Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 8 • octubre 2002 • página 3
Reír es uno de los aspectos más llamativos del comportamiento humano y uno de los rasgos más característicos que lo diferencian del comportamiento animal.
El autor intenta ofrecer alguna respuesta a las preguntas
por el origen y la esencia de la risa
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No son escasos, ciertamente, los estudios sobre la risa, pero, con todo, sorprende que siendo ésta rasgo tan peculiar y característicamente humano, haya merecido, sin embargo, una atención más bien escasa (comparativamente al menos) por parte de filósofos, psicólogos o etólogos. No se trata, desde luego, de ninguna tierra virgen: ni voy a descubrir nada ni voy a pensar solo. Ilustres nombres con mucha mayor competencia que la mía se han ocupado del asunto (y ocasión habrá de confrontar mis posiciones con las suyas); pero eso no invalida la afirmación hecha: comparado con otros problemas, parece haber sido, éste de la risa, considerado cuestión menor. Y no se entiende. Porque si el hombre, como tantas veces se ha dicho, es el único animal que ríe (aunque, como observa Bergson, es también el único que hace reír), el asunto presenta un grado de inquietud lo suficientemente elevado como para que el antropólogo, el psicólogo, el filósofo o el etólogo lo hubieran convertido en motivo central de su reflexión. Y no siempre ha sido así.
Los antiguos no son, por lo general, amigos de risas (aun cuando tengan fama las carcajadas de Demócrito, contrapuesto siempre, en este aspecto, al lloroso Heráclito), ni tampoco de teorizar sobre la risa. Alejandro de Afrodisia o Cicerón, por ejemplo, la consideran fenómeno inexplicable; y Basilio de Cesarea prohíbe expresamente reír (algo en lo que, en tiempos mucho más recientes, coincide el Conde de Chesterfield, aunque, sin duda, no por los graves motivos religiosos que impulsan al de Cesarea, sino por considerarla conducta impropia de un caballero. Así, en carta dirigida a su hijo le dice que «deseo de todo corazón que se te pueda ver sonreír a menudo, pero que nunca se te oiga reír mientras vivas»). Con todo, encontramos en Aristóteles (Sobre las partes de los animales) importantes observaciones sobre los aspectos fisiológicos de la risa; y también hallamos en él la que es, seguramente, la primera teoría acerca de lo risible, cuando en la Poética, hablando de la comedia escribe las siguientes palabras: «La comedia es, como hemos dicho, mimesis de hombres inferiores, pero no en todo el vicio, sino lo risible, que es parte de lo feo; pues lo risible es un defecto y una fealdad, sin dolor ni daño, así, sin ir más lejos, la máscara cómica es algo feo y retorcido sin dolor.» Por otro lado, en la Retórica, Aristóteles considera que la risa puede resultar, a veces, un arma poderosa en los debates: «A propósito del ridículo –escribe– dado que parece tener alguna utilidad en los debates y que conviene –como decía Gorgias, que en esto hablaba rectamente– "echar a perder la seriedad de los adversarios por medio de la risa y su risa por medio de la seriedad", se han estudiado ya en la Poética cuántas son sus especies, de las cuales unas son ajustadas al hombre libre y otras no, de modo que de ellas podrá tomar (el orador) las que, a su vez, se le ajusten mejor a él. La ironía es más propia de un hombre libre que la chocarrería, porque el irónico busca reírse él mismo y el chocarrero que se rían los demás.» Por desgracia, esa referencia que Aristóteles hace a su Poética se refiere al libro II, desafortunadamente perdido, en el que, al parecer, habría teorizado sobre lo ridículo.
Tampoco los medievales (para quienes todo lo importante y valioso parece hallarse indisolublemente ligado a la seriedad) tenían en mucho la risa. Sólo en el Renacimiento se despertará un notable interés por lo cómico y lo risible, reflejado en la obra de autores como Joviano Pontano, Castiglione, Escalígero, Francisco Valles, Gabriel de Tárrega y otros, y acaso, sobre todos ellos, el médico francés Laurent Joubert, autor de un hermosísimo Traité du ris (1579), del que la Asociación Española de Neuropsiquiatría acaba de ofrecer una versión en español, siguiendo, sin duda, una tan feliz como oportuna idea. Al Tratado de Joubert habré de referirme en más de una ocasión a lo largo de estas páginas.
Con el siglo XVII (católicos y protestantes no son ajenos a ello) el interés por la risa, lo cómico y lo risible vuelve a verse menguado; y hasta el día de hoy, si bien, como ya se ha señalado, no faltan trabajos, estudios y teorías sobre tales fenómenos, el problema de la risa (también lo hemos dicho) parece haber sido considerado, por parte de muchos filósofos, psicólogos o etólogos, un asunto sin mayor relevancia. Pero sí la tiene: «Este tema –escribe el mencionado Joubert– parece ligero, pero es muy serio.»
Yo supongo que una adecuada teoría de la risa habría de dar cumplida cuenta de sus relaciones con el humor, la ironía, el chiste, la broma, la seriedad o lo cómico en general. Más supongo, también, que ha de comenzar por responder, al menos, a estas dos preguntas: ¿por qué y de qué nos reímos?, esto es, ¿cuál es la razón de ser de la risa y qué es lo que nos hace gracia? Las páginas que siguen (sin perjuicio de que puedan, oblicuamente, tocar otras cuestiones) intentarán ofrecer alguna respuesta a tales interrogantes.
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A la pregunta del por qué nos reímos, un primer grupo de explicaciones parecen ver en la risa la manifestación de aquello que el psicoanalista Robert W. White considera un impulso primario: el deseo de dominio. La risa vendría a expresar una superioridad sobre el objeto al que se refiere. Con el humor se intentaría poner de relieve la preeminencia y el triunfo sobre el otro, al tiempo que la glorificación y exaltación de uno mismo. Hobbes lo expresó de este modo: «La risa no es más que la gloria que nace de nuestra superioridad.» En una línea similar, Sthendal la entiende como una forma de reafirmarse frente al prójimo: «Lo cómico, la risa, es el último poder que le queda a un hombre sobre otro.» En ocasiones ha sido vista, incluso, como una forma de crueldad, de regocijo ante el dolor y la desdicha ajena, o como una manifestación de odio y de desprecio: «La irrisión –escribe Espinosa– es una alegría surgida de que imaginamos que hay algo despreciable en la cosa que odiamos.» Y Jardiel Poncela, uno de los más afamados humoristas de nuestras letras, no dudó en afirmar que: «En el fondo de todo humorismo hay desprecio.» Por otra parte, que la risa y el humor son formas de descargar la agresividad por procedimientos socialmente admitidos, es idea frecuente en psicoanalistas y etólogos.
