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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 8 • octubre 2002 • página 8
Estética

La expresión en el arte

Raúl Angulo Díaz

Una crítica a la Idea de «expresión» en el Arte parece tan necesaria como inútil, dada su extensión y su potencia. El presente artículo no pretende una crítica exhaustiva de la Idea de «expresión». Simplemente trata de sustituir, desde tres puntos de vista muy distintos, la Idea de «expresión» por la Idea de «interpretación». El Arte no expresa al artista, ni a su pueblo, ni a su época; el Arte se interpreta

I

Iniciamos con este artículo la sección de Estética en El Catoblepas. Y es que el Arte ha de ser uno de los objetivos a triturar en la crítica del presente. El Arte es una de las ideas fuerza de la ideología de la sociedad, bajo el aliento de esa otra gran idea fuerza o mito que es la Cultura. La fuerza de la idea de Arte es paralela a la de la idea de Cultura. Podemos concretar esta fuerza en dos ejes: la expresión y la salvación. La Cultura (y el Arte, como una de las formas más sublimes de la Cultura) expresan una forma de ser, una esencia, y a la vez salvan, por elevación, a los que acceden a su ámbito. Sin embargo, así como lo que se expresa en la Cultura es la esencia de un pueblo, en el Arte se da una ambigüedad en la sustancia que se expresa. Unas veces se dice que lo que se expresa es el «artista», el genio individual, y otras veces se expresa «el alma de un pueblo». Es verdad que estos dos polos pueden articularse armónicamente mediante la operación de convertir al genio individual en el genio de la esencia del pueblo. El genio sería algo así como la flor más sublime, verdadera y representativa que ha tomado su alimento de la fértil tierra de su pueblo. De este modo, Tomás Luis de Victoria (y especialmente en su Oficio de difuntos) representaría el espíritu español, y Miguel Ángel el espíritu italiano.Observemos que son los autores, y no sus obras, las que representan los pueblos y las épocas, como si el espíritu de un pueblo se encarnara en un individuo, y éste lo expresara en sus épocas. Es verdad que se reconoce que unas obras del autor expresan mejor que otras ese espíritu; pero si esto es así se dice que es porque en unas obras el autor ha estado más acertado que en otras, o más en estado de gracia, o simplemente porque ha alcanzado una madurez técnica. Esta versión espiritualista está muy extendida, de una manera más o menos soterrada, en el ámbito artístico, y de ella se hace un muy buen empleo por parte de los organismos institucionales que están prontos a lanzarse a la creación de fundaciones y museos que rezumen las esencias más destiladas y prístinas de sus esencias nacionales; así la fundación Miró, como expresión de un hedonismo primitivo mediterráneo (se supone contrario al ascetismo castellano)

Este espiritualismo en el Arte también se da también en ciertas versiones más o menos popularizadas del materialismo histórico. Los genios, en este caso, serían expresión, como parte de la superestructura, de una base –que consistiría, ya se sabe, en los medios de producción y en las relaciones de producción–. Gaudí sería, según esto, expresión de la burguesía e ideología catalana de a principios del siglo XX. Pero también se puede sostener una postura dialéctica entre el genio y su sociedad, en cuanto que la expresión de la individualidad del artista se opone a la de unos contenidos comunes. Es la imagen del genio solitario que se enfrenta a los valores (estéticos, pero también morales e ideológicos) de su sociedad. Esta figura del artista incomprendido está tan extendida y es tan común en nuestros días que no es necesario extenderse mucho en ella. Se dice que comenzó en el romanticismo, y sin duda ha sido el motor del período de vanguardia, con sus intentos de renovación, si no de revolución, de la Vida (prosaica) por medio del Arte. Una comunidad de artistas como guía (y no sólo estética) de los pueblos ha sido el ideal de muchas vanguardias y movimientos. Y también ha sido la razón por la que los políticos recelen de esta figura del genio, cuyas propuestas e ideas son, las más de las veces, totalmente alucinadas y estúpidas. Sin embargo, la misma idea de Vanguardia proporciona la clave para armonizar los dos momentos de la expresión: la expresión de un pueblo, y la expresión de un genio individual. Si los artistas se oponen, o simplemente chocan, con los valores del pueblo de su tiempo, es porque están adelantados a él, son su vanguardia. Se suele decir que los artistas –y los más geniales mucho más– son capaces de avistar y luego alumbrar el futuro de su pueblo. De este modo se comprende que en su tiempo se les rechace, y que más tarde se les acepte y admire. Ahora bien, esta postura –admirablemente extendida, lo que hace pensar en sus poderosas funciones– no hay por donde cogerla. ¿Qué es lo que hace que un artista pueda vislumbrar un futuro que a los mismos sociólogos se les escapa? La «intuición» se dirá. Pero acudir a la intuición significa no responder a nada. Más plausible parece responder que «estuvo en el momento y lugar adecuado»; esto es, que nació y se formó en unos contenidos y formas de hacer arte que más tarde se extenderían a otras momentos o lugares. Las razones de esta extensión pueden ser múltiples, y en ningún caso tienen nada que ver con alcanzar la auténtica sustancia (espiritual) de un pueblo. La presencia de la obra de un autor generalmente tiene más que ver con razones ideológicas, y con las estructuras propiamente artísticas como galerías, museos y editoriales. En este sentido, podemos augurar que un artista de hoy en día que haya nacido en Nueva York tendrá más posibilidades de «vislumbrar» el futuro que uno que haya nacido en Ecuador, a no ser que, por ironías del destino, en unos puntos del planeta existan estadísticamente mayores posibilidades de desarrollar la intuición que en otras. Un artista neoyorkino o alemán tendrá más posibilidades de desarrollar estrategias de expansión de su obra que otro situado en la periferia del circuito artístico. A uno quizá se le oponga un público, pero a otro simplemente se le ignora. Para tener la oposición del público ya se requiere que haya expuesto o publicado su obra, cosa no tan fácil, al menos en la época previa a Internet.

