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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 9 • noviembre 2002 • página 8
Libros
Animalia

Los derechos de los animales
y Enrique Salt en español

Iñigo Ongay

En torno a la reciente edición española del clásico de Enrique Esteban Salt
Los derechos de los animales, Los Libros de la Catarata, Madrid 1999

1

Enrique Esteban Salt (1851-1939) Enrique Esteban Salt{1} (1851-1939) fue un «moralista» y «reformador social» (así es presentado en ocasiones por sus más denodados discípulos actuales) británico conocido en nuestros días, ante todo por representar una referencia pionera en la defensa de los «derechos» de los animales; una referencia a la que remiten constantemente los contemporáneos ideólogos animalistas (tales como Pedro Singer, Paula Cavalieri, Tomás Regan, Jaime Rachels, &c.) cuyas posiciones bioéticas de cuño anantrópico{2} bien pueden considerarse como tributarias en gran medida del influjo de Salt.

Activista vegetariano (miembro de la Sociedad Vegetariana de Londres y delegado de la misma ante la Conferencia de la Unión Vegetariana Internacional celebrada en 1891 en la misma capital británica), la primera obra de Salt supone de hecho un encendido alegato cuyo título no puede resultar más explícito: Una defensa del vegetarianismo (A plea for vegetarianism, 1886). Más tarde, ya en 1899, sale a la luz La lógica del vegetarianismo: Ensayos y diálogos (The logic of vegetarianism: Essays and dialogues), segunda aportación de nuestro autor a esta materia ético-dietética (y sobre todo teológica diremos). Finalmente, en 1914, mientras en Sarajevo suenan los primeros compases de la guerra mundial, la Sociedad Vegetariana londinense tiene a bien amparar la edición de La humanidad de la dieta, libro con el que Salt cierra la trilogía vegetariana.

Enrique Esteban Salt (1851-1939) Sin embargo, la prolífica producción de Enrique Salt no se agota tampoco en la temática señalada; entre sus restantes escritos interesa señalar títulos como Percy Bysche Shelley: poeta y pionero (Percy Bysche Shelley: poet and pioneer, 1896), Shelley, pionero del humanitarismo (Shelley as a pioneer of humanitarism, 1902), además de otros trabajos sobre el mismo Shelley, Tennyson, De Quincey o Enrique David Thoreau (cuyo utópico proyecto Walden, Salt y su esposa Catarina trataron de emular a partir de 1884 a través de una bucólica y retirada vida en su residencia campestre de Tilford{3}). Mención aparte merece el libro Principios generales y progreso del humanitarismo (Humanitarism: its general principles and progress), presentado en 1891 en coincidencia con el momento de fundación en Gran Bretaña, de la llamada Liga Humanitaria por parte – entre otros– precisamente de H. S. Salt (que sería además su Secretario de Honor entre los años de 1891 y 1919); como miembros cofundadores de esta organización destacan Juan Galsworthy (1867-1933; Premio Nobel de Literatura en 1932) y Guillermo Lisle Coulson (1841-1911), además del poeta Eduardo Carpenter (1844-1929). El humanitarismo de dicha Liga se cifra, entre otras cosas, en un ideario de difusa naturaleza armonista del que dimanaban objetivos prácticos como la abolición de la caza del zorro o la reforma del sistema penal que regía por entonces las prisiones del Imperio de Su Graciosa Majestad. A modo de hijuela «especializada» de los principios generales del humanitarismo saltiano, en 1924 nace, de la mano de Enrique B. Amos y Ernesto Bell –ambos miembros justamente de la Liga Humanitaria– la Liga para la Prohibición de los Deportes Crueles, porfiada plataforma de combate contra las más diversas prácticas angulares sanguinarias –peleas de perros o de gallos, caza del zorro, pesca deportiva &c.– relacionadas con las bestias (puesto que el delicado humanitarismo de tales planteamientos se detenía curiosamente al parecer, ante el noble arte del pugilato). No resulta difícil conectar tales muestras ideológicas de utopismo bienpensante con las posiciones ulteriores de Eugenio Relgis (1895-1987) quien, como es de sobra conocido, llegaría durante el siglo XX a conducir la bandera del humanismo y de la defensa de los animales por los higiénicos canales de la eugenesia. Tampoco está de más por otra parte recordar en este contexto la circunstancia –ya de suyo notablemente reveladora– de que uno de los más íntimos y distinguidos de entre los amigos de Salt, el novelista y dramaturgo Jorge Bernardo Shaw (1856-1950), vegetariano ilustre dicho sea de paso (sus noventa y cuatro lustrosos años de vida suelen presentarse{4} como ejemplo de la longevidad que puede alcanzar quien sólo se alimenta de verdura); se significó también como ardoroso defensor de la puesta en práctica de programas eugenésicos positivos y negativos (promoción de ciertos matrimonios, esterilización de incapaces, aborto eugenésico...) en vistas al mantenimiento de un grado aceptable de higiene social.