Sin duda, ese es uno de los aspectos de la risa, y no ya en tanto que sublimación o catarsis de sentimientos agresivos, sino como agresión genuina: una burla puede ser (y con frecuencia lo es) más dolorosa que una bofetada. Ahora bien, reducir la risa (y el por qué de la misma) a tales manifestaciones, resulta, a todas luces, insuficiente y exagerado. Chesterton, quien no es del todo ajeno a esta posición, al considerar el humor como una «apreciación bastante profunda y delicada de las absurdidades de los demás», se distancia, no obstante, sensiblemente de ella, porque no es sólo las debilidades del prójimo aquello que el humor pone de relieve, sino también las propias, dado que en el humorismo se tiene «la sensación de ser objeto de risas, a la vez que se ríe uno mismo. Implica cierto reconocimiento de la debilidad humana». En cualquier caso, reducir el humor a la crueldad le parece, al escritor inglés, francamente desproporcionado. Como él mismo dice (con humor, a su vez): «resulta excesivo aun para el más imaginativo de los psicólogos creer que cuando un bebé estalla en estruendosas carcajadas ante la visión de la vaca que da saltos en la luna, encuentra un auténtico placer ante la probabilidad de que el animal se rompa una pata al caer en uno de sus saltos.» El ejemplo en el que se apoya la argumentación es, sin embargo, poco afortunado, porque, como tendremos ocasión de ver, es preciso distinguir muy claramente la risa infantil de la risa del adulto, y, en consecuencia, utilizar la primera para descalificar teorías que se refieren a la segunda, resulta difícilmente admisible.
Sin abandonar este primer conjunto de teorías, también puede ser vista la risa como una especie de castigo cuya finalidad no es otra que provocar en el individuo un cambio de actitud; desde esta perspectiva, reírse de alguien sería una forma de aprendizaje. Esta es la posición de Bergson, quien considera la risa como un gesto social, mediante el que la sociedad misma castiga toda rigidez (que le resulta siempre sospechosa) del espíritu, del carácter e incluso del cuerpo: «Esa rigidez constituye lo cómico, y la risa es su castigo», asevera Bergson. Eso implica que para que la risa sea posible, el objeto risible ha de resultarnos indiferente, hemos de ser insensibles, por así decirlo, sin identificarnos con aquél que nos suscita risa, ni mucho menos sentirnos inclinados a compadecerle: «Lo cómico, para producir su efecto, exige algo así como una momentánea anestesia del corazón. Se dirige a la inteligencia pura.»
Otro grupo de teorías interpretan la risa como compensación del sufrimiento y el dolor a los que se halla inevitablemente expuesto el ser humano. La risa vendría a ser, así, una especie de mecanismo de defensa frente a la desdicha. Son varios los autores a los que podríamos acudir para ilustrar esta postura; autores que, en alguna medida, se colocarían, al menos en este aspecto, frente a Aristóteles, quien no parecía muy inclinado a risas y juegos: «La vida feliz –nos dice– es la que es conforme a la virtud, vida de esfuerzo serio, y no de juego. Y declaramos mejores las cosas serias que las que mueven a risa y están relacionadas con el juego.» Y tampoco Platón (República) parece tener demasiada simpatía por la risa. Por el contrario, quienes se mueven en las coordenadas de esta segunda posición que examinamos, podríamos decir que consideran que la vida es ya de por sí bastante seria como para, además, tomarla en serio. Chamfort, por ejemplo, afirmaba que: «De todas las jornadas, la más desaprovechada es aquella en que no hemos reído.» Y La Bruyère aconsejaba «reír antes de ser feliz, por temor a morir sin haber reído.» Con todo, quien mejor ha expuesto la idea clave de esta explicación sobre el origen de la risa es Nietzsche, cuando escribe que: «El hombre sufre tan terriblemente en el mundo, que se ha visto obligado a inventar la risa.» Y en lo mismo, aunque con tono más subjetivo, incide Beaumarchais, quien confiesa que: «Me apresuro a reírme de todo para no verme obligado a llorar.» Por su parte, Joubert considera la risa como un don que sólo al hombre ha sido dado para que le sirva de descanso en las preocupaciones y asuntos serios. Y por eso sólo el hombre ríe; por eso y porque para reírse se necesita conocimiento e imaginación, algo que ha sido negado al resto de los animales. Pero, sobre todo, la causa principal por la que sea el hombre el único animal riente, es de naturaleza fisiológica, y no intelectual, porque la risa (en opinión del médico francés) no forma parte de la virtud racional del alma, sino de la sensitiva (sin tocamiento: no es el cuerpo quien resulta directamente estimulado, sino el espíritu), debido a que la risa no siempre sigue las órdenes de la voluntad; y esa diferencia fisiológica entre el hombre y el resto de los animales que explica la risa es la peculiar disposición del corazón (sede de las pasiones y las emociones) y el diafragma (órgano de la risa): en el hombre se hallan unidos de modo muy distinto a como sucede en los animales, de tal manera que el corazón mueve directamente al diafragma, cosa que no sucede en éstos.
Ciertamente, nadie duda de los efectos benéficos de la risa: con ella se alcanza no sólo satisfacción placentera, sino también descarga emocional y alivio de la angustia y la tensión, y hasta es posible que tenga propiedades curativas, no ya en sentido psicológico, sino propiamente fisiológico: conocida es la influencia que tiene el estado de ánimo sobre el curso de algunas enfermedades. De Galeno se dice, incluso, que, en ocasiones, utilizaba la risa como método propiamente terapéutico, provocando, en determinados casos, un ataque de risa (en sentido literal) en sus pacientes. Una terapia en cuya eficacia también creía Quintiliano. Con todo, hay que tener cuidado, no sea que las cosas lleguen demasiado lejos: Voltaire deseaba (según dice) morir riendo, y Crisipo lo consiguió realmente, si hemos de hacer caso a Diógenes Laercio, quien nos cuenta que tal fue, en sentido estricto, lo que puso fin a los días del filósofo estoico: un ataque de risa.