Además, el término «futuro» se toma como si se hiciera un corte de toda la sustancia (espiritual) de una cultura, y no de algunas de sus categorías, como las de la construcción de edificios, o las técnicas sobre el óleo. ¿Cómo unas innovaciones técnicas, y propiamente artísticas, pueden vislumbrar el «futuro» de una sociedad? ¿Cómo la introducción del hormigón, del acero o del cristal, vislumbra y anticipa la sociedad del futuro? En este caso se podría responder que estos materiales anticipan la sociedad industrial que va a venir; pero, ¿no se podría sostener precisamente lo contrario, que ha sido la sociedad industrial la que ha posibilitado la construcción con hormigón o acero? Y en otro orden de cosas, ¿cómo anticipa el «acorde de Tristán» o la perspectiva cubista la sociedad que va a venir, y más aún, sus valores? Se necesita mucho ejercicio hermenéutico sostener, y siempre retrospectivo. Así el «acorde de Tristán» se relacionará con la «muerte de Dios» y el nihilismo presuntamente característico de la sociedad venidera (respecto a Wagner), porque la pérdida de la relación con la tónica es análogo a la pérdida del Ser y el Valor supremo. Sin perjuicio de que ciertas interpretaciones sean muy fecundas e interesantes, parece más acorde con el suceder de las cosas mantener que los artistas, si innovan algo, es con relación a su propio campo. Si los artistas vislumbran algo del futuro, será del futuro de su propio campo (ni siquiera el artístico en general, sino en el de la pintura, la escultura, la arquitectura, la música, &c.); y si lo hacen, no es por ninguna facultad especial, sino porque precisamente son ellos los que construyen su propio campo. Ejemplo que puede iluminar esta cuestión son las obras de Mondrian. Las líneas generales de su filosofía sobre el arte (abstracto) serían las siguientes. El Arte nos proporcionaría un conocimiento de la Verdad, que es lo mismo que la Belleza, pues consiste en una armonía en la relación entre los extremos opuestos. Esta armonía no se quedaría sólo en los valores meramente pictóricos, sino que se extiende al resto de los ámbitos, incluidos el social y el político. El artista, mediante esa visión consciente en que consiste su abstracción u obtención de la armonía, se entrona así como avanzadilla de la armonía social y cósmica. La utopía de Mondrian se realizaría en un futuro muy cercano (en el 2002 ya se habría cumplido con creces), en un mundo en que las máquinas se ocuparan de «lo exterior» y los artistas ya habrían revolucionado «lo interior». Ahora bien, es obvio, al menos para los que tengan un poco de visión consciente, muy distinta por cierto a la requerida por Mondrian, que este futuro no se ha dado por ningún lado, ni seguramente se dé jamás. Entonces, si las obras de Mondrian permanecen vigentes, ¿qué tipo de futuro atisbaba Mondrian?; si es un futuro que aún va a tardar en cumplirse, ¿por qué las obras de Mondrian no encuentran el rechazo de la sociedad situada un paso atrás? El valor de las obras de Mondrian no consiste, pues, en ser precursoras del alumbramiento de una sociedad armónica –una sociedad de naciones espiritual por ser altamente (y globalmente) industrializada–, sino que su valor reside más bien en el orden del color y la extensión.