2

En 1892 aparece por primera vez, bajo la égida editora del sello londinense «George Bell & Son» un opúsculo de Enrique Salt llamado a hacer fortuna, nos referimos a Animals' rights considered in relation to social progress. La exposición de Salt se estructura en base a siete secciones. El primero de los capítulos, dedicado en exclusiva al tratamiento del problema general del «Principio que reconoce los derechos de los animales», pretende elaborar una respuesta fundamentada a la pregunta por la posibilidad misma de un ius animalium, la cuestión central es la siguiente: ¿puede atribuirse a los animales inferiores algo al menos análogo a los derechos que se asignan al ser humano? Salt retrotrae el problema a la idea misma de «derechos del hombre» de manera que si en efecto se suponen «derechos» a los seres humanos, también, y en la misma medida, habrá que reconocerlos a los animales no humanos. Señala Salt:

«¿Tienen 'derechos' los animales inferiores? Sin duda, si es que los tienen los seres humanos. Éste es el punto que quiero que resulte evidente en este capítulo de apertura. Ahora bien, ¿tienen derechos los seres humanos?» (pág. 29)

En este punto, nuestro autor trata de sortear el trámite de regresar a una delimitación precisa y crítica de la idea de «derechos» que posibilite esclarecer el problema planteado; en cambio, Salt decide renunciar directamente a la «fraseología abstracta del los derechos naturales» dado que las controversias generadas al calor de tales problemas –de los que Salt pretende poder desembarazarse fácilmente, «por decreto» por decirlo así{5}– «de principio» no son más que estériles disputas sobre palabras de las que ninguna consecuencia práctica (moral, ética o política) puede deducirse, mera logomaquia por tanto sin ninguna repercusión ética en absoluto{6}. En consecuencia Enrique Salt da simplemente por supuesto que los seres humanos poseen efectivamente derechos en el sentido de Heriberto Spencer: todo hombre –habría sostenido Spencer– tiene la libertad de hacer lo que le plazca siempre y cuando no viole las libertades similares correspondiente al resto de los sujetos.

«Se discute lo adecuado de estas denominaciones, pero difícilmente puede ponerse en tela de juicio la existencia de algún principio real de esta clase, por lo que la controversia acerca 'los derechos' es poco más que una batalla académica en torno a las palabras que no lleva a ninguna conclusión práctica. Partiré en consecuencia del supuesto de que los seres humanos poseen 'derechos' en el sentido de la definición de Herbert Spencer, y si alguno de mis lectores pone objeciones al uso así matizado del término no me queda sino decir que estaré perfectamente dispuesto a cambiar la palabra en cuanto surja una más apropiada.» (pág. 30)

Bien se ve sin duda ninguna, no sólo que la definición de Spencer a la que Salt se atiene es enteramente inoperante y confusa si no que tampoco parece claro que una mera sustitución terminológica vaya a permitir en modo alguno solucionar el problema. Pero sigamos rastreando la argumentación de Salt.

A lo largo del decurso de la historia de la filosofía no han faltado tendencias inclinadas al reconocimiento positivo de «derechos» a los animales no humanos (en este sentido Salt alude en su sumario recorrido a hitos como los cánones budistas y pitagóricos quizás dominados por la creencia en la metempsicosis, el vegetarianismo de Porfirio, las opiniones de Plutarco o Séneca en el Imperio Romano o de Shakespeare o Bacon en el Renacimiento europeo al respecto de la «benevolencia universal». Finalmente serán los ilustrados del XVIII (Rousseau, Voltaire, pero sobre todo Jeremías Bentham) quienes acaben por formular de un modo expreso una nítida protesta contra la crueldad y la inmoralidad del tratamiento que de la mano del hombre, reciben los animales inferiores. Además durante el siglo XIX y particularmente después de la promulgación por la Cámara de los Lores de la Ley sobre el maltrato de ganado de 1822 (la llamada Ley Martin), la legislación británica había comenzado a considerar a las acémilas como sujetos de protección y no sólo como propiedades semovientes de los granjeros.

