Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 8 • octubre 2002 • página 17
polémica

Nota final a un debate sobre el amor indice de la polémica

Alfonso Fernández Tresguerres

Última respuesta a Atilana Guerrero

Me había propuesto que la anterior sería mi última respuesta en este ya largo debate con la profesora Atilana Guerrero. Es obvio, por tanto, que incumplo tal propósito, aunque no del todo, porque no será esta más que una simple nota en la que renuncio a repetir argumentos o críticas y también a ensayar formulaciones nuevas: creo, en efecto, que en los términos en que ha sido planteada, la polémica ya no da más de sí. Deseo, únicamente, despedirme de la misma con algunas observaciones.

En primer lugar (es una simple broma), yo no dejo de sorprenderme de la facilidad que muestra Atilana Guerrero para hallar títulos tan pintorescos a sus artículos: «polémica sin amor», en esta ocasión: ¿debo suponer que hasta este momento la polémica había sido con amor? ¿Habrá dejado de amarme? Yo siempre he dado por supuesto que estábamos discutiendo sobre amor, pero sin amor, no ya, claro es, sin amor erótico, sino ni siquiera amor en tanto que filia (no nos conocemos); si acaso, un cierto amor como ágape, en la medida en que ambos nos reclamamos discípulos de un mismo maestro (a quien, por cierto, si todos han de salirle como nosotros, ¡líbrele Dios de sus discípulos!). Por eso digo que el título es pintoresco: ¡lo único que nos faltaba era terminar la polémica casándonos! Claro que también puede tratarse de una sutil ironía de la profesora Guerrero que a mí, como parece habitual, se me escapa: tenga cuidado A. Guerrero, no le vaya a suceder lo que a las tías de Proust, que de puro sutiles no se les entendía nada. Pero en fin, insisto en que nadie (y menos mi interlocutora) tome esto más que por lo que es: una simple broma.

Al margen ya de bromas, como digo, deseo tan sólo hacer algunas observaciones (ahora completamente en serio).

Como ya he tenido ocasión de señalar, a mí la primera crítica de A. Guerrero me resultó francamente interesante y sugerente: se discutían las posiciones que yo defendía sobre el amor y se ofrecían otras alternativas. Naturalmente, yo no estuve de acuerdo ni con sus críticas ni con sus propuestas, que me parecían marcadamente idealistas y espiritualistas, y muy próximas a las de la Iglesia Católica. Pero, con todo, me pareció un planteamiento coherente y que merecía la pena discutir. Su segunda crítica, en cambio (también lo he dicho), me decepcionó profundamente, porque A. Guerrero más que continuar ahondando en sus tesis, apuntalándolas o clarificándolas en contraposición con las mismas, continuando con la crítica de éstas, lo que hizo fue iniciar una serie de maniobras de «despiste», consistentes en ignorar todos aquellos aspectos de mi respuesta en los que no le interesaba entrar, y en las que no le quedó otro remedio que hacerlo, lo que hizo fue desviar mis argumentaciones, como si no tuviesen nada que ver con ella, que en ningún momento habría dicho tal cosa determinada, y para alcanzar tal objetivo no le importó en incurrir en contradicciones con lo mantenido en su primera respuesta (contradicciones que estoy seguro que advierte, pero que ni he conseguido que reconozca, ni lo conseguiría; obviamente, en el supuesto de que continuara intentándolo, cosa que no voy a hacer). Un tercer recurso que explotó cumplidamente en aquella ocasión fue el de acogerse permanentemente al amparo del materialismo filosófico: «A. Guerrero o la ortodoxia buenista» o «Tresguerres o el desvío biologicista del buenismo», supongo que podría subtitularse nuestra polémica, desde la perspectiva emic de mi interlocutora, naturalmente, no desde la mía, por supuesto, que no acabo de ver la pertinencia de aquellas lecciones materialistas de la profesora Guerrero, ni en qué medida las líneas esenciales del materialismo filosófico apoyan más sus tesis que las mías. Muchas de aquellas observaciones no venían a cuento, y cuando eran atinadas (caso de la libertad) se hallaban absolutamente presupuestas en mi propia argumentación; otras, finalmente, eran simplemente infructuosas, como el intento (ya desde su primera respuesta) de encajar la distinción entre «amor según el cuerpo» y «amor según el alma» con la distinción establecida por Bueno entre ética y moral.

Como digo, aquella segunda respuesta de Atilana Guerrero me decepcionó y me «despistó»: al final, acabé por no saber qué era exactamente lo que quería decir mi interlocutora, y comencé a dudar seriamente de que lo supiera ella misma.