En cualquier caso, colocar ahí el origen de la risa, la respuesta al por qué nos reímos, me resulta problemático. Nos encontramos en un terreno que tiene mucho de psicológico y de subjetivo. No dejará de haber a quien la existencia (frente a lo que opinan Nietzsche o Beaumarchais) le parecerá una delicia, y dirá que ríe, no para evitar llorar, sino porque se siente extremadamente feliz, o que hemos inventado la risa, no como compensación del sufrimiento, sino para celebrar los insignes y múltiples dones con que nos agasaja la vida.
Una tercera posibilidad es entender la risa como una forma de liberación. Aristóteles, que tanto partido supo sacar de la idea de catarsis, en tanto que purificación y liberación de las pasiones, no parece haber considerado la posibilidad de una catarsis propiciada por el humor o lo cómico, sino sólo por la tragedia y la música. Algunos (Berlyne, por ejemplo) consideran la risa como un mecanismo neurofisiológico que se dispara cuando a una situación de amenaza latente, incertidumbre o malestar, la sigue un estado de seguridad o liberación, es decir, cuando se da un amortiguamiento de la ansiedad o la tensión. El problema de esta explicación es que, al margen de que resulta discutible que la risa o el humor vayan siempre precedidos de un estado de esas características, lo cierto es que hay ocasiones en las que la risa no sólo no es un síntoma de disminución de la ansiedad, sino que aumenta cuando lo hace ésta, tal como ha podido constatarse en múltiples cuadros psicopatológicos.
Pero la teoría de la risa como liberación a quien se halla primordialmente ligada es al nombre de Sigmund Freud. Según Freud, la técnica del chiste, construido mediante incongruencias, absurdos, juegos de palabras, exageraciones, dobles sentidos, &c., es la misma que la de los sueños; y como los sueños (también el juego o la literatura), el chiste y el humor constituyen una suerte de regresión a modos infantiles de actuar y pensar, una forma de escapar de la realidad y sus exigencias, lo mismo que las neurosis y las psicosis, pero no una forma patológica, como éstas, sino gratificante. Por una parte, el chiste nos proporciona placer mediante procesos mentales que nos permiten liberarnos de la necesidad de ser lógicos, morales, realistas...; y por otra, nos libera también, al menos momentáneamente, de deseos e impulsos prohibidos de carácter inconsciente, que el chiste disfraza, aliviando, así, la ansiedad asociada a la manifestación de tales deseos e impulsos: por un momento, la agresividad, la obscenidad o el absurdo nos están permitidos.
La respuesta freudiana a la pregunta de por qué nos reímos podría, pues, sintetizarse diciendo que la risa es uno de los mecanismos de defensa que el Yo utiliza para protegerse de la ansiedad y la frustración. Y a la pregunta de qué es lo que nos hace reír la clave habría que buscarla –siempre según Freud– en el placer lúdico que se experimenta al escapar de las exigencias de la lógica y de la realidad.
La mayor parte de las teorías que responden a nuestra segunda pregunta (de qué nos reímos, qué es lo que tiene gracia) tienen mucho que ver, también, con esta idea de que el chiste pone en suspenso las reglas de la lógica. Veamos algunas de ellas.
Según Chesterton, de quien antes hablábamos, la risa surge del contraste entre la grandeza espiritual del hombre y la pequeñez que de hecho manifiesta muchas veces: «porque resulta un auténtico bromazo asegurar que una casa es mayor por dentro que por fuera.» Nos causan risa aquellas situaciones en las que la autoestima y la dignidad humana resultan, sin embargo, humilladas, por así decirlo. No nos reímos del árbol que se derrumba, porque nada sabemos de su autoestima, pero sí del digno caballero que de pronto resbala y se encuentra sentado sobre el hielo. En suma, la risa surge «de la misma incompatibilidad entre el sentimiento de la dignidad humana y la perpetua posibilidad de indignidades incidentales». Esta misma sugerencia del contraste como origen de la risa la hallamos también en otros teóricos del asunto: contraste entre representaciones que, no obstante, son ligadas, frecuentemente por una asociación verbal, opina Kraepelin; contraste –según Lipps– entre el significado real de las palabras y aquel que caprichosamente les otorgamos, lo que conduce, asimismo, a la contraposición sentido / sinsentido: algo que parecía tener sentido, se nos muestra, de repente, como un completo sinsentido. Contraste, en fin –sostiene Heymans– entre desconcierto / evidencia: en el chiste hay un primer momento de confusión o desconcierto que, al aclararse (por lo general al advertir que se trataba de una pura confusión lingüística) provoca risa.
En opinión de Bergson –a quien también hemos tenido ya ocasión de referirnos– lo cómico es una consecuencia del automatismo y la rigidez, que se oponen a la tensión y elasticidad exigidas por la vida y la sociedad. Y tanto más cómico cuanto que ambos –rigidez y automatismo– puedan ser atribuidos a una distracción fundamental de la persona o de la vida misma (la distracción es, según el filósofo francés, una de las claves ciertas de la risa). Como es lógico, ese principio explicativo general resulta aplicable a las más variadas y diversas situaciones en que pueda darse lo cómico: lo mismo en las formas, los gestos, el carácter, el lenguaje o los acontecimientos. En definitiva: «Esta desviación de la vida en dirección a lo mecánico es la verdadera causa de la risa.» Y la risa, como hemos señalado anteriormente, castiga tales desviaciones y distracciones, porque la sociedad encuentra sospechosa en el individuo toda rigidez, ya sea del carácter, del espíritu o incluso del cuerpo; sospechosa, precisamente, de insociabilidad: la risa –«una especie de novatada social»– opera, entonces, como corrector y castigo: «La risa –escribe Bergson– es un gesto social que subraya y reprime una determinada distracción especial de los hombres y de los acontecimientos.»
