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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 8 • octubre 2002 • página 1
polémica

Carta abierta
en respuesta a tres críticos indice de la polémica

Gonzalo Puente Ojea

Réplica a los textos de Atilana Guerrero Sánchez, Alfonso Fernández Tresguerres, y José Manuel Rodríguez Pardo publicados en los números de agosto y septiembre de la revista El Catoblepas

Madrid, 20 septiembre 2002

Señora María Santillana
El Catoblepas

Distinguida amiga: Le agradezco su envío de los tres textos de las críticas a mi reflexión intelectual, de las que son respectivamente autores los señores Atilana Guerrero Sánchez, Alfonso Fernández Tresguerres, y José Manuel Rodríguez Pardo, y publicados en la revista «El Catoblepas» en Agosto y Septiembre del corriente año.

En este acuse de recibo a su amable carta, de ningún modo me propongo responder extensa y argumentalmente a dichos textos. Para ello se necesitaría mucho papel y tiempo, y sinceramente prefiero emplearlos en, para mí, más fructíferas tareas. Sin embargo, y por obligada cortesía, me limitaré a indicar que los respectivos textos de las dos primeras personas reseñadas, y sus personales argumentos críticos, corresponden a lo que yo podía esperar de dos inteligentes y aventajados discípulos del profesor Bueno. Son concisos y breves, pero también profundos y coherentes en su desarrollo. Debo reconocerlo, y así lo hago constar, aunque yo no comparta sus enfoques y conclusiones. Pero, aun más, deseo decir que los leí gozosamente porque, aunque son todo menos laudatorios hacia mí, me han confirmado que mi minúsculo ensayo crítico sobre el «materialismo filosófico» de mi querido amigo y muy admirado sabio Gustavo Bueno ha dado en la diana: entiendo que su sistema y su enciclopédico discurso filosófico descansan fundamentalmente en un neo-aristotelismo que en el curso de su desarrollo milenario ha ido acarreando materiales y aditamentos procedentes de grandes figuras del pensamiento –destaquemos a Kant y a Hegel– que se movían, aunque pudieran no aparentarlo, en el ámbito categorial acotado ya inicialmente por la fantasmagórica noción del Ser Transcendental –un caso extremo de realismo de los conceptos–. El ST, asumido sin crítica como punto de arranque de la construcción ontológica de la realidad, exige necesariamente un tipo de discurso sobre «Ideas», y en torno a ellas, que se fue alejando paulatinamente de su referente primero (o último, según se mire), es decir, lo fáctico, lo empírico. Corregido de sus excesos (generados casi siempre por intereses ideológicos, en su sentido marxiano genuino), nadie debe avergonzarse de declararse positivista en el modelo realista y sano de la expresión. A mi no me asustan las campañas ideológicas de terrorismo intelectual, ni las de los mentores de la especulación metafísica –de antaño y de hogaño–, ni las de los mandarines de la retórica postmodernista. No pretendo dar lecciones a nadie, pero sí subrayar mi actual convicción de que para acercarse al conocimiento de lo que hay es necesario partir sin rodeos del substrato fisicalista, en última instancia, de las cosas y sucesos que constituyen el cosmos del que somos parte. La filosofía no es la ciencia a secas, nada más y nada menos, el comentario reflexivo e integrador de los datos y las hipótesis, más los modelos y las teorías, que nos ofrezca la ciencia generada por el uso riguroso del método hipotético-deductivo basado en la observación, investigación y experimentación, todas apoyadas en los controles de la lógica y la matemática.

Aquí, antes de ocuparme del «guiso mental» cocinado por el Sr. Rodríguez Pardo, deseo sólo referirme a lo que figura en el penúltimo párrafo de la última página del brillante texto, aunque de una militancia «buenista» no menos pugnaz que la de Fernández Tresguerres, de la discípula Guerrero Sánchez. Dice ella que «la Materia de la Ontología general [frase, por lo demás, equívoca si las hay, pues no se sabe con seguridad si habla de la «idea» de la que se ocupa el discurso metafísico-filosófico de la Ontología, o si alude a la «materia» como constitutivo físico de todos los entes reales, y referentes de las idealidades lógicas y matemáticas, que componen el panorama de la Ontología como disciplina] no es el Ser de Aristóteles»; pero seguidamente admite que hay «correspondencia entre uno y otro respecto de sus sistemas», si bien «no incluye la identidad». Esta admisión expresa vale lo que pesa, y pesa mucho porque nos pone directamente en la senda que yo he seguido con coherencia para desvelar el aristotelismo (siempre ambiguo y oscilante entre lo ideacional y lo empírico) que practica a su modo –frecuentemente sibilino y esotérico– Gustavo Bueno y su escuela. Atilana acude in extremis a una metáfora que toma de Platón para distinguir entre correspondencia e identidad. Sin embargo, la metáfora que propone no es aplicable a esta cuestión, pues entre Ontología general en el pensamiento de Bueno y el pensamiento del Ser Transcendental de Aristóteles no existe un nexo meramente metonímico y metafórico, sino verdaderamente una analogía de atribución, o como mínimo, ya en plan concesivo, una analogía de proporcionalidad propia (es decir, real y no meramente metafórica). Lo mismo que ocurre con el paralelismo funcional que se da entre Ser Transcendental y Materia Transcendental: son análogos de atribución, o de proporcionalidad real, en ambos casos. No metáforas.

