Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 8 • octubre 2002 • página 7
La pregunta llama a la respuesta y la respuesta remite a la responsabilidad. Tomando el recado, desarrollo en este texto algunas consideraciones acerca de la conexión entre la «responsabilidad moral» y las dimensiones de la «temporalidad», con breves alusiones al correo y la correspondencia, al destinatario y al remitente
I. Tratarse y con-tratarse. Para una perspectiva de la responsabilidad moral y de los derechos humanos, compatible con una ética racional y humanística y comprometida con el presente, no existe verdadera experiencia moral sin la intervención actuante compensada, sin la presencia de la transitividad y de la reciprocidad, las cuales, a su vez, se interconectan con los asuntos de la correspondencia, la comunicación y la relación. Todo este entramado se despliega con sentido en la dimensión temporal del presente. La responsabilidad política y la responsabilidad jurídica sí escapan, en cambio, a los límites del ahora: pueden remontarse a episodios ya sucedidos, y, aupándose sobre los hombros del presente, saltar y proyectarse hacia delante o hacia atrás. Pueden, asimismo, alargar el brazo y con la mano abarcar una colectividad. La responsabilidad moral, no. Porque la moral es, según creo, un fenómeno primariamente personal e intransferible, presencial, del presente.
La ética del presente{1} y el ámbito de la responsabilidad moral se ocupan de atender y acoger lo más vivo y vital del hombre, es decir, sus acciones y el modo en que ellas responden a los quehaceres humanos en el transcurso de sus trabajos y sus días. El éxito de la vivencia moral no está asegurado de antemano, sino que dependerá finalmente de la sabiduría, de la fuerza y valor del carácter, así como de la habilidad –y, ¿por qué no?, también de la fortuna– con las que aseguramos el trato con nosotros mismos –es decir, el cómo nos tratamos: el cuidado de uno mismo– y con los Otros –o sea, cómo nos con-tratamos y llegamos a establecer con-tratos con los demás–. En el instante que contactamos con un otro que no soy yo, penetramos en el espacio de lo público –y, por extensión, de lo político, el ámbito de la polis–. El Otro completa la vida para que sea así nuestra vida, nos acompaña y nos saca de la soledad, de la que provenimos y hacia la que nos encaminamos: con el otro nos conformamos, porque él conforma el nos. El Otro es también un yo, el yo que complementa. No hay, empero, que abandonarse a la fortuna, pues la fuerza moral proviene de la virtud, pero sí hay que dejarla correr. La misma fortuna es una y obra igual para todos.
II. Toc. Toc. ¿Quién es? El Otro es otro-yo que nos habla y al que respondemos; le hablamos y nos responde. Este hecho común, básico y primario, desvela, sin embargo, una circunstancia extraordinaria, fundamento de toda responsabilidad: el responder. Aun siendo la condición necesaria que da sentido a la relación, no puede evitar pasar a menudo por el trance de ser un principio muy incumplido. Este hecho, empero, no lo niega ni lo deslegitima. Son sus incumplidores quienes quedan en evidencia. Uno puede hablar mucho y no responder casi nada y casi nunca: éste sería, estrictamente hablando, un irresponsable, un palabrero.
En el transcurso de nuestra existencia, ocurre que, de golpe y sin avisar, algo tremendo conmociona nuestra vida, un episodio dramático que relata Ortega en esta poderosa descripción:
he aquí –y vuelvo a reanudar nuestra trayectoria– que al prójimo que me acompaña le pasa de pronto algo muy extraño. Su cuerpo se queda inmóvil y rígido, como mineralizado. Responderme es el acto típico y esencial en que percibo que existo yo para el prójimo. Ahora ya no me responde: he dejado de existir para él; por tanto, ya no estoy en compañía con él.{2}
En verdad, no existe hecho más turbador, y aun aniquilador, de la existencia humana que la palabra que se pierde en el vacío, la pregunta sin respuesta –está, ciertamente, la muerte, que es el gran Silencio, pero por allí se empieza–. A este hecho lo denominaré «la derrota de la correspondencia». Para asegurar la correspondencia, es necesario que el individuo comprenda y asuma la importancia de la respuesta: de ella nacen los principios de la responsabilidad moral y de la autonomía moral. Pero también es preciso asegurar y proteger los instrumentos y los medios de la correspondencia.