La teoría de Laurent Joubert coincide con al de Bergson en dos aspectos: en subrayar la importancia del factor «distracción», como uno de los ingredientes esenciales de la risa, y en aquello que también decía el filósofo francés sobre que la risa sólo es posible cuando queda en suspenso nuestra capacidad de compasión (algo que ya encuentra sugerido en Aristóteles). Según Joubert: «Lo que excita en nosotros la risa es ver algo feo, deforme, deshonesto, indecente, indecoroso e inconveniente, siempre que ello no nos mueva a compasión.» Cualquiera de tales fenómenos, siempre que no implique un daño o peligro para el individuo a quien atañen, resulta para nosotros ridículo y es motivo de risa: por ejemplo, en opinión de Joubert, «es (...) deshonesto mostrar el culo, y si no hay ningún daño que nos produzca lástima, no podemos contener la risa; pero si alguien le pone de improviso un hierro candente, la risa cede el paso a la compasión». Y, por lo general, aquello que nos provoca risa ha de acontecer por descuido y sin premeditación, esto es, de modo involuntario: «no todos se ríen –subraya el médico francés– de ver las partes vergonzosas, e incluso los más severos reprenderán con acritud a quien desvergonzadamente las descubre a propósito. Ha de ocurrir sin premeditación, como cuando se ven por algún descosido de las calzas.» La risa es, pues –siempre según Joubert– una emoción o una pasión que nace como resultado de la mezcla de dos pasiones o emociones opuestas: alegría y tristeza, cada una de las cuales sirve de contrapeso a la otra y la impide ser excesiva (aun cuando la alegría ha de superar a la tristeza); exceso que podría conducir incluso a la muerte, por eso, aunque es posible morir por una alegría o una tristeza extremas, es muy difícil morir de risa. El motivo por el cual se concitan en lo risible esas dos emociones (alegría o placer y tristeza), parece bastante claro: «la cosa risible nos proporciona placer y tristeza: placer porque le parece indigna de lástima, y no hay daño alguno ni mal que se considere importante, por todo lo cual el corazón se alegra y se ensancha como en la verdadera alegría; hay también tristeza, pues todo ridículo procede de fealdad e inconveniencia, y el corazón, contrariado por tal incorrección, como sintiendo dolor, se encoge y se aprieta. Este desagrado es muy ligero, pues no nos apena lo que les ocurre a los demás cuando la ocasión no es grave. La alegría que sentimos, sabiendo que no hace falta compadecer (salvo por una falsa apariencia), tiene más fuerza en el corazón que la tristeza leve.» En consecuencia, aún cabría afirmar, dicho de otro modo, que la risa es una mezcla de «falsa alegría» y «falso desagrado». Es necesario, por último, que en lo risible, para que sea tal, haya algo novedoso e imprevisto, así como repentino, pues la rapidez es acaso el elemento principal en el efecto cómico.
La teoría de Schopenhauer es seguramente la que más cerca se encuentra de las posiciones que yo mismo me atreveré a proponer luego. Digámoslo sin rodeos: la risa se provoca, según él, ante la constatación de la «incongruencia entre el pensamiento y la realidad». Incongruencia, no contraste, es ahora el término clave: «la causa de lo risible –habla también Schopenhauer– está siempre en la subsunción o inclusión paradójica, y por tanto inesperada, de una cosa en un concepto que no le corresponde, y la risa indica que de repente se advierte la incongruencia entre dicho concepto y la cosa pensada, es decir, entre la abstracción y la intuición. Cuanto mayor sea esa incompatibilidad y más inesperada en la concepción del que ríe, tanto más violenta será la risa.» Se trata, pues, de que algo puede ser incluido y representado por un determinado concepto, pero que, visto desde otro ángulo, mucho más importante aún, no sólo no cae bajo el dominio de tal concepto, sino que, además, difiere de forma notable y sorprendente de todo lo que de ordinario se incluye en él. ¿Se nos permitirá decirlo de otro modo? La incongruencia se produce entre el ámbito de la Estética Trascendental y la Analítica Trascendental, de las que hablaba Kant, aunque en el chiste no tiene necesariamente por qué haber una intuición sensible: puede tratarse de un concepto subordinado a otro concepto genérico, pero, en todo caso, la imaginación se encargará de sustituirlo por una representación sensible. Schopenhauer compara lo risible a un silogismo cuya mayor fuese impecable, pero que asociada con una menor inesperada y sorprendente, da lugar a una conclusión risible. De ahí le resulta fácil deducir en qué consiste el ingenio y la técnica del chiste («el ingenio consiste en hallar en cada caso que se presente un concepto genérico en el cual puede ser comprendido, aun siendo la cosa de que se trata de distinta naturaleza que los demás elementos que integran el concepto»), o la razón por la que los animales no ríen: sencillamente no pueden hacerlo, desde el momento que carecen de nociones generales. A partir del concepto de lo risible es posible también establecer el de lo serio, su contrario: «Consiste en la conciencia de la conformidad entre el pensamiento y la realidad. El hombre serio está convencido de que piensa las cosas tales como son y de que son tales como él las piensa.» Cuando lo risible es buscado deliberadamente, nace la broma, y cuando ésta se oculta tras lo serio, tenemos la ironía, cuyo opuesto es el humorismo, en el que es lo serio lo que se oculta tras la broma. La ironía comienza en serio y acaba en risa, en tanto que el humor sigue el proceso inverso. Por otra parte, la ironía, propiamente, va dirigida contra los demás, en tanto que el humor tiene como referencia a uno mismo. Finalmente, el hecho de que reír resulte agradable y placentero es debido, según Schpopenhauer, a que nos satisface el triunfo del conocimiento intuitivo sobre el pensamiento abstracto, porque aquél es la forma natural de conocimiento, inseparable de nuestro ser animal; nos agrada comprobar que el pensamiento es incapaz de hacerse cargo de todos los infinitos matices que presenta lo real: «Por consiguiente –escribe Schopenhauer–, ha de resultarnos grato ver de cuando en cuando cogida in infraganti y acusada de deficiente a la razón, ese domine severo, perpetuo y molesto. Por esto la risa está emparentada estrechamente con la alegría.»
Considero la teoría de Schopenhauer de las más finas que han sido propuestas para explicar el asunto este de la risa, aunque esa valoración positiva no puedo extenderla a toda ella en su conjunto. No se entiende, por ejemplo, por qué ha de ser considerada forma más natural de conocimiento la intuición que el pensamiento; ni tampoco que en lo risible se produzca necesariamente un triunfo de la primera sobre el segundo; ni, por último, que eso haya causarnos alegría o regocijo. Las causas de la alegría o el regocijo, de la risa, en suma, habían quedado sobradamente explicadas por el filósofo alemán (en el contexto de su teoría), sin que haga falta apelar ahora a esta razón que resulta, por así decirlo, «traída por los pelos» y poco fundamentada.