II

Dentro de una posible clasificación sistemática de las estéticas posibles (conjugando los conceptos de Naturaleza y Cultura, o bien de Materia o Forma), cabe señalar una estética que podríamos caracterizar como expresionismo. La filosofía del Arte que dependa de esta estética sostendría una noción del Arte como Lenguaje. Habría un mensaje (sea subjetivo sea cultural) que se expresaría en unos significantes (rayas, colores, sonidos, &c.) Es decir, el material con el que trabaja el artista funcionaría a modo de palabras que forman un mensaje, precisamente el mensaje que pretende comunicar el artista. A esta estética le es, en principio, indiferente que el valor de los significantes puede provenga de nuestra configuración psicológica o de la historia cultural, social y artística. Esta estética requiere una sintonización de los medios artísticos con la vida interior del artista. Con ello sigue una estrategia de duplicación ecléctica, puesto que el valor estético y cognoscitivo se encuentra tanto en la naturaleza como en la cultura

La crítica más importante a esta estética es que presupone que el mensaje (o Idea) es previo y totalmente consciente a la conjunción de significantes que se remiten a él. Es así que, a la hora de interpretar la obra, no se tiene en cuenta la intención del autor, sino lo que se llama «la intención de la obra». Es evidente que en la obra se manifiestan elementos no contenidos en la intención previa del autor.

Una estética materialista, y una filosofía del Arte acorde a ella, ha de eliminar los presupuestos del expresionismo, es decir, ha de reconocer que ni la Naturaleza ni la Cultura están dados de antemano ni preexisten a la construcción de la obra de arte. Naturaleza y Cultura, tomadas en sí, son hipóstasis. Desde la perspectiva de la materia ontológico-general, tan primario es un objeto natural que una obra de arte: el Quijote puede calentar una chimenea tan bien como cualquier madera del bosque. Y frente a la hipóstasis de la Cultura en el arte, habría que decir que las obras del arte no son tanto expresión de su esencia (ya sea individual, ya sea del pueblo) cuanto un ámbito fenoménico (en cierto sentido, similar a una puesta de sol), que han sufrido una estilización y así se pueden destinar a la contemplación.

Sin embargo, el materialismo estético reconoce la existencia previa y necesaria de un material técnicamente trabajado o elaborado. Esta afirmación coincide con la tesis marxista y materialista de que las ciencias proceden de prácticas artesanales previas. Así, la materia tomada por el arte se encuentra ya conformada prácticamente por la actividad humana, de forma que los valores con los que trabaja el artista no son «brutos» o «salvajes», recogidos de la Naturaleza, sino que están configurados culturalmente. Éste es el caso, por ejemplo, de la arquitectura y la música. Generalmente, estas dos artes se ponen como ejemplo de que la Idea (el mensaje) es previa a la realización y a la concatenación de los fenómenos; un edificio estaría ya totalmente en el plano y una sinfonía en la partitura. Sin embargo, esta postura no tiene en cuenta el proceso histórico artesano. Por ejemplo, la mayor parte de la historia de la humanidad no ha tenido arquitectos que planearan los edificios de antemano. Antes de los planos, los arquitectos hacían las casas artesanalmente sin llegar a la abstracción de la geometría. Así, por ejemplo, en la edad media los arquitectos se colocaban bajo las bóvedas para verificar si se sostenían o no, cosa que no sería necesario si hubieran tenido un diseño totalmente consciente antes de la construcción. Y en la música pasa algo parecido. Durante muchos siglos y milenios la gente ha tocado y cantado sin partituras y sin teorización de los medios musicales. Todavía en la edad media, Guillaume de Machaut mandaba ejecutar las obras recién compuestas a los cantantes para saber cómo sonaban efectivamente. Si la arquitectura y la música han llegado a esas cotas de abstracción e idealización ha sido a partir de unos materiales técnicos previos que se han ido abstrayendo fragmentariamente. En la arquitectura, han ido surgiendo las prácticas –y después las teorías abstractas– de la construcción de bóvedas, arcos, cúpulas, &c., prácticas éstas con las que el arquitecto actual se encuentra ya totalmente teorizadas, y por ello puede disponer de ellas sin pasar primero por la práctica de ir colocando piedras o ladrillos. Lo mismo sucede en la música: el músico se encuentra en primer lugar con unas escalas, armonías e instrumentos heredados de la tradición musical, además de unas formas musicales históricas de las que puede disponer.

