificados sacerdotes se parece más a la del gobernante de la República de Platón que al reprimido histérico.

Por último: cuando me pregunta si se puede hablar de «verdadero amor» aunque la relación no culmine en familia, pues por mis posiciones se deduciría que no, le respondo que una pareja es ya una familia; si se refiere a la relación que se termina, respondería que sí con tal de que se renuncie al olvido, es decir, que desde una concepción del «sentido de la vida» materialista no hay trayectoria vital recorrida, capaz de constituir parte formal de la misma, que no determine el curso del resto: por eso me negaba a admitir el «olvido» (salvo en sentido psicológico, claro) y jamás afirmé que el verdadero amor sólo fuera único.

Creo que dicho esto se desvanecerá mi adscripción a las filas de la Iglesia.

3

A continuación vamos a presentar el tipo de relaciones de «amor» entre hombres y mujeres como un modo de contradicción dialéctica procesual{1}. En ello nos hemos basado al defender el «enamoramiento» como la génesis de un proceso que ha de terminar, como en su estructura, en un tipo de «amistad».

El esquema material de identidad del que partimos y por cuya «fractura» se establecen los términos de la incompatibilidad (o contradicción) que hay que «superar» es la familia que da origen a nuevos individuos. Pues bien, si un estado es una sociedad de familias, esta será el marco de actividad de la dialéctica que supone multiplicidad de «núcleos» de desarrollo. La «fractura» de la familia produce la multiplicidad de sujetos corpóreos que, sin guardar relaciones de parentesco ente sí, están en proceso de «búsqueda de pareja» para a su vez formar otras nuevas familias. La contradicción ético-moral ante la que nos encontramos es, entre otras de sus ramificaciones, la siguiente: toda familia tiene como obligación conseguir que sus hijos puedan, en un determinado momento de su vida, «romper» con la familia de origen y formar parte del ámbito moral en el que se percibirán como ciudadanos, bien sea para formar otra familia o bien para constituirse en individuos adultos independientes. Aquí las categorías de «lo mismo» y de «lo otro» que Platón utiliza en el Sofista serían «pariente» y «no pariente» o «familiar» y «no familiar».

La contradicción o incompatibilidad dialéctica entre los individuos que se rigen por el ortograma de «emancipación de la familia de origen para constituir otra» no es la única posibilidad concebible, puesto que cabe establecer cuatro situaciones de movimiento:

A) Aquellas de las que se puede decir que «lo mismo» se reproduce en «lo mismo»: sería el caso del individuo que decide no formar una familia y vivir solo. Este modelo es un arquetipo en auge en las sociedades desarrolladas.

B) Aquellas de las que se puede decir que «lo distinto» se mantiene como distinto: son las parejas que se consideran «circunstanciales» o «amores» según Tresguerres; por el grado de independencia que cada uno de los miembros quiere mantener podría verse como la asociación fundada en lo útil o lo agradable, según la terminología aristotélica.

Cabría poner en correspondencia estos dos tipos, como dice Bueno, con los procedimientos llamados analíticos o de «ratificación». La ratificación del que sigue siendo «hijo» o «hija» y no pasa a ser «padre» o «madre» o «marido» o «mujer».

C) Conjunto de procesos o cursos tales en los que el desarrollo de «lo mismo» conduce o desemboca en «lo otro» –que se supondrá de algún modo dado– incompatible con el origen. Hablaremos de procedimientos dialécticos «divergentes» o «por divergencia». En esta situación caben aquellos procesos reconocidos como «enamoramiento» en el sentido peyorativo de Ortega, el amor como alineación.

D) Conjunto de diversos procesos o cursos tales que sus desarrollos, según sus propios esquemas, conducen o desembocan a una misma configuración que obliga a rectificar las originantes. Hablaremos de procesos dialécticos «convergentes» o «por convergencia». Aquí cabría la amistad fundada en la igualdad o la nueva familia constituida.

Los procedimientos que corresponden a estas dos últimas situaciones podrán ser denominados «dialécticos» (por oposición a los «analíticos») o de «rectificación» (por oposición a los de «ratificación»). Aquí la rectificación sería la de la familia de origen o de la situación de soledad.

4

No querría terminar sin hacer una última concesión a mi papel de Diotima malograda: la cuestión del amor fue analizada por el profesor Tresguerres, creía yo, sin que Gustavo Bueno se hubiese pronunciado por escrito antes sobre el asunto. Pues bien, antes de disponerme a escribir esta ¿última? respuesta he descubierto que estaba equivocada: en el prólogo al libro de María Teresa González, Corín Tellado, medio siglo de novela de amor (1946–1996), publicado en la editorial Pentalfa de Oviedo en 1998, nada menos que nos encontramos con un prólogo de Gustavo Bueno titulado «Las 'novelas de amor' de Corín Tellado desde la dialéctica ética-moral». En él no sólo se habla del amor sino que, desde mi punto de vista, si lo hubiera conocido antes, no me hubiera hecho falta acudir a Platón, ni a Espinosa, ni a Séneca, ni a Unamuno, para no terminar de decir claramente, a juzgar por lo que entiende mi polemista, lo que Gustavo Bueno dice así:

«Desde esta perspectiva etic acaso fuera posible concluir que los personajes de la novela de Corín Tellado actúan en las situaciones 'sencillas' en las cuales sus relaciones mutuas implican un conflicto entre ciertas normas éticas y ciertas normas morales. A saber: las normas éticas que tienen que ver con el ejercicio del amor físico (que no es reducible al ejercicio puro del sexo, aunque sí incluye el contacto físico entre los cuerpos: de hecho Corín Tellado, como observa María Teresa González, considera al beso como la expresión más característica del amor entre sus personajes) y las normas que establecen reglas limitativas o preceptivas de los contactos físicos entre los individuos, en función de los grupos a los que estos pertenecen.»

Notas

{1} Gustavo Bueno, «Sobre la Idea de Dialéctica y sus figuras», El Basilisco, segunda época, nº 19, julio-diciembre 1995, págs. 41-50.

 

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