Pero, en fin, sea de ello lo que fuere, es hora de ver si también nosotros podemos decir algo.
3
Antes de nada, es necesario comenzar por reconocer lo que de acertado tienen la inmensa mayoría de las teorías que han sido propuestas para explicar el fenómeno de la risa. Y si hago esta afirmación no es movido por un afán ecléctico o conciliador, sino porque, en efecto, la mayor parte de los elementos que han sido señalados como constitutivos del humor, tienen, ciertamente, en tanto que ingredientes, podríamos decir, su parte en él: no sería difícil hallar en el ámbito de lo cómico o de los chistes ejemplos (puede acudirse a la obra deFreud, El chiste y su relación con lo inconsciente) que confirmarán la existencia de cada uno de esos elementos y sirvieran de apoyo, por tanto, a las explicaciones que se basan en ellos; de donde se hace obligado concluir que muchas de las teorías que hemos examinado (y aun otras) tienen su parte de razón. El hecho, lejos de resultar sorprendente, es perfectamente explicable: es difícil de creer que cualquiera que haya reído (y todo el mundo ha reído), se muestre absolutamente incapaz de decir algo atinado acerca de la risa misma, de qué es lo que hace reír o qué es lo que tiene gracia. Ahora bien, no es suficiente con apuntar un elemento cierto, sino que hace falta encontrar una explicación global. No basta con acertar en la parte: hay que acertar en el todo, es decir, se necesita detectar algún elemento capaz de organizar y sistematizar al resto, que no serían sino un caso particular de aquel; un elemento, pues, dotado de la fuerza suficiente para poder hacerse cargo del resto de elementos constitutivos de lo risible. Tal es lo que me propongo averiguar.
Pero necesito introducir previamente alguna matización. Principalmente, la diferencia entre la sonrisa y la risa. Se trata de dos cosas distintas y no necesariamente ligadas. Quiero decir que la sonrisa no es obligadamente el primer paso hacia la risa, sino que puede ser (y de hecho casi siempre lo es) un fin en sí misma. Y, al mismo tiempo, la risa puede comenzar y acabar por sí misma, sin que exista una sonrisa previa ni posterior. La sonrisa es, ante todo, expresión de un estado satisfactorio o placentero. Es, también, una forma de saludo, de reconocimiento del otro, que originariamente apunta a la alegría que se experimenta al encontrar a esa persona (aunque más tarde se mantenga como simple norma de cortesía, sin que sea preciso que el encuentro nos provoque la menor satisfacción). Así entendida, la sonrisa no es patrimonio exclusivo del humano adulto, sino que la hallamos también en el niño y en el animal (al menos en el chimpancé). Ambos, en efecto, sonríen ante la presencia de estímulos agradables, y seguramente también (sonrisa como saludo) a la vista de alguien querido o apreciado. En el niño (probablemente también en el chimpancé) encontramos esta función de la sonrisa como manifestación del placer que se siente por la presencia de otro, es decir, como saludo, expresada en estado puro: si ese otro no le es grato, el niño no sonríe, sino que llora (esto es obvio en el caso del bebé; un niño de más edad, puede que no llore, pero, en cualquier caso, no dejará de mostrar su desagrado de un modo u otro). La risa, en cambio, presenta dos aspectos. En uno de ellos se encuentra asociada también a sensación placenteras y gratificantes, pero mucho más intensas que aquéllas que generan la mera sonrisa. Es el caso del niño o el del chimpancé, (pero también el del humano adulto) a los que, por ejemplo, se les hacen cosquillas; es el caso, asimismo, del niño que a una determinada edad es tal la excitación que le provoca el juego, y tal el placer que experimenta en él, que no puede por menos que acompañarlo de permanentes e infatigables risotadas. Esta es, probablemente, la razón por la que Darwin dudó si considerar la sonrisa como un paso hacia la risa (basándose, principalmente, en que no existe un corte brusco en la expresión facial de ambas), aunque, finalmente, parece decantarse justo por lo contrario: «Puede decirse por tanto –escribe– que una sonrisa es el primer estadio en el despliegue de una risa. Sin embargo, cabe sugerir una concepción diferente y más plausible, a saber, que el hábito de emitir reiterados sonidos intensos por una sensación de placer condujo primero a la retracción de los ángulos de la boca y del labio superior, y a la contracción de los músculos orbiculares; y que ahora, debido a la asociación y a un hábito prolongado, los mismos músculos entran un poco en actividad cada vez que una causa provoca en nosotros un sentimiento que, de ser más intenso, habría conducido a la risa. El resultado es una sonrisa.» En cualquier caso, es clara la distinción entre ambas por la intensidad del estímulo que las provoca, tal como apuntábamos nosotros. Pero la risa presenta también un segundo aspecto (y este es el que primordialmente nos interesa) en el que se halla asociada, no ya a gratificaciones de carácter físico, sino a operaciones intelectuales complejas. En este sentido no podemos (creo yo) atribuir la risa al niño (no, por lo menos, hasta una cierta edad) ni al animal: en el niño tales capacidades intelectuales aún no están desarrolladas y en el animal (incluido el chimpancé) no existen. Ahora sí cobra plena significación aquello de que el hombre es el único animal que ríe (e incluso cabría añadir: el hombre adulto). En el niño, como decimos, la risa se halla básicamente asociada a estímulos placenteros, de igual modo que el llanto lo está a estímulos dolorosos o desagradables; por eso es capaz de reír o llorar por casi cualquier cosa, así como pasar de la risa al llanto, o viceversa, con suma facilidad; algo que también puede observarse en algunos trastornos psicopatológicos y en individuos afectos de diversos grados de deficiencia mental. Mas no nos interesa ahora la risa patológica, sino sólo aquella que puede ser considerada normal. No nos interesa, tampoco, la risa del niño, sino la del adulto, sin que con esto se quiera decir, ni muchísimo menos, que la risa del niño haya de ser considerada patológica. En absoluto: risa y llanto son respuestas enteramente normales, y seguramente reflejas, al placer y al dolor, y son también, de modo esencial, formas primigenias de comunicación, acaso las primeras de las que usa el ser humano, y cuyo destinatario es, inicialmente y de manera primordial, la madre.