III

Quisiera analizar, al menos brevemente, las Ideas de «estética» y de «recepción», y su posible o no relación. «Estética» remite originariamente a la sensibilidad (del griego aisthetikos). La historia del pensamiento testimonia una dualidad entre «sensibilidad» e «inteligibilidad». Ya en el contexto platónico, la «sensibilidad» sería el objeto propio de la experiencia, mientras que sólo la razón sería capaz de aprehender el mundo inteligible. Sobre el mundo de la experiencia sólo podría darse opinión (doxa), mas nunca verdadera ciencia (episteme). El campo de la experiencia quedará de algún modo rehabilitado por Aristóteles, para quien la experiencia, en tanto aprehensión de lo singular, constituiría un paso previo (una condición necesaria, aunque no suficiente) para el conocimiento propiamente científico, vale decir, universal. Esta misma dualidad se daría en la obra de Kant. Para distinguirla de una crítica del gusto, cuyas conclusiones habrían de estar necesariamente condicionadas por su referencia a fuentes empíricas y desde las cuales no sería posible regresar hasta la ciencia (principios racionales) de, pongamos por caso, la belleza, Kant pretendió fundar una Estética trascendental al principio de su más famosa Crítica, mediante la cual pudiera darse un estudio sistemático de «todos los principios a priori de la sensibilidad». Como es sabido, la conclusión de la obra kantiana se resuelve en una severa distinción entre la realidad nouménica (cosa en sí) y la realidad fenoménica (lo que se aparece). La «cosa en sí» no sería, en ningún caso, un objeto posible de la experiencia, puesto que sólo pueden ser experienciadas las cosas en tanto que se aparecen, no en tanto aquello que sean en sí mismas. Cualquier proceso experiencialmente cognoscitivo consiste en la aplicación automática de las formas puras de intuición a los objetos posibles.

Lo que me interesa destacar de esta dualidad histórica, y de la crítica kantiana en particular, es que la idea de «experiencia estética» se ha de entender analíticamente, y esto porque no pueden darse «experiencias no estéticas». No cabría hablar ni especular, en el contexto gnoseológico kantiano, acerca de «experiencias místicas» o «experiencias religiosas» (sino única y redundantemente de «experiencias estéticas»), en la medida en que Dios (y otras presuntas «realidades nouménicas», metafísicas) no es él mismo un objeto siquiera posible de la experiencia espacio-temporal, sino más bien un postulado moral. Cuando la razón (pura) intenta cruzar ilegítimamente sus límites experiencial-fenoménicos, desbordando a toda experiencia (estética) posible, el resultado serían los célebres paralogismos, contradicciones y antinomias, productos de una aplicación incorrecta de las categorías propias del mundo fenoménico al mundo nouménico. Por esta razón, la metafísica (sobre todo en cuanto postula la realidad de «experiencias no estéticas») es imposible como ciencia.

Ahora bien, la palabra «estética» no sólo se ha aplicado a la «experiencia de la realidad» en general, sino, desde el siglo XVIII, también a la experiencia de la obra de arte. Esto, en parte, está justificado por la esencial «sensibilidad» de las obras de arte. Parece que lo propio de una obra de arte frente, pongamos por caso, una obra de filosofía o de genética molecular, es el material sensible que supone como base. Y ello incluso en las teorías artísticas más idealistas, como pudiera ser el neoplatonismo. Para Plotino una obra de arte sería una Idea encarnada en una Materia, y en el presente arte conceptual, lo sensible actuaría a modo de jeroglífico respecto a una Idea. Sin embargo, y dado el dualismo ya analizado, esto ha supuesto, supone y supondrá en el futuro, el eterno problema del Arte, problema manifestado bajo el péndulo que va desde el mero formalismo de la sensibilidad hasta el expresionismo de «sentimientos» e «Ideas». Si las verdades fueran objeto de la inteligibilidad y no de los juicios estéticos, entonces el arte no revelaría, sino que más bien ocultaría estas mismas verdades. La condena severa de Platón respecto al arte estaría más que justificada. El arte es ciego –y peligroso– sin la ayuda de la razón (e incluso ésta necesitaría de la guía de la revelación, según los medievales) La «experiencia estética» no podría ser nunca experiencia de los Valores o Ideas de la humanidad, o de una cultura, o de un grupo determinado. Simplemente porque no cabe experiencias sensibles de tales realidades. El único acceso a los Valores o Ideas mostrados por el arte sería el proporcionado por la inteligibilidad, generalmente a modo de interpretación filosófica o racional. La filosofía, convertida en tribunal del Arte, deniega el Valor y la Verdad a muchos mitos populares, mientras que para otros se convierte en la escala que asciende a lo oculto y ocultado de la obra de arte.