Sin embargo Salt advierte dos concepciones tradicionales discontinuistas, que postulan una diferencia absoluta entre la naturaleza de los seres humanos y la de los animales, se trata de la «noción religiosa» (con la que Salt se refiere ante todo al cristianismo, y particularmente al romano) que asigna un alma inmortal a los hombres negándosela a los animales, aun cuando también es verdad que en ocasiones –raras y marginales– tal concepción ha alumbrado actitudes humanitarias, franciscanismos, &c. (dado que matar una bestia sería infringir un daño irreparable). La moderna idea de que hombres y animales tienen un futuro común post-mortem (tanto si éste es la aniquilación como si es la inmortalidad) constituye en cambio, uno de los principales pilares del humanitarismo.

De otro lado, el segundo escollo de la teoría de los derechos de los animales, es la doctrina cartesiana del automatismo de las bestias que vendría a negar a los animales consciencia y sensibilidad. Ya Voltaire hizo de semejante concepción «monstruosa», mella con sus mofas declarando que, según tales planteamientos relativos al alma de los brutos, Dios había dotado a los animales de órganos de la sensibilidad a fin de que no sintieran. Esta última doctrina no puede ya ser aceptada de ningún modo puesto que es incompatible, no sólo con el sentido común sino también con los avances de las ciencias y del pensamiento filosófico (Salt cita a Romanes, Darwin, Schopenhauer, y al reverendo J. G. Wood, quien incluso llega a reivindicar una vida futura para los animales). La conclusión necesaria de nuestros conocimientos es que las bestias están dotadas de individualidad, carácter y razón y poseen el derecho de ejercitar estas cualidades en la medida en que las circunstancias se lo permitan.

«Y sin embargo ningún ser humano tiene justificación para considerar a ningún animal como un autómata carente de sentido al que se le puede hacer trabajar, al que se puede torturar, devorar, según sea el caso, con el mero objeto de satisfacer las necesidades o los caprichos de la humanidad.» (pág. 39)

En cualquier caso un cierto –aunque vago– sentido de simpatía hacia los animales permanece en la humanidad, un sentimiento que dista desde luego, todavía mucho del reconocimiento de sus derechos y que sin embargo anuncia que el fin de «la tiranía, y la final concesión de los derechos no es sino cuestión de tiempo» (pág. 42). Así sucedió en el caso de los esclavos humanos, un caso muy análogo según Salt al de la situación de las bestias. Ahora bien, el progreso moral es inevitable.

Llegado a este punto, Salt procede a desactivar una serie de argumentos que los detractores de su cruzada emancipadora podrían tal vez esgrimir como contra-pruebas: En primer lugar, podría parecer que la propuesta de Salt adolece de un carácter utópico y visionario, en la medida al menos en que los animalistas no han dado a conocer el desarrollo detallado que habrían de recibir sus planes. Sin embargo, la acusación es tendenciosa según Salt, quienes oponen a la ética animal dificultades por el momento puramente imaginarias razonan de modo análogo a quienes objetaran a un viajero el desconocimiento de los avatares que concurrirán en un trayecto futuro.

Cabe imaginar fácilmente otro argumento contrario: la naturaleza, dicen algunos, es rapiña; los seres vivientes aparecen como concatenados en una férrea relación de naturaleza competitiva darwiniana –la lucha por la vida– contra la que las piadosas intenciones de Salt quedan reducidas al ridículo. Salt comienza por advertir que añagazas similares fueron empleadas en su día por los enemigos de la «emancipación del proletariado» en orden al mantenimiento del statu quo. Además Salt pone en duda que la «aniquilación competitiva» sea el único mecanismo de regulación natural, así lo ratifican por su parte naturalistas como Kropotkin o Arthur Thomson con sus doctrinas de la «ayuda mutua». Por otro lado si es preciso matar – apostilla Salt– hagámoslo, pero sin gazmoñerías filisteas, asegurándonos antes, eso sí, de que sea necesario a fin de no traficar con inútiles sufrimientos; sin refugiarnos en fin, bajo la máscara de coartadas débiles e inconsistentes.