Dicho esto, me parece que para resolver el problema que nos ocupa debemos volver al principio. Si el hombre es el único animal que ríe; si la risa es innata; si es expresión de algún tipo de emoción, y si suponemos (como nos ha enseñado Darwin) que las emociones presentan siempre un carácter funcional, en términos de adaptación y supervivencia, entonces seguramente la clave al por qué de la risa (en el segundo de los sentidos) la encontraremos en alguna situación a la que se halla expuesto el hombre, pero no el animal; algo que existe para aquél, mas no para éste; algo, en suma, donde la risa resulta adaptativa, y por ello el hombre tiene que reírse, necesita reírse, y no así el animal, ajeno a tales circunstancias.
Si nuestra sospecha es acertada, cabría suponer que nuestros mejores guías y acompañantes habrían de ser los etólogos. Pero nos equivocaríamos. No parece ser ésta una cuestión a la que le hayan prestado atención preferente ni sobre la que hayan realizado análisis de gran calado o acierto. Por vía de ejemplo: en su monumental Biología del comportamiento. Manual de etología humana, Eibl-Eibesfeldt se refiere en tres ocasiones a la risa; dos de ellas de manera absolutamente tangencial (propiamente lo único que se hace es utilizar el término), y en la que se supone que tiene por objeto desvelarnos el origen de la risa, el etólogo alemán escribe unas pocas líneas y se limita a señalar que, en su opinión, la risa, como ya había señalado Hoff, se deriva del mordisco lúdico, y lo mismo cabe sospechar, apunta Eibesfeldt, que sucede con la sonrisa: «La expresión –dice– tiene también gran semejanza con la sonrisa y sospecho que ambas expresiones provienen de la misma raíz, es decir, de la intención de morder. Esta puede ser defensiva y así aparece como un mudo enseñar los dientes entre los primates no humanos. La sonrisa amistosa sumisa se halla muchas veces motivada por el miedo. La risa, en cambio, no está motivada por el miedo, sino que es amigable y atrevidamente agresiva.» Y si esto es así, entonces hay que concluir (y eso es lo que él concluye) que la risa es un comportamiento agresivo, y en cuanto tal cumple dos funciones: unir al grupo (a los que ríen juntos) frente al otro, frente al enemigo: «la risa es primariamente agresiva: une a quienes ríen en común, pero se dirige contra aquellos que son ridiculizados.» La risa es, pues, «una especie de acoso». Risa y sonrisa tiene, en consecuencia, su origen en el acto de morder, y la risa como acoso en el comportamiento ruidoso mediante el que un grupo de animales (chimpancés, por ejemplo) amenazan a un enemigo. No parece, por tanto, que la risa humana sea peculiar o distintiva en ningún sentido: nada hay en ella que no se encuentre también en el mundo animal. No voy a discutir al pormenor la teoría de Eibesfeldt: sólo diré que se necesita un esfuerzo notable para llegar a ser más superficial.
Si en el voluminoso manual del etólogo alemán hay tres referencias a la risa, en la no menos voluminosa Sociobiología, de Wilson, hay dos. La superficialidad no es menor. Lo que Wilson viene a decir es que risa y sonrisa derivan evolutivamente de comportamientos que encontramos en la mayoría de especies de primates: la ostentación de dientes descubiertos (expresión que dichas especies asumen al enfrentarse a un estímulo aversivo, que empuja a la huida; expresión que en los primates superiores es frecuentemente silenciosa y que entre los chimpancés sirve también para establecer contactos amistosos dentro del grupo) y la ostentación de boca abierta y relajada (que es señal asociada al juego). «En el hombre –concluye Wilson– estas dos señales, la ostentación silenciosa de los dientes descubiertos y el de la boca relajada, parecen converger hasta formar dos polos en una nueva y graduada serie que va desde una respuesta amistosa en general (sonrisa) hasta el juego (risa).» La ostentación de dientes descubiertos ruidosa, esto es, acompañada de gritos (que indica terror y sumisión) no se da, en cambio, en el hombre, reconoce Wilson; pero, en todo caso, risa y sonrisa son comportamientos homólogos (ni siquiera simplemente análogos, repárese en ello) a las expresiones faciales de los simios cercopitecoides.
Por su parte, Flora Davis, una de las grandes estudiosas de la comunicación no verbal, está de acuerdo con Wilson en lo que respecta a la sonrisa como respuesta amistosa, aunque subraya que en el hombre, como en otros primates, tiene también un importante comportamiento defensivo, en tanto que gesto de apaciguamiento ante una agresión latente (sonrisa defensiva). En cambio, lo que ella denomina sonrisa de verdadero placer le resulta más difícil de explicar, aunque parece decantarse por la explicación de Richard J. Andrew, que la considera derivada de un gesto de sorpresa, común al hombre y otros mamíferos: «Aquella mueca de sorpresa –escribe F. Davis– podría haber evolucionado hasta transformarse en la amplia sonrisa de placer; el humor de los adultos –añade como prueba– depende todavía del factor sorpresa.»
Ni siquiera en Darwin hallamos grandes respuestas al problema que estamos examinando, aunque no dudo en afirmar que las que nos proporciona resultan mucho más sugerentes y atinadas que las de sus ilustres sucesores. Por lo pronto, Darwin es consciente de las profundas diferencias entre la risa del niño y la del adulto, aunque considera (creo que acertadamente) que la sonrisa, en cambio, brota en ambos de fuentes similares: «En las personas adultas –nos dice– la risa se provoca por causas muy distintas de aquellas que son suficientes durante la infancia, pero es dudoso que esta consideración pueda aplicarse a la sonrisa.» No cabe duda, por tanto, que mucha mayor diferencia habría de advertir Darwin entre la risa del animal (del chimpancé) y la del hombre. Sin embargo, a la hora de explicar cuáles son esas diferencias y cuál es, en suma, la causa de la risa del ser humano (adulto), se encuentra desorientado, y el mismo lo reconoce: «La cuestión –escribe– es muy complicada. La causa al parecer más común es el hecho de algo incongruente o inexplicable que provoca sorpresa y cierto sentimiento de superioridad al que ríe, siempre que este se encuentre en un estado de ánimo alegre.» Así, pues, la explicación que finalmente Darwin acaba proponiendo es muy similar a algunas de las que hemos examinado, y en ella se mezcla el factor incongruencia con el sentimiento de superioridad sobre aquello que es objeto de risa (superioridad que no hay por qué considerar necesariamente como una forma de agresión, tal como hace Eibesfeldt). Observa Darwin que de la misma forma que nadie puede hacerse cosquillas a sí mismo, porque el lugar que vaya a ser estimulado ha de resultar desconocido, inesperado: «De igual modo, respecto a la mente, algo inesperado –una idea nueva o incongruente que rompa la cadena habitual del pensamiento– parece ser un factor de peso para la hilaridad.»