III. Mercurio desolado. Se ha apuntado innumerables veces la relevancia física y simbólica del puente como segmento de interconexión entre las personas. De él se ha dicho que es algo más que una mera construcción arquitectónica o civil: que es una cimentación de la comunicación y la civilidad. Georg Simmel en su inspirado ensayo «Puente y puerta» lo ha expresado así:
el puente simboliza la extensión de nuestra esfera de la voluntad sobre el espacio. Sólo para nosotros las orillas del río no están meramente la una enfrente de la otra, sino «separadas».{3}
Con el puente tendemos hacia el más allá de la existencia particular, la vida en común, que es no sólo lo que nos complementa, sino literalmente lo que nos extiende. No sabemos siempre qué es lo que nos espera al otro lado, pero quedaremos muy complacidos si al llegar nos aguarda otra persona y somos bien recibidos. Nos saluda y le contestamos, nos presentamos y nos hacemos presentes.
Sin embargo, acaso no se haya insistido bastante en el valor trascendental, vital, sagrado, del correo: la expresión física y dinámica, cinética, de la correspondencia. Tal vez a muchos se les escapa la importancia suprema que tiene su conservación y correcto funcionamiento, el valor de su indemnidad. Tras el rastro de la carta y del cartero van la noticia, la esperanza y el consuelo. Si trae malas noticias, mala suerte. Pero no es juicioso matar al mensajero porque nos acerque aquello que deseamos mantener a distancia, como no es sensato disparar sobre el pianista porque interpreta una pieza que no nos gusta o francamente nos desagrada.
Desatender los deberes personales de la correspondencia es una grave irresponsabilidad. Pero, perder una carta, violar la correspondencia, censurar una misiva, no entregarla, destruirla, envenenarla, usarla como arma mortal, deberían considerarse como algo más que vicios, faltas o delitos comunes, y acusarse como crímenes de lesa humanidad, porque interrumpen y malogran la prolongación de la comunicación humana, porque nos asola, mata la esperanza, y si no mata materialmente al mensajero, lo deja sin empleo: Mercurio desolado.
IV. El correo corre y nos trae la ventura. Siempre adelante, como el tiempo. Siempre tenaz, como el viento, el correo nos transporta y nos lleva a la instancia, no importa la distancia, de los otros: el correo post-al.
Según el sabio Corominas, la palabra española «correo» proviene del occitano antiguo corrieu, término conectado, a su vez, con el francés antiguo corlieu, que remite tanto al acto de correr cuanto al lugar (lieu). Pero, si miramos el proceso con mayor atención, veremos que también conduce al catalán, justo a su corazón (cor). Sea como fuere, venga de donde venga, el correo será bien recibido, aunque no traiga siempre nuevas buenas. Porque no hay nada más triste que un hombre que no tenga quien le escriba.
V. El correo tiene destino y es devenir. El término «correo» nombra también al que transporta los mensajes, al que lleva la correspondencia, de puerta a puerta, de un lugar a otro lugar: el cartero. Esos lugares son los destinos y son importantes: los hogares, las oficinas, los bancos –para muchos, los amigos más fieles, pues casi siempre se acuerdan de uno, a veces certifican la única reserva del buzón–. También son apreciables, valiosas, las estafetas, las sedes o las centrales de Correos. En la mayoría de las ciudades inteligentes, estrictamente civilizadas, se les asignan los mejores emplazamientos y casi siempre admiramos estas construcciones como edificios hermosos, circunstancia ésta, por cierto, que dice muchos del alma de la ciudad: noble, si lo cumple; bellaca, si lo incumple. Recuerdo ahora mismo dos magníficos ejemplares, a modo de ejemplo. La Caja Postal (Postparkasse) en Viena, obra modernista del arquitecto Otto Wagner, construida entre los años 1904 y 1906. Uno de los más edificantes mojones de la Ringstrasse, el cual no sólo alberga la oficina principal de Correos sino también – como el sonoro timbre de su nombre nos sugiere– de Telégrafos. También rememoro ahora con gusto la Postkantoor, la estafeta de Correos de la ciudad de Ámsterdam, mayúsculo edificio construido en 1899 por C. H. Peters, combinando graciosamente el estilo gótico con el Renacimiento holandés. Un poderoso y bello ejemplar éste, próximo a la bulliciosa plaza del Dam, compitiendo en esplendor con el Palacio Real y con la Nieuwe Kerk. Hoy en día, la catedral nueva acoge regularmente exposiciones de arte contemporáneo, mientras que el edificio de Correos se ha convertido en recinto comercial que alberga animadas tiendas, sin perder en ningún caso dignidad ni realce. Ciudad renovadora, Ámsterdam, pero conservando siempre su esencia: arte y comercio.