Según lo visto, «estética» sólo podría ser «estética de la recepción». Toda experiencia es estética, y toda experiencia remite a un experienciante. Dicho con otras palabras, el material sensible reunido, cercado, en una obra de arte, necesita, para poseer la cualidad de estético, que sea abierto y recreado por un sujeto receptor. La Idea de «estética», por tanto, no puede contemplarse como un género que se especifica en el autor, en la obra o en el receptor. Si el Arte ha de ser, entre otras cosas, estético, entonces ha de ser recibido. No puede haber algo estético sin receptor, como no puede haber sensibilidad sin sentidos. Por lo tanto, y a pesar de todas las teorías del genio románticas, la obra estética puede prescindir del autor. «Estética del autor» no sería una expresión analítica, como «estética artística» o «estética de la recepción», sino sintética. Es verdad que la Idea «obra» remite a un operador que la haya obrado. Pero lo estético, aquello sobre lo cual se emiten juicios de valor estético (tales como feo, bello, amable, agradable, horroroso, &c.), no cabe circunscribirlo a las «obras» de un autor. Así es como se habla de «experiencias estéticas» (e incluso artísticas) de puestas de sol, de paisajes (urbanos o naturales), &c.

Pero, además el arte exige el receptor dado su carácter oculto y ocultador. Este carácter se debe, recordemos, precisamente a que la obra es estética, esto es, percibida por la sensibilidad y por ello, no directamente inteligible. La revelación de lo oculto en la obra, el mundo de Valores e Ideas levantado sobre la materia de la obra, en el decir de Heidegger, se llevaría a cabo por la interpretación. Siguiendo el esquema dualista impuesto por la historia del pensamiento occidental, la única posibilidad de interpretación sería la interpretación racional, filosófica. La única razón por la que el mundo de Valores e Ideas se levanta sobre la materia de la obra del arte sería para que este mundo no quede en lo abstracto, aéreo y quimérico, sino que tenga la base firme de la sensibilidad. Podría parecer que esta interpretación racional se reduce a la interpretación alegórica. Y no cabe duda que en la intención de los filósofos así ha sido en la mayoría de los casos. Pero no tiene por qué ser así. Una interpretación alegórica supone que detrás de una obra de arte existe una Idea, una sola Idea; la racionalidad establecería de nuevo un lazo de conexión entre ambos, entre Idea y Arte, una conexión que sería unívoca. Pero si el filósofo advierte la radicalidad de lo oculto y ocultador de la sensibilidad, sabe la imposibilidad de toda univocidad en el camino entre Idea y la obra de arte. La razón iluminará, es cierto, pero en dirección hacia una Idea. La materia de la obra de arte es más bien material base de la interpretación, una materia prima esencialmente opaca y oscura, que sólo ofrece destellos a la luz de la razón. La claridad inequívoca, que propone constantemente la interpretación filosófica, se ve atacada por la oscuridad equívoca de la obra de arte, con lo cual lo abierto por la luz de la razón siempre es ambiguo, no es inamovible, sino cambiante.