Y bien, ¿cuáles pueden ser esas circunstancias, desconocidas por el animal, que (tal como sugeríamos) impelen al hombre a reírse? ¿Qué disposición, específicamente humana, ha motivado que la risa haya acabado por ser para el hombre una respuesta adaptativa? Sugiero que pueda tratarse de la capacidad de pensar en términos abstractos. El animal, al que no cabe negar dotes tales como el aprendizaje, el lenguaje, el uso de instrumentos, la cultura o la inteligencia (entendida, al menos, como la capacidad de resolver problemas), no posee, en cambio, capacidad para el pensamiento abstracto, para el pensamiento simbólico, o, si así se quiere decir, para la formación y uso de conceptos generales (y en el niño –advirtámoslo– no se desarrolla sino a partir de una cierta edad: por eso, si nuestra sospecha es acertada, el niño no ríe como lo hace el adulto). Para el animal cada cosa es única y concreta. Es como un nominalista que ni siquiera entendiese la posibilidad de formar conceptos generales, aunque sólo fuese a título de meros flatus vocis. No tiene –vamos a decirlo con Max Scheler– capacidad para captar esencias. Un experimento llevado a cabo con un chimpancé, de nombre Rafael, resulta muy significativo a este respecto. A Rafael se le enseñó a apagar una llama, para acceder a un plátano colocado detrás de ella, con un vaso que llenaba con el agua de un cántaro; y se le enseñó también, colocado en una plataforma sobre un lago, a lavarse con el agua de éste, que recogía, asimismo, con un vaso. A continuación, en la plataforma sobre la que se hallaba el animal se colocó el fuego con el plátano, y en otra plataforma separada el cántaro con agua. Pues bien, Rafael no llenó su vaso de agua en el lago para apagar la llama, sino que, haciendo un gran esfuerzo, pasó, auxiliándose con un tronco, a la plataforma donde se encontraba el cántaro, llenó en él su vaso y retornó a la plataforma donde se encontraba el fuego y el plátano para apagar la llama, tal como se le había enseñado, con el agua del recipiente. El caso de Rafael muestra que, para él, el agua del cántaro y la del lago no son en absoluto el mismo agua, sino dos aguas distintas, cada una de ellas asociada a funciones diferentes. Pero en el caso del ser humano, la capacidad de abstracción permite descubrir semejanzas esenciales entre cosas diferentes, y también diferencias esenciales entre cosas semejantes, lo que permite la formación de conceptos generales y abstractos, de símbolos y, con ellos, del segundo sistema de señalización y del lenguaje. Si un individuo humano actuase como Rafael nos resultaría inmediatamente risible (y si el propio chimpancé nos lo parece es porque no podemos dejar de imaginar a un hombre en su lugar, es decir, haciendo eso mismo). ¿Por qué? Seguramente porque, de repente, habríamos descubierto con profundo asombro por nuestra parte que tal individuo ha sido capaz de establecer una tal diferencia entre cosas esencialmente iguales, una diferencia que le conduce a actuar con ellas y frente a ellas cual si se tratara de realidades completamente diferentes. Creo que aquí se encuentra la esencia de lo cómico y la respuesta a la pregunta acerca de qué es lo que nos hace reír: cuando hallamos diferencias entre cosas esencialmente semejantes (que son y deben ser, por tanto, siempre semejantes) o semejanzas entre cosas esencialmente diferentes (que son y deben ser en cualquier circunstancia diferentes), se produce un efecto cómico y a él respondemos con la risa. Naturalmente, no se trata de unas semejanzas o diferencias cualesquiera, sino esenciales ellas mismas, esto es, que de darse realmente comprometerían la esencia de la cosa misma, haciéndola variar sustancialmente. Nada risible habría si la diferencia o semejanza fuese meramente accidental: no reímos al observar que dos individuos humanos (esencialmente idénticos en tanto que humanos) difieren en el color del pelo, o que el plumaje de un loro y el de la camisa de su dueño comparten un mismo color; pero seguramente sí lo haremos si vemos a un hombre andar como un chimpancé. Este es el mecanismo principal y espontáneo de lo risible; el chiste, derivado de él, surgirá más tarde, siempre que de forma deliberada y consciente (artificial, si se quiere) se busquen y se encuentren esas mismas semejanzas entre lo distinto y esas mismas diferencias entre lo semejante, poniendo así en marcha el mismo proceso. Lo cómico será ahora una especie de juego («El chiste es un juicio juguetón», decía Kuno Fisher). Y sospecho que del mismo modo que la rapidez perceptiva (uno de los factores de la inteligencia, según Thurstone) consiste en la capacidad de captar semejanzas entre dibujos diferentes y diferencias entre dibujos semejantes, el ingenio humorístico consiste en la capacidad de captar rápidamente semejanzas entre cosas (situaciones, caracteres, valores, &c.) esencialmente diferentes y diferencias entre cosas esencialmente iguales. El individuo chistoso o gracioso (hablo en el más noble sentido de ambos términos) es aquél que tiene especialmente desarrollada tal capacidad. Pero obsérvese que existe una importantísima diferencia entre esas dos capacidades: la primera, la rapidez perceptiva, capta semejanzas y diferencias de carácter accidental (los dibujos, pese a ellas, continúan siendo esencialmente iguales o distintos); la segunda, en cambio, capta semejanzas y diferencias esenciales, esto es que (como ya he señalado), si se dieran realmente (y en principio parece que así es: ahí está la gracia), trastocarían radicalmente la esencia de las realidades en cuestión.