A Alfonso F. Tresguerres –en su «tercera guerra» contra mí– quiero recordarle (pues al parecer posee una frágil memoria) que yo jamás pensé que Bueno afirmaba que no sólo los animales fueron númenes reales, sino que los animales fueron realmente númenes (o sea, en sí mismos, divinos y numinosos). No hay más que leer atentamente mis dos cartas de 1996 para verificarlo. Pido a A.F.T. que no exima no sólo a Bueno sino también a mí de la sospecha de decir semejante simpleza. Lo que sí alegué es que el Maestro nunca supo responder a mi pregunta «test»: si los animales jamás han sido realmente númenes, ¿cuándo y cómo los hombres prehistóricos comenzaron a percibirlos como númenes reales? Responderé yo en vista de su silencio (al menos hasta donde yo conozco): ¿Cómo?, atribuyéndoles el mismo factor incorpóreo que él había «descubierto» en sí mismo; ¿cuándo?, en el momento en que la naturaleza inerte, yerta, y ciega fue convirtiéndose en un bosque animado como consecuencia de esa atribución de almas, espíritus o mentes a todos los entes, empezando por los seres vivos –y primeramente, aquellos que se le aparecieron como, más verosimilmente, centros de inteligencia, memoria, intencionalidad y voluntad–. Espero no tener que repetir de nuevo ociosamente lo que hace seis años he dejado bien claro.

La lectura del texto de J. M. Rodríguez Pardo nos sitúa ante un personaje de talante y de moral peculiares: sustituye la probidad del debate intelectual por lo contrario de lo que debe ser. Es decir, la crispación frente a la serenidad, la insidia argumental frente a la buena fe, las discontinuidades e incongruencias del discurso (haciendo flèche de tout bois, como dicen los franceses) frente a su desarrollo sostenido y coherente, las abruptas fintas ad hominem frente a la meditada mesura de la pluma, la abstención de gratuitos juicios peyorativos de intención y subterránea adulteración del sentido de las citas frente al respeto de lo que el autor plantea y limita; el salto caprichoso de unos temas a otros sin orden ni concierto en una exposición descosida que nada tiene que ver con el razonamiento articulado frente a la línea argumental que subyace en el discurso que proyecta el autor. Todo ello, en un afán de principiante por exhibir saberes mal aprendidos y administrados sin parsimonia. ¿Se trata de impresionar al Gran Maestro y asegurar con su celo sus favores para apañar una cátedra o alguna prebenda? Tal parece.

Cualquiera que no haya leído íntegramente y atentamente mi reciente libro El Mito del Alma. Ciencia y religión –diana de los frágiles dardos de RP– pensará probablemente que su autor es un audaz insensato que nada conoce sobre su tema, y que lo que escribe viola escandalosamente las reglas básicas de la lógica y del ensayo teórico, y que a la postre prueba exactamente lo opuesto de lo que se proponía demostrar. Para dejar esa impresión negativa, cree RP que vale todo, sin discernimiento intelectual y moral de los recursos empleados: análisis etimológicos que el autor nunca abordó y que son superfluos para el itinerario de sus tesis; conexiones arbitrarias de elementos o conceptos tergiversados o que nada tienen que ver entre sí y con el desarrollo teórico construido por el autor, &c., &c.

Entretenerme ahora en corregir o refutar las cabriolas intelectuales del señor RP equivaldría en tomarlas en serio, y no es ese mi propósito. Basta con resumir algunas de sus declaraciones, verdaderas perlas de su pobre caletre y sus malos modales. Según él, son tantísimas las «falsedades» y los «mitos» que saturan la obra, que «se ve envuelto en la misma tela de araña con la que pretendía atrapar el famoso mito del alma». Son tantos «los múltiples errores y confusiones» que comete «en contra del llamado mito del alma», que demuestran lo contrario de lo que persigue. Parece ignorar que su «grosera argumentación» ni siquiera aporta ni el menor factor que pueda enriquecer lo que se sabe «ya desde hace más de doscientos años» (!); y que, en definitiva, «el animismo goza de buena salud». ¡Tranquilícese, Sr. Wojtyla!... A renglón seguido, y en una cascada de inconsecuencias, escribe que «el propio Puente Ojea se ve obligado a reconocer que la propia Iglesia se va sometiendo al dictado de la ciencia» (cursivas mías). ¡Pobrecito Puente Ojea!... En «genial» intuición, agrega que el problema en mi intento de probar el mito del alma radica en que «para poder mostrar su validez, debe confrontarse con el resto de teorías filosóficas sobre la Idea del Alma». Al señor RP le gusta mucho hablar de Ideas, con mayúsculas, pues in interiore hominis habitat veritas; es allí donde mora la lechuza de Minerva, y por ello apuesta por el idealismo y el subjetivismo.