Por último a quienes acusan a los partidarios de la ética animal de escasa preocupación por los seres humanos, Salt responde que ambas clases de derechos no son de ninguna manera incompatibles. Es más, las dos reivindicaciones permanecen imbricadas en cierto modo: si los animales en general tienen derechos, a fortiori deben tenerlos también los animales humanos.

Los seis restantes capítulos que componen el libro presentado suponen sucesivas aplicaciones de los principios expuestos en el primero a diferentes situaciones prácticas en las que los «derechos» de las bestias a una vida digna y feliz quedan seriamente comprometidos, así se repasa el caso del trato conferido a animales domésticos (capítulo II) y salvajes (capítulo III), se elabora una denuncia de la matanza de los animales en la producción de alimentos (capítulo IV), de la caza deportiva (capítulo V), del uso de plumas de aves en la industria sombrerera (capítulo VI) y de la «tortura experimental», la utilización de cobayas en experimentación médica y fisiológica, vivisecciones, &c. (capítulo VII). Por fin, el capítulo VII está dedicado a dibujar las líneas maestras que habrían de servir de guardagujas de una eventual reforma futura. Una reforma por lo demás, que casi habría que considerar como necesaria e inexorable a tenor del discurso contenido en esta obra, dado que el evidente amejoramiento progresivo de que es sujeto la humanidad en los terrenos éticos y morales (el progreso social al que hace referencia el título) hará inevitable al decir de Salt, en un próximo futuro la reconciliación final del ser humano y sus hermanos animales. El párrafo que clausura el libro aporta el mejor testimonio de la «decimonónica» concepción –ingenua y mítica, metafísica a más no poder como es claro– de la idea de progreso que empapa por entero el discurso de Salt. Lo citamos in extenso:

«Quiero hacer hincapié, en conclusión, que este ensayo no es un llamamiento ad misericordiam a quienes practican, o disculpan que otros practiquen, los actos contra los que se suscita aquí una protesta. No es una petición de 'clemencia' (entre comillas) para las 'bestias irracionales' cuyo único crimen consiste en no pertenecer a la noble familia del homo sapiens. Se dirige antes bien a quienes ven y sienten que, como bien se ha dicho, el gran avance del mundo, a través de las edades, se mide por el aumento de la humanidad y la disminución de la crueldad –que el hombre para ser verdaderamente hombre tiene que dejar de abjurar de esta comunidad con toda la naturaleza viviente– y que la realización de los derechos humanos que se aproxima tendrá inevitablemente que traer tras de sí la realización, posterior pero no menos cierta, de los derechos de las razas animales inferiores.» (pág. 116, subrayados nuestros).

Con todo, no hay que olvidar que los «derechos» de los que Salt se ocupa, nunca serán principios categóricos de aplicación irrestricta. Por el contrario es, en este sentido, perfectamente lícito restringir la libertad debida a los animales en virtud de las necesidades reales de la comunidad humana. El uso de la fuerza de trabajo (en régimen de esclavitud ) de los animales domésticos, pongamos por caso, es de momento enteramente imprescindible –sin perjuicio de que deba ser regulado, acomodado, dulcificado todo lo que se quiera, pero no suprimido– a efectos del mero mantenimiento «en el ser» de las sociedades humanas; así lo reconoce Salt sin empacho alguno :

«También quiero evitar, por otra parte, la extrema afirmación contraria de que el hombre no tiene justificación moral para imponer ninguna suerte de sujeción a los animales inferiores. (...) Hemos de afrontar el hecho de que los servicios de los animales domésticos, con o sin razón, constituyen parte integral del sistema de la sociedad moderna. No podemos prescindir de manera inmediata de esos servicios, como tampoco podemos prescindir del propio trabajo humano. Pero sí que podemos, al menos como paso presente hacia una relación más ideal en el futuro, conseguir que las condiciones en las que se realiza el trabajo, tanto el humano como el de los animales, sean tales que permitan al trabajador extraer un apreciable placer de su trabajo, en vez de experimentar de por vida un largo curso de injusticias y malos tratos.» (pág. 51)

Finalmente es de agradecer el completo repertorio bibliográfico que cierra Los derechos de los animales considerados..., se trata de una relación de cuarenta y dos obras en lengua inglesa (desde La Fábula de las abejas de Mandeville de 1723 hasta El espíritu de un animal de T. S. Hawkins de 1921) que de un modo u otro abordan la temática planteada por Salt en su libro.