Tal es el elemento (me parece a mí) que unifica y explica todos los demás que han sido señalados y detectados en el juego de lo cómico, y en los que diversos estudiosos han querido hallar la esencia del humor: absurdo, ilógico, exagerado, contraste, juego de palabras... Efectivamente: todos ellos son mecanismos al servicio de ese establecimiento de semejanzas y diferencias aparentemente esenciales, pero juguetonamente engañosas. Y lo mismo la incongruencia, sobre la que tantos autores han llamado la atención. La incongruencia, por ejemplo, entre el pensamiento y la realidad, a la que se refiere Schopenhauer. Se da, ciertamente, una incongruencia, pero tiene un carácter muy preciso: es la incongruencia entre lo que las cosas son (y sabemos que son) y lo que por un instante parecen ser o se nos quiere hacer ver que sean. La incongruencia, sin más, no tiene por qué mover necesariamente a risa. Hay incongruencias que no dan risa: dan pena.
Ahora se puede comprender fácilmente que el animal no ría. Para él (como ya hemos dicho) cada cosa es única, es incapaz de formar conceptos generales y abstractos en los que queden recogidos semejanzas y diferencias esenciales entre las cosas. Añadiremos ahora que para él, también, cada cosa es como es y como debe ser; y por eso el animal es serio (en el sentido de Schopenhauer): en él se da siempre un acuerdo o conformidad entre su pensamiento y la realidad. Sólo el hombre se halla abierto al juego de lo risible.
He ahí, a mi juicio, la esencia de lo cómico y el qué de la risa. Justo es reconocer, sin embargo, que algunos autores, como Juan Pablo, Vischer o Kuno Fisher, apuntaron alguna sugerencia en la misma dirección, y el mismo Kant, en su Antropología, a punto estuvo de dar con la clave del asunto, cuando señala que el talento humorístico consiste en «la posición deliberadamente invertida en que una cabeza ingeniosa coloca los objetos (por decirlo así, cabeza abajo) [proporcionando], con maliciosa simplicidad, al oyente o lector, el deleite de colocarlos otra vez bien por sí mismo». Algo de eso hay, en efecto. Y aun más cerca de la solución se encontró nuestro Jardiel Poncela cuando afirma que: «Humorismo es reasociar elementos previamente disociados.» Sí, de alguna manera así es, más también disociar elementos previamente asociados.
Pero si podemos pensar que hemos dado respuesta al qué de la risa, a la esencia de lo risible, aún no hemos respondido al por qué, ¿cuál es el motivo por el que ese descubrimiento de semejanzas y diferencias insospechadas y sorprendentes nos hace gracia y que respondamos a él, precisamente, con la risa?
Creo que la explicación es ésta. Nuestro cerebro es un órgano esencialmente lógico: le gustan las cosas coherentes, simples, sencillas, significativas, ordenadas y con sentido. En procesos psíquicos tales como la percepción y la memoria nos ofrece buenas pruebas de ello (esa es seguramente la explicación de que el individuo excelente, desde el punto de vista intelectual, suele ser aquel capaz de ver lo mismo de otra forma distinta a como lo ve el común de la gente, o de organizar los mismos elementos de un modo diferente y novedoso: una manera de ver o relacionar opuesta, incluso, a la tendencia natural que seguiría su propio cerebro). Nuestro cerebro es también (si se me permite la broma, no exenta de cierta paradoja) un tipo muy serio y con escaso sentido del humor. Todas las situaciones risibles (y todos los chistes) tienen en común una serie de características absolutamente opuestas a aquéllas con las que el cerebro se siente cómodo: son absurdas, faltas de sentido, incongruentes, rebuscadas, desordenadas... El cerebro, enfrentado a ello, quiere entender y no puede; intenta ordenar, clasificar, simplificar, y por unos instantes cualquiera de tales actividades le resulta imposible, porque momentáneamente ha sido engañado por ese sutil juego de diferencias y semejanzas, que, por unos segundos, se ve impelido a reconocer como esenciales, aunque el sabe que no lo son, que son absurdas. Se produce entonces una tensión, o una acumulación de energía (por decirlo con Spencer), que la risa (ahora en tanto que actividad puramente muscular) viene a aliviar o a descargar. Pero el cerebro es también un órgano muy poderoso, y por eso el engaño no puede durar mucho tiempo: enseguida las cosas vuelven a su sitio, él las pone en su sitio. Esta es la razón por la que, como a veces se ha señalado, el chiste ha de ser breve: hay que coger desprevenido al cerebro, pillarlo por sorpresa; si se le da tiempo, establecerá las relaciones correctas y toda gracia habrá desaparecido, del mismo modo que desaparece cuando un chiste es explicado. Hay alguien más fatigoso aún que el impenitente contador de chistes: aquél que, además, los explica. Ese es también el motivo por el que, como observó Kant, el humor es como «una impresión que brota de una espera en tensión que de repente se reduce a nada».
Así, pues, la captación de semejanzas y diferencias que, sin serlo, por un momento parecen, contra toda lógica, esenciales, sería la clave de lo risible, siendo la risa una emoción cuya funcionalidad adaptativa reside en el hecho de aliviar la tensión que lo risible mismo comporta (emoción, repitámoslo, que no necesita el animal y que en el niño sólo aparece en el momento en que ha desarrollado un pensamiento abstracto).
El proceso podría, tal vez, entenderse según el esquema que James y Lange proponen para cualquier emoción: captación de una semejanza o diferencia absurdas; bloqueo momentáneo del cerebro, que genera tensión y energía; movimientos involuntarios, característicos de la risa, tendentes a buscar el alivio y la descarga (movimientos casi siempre ridículos: quítese el volumen al televisor y obsérvese reír a alguien); percepción de tales movimientos, y, como consecuencia, comicidad y risa. Es decir, no río porque algo me hace gracia, sino que, al contrario, algo me hace gracia porque río, porque me obliga reír. Así podría explicarse lo contagioso de la risa, el fenómeno de la risa floja, y el hecho de que cuantos más esfuerzos hacemos para no reír, más nos reímos.
Quién sabe si al final no resultará que de lo que en verdad nos reímos es de la risa misma.