Esta interpretación filosófica, o interpretación racional, quizá se entienda como interpretación teórica, en contraposición con la interpretación práctica. Esto parece ir en contra del modelo de aplicación de corte hermenéutico y, más concretamente, gadameriano. Sin embargo, mi propósito es mostrar cómo la interpretación filosófica es propiamente teórica por ser práctica en sumo grado. Cuando se dice que theoría significa «contemplar», esto no es del todo exacto. En Grecia, theoría es el cargo del theorós, del enviado de una polis a fuera de ella para ciertas funciones con sentido cultual, como participar en una fiesta o rito panheleno. En este sentido el theorós era el espectador extranjero de los ritos y cultos. Así es como hay que entender el apólogo de Cicerón sobre el filósofo espectador de los juegos deportivos. El theorós es el que puede asistir porque está preparado para ello, esto es, conoce las reglas de los ritos, de los juegos, pero que llega de fuera. Y es precisamente el theorós quien tiene una relación más profunda con la esencia de la fiesta. La teoría, por tanto, remite a un estar que conserva cierta distancia, una participación (en la fiesta, en el rito, en el juego) sin dejarse absorber por aquello en que se participa. Y esto se ha considerado desde antiguo como el más radical estar y el más profundo participar. Porque si uno está dentro de un determinado juego, no lo percibe como tal, simplemente juega. Saber qué está uno haciendo, o poder siquiera preguntarse tal cosa, comporta una distancia respecto a eso que se está haciendo.

Y esto mismo es a lo que se refiere Aristóteles al denominar la theoría como «la praxis más auténticamente tal». La conocida tripartición de Aristóteles en ciencias teoréticas, prácticas y poiéticas, no es propiamente una tripartición, sino más bien una yuxtaposición de dos oposiciones binarias, de diferente orden. La oposición de praxis y poiésis se basa, como se sabe, en que la praxis es ella misma telos, y en la poiesis el telos es algo distinto a ella misma. Se trata, pues, de dos términos que se enfrentan y quedan el uno fuera del otro. No sucede esto en la oposición entre praxis y theoría. Esta última se opone a la praxis en cuanto que la praxis más auténticamente tal se contrapone a la praxis a secas. La superioridad de la theoría consiste en que sólo la theoría reúne las condiciones que nos han hecho distinguir la praxis de la poiésis. Ya hemos visto cómo la praxis es ella misma el telos. Pero generalmente, en el caso de una praxis cualquiera, no es propiamente la praxis misma lo querido, sino en cuanto es un medio para un fin. Hay algo que ella requiere y algo por lo que ella es requerida, de manera que nunca es querida en virtud de ella misma. La praxis sería telos para ella misma en cuanto fuese totalmente sola, no produjese nada ni actuase sobre nada ni requiriese nada.

La theoría, por tanto, sería una cierta forma de distancia con respecto al juego que se juega, y por ello mismo la condición para poder asumir el juego en cuestión. Si la theoría es superior a la praxis no es en tanto que el ver o el razonar sea superior al participar, sino en tanto que se trata de un participar más radical que el participar trivial.

Con esto dicho, estamos es disposición de re-interpretar lo anterior. La interpretación filosófica es la interpretación del theorós. Éste, por una parte, debe participar de la obra de arte, de su lenguaje, de su estructura. De otro modo, la obra de arte no sería inteligible, ni podría ser el juego de oferta de significado en que parece consistir. Pero esa participación en sí es oscura. En primer lugar, porque oculta sus reglas de juego. Oculta el género a que pertenecen, y los mecanismos empleados para producir ciertos efectos. Pero, en segundo lugar, oculta el mundo de Valores e Ideas que están implicados. Por ello la «distancia estética», de la que habla por ejemplo Jauss inspirándose en Gadamer, no es una distancia propia de la obra de arte, no es una cualidad suya, sino que es más bien la cualidad del theorós. Es él el que se distancia, y no tanto la obra. Los dos polos de la recepción, el texto y el lector, pueden muy bien no estar distanciados. El público puede jugar al juego propuesto por el texto. Sólo cuando cambien las reglas sociales, el público rechazará como anticuadas las obras de arte. La relación anti-teórica consiste en eso: en aceptar o en rechazar; en participar a secas o no participar. Pero la relación del teórico es un participar más radical, y esta radicalidad se debe, como hemos visto, a participar en la distancia. El público no se suele alejar lo suficiente de los textos, y realmente participan del mundo de Valores e Ideas de esos textos. Pero de una manera inconsciente, atemática, no crítica, y sólo mientras no desaparezca la separación entre texto y lector. En cuanto los dos polos se separen, el mundo de Valores e Ideas que conllevaba el texto se hundirá en una oscuridad más profunda aún. A esta distancia insalvable se opone la distancia teórica, la acción de marcar caminos o puentes. Esta actividad teórica sólo puede llevarse a cabo, evidentemente, si se cae en la cuenta de la distancia, del carácter oculto y ocultador de la obra de arte. El público que simplemente participa, no percibe oscuridades, para él todo es claridad aproblemática.

 

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