Tras un nuevo intento por mi parte de clarificar su postura y la mía, llega su tercera respuesta que (lo confieso) ya no ha conseguido ni decepcionarme ni «despistarme», porque, finalmente, he acabado por entender la estrategia argumentativa de la profesora Guerrero, a saber: ignorar por completo las críticas que hago a sus posiciones; ignorar, asimismo, los argumentos que presento en defensa de las mías. Nada de todo eso es discutido por ella, quien, en lugar de eso lo que hace es «recomponer» sus piezas (en un permanente intento de «salvar las apariencias», sin importarle incluso contradecirse a sí misma), de tal manera que parecen quedar a salvo de mis objeciones, mis tiros pasan completamente alejados, nada tienen que ver con ella, que de ningún modo habría dicho tal cosa: lo que sucede es que yo no la he entendido. Si tuviera tiempo y ganas para continuar oficiando de hermeneuta de A. Guerrero, le señalaría, una a una, todas esas «recomposiciones» y contradicciones (algo que, de todos modos, ya intenté en mi anterior respuesta, sin el menor resultado, tal como ahora sé que cabía esperar).

Sólo dos muestras: si yo llamo la atención sobre el sentido irónico que encerraban algunas de mis palabras, responde que las de ella también, lo que sucede (¡cómo no!) es que ella sí captó mi ironía, pero, naturalmente, yo no capté la suya. Ella habría estado imitando mi estilo versallesco, algo que no entiendo muy bien a qué se refiere, a no ser que A. Guerrero haya ¿adivinado? mi debilidad por los moralistas franceses del XVII (muy especialmente La Bruyère). En todo caso, supongo que sea lo que sea lo que ella entienda por estilo versallesco no es ningún elogio; esta vez sí (pero sólo esta vez) ha sido irónica mi interlocutora. Pero tampoco me preocupa lo que opine de mi estilo. La segunda muestra es la más sorprendente de esta tercera respuesta suya: resulta que con todo aquello de «amor según el cuerpo» y «amor según el alma», relacionándolo con la distinción entre ética y moral, lo único que Atilana Guerrero quería decir es que el amor erótico, sexual, es una relación ética. ¡Esta sí que es buena! O sea, que llevamos discutiendo seis meses y ella lo único que quería decir era eso. ¿Y entonces por qué hemos discutido, pregunto? ¿Acaso yo lo negaba? Aunque, bien pensando, seguramente es que yo, como ya es habitual, no la entendí. Pero sucede que no es eso lo que A. Guerrero dice en sus dos primeros escritos (ahí están para releerlos): esa es su última recomposición para echar tierra sobre un asunto en el que se había visto abocada a mantener posiciones ridículas, absurdas e insostenibles.

Con todo, en su última respuesta, Atilana Guerrero introduce dos novedades (ignoro si porque se le han ocurrido en un momento de inspiración o porque alguien se las ha sugerido): la primera consiste en plantear el asunto que estamos debatiendo en el contexto de las figuras dialécticas, tal como son entendidas por Gustavo Bueno; la segunda, un texto del propio Bueno. Me referiré brevemente a ambas.

Por lo que hace a la primera cuestión, confieso que no me he tomado la molestia de revisar el análisis de la profesora Guerrero, es decir, de plantear, por mí mismo, la cuestión en tales términos para examinar a dónde podría conducirme. Me limitaré, pues, a señalar los resultados a los que llega mi interlocutora. Estos no pueden resultar más pintorescos, a saber, habría cuatro tipos de personas: A: las que viven solas; B: las que tienen parejas circunstanciales (amores); C: las que, además, se enamoran (en sentido peyorativo, subraya A. Guerrero: el positivo ya sabemos cuál es para ella); y D: los que se casan y reproducen. ¿Y bien? ¿Qué añade eso a la polémica que nos ocupa? ¿Qué se nos dice que con esto que supiéramos ya? Excepto, claro está, la valoración de la propia A. Guerrero (valoración que, por lo demás, ya conocíamos, y que sólo se nos presenta desde otra perspectiva); porque su clasificación no es una mera tipología o taxonomía (que, por lo demás, resultaría de una trivialidad pavorosa), sino una clasificación estructurada jerárquica y axiológicamente: únicamente los pertenecientes al grupo D (los que se casan y reproducen) habrían ingresado de lleno en el ámbito de la dialéctica y de la moralidad; los del grupo C, aunque dialécticos, lo son de rango menor, y su moralidad es también más dudosa, por hallarse alienados, precisamente por el amor mismo. En cambio, los de los grupos A y B son meros analíticos y simplemente inmorales (¡a quién se le ocurre vivir solo, en lugar de casarse y reproducirse!). Imagino también que únicamente los varones situados en el grupo D son aquellos que introducen la perspectiva atributiva en su relación con las mujeres (algo que a. Guerrero no cesa de exigirme). Ahora bien, si relacionarse atributivamente con las mujeres equivale a casarse con ellas, entonces difícilmente (al menos en nuestra cultura) se puede hacer más que con una. Pero la relación atributiva (tanto con mujeres como con varones) es mucho más amplia que eso, y ni siquiera es un posicionamiento moral que quepa exigir a alguien, sino un hecho inevitable: tenemos forzosamente múltiples relaciones atributivas, y múltiples perspectivas atributivas en nuestras relaciones (con varones y mujeres), y, sencillamente, no puede ser de otro modo. Paralelamente, considerar la perspectiva y la relación distributiva en el contexto de la relación con las mujeres (o con los varones) como inmoral (eso parece deducirse de los reproches que, al respecto, me dirige la profesoras Guerrero, aunque, ¡cualquiera sabe!, a lo mejor no es eso lo que quiere decir) es simplemente absurdo y gratuito.