Al parecer, RP no concibe que la función antropológica del alma, alcanzado un modesto nivel de elaboración conceptual, se desdobla en su vertiente de principio de vida y su vertiente de principio causal de acción. No ha estudiado, al menos suficientemente, la dinámica fenomenológica del factor animista en su despliegue histórico. El terceto hebreo basar, nefesh, ruah, y el griego physis-soma, psique, pneuma, marcan el camino de la simplificación ulterior de principio vital y principio causal. RP busca toda suerte de escaramuzas marginales en el desarrollo de mi tesis central, para crearle al lector una deliberada confusión e impedirle captar el rectilíneo hilo conductor de mi trabajo. El recurrente leitmotiv de su parodia crítica consiste en «las falsedades de Puente Ojea», en sus «simplezas tras simplezas», y en que «la pretensión de Puente Ojea queda, por tanto, reducida al ridículo». Y simula sentir un verdadero horror ante mi estulticia. Un verdadero psicodrama. «¿Acaso no percibe Puente Ojea, más allá de la falsa conciencia de mundanismo filosófico, que el mito del alma no es tal mito, sino todo un compendio de gran seriedad y elaboración de argumentos acerca de lo que son los animales y, por extensión, de lo que es el hombre [...], ello no implica el final del «mito del alma», sino su plena y vigorosa actualidad? ¿Es que cree nuestro ateo militante que por camuflar el término «Alma», con otros autores, se va a librar tan alegremente de una problemática milenaria, de hecho contemporánea al inicio de la milenaria tradición filosófica?»... Hay que ser muy zoquete, o exhibir una descarada mala fe, para no haberse enterado que al calificar el alma de «mito» me estoy refiriendo exactamente a lo que la tradición teológica y filosófica ha acusado con el término anima spiritualis (substancia con sus inherentes atributos ontológicos de incorruptabilidad, inmortalidad, inmaterialidad, y de transcendencia y eternidad). Un concepto íntimamente vinculado a la religión, por funcionar como premisa mayor de esta última. Para refutar con argumentación pasada y actual (no de hace doscientos años, como dice RP, ignorando los más recientes datos y descubrimientos de la ciencia) la pretensión veritativa de realidad fáctica del anima spiritualis, escribí cerca de seiscientas páginas... que no hicieron la menor mella –a estar a sus incoherentes declaraciones– en la mente blindada de RP contra toda penetración de un repertorio intelectual.

Y la larga coda final de su alegato no puede superar en irritación, insensatez y furor lo que se lanza a fabular contra «nuestro mitólogo ilustrado» –epíteto que para mí no puede ser más grato–, al afirmar que si Puente Ojea «puede pronunciar una sola palabra, es gracias a esos poderes dominantes que tanto desprecia, los cuales le han dado enseñanza y credos, los que le han otorgado una personalidad [...] ¿Es que acaso alguien que más que ningún otro de los que aquí no expresamos está cerca de las clases dominantes (¿acaso no representa en el extranjero a España, un país con clases dominantes como cualquier otro que se precie?), puede despotricar contra esas mismas clases dominantes sin caer en el idealismo? ¿Es que acaso Puente Ojea podría ser lo que es sin esa «dominación» y alienación producida sobre otros? Seguramente piensa Gonzalo Puente Ojea que puede tomar conciencia de su propio lugar en el mundo sin ideologías, es decir, sin concepciones de ese mismo mundo. Como conciencia pura no participa de los errores y deformaciones ideológicas que sí padecen, al parecer, los demás. Como individuo que postula la eliminación de los mecanismos de control de la clase dominante, el dichoso «animismo» en este caso, pero sin querer ser él mismo parte de la clase dominante» (cursivas mías). ¡Qué batiburrillo, parece un acertijo! Me acusa RP de «ceguera absoluta», ¿no será precisamente ese su caso? Lo desconcertante para mí es ese resentimiento sordo con una persona que no conoce personalmente, y que tampoco yo he visto, ni oído su nombre, en mi vida. Sus acometidas indecentes contra mi persona parecen lo que podría ser un sesgado ajuste de cuentas conmigo. ¡Pero si no nos hemos encontrado jamás!... Hay que buscar en los síntomas de la paranoia el inquietante «desarreglo» de RP.

Más que preguntarle a quién realmente ataca, le pregunto a quién realmente defiende –suponiendo, en todo caso, que todavía esté en posesión de algo de sindéresis, lo que es dudoso–. Como no soy un tipo rencoroso, sólo me cabe añadir que deseo a RP que cuando llegue la hora, descanse en un más allá de beatitud su alma inmortal, y que la Santa Madre Iglesia le levante un mausoleo para enterrar su cuerpo mortal, como recompensas a los servicios prestados contra «nuestros ateos ilustrados». R.I.P.

Gonzalo Puente Ojea

P.S. Ruego a la Dirección de la revista «El Catoblepas» tenga a bien publicar en sus páginas, a la mayor brevedad posible, este escrito en forma de Carta Abierta o como Réplica escrita, como es mi derecho, con atención a mis cursivas. Gracias.

 

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