Las reacciones a semejantes propuestas no se demoraron demasiado; en 1892, el mismo año de publicación del libro que nos ocupa, el filósofo británico José Rickaby, de la Compañía de Jesús, en su obra Filosofía Moral niega de plano, en nombre de las coordenadas fundamentales de la doctrina católica tradicional –no olvidemos las prohibiciones de Pío IX concernientes a las sociedades protectoras de animales y plantas– todo posible ius animalium por constreñido y relativizado que éste mismo pueda ser. En 1895, aparece Derechos Naturales de David G. Ritchie, profesor de filosofía en la Universidad de St. Andrews. Las críticas explícitas con que Ritchie procura dinamitar los cimientos teóricos de la obra de Salt propiciarán una respuesta por parte del «reformador social» titulada «El término derechos», que quedará incorporada en forma de apéndice a la última edición en lengua inglesa (1922) de Los derechos de los animales considerados... publicada todavía en vida de su autor.

3

Desde 1999 el opúsculo de Salt puede ser leído en lengua española en gracia a la traducción (a cargo de Carlos Martín y Carmen González) que bajo el título conciso y aséptico de Los derechos de los animales (es decir, purgadas convenientemente las referencias explícitas a la idea de progreso social y moral presentes en el título original inglés{7}) ha puesto en circulación entre los lectores hispanohablantes la editorial Los Libros de la Catarata, en su colección «Clásicos del pensamiento crítico» dirigida por Francisco Fernández Buey y Jorge Riechmann{8}. Jesús Mosterín, presidente como es conocido de la delegación española del Proyecto Gran Simio, aparece como responsable último de la edición .

Además del texto original propiamente dicho y de la réplica de 1922 a las objeciones de Ritchie, el volumen, incluye una entusiástica introducción del mismo Mosterín a la obra y al personaje y dos significativos apéndices: la Declaración de los Grandes Simios de 1993 (aquí titulada Declaración de los Primates) y un compendio de «direcciones de interés» correspondientes a organizaciones animalistas, frentes de «liberación animal», movimientos anti-taurinos, sociedades protectoras, formaciones ecologistas, conservacionistas y otros grupos de ámbito ibérico dedicados a la lucha por la noble causa de la emancipación brutal{9} a los que el lector convencido por los «argumentos» de la obra puede dirigirse en caso de sentir la vehemente llamada del activismo. Por lo que se ve el máximo responsable del Proyecto Gran Simio en España no ha creído necesario en esta ocasión disociar las labores editoriales de su propia voluntad prosélita y militante.

Notas

{1} Para cuestiones bio-bibliográficas en torno al personaje es recomendable leer: Jorge Hendrick, Henry Salt. Humanitarian reformer and man of letters, University of Illinois Press- Hardcover, 1977. También Jesús Mosterín, en su introducción al libro que nos ocupa ofrece útiles datos al respecto.

{2} «Aquí es donde es preciso distinguir las dos grandes corrientes, más o menos latentes, en las que se diversifican de hecho las escuelas de Bioética: la que pone el objeto práctico último de la Bioética en la vida humana (lo que no excluye el «control de la natalidad» de esa vida) y la que pone el objeto práctico último en la vida en general, en la Biosfera. Llamaremos, respectivamente, a estas dos corrientes, Bioética antrópica y Bioética anantrópica.» Gustavo Bueno, «Hacia una Bioética materialista», en ¿Qué es la Bioética?, Pentalfa, Oviedo 2001, págs 12-13. Más adelante Bueno menciona precisamente, a modo de ejemplos de Bioéticas anantrópicas, planteamientos como los vehiculados en la Declaración Universal de los Derechos de los Animales de 1978 o en la Declaración de los Grandes Simios Antropoideos promovida por el Proyecto Gran Simio en 1993.