Y en otro orden de cosas, ¿por qué considerar tales grupos como si fuesen una especie de compartimentos estanco? Un individuo puede hallarse, al mismo tiempo, en las situaciones A, B y C (vivir solo, tener pareja ocasional y estar enamorado), o A y B (vivir solo y tener pareja ocasional sin estar enamorado), o A y C (vivir solo y estar enamorado sin tener pareja), o B y C (tener pareja ocasional y no vivir solo, porque vive, también ocasionalmente, con esa pareja). Ni siquiera es clara la incompatibilidad de D con el resto de los grupos, si acaso, sólo con A, aunque, de todos modos, desde D se podría volver a A, tras un divorcio, por ejemplo, lo que para A. Guerrero imagino que supondrá una especie de degradación moral (otra vez en consonancia con la doctrina de la Iglesia Católica). Un individuo puede estar casado (D), tener parejas ocasionales (B) y estar enamorado (C), de su pareja legal o de su pareja ocasional, o incluso de otra persona distinta a esas dos; o puede estar casado (D) y tener parejas ocasionales (B), siendo lo bastante inteligente como para no estar enamorado de nadie (C); o casado (D) y enamorado de otra persona (C), aun sin tener ninguna pareja ocasional (B).

Supongo que según Atilana Guerrero todas esas mezcolanzas han de ser arrojadas, sin más, al cubo de la inmoralidad. ¿Y qué haremos con las parejas homosexuales? ¿Dónde vamos a colocarlas? ¿Son analíticos o dialécticos? ¿O se trata de una nueva inmoralidad? ¿Y las parejas estériles que no pueden cumplir con el alto valor moral de la reproducción? Imagino que no en el ámbito de la inmoralidad, ya que se trata de una deficiencia biológica de la que no son responsables, pero seguramente sí en el de la frustración permanente, ¿o no?

En cuanto al texto de Gustavo Bueno citado por Atilana Guerrero, he de decir que yo sí conocía ese escrito, y debo añadir que no consigo entender en qué medida esas palabras de Bueno apoyan la postura de la profesora Guerrero, hasta el punto de que, si lo hubiera conocido antes –dice– no hubiese necesitado acudir ni a Espinosa, ni a Platón, ni a Séneca, ni a Unamuno: le hubiesen sobrado todos. (¡Esto sí que es un discípulo, D. Gustavo!).

Veamos. Si yo no entiendo mal lo que dice Bueno es que el amor físico, sexual, erótico es una relación ética (totalmente de acuerdo), y añade que esa relación ética se halla permanentemente envuelta por contextos morales que la orientan en una determinada dirección, que la limitan e incluso que la imposibilitan por completo, reduciéndola al mero contacto físico del beso, tal como sucedía en los contextos morales propios de la Dictadura (absolutamente de acuerdo otra vez). ¿Y qué? ¿Qué tiene que ver eso con la discusión que mantenemos la profesora Guerrero y yo?

Yo he insistido repetidamente (no sólo en la polémica con A. Guerrero, sino también en otros lugares) en la enorme dificultad, por no decir imposibilidad, sin más, de separar los contextos éticos de los morales (cualquier problema o cuestión que pertenezca por derecho propio a cualquiera de esos ámbitos acaba por arrojarnos, finalmente, al otro: será difícil hallar un problema ético que no presente de inmediato un aspecto moral, y viceversa, un problema moral que no acabe por repercutir, de algún modo, en el ámbito de la ética); y en concreto, como digo, esos contextos morales envuelven de manera constante a los contextos éticos, orientándolos, limitándolos, &c.; algo que puede suceder con las normas morales del propio grupo al que pertenecen (en lo que nos ocupa) los enamorados (como es el caso al que se refiere Bueno), o con el enfrentamiento entre las normas morales de dos grupos distintos, con el enfrentamiento de dos morales distintas. Imaginemos, por ejemplo, una relación amorosa entre dos individuos pertenecientes a etnias distintas (payo y gitano, pongamos por caso; o familias: Romeo y Julieta, aunque resulta más contundente el primer caso). Es evidente que la propia relación amorosa que liga a los dos individuos es una relación ética, pero no lo es menos que se halla absolutamente determinada por las morales de los grupos a los que cada uno pertenece; grupos que podrían considerar, por ejemplo, que de ninguna manera un gitano puede relacionarse con un payo, o viceversa, lo que podría dificultar la relación o imposibilitarla en absoluto. Todo esto resulta evidente. Y eso es lo que yo entiendo en las palabras de Bueno. En cuanto a lo que en ellas encuentra A. Guerrero para considerar que apoyan de forma absoluta sus propias posiciones, resulta para mí (como muchas otras cosas de la profesora Guerrero) un completo misterio.

 

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