Hay otros casos y otras ocasiones en los que los edificios de Correos han servido para utilidades más infortunadas y luctuosas. Durante el denominado «levantamiento de Pascua» en Dublín –la rebelión armada de los nacionalistas irlandeses contra el Reino Unido, llamada así porque comenzó el lunes de Pascua, 24 de abril de 1916–, cuyos objetivos políticos eran la obtención de la libertad nacional y la proclamación de la República de Irlanda, el lugar elegido, simbólica, emblemáticamente, para montar el cuartel general de los sublevados fue la oficina central de Correos de Dublín, en la calle O'Connell. Éste fue el objetivo, el target señalado, el cual acabó seriamente dañado. Por lo demás, en las asonadas, escaramuzas, insurrecciones, levantamientos y conflictos bélicos contemporáneos, las sedes de las emisoras de radio y televisión han sustituido a los edificios de Correos a la hora de escoger –sombría preferencia– los centros de ocupación inmediata o de destrucción o para tomarse como barricada tras la que guarecerse. A la vista de esto, me siento tentado a proponer también que las oficinas de Correos de todo el Planeta sean incorporadas a la lista de edificios sagrados, junto a templos y museos. Que se les proteja, en lugar de que sirvan de blanco.
VI. Correo, civilidad y civilización. En verdad, podríamos establecer un criterio de evaluación sobre el nivel de civilización de las sociedades a partir del cuidado y esmero con los que garantizan el servicio postal, y, en general, las comunicaciones, del mismo modo que sería posible calibrar la catadura cívica y moral de las personas atendiendo al respeto –o falta de respeto– que muestran hacia las reglas sagradas de la correspondencia. Porque, ¿cómo dar crédito a unas gentes que vulneran las leyes de la relación y la correspondencia, o sea, la coherente cohesión? ¿Cómo confiar, verbigracia, en un sujeto que sistemáticamente, como norma, deja sin responder –o responde a destiempo– los mensajes que le llegan, las llamadas telefónicas recibidas, haciendo ostensible de esta guisa una actitud que ofende las más elementales maneras del civismo y los buenos modales? No se diga que son asuntos sin importancia ética, pues, aunque sea por vía indirecta, su repercusión en la moral es incuestionable. Como sabemos desde Kant, los buenos modales no son aún virtudes morales, pero representan un necesario ejercicio para el cultivo de la virtud, un aprendizaje y una iniciación indispensables en los oficios de la humanidad.{4}
Un sentimiento funesto acompaña irremisiblemente a todo accidente o desgracia en el correo: sea el hurto o el extravío de una saca que contiene envíos sin distribuir, el incendio de una oficina postal, por efecto del cual cientos, miles de cartas y paquetes no llegarán a su destino, un suceso éste, un contratiempo, que probablemente muchos destinatarios que esperan respuesta y los remitentes que los expidieron, no conocerán jamás, porque una calamidad se interpuso entre ellos, seccionando brutalmente el hilo de la comunicación. Hablo de desgracia. Pero, si la acción destructora es intencionada, como ocurre cuando se envían cartas y paquetes-bomba o se envenena materialmente la correspondencia, y se convierten en armas asesinas, en mensajes de muerte, en esquelas, como en la contaminación del correo por ántrax o carbunco, entonces nos hallamos ante un episodio más de la locura criminal, de la vesania.
VII. El poder del silencio. No deja de resultar muy curioso, y desde luego altamente inquietante, el advertir que la cesación, o aflojamiento, de los cuidados y deberes para con la correspondencia sea por lo común directamente proporcional al estatus de elevación y poder de los sujetos que intervienen en la escena. El hombre no sólo tiene que sobrellevar el desasosegante silencio de Dios Todopoderoso (ésa es su prerrogativa, allá en el Cielo), sino también el vacío metafísico (el imperio en el Limbo) o los trastornos del silencio administrativo (la potestad en la Tierra), sino que además debe de entenderlos, cuando es precisamente esto último lo más arduo: comprender lo insondable.