{3} Hasta 1884, Enrique Salt había ejercido de profesor en la reputada escuela de Eton, sin embargo diferencias irreductibles con sus colegas en lo tocante a los hábitos alimenticios –parece que Salt tildaba de «caníbales» al resto de profesores de la escuela– forzaron la dimisión de nuestro humanitario «pensador» y su retiro en el campo, lejos de las perniciosas tentaciones de la civilización. En Tilford, el matrimonio, gozó de una apacible existencia «preindustrial» dedicándose al cultivo de hortalizas (pero no a la ganadería como es obvio, lo contrario hubiese sido esclavismo o asesinato) y atendiendo las numerosas y egregias visitas: Chesterton, Jorge Bernardo Shaw, Ramsay Mac Donald (adalid a la sazón del Partido Laborista) o William Morris (otro «anacoreta» insigne como se sabe). A la luz de todo ello cabría quizás considerar a Salt como un precedente claro de concepciones anti-globalizadoras y contra-culturales, como las mantenidas en nuestros días por Juan Zerzan, sin ir más lejos, pero también como un heredero directo, mutatis mutandis, de Diógenes el Cínico. Claro que también es verdad que desde otro punto de vista vale advertir en nuestro «teólogo» un auténtico «autismo político» por así decir; este diagnóstico podría incluso clarificar en gran medida algunas de las tesis éticas y morales más delirantes sostenidas por el autor de Los derechos de los animales considerados... .

{4} Así lo hace por ejemplo, Peter Singer, Cfr. Liberación Animal, Trotta, Madrid 1999. Por cierto que sobre Singer y sus planteamientos bioéticos relativos a la eutanasia, la experimentación con embriones o deficientes mentales, el infanticidio como mecanismo de regulación de la natalidad, &c., cae en ocasiones la acusación de eugenesismo, un eugenesismo rayano –según advierten sus críticos más inclementes, como Luc Ferry inter alia– con las líneas maestras del discurso nacional-socialista.

{5} Demasiado fácilmente claro está.

{6} Para acusar la medida de la ingenuidad de Salt es conveniente detenerse un momento sobre los espinosos problemas implicados en tan «estériles polémicas» sobre el alcance filosófico del rótulo «derechos humanos» en contraposición a otros colindantes tales como «derechos del ciudadano», «derechos de los pueblos», &c. Problemas por supuesto que Salt arrastra en todo momento tras de sí a pesar de su voluntad de desentenderse de los mismos. Al respecto, cfr. Gustavo Bueno, «Los "derechos humanos"», en El sentido de la vida, Pentalfa, Oviedo 1996, págs. 337- 375.

{7} Ignoramos las razones que motivaron una tal depuración. En todo caso es obvio que el título que el libro ha recibido en su edición española, desvirtúa de algún modo las «progresistas» intenciones de Salt

{8} En la misma colección, y junto al alegato saltiano, han venido apareciendo otros títulos cuya mención es del mayor interés: Para la reforma moral e intelectual de Antonio Gramsci, Humanismo y anarquismo de Camilo Berneri, Escritor revolucionarios de Ernesto Che Guevara, Sobre el poder y la vida buena de León Tolstoi, Cristianismo y defensa del indio americano de Bartolomé de las Casas, Más cerca del perverso fin y otros diálogos y ensayos de Hans Jonas, Un sueño de libertad de Martín Luther King, Una ética de la tierra de Aldo Leopold, Tratado sobre la república de Florencia y otros escritos políticos de Girolamo Savonarola. Está anunciada la aparición inminente de Prédicas para desesperados (también de Savonarola) y Feminismo y hombre nuevo de Alejandra Kolontai...

{9} Reproducimos los nombres de las organizaciones y asociaciones cuyas direcciones y números de teléfono quedan recogidos en el mencionado apéndice: ADDA (Asociación para la Defensa de los Derechos del Animal), ALA (Alternativa para la Liberación Animal), Amnistía Animal, ANDA (Asociación Nacional para la Defensa de los Animales), ARCADYS (Asociación para el Respeto y la Convivencia con los Animales Domésticos y Salvajes), ASANDA (Asociación Andaluza para la Defensa de los Animales), FESPAP (Federación Española de Sociedades Protectoras de Animales y Plantas), MATP (Movimento Anti-Toruadas de Portugal), Nuevas Defensas, Pro-Dignidad Humana, PRO-GAT BARCELONA, ADENA-WWF (Asociación para la Defensa de la Naturaleza- World Widlife Fund), Amigos de la Tierra, DEPANA (Liga para la Defensa del Patrimonio Natural), Ecologistas en Acción Estatal, Greenpeace.

 

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