Que el Creador del Cielo y la Tierra, máximas expresiones del amor cósmico, no atienda la plegaria que le dirige su criatura desesperada y desamparada, que el Ser se olvide del hombre porque el hombre se ha olvidado del Ser y le condene curiosamente a la Nada, y que los aparatos del Estado, diseñados y concebidos desde los orígenes del contrato social, o lo que sea, para proteger y asistir al ciudadano, ignoren regularmente (¡irregularmente!) sus reclamos y demandas, representa un serio desorden teológico, metafísico y social. Estos tres indicadores del poder del silencio ponen de manifiesto una anomalía –o cómo los ideales de la cultura fracasan en muy amplios frentes–.
Que las maneras habituales de expresión de aquellas personas que han escalado puestos de poder se traduzcan en la singular costumbre de no responder, por sistema, a las llamadas telefónicas, cartas o mensajes que se le dirigen, o en retrasar artificiosa, ritualmente, la contestación, en no recibir a las visitas, o en hacerlas esperar sin necesidad pero con cuidada escenificación, son, asimismo, ejemplos cotidianos, anecdóticos –poco ejemplares, pero muy indicativos– de la presencia de un quebranto en la vida política, en la res publica.{5} Diría además que se trata de un hecho que pone en evidencia la creencia que entiende la política, como una fuerza milagrosa, como potencia transformadora, beneficiosa y moralizadora, o sea virtuosa en sí misma, en la vida social, según algunos sostienen con tanta ingenuidad como exaltación.
En todo caso –en todos estos casos– y más acá de lo político, lo que exhiben estas costumbres es una demostración de las fatigas y miserias de la responsabilidad moral.
Notas
{1} A los lectores de la revista El Catoblepas –cuyo subtítulo reza Revista crítica del presente– puede que les interese saber que el autor de este artículo, morador y responsable de «La buhardilla», lleva hoy por hoy en marcha una investigación filosófica acerca de la ética del presente –qué sea tal cosa, ya se verá, si llega a verse–. Una exposición pública de alguna de las facetas de este tema ha sido presentada recientemente, con el título de «Responsabilidad moral y temporalidad. Ensayo de una ética del presente», en el I Congreso Iberoamericano de Ética y Filosofía Política, celebrado en Alcalá de Henares (Madrid) entre los días 16 y 20 de septiembre de 2002. Asimismo, una versión de la misma puede leerse en la revista Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, volumen VII, 2002, Málaga (España).
{2} José Ortega y Gasset, En torno a Galileo, Revista de Occidente/Alianza Editorial, Madrid 1982, págs. 80 y 81.
{3} Georg Simmel, El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, Península, Barcelona, pág. 30.
{4} Véase Emmanuel Kant, «Acerca de las virtudes sociales», en Lecciones de ética, Crítica, Barcelona 1988, págs. 283-285. Para un tratamiento de este asunto, puede verse también mi «Los buenos modales. Una meditación sobre los oficios de la humanidad», en Claves de Razón Práctica, Madrid, nº 64, julio-agosto 1996, págs. 70-72, texto asimismo incluido en el libro Razones para la ética. Ensayos de ética autónoma y de humanismo racional, Edicions Alfons el Magnànim-IVEI, Colección Novatores, nº 2, Valencia, 1996, págs. 71-77.
{5} El filósofo español Miguel Catalán ha señalado e identificado esta peculiar conducta entre las 11 Paradojas que refiere en su El sol de medianoche, Edicions de Ponent, Alicante 2001. Allí, en la Paradoja 2, «Ideal de Ausencia», escribe lo siguiente: «En nuestro país la importancia de una autoridad se mide por la cantidad de cosas que no hace. Es requisito indispensable que entre a trabajar el último y salga el primero. También da indicio de su categoría el número de asuntos que no resuelve, el número de llamadas que no atiende, el número de cartas que no responde y el número de citas a las que no asiste (ha de tener al menos el decoro de llegar tarde si acude a alguna de ellas). Quien acaba de ser nombrado para desempeñar cierto cargo se convierte ipso facto en un personaje demasiado importante como para resolver los problemas derivados de su nombramiento.» (pág. 2).